10

Ignacio se acercó con su jarra de café humeante y se sentó a mi lado en la rudimentaria cocina donde algunos compañeros tomaban su desayuno. Con rostro compungido, como si estuviese por darme una noticia triste, murmuró:

—¿Cómo estás, Carmela? ¿Nos encontramos al mediodía? Te invito a almorzar.

Lo miré sorprendida, aún tenía niebla en los párpados.

—¿Almorzar? ¿Te refieres a un restaurante de moda? —sonreí irónica.

—Un restaurante muy hermoso —contestó serio.

—Un minuto, me fijo en la agenda —le rogué.

Hubiera querido decirle: «¡Por supuesto, amor mío, es lo que estaba esperando!», pero una revolucionaria no podía darse el lujo de variar su rutina sin motivo; además, no adivinaba hacia dónde se dirigía su juego.

Di vuelta las hojas de mi inexistente libreta y realicé un lento escrutinio de las horas y los días, como si no me hubiese entusiasmado su invitación.

—¿Te refieres a hoy mismo? —pregunté sin reprimir un bostezo que tenía más ternura que fatiga.

—Sí, hoy, tesoro…

—Suelo almorzar en el Maxim’s —lo provoqué—. ¿Vamos allá?

—Con gusto, pero no creo que lleguemos a tiempo.

—Entonces que sea en otro restaurante, pero bien iluminado, con grandes ventanas, muchas flores y que sirvan rápido, no me gusta esperar vaciando paneras.

—¡Bárbaro!, tendrás todo eso, soy un fino galán.

—¡Un fabulador! —percutí su tazón con mi uña.

—¿Ah sí?, deberás disculparte.

Cuando regresé del entrenamiento fui a lavarme detrás de las carpas de lona que compartía con tres mujeres. Cerca de un robusto manglar cuyas raíces aéreas ocultaban la oficina de Húber Matos me esperaba Ignacio con su fusil y una mochila. Su felicidad al verme se parecía a la que estalla frente a un espejismo. Yo vestía mi remendado uniforme y tenía recogidos los cabellos con un rodete. Sus ojos me pincelaron de la cabeza a los pies.

—¿Vamos?

—¿Hiciste la reserva?

—Para dos, en el mejor lugar del salón.

Me dejé conducir. Iba delante para indicar el camino y tomamos una dirección hacia donde nunca había marchado antes.

—¿Nos espera una limusina? —bromeé.

—Ya estamos en la limusina, disfrútala, y te prometo que en menos de treinta minutos verás el más hermoso de los paisajes.

Ascendimos una loma y la vegetación se tornó espesa.

—Es la parte más protegida —comentó—; enseguida aparecerá la alfombra roja.

Moví la cabeza: ¡este porteño me gana en imaginación! Trepamos una ladera cubierta de castaños; su follaje ocultaba casi por completo el cielo. Empecé a sentir fatiga. ¡Vamos, que las cosas buenas tienen su precio!

De súbito, al dar la vuelta a un macizo rocoso vi el mar. No había más castaños ni follajes ni árboles, sino maleza de baja altura. El azul de las aguas apacibles contrastaba con el verde del acantilado. Un paisaje cuya belleza Ignacio no me dejó gozar porque dijo apurado:

—Aquí nos pueden descubrir los largavistas; vamos al restaurante.

Dimos otra media vuelta al macizo y empezamos a ser cubiertos de nuevo por el techo de los follajes. La sorpresa fue advertir que el suelo ya no estaba tapizado por pasto silvestre, sino por florecillas rojas que retozaban su perfumada humedad.

—¿Falta mucho?

—Ya pisamos la alfombra —dijo.

Invitó a que me sentara sobre un tronco caído. Abrió su mochila y extrajo un mantel a cuadros blanquicelestes que fijó con cuatro piedras de cuarzo, que parecían instaladas allí con anticipación. «Por supuesto —dijo Ignacio—, conseguí las mejores piedras, todas del mismo color; lo del blanco y celeste es por la bandera argentina». Extrajo una botella de vino que hizo girar en sus manos para leer la etiqueta. «También el vino es argentino, te aseguro que les gana a los franceses». Yo lo contemplaba hacer. Instaló jarras, cubiertos, platos y una hogaza de pan. Demasiado para el tipo de vida que llevábamos en el campamento.

—No lo tenés que comer si no te gusta —advirtió—; la comida llegará enseguida; pero antes cerrá los ojos y extendé las manos.

Obedecí extasiada; sentí sobre mis curiosas palmas un ramito de flores. Abrí los ojos y temblaban los pétalos de azucenas que había conseguido vaya a saber dónde.

—¡Me encantan las azucenas!

—¿Y cómo no te van a encantar? Tu piel es de azucena.

—¡Argentino meloso! —dije tragándome una lágrima de gratitud.

—¿Te gusta el restaurante?

—Sí, admito que es mejor que el Maxim’s.

—Gracias, Carmela; ¿lo conoces, digo… al Maxim’s?

Mi rostro se nubló.

—Por supuesto, allí me llevaron mis padres cuando adolescente y después fui con Melchor.

—¡Es necesario conocer otras cosas para apreciar las que se tienen ahora! —bromeó.

—Bueno… bueno… —Traté de sacudirme el estremecimiento—. Eres un famoso economista transformado en filósofo.

—¡No, en cocinero! —Extrajo de su mochila dos sandwiches de queso, jamón, tomate y lechuga—. Son del más exquisito estilo porteño. De postre hay una sorpresa —agregó. Introdujo su mano en la mochila casi vacía y sacó puñados de guacamayas cuya carne azul tiene el sabor del almizcle—. Es mi homenaje a los caribeños —dijo mirándome fijo.

El puente de vidrio tendido entre nuestras miradas era sólido y trepidaba deseo. Yo le leía los labios que no se animaban a expresarse en voz alta. Quizá nos frenaban nuestras historias, aunque ya nos habíamos ocupado de hacer averiguaciones hábiles. Nos reclinamos sobre el lecho de flores rojas y nuestras manos juguetearon sobre el mantel a cuadros blancos y celestes. Vacilábamos hacia delante y atrás como chicos inexpertos. Los dedos de Ignacio, cuya piel era más blanca que la mía, dieron saltos cruzados, como los caballos en el ajedrez y luego avanzaron en la recta línea de la torre hasta dar jaque mate. Mis dedos se estremecieron por el asalto, esperado y temido a la vez. Quise parecer neutra.

Los índices masculinos consideraron que mi falta de respuesta era un permiso y treparon audaces sobre el dorso de mis propios índices. A los índices se añadieron los dedos mayores que también subieron sobre mis dedos mayores, los anulares sobre los anulares, los meñiques sobre los meñiques y los pulgares engancharon firme a los pulgares, como anclas de transatlántico. La incursión corrió por los tendones de las muñecas y por último sus manos plenas abrazaron por completo mis manos, abrigándolas como aves necesitadas de protección.

La minúscula lid se desplegó en silencio. Aún nos frenaba un incomprensible pudor, pero nuestras manos, sólo nuestras manos, se habían liberado de antiguas leyes, como si hubiesen dejado de obedecer a la corteza cerebral inhibidora. Nuestras manos independientes animaron a otras porciones del cuerpo que también anhelaban manifestarse: teníamos las piernas recogidas y nuestras rodillas intentaron acercarse pese a la inconveniencia de estar sentados frente a frente, con la vajilla interpuesta. El rodeo era fácil, podíamos unir nuestras cabezas, besarnos, pero nos separaba un océano virtual. Coincidíamos en nuestras ganas y nuestros frenos, ganas lógicas y frenos ilógicos. A la vez el deseo era tan grande que parecía irresistible.

Teníamos que frenar, reiniciar la conversación. Lo hicimos con carraspeos, desde la periferia al núcleo, desde las bellezas del paisaje a nuestras personas complejas, desde lo irrelevante a las entradas llenas de arcanos. ¿Le temíamos al progreso de nuestro vínculo? ¿Por qué? ¿Era un miedo que provenía de prejuicios burgueses o de obligaciones revolucionarias? «¡Ridículo! —me dije—, ridículo».

Suponía que había menos para contar sobre mi vida porgue era nueva en la causa revolucionaria, aunque energizada con el fervor de los conversos, como solía insistir Ignacio. Ya había utilizado el recurso de compensar mi historia breve con referencias a la de Lucas: Lucas había decidido ingresar en el ejército Rebelde varios meses antes que yo, tuvo un riguroso entrenamiento, participó de combates difíciles, fue herido, y hasta fue salvado por Ignacio. En ese momento volví a expresarle mi reconocimiento por su comportamiento altruista en el centro de la metralla, y también a agradecerle la compañía que le hizo durante su convalecencia en la enfermería del campamento. Ignacio me rogaba que no volviese a mencionar el asunto.

Él poseía un historial más extenso porque había militado en el Partido Comunista argentino desde pequeño, sufrió persecución, agitó a sus compañeros en el colegio secundario y después en las organizaciones universitarias. Se especializó en finanzas para ayudar al establecimiento de una sociedad más equitativa. Su desempeño determinó el interés de Ernesto Guevara, como me contó la primera vez que hablamos.

En el camino de regreso evitamos enlazar las manos como si fuésemos religiosos medievales sometidos al voto de castidad.

—¿Nuestros ideales revolucionarios son una nueva religión? —le pregunté inquieta.

Ignacio respondió suelto de cuerpo:

—No sé si para tanto, pero te aseguro que para mí los escritos marxistas son más sagrados que la Biblia para un católico.

—¿Son infalibles, dictados desde el cielo? —ironicé.

—No fueron dictados desde el cielo, sino que son científicos y, por lo tanto, infalibles.

—¿Qué opinan sobre el amor?

Tardó en contestarme, su mente repasó capítulos enteros y al final dijo:

—Es algo que falta desarrollar, pero corresponde a la superestructura.

—No entiendo.

—La superestructura está por arriba de la estructura, que es lo esencial, como los bajos en la música polifónica; la superestructura tiene más colores y timbres, pero no podría sostenerse sin el piso firme de los bajos, de la estructura.

—¿El amor depende entonces de la economía?

—Todo depende de la economía, Carmela.

—¿También la emoción que me regalaste con este almuerzo excepcional?

Sonrió agradecido:

—Claro, almuerzo, fuerza de trabajo, comida, producción, ¡economía!

—Entonces allí, sobre la alfombra de flores, predominaba la economía —comenté irónica.

—Te equivocas, tesoro, economía y filosofía, porque mi maestro, Carlos Marx, fue también un filósofo, el mejor filósofo de la historia, al nivel de Aristóteles.