15

—POR favor, Jo, no me eches la culpa si te despiden por faltar otro día más al trabajo, ¿de acuerdo? —dijo Kate mientras Jo conducía el BMW de alquiler hacia el Lincoln Tunnel—. Te agradezco que me lleves a casa, pero ya no me cabe más culpa en el cuerpo.

—Cariño, de todos modos hoy nadie va a llegar a la oficina antes del mediodía. —Jo redujo la velocidad a medida que los carriles se unían—. Trabajamos como perros para preparar la desastrosa propuesta de ayer. No tengo intenciones de llegar la primera y recibir toda la culpa. Además —añadió, soltando la palanca de cambios para darle un apretón cariñoso en la mano—, no pienso dejar que te enfrentes tú sola a tu furioso marido.

Kate bajó la vista hacia el estrujado pañuelo de papel que sostenía. Estaba seco. La noche anterior había agotado las lágrimas en el brazo del sofá de Jo. Había llorado en silencio, para no asustar a Grace y para no despertar a su amiga, después de quedarse despiertas hasta pasada la medianoche, bebiendo vino.

Jo le había contado toda la verdad, sin endulzarla ni un poquito. Le dijo que su familia se había quedado sin mantequilla de cacahuete y que Tess se había perdido el partido del viernes porque no había encontrado los tacos. No dejaban de recibir llamadas sobre vídeos sin devolver y Michael ya iba retrasado con su nuevo proyecto de manualidades, un robot. Los papeles se amontonaban en la mesa del comedor y la suegra de Kate se negaba a ocuparse de ellos. Anna llevaba días desayunando sólo cereales porque a Paul se le olvidaba comprar leche.

En las pocas horas que consiguió dormir, no había hecho más que tener pesadillas. Soñó que se balanceaba con violencia en una canoa llena de botellas vacías, envoltorios de chucherías y autorizaciones, mientras buscaba los remos en vano. La canoa se sacudía peligrosamente y ella trataba de sujetar a sus tres hijos, que gritaban asustados mientras se precipitaban hacia los rápidos.

Jo le dio al limpiaparabrisas al salir al lado del río Hudson que daba a Jersey, porque había empezado a llover.

—Kate, conecta mi iPod. Me apetece oír música.

Ella echó un vistazo a la música de su amiga y, finalmente, eligió un tristona balada de Nina Simone.

Se recostó en el asiento y se restregó el pañuelo en la pernera del vaquero. Había elegido a propósito aquel vestuario típico de madre que lleva a sus hijos a sus actividades extraescolares: vaqueros, zapatillas y un jersey cómodo. Se había resistido a ponerse algo sexy y a bajar a la peluquería, como le había aconsejado Jo. En vez de eso había optado por una cola de caballo y se había puesto un jersey muy usado. Quería tener un aspecto familiar para Paul. Íntimo. Quería demostrarle que estaba dispuesta a retomar el asunto donde lo habían dejado.

«Aunque no me haya echado de menos.»

Guardó el pañuelo debajo de las rodillas y se tiró de las mangas del jersey hasta que le cubrieron los nudillos, mientras los lamentos de Nina acerca de un matrimonio fallido salían de los altavoces.

—Deja de lloriquear —dijo Jo, dándole un golpecito en el hombro—. Ya te lo he dicho: la situación no es irreparable. Quince años de matrimonio y tres hijos no se van a ir al garete por una pequeña infracción que ni siquiera es sexual.

Kate sonrió débilmente.

—Ocurra lo que ocurra —añadió Jo dando un sorbo de café y limpiándose la espuma del labio superior a continuación—, siempre puedes quedarte a dormir en mi sofá.

—Podemos compartir gastos. Criar gatos.

—Ah, no, cielo, gatos no. Bastante tengo ya con criar a Grace. Muchas gracias. —Jo echó un vistazo al teléfono que vibraba en la consola entre los acordes de Trouble, de Ray La Montagne—. Es de la oficina. Tengo que contestar, Kate.

Dejó el vaso de café en el lugar destinado a ello, apretó un botón y puso su voz de trabajo. Kate cogió su vaso —chocolate caliente con nata encima— y lo sujetó entre las manos.

Era extraño. Estaban en la autopista de Jersey con sus carriles perfectamente ordenados, sus enormes carteles indicadores y sus educados conductores que utilizaban los intermitentes, pero no era capaz de regresar al estado mental en que se encontró después de aquel primer salto en paracaídas. ¿Qué la había llevado a pensar que mandar al cuerno sus responsabilidades, así, de repente, era una buena idea? ¿Por qué creyó que abandonar a su familia durante casi dos semanas mejoraría de algún modo su matrimonio? En ese momento, con el culo cómodamente plantado en un lujoso coche nuevo, viendo pasar gasolineras, edificios de oficinas y jardines perfectamente cuidados, la idea le parecía tan peregrina como que un rebaño de ganado saltara la valla y atravesara la autopista.

«Imperdonable.»

Rotó los hombros y movió la cabeza a un lado y otro, tratando de deshacer la contracción que tenía en el cuello por utilizar el brazo del sofá como almohada. Se había pasado dos días enteros dándole vueltas sin parar, intentando buscar la manera de arreglar las cosas. Sentía la piel tan tensa que, de no ser por la luna del coche, el viento de octubre le llegaría directamente a los huesos. De algo estaba segura: lo hecho, hecho estaba. Tenía que empezar a mirar al futuro y hacer que las cosas mejorasen a partir de aquel mismo instante.

Eso haría. Regresaría a casa con su familia. Tendría una larga conversación con el entrenador de Tess. Negociaría con la profesora de Michael un poco más de tiempo, paciencia y algo de indulgencia. Se quedaría con Anna en casa un día y la llevaría a jugar a su parque favorito. Limpiaría la casa de arriba abajo, llenaría la despensa, prepararía macarrones con queso y pollo asado y haría pan. Se ocuparía del papeleo y escribiría listas de cosas pendientes. Con tiempo, y el capitán de nuevo en cubierta, el barco de los Jansen pronto volvería a surcar los mares.

Ésa sería la parte fácil.

Jo cortó la conexión y suspiró profundamente.

—Aún no hay noticias de Artemis. —Se sacó el auricular y lo echó encima de la consola—. Sólo es un retraso, pero sé que yo no nos contrataría. Parecíamos gallinas en un gallinero.

Kate se removió en el asiento y apoyó la mejilla en el asiento de suave cuero, agradecida por la distracción.

—¿Es una cuenta importante?

—Ya lo creo —contestó Jo—. Es el pez más gordo de todo el estanque, nena. Mantendría los ingresos en números negros durante un año entero más. Por no decir que sería un bonito trofeo para mí. Pero ¿sabes, Kate?, al lado de cosas realmente graves como la pobreza, el hambre o la salud mental de Grace, da igual cuánta gente compre un perfume llamado Mystery.

Kate esbozó una sonrisa.

—Te has convertido en madre.

Jo estuvo a punto de echarse el café por encima de su impecable traje. Agarrando el volante con fuerza, buscó un pañuelo con la otra mano.

—Por todos los santos, Kate. No puedes decirme cosas así, sin avisar. Me crea problemas con la imagen que tengo de mí misma.

—Te observé anoche con ella.

Al llegar a casa de Jo, Kate había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no asfixiar a la pobre criatura con besos y abrazos. La imperiosa necesidad era más por sí misma que por Grace, a quien nada más verla catalogó como un poco arisca.

—Te seguía a todas partes con la mirada —continuó Kate—. Y te diste cuenta de cuando empezó a sentirse cansada. En cuanto se lo ordenaste, subió a su habitación y se acostó como si llevara toda la vida viviendo en tu piso. Mátame si quieres, pero nunca esperé un comportamiento similar en la Señora del Universo.

—Te voy a decir una cosa: esto de hacer de madre me ha hecho pensar. —Jo se secó del pecho y el regazo las supuestas salpicaduras de café—. Me ha hecho acordarme de la creativa que perdimos el año pasado, Laura Henley. Era lista como pocas, e imaginativa. Se le ocurrió la idea de los anuncios de suspense para aquella línea de ropa. Se fue porque mi jefe no quiso que trabajara desde casa dos días a la semana para así poder pasar más tiempo con su hijo recién nacido. También me he acordado de Ginger Schein, una brillante diseñadora gráfica, marginada cuanto tuvo que reducir horas de trabajo para cuidar de su madre anciana. Me ha hecho pensar en cómo se deja escapar el talento.

—Esto me huele a aventura empresarial.

—Tal vez necesite una salida de emergencia cuando perdamos esta cuenta —dijo Jo—, pero es más que eso. Durante estas últimas semanas con Grace, ha sido un verdadero desafío para mí trabajar y atender a todas sus necesidades. Es como si el día no tuviera suficientes horas.

—Me siento orgullosa de ti, Jo.

—Calla, calla. Sigo teniendo intención de irme a Santa Lucía en febrero.

—Me alegro por ti. Yo me pasaré ese mes asistiendo a partidos de baloncesto en gimnasios escolares que huelen a zapatilla vieja.

—No irás a hacerlo, ¿verdad, cielo?

—Sí voy a hacerlo. —Se arrebujó en el jersey, deseando poder abrazar a sus tres hijos, deseando poder verlos ya, en aquel mismo instante. Levantó las rodillas y se las rodeó con los brazos, intentando que el pánico no se apoderase de ella otra vez—. Ahora mismo, estoy deseando comer bocadillos de salchicha con pimientos y ver a ese árbitro gordinflón que cojea…

—No me refiero al baloncesto. Me refiero a que no irás a hundirte delante de Paul, ¿verdad?

Kate dejó el vaso de chocolate en su sitio en la consola y evitó la mirada de Jo fingiendo interés por las canciones de Joss Stone que ésta llevaba en su iPod. Kate sabía que Paul —por enfadado que pudiera estar en aquel momento— la dejaría volver a casa. La necesitaba para que le recogiera los trajes en la tintorería y preparase la cena de los niños cada noche y para que marcara la imprescindible rutina diaria. Si algo había aprendido de aquel fiasco era que, en quince años, se había convertido en una experta a la hora de llevar una casa y criar hijos.

Y precisamente ahí estaba el peligroso ojo del huracán. Por los niños estaba dispuesta a todo. Volvería a su antigua vida, renunciaría a tirarse en paracaídas, lo que fuera con tal de tener la oportunidad de cuidar de ellos otra vez. Por Tess, Michael y Anna estaba dispuesta a seguir casada con un hombre de quien ya no podía decir con toda seguridad que la amara.

—¡Kate! —Jo le dio un toquecito en el hombro—. No irás a hundirte, ¿verdad?

Ella ladeó la cabeza.

—Define «hundirse».

—Cielo, sabes que él no es el único que ha sufrido daños aquí…

—Pero Paul lo ve así.

—Pues entonces tendrás que hacer que entre en razón. —Jo alargó el brazo sin mirar y le tiró de la manga. Con una uña bien manicurada, dio unos golpecitos sobre lo que quedaba del dibujo hecho con henna que Kate llevaba en la mano—. Esto es un símbolo de la antigua Kate —dijo—, y a mí me encanta esa chica. Me encantó verte saltar en paracaídas. Me encanta que hayas montado en elefante en una selva de la India. Me alucina que hayas pasado toda una semana con un traficante de armas nigeriano…

—En realidad es inglés. Estudió en Oxford. Pero me cuesta pensar en eso ahora —la atajó Kate, cubriéndose los nudillos con los puños otra vez—. Sobre todo cuando está a punto de caducar el plazo de mi placer prohibido.

—Cariño, no es precisamente que hayas hecho turismo sexual en Bangalore. Ya está bien, Kate. —Le quitó el iPod del regazo y pasó el pulgar por el menú—. Se acabó Nina, Joss y Amy Winehouse. Ya vale de lamentos con música. Me estás deprimiendo.

—Oye, que éste es tu iPod.

—Cielo, no puedes hundirte. No puedes hacerte eso. Y tampoco puedes hacérmelo a mí. —Jo buscó arriba y abajo con el pulgar mientras conducía con la otra mano—. Si cedes a sus exigencias sin luchar por vuestra relación, estarás igual que antes de tirarte de aquella avioneta.

—Mi vida antes del paracaidismo estaba bastante bien —masculló Kate—. Tenía una bonita casa. Unos niños fantásticos. Un seguro. Sexo los martes y los sábados…

—No pienso escuchar. No se te ocurra decirme que no puedes tenerlo todo. Ahora yo también tengo una niña, Kate, y cuento contigo para que me demuestres que todavía puedo tener una vida plena.

Ella cogió nuevamente el vaso. No sabía qué decir. Creía que vivía bien hasta que Rachel le pidió que se tirara en paracaídas. Tal vez Rachel se hubiera dado cuenta, mucho antes que ella misma, de que su relación con Paul era un animal moribundo.

«No.»

—Vamos a escuchar esto. —Jo apretó el botón y tiró el iPod sobre el regazo de Kate—. Y quiero oírte cantar, ¿vale?

—¿Por qué? ¿Te gusta oír a gente que canta mal?

La sonrisa de Jo se agrandó todavía más.

—¿Te acuerdas de aquel bar de karaoke al que solíamos ir cuando trabajabas en la ciudad? Siempre eras tú la que conseguía más aplausos.

—Soy rubia —contestó ella pasándose la mano por el pelo—. Natural.

—Y tenías voz de perro herido. Vamos, no te preocupes. El BMW está insonorizado —contestó Jo poniendo los ojos en blanco—. Canta a voz en cuello, cielo. Quiero oírte.

Kate miró el iPod cuando empezaron a sonar los primeros acordes. Gloria Gaynor: I Will Survive. Puso los ojos en blanco.

—Espera, voy a quitarle el polvo a ésta.

—Adelante, tú búrlate. Pero después viene George Michael. Y te sabes todas las letras.

De pronto, Kate se acordó de un día, muchos años atrás, cuando los niños eran pequeños y Paul y ella fueron en coche a Ohio a visitar a su madre. Estaban tan hartos de las edulcoradas canciones de Disney que empezaron a cantarlas con sus propias letras picantes, hasta que Paul no podía ni respirar de tanto reír.

Dejó de cantar con un sollozo estrangulado.

—Joder, Kate. —Jo tomó la salida de la autopista—. Se suponía que esto tenía que animarte.

—Los recuerdos son una mierda —contestó ella, mirando a través del cristal tintado el cartel que les daba la bienvenida a su ciudad—. Vamos a acabar con este asunto de una vez.

 

La casa apareció ante sus ojos. Echó una ojeada a la pintura que se estaba desconchando y el reguero de moho verde del tejado, a la altura del canalón. La bicicleta da Anna se veía tirada en mitad del camino de entrada, al lado del monopatín de Michael y un cubo con cuentas de colores volcado. En el jardín delantero había un intrincado laberinto hecho a base de sillas de jardín, toallas y una tienda de campaña, unidas entre sí con cuerdas de saltar, todo ello sujeto con piedras decorativas de las que usaba para bordear el arriate de los rododendros.

Jo aparcó junto a la acera y Kate salió del coche con el corazón desbocado y muerta de miedo, con la súbita necesidad de congelar aquel momento en el tiempo. Quería capturar aquella imagen de su hogar tal como se encontraba en aquel preciso instante —un refugio sólido contra las inclemencias de fuera—, con su deteriorada, conmovedoramente defectuosa y dignamente caótica belleza.

—¡Eh! ¡Ha llegado mamá!

La puerta principal se abrió de repente. Tess salió corriendo por el camino. Se agachó para pasar por debajo de una de las tiendas hechas con toallas y al llegar al otro lado se tiró encima de Kate con tanta fuerza que la hizo retroceder y chocar contra el coche.

—¡Por fin! ¡Mamá! Me alegro de que hayas vuelto. ¡Por fin!

Kate la abrazó con fuerza, pues sabía que Tess se soltaría en menos de un minuto, azorada, pero por el momento la niña no hacía más que saltar, vibrante de excitación.

—¡Me alegro tanto de que hayas vuelto! ¡No te vas a creer la de problemas que hemos tenido! ¡La abuela es un rollo! ¡Y por poco me echan del equipo! Pero no me han echado porque papá fue a hablar con el entrenador y le dijo que te habías ido a la India y todo eso, y entonces me dejó quedarme. Y ganamos el partido del sábado…

Kate se retiró un poco para apartarle el flequillo de la frente y mirar henchida de amor el aparato dental que llevaba.

—¡Eso significa que vamos a ir a la semifinal de la próxima semana! ¿Te lo puedes creer? Helena dice que no ganaremos a Caldwell East, que tiene jugadoras que nos sacan la cabeza y los hombros, pero yo…

—¡Mamá está en casa!

Anna se asomó a la tienda de campaña con un tutú morado, se aplastó como pudo debajo de una toalla doblada y salió disparada hacia ellas para lanzar sus veintitrés kilos y medio de peso entre las rodillas de su hermana y de su madre. Rodeando a Tess con un brazo, Kate se agachó y estrechó a Anna contra su cuerpo, aplastando el tul. La niña la recompensó con un húmedo beso.

—¡Mira, mamá! —Anna abrió el puño para enseñarle el montón de maíz de caramelo que tenía dentro, granos de maíz de color blanco y naranja, igual que el cerco de alrededor de la boca—. ¡Tengo caramelos de Halloween!

—Qué ricos, ¿eh? —dijo Kate, contemplando aquellos enormes ojos castaños—. ¿Cómo has convencido a la abuela para que te dejara comerlos?

—La abuela no lo sabe. —Anna se inclinó sobre su madre con una sonrisita cómplice—. Papá ha dicho que podía comerlos.

—Mamá, mamá, ¿podemos cenar salchichas con pimientos esta noche? —preguntó Tess—. ¿O lasaña de verdad? La abuela nos da unas cosas asquerosas, y papá dijo que…

Entre el aluvión de información de Tess y por encima de la cabeza de Anna, Kate vislumbró a Michael, que acababa de aparecer de detrás del monovolumen familiar y trasteaba con el monopatín en el camino de entrada. Kate se encontró con sus ojos a través del flequillo que le caía sobre la frente y levantó la mano. Con sonrisa insegura, él le devolvió un despreocupado saludo. Y, de repente, dejó caer el monopatín al suelo y se alejó calle abajo, con las manos en los bolsillos.

—¿Me estás escuchando, mamá? Porque Helena quiere quedarse a dormir mañana, para que estudiemos matemáticas, pero también porque necesita que alguien la lleve al partido al día siguiente…

Pero ella no la escuchaba, porque la puerta acababa de abrirse de nuevo y Paul estaba en el umbral.

Apretó a las niñas con fuerza y se enderezó. Llevaba una camiseta de Caltech, con el logo descolorido y agrietado, y el tejido tan desgastado por el uso que se le pegaba al torso. Tenía un paño de cocina sobre el hombro, como si acabara de salir de la cocina.

Jo se acercó a Kate.

—Yo me quedaré aquí fuera un rato —dijo, alargando la mano para revolverle el pelo a Anna en señal de saludo. Y añadió al oído de su amiga—: Sólo para asegurarme de que no se produzcan malos tratos.

Paul bajó los escalones y atravesó el camino de baldosas de la entrada a grandes zancadas, deteniéndose al otro lado de la tienda de campaña.

—Niñas —dijo, quitándose el paño del hombro—. Id a hacer algo adentro.

Su voz desbocó el pulso de Kate. Tess y Anna percibieron la tensión y, tras intercambiar una mirada, se escabulleron hacia la casa.

Kate se quedó mirándolas, no sólo para grabarse la imagen de sus saltarinas colas de caballo, sino porque el corazón le latía muy de prisa y no estaba preparada para mirar a Paul a la cara. Era como si tuviera una instalación eléctrica dentro de su cuerpo y alguien acabara de encender un interruptor. Aunque los separaba un metro y medio de distancia y una tienda de campaña que les llegaba a la cintura, la presencia de él se hacía notar. Era la intensidad de su concentración. Hacía mucho que no lo sentía tan consciente de ella.

Se aferró a la bolsa de mano para no perder el equilibrio.

—Te agradezco que hayas dejado que los niños se quedaran hoy en casa —dijo, con una voz que sonaba demasiado ronca.

—Sólo medio día —contestó él, limpiándose las manos con el paño como si quisiera arrancarse la piel—. Había conferencias para profesores.

Ella hizo una mueca de dolor.

—Bueno, al menos no les has dicho que se fueran a jugar con sus amigos.

—Puedes estar segura de que lo he pensado.

Kate le dirigió una rápida mirada. Sintió el impacto de sus ojos azul claro. Y también el impacto de verlo: lo tensa que se le veía la piel de las mejillas, la rigidez de sus hombros, la barba de varios días. Lo había visto así una vez: lo estaban apretando mucho para que entregara un prototipo de un juego y dos veces se lo encontró dormido en el sillón de su despacho, con la mejilla apoyada en el teclado. Sin embargo, ahora era la furia lo que lo mantenía erguido, pero Kate veía que se acercaba peligrosamente a la extenuación.

La culpabilidad se apoderó de ella.

—Hola, Paul —saludó Jo, y colocó una mano protectora por encima del hombro de Kate—. Has tenido mejor aspecto.

—Jo.

—¿No te parece que sería mejor hacer esto dentro de casa? —preguntó ésta.

—No —respondió él, echándose el paño por encima del hombro otra vez—. Me importan un comino los vecinos. Si me importara lo que piensan, no habría permitido que los juguetes camparan a sus anchas por mi césped desde hace días. Y si mi mujer tiene algo que decir, puede hacerlo mientras yo me ocupo de la casa y la familia.

Sus palabras le llegaron a Kate a lo más hondo. Acusó el golpe mientras Jo le quitaba la mano del hombro y retrocedía. Se apartó el pelo de la cara con manos temblorosas. Había dispuesto de veinte horas de avión para pensar en lo que le iba a decir cuando lo viera. Y, sin embargo, llegado el momento, mientras Paul deshacía los nudos que unían la tienda a la silla, las explicaciones que había estado ensayando se le quedaron atascadas en la garganta.

Al menos sabía por dónde empezar.

—Paul… lo siento mucho.

La expresión de él vaciló ligeramente. La contracción de pequeños músculos faciales fue mínima, excepto para ella, que era quien más lo conocía y lo amaba.

—Sé que suena manido y torpe —continuó—, pero de verdad lo siento. No debería haberos dejado a ti y a los niños así, tan de repente.

—Es la primera cosa sensata que dices desde hace semanas. —Soltó la cuerda con un tirón seco y la dejó caer al suelo—. Pero «lo siento» no arregla las cosas.

—Lo sé.

—Nos abandonaste…

«Nos abandonaste.»

—Y todavía estoy esperando que me digas por qué.

—He intentado decírtelo…

—Por teléfono vía satélite —la cortó, deshaciendo un nudo del otro lado—. A lomos de un jodido elefante, en moto por las calles de Bangalore…

—Si te callas un momento y me dejas hablar, trataré de explicarlo mejor.

Paul clavó en ella una intensa mirada mientras soltaba la cuerda de la tienda de campaña y continuaba recogiendo el laberinto. Kate se acercó tímidamente y se colocó a su lado. Jugueteó con una cuerda atada a una silla de jardín. Estaba húmeda y el nudo se había tensado demasiado. Costaría tanto deshacerlo como exponer las verdades acerca de su matrimonio.

Él encogió un hombro con gesto impaciente.

—¿Te acuerdas de nuestra luna de miel, Paul? ¿Te acuerdas de cuando hicimos aquella excursión a los campos de lava de Volcano National Park?

Sabía que sí se acordaba. Vio danzar el recuerdo entre los pliegues de su cejo fruncido. Una noche, cogieron unas linternas y salieron hacia el volcán, siguiendo la ruta marcada. Cada vez más cerca del calor, del olor a azufre y del peligroso resplandor rojizo de la lava. Vieron chisporrotear los trozos de roca y oyeron el siseo que hacía al entrar en contacto con el mar, allí donde nacía una nueva tierra.

—Yo lo recuerdo todo —murmuró ella—. Recuerdo estar a tu lado en la oscuridad. Recuerdo que te di la mano, y recuerdo que pensé en los años que nos aguardaban y en la nueva vida que íbamos a emprender. El bebé al que llamaríamos Tess…

—Kate. —Contuvo las palabras detrás de los labios apretados. Pudo ver cómo se le apelotonaban en la garganta, rojo de ira—. Ve al grano.

—Éste es el grano. Es lo que llevo intentando decirte todo el tiempo. —Se sintió momentáneamente mareada. La misma sensación que tuvo al acercarse a la puerta abierta del avión, justo antes de saltar al vacío—. Creo que los problemas en nuestro matrimonio empezaron cuando nació Tess.

Paul levantó la cabeza bruscamente, con las manos inmóviles sobre el nudo que estaba desatando. Las pupilas se le dilataron y se balanceó sobre los talones.

—En gran parte yo tuve la culpa. —Dejó caer las palabras mientras él procesaba la información, consciente de que tal vez no tendría oportunidad de decir nada más si no lo hacía en ese momento—. Me asusté mucho al tener el bebé. Tenía miedo de hacerlo mal. Mándame a una empresa que lo tenga todo en archivos de papel de hace treinta años y lo solucionaré en unas pocas semanas, pero ¿aquello? ¿Cuatro kilos y medio de bebé gimoteante? No había instrucciones para eso, no había evaluaciones semestrales, no había salida de emergencia… Estaba totalmente perdida…

—¿Desde que nació Tess? —Paul la miró ladeando la cabeza—. ¿Desde que nació Tess?

—Y por eso me dediqué a compensar en exceso, como siempre. Leí todos los malditos libros y le puse a Mozart mientras dormía la siesta, le compré todos los juguetes educativos que encontré. Y no pude parar cuando llegaron Michael y Anna. Entonces, si cabe, la cosa se intensificó, creció y creció, y cuando me quise dar cuenta dirigía la asociación de padres y llevaba a todos los niños al fútbol…

—Ahora empezamos a entendernos, porque es de eso de lo que se trata. —Paul soltó la cuerda de un tirón y la dejó en mitad del césped—. Haces demasiadas cosas con los niños.

—Lo sé.

—Michael practica dos deportes, Tess está en un equipo que viaja a competiciones. —Echó una toalla húmeda en el suelo detrás de él—. Anna va a gimnasia…

—Nunca tuve intención de que…

—Y tú —continuó él, impertérrito, dándole una patada al cubo de cuentas de colores—, tratas el sexo como si fuera una más de las tareas pendientes de la lista.

Kate oyó el gemido estrangulado de Jo a cierta distancia, pero no prestó atención, porque ahora era a ella a quien le dolían las palabras. La verdad dolía. Se acordó de que, en una ocasión, incluso llegó a apuntarlo realmente en la lista. «Sexo con Paul», escribió, justo a continuación de «Llevar a Tess al entrenamiento» y delante de «Bañar a Anna».

—Eso va a cambiar —se apresuró a decir ella con voz trémula—. Voy a bajar el ritmo con los niños.

—Me alegro.

—De verdad que voy a hacerlo, Paul. Ya he tomado la decisión.

Y era cierto, mucho antes de que el avión aterrizara en Newark. Hablaría con los profesores a lo largo de la semana siguiente. Dimitiría como presidenta de la asociación de padres al final del trimestre. Y quería volver a tener sexo con Paul. A menudo. Apasionado. Como el que tenían antes —sexo encima de la secadora, sexo en la ducha—, espontáneo, frecuente y muy intenso.

—Sí, ya, tal vez lo hagas —dijo él en voz baja y hostil—. Tal vez decidas que así se arregla todo. Reducir las actividades de los niños. Retomar la normalidad.

—¡Sí!

—Sé cuánto quieres a nuestros hijos, Kate. No voy a negarlo. Ellos son todo tu mundo.

Las lágrimas le escocían en los ojos.

—Sí —contestó ella, tragándose el nudo de la garganta—. Lo son.

—Por eso me he pasado las últimas dos semanas repasando nuestro matrimonio como si fuera un pase de diapositivas de mierda, intentando recordar algo, una discusión, una traición, alguna cosa lo bastante grave como para que desearas atravesar medio mundo. Porque está claro que no te fuiste a la India para alejarte de los niños —dijo con voz ronca—. Te fuiste para alejarte de mí.

El tiempo se detuvo en una especie de neblina con un zumbido de fondo. Kate se descubrió pensando en un juguete que Paul le había comprado a Michael cuando éste era pequeño. Un tentetieso con forma de payaso. Cuando le pegabas, volvía siempre a la posición de inicio.

Y a pesar de sentirse mentalmente como aquel payaso, acusó el dolor de Paul. Le había hecho mucho daño. Le sobrevino la acuciante necesidad de tomarle el rostro entre las manos, mirarlo a los ojos y decirle que lo amaba, que lo amaba con toda el alma, y que eso era lo único que importaba.

Avanzó un paso para hacerlo, pero él cogió la silla de jardín del suelo y la plegó, manteniéndola como un escudo entre los dos.

—Se te olvida —dijo ella con suavidad— que te supliqué que vinieras a la India.

—Algo muy fácil de decir cuando sabes perfectamente que no podía dejar el trabajo y a los niños.

Dio media vuelta. De una patada apartó las piedras colocadas alrededor del borde de las toallas dobladas. Entumecida, Kate cogió la silla de jardín más cercana, atada por ambos lados con más toallas y cuerdas de saltar. Buscó en el fondo de su corazón mientras desataba nudos como una autómata. ¿Se habría estado engañando? No, no, realmente quería que Paul se reuniera con ella en la India. A decir verdad, lo había echado de menos con verdadera desesperación todos los días. Pero ahora, de pie en el jardín de su propia casa, empezaba a preguntarse si no habría estado esperando un imposible.

Las dudas giraban en su cabeza. Plegó distraídamente una tumbona. Tal vez Paul tuviera razón. Tal vez, después de la emoción de la experiencia con el paracaídas, se había mostrado totalmente irrazonable, y era culpa suya que hubieran llegado a la situación en la que se encontraban en ese momento, a raíz de la absurda idea de que podían tener un matrimonio diferente, una vida amorosa intensa, la vida amorosa idealizada que se describe en las novelas. Sus actos se le antojaron repentinamente absurdos: reservar un billete de avión y ¡rumbo a la India! Pero vivían en el mundo real. Tal vez todas las parejas llegaban a un punto en que el matrimonio se convertía sobre todo en un trabajo en equipo centrado en criar a los hijos.

Jo carraspeó y la miró de forma muy significativa.

«No irás a hundirte, ¿verdad?»

Kate desvió la vista tan rápido que casi se torció el cuello. «Mierda.» Apretó los ojos con fuerza, tratando de controlar el torbellino de sus pensamientos. Pero no había hecho más que empezar cuando un golpe de viento la abofeteó. Le apartó el pelo de la mejilla. Un golpe súbito de viento que le recordó cuando volaba en caída libre a mil quinientos metros de altura. Y que le recordó lo que era sentir la ingravidez y la alegría de vivir.

Le recordó a Rachel.

En ese instante, Kate abrió los ojos y se vio a sí misma y el mundo como si lo estuviera contemplando desde arriba. Vio la casa y el laberinto desmantelado y la espalda rígida y los gestos de frustración de Paul mientras iba recogiéndolo todo. Se vio a ella siguiéndolo en silencio, ayudándolo, entre los dos nada más que la brutal necesidad de recuperar la normalidad, de evitar hablar de lo que más les dolía.

Y así, sin más, se le aclaró la mente. Kate lo supo: no podía hundirse. Vio las consecuencias que eso acarrearía con la misma claridad con que veía las sombras de las nubes por encima del césped de su jardín. Vio el devenir predecible de los largos años, vio que, si se hundía, las cosas no cambiarían nunca. Nada cambiaría, y Paul y ella se convertirían en aquella pareja de ancianos que salía a cenar fuera los sábados sin tener nada que decirse.

Arrojó la última toalla al montón, con las demás y se aferró a la determinación que se retorcía en su interior conforme cruzaba el jardín al trote, apartando piedras a puntapiés y sorteando sillas, hasta que alcanzó a Paul.

Éste levantó la vista en un espasmo de músculos largos y esbeltos, y la fulminó con una mirada de un desgarrador color azul.

—Paul, no se trata sólo de mí. —Se agarró a la cinta de su bolsa de mano para armarse de valor—. Cuando nació Tess, tú también cambiaste.

Él negó con la cabeza, giró sobre sus talones y echó a andar hacia la casa, alejándose de ella, de las explicaciones, de la fea verdad. Justo en ese momento, Jo carraspeó. En voz alta.

Paul se detuvo. Estaba de espaldas a ella, los afilados omóplatos se le clavaban en la camiseta.

Sorprendida, Kate miró a su amiga, apoyada en el coche, con los brazos cruzados y contemplando a Paul con hostilidad. De repente, Kate se acordó de que Jo había estado hablando con él toda la semana. Se dio cuenta de que había estado utilizando su don de gentes para ablandarlo.

Enternecida, pensó que ya le daría las gracias por haberlo intentado.

Luego se volvió hacia Paul y aprovechó la oportunidad de que estaba callado.

—Cambiaste cuando nació Tess —prosiguió— y la mayoría de esos cambios fueron para mejor. Jamás olvidaré cómo sostuviste a nuestra hijita recién nacida en tus manos. Parecía como si supieras qué hacer. No todos los hombres se adaptan así de bien.

Él se puso de perfil a ella y con ojos entornados miró a Michael, que hacía trucos de monopatín con unos amigos al final de la calle, pero Kate sabía que estaba pensando en su propio padre.

—Pero también por aquella época dejaste tu trabajo. Me acuerdo de que te gastaba bromas con lo de tu uniforme corporativo, pero sé que no te resultó fácil abandonar el sur de California, abandonar un incipiente negocio propio y venir aquí. Las cosas aquí son muy diferentes, todo eso del horario de nueve a cinco, ir de reunión en reunión todo el día, pero te esforzaste por adaptarte. —Se acordaba perfectamente—. Lo sé, Paul. Lo vi.

—Tenía que encontrar un trabajo de verdad —respondió él, dando unos pasos con los brazos en jarras. Se detuvo y echó a andar otra vez, como hacía en los partidos de fútbol cuando el árbitro pitaba mal una falta—. No iba a criar a mis hijos en una comuna, plantando quingombó y coles; permitir que Tess excavara agujeros para hacer sus necesidades y que Michael aprendiera a teñir…

—Querías una vida mejor.

—Sí, y la he conseguido para nosotros, para todos nosotros.

—Sí, Paul, ya lo creo que lo has hecho. —Se inclinó hacia él, deseando que entendiera lo que le quería decir—. Pero en algún momento, por el camino, los dos empezamos a pensar que esa «vida mejor» era como un anuncio de Ralph Lauren.

Él la miró y parpadeó sin comprender.

—Piénsalo. ¿No habremos estado tan ocupados con los niños, tan decididos a darles una versión idealizada de la vida familiar que sale en las series de la tele, que se nos ha olvidado ocuparnos de nosotros?

Lo miró procesar la información con su irritante sentido lógico, tan concentrado mirando el suelo que cualquiera diría que estaba contando las briznas de hierba. Kate temblaba con tanta violencia que le llevó un minuto darse cuenta de que apretaba tan fuerte el asa de la bolsa de mano que se la estaba clavando en la palma.

Se obligó a relajarse un poco y cubrió el espacio que los separaba. Se detuvo un momento para comprobar cómo reaccionaba Paul ante su cercanía. Al ver que no se movía, le puso la mano en el hombro.

Notó que los músculos se le contraían al contacto.

—Algún día, Tess, Michael y Anna se harán mayores. —Apretó la nariz contra el hueco que se le formaba entre los omóplatos—. Algún día se irán de casa y vivirán su propia vida. Entonces nos quedaremos solos y tendremos todo el tiempo del mundo para nosotros. —Olía a hierba recién cortada, a algodón gastado y a lavavajillas—. Yo sé cómo es el matrimonio que quiero. Quiero que seamos esa pareja que baila agarrada al son de los músicos callejeros en Barcelona. Quiero que seamos el alma de las fiestas. Quiero que seamos esa pareja de ancianos que pasean cogidos de la mano pese a la edad. —Notó humedad en la cara y se dio cuenta de que se le había escapado una lágrima—. Eso es lo que quiero, Paul, es lo que siempre he querido. Una vida llena de aventura y amor, contigo. Quiero que seamos como éramos antes. Dime… —la voz se le atascó en la garganta— dime que tú quieres lo mismo.

Apretó la mejilla contra su espalda, ansiando que se relajara un poco, sintiendo como si se precipitara en caída libre, contando los segundos, aguardando una respuesta con el corazón a punto de estallarle en el pecho, llevándose consigo todas sus esperanzas y sueños.

De repente, Paul se apartó un poco, dio media vuelta y la miró fijamente, con recelo. Ella intentó sostenerle la mirada a pesar de las lágrimas.

El rostro de él parecía de piedra: tenía el mentón tenso y los labios apretados, formando una tensa línea blanca. Pero detrás de aquella mirada, Kate vislumbró la tromba de emociones, una turbulenta y fluctuante avalancha que la dejó sin aliento. En las aguas azules de sus ojos vio todas las cosas que no era capaz de decir con palabras, todo el dolor que Paul no era capaz de admitir. Vio el sufrimiento de un niño abandonado por su padre, y sus esfuerzos para no cometer los mismos errores de adulto. Vio algo con lo que no había contado cuando salió corriendo hacia la India: lo mucho que lo habían lastimado sus actos y lo hondo que había enterrado sus cicatrices.

—Paul.

—Maldita sea, Kate.

—Deberías haber sabido que volvería —susurró.

—Sí, debería haberlo sabido —respondió él lacónicamente—. Igual que tú deberías haber sabido que yo…

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Desvió la vista y se le contrajo un músculo de la mejilla.

—¿Qué, Paul? —Kate trató de recuperar su atención—. ¿Qué debería haber sabido?

—Te lo digo todo el tiempo.

—¿Qué es lo que me dices?

Él se puso en jarras, con el cejo fruncido en un gesto de confusión.

—Te lo digo todo el tiempo. O por lo menos tengo la intención de hacerlo.

Entonces la miró a los ojos con intensidad y ella se atragantó. El corazón empezó a latirle a toda velocidad.

—Te quiero, Kate —dijo Paul finalmente con voz entrecortada—. Así de simple. Lo único que he querido en la vida es a ti.

Ella miró sus ojos azules tratando de asimilar sus palabras, pero de repente no había nada que pensar. Paul la rodeó con sus brazos y Kate olió el champú que había utilizado aquella mañana. Notó cómo el pulso le latía en la garganta. El pelo de él se le enredó en las pestañas, húmedas a causa de las lágrimas.

Minutos después, cuando por fin recuperó el habla, ella le susurró:

—Te he echado mucho de menos, Paul.

Él extendió la palma de la mano contra la espalda de ella.

—Sigo enfadado contigo.

—Lo sé.

—Mi madre sigue aquí —añadió—. Podría quedarse con los niños una noche más.

—Vale.

—Saldremos por ahí. Los dos solos —continuó con voz ronca—. Yo reservaré.

Kate prorrumpió en una carcajada, un sonido ronco e inseguro, y se acurrucó contra él.

—Me parece perfecto.

Con suavidad, Paul la acunó entre sus brazos, allí mismo, en el jardín delantero de su casa.

 

Jewish Hospice Institute
Habitación 300-C
NYC, Nueva York

 

 

 

Querida Jo:

 

Cuando recibas esto, yo ya no estaré aquí. Espero que sepas perdonarme por no haber compartido esta última aventura contigo, pero no ha sido tan divertida como las otras. Cáncer. Después de la vida que he llevado. ¿Te lo puedes creer? Menuda sorpresa, ¿eh?

De modo que aquí estoy, con toda la cama de mi habitación del hospital cubierta de cartas, y me alegro mucho de haberlas escrito. Me recuerdan lo buenas amigas que habéis sido; lo distintas que somos Kate, Sarah tú y yo, y lo bien que nos hemos llevado siempre.

No dejo de pensar en aquel viaje que hicimos a los Finger Lakes un año después de que termináramos la universidad. Sarah estaba a punto de irse con el Cuerpo de Paz, así que queríamos hacer aquel último viaje juntas, y nos fuimos a un festival de música en las montañas. Kate lo había organizado todo a la perfección: botellas de agua, aspirinas, un hornillo de camping y una tienda nueva con sus piquetas. Tú te encargaste de reservar en un hotel cercano, según nos dijiste, porque ahora que tenías trabajo no pensabas volver a hacer camping. Yo había estado estudiando unas minas cercanas para ver si podía practicar un poco de espeleología. Y Sarah tenía la intención de pasarse todo el día viendo a aquel grupo cristiano de música de Vermont. Íbamos de camino, hablando de los planes de cada una, y me acuerdo que pensé: «Esto es el final. A partir de aquí, cada una tomará una dirección».

Te acuerdas de aquel fin de semana, ¿verdad? Estuvo diluviando, hubo un error con la reserva del hotel, cerraron las cuevas por peligro de inundación y el grupo favorito de Sarah canceló su actuación. Recuerdo que estábamos sentadas en el coche, calladas. Los demás coches iban saliendo del recinto y estábamos a punto de volvernos a casa. No me acuerdo bien de a quién se le ocurrió. Creo que todas lo pensamos al mismo tiempo, mientras mirábamos por la ventanilla el lodazal que se había formado. Recuerdo que Sarah dijo no sé qué sobre «toboganes del monzón» y tú dijiste que te vendría bien una copa y yo dije: «Ojalá tuviéramos bandejas de la cafetería» y Kate dijo: «Podemos hacerlo con unas bolsas de basura». Y allá subimos Kate, Sarah y yo a lo alto de la colina, chapoteando entre la lluvia, con nuestras bolsas de basura, y empezamos a tirarnos colina abajo, pasando por encima de charcos cada vez más grandes, riendo como locas y quitándonos el barro de los ojos. Los demás coches empezaron a pararse y la gente comenzó a salir. Hasta que no volvimos a la tienda, horas más tarde, no vimos que te habías pasado todo ese rato en una tienda de comestibles de por allí, comprando cecina y bourbon. Luego, Sarah se encontró con un conocido, un músico, que se sentó con nosotras junto al hornillo y empezó a tocar la guitarra, mientras nosotras nos abrazábamos y cantábamos. A todo esto, la gente no dejaba de unirse a nuestra fiesta, con nosotras con la cara cubierta de costras de barro seco, hasta que al final paró de llover y salió la luna. Aquella noche supe que no era el final de nuestro grupo, que el vínculo que nos unía, el que todas sabíamos que había echado raíces en lo más profundo de nuestro ser, garantizaba que, comoquiera que decidiéramos vivir cada una la vida, algo que todas aceptábamos con los ojos abiertos y el corazón alegre, si hacíamos un esfuerzo, nunca dejaríamos de ser amigas.

Jo, de todas nosotras, tú siempre fuiste la más fuerte, más de lo que admitías con todas tus sonrisitas sarcásticas y tus relaciones sin compromiso. Lo supe nada más verte, el día de la reunión del club de escalada. Todas tus ocurrencias sureñas y tu frívola insolencia tenían su origen en un corazón que había vivido experiencias horribles y había superado todas las dificultades a fuerza de tesón. De modo que las demás cartas las he escrito pensando en las necesidades de los demás, pero con la tuya he sido egoísta. Lo que te voy a pedir que hagas es la tarea más difícil de todas, y lo hago tanto por ti como por mí.

El tiempo nunca es suficiente, ¿sabes? Lo he intentado con todas mis fuerzas. Cuando nació Gracie, reduje bastante mis actividades, el paracaidismo y el puenting, y me puse a trabajar en la agencia de viajes de aventura. Pasaba mucho tiempo en una oficina, reservando vuelos y organizando actividades para desconocidos, pero pensé que había alcanzado un relativo equilibrio entre la vida que había llevado hasta entonces y la preciosa existencia de la que entonces era responsable. Sin embargo, nunca era suficiente, y tenía la impresión de que cada vez que regresaba de un viaje me iba a encontrar con una pequeña desconocida, una hija a la que tendría que volver a conocer otra vez, desde cero.

Lo que te voy a pedir, Jo, es que tú triunfes donde yo he fracasado. Sé que pensarás que esto es un error, pero no. Tampoco es la enfermedad la que habla, porque, aunque me tiembla la mano y me cuesta sostener el bolígrafo, estas palabras me salen de esa parte sólida de mí que el cáncer no ha tocado todavía.

Jo, quiero que seas la madre de mi hija. Te nombro su tutora legal. Quédate con Grace. Cuida de ella mejor de lo que yo podría. Quiérela, como yo siempre la querré.

 

Con todo mi amor,

Rachel