Ese temor sorprendía. Tener un bardo entre los miembros de su Corte significa un gran prestigio para un señor, y, desde luego, todos aquellos reyes que podían encontrar y conservar a uno de ellos disfrutaban del beneficio de sus dotes. Al mismo tiempo, el arte del arpista era respetado por encima de todos los demás, incluidos el del guerrero y el del herrero; toda celebración a la que no asistiera un bardo para entonar sus canciones resultaba muy triste, y los inviernos se volvían interminables e intolerables sin una voz que narrara los viejos relatos.
Sin embargo, tan sólo con que tres druidas se reunieran en un bosquecillo, las gentes empezaban a murmurar, cubriéndose la boca con las manos, y a hacer signos para alejar el mal, como si el mismo bardo que incrementaba su alegría durante sus fiestas, hacía más soportable el duro invierno y les concedía autoridad para nombrar reyes, se transformara en un ser del que hubiera que recelar cuando se reunía con sus hermanos.
Mas los corazones de los hombres siguen recordando mucho después de que sus mentes hayan olvidado. Y no me asombra que el espíritu de los hombres tiemble aún al contemplar a la hermandad reunida en el bosque, puesto que recuerda una época pasada en la que la dorada hoz exigía una vida en sangriento sacrificio a Cernunnos, Señor del Bosque, o a la Diosa Madre. Te aseguro que el miedo siempre pervive mucho tiempo, aunque no siempre de manera conveniente.
Al tercer día, después de desayunar, Hafgan se puso en pie y observó la arboleda situada en la cumbre de la colina; luego, se volvió hacia Charis con estas palabras:
–Señora, ¿vendréis conmigo ahora?
Lo miré sorprendido; en otras circunstancias, Blaise podría haber objetado a la invitación del Gran Druida, pero ésta parecía ser una época de acontecimientos inauditos. Guardó silencio, y los cuatro iniciamos la larga ascensión por la ladera hasta el lugar convenido.
La arboleda consistía en un espeso bosque de venerables robles, además de algunos nogales, fresnos y acebos; mucho antes de que llegaran los romanos, ya eran jóvenes árboles robustos y bien enraizados en la tierra; según afirmaban algunos, el mismo Mathonwy, el primer bardo de la Isla de los Poderosos, los había plantado.
El bosquecillo sagrado de los druidas, oscuro y lleno de sombras, con una atmósfera de misterio imponderable que emanaba de sus gruesos troncos y retorcidas ramas, parecía un mundo cerrado en sí mismo.
En el centro se configuraba un pequeño círculo de piedras y, en el mismo instante en que pisé el interior de este anillo, percibí la presencia de un antiguo poder que fluía como un río invisible alrededor de la cima de la colina, aunque sólo representara un remolino dentro de una corriente sin fin. La sensación de estar rodeado por un torbellino de fuerzas, de ser levantado y arrastrado por el oleaje incesante de ese río invisible, casi me dejó sin respiración; me esforcé por andar erguido y resistirlo, al tiempo que un hormigueo recorría mi cuerpo con cada paso que daba.
Los otros parecían no sentir lo mismo, o, de experimentarlo, no lo demostraban y menos aún lo mencionaban. Desde luego, el poder que envolvía aquel lugar constituía la razón mas convincente para su elección; sin embargo, me asombró que ni Hafgan ni Blaise mostraran notar el flujo de energía que los circundaba.
El Gran Druida ocupó su lugar en el asiento situado en el centro del círculo, una losa de piedra apoyada sobre otras dos más pequeñas, para esperar en esa posición a que llegaran los otros. Blaise marcó una serie de señales sobre el suelo y luego clavó un palo bien derecho sobre ellas. La sombra proyectada por el sol no había pasado de una señal a otra cuando aparecieron los primeros druidas. Saludaron a Hafgan y a Blaise, y nos miraron a mi madre y a mí con educación, pero con frialdad, mientras intercambiaban noticias con sus dos hermanos.
Al mediodía, todos se hallaban ya presentes en la arboleda, y Hafgan, tras golpear por tres veces su bastón de serbal sobre la piedra central, declaró que podía dar comienzo la reunión. Los bardos, treinta en total, se le unieron en el centro del círculo, y los filidh y los ovatos más jóvenes empezaron a pasear por el círculo con recipientes para lavarse las manos, copas de agua de brezo y bolsas de avellanas.
Se me incluyó entre los reunidos, mas Charis, por su parte, se quedó observando a poca distancia desde el exterior del anillo, con el rostro solemne y severo; por mi mente pasó el fugaz pensamiento de que a lo mejor sabía lo que iba a suceder. ¿Se lo había contado Hafgan? ¿Por eso le había pedido que nos acompañara?
–Hermanos míos -empezó Hafgan, al tiempo que levantaba el bastón-, os saludo en el nombre de la Luz Omnipotente, cuya llegada hace tiempo que se profetizó en este mismo círculo sagrado. – Algunos miembros de la hermandad se agitaron incómodos ante estas palabras. Su movimiento no pasó inadvertido para Hafgan que bajó el bastón e inquirió-: Os molesta mi saludo. ¿Por qué?
Nadie contestó.
–Decídmelo; me gustaría saberlo -insistió el Gran Druida. Sus palabras suponían un desafío que, aunque discreto y cortés, había sido pronunciado con una autoridad que no podía ignorarse-. ¿Hen Dallpen?
El aludido hizo un leve movimiento con las manos como si quisiera mostrar su inocencia.
–Me pareció algo extraño invocar a un dios extranjero en nuestro lugar más sagrado. – Miró a los que tenía cerca en busca de apoyo-. Quizás otros entre los aquí reunidos son de mi parecer.
–Si es así -repuso Hafgan tajante-, que lo declaren ahora.
Varios expresaron su conformidad con la objeción de Hen Dallpen, y muchos movieron la cabeza en silencio, pero todos sintieron la tensión que emanaba del retador Hafgan. ¿Por qué se conducía así?
–¿Cuánto tiempo hemos esperado este día, hermanos? ¿Cuánto tiempo? – Sus ojos grises se pasearon por los rostros de los que lo rodeaban-. Al parecer, demasiado, ya que habéis olvidado el motivo que en realidad nos empuja aquí.
–Claro que no, hermano, lo recordamos. Sabemos por qué nos reunimos aquí. Pero ¿por qué nos castigas tan injustamente? – Era Hen Dallpen el que hablaba, más envalentonado ahora.
–¿Por qué injustamente? ¿No es prerrogativa del Gran Druida instruir a sus seguidores?
–Instrúyenos, entonces, Sabio Hermano. Deseamos escucharte. – La voz provenía de un druida situado junto a Blaise.
Hafgan levantó el bastón y elevó la cabeza al cielo, al tiempo que de su garganta brotaba un débil ruido que recordaba a un gemido. El extraño sonido se perdió en el silencio de la arboleda, y Hafgan miró a los reunidos.
–Desde épocas remotas hemos buscado el conocimiento para poder comprender la verdad de las cosas: ¿No es así?
–Así es -salmodiaron los druidas.
–¿Por qué, entonces, tardamos en aceptar la verdad cuando se proclama ante nosotros?
–Existen muchas verdades, Maestro. ¿A cuál te refieres? – preguntó Hen Dallpen.
–A la Verdad Definitiva, Hen Dallpen -replicó Hafgan con suavidad-. Y es ésta: la Luz Omnipotente del mundo ha ascendido hasta su trono de poder y convoca a todos los hombres a venerarla con su espíritu y con sus actos.
–Esta Luz Omnipotente a la que aludes, Sabio Hermano, ¿la conocemos?
–Sí. Es Jesús, aquel a quien los romanos llaman Cristo. – Se oyeron murmullos. Los ojos de Hafgan recorrieron la asamblea; muchos desviaron su mirada, incómodos-. ¿Por qué os asusta su nombre?
–¿Asustarnos? – preguntó Hen Dallpen-. Seguramente te equivocas, Sabio Guía. No tememos a ese hombre-dios extranjero. Pero tampoco consideramos adecuado adorarlo aquí.
–¡O en cualquier otro lugar! – declaró otro-. En particular, porque los sacerdotes de ese Cristo claman contra nosotros, nos ridiculizan delante de nuestra gente y minimizan nuestro arte y nuestra autoridad, así como también intentan extinguir nuestra Sabia Hermandad.
–No lo comprenden, Drem -intervino Blaise en tono amable-. Son unos ignorantes, pero su desconocimiento no altera la esencia de la verdad, que Hafgan ha resumido justamente: la Luz Omnipotente ha llegado y se revela entre nosotros.
–¿Por eso él se halla entre nosotros? – El llamado Drem se volvió hacia mí airado. Vi que otros me miraban con animadversión, y recordé la frialdad con que nos habían acogido.
–Tienen derecho a estar aquí -declaró Hafgan-. Es el hijo del mejor bardo que jamás haya alentado sobre la Tierra.
–¡Taliesin se volvió en contra nuestra! Abandonó la hermandad para servir a ese Jesús, y ahora parece como si trataras de que el resto de nosotros siguiera sus pasos. ¿Hemos de abandonar nuestras antiguas costumbres para ir detrás de un dios extranjero, sólo porque Taliesin lo hizo?
–No solamente por ese vano motivo, hermano -repuso Blaise, reprimiendo su enojo-, ¡sino porque es lo justo! Él, que era el primero de entre todos nosotros, discernía la verdad de la falsedad sólo con verlas, lo cual ya es suficiente razón.
–Bien dicho, Blaise. – Hafgan me hizo un gesto para que me uniera a él en el centro del círculo, Blaise asintió con la cabeza para darme ánimos, y yo me adelanté indeciso. El Gran Druida colocó una mano sobre mi hombro y alzó el bastón en el aire-. Ante vosotros tenéis a aquel cuya llegada hemos esperado durante mucho tiempo: el Campeón que presentará batalla a las Tinieblas al mando de las huestes guerreras. ¡Yo, Hafgan, Archidruida del Cor de Garth Greggyn, así lo manifiesto!
Su anuncio fue recibido con un profundo silencio, incluso yo dudé sobre lo sensato de tal afirmación, ya que muchos de los miembros de la Sabia Hermandad se resentían todavía de las ofensas recibidas de los sacerdotes cristianos, mientras que otros se mostraban abiertamente escépticos. Contra toda cautela, las palabras ya habían salido de sus labios y no se podían retirar. Permanecí inmóvil, temblando en mi interior, no tan sólo de ansiedad, sino también por lo que implicaban las frases del Archidruida: el Campeón… al mando de las huestes guerreras… las Tinieblas…
–No es más que un niño -se mofó Hen Dallpen.
–¿Querrías acaso que viniera a la vida ya como un hombre adulto, como Mannawyddan? – exigió el druida situado junto a Blaise.
Por suerte contábamos con unos cuantos aliados entre los miembros de la Sabia Hermandad.
–¿Cómo asegurarnos de que es el hijo de Taliesin? ¿Quién puede atestiguar su nacimiento? – quiso saber uno de los incrédulos-. ¿Te hallabas tú allí, Indeg? ¿Lo estuviste tú, Blaise? ¿Y tú, Sabio Guía; te encontrabas allí? ¿Qué respondéis?
–Yo soy testigo. – La voz les tomó a todos por sorpresa, pues habían olvidado por completo que mi madre los observaba-. Yo estuve allí -aseguró de nuevo, y dio un paso hacia adelante. Ahora se desvelaba el motivo de su presencia allí; no sólo había venido para ver la proclamación de su hijo entre la Sabia Hermandad, sino también para prestar su ayuda si las cosas se complicaban, como Hafgan había previsto.
«A partir de ahora», había afirmado Hafgan, «los hombres empezarán a reconocerte». Aquel zorro astuto pensaba otorgarme todas las ventajas desde el principio.
–Yo lo engendré y lo vi nacer. – Mi madre penetró en el círculo sagrado y se colocó a mi lado.
Así se desarrolló la situación; con Hafgan a un lado, mi madre al otro y rodeado de druidas descontentos, sentía cómo el extraño poder de la arboleda fluía a mi alrededor. No resulta sorprendente que, en tales circunstancias, la exaltación me empujara a realizar una acción de la que apenas fui consciente, y aún ahora recuerdo con asombro.
Los druidas nos seguían contemplando poco convencidos.
–… Un niño que nació sin un hálito de vida. Taliesin infundió vida a su cuerpo inerte con una canción… -rememoraba Charis.
Percibí que el aire se estremecía a mi alrededor, palpitante bajo el influjo de la arboleda. Las piedras del círculo sagrado parecieron pasar del gris al azul, mientras una pared de reluciente cristal, producto de aquella atmósfera intensa y cargada, se espesaba a nuestro alrededor. El encono de los druidas hacia mí, unido a mi presencia, había despertado la fuerza dormida del omphalos, el centro de poder sobre el que se había elevado la colina.
Vi a seres del Otro Mundo que se movían por entre las piedras colocadas en círculo. Uno de ellos, alto y rubio, cuyo rostro y vestimenta brillaban con un refulgente resplandor que se agitaba como rayos de sol sobre el agua, se dirigió hacia mí y señaló con la mano el Asiento del Druida que había ocupado Hafgan. Jamás había contemplado a un Antiguo, pero, en mi interior, esperaba verlo, y por lo tanto no me sorprendí. Desde luego, nadie más advirtió aquella imagen, ni tampoco yo mostré ningún indicio que indicara el prodigio que tenía lugar a nuestro alrededor.
Cuando el ser apuntó hacia la losa de piedra que descansaba en el vórtice del poder de la colina, me volví para mirarla; ésta, también azulada ahora como el resto, despedía un ligero fulgor. Me puse de pie sobre ella y escuché a los druidas lanzar una exclamación, ya que tan sólo el Gran Druida puede tocar la piedra, ¡aunque jamás con los pies!
En tanto yo permanecía sobre ella, se elevó por los aires; el vórtice estaba tan cargado de energía que levantó la piedra y a mí con ella. Entonces, desde mi elevada posición, empecé a hablar, o, más bien, el Antiguo lo hizo a través de mí, puesto que las palabras no me pertenecían.
–¡Siervos de la Verdad, dejad de gimotear y escuchadme! Consideraos realmente afortunados entre los hombres, ya que hoy asistís a lo que muchos han deseado ver durante toda su vida y han muerto sin que se cumpliese ese anhelo.
»¿Por qué os asombra que el más sabio de entre vosotros os salude en el nombre de Jesús, quien se llamaba a sí mismo el Camino y la Verdad? ¿Por qué vosotros, que buscáis la verdad en todas sus formas, os empeñáis en cegaros ahora?
»¿ Creéis acaso porque veis flotar una piedra? – Intuí que seguían aferrados a su escepticismo, aunque muchos sentían temor y estaban asombrados-. A lo mejor creeréis si bailan todas las piedras.
En ese momento, verdaderamente estaba convencido de poder conseguir tal proeza, que sólo con que diera una palmada o un grito o efectuara algún gesto las piedras se liberarían del suelo para balancearse en una danza vertiginosa por el reluciente espacio.
Debido a tal certeza, di una palmada y un fuerte grito, que no sonó en absoluto con el tono de mi voz, puesto que resonó sobre la tierra, y se repitió por las cañadas y valles de los alrededores, provocando el temblor de las piedras del círculo mágico.
Luego, una a una, las moles clavadas en el suelo empezaron a ascender.
Una tras otra se separaron de sus agujeros, como dientes que se desprenden de la mandíbula que los sujeta, y se alzaron entre un remolino de polvo para quedar suspendidas en el aire. Y, cuando todas se hallaron levitando, aquellas viejas piedras empezaron a girar.
Al principio dieron vueltas lentamente, pero luego empezaron a moverse más deprisa, al tiempo que cada una comenzó a rotar sobre su propio eje, acompañando de este modo sus elevados giros.
Los druidas las miraron horrorizados y perplejos; algunos lanzaron incluso gritos de espanto. A mi parecer, resultaba un espectáculo hermoso observar, como en un sueño, aquellas pesadas piedras azules efectuando su danza suspendidas en el reluciente aire.
Después de todo, quizá fue un sueño, pero, en ese caso, fue compartido por todos con los ojos bien abiertos, y atónitos y boquiabiertos de incredulidad.
Las piedras continuaban su trayectoria, y yo, desde el lugar que ocupaba sobre el Asiento del Druida, escuchaba mi propia voz que resonaba, fuerte y extraña, no sé si entonando una canción o estallando en carcajadas, dirigidas a las piedras flotantes.
Volví a dar una palmada, y, al instante, cayeron en picado al suelo. La tierra tembló bajo ellas, y una nube de polvo se elevó a nuestro alrededor. Cuando se disipó, comprobamos que algunas de las piedras habían vuelto a ocupar sus agujeros, mas la mayoría, sin embargo, yacían sencillamente allí donde había sido detenido su movimiento; algunas, además, se habían resquebrajado y dividido, y el anillo se había roto.
La piedra sobre la que yo permanecía había vuelto a su lugar. Descendí de ella, y Blaise, con el rostro iluminado por el prodigio que había presenciado, se abalanzó hacia mí, pero Hafgan le contuvo, diciendo:
–No lo toques hasta que el awen haya pasado.
Mi maestro hizo intención de retroceder, al tiempo que sus ojos se posaban sobre el Asiento del Druida y lo señalaba con el dedo.
–Para todo aquel que se sienta inclinado a dudar de lo que hemos presenciado en este día, que esto constituya la prueba de que lo ocurrido ha sido real.
Miré hacia donde él indicaba y vi las huellas de mis pies profundamente grabadas en la losa del Gran Druida.
De esta forma, aquel día se proclamó la Luz Omnipotente entre los miembros de la Sabia Hermandad. Algunos creyeron; otros no. Y aunque ninguno podía negar el poder que se encerraba tras aquel extraordinario suceso, algunos prefirieron atribuir el milagro a alguna fuente de otro tipo.
–¡Es Lleu-sol! – exclamaron algunos.
–¡Mathonwy! – aseguraron otros-; ¿quién si no posee tal poder?
Al final, Hafgan perdió su pacífica apariencia.
–Me llamáis Sabio Guía -masculló con tristeza-, pero os negáis a seguirme. Bien, que desde este día cada uno honre a quien le parezca. ¡No seré Jefe de un grupo tan ignorante y mezquino!
Tras este abrupto final, levantó su bastón con ambas manos y lo rompió sobre su rodilla. Luego les dio la espalda y abandonó la asamblea. La Sabia Hermandad quedaba disuelta.
Blaise, Charis y yo salimos del bosquecillo detrás de Hafgan, seguidos de dos o tres druidas más, y regresamos a la cañada donde nos esperaba la escolta. Al instante, levantamos el campamento y cabalgamos hacia el sur en dirección a Yr Widdfa. Hafgan quería volver a ver la enorme montaña y mostrarnos el lugar donde había nacido.
Su enojo persistió durante algún tiempo después de haber abandonado Garth Greggyn, pero luego desapareció y empezó a mostrarse más alegre y contento de lo que jamás le había visto; cantaba, reía, mantenía largas conversaciones con mi madre mientras avanzábamos. Parecía un hombre liberado de una pesada carga, o de un dolor asfixiante. Blaise también observó el cambio, y me lo explicó.
–Su corazón ha estado dividido durante mucho tiempo. Creo que lo que deseaba realmente en la arboleda era forzar a tomar una decisión, y, ahora que sus obligaciones han terminado, ha quedado libre para seguir su propio camino.
–¿Dividido?
–Sí, se hallaba indeciso entre Jesús y los antiguos dioses -respondió Blaise-. Como Gran Druida debe mantener la eminencia de los antiguos dioses que venera nuestra gente; sin embargo, a partir del momento en que descubrió la Luz Omnipotente, esa tarea se ha convertido en algo desagradable para él durante estos años. – Supongo que arrugué la frente o de algún modo demostré que no entendía sus palabras, ya que Blaise añadió-: Tienes que comprender, Myrddin Bach, que no todos los hombres seguirán la Luz. Ningún acontecimiento extraordinario vencerá sus reticencias. – Sacudió la cabeza-. Aunque los cadáveres se levanten de sus tumbas y las piedras bailen en el aire, seguirán sin aceptarla. Pese a su absurdo sentido, es así.
No me convenció enteramente. Pensé que me decía la verdad tal y como él la interpretaba, y respeté su punto de vista, pero en el fondo de mi corazón razonaba que si los hombres no creían era porque aún no se había encontrado una forma más convincente para atraerlos. «Debe existir una manera de conseguirlo», pensé para mí, «y yo la encontraré.»
Dos días más tarde estábamos instalados en una elevada colina; el viento agitaba la escasa hierba y suspiraba entre las rocas desnudas mientras contemplábamos admirados el Yr Widdfa, el Señor de las Nieves, frío coronado de nieve y envuelto en solitario esplendor; era la Fortaleza del Invierno.
En aquella región deshabitada, de melancólicas cumbres y oscuros valles, resultaba fácil dar crédito a las historias que se murmuraban alrededor de la lumbre, a esos relatos que los hombres han ido trasmitiendo de padres a hijos durante cien generaciones o más: gigantes de un solo ojo en enormes salas de piedra; diosas que se transforman en lechuzas para vagar por la noche impulsadas por sus suaves y silenciosas alas; doncellas acuáticas que con su encanto atraen a los incautos hacia una muerte segura bajo las aguas; colinas encantadas donde los héroes que caen bajo su hechizo duermen durante siglos; islas invisibles donde los dioses retozan en la penumbra de un verano eterno…
Sólo allí, entre aquellas colinas, lo increíble parecía verosímil.
Desmontamos y comimos en la cima, luego descansamos. No tenía ganas de dormir, y decidí bajar al valle para llenar las jarras y los odres de agua en el río. No era una caminata peligrosa, ni demasiado larga, y, por ese motivo, no presté una especial atención a las características del terreno, aunque tampoco me hubiera sido de gran utilidad.
Di un tropezón y resbalé colina abajo cargado de odres y vasijas, que se balanceaban en sus correas que me colgaban del cuello y de los hombros. Por el centro del valle discurría un río de rápidas aguas entre espesas marañas de endrinos y saúcos. Encontré un sendero que conducía hasta el lecho y me dispuse a llenar los recipientes.
No puedo decir cuánto tiempo transcurrió, aunque no pudo haber sido mucho. No obstante, cuando había cumplido mi cometido y me puse en pie para observar a mi alrededor, advertí que ya no podía divisar la colina: una niebla espesa y gris había descendido sobre Yr Widdfa y cubierto las cimas más altas con una densa y tupida masa tan gruesa como un manto de lana.
Me preocupé, pero no me asusté; después de todo, la colina se alzaba justo enfrente de mí. Todo lo que debía hacer era poner un pie delante del otro y desandar el camino hasta donde esperaban los demás. No perdí un instante, y me puse en marcha antes de que mis acompañantes despertasen y se angustiasen al no encontrarme y comprobar que la niebla se cernía sobre el valle.
Enseguida encontré el sendero por el que había bajado e inicié el ascenso. Anduve durante mucho rato, pero no conseguía acercarme a la cumbre. Me detuve y miré con atención para intentar penetrar aquella oscuridad que se arremolinaba a mi alrededor, mas por mucho que lo intenté no pude discernir en qué parte de la ladera me hallaba.
Grité… y oí cómo los espesos y húmedos vapores ahogaban mi grito.
¿Qué podía hacer?
Era imposible saber cuánto duraría aquella neblina. Podía errar por la senda de la colina durante días y no encontrar el camino correcto, o, lo que era peor y más probable, podría tropezar en una roca y romperme una pierna, o caer por un barranco y matarme. Me senté para recapacitar.
Parecía evidente que había estado caminando en círculos, y, mientras permanecía allí sentado, me convencí de que la bruma no tenía intención de disiparse. La única elección posible consistía en ponerme en marcha una vez más, ya que no me entusiasmaba la idea de pasar una fría y húmeda noche solo y agarrado a una roca en medio de la ladera. Empecé a andar de nuevo, pero esta vez despacio, para asegurarme de que encaminaba cada paso hacia arriba. De esta forma, aunque podía transcurrir medio día, acabaría por llegar a nuestro campamento en la cima.
Finalmente alcancé la cumbre, pero me hallé con que nuestro campamento había sido abandonado y no quedaba nadie en el lugar. Dejé caer los odres llenos de agua y paseé la mirada a mi alrededor. La niebla no era tan espesa como en el valle, y podía, aunque con alguna dificultad, examinar las inmediaciones. Todos se habían ido sin dejar el menor rastro. Resultaba extraño y aterrador.
Grité una y otra vez, pero no escuché ninguna respuesta. Regresé al lugar donde habíamos comido, con la esperanza de encontrar alguna huella, por pequeña que fuera, de nuestra presencia, pero, pese a mis intentos, me fue imposible localizar el lugar. No quedaba ni un mendrugo, ni una miga que indicara el sitio exacto. Tampoco hallé ni una sola huella de los cascos de los caballos, ni siquiera una brizna de hierba aplastada…
¡Había subido a la colina equivocada! En mis prisas por escapar de la niebla, había confundido el camino, y ahora tendría que esperar hasta que la bruma aclarara para averiguar dónde y cómo había cometido mi error. Entretanto, lo más sensato, y lo que hubiera debido de hacer desde el principio, era no moverme del sitio.
Las mejillas me ardían de vergüenza ante mi enorme estupidez: podía conseguir que un círculo de piedras bailase en el aire, pero me era imposible subir a la cima de una simple colina sin perderme. El absurdo señalaba el desequilibrio entre mis aptitudes.
No me gustaba pensar en esa posibilidad.
Más tarde, la niebla empezó a espesarse y a oscurecerse con la llegada del crepúsculo. Mientras permanecía abrazado a mis rodillas e intentando no sentir miedo, oí un ligero tintineo, el leve campanilleo del arnés de un caballo. ¡Podía tratarse de un miembro de la escolta que venía en mi busca! Me puse en pie de un salto y llamé en voz alta, pero el sonido cesó, y ya no lo volví a escuchar, a pesar de que me mantuve a la espectativa.
–¿Estás ahí? ¿Blaise? ¿Quién es?
Mis palabras se desvanecieron al pronunciarlas, y no obtuve respuesta. Recuperé uno de los odres de agua y regresé a mi refugio entre las rocas, sintiéndome ahora muy desgraciado. Me envolví aún más en mi capa y me pregunté cuánto tiempo tardarían los lobos en encontrarme.
Debí dormirme, ya que recuerdo un sueño: vi a un hombre alto y demacrado sentado en una habitación en la que había pintados extraños dibujos; sus manos se hallaban extendidas y planas sobre la mesa que tenía delante, y los ojos, cerrados, aparecían hundidos en su rostro largo y consumido. Llevaba el pelo sin cortar, cayéndole sobre los hombros como una telaraña, y vestía una lujosa túnica de un azul oscurísimo con un broche de plata incrustado de diminutas piedras de la luna.
Delante de él, sobre la mesa, había un objeto que semejaba un enorme huevo, una especie de piedra pulida, apoyada en un soporte de madera tallada. Dos velas gastadas, cuya débil luz se balanceaba debido al viento que penetraba por las rendijas de paredes y ventanas, montaban guardia a cada lado de aquella forma ovoide.
Este hombre no estaba solo; le acompañaba otra persona, y, aunque no podía verla, sabía, con ese conocimiento que sólo se posee en los sueños, que ella se encontraba allí junto a él. ¡Oh, sí, la otra persona era una mujer! Lo intuí, incluso antes de que extendiera su mano muy despacio por encima de la mesa para entrelazar sus dedos jóvenes con los del hombre. Entonces éste abrió los ojos, pero únicamente distinguí el brillo que desprendían las velas, pues sus ojos parecían pozos de oscuridad y de muerte.
Me estremecí y me desperté.
Resultaba un sueño insólito; pero, envuelto todavía en la estela de sus imágenes, percibí que representaba un lugar real, y que el hombre que había visto y la mujer cuya mano había podido contemplar por un instante existían.
Parpadeé y miré en derredor; en la noche cerrada la oscuridad era completa. El viento soplaba y arremolinaba la niebla. Escuché de nuevo el leve campanilleo, mas esta vez no grité, sino que permanecí en silencio, acurrucado entre las rocas. El sonido se acercó; sin embargo, en medio de la bruma, no podía discernir lo próximo que en realidad se hallaba. Aguardé.
Poco después, observé una mancha más clara que flotaba en la oscuridad y se movía hacia mí a través de la densa y húmeda atmósfera. Aquel débil fulgor se iluminó e intensificó, para luego dividirse en dos esferas relucientes, como enormes ojos de gato. El tintineo provenía de aquellas luces que se acercaban.
No se detuvieron hasta que estuvieron casi encima de mí. Aunque yo no moví un músculo, se dirigían justamente a mi encuentro; debieron de localizarme por el olfato, ya que la oscuridad y la niebla lo cubrían todo.
Eran cuatro hombres de piel oscura, dos por cada antorcha, ataviados con toscos chalecos de piel y «kilts». Sus cuerpos parecían fornidos y compactos. Dos de ellos lucían gruesos brazaletes de oro y llevaban lanzas con punta de bronce; todos poseían cuchillos de bronce sujetos a los cinturones. No me asustaron sus armas, puesto que, pese a ser personas adultas, no eran más altos que yo, un muchacho de apenas once veranos.
Sus ojos, oscuros y astutos como los de la comadreja, se quedaron mirándome por entre la niebla; las sombras jugueteaban sobre sus rostros. Los que sostenían las antorchas las elevaron y los otros dos avanzaron a la vez hasta hallarse junto a mí; al moverse, dejaban oír un suave tintineo apenas perceptible. Busqué su origen y descubrí una cadena con campanillas de cobre atada justo debajo de la rodilla del extraño que tenía más cerca. Éste se puso en cuclillas y me estudió durante un largo rato, mientras sus ojos oscuros centelleaban. Apretó un dedo contra mi pecho como para comprobar que había carne y huesos allí, y gruñó. Luego vio mi torc de plata y levantó la mano para acariciarlo.
Al cabo de un momento se irguió y gritó algo por encima del hombro. Los que estaban detrás de él se apartaron, y observé a otra figura que surgía de entre la bruma y se aproximaba. Me puse en pie despacio, con las manos inertes a los costados, y aguardé a que el recién llegado se colocara ante el primer hombre. Su estatura era aún inferior a la de los otros, pero se movía con la autoridad que emana de todos los jefes de clan, como si constituyera una segunda piel, y no me cupo la menor duda de que ostentaba una posición elevada entre los suyos.
Hizo una señal a uno de los que portaban las antorchas para que la acercara y poderme contemplar mejor. Bajo aquella luz temblorosa me percaté de que el jefe del clan era una mujer.
También ella examinó durante largo rato mi torc, pero no lo tocó, ni tampoco a mí. Se volvió hacia el que llevaba las campanillas y lanzó un corto y agudo ladrido, tras el cual éste y el que estaba a su lado se aferraron a mis brazos y nos pusimos en marcha.
Me sentí transportado más que arrastrado, ya que mis pies apenas tocaban el suelo. Descendimos la colina y llegamos al valle, atravesamos el río y, a juzgar por el continuo chapoteo que nos acompañó, lo seguimos durante un trecho antes de empezar un nuevo ascenso. La pendiente de la cuesta era gradual; finalmente se niveló y se convirtió en un estrecho sendero o garganta entre dos empinadas colinas.
La senda recorría una considerable distancia, pues caminamos un buen rato, con una antorcha delante y la otra detrás; los acompañantes que llevaba a cada lado no me empujaban, pero tampoco aflojaban las manos que me sujetaban, a pesar de que la huida se hacía imposible, ya que, aunque hubiera podido ver por dónde iba, no habría sabido en qué dirección correr.
Por fin el sendero giró hacia arriba, y empezamos una empinada ascensión. No obstante, fue una escalada corta, y pronto me encontré frente a una entrada redonda, cubierta por una piel, que surgía de la misma colina. El jefe entró, y se me indicó que debía seguirlo. Penetré en el interior y me encontré con un enorme recinto en forma de montículo hecho de madera y pieles. Cubierto de barro y turba por el exterior, el rath, como se le llamaba, parecía a la luz del sol uno más de los innumerables cerros que lo rodeaban.
Había quince personas o más recostadas en grupos sobre jergones de hierba cubiertos con pieles de oveja, además de algunos animales, alrededor de un fuego central; eran hombres, mujeres, niños y unos pocos perros escuálidos que seguramente se hubieran sentido más cómodos corriendo por los alrededores como si se tratase de una manada de lobos; todos ellos, hombres y bestias por igual, me contemplaban con curiosidad mientras yo permanecía vacilante en medio del recinto.
La mujer-jefe me señaló que me acercara y se me condujo frente a una anciana, no más alta que una jovencita, de cabellos totalmente níveos y piel arrugada como una pasa. Me estudió con franca atención durante un momento, con sus ojos negros, que se mostraban agudos como la aguja de hueso que llevaba en la mano; luego, extendió una mano para tocarme la pierna, me la pellizcó y la palmeó. Satisfecha de lo que veía, asintió con la cabeza en dirección a la mujer-jefe, quien hizo un gesto con la cabeza, y me condujeron a un jergón sobre el que me arrojaron.
Una vez concluido el examen, aquella gente pareció perder todo interés por mí, y se me dejó tranquilo para que observara a mis capturadores, que, aparte de alguna mirada ocasional en mi dirección y de un perro que se acercó a olfatearme manos y piernas, parecían haberse olvidado ya de mi presencia. Yo, por mi parte, me senté sobre el jergón cubierto de pieles e intenté analizar la nueva situación que se presentaba ante mí.
Había ocho hombres y cuatro mujeres aparte de la mujer-jefe y de la anciana; desparramadas entre ellos había cinco criaturas desnudas cuyas edades me resultaba imposible determinar, pues ¡los adultos semejaban niños! Todos los mayores lucían unas cicatrices pintadas con glasto, que, como descubrí más tarde, eran las marcas del fhain: unas peculiares espirales producidas mediante la aplicación de aquel polvillo azul oscuro en la abertura de la herida en el momento de grabarlas sobre la carne a fin de que quedaran coloreadas para siempre. Los individuos del mismo fhain, es decir, pertenecientes a la misma familia tribal o clan, llevan siempre idénticas marcas.
Rebusqué en mi mente para intentar averiguar quiénes podrían ser aquellos seres. Pictos no. A pesar de que usaban glasto, sus cuerpos menudos no los emparentaban con los pictos, el Pueblo Pintado, quienes, además, me habrían matado nada más descubrirme. Tampoco eran miembros de ninguna de las tribus de las colinas como los votadini o los cruithni, que yo conocía. Su costumbre de vivir bajo tierra apuntaba a un posible origen del norte, pero, si la suposición era cierta, se hallaban muy al sur de sus amados páramos.
Decidí que sólo podían ser los bhean sidhe, el fabuloso Pueblo de las Colinas, tan temidos por sus misteriosas costumbres y su magia, como envidiados por su oro. Se rumoreaba que poseían un gran poder malévolo, sólo superado por su tesoro; utilizaban ambos para atormentar a los hombres-altos, a los que sacrificaban, siempre que conseguían capturarlos, a sus toscos ídolos.
Yo era su prisionero.
El clan se acomodó para pasar la noche y uno a uno se fueron durmiendo. Yo fingí también hacerlo, pero permanecí despierto para aprovechar la menor oportunidad de escapar. Cuando por fin, a juzgar por los ronquidos, todo el mundo se encontraba profunda y tranquilamente inmerso en el sueño, me levanté, me arrastré fuera de mi jergón hasta la entrada, y salí a la noche.
La niebla se había levantado y el cielo se cubría de estrellas frías y brillantes; la luna hacía rato que había desaparecido. Las colinas circundantes eran como una masa negra y ondulante que se recortaba contra el azul profundo del firmamento. Aspiré con fuerza el aire de montaña y contemplé los astros. Cualquier idea de huida que pudiera abrigar desapareció entonces. No tenía más que mirar aquella noche negra como boca de lobo para comprender que echar a correr en medio de ella me conduciría al desastre, e, incluso en la indecisión de arriesgarme, me acabó de convencer del peligro el aullido de una manada de lobos en busca de presa que me trajo el viento.
Quizás ése era el motivo por el que mis capturadores no se habían molestado en inmovilizarme. Si era tan estúpido como para tentar a los lobos, me merecería mi destino.
Mientras permanecía contemplando las estrellas, escuché apartarse la piel de la entrada y me volví en el momento en que alguien salía del rath. La figura se acercó hasta donde yo estaba y vi que se trataba de la mujer-jefe. Colocó su mano sobre mi brazo de forma apenas perceptible, tanto para asegurarse de que yo seguía allí como para recordarme mi condición de prisionero.
Nos mantuvimos así, uno al lado del otro, durante un largo rato, tan juntos que percibía el calor de su cuerpo. Ninguno de los dos habló; no teníamos palabras. Pero en la forma en que me había tocado intuí un indicio de que aquellas gentes me conservaban para algún propósito, y que, aunque no era exactamente un invitado de honor, mi presencia no se debía sólo a una curiosidad efímera.
Al cabo de un tiempo, se volvió y tiró de mí para regresar al rath. Volví a mi jergón y ella al suyo, y cerré los ojos y recé rogando para que pudiera reunirme muy pronto con los míos.
Descubrí inmediatamente, después del amanecer, lo que los habitantes de la colina querían de mí, cuando Vrisa, la jefa de los Amsaradh Fhain -el nombre que se daban a sí mismos; significa Pueblo del Ave Cazadora, o Clan del Halcón-, me condujo a su lugar sagrado en la cumbre de una colina cercana, que se alzaba más alta que las de los alrededores; y supuso un relativo esfuerzo subir a ella, pero, una vez alcanzada la cima, descubrí un menhir, una piedra solitaria que se elevaba desde el suelo, pintado con espirales azules y la representación de varios pájaros y animales, especialmente halcones y lobos.
Vrisa llevaba en el cinturón un cuchillo de hoja larga y plana, afilado y pulido hasta brillar como un espejo. El hombre de las campanillas -Elac, como más tarde sabría- me sujetó el brazo con fuerza durante todo el camino hasta la cima de la colina, y dos de sus compañeros llevaban lanzas. Todo el fhain realizó la ascensión a la montaña; sus miembros nos rodearon cuando nos detuvimos junto al menhir, al tiempo que canturreaban en voz baja, con un sonido que recordaba a las hojas secas agitadas por el viento.
Sacaron una soga de cuero trenzado y me ataron las muñecas; me quitaron la capa, y me obligaron a tumbarme en el suelo en el lado de la piedra iluminado por el sol. Los preparativos hacían pensar en un sacrificio y, a juzgar por los huesos desparramados por los alrededores de la cima, yo no era su primera ofrenda.
Pero, aunque pudiera parecer jactancioso a alguno, la verdad es que me asustaba más haber sido abandonado por mi gente que el que me arrancaran el corazón palpitante todavía del cuerpo. Estas gentes no alimentaban odio, ni engaño, ni malicia. No me deseaban el menor mal, y ni siquiera consideraban que quitarme la vida fuera reprochable. Según su forma de pensar, mi espíritu sencillamente tomaría un nuevo cuerpo y yo volvería a nacer, o viajaría al Otro Mundo para vivir con los Antiguos en el paraíso, en el que no existía ni la noche ni el invierno. En cualquier caso, mi destino era afortunado.
El que tuviera que morir para disfrutar de uno u otro de esos envidiables beneficios resultaba inevitable, y, en consecuencia, no les preocupaba en exceso, puesto que todos debíamos emprender más tarde o más temprano ese viaje, y el momento no importaba demasiado.
Yacía allí en el suelo, siguiendo la lenta ascensión del sol por encima de las colinas que nos rodeaban, ya que éste señalaría el momento preciso: cuando los primeros rayos cayeran sobre el menhir, Vrisa me hundiría el cuchillo. Entretanto, me comporté como cualquier cristiano hubiera hecho, y recé implorando una muerte rápida.
Quizá se debió a que el cuchillo estaba mal forjado, quizás era viejo y debía haberse refundido hacía ya tiempo, pero, cuando el sol dio de lleno en el menhir, el canturreante coro lanzó un fuerte grito, y el cuchillo de Vrisa refulgió en el aire antes de descender sobre mí con la misma velocidad con que ataca una serpiente.
Cerré los ojos con fuerza y en ese mismo instante oí una exclamación.
Al abrirlos de nuevo, vi a Vrisa que se sujetaba la muñeca; su rostro palidecía por el dolor, y sus dientes se apretaban para reprimir un nuevo grito. El mango del cuchillo yacía en el suelo y su hoja se había roto en relucientes fragmentos que parecían pedazos de cristal amarillo.
Elac, con los ojos a punto de saltarle de las órbitas, oprimía su lanza con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Otros se mordían el dorso de la mano; algunos, incluso, se lanzaron boca abajo en el suelo y gimoteaban.
Como pude me incorporé hasta quedar sentado. La mujer sabia del clan, la Gern-y-fhain, se abrió paso por entre los presentes hasta colocarse ante mí con las manos extendidas y sus pupilas dirigidas al astro que brillaba ya en lo alto, canturreando en su lengua. Luego hizo un gesto con las manos y dio una orden a los hombres que me contemplaban. Dos de ellos se me acercaron indecisos, pues se les pedía la última cosa en el mundo que hubieran deseado hacer, y desataron la soga que me inmovilizaba.
Algunos dirán que yo rompí el cuchillo con magia. He oído comentar, incluso, que lo sucedido no resultaba nada sorprendente, ya que, como todo el mundo sabe, el bronce no puede dañar a ninguna criatura mágica, característica que me atribuían.
Sin embargo, yo estaba igual de sorprendido y no me sentía en absoluto un ser especial. Además, aún no había aprendido los secretos del antiguo arte. Te cuento sólo lo que ocurrió, puedes creer lo que quieras. La verdad es que cuando el cuchillo de los sacrificios de Vrisa centelleó en el aire en dirección a mi pecho, apareció una mano de niebla, invocada por Elac. El cuchillo se clavó en la palma de esta misteriosa mano brumosa y se hizo añicos.
La muñeca de Vrisa empezaba ya a hincharse; la fuerza con que propinaba su golpe y la sacudida del arma al partirse por poco le rompen la muñeca, pobre muchacha. Ahora puedo llamarla así porque no tardé en averiguar que no era más que uno o dos veranos mayor que yo; sin embargo, ya se había impuesto como jefe de su tribu del Pueblo de las Colinas. La Gern-y-fhain, la mujer sabia de los ojos penetrantes como el pedernal y rostro arrugado como una manzana color avellana, era su abuela.
Esta reconoció de inmediato una señal tan poderosa y tomó las riendas de la situación al momento; me hizo poner en pie, y estudió mi rostro con atención un buen rato. El sol estaba ya en lo alto y su luz se reflejaba de lleno en mis ojos; me examinó con cuidado y se volvió hacia los otros para hablarles con gran excitación. Éstos se limitaron a mirarme boquiabiertos, pero Vrisa se adelantó despacio, levantó una mano y, tras empujar mi mejilla hacia abajo, observó detenidamente mis ojos.
Una expresión de reconocimiento iluminó su rostro y sonrió, olvidando por un momento el dolor de su muñeca. Invitó a los demás a que lo comprobaran por sí mismos, y me sometieron a una dura prueba al decidir todo el clan contemplar el color de mis ojos por turno.
Cuando quedaron todos convencidos de que realmente poseía los ojos dorados de un halcón, la Gern-y-fhain colocó las manos sobre mi cabeza y ofreció una oración de gracias a Lug-Sol por enviarme.
El clan había determinado que era preciso realizar una poderosa ofrenda para contrarrestar una racha de terrible mala suerte que venían sufriendo desde hacía tres veranos: pastos pobres y un bajísimo índice de cría entre sus ovejas, dos niños habían muerto a causa de unas fiebres, y al hermano de Nolo lo había matado un jabalí. La mejora de sus perspectivas eran realmente desfavorables en el momento en que Elac, de regreso de una cacería fallida, me oyó gritar en la cima de la colina en medio de la niebla, y pensó que las plegarias de su gente habían sido escuchadas.
Elac subió a la cima y me encontró allí, luego se dirigió a toda prisa al rath, contó a los demás su descubrimiento y, tras rumiarlo entre ellos, decidieron ir en mi busca y sacrificarme por la mañana. No obstante, el cuchillo roto propició una nueva orientación a la situación: concluyeron que yo debía de ser un regalo de los dioses, aunque disfrazado desafortunadamente como un muchacho de la raza infrahumana de los hombres-altos.
No es mi intención mostrarlos como criaturas retrasadas, aunque «infantil» describiría de forma apropiada su carácter; por el contrario, eran muy inteligentes, poseedores de una amplia y fiel memoria y una gran reserva de conocimientos instintivos que adquirían de la misma leche con que les amamantaban sus madres.
Pero la fuerza de su fe era tal que sus vidas transcurrían en una indiscutida aceptación y confianza en sus Progenitores, la Diosa Tierra y su esposo, Lug-Sol, para que les procuraran lluvia y sol, ciervos que cazar, pastos para sus ovejas, y todas las cosas que necesitaban para su supervivencia.
Debido a esta especie de fatalidad, todo era posible en cualquier momento. El cielo podía convertirse en piedra de repente, o los ríos en caudales de plata y las colinas en oro; los dragones podían enroscarse para dormir bajo las colinas, o los gigantes soñar en profundas cavernas montañosas; un hombre podía ser una persona o un dios, o ambas cosas a la vez. Una mano podía aparecer en medio de ellos y hacer añicos un cuchillo en el momento en que éste se precipitaba sobre el corazón de su tan necesitado sacrificio, y también debía aceptarse este hecho sin vacilación.
¿Les convierten esas ideas en seres poco evolucionados?
Con una fe como la suya no sorprende que, una vez conocieron la Verdad, la difundieran a lo largo de una dilatada extensión.
Aquel mismo día, cuando intenté abandonar el rath algo más tarde, se me comunicó en términos bien categóricos esta prohibición. Estaba sentado junto a la puerta del rath y, tras comprobar que nadie miraba, simplemente me puse en pie y empecé a bajar la colina. No había andado más de diez pasos y Nolo ya llamaba a los perros; los animales me rodearon entre gruñidos y ladridos furiosos hasta que retrocedí al lugar que ocupaba junto a la puerta del rath.
Los días transcurrieron lentamente, y con cada momento que pasaba me sentía más afligido. Mi gente se hallaba en algún lugar de aquellas colinas, y seguramente me buscaba y debía de estar muy preocupada por mí. Por entonces no contaba con la habilidad que me permitía ver a través de la distancia, pero podía percibir su ansiedad pese a nuestra separación, y era consciente de su aflicción. Por las noches, lloraba amargamente tumbado en el jergón por la pena que le causaba a mi madre y la desdicha que le suponía mi ausencia.
«Luz Omnipotente, por favor, ¡escúchame!», lloraba yo. «Otórgales la tranquilidad de saber que estoy bien. Comunícales la esperanza de que regresaré. Dales paciencia para esperar y valor para soportarlo. Concédeles la fortaleza necesaria para evitar el desánimo.»
Esta oración, que a menudo pronunciaba entre lágrimas, iba a convertirse en una letanía de consuelo para mí durante un largo período.
Al día siguiente, después de casi cuatro días de juiciosa consideración, la Gern-y-fhain me tomó del brazo y me sentó en una roca a sus pies y empezó a hablarme. No comprendía sus palabras, pero presté mucha atención y pronto empecé a distinguir el ritmo de su lengua. De cuando en cuando asentía yo con la cabeza para demostrarle mis esfuerzos.
La anciana arrugó las facciones e hizo un gesto que abarcaba el rath y a todo lo que albergaba en su interior.
–Fhain -exclamó, y lo repitió varias veces hasta que yo la imité.
–Fhain -repuse yo, sonriendo.
Mi gesto alegre obró milagros, ya que el Pueblo de las Colinas está formado por gente feliz y la sonrisa les indica un espíritu en armonía con la vida, razonamiento en el que no yerran.
–Gern-y-fhain -fue su siguiente lección, y se golpeó en el pecho con el dedo.
–Gern-y-fhain -repetí yo. Luego me señalé a mí mismo y añadí-: Myrddin. – Utilicé la forma cymry de mi nombre, ya que pensé que estaría más próxima a su lenguaje-. Myrddin.
Ella asintió y pronunció la palabra varias veces, muy satisfecha de tener una Ofrenda tan bien dispuesta y capaz. Luego indicó a cada uno de los miembros del clan, que en aquellos momentos realizaban sus respectivas tareas.
–Vrisa, Elac, Nolo, Teirn, Beona, Rhylla…
Y otros más. Yo me esforcé por seguir su ritmo, y lo conseguí durante un tiempo, pero cuando se dedicó a nombrar la tierra, el cielo, las colinas, el río, las rocas… ya me sentí incapaz de asimilarlos.
Así terminó mi primera instrucción en la lengua del Pueblo de las Colinas, y se inició una rutina que iba a continuar durante muchos meses después; mi jornada daba comienzo sentado junto a la Gern-y-fhain de la misma forma en que lo hiciera con Blaise o Dafyd para estudiar mis lecciones.
Vrisa decidió encargarse de civilizarme. Para empezar, me quitaron las ropas y las reemplazaron por vestidos de cuero y pieles, iniciativa que me preocupó hasta que observé que guardaba mis cosas con gran cuidado en una cesta especial sujeta a un poste del techo del rath. Aunque no pudiera marcharme pronto, al menos, cuando se me permitiera, mi aspecto sería el mismo que al llegar. Luego, la muchacha me condujo de nuevo afuera, mientras mantenía una cháchara incesante y ocasionalmente me miraba con una sonrisa en la que mostraba sus hermosos dientes blancos, como diciendo:
–Sé bienvenido, hombre-alto, portador de fortuna. Ahora eres un fhain.
Se sintió muy contenta cuando pronuncié su nombre y le enseñé el mío. La verdad es que lanzaron enormes carcajadas de alegría cuando por fin pude explicarles que mi nombre significaba «Halcón», lo que les confirmó en su creencia de que mi llegada había sido ordenada por sus Progenitores. Observaban mis progresos con avidez; cualquiera de mis actos les satisfacía enormemente. Sentían un infinito placer en narrarse unos a otros mis logros alrededor del fuego durante la cena. Al principio lo atribuí a mi condición de Ofrenda; más tarde aprendí que trataban de esa forma a todos los niños.
Los niños gozaban de gran estima entre ellos; su propia lengua lo demostraba, ya que «niño» y «fortuna» o «riqueza» recibían el mismo nombre: eurn. Esta única palabra servía para ambos significados.
Los consideraban como si se tratara de distinguidos huéspedes, personas dignas de atención y respeto y cuya mera presencia era motivo de felicidad, y un regalo para disfrutar y celebrar siempre que fuera posible. De esta forma, aunque, según su forma de contar la edad, yo ya era casi un hombre adulto, carecía de la educación adecuada, y por lo tanto seguía siendo un niño hasta que aprendiera los modales necesarios para convertirme en adulto. Este trato favoreció el interesante período de adaptación, ya que en aquellos primeros meses pasé tanto tiempo en compañía de los jóvenes como de sus mayores.
El verano transcurrió con rapidez; el tiempo volaba mientras yo aplicaba grandes esfuerzos para aprender su lengua y poderles comunicar mi ansiedad por mi gente, y descubrir las razones por las que me mantenían con ellos. Mi oportunidad llegó una fresca noche de otoño, no mucho después del Lugnasadh. Estábamos sentados, según solíamos, frente a una hoguera al aire libre en la cima de la colina bajo la luz de las estrellas. Elac, Nolo -primer y segundo esposo de Vrisa, respectivamente- y algunos otros habían ido de caza aquel día, y, tras la cena, empezaron a describir lo sucedido.
Con completa inocencia, Elac se volvió hacia mí y dijo:
–Vimos hombres-altos en la cañada sinuosa. Buscaban a su niño-fortuna.
–¿Todavía? – pregunté-. ¿Los habías descubierto con anterioridad?
El sonrió y asintió con la cabeza. Nolo asintió a su vez y añadió:
–Los hemos observado muchas veces.
–¿Por qué no me lo dijisteis? – exigí, intentando no montar en cólera.
–Myrddin es fhain ahora. Tú eres hermano-fhain. Nos iremos pronto; los hombres-altos dejarán de buscar y se marcharán.
–¿Irnos? – Mi enojo desapareció ante aquel pensamiento. Me volví hacia Vrisa-. ¿A qué se refiere Elac? ¿Adonde nos dirigimos?
–La estación de la nieve vendrá pronto. Iremos al crannog, hermano-fhain.
–¿Cuándo? – Sentí que la desesperación se adueñaba de mí como una náusea. Vrisa se encogió de hombros.
–Pronto. Antes de que llegue la nieve.
Tenía sentido, y debiera haberlo previsto. El Pueblo de las Colinas no vivía en un mismo sitio mucho tiempo, pero no había pensado que podrían partir pronto para su retiro invernal: un crannog en una colina agujereada del norte.
–Tienes que conducirme hasta ellos -pedí a Vrisa-. Debo verlos.
Vrisa arrugó la frente y miró a la Gern-y-fhain, quien sacudió la cabeza ligeramente.
–No puede ser -replicó-. Los hombres-altos tomarán prestado de los fhain al niño-fortuna.
No poseían una palabra exacta para robar pese a ser unos ladronzuelos llenos de recursos; «tomar prestado» representaba el significado más aproximado.
–Yo era un hombre-alto antes de ser hermano-fhain -repuse-. Debo despedirme.
Mi argumento los confundió; para ellos no existían la separación o la despedida, incluso la muerte se consideraba como un viaje que el difunto emprendía, semejante a irse de caza, y con un regreso inminente, quizás en un cuerpo diferente, pero siendo esencialmente el mismo.
–¿Qué significa este despedirme? – preguntó Vrisa-. No lo conozco.
–Debo avisarles para que dejen de buscar -expliqué-, y vuelvan a sus tierras, para que abandonen la cañada sinuosa.
–No es necesario, Myrddin-fortuna -repuso Elac con alegría-. Los hombres-altos se cansarán y se irán pronto.
–No -exclamé, poniéndome en pie-. Son mis hermanos-fhain, mis padres. Nunca cederán en su empeño para encontrarme. ¡Jamás!
Su concepto del tiempo era también muy vago. No asimilaban la noción de una actividad continuada e incesante. Vrisa se limitó a menear la cabeza con despreocupación.
–Esto es algo que no sé. Ahora eres fhain. Constituyes un regalo hecho a los Hombres Halcón, Myrddin-fortuna, un regalo de los Progenitores.
Coincidí con ella en su afirmación, pero me mantuve firme.
–Soy un regalo. Pero debo dar las gracias a los otros hermanos-fhain por permitir que me convirtiera en un Hombre Halcón.
Este razonamiento sí lo comprendieron, ya que ¿quién podía no desear pertenecer a los Hombres Halcón? Un honor de tal magnitud naturalmente engendraba una enorme gratitud. Sí, entendían mi gesto de agradecimiento hacia mis antiguos hermanos-fhain.
Incluso lo tomaron como una señal de creciente madurez.
–Eso es bueno, hermano-Myrddin. Mañana darás las gracias a los padres.
–Y a los hermanos-fhain -insistí.
–¿Cómo lo llevarás a cabo? – inquirió Vrisa con suspicacia, detectando la posibilidad de una superchería y entrecerrando sus ojos oscuros y cautelosos.
Mi respuesta debía ser inocente o me impediría realizarlo.
–Devolveré sus ropas de hombre-alto.
Una vez más la respuesta les resultó perfectamente plausible. Para una gente que no sabía tejer, que no tenía telares, la ropa era un bien escaso y terriblemente valioso. Probablemente a la joven le dolía ver desaparecer del fhain aquella fortuna, pero comprendía muy bien el motivo de que deseara devolverlas y que mi antiguo fhain de hombres-altos deseara poseer mi vestimenta si me había perdido.
–Elac -decidió por fin-, lleva a Myrddin-fortuna hasta el anillo de fuego de los hombres-altos mañana.
Sonreí. De nada servía alargar la conversación; seguramente, por el momento, sólo podría conseguir de ellos tal concesión.
–Gracias, jefe Vrisa. Gracias, parientes-fhain.
Todos sonrieron a su vez y empezaron a parlotear en mi dirección con expresión indulgente, mientras yo me dedicaba a pensar en cómo lograr escapar.
Se distinguían cuatro figuras en la cañada sinuosa. Incluso desde lejos supe que eran mi gente, miembros de la escolta que había cabalgado con nosotros. Estaban acampados junto a un arroyo, y la brillante luz de su hoguera se reflejaba en la corriente de agua. El sol aún no se había alzado sobre las colinas situadas al este, y aparentemente aún dormían.
Estábamos situados sobre un saliente rocoso de la ladera de la colina, a la espera.
–Ahora bajaré hasta mis hermanos-fhain -anuncié a Elac.
–Te acompañaremos. – Indicó a Nolo y a Teirn.
–No, iré solo. – Intenté mostrarme tan firme como la Gern-y-fhain.
Elac me miró de reojo y sacudió la cabeza.
–La jefe Vrisa asegura que no regresarás.
Ciertamente, ése constituía mi plan. Elac meneó la cabeza de nuevo, se puso en pie a mi lado, y posó su mano sobre mi hombro.
–Iremos contigo, hermano Myrddin, para que los hombres-altos no tomen prestado de nuevo al niño-fortuna.
En ese momento empecé a comprender las posibles consecuencias. Si todos bajábamos se entablaría una lucha. Los guerreros de Elphin jamás permitirían que el Pueblo de las Colinas marchara conmigo, intentarían salvarme y lo más probable era que murieran en el empeño atravesados por una flecha antes de poder sacar sus espadas. Por otra parte alguno de mis acompañantes podría morir en la escaramuza. No podía permitir que ninguna de estas alternativas sucediera; mi libertad no era tan importante como las vidas de hombres a los que llamaba amigos.
¿Qué iba a hacer ahora?
–No. – Crucé los brazos sobre el pecho y me senté en el suelo-. No iré.
–¿Por qué, Myrddin-fortuna? – Elac me miró desconcertado.
–Tú irás.
Se sentó a mi lado. Nolo arrugó la frente y extendió la mano hacia mí.
–La mujer-jefe indicó que los esposos debían ir contigo. No se puede dejar al niño-fortuna cerca de los hombres-altos sin protección, hermano Myrddin.
–Los hombres-altos-hermanos no lo comprenderán.
Matarán a los miembros del fhain al verlos, pensando ayudar al hermano-fhain.
Tal idea impactó en Elac, que asintió sombrío. Sabía lo desagradecidos que podían mostrarse los hombres-altos.
–El Fhain Halcón no teme a los hombres-altos -se jactó Nolo.
–Bien, pero de todos modos no quiero que mueran los hermanos-fhain, pues provocaría una gran aflicción en el hermano Myrddin y llevaría la tristeza al fhain. – Apelé a Elac-. Ve tú, Elac. Entrega las ropas a los hombres-altos-hermanos.
Recapacitó sobre ello y por fin asintió. Doblé mi capa, mis pantalones y la túnica lo mejor que pude, mientras trataba frenéticamente de hallar alguna forma de enviar un mensaje que no fuera malinterpretado. Al final me quité el cinturón de cuero sin curtir y lo até alrededor del fardo.
Mi gente reconocería las ropas, desde luego, pero todavía necesitaba otro objeto que indicara que estaba sano y salvo. Miré a mi alrededor.
–Teirn. – Extendí la mano-. Necesito una flecha.
Hubiera preferido una pluma y un pergamino, pero resultaban tan desconocidos para el Pueblo de las Colinas como la pimienta y el perfume. No confiaban en la escritura, y en esto demostraban una gran sensatez.
Teirn sacó una flecha. Los proyectiles del Pueblo de las Colinas constituyen cortos juncos con puntas de pedernal adornadas con plumas de cuervo; son inconfundibles y mortíferas, y la puntería del Pueblo de las Colinas es legendaria. Las tribus de hombres-altos del norte han aprendido a sentir un gran respeto tanto a estas flechas de frágil aspecto como a la infalible mano que tensa el arco.
Me incliné sobre el fardo y tomé la flecha, la partí por el centro e introduje los dos extremos bajo el cinturón de cuero sin curtir. Luego, guiado por una repentina inspiración, quité el broche de plata en forma de cabeza de lobo de la capa y le entregué el bulto a Elac.
–Toma, llévalo al campamento de los hombres-altos.
Contempló el bulto y, después, el campamento que se hallaba abajo.
–Lug-Sol va a salir -apremié-. Déjalo antes de que los hombres-altos-hermanos se despierten. Inclinó la cabeza.
–No me verán.
Tras esto, gateó fuera de la cornisa y desapareció. Al poco rato lo vimos correr en dirección a los acampados. Se deslizó como una sombra sigilosa y silenciosa en el interior del dormido campamento y, con uno de los impulsivos actos de valentía que le caracterizaban, depositó con mucho cuidado el fardo junto a la cabeza de uno de los soldados.
Regresó a la cornisa en un santiamén, y poco después nos hallábamos de regreso en el rath. Logré, con un esfuerzo sobrehumano, no mirar atrás.
Aquel día algo cambió en mi interior. Parecía como, si al entregar mis ropas, abandonara toda idea de rescate. Curiosamente, me sentí más satisfecho de estar allí, y, aunque de cuando en cuando me invadían el desánimo y la melancolía, es posible que también yo empezara a creer que mi presencia entre los Hombres Halcón respondía a un propósito. Después de aquella mañana ya no pensé en escapar y, con el tiempo, llegué a aceptar mi situación.
No volví a encontrarme con los que me buscaban, y tras la hoguera del Samhain el fhain marchó hacia sus pastos de invierno en el norte. Carecía de sentido para mí el que viajaran al sur durante el verano y luego regresaran al norte para pasar el invierno, pero así lo hacían.
En aquel entonces, no sabía que existen ciertas regiones septentrionales cuyo clima resulta tan benigno como cualquier lugar del sur. No obstante, pronto aprendí que no todas las tierras situadas más arriba de la Muralla constituyen el erial desolado, rocoso y barrido por el viento que identifican la mayoría de la gente. Existen rincones tan verdes y agradables que compiten con la mejor región de toda Britania; a uno de ellos nos dirigimos, montados en nuestros poneys peludos, al tiempo que conducíamos a nuestras pequeñas y resistentes ovejas delante de nosotros.
Un crannog no se diferencia en exceso de un rath, excepto porque aquél está realmente excavado en el corazón de una colina. También posee un mayor tamaño, debido a que lo compartíamos con los poneys y las ovejas en los días más fríos. Situado en general en una cañada aislada, el crannog aparece ante los ojos de los hombres-altos como una colina más entre las otras. Contábamos con buenos pastos para las ovejas y los poneys, y con un arroyo que desembocaba en un estuario cercano.
Era una morada oscura y cálida; mientras el viento invernal ululaba durante la noche rebuscando entre las rocas y las grietas lugares donde introducir sus gélidos dedos, nosotros descansábamos envueltos en nuestras pieles y vellones alrededor del fuego, y escuchábamos las historias de la Gern-y-fhain sobre la Época Antigua, antes de que los hombres de Roma llegaran con sus espadas y construyeran sus carreteras y fortalezas, y apareciera en los hombres el instinto sanguinario que les empujaba a luchar unos contra otros; era un tiempo anterior, incluso a la llegada de los hombres-altos a la Isla de los Poderosos.
«Escuchad» decía la anciana, «os hablaré de aquella época anterior a todas, cuando el mundo estaba recién hecho, los prytani corrían libres, la comida se encontraba en abundancia y nuestros Progenitores sonreían a todos sus niños-fortuna, cuando la Gran Nieve permanecía encerrada en el norte y no afectaba en absoluto al primogénito de la Madre…»
Empezaba a recitar su historia, repitiendo con aquella cadencia de voz tan peculiar los recuerdos seculares de su gente, que enlazaba con un pasado muy remoto, pero que seguía vivo en sus palabras. No había forma de concretar la antigüedad de su relato, ya que el Pueblo de las Colinas narra todos los acontecimientos de la misma forma sencilla y directa. Lo que una Gern describía podría haber sucedido diez mil veranos atrás o el día anterior; en realidad, para ellos el tiempo no importaba.
Dos lunas crecieron y menguaron, y, de repente, un día, justo antes del anochecer, empezó a nevar. Elac, Nolo y yo bajamos al valle con los perros para conducir los rebaños de regreso al crannog. Acabábamos de iniciar nuestra tarea, cuando oí gritar a Nolo; me volví y le vi señalar hacia el fondo del valle, donde unos jinetes se acercaban por entre los arremolinados copos de nieve.
Elac hizo un gesto con la mano para que nos pegásemos al suelo, y observé a Nolo colocar una flecha en su arco, agazaparse, y desaparecer. Sencillamente se desvaneció, se transformó en una roca más o en una pequeña elevación herbácea junto al arroyo. Yo también me escondí, tal como me habían enseñado, mientras me preguntaba si me camuflaría tan bien y se me confundiría con la misma facilidad con una piedra. Los perros ladraron y Elac los silenció al instante con un silbido.
Los tres hombres-altos se acercaron; cabalgaban sobre unas monturas de patas largas y aspecto famélico. Su jefe dijo algo, Elac contestó, y entonces empezaron a conversar en una lengua que quería parecerse a la del Pueblo de las Colinas.
–Venimos a pedir la magia del Pueblo de las Colinas -explicó el jinete en un chapurreo vacilante.
–¿Por qué? – preguntó Elac sin inmutarse.
–La segunda esposa de nuestro jefe se muere; tiene la fiebre y su estómago no aguanta la comida. – Miró a Elac lleno de duda-. ¿Vendrá vuestra Mujer Sabia?
–Se lo preguntaré -se encogió de hombros y añadió-, aunque probablemente le parecerá un desperdicio emplear magia curativa para una mujer de hombres-altos.
–Nuestro jefe promete cuatro brazaletes de oro si la Gern acude.
Elac arrugó la frente con gesto despectivo como si dijera: «Esas baratijas son estiércol de caballo para nosotros»; no obstante, yo sabía que los prytani apreciaban el oro de los hombres-altos y le daban un gran valor siempre que podían obtenerlo.
–Se lo preguntaré -repitió-. Vete ahora.
–Esperaremos.
–No, márchate -insistió Elac. Intentaba alejarlos para que no descubrieran en el interior de qué colina se hallaba nuestro crannog.
-¡Se trata de nuestro jefe! – replicó el jinete.
Elac se volvió a encoger de hombros y se volvió para fingir regresar a su tarea de reunir a las ovejas. Los jinetes cuchichearon entre ellos durante un instante y luego su portavoz preguntó:
–¿Cuándo le hablarás?
–Cuando los hombres-altos regresen a sus cabañas.
Los jinetes dieron la vuelta a sus caballos y descendieron al galope. Elac aguardó hasta que se hubieron marchado y luego nos hizo un gesto para que nos aproximáramos. Nolo volvió a guardar su flecha en el carcaj, reunimos todos los animales y los condujimos de regreso al crannog. Ya se habían llevado los caballos al interior, así que Elac no esperó un segundo para hablar con la Gern.
–La esposa del jefe de los hombres-altos tiene fiebre -le informó-. Hay cuatro brazaletes de oro para ti si la curas.
–Debe de tener mucha fiebre -repuso la Gern-. Iré a verla. – Se incorporó y salió del crannog al momento; Nolo, Elac, Vrisa y yo la seguimos.
Cuando llegamos al poblado de los hombres-altos situado en el estuario, anochecía. La residencia del jefe estaba colocada sobre unos pilotes de madera en medio de un puñado de casas más sencillas construidas en la misma orilla de las malolientes marismas. Vrisa, Elac y Nolo acompañaron a la Gern; mi misión consistía en encargarme de los poneys, pero, cuando llegamos y examinamos lo que nos rodeaba, la Gern indicó que yo también debía entrar en la casa del jefe.
La piel mugrienta que cubría la entrada fue apartada hacia atrás tras un silbido de Elac y el hombre que había venido a buscarnos al valle apareció y nos invitó a entrar. La cabaña de madera, de forma redonda, constaba de una sola habitación muy grande con un hogar de piedra en el centro. El viento se filtraba por el techo mal cubierto de paja y los huecos que quedaban entre las varillas de madera, con lo cual la habitación resultaba húmeda y fría. El suelo estaba lleno de conchas pisoteadas de ostras y mejillones y de espinas y escamas de pescado. El jefe se hallaba sentado junto al fuego, alimentado por excrementos secos, lleno de hollín y con dos mujeres a su lado, cada una abrazando a una sucia y llorosa criatura contra su pecho; dejó escapar un gruñido e indicó al otro extremo de la habitación donde yacía una mujer sobre un jergón de juncos, toda ella cubierta de pieles.
La Gern cloqueó al ver a la mujer. No era vieja, pero el dudoso honor de producir herederos para el jefe la había envejecido prematuramente; y ahora yacía en su lecho ardiendo de fiebre, con los ojos hundidos, el cuerpo tembloroso, y la piel pálida y amarillenta como el vellón de lana sobre el que descansaba su cabeza. Se moría. Incluso yo, que por aquel entonces no tenía el menor conocimiento sobre artes curativas, me di cuenta de que no sobreviviría a la noche.
–¡Estúpidos! – masculló la Gern en voz baja-. Piden magia demasiado tarde.
–Cuatro brazaletes -le recordó Elac.
La Gern suspiró y se puso en cuclillas junto a la mujer, la estudió durante un buen rato, y luego introdujo los dedos en una bolsa que llevaba colgada del cinturón y extrajo un pequeño tarro de ungüento que empezó a aplicar sobre la frente de la enferma. La mujer se estremeció y abrió los ojos. Vi la muerte reflejada en ellos, aunque el contacto de la Gern pareció revivirla un poco. Ésta se dirigió a ella en voz baja, con los vocablos tranquilizadores que utilizan los curanderos para aliviar la fiebre.
La Gern introdujo de nuevo la mano en la bolsa, la sacó y la extendió hacia mí. Dejó caer sobre mi palma abierta un pequeño montón de materia seca: pedazos de cortezas, raíces, hojas, hierba, semillas, luego señaló con la cabeza el caldero de hierro que colgaba sobre el fuego de una cadena sujeta a una viga del techo. Comprendí que quería que pusiera aquella mezcla en el caldero y la obedecí. Eché agua en el recipiente y esperé a que hirviera. Después la Gern me indicó con un gesto que le acercara aquel caldo; sin hacer caso de las groserías que refunfuñaba el jefe, llené una calabaza con aquel líquido.
La curandera levantó la cabeza de la enferma y la obligó a beberlo. La mujer sonrió débilmente cuando volvió a recostarse, y al cabo de unos instantes cerró los ojos y se durmió. La Gern se dirigió entonces hacia el jefe y se plantó frente a él.
–¿Vivirá? – inquirió éste. Por su tono podría haberse referido a uno de sus perros.
–Vive -respondió la Gern-y-fhain-. Ocúpate de que esté caliente y de que beba la poción.
El jefe lanzó un gruñido y se quitó uno de los brazaletes. Entregó el objeto dorado a su segundo, quien lo dejó caer con cuidado en la palma de la Gern para no tocarla. El desaire no pasó inadvertido: Elac se puso rígido y la mano de Nolo sujetaba ya una flecha.
Sin embargo, la Gern se limitó a contemplar el regalo y a sopesarlo. Lo más probable es que en su composición prevaleciera el estaño antes que el oro.
–Prometiste cuatro brazaletes.
–¿Cuatro? ¡Toma lo que te dan y sal de aquí! – rugió con su lamentable pronunciación-. ¡No escucharé vuestras mentiras!
Los miembros del Pueblo de las Colinas sacaron sus armas.
La Gern alzó una mano en el aire. Elac y Nolo se quedaron inmóviles al instante.
–¿El jefe cree que engañará a la Gern-y-fhain -Hablaba con suavidad; no obstante, el tono amenazador resultaba innegable.
Su mano hizo un extraño movimiento en el aire, y algo cayó de entre sus dedos. El fuego se convirtió de repente en un surtidor que arrojaba relucientes ascuas.
Las mujeres chillaron y se cubrieron el rostro con las manos. El jefe reconsideró rápidamente su decisión a la vez que nos miraba encolerizado. Lanzó un juramento y se desprendió de otros tres brazaletes que arrojó a las llameantes ascuas del fuego que tenía a los pies.
Rápida como una centella, la Gern, ante el asombro de los hombres-altos, se inclinó sobre el fuego y recogió los brazaletes. El oro desapareció en el interior de un pliegue de sus ropas y, muy erguida, se dio la vuelta y abandonó la cabaña. La seguimos, montados en nuestros poneys, y todos juntos regresamos al crannog bajo el oscuro firmamento invernal.
Dos días más tarde, Elac y Nolo condujeron el rebaño de vuelta a los pastos. Cuando se encontraban allí los sorprendieron los hombres-altos: tres jinetes y su jefe, como en la anterior ocasión. Yo bajaba en dirección al valle y me hallaba ya a mitad del camino cuando observé a los jinetes rodear a mis hermanos-fhain, al tiempo que las ovejas se desperdigaban. Me acurruqué en el suelo totalmente inmóvil, confundiéndome al instante con el paisaje.
Cuando los asaltantes se detuvieron, me lancé hacia adelante.
–¡Devolved el oro! – gritó el jefe.
El cuchillo de Elac apareció en su mano, y la cuerda del arco de Nolo se tensó al instante; los hombres-altos estaban preparados. Cada uno sostenía una gruesa espada y un escudo pequeño de madera y piel de buey. Me sorprendió el manejo de aquellas armas. ¿Cómo las habrían conseguido? ¿Comerciando con los escoceses?
–¡Devuélvelo, ladrón!
Es posible que Elac no comprendiera la palabra, pero sí advirtió el tono con que fue pronunciada. Sus músculos se tensaron, listo para lanzarse al combate. La única cosa que le contenía eran los caballos; si aquellos miembros del Pueblo de las Colinas hubieran estado a lomos de sus poneys, habrían resultado casi invencibles para los granujas que se les enfrentaban, pero la situación les era desfavorable: cuatro jinetes contra dos a pie.
El jefe de los hombres-altos estaba dispuesto a recuperar su oro, o a colocar las cabezas de aquellos que lo poseían sobre las afiladas estacas a la puerta de su cabaña. Quizá deseaba realizar ambos propósitos. Mientras observaba, percibí cómo el aire se arremolinaba a mi alrededor de la misma forma en que lo había sentido el día en que bailaron las piedras. Intuí que algo iba a suceder, aunque ignoraba lo que podría ser.
En cuanto me interpuse entre Elac y el jefe de aquellos hombres, comprendí que los hombres-altos también experimentaban aquella sensación.
–¿Por qué habéis venido? – pregunté, intentando imitar el tono de irrebatible autoridad de la Gern-y-fhain.
Los hombres-altos parecieron sobresaltarse, como si yo hubiera surgido de la hierba que tenían a los pies. El jefe apretó con más fuerza su espada y refunfuñó:
–La mujer está muerta y yace fría sobre el barro. He venido por mi oro.
–Regresad -le ordené-. Si pensáis vengaros de aquellos que os ayudaron, entonces merecéis cualquier desgracia. Regresad; no existe nada aquí para vosotros.
Una expresión de regocijo feroz y desagradable retorció su estúpido rostro.
–Tendré el oro, y también esa larga lengua tuya, ¡bastardo!
–Se te ha avisado -anuncié. Luego miré a los otros-. Se os ha prevenido a todos.
Estos, que se mostraban menos valientes que su jefe o, quizá, menos necios, murmuraron entre ellos e hicieron un signo con sus manos para alejar el mal.
El jefe abrió la boca en una grosera carcajada.
–¡Te destriparé como a un arenque y te estrangularé con tus propias entrañas, muchacho! – se jactó mientras bajaba su espada hasta mi cuello.
Elac se puso en tensión, dispuesto a atacar, y yo levanté una mano para detenerle. La espada del jefe, cuya hoja se hallaba ennegrecida por la sangre coagulada, se aproximó más a mi garganta. Volví la mirada hacia aquel pedazo de hierro mellado y percibí el calor que lo había forjado, lo imaginé al rojo vivo a causa del fuego de la fragua.
La punta empezó a relucir, al principio oscuramente, pero luego se iluminó con rapidez, al tiempo que el fulgor se extendía por toda la hoja en dirección a la empuñadura.
El jefe sostuvo la espada mientras le fue posible, con lo que se produjo una gran quemadura en la mano por su tozudez; su alarido de dolor retumbó por todo el valle.
–¡Matadlo! – aulló; la roja señal en su palma empezaba a llenarse de ampollas-. ¡Matadlo!
Sus hombres no efectuaron el menor movimiento, pues, de repente, sus propias armas estaban demasiado calientes para sostenerlas; es más, todos los arneses de hierro que llevaban: las hebillas de sus cinturones, los cuchillos, los aros que rodeaban sus brazos, empezaba a resultar terriblemente cálido.
Los caballos se agitaron inquietos, con los ojos desorbitados.
–Marchaos y no nos molestéis de nuevo -ordené con tranquilidad, aunque mi corazón parecía a punto de estallar.
Uno de los hombres hizo girar su caballo y mostró intención de marchar, pero el jefe era un hombre obstinado.
–¡Quédate! – La rabia y la frustración oscurecieron su rostro-. ¡Tú! – rugió en dirección a mí-. ¡Te mataré! Te…
Jamás había visto a una persona dominada de tal manera por el odio y aunque posteriormente, en una o dos ocasiones, me he encontrado en similares circunstancias, en aquella época no sabía que aquella fuerza podía matar.
El jefe dio una boqueada, pues era incapaz de hablar; las palabras, como espinas de pescado, se le clavaron en la garganta y de ella surgió un espantoso sonido mientras luchaba por respirar; sus manos se cerraron en torno a su cuello, los ojos parecían a punto de escapar de sus cuencas y se desplomó de la silla. Había muerto antes de que su cuerpo llegara al suelo.
Durante un instante, los hombres contemplaron a su cabecilla caído, luego giraron los caballos y salieron al galope para alejarse por donde habían venido, abandonándole sobre el suelo.
Tras la huida, Elac se volvió hacia mí y clavó sus ojos en los míos por un dilatado espacio de tiempo. No habló, pero la pregunta estaba allí: «¿Quién eres? ¿Qué eres?»
Nolo se agachó para examinar el cadáver.
–Este está muerto, Myrddin-fortuna -anunció en voz baja.
–Lo colocaremos sobre su caballo y lo enviaremos de regreso a su casa -repuse.
Entre los tres, y con algunas dificultades, conseguimos levantar el cuerpo y atravesarlo sobre la silla, y atamos las muñecas y los tobillos juntos para evitar que resbalase. Encaminamos al caballo en la dirección apropiada y le dimos una fuerte palmada en la grupa al desdichado animal, que se alejó al trote en pos de los otros. Murmuré una plegaria por aquel hombre, ya que me era imposible sentir desprecio por él. Observamos a los caballos desaparecer de nuestra vista y luego regresamos al crannog; Elac y Nolo corrían delante de mí en su impaciencia por contar lo que habían presenciado.
Vrisa y la Gern-y-fhain me contemplaron con expresión de sagacidad cuando escucharon lo sucedido. La anciana elevó sus manos por encima de mi cabeza y entonó una canción de victoria en mi honor. Vrisa me demostró su reconocimiento de otra forma: me rodeó con sus brazos y me besó. Esa noche me senté a su lado a la hora de cenar, y ella me ofreció la comida de su cuenco.
En esta época comencé a Ver; empezó con el fuego de turba, que brilla con tanta belleza, todo él rojo-cereza y dorado. No todas las gerns poseen esta habilidad, pero la Gern-y-fhain podía, mientras contemplaba el fuego, observar en él las formas de las cosas. Una vez hubo despertado esta habilidad en mí, permanecíamos sentados durante horas, de cara al fuego. Después me preguntaba lo que había visto y yo se lo contaba.
Pronto descubrí que mi visión resultaba más nítida que la suya.
A medida que mi capacidad aumentaba, casi conseguía atisbar las imágenes que quería. Incluso, una noche vi a mi madre; el suceso resultó tan agradable como inesperado.
Contemplaba las llamas, al tiempo que vaciaba mi mente para prepararla a recibir las figuras que convocaría; constituía una acción más difícil de explicar que de realizar. La Gern-y-fhain lo comparaba a sacar agua de un río, o a persuadir a los tímidos potrillos nacidos durante el invierno para que bajaran de las colinas.
Aquella noche fría, al ensimismarme con el fuego, la forma de una mujer inició su danza ante mis ojos, la protegí para evitar su pérdida, de la misma forma en que se rodea la llama de una vela con las manos, la persuadí para que se definiera, y deseé mantenerla allí. Era Charis, y estaba sentada en una habitación junto a un brasero de encendidos carbones. Cuando comprendí que era ella, levantó la cabeza y paseó la mirada a su alrededor como si alguien hubiera pronunciado su nombre; quizá lo hice, no puedo asegurarlo.
Constituía una poderosa imagen, y por su expresión satisfecha discerní que se sentía en paz; razoné que se debía a que había recibido y comprendido mi mensaje de la forma en que yo pretendía. De cualquier manera, por suerte, la preocupación por mí no le había hecho enfermar.
Mientras observaba, la puerta a su espalda se abrió y ella se volvió a medias en su asiento. El visitante se acercó y ella sonrió. No podía distinguir de quién se trataba, pero al aproximársele ella extendió la mano.
Tras aceptar su mano, él le colocó la otra sobre el hombro y se acomodó en el brazo del sillón. Ella volvió la cabeza hacia su hombro y le acarició los dedos con los labios. Entonces supe quién la acompañaba: Maelwys.
Aquello me turbó tanto que la imagen se disolvió entre las llamas y desapareció. No obstante, permanecí en la misma posición, sintiendo punzadas en la cabeza y una pregunta en la mente: «¿Qué significaba aquella visión?»
No me sorprendía descubrir a mi madre con Maelwys, pues resultaba normal y totalmente natural que regresara a Maridunum para pasar el invierno mientras continuaba mi búsqueda, sino el advertir su afecto, que hasta entonces había reservado exclusivamente para mí, por otro. Aunque el hecho también encerraba su lógica, no facilitaba el aceptarlo.
Siempre implica algo de humillación descubrir la propia insignificancia dentro del gran esquema.
Durante varios días intenté esclarecer el sentido de lo que había visto, antes de darme por vencido. Lo más importante consistía en que mi madre se hallaba bien cuidada, y no sufría excesivamente por mi causa.
Capté otras escenas y otros lugares; el reconocimiento mejoraba: Blaise envuelto en su capa y sentado sobre una colina, observaba el firmamento nocturno; el sacerdote Dafyd y mi abuelo Avallach se encorvaban, con las cabezas muy juntas, sobre un tablero de ajedrez; Elphin afilaba una nueva espada. En otras ocasiones no conocía las imágenes: una cañada estrecha y rocosa con un manantial que brotaba de una hendidura en una colina; una muchacha con una cabellera negra como ala de cuervo que encendía una lamparilla de juncos con una caña; una sala ruidosa llena de humo repleta de hombres borrachos con mirada furiosa y de perros que gruñían…
El proceso siempre terminaba de la misma forma: la imagen se disolvía en las llamas; se convertía primero en un resplandor rojizo y, finalmente, se pulverizaba en blancas cenizas. No tenía la menor idea de si lo que veía transcurría en el mismo momento, si había sucedido, o aún debía ocurrir. ¡Ah! Pero, con el tiempo, también llegaría a saberlo.
La Gern-y-fhain no se limitó a estas enseñanzas en aquellos oscuros días de invierno. Se sentía feliz de tener alguien a quien contar las cosas que había ido acumulando durante toda una vida, y yo agradecía la posibilidad de excavar aquel rico yacimiento. Seguramente intuía que sus esfuerzos no le beneficiarían y que yo, tras absorber su sabiduría, un día me marcharía; no obstante, me la transmitía voluntariamente, quizás, incluso, preveía lo valioso que me resultarían sus conocimientos pasado el tiempo.
Cuando llegó la primavera a la Isla de los Poderosos, el fhain viajó de nuevo al sur. Esta vez, escogieron un rath en otro lugar, con la esperanza de encontrar mejores pastos que el año anterior.
Nuestro campamento de verano no se encontraba lejos de la Muralla, donde las montañas rodean valles escondidos y los poblados escasean. En dos ocasiones, durante ese período estival, al salir a cazar con Teirn a caballo, observamos tropas que se desplazaban apresuradamente por los antiguos senderos de las montañas. Las atisbamos agazapados junto a nuestros poneys, y yo percibía la agitación de aquellos espíritus preocupados; como una alteración en el aire, sentía la revuelta presencia del caos mientras ellos pasaban a nuestro lado.
Sin embargo, no fue el único suceso que me indicó los terribles y magnos acontecimientos que se avecinaban, determinados por el curso que los hombres decretaban en el mundo. También escuché las Voces.
Comencé a oírlas poco después de haber divisado las tropas por segunda vez. Regresábamos al rath con las piezas conseguidas aquel día y nos habíamos detenido para que los caballos abrevaran en un arroyo. El sol estaba bajo; el cielo refulgía con un fuego amarillo. Dejé caer los brazos sobre el cuello de mi poney; los dos nos hallábamos sudorosos y agotados. No soplaba ni siquiera una leve brisa en la cañada, y los tábanos eran gordos y fastidiosos. Descansaba, sencillamente, mientras contemplaba cómo los rayos del sol jugueteaban sobre las rizadas aguas, y el zumbido de las moscas pareció convertirse en palabras.
–… haz que comprendan… más cerca ahora que nunca… pocos años, quizá… sudeste… Lindum y Luguvallium están con nosotros… aguarda, Constantinus. No durará siempre…
Los vocablos sonaban muy débiles, semejaban un mero suspiro del aire, pero éste permanecía calmo; es más, parecía muerto.
Desvié la mirada hacia Teirn para comprobar si también las oía, mas éste seguía agachado junto al agua, bebiendo del hueco de su mano; si percibía algo extraño no lo demostraba en absoluto.
–… seiscientos es todo… órdenes, amigo mío, órdenes… ¡Emperador!… más en tributos… este año que el pasado… ¡que Mitra nos ayude!.,, ¿nos sacarán hasta el último céntimo?… aquí está el sello, tómalo… entonces está decidido… no podemos hacernos a un lado… ¡Ave, Emperador!
Las voces llegaban en forma de jadeos y fragmentadas; numerosas y diferentes, se superponían unas a otras en un confuso parloteo atropellado. Pero de lo que no me cupo la menor duda era de que en algún lugar, lejano o cercano, aquellas palabras se habían pronunciado. Aunque no tenían sentido, presentí por su tono que tenía lugar un suceso de gran importancia.
Aquella noche lo medité largo tiempo y también durante los días posteriores. ¿Qué significaba? ¿Qué sentido darle?
Por desgracia, no descubriría la respuesta hasta mucho más tarde, aunque tampoco hubiera podido utilizarla eficazmente.
Yo era ya parte integrante del Clan del Halcón ahora. Había abandonado por completo cualquier pensamiento de huida, pues había llegado a la conclusión, al igual que la Gern-y-fhain, de que mi estancia con el Pueblo de las Colinas venía determinada por mi destino. Quizá yo no constituía el Regalo que ellos consideraban en un principio, pero desde luego ellos sí me habían sido concedidos como un don, ya que sus enseñanzas me serían de mucho provecho el resto de mi vida.
No resulta fácil describir el período entre el Pueblo del Halcón. Incluso para mí, las palabras que utilizo se me aparecen vacías y pobres ante la borboteante realidad que guardo en el corazón. ¡Los colores! Los helechos otoñales brillaban como el cobre sobre el fuego; en la primavera, laderas enteras de montañas se recubrían del color púrpura imperial; los verdes conservaban la tersura del amanecer de la creación, nítidos como la propia imagen que Dios debiera tener del verde; los azules variaban infinitamente en el mar, en el cielo, en los ríos; el blanco incomparable de la nieve recién caída; el fabuloso negro de las noches…
Debo añadir aún los días soleados de una luz y un placer ilimitados; las noches estrelladas de sueños profundos y reparadores; las épocas de bondad y equidad, cuyos momentos se grababan con elegante simetría en el alma; la lenta Tierra que giraba en su ciclo inexorable de renaceres continuos, manteniendo la fe en el Creador, cumpliendo su antigua y honorable promesa.
Luz Omnipotente, te amé intensamente en aquellos años.
Vi y comprendí. Capté el orden de la creación y el ritmo de la vida. El Pueblo de las Colinas vivía en armonía con el orden y sentían el flujo de ese ritmo en sus venas; no necesitaban entenderlo, pues se hallaban inmersos en el sentido universal y al mismo tiempo éste formaba parte de ellos. A través de aquellas gentes aprendí a percibirlo; gracias a ellos me convertí, yo también, en parte de él.
¡Mi gente, mis hermanos! La deuda que he contraído con vosotros nunca podrá ser saldada, pero sabed que nunca os he olvidado y que, mientras los hombres escuchen y recuerden las viejas historias, y las palabras tengan un significado, seguiréis vivos, de la misma forma en que vivís en mi corazón.
Me quedé con el Clan del Halcón durante un año más: un invierno, una primavera y otro verano, otro Beltane y otro Lugnasadh, y, una vez transcurridos, supe que había llegado el momento de regresar con los míos. A medida que los días se acortaban, empecé a inquietarme; sentía una sensación extraña en el estómago cada vez que dirigía la mirada hacia el sur, una ligera agitación en el corazón cuando pensaba en casa, un hormigueo esperanzador por la intuición de que en lejanas Cortes se modelaba en aquellos momentos la futura esencia de mi vida, de que en algún lugar alguien esperaba que yo apareciese.
Soporté estas variadas sensaciones en silencio, pero la Gern-y-fhain percibía el cambio inminente. Se daba cuenta de que no quedaba demasiado tiempo, y una noche después de la cena me invitó a salir al exterior. La tomé del brazo y anduvimos en silencio colina arriba hasta llegar al círculo de piedras que la coronaba. Levantó los ojos entrecerrados al cielo crepuscular y luego los volvió hacia mí.
–Hermano Myrddin, ahora te has convertido en un hombre.
Aguardé a que completara su frase.
–Abandonarás el fhain.
Asentí.
–Pronto.
Ella me dedicó una sonrisa tan dulce y triste que su ternura me partió el corazón.
–Sigue tu camino, fortuna de mi corazón. Las lágrimas se agolparon en mis ojos y se me hizo un nudo en la garganta.
–No puedo marchar sin tu canción en mis oídos, Gern-y-fhain.
Aquello la complació.
–Cantaré tu regreso a casa, Myrddin-fortuna. Será una canción especial.
Empezó a componerla aquella misma noche.
Vrisa se acercó a mí al día siguiente. Ella y la Gern-y-fhain habían estado conversando sobre mí y quería que supiese que lo comprendía.
–Habrías sido un buen esposo, hermano Myrddin. Yo soy una buena esposa.
Ciertamente habría hecho feliz a cualquier hombre.
–Te doy las gracias, hermana Vrisa. Pero… -Volví los ojos hacia las colinas situadas al sur.
–Debes regresar a tu rath de los hombres-altos -suspiró. Entonces, tomó mi mano, se la llevó a los labios y, tras besarla, la colocó sobre su corazón. Percibí los latidos bajo aquella piel cálida.
–Estamos vivos, hermano Myrddin -afirmó con suavidad-. No somos criaturas celestiales o Antiguos sin vida, sino seres formados de cuerpo y espíritu; no pertenecemos a los bhean sidhe, sino a los prytani, los Primogénitos del Hijo-Fortuna de la Madre -asintió solemne y cubrió mi mano con las suyas-. Ahora sabes que es así.
La verdad es que jamás lo dudé. Era hermosa y estaba llena de vida; representaba tan especialmente la esencia de su mundo que me sentí tentado a quedarme y convertirme en su esposo. Sin duda nada me lo impedía, pero el camino se extendía ante mí y ya me veía recorriéndolo.
La besé y ella sonrió, al tiempo que se apartaba un negro mechón de cabello del rostro.
–Te llevaré siempre en mi corazón, hermana Vrisa -le prometí.
Tres noches más tarde celebramos el Samhain, la Noche del Fuego de la Paz, para agradecer a nuestros Progenitores habernos concedido un buen año. Cuando la Luna apareció sobre las colinas, la Gern-y-fhain encendió la noguera en el círculo de piedras, al tiempo que surgían otras en las cimas distantes. Comimos cordero asado, ajo y cebollas silvestres; conversamos y reímos extensamente; yo les canté en mi propia lengua y les agradó mucho, a pesar de que no comprendieron ni una palabra. Quise dejarles algo mío.
Cuando terminé, la Gern-y-fhain se levantó y dio tres vueltas despacio alrededor de la hoguera en el sentido del movimiento del Sol; se detuvo ante mí y extendió las manos sobre mi cabeza.
–Escuchad, Pueblo del Halcón, ésta es la Canción de Despedida para el hermano Myrddin.
Elevó las manos en dirección a la Luna y empezó a entonar la composición. Constituía la misma vieja melodía invariable de las colinas, pero la letra se había compuesto en mi honor: contaban mi vida en el fhain. En ella se relataban todos los sucesos que me habían acontecido desde la noche en que los había encontrado: cómo estuve a punto de ser sacrificado; mi lucha por aprender su lengua; nuestras lecciones juntos a la luz de la hoguera; el incidente con los hombres-altos; el pastoreo, el nacimiento de las crías, las cacerías, las comidas, nuestra convivencia.
Cuando terminó, todos permanecimos callados en señal de respeto. Me puse en pie y la abracé, y luego, uno a uno, todo el fhain acudió a despedirme; cada uno me tomaba las manos y las besaba en señal de bendición. Teirn me entregó una lanza que había fabricado, y Nolo me regaló un arco nuevo y un carcaj con flechas, diciendo:
–Tómalo, hermano Myrddin. Lo necesitarás durante tu viaje.
–Te lo agradezco, hermano-fhain Nolo. Los utilizaré con agrado.
Elac fue el siguiente.
–Hermano Myrddin, puesto que eres tan grande como una montaña… -En verdad, mi estatura había aumentado mucho durante mi estancia y ahora los sobrepasaba a todos en altura- tendrás frío durante el invierno. Toma esta capa. – Me rodeó los hombros con una hermosa piel de lobo.
–Te doy las gracias, hermano-fhain Elac. La llevaré con orgullo.
Vrisa se acercó en último lugar. Tomó mis manos y las besó.
–Ahora eres un hombre, hermano Myrddin -musitó-. Necesitarás riquezas para conseguir una esposa. – Se quitó dos aros de oro que llevaba en el brazo y me colocó uno en cada muñeca; luego me abrazó con fuerza.
Si en aquel momento me hubiera pedido que me quedara, la habría complacido, pero la decisión estaba definida. Las mujeres desaparecieron entre las piedras verticales y, al poco raro, los hombres fueron tras ellas; su apasionado galanteo aseguraría otro año fructífero. Regresé al rath en compañía de la Gern-y-fhain, quien me ofreció una última copa de cerveza de brezo. Tras bebería me retiré a dormir.
A la mañana siguiente abandoné a mi familia del Pueblo de las Colinas con gran pesar. Todos permanecieron a la puerta del rath y me despidieron con la mano, mientras los perros y los niños corrían junto a mi negro poney colina abajo. Llegué al río que cruzaba el valle y allí mis acompañantes se detuvieron; no estaban dispuestos a pasar a la otra orilla. Al volver la cabeza me encontré con que el fhain había desaparecido. Todo lo que se divisaba era la cima de la colina y el cielo gris y sin sol sobre ella.
Había regresado al mundo de los hombres-altos.