EPÍLOGO
El 6 de julio regresamos a Hamburgo. Digo regresamos porque Sarita vino conmigo.
Con una pierna escayolada y una faja ortopédica rodeándole el vientre se acomodaba en el avión sin cesar de consultarme por lo que había visto en los canales.
Luego de un rápido crucero de regreso, el Finisterre nos dejó en Puerto Chacabuco, al final del Gran Fiordo de Aysén, donde los amigos del capitán Nilssen tenían a Sarita a salvo de cualquier amenaza.
Desde Puerto Chacabuco nos llevaron a Coyaique, y desde allí a Balmaceda, en la frontera con Argentina, para tomar un avión que nos llevó hasta Santiago.
Habían pasado escasos días desde que me despidiera del capitán Nilssen, de Pedro Chico, del Finisterre y, sin embargo, aparecían muy lejanos en mi memoria cuando volábamos atravesando el cono sur de América.
—¿Qué hará, capitán?
—Mientras el Finisterre se mantenga a flote, navegar. Dígales a los de Greenpeace que cuenten con él. Es un buen barco.
—Y tiene la mejor tripulación imaginable.
—Se hace lo que se puede, ¿verdad Pedro?
—Capitán, no sé si volveremos a vernos. Tampoco sé si escribiré algo acerca de lo que vi. Antes de salir de Hamburgo, los de Greenpeace me dieron esta insignia. Es el emblema de la organización. Pienso que se verá bien en el mástil del Finisterre.
—Gracias. Nosotros también tenemos un regalo para usted, bueno, para su hijo. Él le pidió una concha para oír su mar, ¿verdad?
—Capitán… Pedro…
—Buen VIaje…
Santiago, Buenos Aires, Río de Janeiro. El Atlántico bajo capas de espuma blanca.
—Anda, hamburgueño postizo, dime en qué piensas.
—En la clínica a que te llevaremos. Ya verás cómo en poco tiempo puedes jugar al tenis.
Y en los litros de cerveza que te haremos beber.
—No vas a escribir nada, ¿verdad? Todo quedará en ti como un gran secreto. Lo que sea que hayas visto te ha dicho que también eres de allá, y ese «ser de allá» es un voto de silencio.
—No sé si voy a escribir algo. Pero a ti, a los de Greenpeace y a mis socios les contaré una historia, una sola vez, y ustedes decidirán si la creen o no. Y en cuanto a ser de allá, sí, nunca estuve más seguro. Pienso en ciertas palabras del capitán Nilssen. Al hablarme de su vida, se refirió a un barco que ya no existe como lo más cercano a la idea de una patria…
Veinte horas más tarde, Europa.
Sarita dormía plácidamente, a salvo de cualquier amenaza, y yo pensaba en el reencuentro con mis hijos. Imaginaba el gesto con que el mayor recibiría la bellísima concha que me obsequiaran Nilssen y Pedro Chico.
Era una concha de loco. Un molusco gigante que sólo existe en los mares australes. La saqué del bolso y me acomodé con ella pegada al oído. Sí, sin duda, aquél era el violento eco de mi mar. El vozarrón áspero y seco de mi mar. El tono eternamente trágico de mi mar.
Tal vez el hecho de pensar en mis hijos me llevó a fijarme en el chico que se sentaba en la misma fila, separado de mí por el pasillo. Tendría unos trece años y leía concentradísimo, con el ceño fruncido por el fragor de la aventura.
Me incliné como un intruso desvergonzado para ver la tapa del libro.
El chico leía Moby Dick.
FIN