25
Tras mi descubrimiento, me di una ducha nocturna en el lavabo de la compañía. Estaba obsesionada con el globo rojo, pero no lograba establecer la conexión entre Bill y Sam, si es que existía. Estaba agotada. La ducha caliente aún me puso más nerviosa.
¿Cuánto había dormido en los últimos días? Ni siquiera intenté averiguarlo mientras me secaba y me vestía; luego me eché en el único camastro de la llamada zona de descanso. Puse la alarma de mi reloj a las cinco de la mañana, pero, pese a la fatiga, apenas dormitaba cuando sonó. Veía globos rojos en una pesadilla de fiestas de cumpleaños.
Fui a la cocina de la empresa para prepararme un café cargado y comer una galleta. Me obsesionaba la conexión entre Sam y la muerte de Mark, aunque ahora tenía un problema más urgente. No tenía con qué vestirme. Había usado el vestido amarillo dos días seguidos y empezaba a parecer un acordeón y a oler mal. Para el lunes, hasta los perdedores empezarían a extrañarse.
De modo que a las nueve de la mañana, con el café y una galleta a medio comer delante de mí, volví a la sala D y llamé por teléfono a una tienda cercana haciéndome pasar por la atareada abogada Linda Frost. Pedí que me enviaran por mensajero ropa y zapatos a Grun & Chase y hasta di mi aprobación al tendero para que me eligiera lo que llamó «vestidos happening».
Después de colgar, escribí una nota a la Administración solicitando que se extendiera un cheque a nombre de la tienda y que el importe se cargara a la cuenta de gastos del caso RMC contra Consolidated Computers como «regalos relacionados con el caso». La ropa serial pagada tan pronto llegara y yo tendría un problema menos. Luego recogí a Jammie 17 y salí.
Estaba a salvo en el piso 32, ya que ningún perdedor trabajaba los sábados, pero una vez que dejara ese pise empezaría la temporada de caza. Metí a Jammie 17 en cartera, pasé deprisa la puerta de seguridad que se cerraba los fines de semana y apreté el botón del ascensor Entré nada más abrirse, sintiéndome nerviosa y expuesta a cualquier peligro, incluso una vez dentro.
Me podían reconocer los guardias de seguridad de planta baja o quizá alguien nuevo en el turno del fin semana. En la calle, cualquiera me podía reconocer pe las fotos de los periódicos. ¿Y los policías? ¿Merodearía por los alrededores o en el aparcamiento?
Corría un riesgo, pero tenía que hacerlo. Busqué la cartera las gafas de sol y me las puse.
Ahora debía bajar.
Hundí la cabeza en el asiento delantero del bananamóvil esperando al otro lado de la calle del hospital. Las gárgolas me hacían muecas desde su fachada de piedra, pero supuse que no me reconocían debido a las gafas de sol Mi madre debía llegar dentro de una hora, pero yo quería asegurarme de que no la seguían.
—¿De acuerdo, Jammie 17?
El gatito solo ronroneó como respuesta y se durmió rápidamente sobre mi regazo. Era un milagro considerando que se había bebido media lata de Coca-Cola, pobrecito podría haber estado volando con la cafeína o se le podrían haber caído los dientecitos de estalagmita. Yo estaba triste. Ahora resultaba que era una mala madre. Lo acaricié y esperé a mi propia progenitora.
Llegaron a la hora prevista en un taxi amarillo. Hattie salió primero; era un foco brillante de cabellos naranjas, luego los pantalones turquesa y una blusa blanca de cuello alto. Tendió una mano a mi madre, que apareció lentamente a la luz del día.
Mi madre elevó la vista al cielo apenas estuvo fuera, la boca abierta, llena de dudas y confusión. Parecía tan frágil como un espectro con un vestido de estar por casa y zapatillas. Hattie la cogió en sus fuertes brazos y prácticamente la subió a pulso por los escalones de mármol hasta la entrada del hospital, donde desaparecieron de la vista.
Me quedé en estado de shock. Hattie tenía razón. Mi madre se había estado muriendo delante de mis propios ojos, pero yo no me había dado cuenta. Hice un esfuerzo para no seguirlas y me obligué a vigilar por si había policías en las inmediaciones. Esperé y esperé. No apareció ningún coche patrulla ni ningún Crown Vic sin matrícula.
Aun así, seguí esperando instalada en los recuerdos. Era una cena en el día de Acción de Gracias en casa de mi tío, cuando aún manteníamos el contacto con mis parientes. Todos estábamos sentados alrededor del pavo relleno y de la lasaña humeante, todos excepto mi madre. Ella andaba por la sala en círculos golpeándose la cadera con un kleenex, toda una demente en plena protesta. Se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, repite una y otra vez, pero todos la dejan de lado. Todos ellos alrededor de la mesa, pasándose contentos la botella de chianti y la ensalada de brécol; era una alegre fiesta italiana con platos humeantes.
Para todos, salvo para la que baila con el kleenex.
Y la gente alrededor de la mesa charla y se pasa la comida como si no sucediera nada. Ella alza la voz, se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, pero ellos hablan entonces más alto gritando por encima del escándalo que ella está armando. Mientras, yo no puedo con la riquísima comida, de modo que dejo los cubiertos a un lado y voy hasta ella, le pongo el abrigo y su bufanda de lana y llamo un taxi. Aún no tengo edad para conducir, pero tengo la suficiente como para saber que esta gente, los que simulan que todo está bien, están aún más locos que ella. Han optado por algo a lo que mi madre no puede optar y eligen la demencia.
Dejo atrás los recuerdos, salgo del bananamóvil y cruzo la calle hasta el hospital. Ahora estoy en medio de la gente, en pleno centro urbano. Por primera vez en muchos días no me preocupo por mí. Ahora tengo por quién preocuparme.
Sentí alivio de un modo extraño. Llegué a los escalones de la entrada, le saqué la lengua a las gárgolas y entré.
Hattie estaba sentada en una sala de espera en la que no había nadie más. Me senté dos sillas detrás de ella.
—¿A usted le gustan los gatos, señora? —le pregunté simulando una voz más ronca.
—-Sí.
—¿Quiere uno? —Abrí la cartera y le mostré a Jammie 17.
—Bennie, ¿de dónde has sacado ese gato? —me preguntó con los ojos muy abiertos.
Me reí, más sorprendida que ella.
—¿Cómo supiste que era yo?
—-Te reconocería por más pelucas o gafas que te pusieras. Ahora quita de en medio ese maldito gato. ¿Qué estás haciendo con un gato en un hospital?
—-¿Y qué quieres? ¿Que lo deje en el coche? —Me quité las gafas y las puse en la cartera al lado de Jammie 17.
—¿Dónde demonios has estado? —Se me acercó y me dio un abrazo con olor a talco y a cabello quemado—. Sabía que vendrías. Estás tan loca... —Me dejó sacudiendo la cabeza.
—No te preocupes. Estoy bien. ¿Dónde está mamá? ¿Ya ha entrado? —Estiré el pescuezo para ver por el pasillo.
—Sí. Se la llevó una doctora. No el médico de siempre, otra.
—¿Por qué no el de siempre?
—Hay una doctora que se encarga de los tratamientos durante los fines de semana. No quise esperar hasta el lunes cuando esta mujer podía hacerlo hoy. —Hattie miró su reloj, un Timex fino y dorado incrustado en su gruesa muñeca—. Tienen que hacerle una revisión para ver cómo está. Tardarán un rato antes de someterla al tratamiento. La doctora saldrá a decírnoslo.
—-¿Estaba asustada?
—-¿Tú qué crees? Tiene miedo de todo.
Tragué saliva.
—-¿Se opuso a que la trajeras?
—-No, se portó bien cuando le dije que tenía que venir. Que tú habías dado tu aprobación. Se me rompió el corazón. —¿Preguntó dónde estaba?
—Le dije que estabas en el despacho. ¿Y dónde has estado?
—Si te lo dijera, tendría que matarte —dije, pero ella no se rió.
—Ese detective, el grandote, ha estado buscándote. Me hizo un montón de preguntas. Cuándo entrabas, cuándo salías.
—¿Y qué le dijiste?
—¿Tú qué crees? Nada, no le dije nada. Lo eché de casa.
—Bien hecho. ¿Le dijiste algo de mamá?
—Dije que estaba enferma, con gripe. No quise que supiera nada de ella. Pero te está buscando, puedes estar segura.
—-Primero tiene que atraparme y ahora tengo a este gato como protección. Mejor que se ande con cuidado Soy muy mala.
—-Pues me preocupas. Estoy realmente preocupada.
—No te preocupes.
Frunció el entrecejo.
—-Es asunto mío si decido preocuparme. Asunto mío Bennie, esos policías no se andan con chiquitas.
—-Lo sé. No están para bromas.
—-¿Qué vas a hacer? No puedes seguir ocultándote toda la vida.
Le conté la versión más breve de mi historia y me escuchó con la serenidad que la caracterizaba, lo que me permitió pensar con mayor claridad. Algo me decía que el vínculo era Yosemite Sam. De repente se abrió una puerta al fondo del pasillo y apareció una mujer vestida de blanco que avanzaba hacia nosotras.
—Es el médico. Esa es la doctora —dijo Hattie, y ambas nos pusimos de pie. Me puse la cartera con Jammie 17 a mis espaldas.
—¿Cómo está? —le pregunté a la doctora. DRA. TERESA HOGAN, decía la cinta cosida con hilo rojo al uniforme; su rostro era anguloso y severo. Supongo que uno se endurece cuando tiene que electrocutar a la gente para ganarse la vida.
—-¿Quién es usted? —preguntó la doctora Hogan.
Ay, ay.
—-¿Quién? ¿Yo?
—-Es mi hija —dijo Hattie, y yo la miré, atónita. Era buena mentira, de no ser por la diferencia de raza.
La doctora parpadeó.
—No estoy segura de comprender.
Me aclaré la garganta.
—Mi padre era blanco, doctora. Pero no es asunto suyo.
—-Perdóneme —dijo sin parecer afectada. Se dirigió a Hattie—. Estamos listas para empezar. Las notas del historial de la señora Rosato indican que usted solicitó estar presente durante el procedimiento.
—-¡No! —exclamó Hattie—. Yo, no. Ni hablar.
Era yo quien lo había solicitado, cuando la posibilidad de este tratamiento era aún teórica. Ahora que era una realidad, no estaba segura de poder aguantarlo.
La doctora Hogan asintió con la cabeza.
—Bien, porque jamás lo habría consentido con uno de mis pacientes. No es necesario, y no hay manera de prever cómo podría reaccionar.
Tomé una decisión. Si podía dar el visto bueno a la intervención, bien podía estar presente.
—Fui yo quien hizo esa solicitud, doctora. Quisiera estar presente.
—¿Usted? —Arqueó las cejas—. Ni siquiera es pariente próxima.
—-Soy íntima de la señora Rosato. Soy su abogada.
—-Dudo que necesite un abogado en el hospital.
—-Vamos, todo el mundo necesita un abogado en el hospital.
Se cruzó de brazos.
—No la encuentro nada graciosa.
—No bromeaba. Estaré allí.
La doctora Hogan se dio media vuelta con la bata al viento y entregué la cartera con Jammie 17 a Hattie como en un glorioso pase de rugby. A mitad del pasillo alcancé a la bata blanca y la seguí a través de una puerta, cuyo cartel de SALA DE RECUPERACIÓN casi me da en las narices.
Entré en una gran sala con hileras de camas con pacientes aparentemente descansando después de una operación. La mayoría eran ancianos en distintos grados de sedación. Tenían enfermedades curables. Tumores que se podían extirpar, heridas que suturar. No sabían la suerte que tenían.
—Entre, por favor —dijo la doctora Hogan mientras abría una gran puerta que dejaba atrás la sala de recuperación.
La seguí y me detuve de súbito en el umbral. Ahí en medio estaba mi madre, echada inmóvil en una camilla y vestida con la bata azul del hospital. Tenía la cara cubierta por una máscara de oxígeno, una sonda clavada en el brazo y una goma para la presión arterial alrededor de la pierna, justo encima del tobillo. Estaba conectada con electrodos a una máquina azul que escupía un fino papel lleno de gráficos, supuestamente para controlar sus constantes vitales.
—-¿Va a pasar? —me preguntó la doctora Hogan.
—-Sí, lo siento. —Entré y cerré la puerta.
—Puede volver a la sala de espera si es demasiado duro para usted. Le aseguro que podemos continuar sin su presencia.
—No, gracias. —Sentí un nudo en el estómago y se me aflojaron las rodillas cuando eché una mirada en derredor de la habitación. Parecía gélida y estaba pintada de un azul chillón. El aire olía a medicinas, sobre la pared había estantes metálicos llenos de botellas y medicamentos. Los otros dos médicos estaban cerca de la cabeza de mi madre, médicos cuyos uniformes blancos los identificaban como anestesistas.
—Caballeros —les dijo la doctora Hogan—, esta es abogada de la señora Rosato, y cree conveniente estar presente durante la intervención.
—Hola —dijo uno de los médicos, y yo le contesté con un movimiento de cabeza mientras él sacaba la máscara de ooxígeno del rostro de mi madre. Dejó una marca rojiza que acotaba sus facciones como una máscara mortuoria.
La doctora Hogan se agachó e inyectó algo en la cánula de la sonda.
—Empecemos, caballeros.
—-¿Qué le ha inyectado? —pregunté.
—Atropina,
—¿Qué es eso?
—Seca sus secreciones y mantiene abiertas las vías pulmonares. También previene que el corazón se desacelere, el llamado desmayo vagal.
Traté de no marearme y observé cómo la doctora comprobaba los datos en el monitor. Luego preparó otra jeringa y la inyectó en la sonda.
—-¿Y eso?
La doctora Hogan se irguió con la frente fruncida.
—Metohexital. Un anestésico de acción rápida. Es el procedimiento habitual en todos los hospitales en que he trabajado.
—¿Y es necesario?
—Obviamente estará más cómoda. Ahora, con su permiso, ¿puedo proseguir?
No presioné más. Solo los médicos consideran que una pregunta es un desafio a su autoridad y es obvio que una mujer puede ser tan arrogante como un hombre. De cualquier manera, no importaba; solo importaba una cosa. Me acerqué a la camilla y le cogí una mano, una mano fría, con las venas azuladas y nudosas.
La doctora Hogan tocó un párpado de mi madre y lo levantó.
—Por si le interesa, lo hago para confirmar que la droga ha surtido efecto. El párpado está relajado y eso lo confirma. —Volvió a mirar el monitor, luego preparó otra jeringa y la inyectó—. Esto es succinilcolina. Es un relajante muscular para prevenir convulsiones.
—Pero yo creía que las convulsiones eran necesarias. —Apreté la mano de mi madre más por mí que por ella.
—-En realidad, es un agente paralizador —me comunicó uno de los anestesistas, el que me había saludado—. Inmoviliza el cuerpo, y así evitamos que se lesione durante la intervención.
A veces es mejor no saber algunas cosas. Miré a mi madre, que se paralizaba rápidamente ante mis ojos. Ni un solo movimiento perturbaba la quietud de su cuerpo y, de improviso, una oleada de pequeñas convulsiones se extendió a lo largo él.
—-¿Qué sucede? ¿Qué pasa? —pregunté presa del pánico y aferrándome a su mano.
—Es perfectamente normal —dijo la doctora Hogan—. Cesará en un minuto. Demuestra que la droga funciona. Ahora, por favor, aléjese de la paciente.
Le di un último apretón a mi madre y me aparté. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido y horrible que lo percibí como una extraña mezcla de pesadilla y realidad.
Los anestesistas anudaron una cinta elástica alrededor de la frente de mi madre y la doctora Hogan enchufó un pesado cable gris en la máquina azul situada a su izquierda. Al final del cable gris había un asa negra de plástico. Sobre el asa, un botón brillante y rojo. Ese era el botón.; Me pareció que se me paralizaba el corazón.
Un anestesista colocó una goma marrón entre los labios de mi madre. La doctora Hogan sacó un poco de gel de un tubo blanco y lo puso sobre la frente mientras pedía que no tocaran la mesa. Se agachó sobre la cabeza de mi madre cuando uno de los anestesistas apretó un botón de la máquina. Se puso verde como en un semáforo. Adelante.
Pero yo pensaba: «Basta ya. Parad esto. Paradlo ya mismo. No oséis continuar».
La doctora Hogan apretó algo negro contra la cabeza de mi madre, luego tocó el botón rojo y lo mantuvo presionado un momento.
Mi madre hacía muecas apretando la goma en su boca y el cuerpo se le contorsionaba. Yo sentí que a mí también se me contorsionaba la cara. Basta ya. No tenéis derecho. No tengo ningún derecho.
—La descarga solo durará un momento —dijo alguien, y su voz me pareció que resonaba en la distancia.
No pude dejar de mirar. No podía hacer nada. Terminó la descarga eléctrica y empezaron las convulsiones. El cuerpo estaba inmóvil y rígido, pero por debajo de la goma de la presión arterial el pie se movía convulso. Era horrendo y espantoso. Me acordé del torniquete con el globo en el brazo de Bill. No pude contenerme.
—-¿Es normal que suceda eso? Me refiero al pie...
—Sí, se trata de una reacción tónica clónica —respondió un anestesista—. La goma previene que el relajador muscular llegue al pie y entonces podemos observar el progreso de la descarga. Solo durará un momento. Ella está bien.
Pero era mi madre, no la suya, y ella estaba en medio de una tormenta médica. Una tempestad en su cerebro, en su cuerpo. Quise llorar. Quise gritar. No podía creer que esto fuera lo que debía hacerse y ya era demasiado tarde para remediarlo.
—Terminará antes de que usted se dé cuenta —decía el anestesista.
Y así fue, afortunadamente. Justo cuando pensé en arrancar los malditos electrodos, acabaron los temblores en el pie. La intervención había terminado. Ella parecía descansar.
Tuve la sensación de que respiraba por primera vez desde que había llegado. Tenía el estómago revuelto. Llamad a la policía, metedme en la cárcel, nada de eso me quitaría el horror de lo que había presenciado.
—-Ahora dormirá —dijo la doctora Hogan—. Dormirá una media hora. Cuando se despierte, es posible que tenga dolor de cabeza, como si tuviera resaca. Tal vez le duela la mandíbula y se sienta confusa y desorientada. |
Busqué las palabras.
—¿Puedo hacer algo por ella...?
—No, déjela descansar. —La doctora Hogan echó una ojeada al gráfico que salía de la máquina. La línea de j puntos negros dibujaba una especie de cordillera—. Ha sido una buena descarga.
¿Una buena descarga? Sentí ganas de vomitar y salí de la sala.