El saqueo de los muertos
El saqueo de los muertos
La fortaleza estaba extrañamente silenciosa bajo el calor del mediodía que había seguido a la tempestad. Las voces dentro de la empalizada parecían apagadas y la misma quietud soñolienta reinaba en la playa, donde las tripulaciones rivales aguardaban en sospechosa espera, separadas por unos cientos de metros de arena. A lo lejos, en la bahía, el Mano Roja esperaba con un puñado de tripulantes, dispuesto a alejarse a la menor señal de traición. La carraca era el comodín de Strombanni, su mejor garantía contra el engaño de sus socios.
Belesa bajó de la planta superior y se detuvo al ver al Conde Valenso sentado en la mesa, girando la cadena rota en sus manos. Le observó sin amor, y no sin cierto miedo. El cambio que había sufrido era terrible, y parecía estar encerrado en un siniestro mundo propio, con un miedo que embotaba su humanidad.
Conan había inquinado astutamente para eliminar cualquier posibilidad de emboscada en el bosque por parte de cualquier grupo. Sin embargo, por lo que Belesa podía ver, no había hecho nada para salvarse de la traición de sus camaradas. Había desaparecido en la espesura liderando a los dos capitanes y a sus treinta hombres, y la zingarana estaba convencida de que no volvería a verlo nunca con vida.
Habló, pero su voz sonaba forzada y áspera.
—El bárbaro ha entrado en el bosque con los capitanes. Cuando tengan el oro en sus manos acabarán con él, ¿y qué sucederá cuando regresen con el tesoro? ¿Subiremos a bordo? ¿Podemos confiar en Strombanni?
Valenso negó ausente con la cabeza.
—Strombanni nos mataría a todos para quedarse con nuestra parte del botín, pero Zarono me susurró en secreto sus intenciones. No subiremos al Mano Roja, si no es como sus amos. Se encargará de que la noche caiga sobre ellos, de modo que se vean obligados a acampar en el bosque. Encontrará un modo de matar a Strombanni y a sus hombres mientras duermen, y después los bucaneros se acercarán sigilosos a la playa. Justo antes del amanecer enviaré en secreto a algunos de mis pescadores, que nadarán hasta el barco y se harán con él. Strombanni nunca pensó en ello, ni tampoco Conan. Zarono y sus hombres saldrán del bosque y, junto con los bucaneros acampados en la playa, caerán sobre los piratas en la oscuridad mientras yo lanzo a mis propios soldados para completar el trabajo. Sin el capitán estarán desmoralizados, y superados en número serán presa fácil. Después nos marcharemos en el barco de Strombanni con todo el tesoro.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó con los labios secos.
—Te he prometido a Zarono —respondió áspero—, y gracias a ello nos sacará de aquí.
—Nunca me casaré con él —dijo desesperada.
—Lo harás —respondió el conde sin el menor toque de simpatía. Levantó la cadena para que capturara el brillo del sol que se filtraba por la ventana—. Debo haberlo dejado caer en la arena —musitó—. Ha estado tan cerca… en la playa…
—No lo dejaste caer en la playa —dijo Belesa con voz despiadada. Su alma pareció convertirse en piedra—. Te lo arrancaste del cuello por accidente anoche, en el salón, mientras azotabas a Tina. Lo vi brillando en el suelo antes de subir.
El conde alzó la mirada, con el rostro gris por el miedo. Ella rio amargamente, sintiendo la pregunta muda en los ojos de su tío.
—¡Sí! ¡El hombre negro estuvo aquí! ¡En este salón! Debió encontrar la cadena en el suelo. Los guardias no lo vieron, pero estuvo anoche en tu puerta. Lo vi caminando por el pasillo de arriba.
Por un momento pensó que su tío moriría fulminado por el terror. Se hundió en la silla y la cadena se deslizó entre los dedos y cayó sobre la mesa.
—¡En la casa! —murmuró—. ¡Pensé que los barrotes y los guardias armados lo mantendrían lejos, insensato de mí! ¡No puedo protegerme de él, igual que no puedo escapar! ¡En mi puerta! ¡En mi puerta! —La idea le llenaba de terror—. ¿Por qué no entró? —gritaba, arrancándose la tela del cuello, como si le estrangulara—. ¿Por qué no terminó? He soñado con despertar en mi cuarto por la noche para verlo sobre mí, con ese fuego infernal azulado rodeando su cabeza. ¿Por qué?
El paroxismo pasó, dejándolo débil y tembloroso.
—¡Ya lo entiendo! —resopló—. Está jugando conmigo, como el gato y el ratón. Matarme anoche en mis aposentos hubiera sido demasiado fácil, demasiado misericordioso, así que destruyó el barco en el que podía haber escapado de él y mató a aquel picto dejando mi cadena sobre él, de modo que los salvajes me creyeran culpable. Han visto muchas veces esa cadena alrededor de mi cuello. Pero… ¿por qué? ¿Qué sutil plan diabólico tiene en mente, qué inquina ha pergeñado, que no hay hombre que pueda comprenderla?
—¿Quién es ese hombre negro? —preguntó Belesa, sintiendo un escalofrío en la espalda.
—¡Un demonio liberado por mi avaricia y mi lujuria, para acosarme durante toda la eternidad! —susurró. Extendió sus dedos delgados sobre la mesa y observó a su sobrina con unos ojos huecos y extrañamente luminosos que parecían contemplar una muerte que se encontrara mucho más allá.
—En mi juventud tenía un enemigo en la corte —dijo, como si hablara más para sí mismo que para ella—. Era un hombre poderoso que se interponía entre mis ambiciones y yo. En mi sed de poder y riqueza busqué la ayuda de las artes negras de un hechicero que, siguiendo mis órdenes, alzó a un demonio de las profundidades exteriores que aplastó y mató a mi rival. Yo logré grandeza y fortuna, y nadie podía detenerme. Pero creí poder privar al hechicero del precio que un mortal debe pagar cuando acude a la gente negra. Era Thoth-Amon del Anillo, un exiliado de su Estigia natal. Había huido al reino del Rey Mentupherra y, tras la muerte de éste y el ascenso de Ctesphon al trono de marfil de Luxur, se quedó en Kordava, aunque podía haber regresado a casa, insistiéndome para que le pagara lo que debía. Sin embargo, en vez de entregarle la parte de mis riquezas que le había prometido, lo denuncié a mi propio monarca, de modo que Thoth-Amon tuvo que regresar a Estigia rápida y sigilosamente. Allí hizo fortuna y conoció la riqueza y el poder mágico, hasta que se convirtió en virtual gobernante. Hace dos años llegó a Kordava la noticia de que Thoth-Amon había desaparecido de su morada en Estigia, y una noche vi el rostro del diablo sonriéndome desde las sombras del salón de mi castillo. No se trataba de su cuerpo material, sino de su espíritu, enviado para acosarme. Aquella vez no tenía rey que me protegiera, pues tras la muerte de Ferdrugo y la instauración de la regencia, la tierra que conocías había caído en disputas partidistas. Antes de que Thoth-Amon pudiera llegar en carne a Kordava me marché, tratando de poner el ancho mar entre los dos. Tiene sus limitaciones, pues para seguirme a través de los océanos necesita conservar su cuerpo mortal. Pero ahora el demonio me ha localizado con sus temibles poderes, aun aquí, en este desierto. Es demasiado listo para atraparlo o para matarlo como se haría con un hombre normal. Cuando se oculta nadie puede encontrarlo, y se mueve como una sombra en la noche, riéndose de cerraduras y barrotes. Ciega los ojos de los guardianes con el sueño y puede dominar a los espíritus del aire, las serpientes de las profundidades y los demonios de la noche. Puede alzar tormentas para hundir barcos y derribar castillos. Esperaba ahogar mi rastro con las olas azules… pero me ha encontrado para reclamar su premio.
Los ojos extraños se iluminaron pálidamente mientras miraba más allá de los tapices, observando horizontes invisibles.
—Aún puedo engañarle —susurró—. Si se retrasa en atacar esta noche, el amanecer puede encontrarme en un barco, interponiéndose de nuevo el océano en su venganza.
—¡Fuegos del Infierno!
Conan se paró en seco, mirando hacia arriba. Tras él, los marineros se detuvieron; marchaban como dos grupos compactos armados con arcos, y miraban suspicaces a todas partes. Seguían un viejo sendero dejado por los cazadores pictos que se dirigía hacia el este, y aunque solo habían avanzado unos treinta metros ya no podían ver la playa.
—¿Qué sucede? —preguntó inquieto Strombanni—. ¿Por qué te detienes?
—¿Estás ciego? ¡Mira eso!
De una gruesa rama sobre el camino colgaba una cabeza cortada, con un rostro oscuro y tatuado enmarcado por un espeso cabello negro. De la oreja izquierda colgaba una pluma de búcaro.
—Descolgué la cabeza y la escondí entre los arbustos —gruñó Conan, escudriñando atentamente el bosque a su alrededor—. ¿Qué idiota la ha vuelto a poner ahí arriba? Parece que alguien esté haciendo todo lo posible por llevar a los pictos hacia el campamento.
Los hombres se miraban sombríos, añadiendo una nueva sospecha a un caldero que ya rebosaba.
El bárbaro trepó al árbol, cogió la cabeza y se la llevó hasta los matorrales, donde la tiró a un riachuelo y la vio hundirse.
—Los pictos que dejaron esas huellas alrededor del árbol no eran Búcaros —dijo regresando con el grupo—. He recorrido lo suficiente estas costas como para saber algo sobre las tribus de la zona. Si no confundo las huellas de los mocasines, eran Cormoranes. Espero que estén en guerra con los Búcaros, pues si están en paz se dirigirán directamente a su aldea y tendremos problemas. No sé dónde están sus asentamientos, pero en cuanto sepan de este asesinato llegarán del bosque como lobos hambrientos. Ese es el peor insulto posible para un picto: matar a un hombre sin pinturas de guerra y clavar su cabeza para que se la coman los buitres. En esta costa están sucediendo cosas muy peculiares, pero es lo que sucede siempre que los hombres civilizados llegan a estas tierras; están todos locos. Sigamos.
Los hombres aflojaron sus espadas en las vainas y las flechas en sus aljabas mientras se adentraban en el bosque. Eran marineros acostumbrados a la infinita extensión del mar, y no se sentían cómodos con aquellas misteriosas murallas verdes a su alrededor. El sendero giraba y se retorcía hasta que casi todos perdieron el sentido de la orientación, y ni siquiera trataron de pensar en qué dirección se encontraba la playa.
Conan se sentía inquieto por otro motivo. No dejaba de observar el camino, hasta que al final habló.
—Alguien pasó por aquí recientemente, hace menos de una hora. Alguien con botas, sin conocimiento de los bosques. ¿Puede ser el insensato que encontró la cabeza del picto y la clavó en el árbol? No… no puede ser. No encontré sus huellas allí. Pero… ¿quién era? Los únicos rastros eran los de los pictos a los que ya había visto… ¿Habéis mandado, bastardos, a algún hombre delante por algún motivo?
Tanto Zarono como Strombanni negaron vehementes algo así, mirándose con mutua suspicacia. Ninguno podía ver las señales de las que hablaba Conan, ya que las débiles huellas en la hierba del sendero solo eran visibles para él.
El bárbaro aceleró el paso y todos corrieron tras él, cada vez con una mayor desconfianza ardiendo en su corazón. El sendero giraba hacia el norte, pero Conan lo abandonó y comenzó a abrirse paso entre los árboles, en dirección sur. La tarde cayó mientras los hombres sudorosos atravesaban matorrales y trepaban por troncos. Strombanni, que se quedó un poco más atrás con Zarono, murmuró:
—¿Crees que nos lleva hacia alguna emboscada?
—Podría ser —respondió el bucanero—. En cualquier caso, nunca encontraremos el camino de vuelta al mar sin él para guiarnos. —Lanzó a Strombanni una mirada significativa.
—Ya veo. Esto nos puede obligar a cambiar nuestros planes.
La suspicacia aumentó a medida que avanzaban, alcanzando proporciones de pánico cuando salieron de la espesura y vieron, justo frente a ellos, una alta colina rocosa que surgía del suelo del bosque. Un débil sendero que surgía de los árboles al este atravesaba un conjunto de rocas y serpenteaba por el peñasco en una suerte de escalera tallada que llegaba hasta una cornisa plana, cerca de la cima.
Conan se detuvo. Era una figura extraña, vestido con su indumentaria de pirata.
—Este camino es el que seguí cuando huía de los pictos del Águila —dijo—. Conduce hasta una caverna tras esa cornisa. Dentro están los cuerpos de Tranicos y sus capitanes, así como el tesoro que robaron a Tothmekri. Pero una cosa antes de subir a por él: si me matáis aquí, nunca encontraréis el camino de vuelta al sendero que seguimos desde la playa. Conozco a los marineros como vosotros, indefensos en los bosques. Por supuesto, la costa se encuentra al oeste, pero si intentáis atravesar la espesura cargados con el botín, no os llevará horas, son días. Y no penséis que esta región es segura para el hombre blanco, especialmente cuando los Búcaros sepan de su pérdida…
Se rio ante las sonrisas forzadas que le dedicaron los piratas al reconocer sus intenciones. También comprendió la idea que llegó rápidamente a sus mentes: dejar que el bárbaro robara el tesoro para ellos y les guiara de vuelta al sendero antes de acabar con él.
—Todos os quedaréis aquí, salvo Zarono y Strombanni —dijo—. Los tres nos bastamos para bajar el tesoro de la cueva.
Strombanni sonrió fríamente.
—¿Ir ahí arriba solo contigo y Zarono? ¿Me consideras un idiota? ¡Al menos un hombre subirá conmigo!
Eligió a su contramaestre, un gigante de rostro severo que marchaba a pecho descubierto, con aros de oro en las orejas y un pañuelo rojo en la cabeza.
—¡Y mi ejecutor vendrá conmigo! —gruñó Zarono. Hizo un gesto a un flaco ladrón cuya cabeza parecía una calavera cubierta de cuero. Sobre el hombro descansaba una enorme cimitarra a dos manos.
Conan se encogió de hombros.
—Muy bien. Seguidme.
Le siguieron de cerca mientras ascendía por el camino serpenteante hacia la cornisa, y no se apartaron cuando entró por la grieta en la cueva. Casi se quedaron sin aliento cuando les llamó la atención sobre los cofres con refuerzos de hierro a ambos lados de la caverna.
—Un buen cargamento —dijo despreocupado—. Sedas, encajes, ropas, adornos, armas… el botín de los mares del sur. Sin embargo, el verdadero tesoro está ahí dentro.
La enorme puerta estaba parcialmente abierta. Conan frunció el ceño. Recordaba haberla dejado cerrada antes de abandonar la caverna, pero no dijo nada a sus ansiosos compañeros mientras se hacía a un lado para dejarlos pasar.
Vieron una amplia caverna iluminada por un extraño fulgor azulado. En el centro había una mesa de caoba, y en una silla de respaldo alto y brazos amplios, que podía haber estado antaño en el castillo de un barón zingarano, se sentaba una gran figura, fabulosa y fantástica. Era Tranicos el Sangriento, con la cabeza caída sobre el pecho y una mano aún sosteniendo una copa enjoyada, con su sombrero de plumas y su abrigo con incrustaciones y botones enjoyados que brillaban en la luz azul. Las botas eran altas, y del cinturón de hebilla de oro colgaba una espada de rica empuñadura, guardada en una vaina dorada.
Alrededor de la mesa, todos con la cabeza caída sobre el pecho engalanado con encajes, se sentaban los once capitanes. El fuego azul se movía a su alrededor, surgiendo de la enorme joya que descansaba sobre un pequeño pedestal de marfil, lanzando destellos de fuego helado sobre los montones de gemas fantásticas que brillaban frente a Tranicos. ¡El botín de Khemi, las joyas de Tothmekri! ¡Piedras cuyo valor era mayor que el de todas las del mundo juntas!
El rostro de Zarono y Strombanni parecía pálido en aquel brillo azulado. Por encima de sus hombros, sus ayudantes observaban boquiabiertos.
—Entrad y cogedlas —invitó Conan, haciéndose a un lado.
Zarono y Strombanni pasaron ávidos junto a él, empujándose en sus prisas, con sus seguidores detrás. Zarono abrió la puerta de una patada, pero se detuvo con un pie en el umbral al ver una figura en el suelo, antes oculta por la puerta entreabierta. Era un hombre, caído y retorcido, con la cabeza echada hacia atrás y el rostro contraído por la agonía.
—¡Galbro! —exclamó Zarono—. ¡Muerto! ¿Qué…? —Con repentina suspicacia asomó la cabeza por el umbral, pero se retiró rápidamente y gritó—. ¡Hay muerte en la caverna!
Mientras se apartaba, la bruma azulada giró y se condensó. Al mismo tiempo Conan lanzó su peso contra los cuatro hombres en el umbral, haciéndoles trastabillar, aunque no arrojándolos a la caverna como había planeado. Sospechando de una trampa, se habían retirado de la visión del muerto y el demonio que se materializaba, de modo que el bárbaro no logró el efecto deseado. Strombanni y Zarono cayeron de rodillas en el umbral, mientras el contramaestre tropezaba con sus piernas y el ejecutor se golpeaba contra la pared.
Antes de que Conan pudiera completar el trabajo arrojándolos a patadas a la caverna para cerrar después la puerta, tuvo que girarse y protegerse del ataque salvaje del ejecutor, que fue el primero en recuperar el equilibrio y el sentido.
El bucanero falló un tremendo golpe con su espada al agacharse el cimmerio y la hoja se estrelló contra la pared de piedra, lanzando chispas azules. Al segundo siguiente, su cabeza cadavérica rodó por los suelos ante el tajo del sable de Conan.
En ese breve tiempo, el contramaestre se puso en pie y cayó sobre el bárbaro, propinando golpes que hubieran acabado con un hombre menor. Los sables se encontraron con un estrépito que en aquel lugar resultaba ensordecedor.
Mientras tanto los dos capitanes, aterrados al no saber lo que sucedía en la caverna, se alejaron tan rápidamente de la puerta arrastrándose que el demonio no llegó a materializarse por completo antes de que salieran de sus límites mágicos. Para cuando se pusieron en pie y desenvainaron sus espadas, el monstruo ya se había disuelto en la bruma azul.
Conan, enzarzado con el marinero, redobló sus esfuerzos para acabar con él antes de que los otros pudieran ayudarle. El contramaestre retrocedía sangrando ante las salvajes acometidas, gritando a sus compañeros. Antes de que el cimmerio pudiera asestar el golpe definitivo, los dos jefes corrieron hacia él con las espadas en la mano, llamando a gritos a sus hombres.
Conan se retiró y corrió hacia la cornisa. Aunque se sabía rival para los tres hombres, todos famosos espadachines, no deseaba verse atrapado por las tripulaciones, que cargarían contra él al oír el ruido de la batalla.
Sin embargo, los refuerzos no llegaban con la velocidad que había imaginado. Estaban alerta por los sonidos y los gritos apagados procedentes de la caverna, pero nadie se atrevía a subir por miedo a ser apuñalado por la espalda. Cada grupo se controlaba cuidadosamente, empuñando sus armas pero sin decidirse a actuar. Cuando vieron al cimmerio en la repisa aún dudaron. Algunos tenían las flechas preparadas, pero no dispararon mientras el bárbaro ascendía por la escala de asideros tallados en la roca, desapareciendo por la cima de la enorme peña.
Los capitanes salieron a la cornisa con las espadas preparadas. Sus hombres, viendo que no estaban peleando entre ellos, dejaron de amenazarse y observaron atónitos.
—¡Perro! —gritó Zarono—. ¡Planeabas atraparnos y matarnos! ¡Traidor!
Conan se burló de ellos desde arriba.
—¿Y qué esperabais? Los dos pensabais cortarme la garganta en cuanto os proporcionara el botín. De no ser por ese estúpido de Galbro os hubiera atrapado a los cuatro y hubiera explicado a vuestros hombres que os arrojasteis sin pensar a vuestra muerte.
—¡Y con los dos muertos, te hubieras quedado con mi barco y con todo el botín! —rugió Strombanni.
—¡Sí! ¡Y con lo mejor de ambas tripulaciones! ¡Llevaba meses pensando en regresar al continente, y ésta era la oportunidad perfecta! Fueron las huellas de Galbro las que vimos en el sendero, aunque no sé cómo ese idiota descubrió la cueva, o cómo esperaba hacerse solo con el botín.
—Por el aspecto del cadáver, nos hubiéramos metido en una trampa mortal —murmuró Zarono, con el rostro aún ceniciento.
—¿Qué era eso? —preguntó Strombanni—. ¿Una niebla venenosa?
—No, se retorcía como algo vivo y tomaba una forma impía cuando nos retiramos. Debe ser un diablo atado por un conjuro a la cueva.
—¿Y qué vais a hacer? —preguntó el invisible cimmerio burlón.
—¿Qué hacemos? —preguntó Zarono a Strombanni—. No podemos entrar en la caverna del tesoro.
—No podéis haceros con el botín —les aseguró Conan—. El demonio os estrangulará. Casi acabó conmigo cuando entré. ¡Escuchad y os contaré una historia que los pictos cuentan en sus cabañas cuando los fuegos se apagan! Una vez, hace mucho, doce hombres extraños llegaron del mar. Cayeron sobre una aldea picta y pasaron a cuchillo a todos, salvo a unos pocos que huyeron a tiempo. Después encontraron una cueva, que llenaron de oro yjoyas. Pero un chamán de los pictos asesinados, uno de los que escapó, obró su magia e invocó a un demonio de los infiernos inferiores. Mediante sus poderes de brujería obligó a la criatura a entrar en la caverna y estrangular a los hombres mientras bebían vino. Y, para que el demonio no vagara libremente y atacara a los propios pictos, lo confinó con su magia en el interior de la cueva. Este relato pasa de una tribu a otra, y todos los clanes huyen de ese lugar maldito. Cuando subí aquí para escapar de los pictos del Águila comprendí que la vieja leyenda era cierta, y que se refería a Tranicos y a sus hombres. ¡La muerte protege el botín del viejo pirata!
—¡Subamos a los hombres! —gritó Strombanni—. ¡Escalaremos hasta allí y lo mataremos!
—¡No seas idiota! —respondió Zarono—. ¿Crees que alguien podría ascender por esos asideros teniendo él una espada? Subiremos a los hombres, pero para asaetearlo si se le ocurre asomar la cabeza. Y a conseguiremos las gemas. Debe tener algún plan para hacerse con ellas, o de otro modo no hubiera pedido a treinta hombres para transportarlas de vuelta. Si él podía conseguirlo, nosotros también. Doblaremos un sable para construir un garfio, lo ataremos a una cuerda y lo pasaremos por la pata de la mesa, arrastrándola hacia la puerta.
—¡Bien pensado, Zarono! —se burló Conan desde arriba—. Justo lo que estaba pensando yo. ¿Pero cómo encontrarás el camino de vuelta a la costa? Oscurecerá mucho antes de que lleguéis, si es que conseguís orientaros, y entonces os seguiré y acabaré con vosotros uno por uno en la oscuridad.
—No le falta razón —susurró Strombanni—. Puede moverse y atacar en las tinieblas sutil y silencioso como un fantasma. Si nos persigue en el bosque, pocos de nosotros viviremos para ver la playa.
—Entonces lo mataremos aquí —protestó Zarono—. Algunos le dispararemos mientras el resto escala hasta arriba. Si no lo matan las flechas, algunos llegarán con sus espadas. ¡Escucha! ¿Por qué se ríe?
—Por oír a los muertos haciendo planes —respondió siniestro el bárbaro.
—No le escuchemos —dijo Zarono, alzando la voz y ordenando a los hombres que se unieran a ellos en la cornisa.
Los marinos comenzaron a trepar por el camino, pero en ese momento llegó un sonido similar al de una abeja que terminó con un débil golpe seco. El primer bucanero quedó boquiabierto mientras empezaba a sangrar por la comisura de la boca. Cayó de rodillas, con una saeta negra saliéndole por la espalda. Un grito de alarma recorrió a todos los marinos.
—¿Qué sucede? —preguntó Strombanni.
—¡Pictos! —advirtió un pirata, levantando el arco y disparando a ciegas. A su lado, un hombre gruñó y cayó derrumbado con una flecha en la garganta.
—¡Poneos a cubierto, estúpidos! —gritó Zarono. Desde su lugar aventajado podía vislumbrar figuras pintadas que se movían entre los arbustos. Uno de los hombres en el sendero cayó haca atrás moribundo, mientras el resto rodeaba apresuradamente la base de la roca. Se ocultaron torpemente, ya que no estaban habituados a aquel tipo de lucha. Las flechas llovían desde el bosque, partiéndose contra las piedras. Los hombres en la cornisa se habían tumbado.
—¡Estamos atrapados! —dijo Strombanni pálido. Se sentía invencible con una cubierta bajo los pies, pero aquellos silenciosos salvajes le ponían nervioso.
—Conan dijo que temían esta roca —aseguró Zarono—. Cuando caiga la noche, los hombres deberán subir hasta aquí. Defenderemos la cornisa y los pictos no podrán vencernos.
—¡Sí! —se burló el bárbaro—. No escalarán para alcanzaros, eso es cierto. Lo que harán será rodearos y esperar hasta que muráis de hambre y sed.
—Es cierto —dijo Zarono desesperado—. ¿Qué podemos hacer?
—Pactar una tregua con él —musitó Strombanni—. Si hay alguien que pueda sacarnos de aquí, es Conan. Ya tendremos tiempo para matarlo más tarde. —Alzó la voz—. Conan, olvidemos de momento nuestro enfrentamiento. Estás aquí atrapado, igual que nosotros. Baja y ayúdanos a salir de aquí.
—¿Por qué debería hacer eso? —respondió el cimmerio—. Sólo tengo que esperar a la noche, descender por el otro lado y fundirme con el bosque. Puedo superar fácilmente el cerco de los pictos, regresar al fuerte e informar de que habéis sido asesinados por los salvajes… ¡lo que dentro de poco será cierto!
Zarono y Strombanni se miraron en silencio.
—¡Pero no lo haré! —rugió Conan—. No porque os tenga aprecio, perros sarnosos, sino porque no dejo a hombres blancos, ni siquiera a mis enemigos, para que sean muertos por los pictos.
La cabeza del bárbaro asomó por el borde de la coronación.
—Ahora escuchad atentamente: ahí abajo sólo hay una pequeña banda. Los vi arrastrase por los arbustos hace un rato. Si hubiera muchos, todos vuestros hombres ahí abajo ya estarían muertos. Creo que se trata de un grupo ligero de jóvenes enviado delante del grupo principal para cortarnos el camino hacia la playa. Estoy seguro de que una gran partida de caza se dirige hacia aquí desde alguna parte. Han creado un cordón alrededor de la falda oeste de la peña, pero no creo que al este haya ninguno. Voy a bajar por ahí, entrar en el bosque y rodearlos. Mientras tanto, bajaréis por el camino y os uniréis a vuestros hombres en las rocas. Decidles que desarmen sus arcos y preparen las espadas. Cuando me oigáis gritar, corred hacia los árboles en el lado oeste del claro.
—¿Y qué hay del tesoro?
—¡Al infierno el tesoro! Tendremos suerte si salimos de aquí con la cabeza sobre los hombros.
El bárbaro volvió a desaparecer. Escucharon atentos a cualquier sonido que indicara que estaba bajando por el acantilado al este, pero no oyeron nada. Desde allí no llegaba sonido alguno, ni surgieron más flechas contra los hombres escondidos. Sin embargo, todos sabían que unos feroces ojos negros los observaban con paciencia asesina.
Con cuidado, Strombanni, Zarono y el contramaestre comenzaron a descender por el sendero serpenteante. Estaban a mitad de camino cuando las flechas negras comenzaron a silbar a su alrededor. El último lanzó un gruñido y cayó como un peso muerto ladera abajo, con el corazón atravesado. Las saetas golpeaban en el yelmo y las corazas a los dos jefes, que descendían apresuradamente. Alcanzaron la base en una carrera desesperada y se tumbaron boqueando tras las piedras, sin aliento.
—¿Una nueva traición de Conan? —preguntó Zarono.
—Podemos confiar en él en este asunto —le aseguró Strombanni—. Esos bárbaros siguen su particular código de honor, y Conan nunca abandonaría a hombres de su mismo color para ser asesinados por los de otra raza. Nos ayudará contra los pictos, aunque piense matarnos después con sus propias manos… ¡Silencio!
Un terrible aullido cortó el silencio como un cuchillo. Procedía de los bosques al oeste, y al mismo tiempo algo salió volando de los árboles, golpeó el suelo y rodó hacia las rocas: era una cabeza humana cortada, con el rostro pintado y retorcido en una horrenda mueca de agonía.
—¡La señal de Conan! —gritó Strombanni mientras los desesperados marineros se alzaban como una oleada de las rocas y corrían hacia el bosque.
Las flechas aparecieron desde los arbustos, pero su puntería era errática y solo tres hombres cayeron. Los demás se lanzaron contra el follaje y sorprendieron a las figuras tatuadas que aparecían ante ellos. Se produjo un caos de agotadoras y feroces estocadas. Los sables cortaban en dos a las hachas de guerra mientras las botas pisoteaban los cuerpos desnudos. Los pocos pictos supervivientes se retiraron corriendo de la carnicería, dejando a siete compañeros caídos sobre las ramas ensangrentadas. Desde detrás de unos árboles llegaron algunos ruidos de pelea, pero cesaron rápidamente y Conan apareció ante ellos. Había perdido el sombrero, su capa estaba desgarrada y el sable goteaba sangre.
—¿Y ahora qué? —resopló Zarono. Sabía que la carga había tenido éxito únicamente porque el inesperado ataque de Conan en la retaguardia de los pictos los había desmoralizado, impidiéndoles la retirada. Sin embargo, comenzó a gritarle al bárbaro cuando éste atravesó con su hoja a un bucanero que se retorcía en el suelo con la cadera rota.
—No podemos llevarlo con nosotros —gruñó el cimmerio—. No sería piadoso dejarlo aquí para que los pictos lo capturen vivo. ¡Vamos!
Todos se pegaban lo más posible mientras corrían por los árboles. Solos, hubieran sudado y sufrido entre la espesura durante horas antes de encontrar el sendero hacia la playa… si es que alguna vez daban con él. El bárbaro los guiaba con seguridad como si hubiera vivido siempre allí, y los filibusteros gritaron de alivio al aparecer de repente en el camino hacia el este.
—¡Idiota! —Conan detuvo con una mano en el hombro a un pirata que había comenzado a correr, arrojándolo de vuelta con sus compañeros—. Te agotarás y caerás antes de dar mil pasos. Estamos a kilómetros de la costa, así que es mejor tranquilizarse. Puede que tengamos que correr al final, de modo que conservad el aliento. ¡Vamos!
Comenzó a recorrer el camino con un ligero trote constante. Los marineros le seguían, imitando su paso.
El sol acariciaba las olas del océano, al oeste. Tina se encontraba en la ventana desde la que Belesa había contemplado la tormenta.
—El ocaso hace que el océano parezca de sangre —dijo—. La vela de la carraca es solo un punto blanco en las aguas carmesíes, y los bosques ya están oscuros y cubiertos de sombras.
—¿Qué hay de los marinos en la playa? —preguntó Belesa lánguidamente. Estaba reclinada sobre un sofá, con los ojos cerrados y las manos detrás de la cabeza.
—Los dos campamentos preparan la cena —dijo la joven—. Reúnen leña y encienden sus fuegos. Puedo oírles gritarse los unos a los… ¿Qué es eso?
La repentina tensión en el tono de la muchacha hizo que Belesa se incorporara. Tina se aferró al vierteaguas, con el rostro blanco.
—¡Escuchad! ¡Un aullido lejano, como el de mucho lobos!
—¿Lobos? —saltó Belesa, con el corazón temeroso—. Los lobos no cazan en manada en esta época del año…
—¡Oh, mirad! —dijo Tina señalando—. ¡Hay hombres que salen del bosque corriendo!
Belesa tardó un instante en llegar junto a ella, y pudo ver a las pequeñas figuras a lo lejos, saliendo de la espesura.
—¡Los marineros! —exclamó—. ¡Con las manos vacías! Veo a Zarono… Strombanni…
—¿Dónde está Conan? —susurró la niña. Belesa sacudió la cabeza.
—¡Escuhad, escuchad! —lloriqueó la niña, aferrándose a ella.
—¡Los pictos!
Todos en el fuerte podían oírlo también, un terrible ulular de salvaje exultación y sed de sangre que procedía de las profundidades del bosque. El sonido pareció espolear a los marineros, que volaban hacia la empalizada.
—¡Rápido! —gritaba Strombanni, con el rostro exhausto—. ¡Nos pisan los talones! ¡Mi barco…!
—¡Está demasiado lejos! —resopló Zarono—. ¡A la empalizada! ¡Mirad, los hombres en la playa nos han visto!
Agitó los brazos sin aliento, pero los marineros comprendieron el significado del grito salvaje, que se alzaba triunfante. Abandonaron los fuegos y las ollas y huyeron hacia el fuerte. Llegaron a las puertas al tiempo que los fugitivos del bosque doblaban la esquina sur y volaban hacia la entrada, frenéticos y medio muertos por el terror y el cansancio. Las puertas se cerraron inmediatamente y los marinos subieron a la pasarela para unirse a los soldados que ya se encontraban allí.
Belesa, que había bajado apresuradamente, se enfrentó a Zarono.
—¿Dónde está Conan?
El bucanero levantó un dedo hacia los bosques oscuros. Su pecho subía y bajaba, y el sudor le cubría la frente.
—Sus exploradores nos pisaban los talones cuando ganamos la playa. Se detuvo para abatir a unos cuantos y darnos tiempo para escapar.
Se retiró para tomar su puesto en la defensa, donde ya le esperaba Strombanni. También estaba Valenso, sombrío, envuelto en su capa y extrañamente silencioso y distante. Parecía un hombre hechizado.
—¡Mirad! —gritó un pirata por encima del aullido de la horda, aún invisible. Un hombre surgió del bosque y corrió por el anillo despejado.
—¡Conan! —sonrió Zarono con malicia—. Estamos a salvo tras la empalizada y sabemos dónde está el tesoro. No hay motivo para no abatirlo con nuestras propias flechas.
—¡No! —dijo Strombanni cogiéndole el brazo—. Necesitaremos su espada… ¡Mira!
Tras el cimmerio a la carrera, una horda salvaje salió del bosque aullando: pictos desnudos, cientos y cientos de ellos. Las flechas llovían sobre el bárbaro, que en unas pocas zancadas alcanzó la muralla oriental de la empalizada. De un poderoso salto aferró las puntas de las estacas y se aupó al otro lado, con el sable entre los dientes. Las flechas se clavaron venenosas en los troncos en los que había estado hacía un instante. Su capa resplandeciente había desaparecido, y la camisa blanca estaba cubierta de sangre.
—¡Detenedlos! —rugió en cuanto sus pies tocaron la pasarela—. ¡Si atraviesan las murallas estamos acabados!
Piratas, bucaneros y soldados respondieron inmediatamente con una lluvia de flechas contra la horda. Conan vio a Belesa con Tina cogida de la mano.
—¡A la casa! —ordenó—. ¡Las flechas volarán por encima de la muralla!… ¿Qué os he dicho? —Una saeta negra se clavó en la tierra a los pies de Belesa y el astil se quedó temblando como la cabeza de una serpiente. Conan cogió un arco y se preparó para disparar—. ¡Que algunos enciendan antorchas! —rugió por encima del fragor de la batalla—. ¡No podremos verlos en la oscuridad!
El sol se había puesto con un baño de tonos rojizos. En la bahía, los hombres a bordo de la carraca habían cortado la cadena del ancla y el Mano Roja se alejaba rápidamente hacia el horizonte escarlata.