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Tres años desde la muerte de mi madre, el tiempo de encierro que termina ahora mismo cuando me detengo en el recodo del camino de gravilla que baja del convento y enlaza la pendiente a la carretera, cruzando el desmonte del joven pinar, la vertiente de guijarros hasta el límite de las cancillas, un color de tierra amoratada que se quema en el sol de la tarde, y voy con la maleta siguiendo la orilla en la sombra de los pinos cercanos, con el sueño de la siesta que trae el silencio a este recinto sosegado que delimita la vieja pared de ladrillos macizos, una cerca deforme extendida por toda la propiedad del convento, sin que nada se mueva, sólo mis zapatos arrastrando el polvo, poniendo las primeras huellas de una separación que marca el deseo de la huida.

Tres años que quisiera borrar en el momento de salir a la carretera, donde cada jueves comenzaba el paseo de los novicios y se formaban dos hileras rumorosas a la zaga del hermano Nicanor, las sotanas nuevas y los fajines relucientes, el fervor de las conversaciones animando la caminata, y yo siempre miraba ese declive que anuncia las vaguadas en la lejanía de las primeras casas donde comienza la ciudad, la borrosa fisonomía de torres y edificios entre el inmóvil cendal de la bruma o la canícula.

Iba el hermano Nicanor pastoreando aquel rebaño con la dulleta inmaculada y el cabello apelmazado bajo la olorosa brillantina, risueño y locuaz en el centro de las hileras, prometiendo dos kilómetros de propina, proponiendo adelantar `el rosario en un alto del paseo para alargar el regreso, ya que la tarde es buena y da gusto sentir el oscurecer por estos parajes de Dios.

Con la penumbra y el aroma de las jaras y de los brezos, tocadas nuestras frentes de un sudor beneficioso, dispuestos a entonar un salmo si el hermano Nicanor lo insinuaba con el diapasón en los labios, pues la música reconforta, hermanos, veréis qué bella polifonía a media voz, graves y agudos, los de la derecha la primera y los de la izquierda la segunda.

El regreso que había mezclado la noche después del descanso en las lindes del bosquecillo de robles, aquí se respira la metafísica de la naturaleza, hermanos, y que detallaba hacia el lejano horizonte de la ciudad las luces diluidas, el vaho luminoso como una cortina que presagiara tejados y vapores.

Es el mismo paisaje que ahora desnuda esta luz violenta y el polvo de aquellas tardes vuelve conmigo, acompaña los pasos que abren la recta de la carretera hasta el promontorio donde cede la cuesta como en una rampa.

Podría volver los ojos atrás, fijaos en la veleta del campanario, hermanos, ni se mueven las agujas, y la doble mole del edificio estaría filtrándose entre las ramas de los pinos, alcanzaría la franja de ventanas superiores, el recodo de las camarillas y la enfermería, ¿la observa usted, hermano Ángel?, acaso un rostro convaleciente diciéndome adiós, siempre rezagado, hermano, decíamos que ni se mueven las agujas, o la figura del padre maestro siguiendo mi abandono.

El aniversario de la muerte de mi madre siempre llenó un día de tristeza, el recuerdo depositado sobre la fotografía que ha ido envejeciendo en mi cartera; apenas un cartón sepia donde su imagen remite a la ausente juventud de una vida que no la celebró, y en la soledad de la camarilla sostenía entre las manos esa trémula presencia, agotando el recuerdo hasta adormecerme:

De alguna manera se resquebraja esa sentimental dedicación y la fotografía permanecerá plegada, como si fuera inútil alentar la memoria de aquella mujer que estaba muriendo, que lo hacía con los ojos abiertos, intentando disimular los dolores, repitiendo mi nombre, esparciendo las manos crispadas sobre la colcha, sus ojos agrandados, la cera de la piel, el suspiro que iba a partirle el pecho.

Había un olor de sábanas húmedas, de medicinas derramadas, de ropa vieja, y la luz de la bombilla retenida por un paño rojo, la ventana abierta y la persiana caída dejando entre las rendijas el rescoldo del crepúsculo otoñal donde, como huyendo de aquel perfil que dibujaba la muerte en mi madre, mis ojos se posaban adivinando el campo y los cárdenos arreboles de un horizonte perdido entre las eras y las nubes.

Es preciso romper ese frágil homenaje ensimismado en la fotografía, pues estoy alejándome de lo que mi madre quiso para mí y es inútil pensar que le renuevo la lealtad más allá de una promesa incumplida, más allá de un desengaño, aunque ya no pueda verme en esta dirección, moviendo el peso de mi cuerpo por la carretera que se aleja del convento, desazonado por la fiebre y dispuesto a vagar, hijo mío, en una benigna liberación, escucha siempre esa voz del Señor que te llama, después de estos tres años amontonados como cenizas, y guarda mi recuerdo en su santísimo nombre.

Como un leve estremecimiento en el sopor de la fiebre, la sensación de ir surcando sin peso ni esfuerzo este desierto de brea que atraviesa la loma abombada del largo desmonte, la hendidura de algunas torrenteras fosilizadas en el secadal, un ralo paréntesis de agostada retama a donde llegan las últimas pozas de los pinos que dejaron sin plantar, y un extenso círculo de resonancias casi apagadas fluye en mi cabeza como aquietado por la suave calentura, el hermano Nicanor pronunciaba las letanías con un esguince musical y volteaba el rosario enroscando las cuentas en el dedo meñique, tres días con esta premonición de fiebre, los músculos distendidos y flojos, acaso en la mirada el brillo enfermizo cuando el padre maestro repite que debo meditar la decisión, es penoso para nosotros haberle visto llegar sano y dejarle marchar en esas condiciones, qué extraño aroma de colonia y qué perfecta raya en la cabeza menuda del hermano, pero no es mi deseo replantear ese inútil coloquio, estoy nerviosa, siento la necesidad irremediable de coger la maleta, no se preocupe, padre, una tenue brisa pacificadora enfría la humedad de mi frente.

Apenas algunos detalles para llenar la zozobra de esos tres últimos días, como si repitieran las cotidianas consternaciones de los años acumulados, el descenso a una claridad que destaca mi despego, una conciencia de separación, de extrañeza: ahí está el roquete deshilachado, los calcetines negros horadados por el talón, la dulleta con el brillo de los pupitres, ese intenso aroma de la sopa nocturna donde los fideos navegan como gusanos, bolas de alcanfor para ahuyentar la polilla, estampas del calendario misional y el florilegio abierto en la mesa de estudio por la página donde continúa la guerra de Yugurta.

Un día recibo el aviso madrugador de la campanilla con menos sobresalto y escucho desde la cama el ajetreo de los, soñolientos novicios. La voz amodorrada del hermano Fulgencio entona la oración matutina y se suceden los ruidos y los silencios con esa tensión que va limando la monodia, be-ne-di-ca-mus-Dó-mi-ne, entre bostezos contenidos y toses aparatosas, flec-ta-mus-ge-nua, hasta que el hormigueo transforma las camarillas en un apresurado colmenar y la doble fila se agrupa en el largo pasillo con las bacinillas en la mano dispuesta a partir hacia los lavabos, los ojos enrojecidos y las legañas supurando en la comisura de los párpados.

Me quedo disfrutando el dulce calor de las sábanas y vuelvo a cerrar los ojos después de comprobar cómo el aliento se cuaja en la atmósfera del recinto, el frío que humilla la piel desguarnecida como enemigo abrumador, pensando que por el helado transito que ahora cruzan los hermanos acecha el fantasma mortificante de los sabañones.

Y el fácil recuerdo de aquel hermano Gaspar, coleccionista de cepillos de dientes, poeta humilde de famosas cuartetas que recitaba salpicando de saliva al auditorio mientras escondía las manos en los sobacos, me reconforta al remontar, sus versos

Oh ingrata piel quemada en picazones

por el rigor del frío y los cilicios

costra ulcerada que rascan los novicios

inflamando Zamando morados sabañones.

Aquella mañana me quedé en la cama hasta la hora del primer estudio e inauguro la intermitente costumbre de repetir ese sueño prohibido evitando la curiosidad de los vecinos y sin que el padre maestro localice estos lapsus de disciplina.

Es como un necesario convencimiento, una forma de demostrar que en estos actos mínimos y prohibidos está la complicidad precisa a la decadencia que sobreviene en mis convicciones, una suave dispersión en la ruptura de los férreos horarios sin que nada me impulse a buscar en el secreto de la capilla la oración para interceder por mi desgana.

En esas treguas recobro la olvidada libertad que se fue difuminando como una nube de polvo en estos paisajes acotados y rudos, acaricio su nombre en el recuerdo que me ayuda a reconsiderar su pérdida, y siento su regreso cada vez más urgente, más necesitado, más extraño al viaje diario que anega la conciencia bajo la perpetua invocación de, ese sacrificio absoluto a que estamos llamados, porque esta es hermanos, una vida que se cumple en el designio del amor y el amor la generosidad ilimitada, alianza de Dios que no admite reservas y que transformaría cualquier condición por vuestra parte en un acto de ingratitud.

Ahora, si vuelvo los ojos, el verde panel de la pinada cubre la frente del edificio y sólo el tejado levanta su comba no del todo vertical con el apósito de las sucesivas claraboyas que iluminan el desván, ese espacio enorme donde en invierno se tiende la ropa: estancias sucesivas que separan irregulares tabiques, almacén desordenado de objetos en desuso, desde el somier a las palanganas, desde los manteos a los bonetes, todo mezclado entre el polvo y la penumbra de las rinconeras, y las agujas de la veleta del campanario tampoco se mueven, qué curiosa coincidencia, hermano Nicanor, sucede pocas veces a lo largo del año: el viento se detiene, se duerme, ni a los vencejos se les ocurre posarse allí, pero no se me rezague, hermano, estábamos haciendo esta nimia observación porque es interesante constatar los fenómenos atmosféricos, ¿concibe usted la presencia de Dios en este detalle anodino?, el dedo pulgar del Señor roza la punta de la veleta, ¿le parece sutil?, a mí me reconforta saber que el Señor también se ocupa de estas humildades, vamos, hermano, no resuma tan sólo la gloria de Dios en los hechos gloriosos, muéstrese como yo un poco más liberal.

Y en el centro geométrico del edificio, en el punto de referencia que atraviesa una línea fundamental del cielo a la tierra, estará el padre Teófanes sentado en la intersección de ese punto metafísico, que a estas horas coincide hacia la parte alta, en un lugar del desván que tiene acotado con un círculo de tiza, locus sacratíssimus, casi en cuclillas, con las manos sosteniendo la cabeza, sumido en profunda meditación:

El padre Teófanes con sus ochenta y cuatro años, la perilla barométrica y la calva reverberante, donde es preciso dibujarle cada tres días la circunferencia de la tonsura con tinta china, escriturista, teólogo, autor de un profuso comentario a la Summa que no vio la luz porque fue destruido fatalmente en un incendio, las llamas, hermanitos, arruinaron aquella sapiencia que tanto desvelo me costó, pero guardaos de pensar que me sintiera desgraciado, por la lengua del fuego que consumía medianeras y cobertizos me hablaba el Aquinate y decía con la voz prístina y melodiosa: reconfórtate, Teófanes, que yo ya leí tus infolios.

El viejo padre, oráculo consentido de la Comunidad, tiene dividida la jornada de acuerdo al flujo mágico de esa línea fundamental y se pasa las mañanas en el sótano del convento guarecido bajo un paraguas para amortiguar la densidad del magnetismo espiritual que podría hundirle en la tierra, y las tardes en el desván tomando las iluminaciones en una intensa meditación que dura hasta el oscurecer. Todas las noches, al comenzar la cena, ofrece su parte, que es escuchado en silencio con una complicidad establecida como norma para todos los viejos padres que aquí descansan, en el inocente desvarío de los crepúsculos.

—«Carissimi frates, la voz del oráculo solemne y constipada concentra la atención del refectorio, notatur desviatio quincuaginta graduum ab ocasu solis, infirmatur vis magnética Gabrielis arcangeli, et caliginosa nívola per Montem Mariae extenditur. Imploremus auxilium divinae columbae».

En seguida la campanilla romperá el sosiego de la siesta, un lánguido movimiento de sotanas arrugadas cruza la longitud del tránsito, en la capilla hay una fresca penumbra, un silencio absoluto, la pátina aromática del incienso, el temblor de la palomita en el vaso de aceite junto al sagrario, y ayer mismo a esta hora yo me quedaba ajeno a este cortejo que hará la meditación entre las palabras casi siempre penitenciales del padre Gumersindo, no he venido, a traeros la paz sino la guerra, ceñíos a esta consigna que no es para los débiles sino para los fuertes, cuando el padre maestro me llama por última vez y bajo a su despacho: la puerta entornada, la mesa de nogal, las sillas de cuero, el reclinatorio cercano desde donde uno puede recibir la absolución, siempre en la media penumbra que atempera el flexo muy bajo, ego te absolvo, un crucifijo de ébano, el suave olor a ozonopino que apenas disimula la persistente cerrazón, a pecatis tuis, y el curioso paisaje japonés pintado en nítidos colores sobre el lienzo de seda que cuelga en la pared desnuda.

Me siento evitando la mirada del padre maestro cuyas manos descansan bajo la luz del flexo. Son esas mismas manos blancas y largas que se multiplican en el recuerdo, que bendicen, absuelven, parten el pan, acusan, palmean, estrechan, recriminan, o se juntan enlazadas sobre el pecho en un punto invocatorio de la homilía, Señor, míranos humildes y trémulos como medrosos corderos que quieren buscar tus pastos, para abrirse después como el remate de dos aspas monumentales que ayudan a implorar un viento de misericordia.

El silencio prolonga la difícil conversación y la voz de este hombre de sienes plateadas tiembla como movida de pesadumbre, esa voz húmeda que parece depositaria de una conciencia superior, capaz de endurecerse o humanizarse, de elevar el tono a la violencia de la admonición o bajar al susurro en dóciles flexiones de dramatismo o confidencia.

No necesito adivinar en su mirada el frío centelleo de una llama que viene a extinguirse cerca de la conmiseración, ni tengo ganas de volver al recuento de esas sutiles razones que van a sopesar las dudas, a ejemplificar distintos casos de vocaciones extraviadas y equívocos deshechos como nubes de polvo que luego dejan el sosiego y la calma para decidir limpiamente.

Es inútil seguir aquí sentados asistiendo a la representación de este hombre que acerca una mano meditativa a la frente y me habla desde el vacío: perdóneme, hermano, no quiero excederme en un intento de rescate ni tampoco amargar su decisión, pero estoy de verdad preocupado.

La penumbra aleja su rostro cuando se recuesta en la silla y yo contengo un acceso de tos y descubro sobre el cristal de la mesa la huella sudorosa de sus dedos, usted hermano lleva tres años de convento y disciplina, debe ser la fiebre lo que motiva este fugaz estremecimiento, está a las puertas del juniorado y debiera demostrar suficiente madurez para hacer un último y definitivo esfuerzo, o acaso la resonancia de toda una memoria al escuchar en sus labios esa indicación de los tres años de convento y disciplina.

Qué paciente abismo penetrado de segundos, de minutos, de horas, en este viejo fanal donde tiemblan las señales de una paz interior coagulada entre kilómetros de tránsitos, postreras soledades, deseos de alcanzar en una noche la santificación, inciertos lastres que renueva la memoria cuando observo atentamente la figura adusta y respetada del padre maestro, ese rostro que no enuncia ninguna emoción particular, esos ojos que ahora soportan la tensión de los míos, esos labios que se callan.

Un leve sentimiento de tristeza vino a inundarme por encima de aquel orgullo que revelaba en mi silencio desarmando el imperio de ese hombre que ahora vacilaba al levantarse como herido en una derrota íntima y difícil que duele reconocer: hermano, aquí siempre tendrá una casa, y yo dudaba entre salir conservando el silencio o dejar una última palabra de despedida.

Desde la atalaya donde la carretera abre la última curva y el descenso, se alcanza el panorama completo de la ciudad: la mancha terrosa de los tesos en el horizonte, el bloque urbano abigarrado en los aledaños de la catedral que emerge con la doble punta de las torres, un cúmulo de tejados en la rotonda del barrio viejo, las sucesivas concentraciones de edificios desparramados hasta la vega del río, que forma un lento meandro y se aleja a la sombra de las choperas.

Avanzo unos pasos en el breve terreno que luego oscila a la hondonada de un pequeño valle donde se juntan barbechos y pradera, dejo la maleta en el suelo, un camión levanta el. polvo , de la cuneta cercana, hay una brisa cálida en el límite de este promontorio, el sol satinando las pátinas grises de los tejados, un anaranjado fulgor por el largo paisaje que inunda los ojos y el primer alivio al cerrar los párpados como si la fiebre comenzara a ceder.

La noche llegaba entre el rumor de los hermanos que cruzan el tránsito inferior del ala derecha del edificio camino de la iglesia y yo había esparcido sobre la cama las cuatro mudas con el número treinta y siete bordado en rojo, las tres camisas, los seis pares de calcetines, y. abría la maleta forrando el fondo con papel de periódico, rellenando un primer espacio de libros y cuadernos, observando el traje oscuro colgado de la percha que tiene una bola de alcanfor en cada bolsillo, la corbata negra con el nudo de tres años, ese arrugado dogal que me devuelve el entierro de mi madre, el vacío de la casa donde sollozan las últimas mujeres, la soledad de la cocina donde quedó su mandil como una huella de oscuros afanes y tareas entre el fogón y los escaños.

Las bombillas desnudas del dormitorio extienden el mortecino pálpito de su pureza desde la altura excesiva del techo en esta deshabitada frialdad de compartimientos alineados entre tabiques de dos metros, mesa, cama, silla, reclinatorio, armario, tantas veces encendidas y apagadas con la señal de la campanilla del hermano Fulgencio, el lego saltarín, antiguo cabo del Tercio, que tiene el ojo derecho de cristal y un brazo arruinado.

Vendrán los compañeros a decirme adiós antes de ingresar en las respectivas camarillas, remoloneando por el pequeño espacio, indecisos en la última palabra, interesándose por mi salud, la sonrisa comprensiva, el abrazo fraternal, un gesto de despedida que encierra la absurda tristeza del momento.

Y luego, en la oscuridad y en el silencio, seguiré desvelado, sin ningún pensamiento continuo, escuchando el roce de los somieres, la invocación sonámbula, el paseo nervioso del hermano Tomé a medianoche, desorbitado por el terror de los escrúpulos, dispuesto a buscar un padre para repetir por tercera vez la confesión.

Dejé la maleta cerrada sobre la silla, la salve de los novicios coronando el rosario llenaba la quietud del convento mezclada con el ruido de los platos que se ordenan en las mesas del refectorio.

Abrí la ventana y mis ojos se perdieron en el cansancio del oscurecer: el sopor de la fiebre diluye la mirada hacia el paisaje vagoroso donde la noche se adentra con lentitud y sigilo, apenas destacadas las copas de los pinos, su aroma en la atmósfera caliente, los vencejos que regresan a los aleros, qué tierna desolación para que el recuerdo se interponga en este mismo límite de desánimo, tres años atrás, una mañana esparcida en la luz del otoño.