La ciudad quemaba.

Tahrain se enjugó la frente y miró fijamente la oscuridad, dirigiendo sus ojos hacia el norte. Nada más que arena, pensó amargamente; pero sabía que en algún lugar, quizá a un centenar de millas, Kalpesh quemaba… si es que quedaba algo para arder.

Y aún así él, capitán de la guardia de la ciudad y Protector del Trono de Ópalo, había abandonado la defensa de Kalpesh y huido al desierto en una misión vital que parecía más desesperada a cada hora que pasaba. Por quizá vigésima vez ese día, metió la mano morena y callosa dentro de su ligero camisote de mallas para encontrar el paquete encerado que llevaba en la parte derecha de su pecho. Miró hacia arriba y pasó los ojos sobre las caras de los pocos hombres y mujeres que ahora yacían en pequeños grupos silenciosos a su alrededor. No se dieron cuenta de que sus dedos encontraban la correa de cuero y comprobaban su firme nudo.

Saliendo de su ensueño, Tahrain se giró de nuevo hacia los soldados que le quedaban.

Sus tropas más leales, veinte de los mejores soldados de Kalpesh, le habían seguido al desierto para morir sin necesitar explicación alguna. Sólo un hombre conocía la verdadera misión de Tahrain en los yermos, y ni siquiera se trataba de un hombre según los estándares de la gente más civilizada. La mayoría le llamaban, como mucho, "bestia", pero Tahrain lo conocía mejor. Buscó a la bestia entre sus soldados exhaustos.

Los ojos del capitán encontraron a la persona que buscaban. Todos los hombres y mujeres de su compañía yacían tendidos bajo el cielo negro del desierto, esperando olvidar el hambre y la sed en el corto respiro que ofrecía un sueño irregular. Todos menos él mismo, pensó, y esa persona. La bestia estaba sola al otro lado del campamento, mirando hacia el norte en la noche del desierto, vestido con harapos y casi muerto por numerosas heridas. Incluso ahora, su armadura parecía estar hecha de tres juegos de diferente tamaño, y su arma-una gran hacha brutal- estaba manchada y llena de muescas; parecía como si su mango se fuera partir al siguiente golpe.

Si el equipo de este soldado tenía un aspecto desparejado y feo, era simplemente un reflejo del portador. De brazos largos y piel gris, él mismo parecía estar hecho de parches. Su cuerpo rehusaba juntarse del modo normal, como si sus ojos abultados y su barbilla sobresaliente quisieran escapar de los límites de su cara. Su cabello parecía cortado con un cuchillo, y era evidente que sus brazos y piernas hinchados lo habían sido alguna vez. No llevaba botas en sus pies enormes, sino sólo sandalias sujetas con cintas improvisadas.

Tahrain se levantó dolorosamente y en silencio. No quería despertar a ninguno de los soldados que había conseguido conciliar el sueño. Avanzando con cuidado entre los grupos apiñados, atravesó el campamento.

El hombre que se giró para mirar cómo se acercaba su capitán era un semiorco. Nacidos casi siempre de la violencia, forzados a vivir en condiciones duras y condenados a morir con más violencia, los cuerpos de los semiorcos parecían luchar para liberar sus mitades diferentes. Esta lucha -había oído Tahrain- normalmente se vertía al mundo, haciendo que los semiorcos fueran impopulares en las tierras civilizadas. Ciertamente, cuantoTahrain trajo este a la ciudad e insistió en que lo curaran y lo criaran, hubo más de uno que se preguntó (en privado o en voz alta): "¿por qué preocuparse?".

Tahrain esperaba responder pronto a esa pregunta. – ¿Krusk? – susurró.

Los ojos abultados contemplaron a Tahrain. Un colmillo sobresalía de la mandíbula inferior del semiorco sobre su fino labio superior, plagado de cicatrices. Su cara se retorció en lo que otros podrían interpretar como mueca de desagrado. El capitán sabía que era una sonrisa, o lo más parecido que Krusk podía expresar. Aunque eso no significaba que Krusk estuviera contento. Él raramente estaba contento.

–Se acercan -gruñó.

Tahrain asintió. Él también lo había supuesto. Maldijo con originalidad a sus perseguidores, pero sólo durante un momento. Krusk esperó, tan estoico como siempre, a que el capitán hablara. – ¿A cuánto están?

–Ocho horas, quizá nueve -murmuró Krusk con su voz profunda y grave.

Tahrain no sabía cómo el semiorco adivinaba esta información, pero sabía que era exacta.

Entre sus soldados tenía a muchos exploradores -él mismo era hábil en la supervivencia al aire libre- pero Krusk tenía algo más. Si el semiorco decía que sus perseguidores estaban a un día a caballo de alcanzarles, el capitán le creía.

Tahrain sacudió la cabeza y suspiró.

–No lo conseguiremos, ¿verdad?

El semiorco se quedó mirándolo, después apartó la vista y se encogió de hombros.

–Son débiles -dijo finalmente.

Krusk hablaba poco y no tenía demasiado tacto. El semiorco probablemente ni siquiera había pensado que llamar "débiles" a los mejores soldados de Kalpesh era un insulto.

–Pero tú no lo eres -dijo finalmente Tahrain-. ¿Podrías hacerlo? ¿Tú solo?

El semiorco se encogió de hombros de nuevo. Se elevaba al menos una cabeza por encima del alto capitán, pero de algún modo el gesto hizo que Tahrain pensara en él como en un niño que tenía algo que decir, algo que no iba gustar a sus padres. – ¿Qué quieres decir, Krusk? – le preguntó amablemente.

Mirando fijamente hacia la oscuridad, hacia los perseguidores a los que ambos temían, Krusk cambió de postura, haciendo agujeros en la arena.

–No iré -dijo después de una larga pausa-. Me salvaste la vida.

–Igual que tú salvaste la mía después -dijo Tahrain-. Si fuera un hombre que contara esas cosas estaríamos empatados. Pero nosotros no hacemos ese tipo de cuentas, ¿verdad, Krusk?

El semiorco no lo miró, y Tahrain no lo presionó. Discutir con Krusk era como discutir con el viento del desierto. – ¿Volvemos a repetir la lección?

El capitán avanzó algunos pasos dificultosos en la oscuridad, alejándose del campamento, y Krusk le siguió. Tahrain caminó hasta que una pequeña duna quedó entre ellos y el resto de soldados. Se sentó pesadamente en la arena, con Krusk acuclillado ante él. Si el semiorco levantaba el cuello aún podía ver a los soldados exhaustos. Habían hecho esto las seis noches pasadas, peroTahrain temía que esta iba a ser la última vez.

Sacando el paquete encerado del interior de su camisote de mallas, el capitán lo abrió lentamente. Mostró a Krusk los papeles quebradizos de su interior y le habló de los contenidos de cada uno, e hizo que Krusk repitiera, en voz tan lenta como le era posible, todo lo que Tahrain le contaba. Krusk no sabía leer, pero su memoria era perfecta. Cuanto terminaron, Tahrain se lo repitió todo. Empezaron una segunda repetición, pero el semiorco puso una mano sobre el hombro del capitán. Sólo entonces Tahrain se dio cuenta de que estaba derivando, aún hablando pero casi dormido.

–Necesito dormir… -dijo, sacudiendo la cabeza.

Pero mientras Krusk se levantaba, Tahrain le agarró su gruesa muñeca. – ¡Espera! Hay una cosa más. Lleguemos o no al desfiladero, Krusk, esto tiene que llegar ahí y más allá. Hay que evitar que caiga en las manos de los que incluso ahora queman Kalpesh buscándolo, y tiene que llegar a manos adecuadas. Más aún que la protección de la ciudad, la protección de esto ha sido mi tarea secreta y mi juramento, igual que lo antes fue de mi madre, y de su padre antes que ella. Todos los Protectores del Trono de Ópalo juran proteger esto antes que las vidas de sus soldados e incluso la existencia de la misma ciudad.

Tahrain parpadeó, por un momento completamente despierto. Fijó sus ojos oscuros en las pupilas desiguales del semiorco, intentando que el bárbaro lo comprendiera.

–Tengo miedo, Krusk… tengo miedo de que mi ciudad ya haya quedado consumida por las llamas -dijo-. Pero eso no cambia nada. Aquellos que vinieron a Kalpesh lo hicieron por esto. No puedes dejar que lo cojan.

Puso el paquete en las manos de Krusk. Dando un paso atrás, el semiorco tanteó el paquete y después intentó devolverlo a su capitán. Un pequeño disco de oro sobresalía entre los papeles y centelleaba a la luz de las estrellas. Tahrain apretó las manos del semiorco entre las suyas, metiendo el disco de vuelta al paquete.

–No. Esto está por encima de todo. Hay algo que no te he contado.

El semiorco cogió el paquete, pero aún dudaba. Aunque esperó pacientemente a que su amigo siguiera.

–Los secretos que protejo llevan a un tesoro más allá de nuestra imaginación. Si eso fuera todo, lo habría entregado gustoso para salvar Kalpesh, pero el tesoro es secundario.

Estos secretos son secretos de poder. El disco es la llave hacia un imperio más allá de este mundo.

Tahraín se detuvo; la adrenalina que impulsaba sus miembros cansados se había acabado.

El semiorco contempló a Tahrain con una mirada que indicaba que lo estaba oyendo y guardando todo, aunque no lo comprendiera.

–No se trata sólo de llevar esto hasta algún lugar seguro, o evitar que caiga en manos de los que lo codician -siguió el capitán-. El ataque contra Kalpesh prueba que alguien más conoce su existencia -Tahrain frunció el ceño y miró hacia abajo. El disco aún era parcialmente visible y fijó su mirada en él -. Yo no sé todo lo que hay que saber sobre él. Estas últimas noches te he contado todo lo que sé. Ha llegado el momento de que alguien selle el portal y destruya la llave. Lo siento, pero tienes que ser tú.

El capitán miró hacia el magro campamento, pero sus soldados aún no se habían despertado.

–Te doy esto para que puedas terminar un trabajo que empezó hace siglos. He hecho que lo aprendieras todo por si no podemos llegar al desfiladero. Tienes que irte y llevar estos conocimientos a un lugar seguro. Encuentra a gente en la que puedas confiar para que te ayuden, y entonces pon en práctica lo que te he enseñado. Todos juntos no podremos hacerlo, Krusk -susurró-; a menos que pase un milagro, sólo quedarás tú.

–No. Tú eres el capitán. Tú lo conseguirás -dijo Krusk, como si la fuerza de sus palabras pudiera convertirlas en realidad; pero Tahrain meneó la cabeza y sonrió con tristeza.

–No lo haré. No puedo dejarlos -agitó la mano hacia los guardianes que dormían-. La suerte está en mi contra, pero he dedicado toda mi vida a esta tarea. A través de ti, puedo cumplirla.

Tahrain puso su mano sobre el paquete que Krusk aún sostenía. Lo presionó contra el pecho del semiorco. Reticente, Krusk lo metió en el interior de su armadura.

Cuanto Tahrain finalmente se fue a yacer junto a sus soldados, sus ojos aún encontraron a Krusk de pie en el borde del campamento, la cara del semiorco se giró hacia el lóbrego desierto. – ¡Capitán! ¡Mirad! – gritó una de las soldados de guardia, atrayendo la atención de todos los que tenían fuerzas para seguir prestándola.

Agitó los brazos y gesticuló hacia el horizonte. A la luz del amanecer, Tahrain entornó los ojos y vio la inconfundible silueta de colinas.

"Aún lejos, pero ya a la vista", pensó, y sintió que una fuerza oculta se renovaba en sus miembros. Había esperanza. El desfiladero significaba seguridad. Si podían alcanzarlo, tendrían una oportunidad.

Un grito en la parte trasera de la compañía interrumpió los pensamientos esperanzados de Tahrain. Era un aviso de Krusk. Tahrain miró hacia atrás, buscando la fuente del sonido, y sintió que su estómago vacío se encogía. Una nube de arena arremolinada rompía la uniformidad del horizonte tras ellos. – ¿Una tormenta de arena? – preguntó Polrus, sin mucha esperanza.

Krusk corrió a través de la compañía, ignorando estoicamente el dolor y la frustración de los que le rodeaban. Deteniéndose ante el capitán, le informó.

–Están viniendo, capitán -gruñó. Tenía el arco en sus manos, encordado-. A una hora de nosotros a este paso, quizá menos.

Tahrain maldijo.

–Entonces van a atraparnos. No podemos alcanzar el desfiladero antes que ellos. Ha llegado el momento.

Miró fijamente a Krusk. El semiorco lo ignoró, pero Polrus abrió la boca para preguntar algo. – ¿Podéis correr? – lo interrumpió Krusk Polrus parpadeó y después cerró la boca.

Le vino una sonrisa a los labios pero Krusk se inclinó sobre él.

–Corre o muere, humano. Tú eliges -le gruñó.

El desafío era todo lo que necesitaba el teniente.

–Podemos correr -dijo Polrus en voz alta.

Los soldados a su alrededor levantaron la mirada, sorprendidos. Él se pasó la lengua por los labios secos y agrietados.

–Podemos correr, mestizo -dijo con voz aún más fuerte, quitándose la mochila y tirando su peso inútil al suelo.

La mayoría de soldados siguieron el ejemplo de su teniente, abandonando todo lo que no pudieran usar en una lucha. – ¡Todos! Manteneos unidos -gritó Tahrain.

Los soldados siguieron avanzando, pero se apiñaron alrededor de su capitán. Estaban cansados, doloridos y sedientos, pero aún no se habían dado por vencidos. Tahrain parpadeó a la luz del sol. Estaba orgulloso de ellos y deseaba no haberlos condenado a todos.

–El desfiladero está ahí delante -gritó Tahrain-. No está cerca, pero si logramos llegar ahí, podremos usar la cobertura de las rocas para castigarlos por lo que le han hecho a nuestra ciudad -no era tanto una arenga como una manifestación de esperanza-. Los tenemos encima. Quiero que todo el mundo corra, a paso ligero, y vacíe sus odres… si es que os queda algo.

Algunos miraron al capitán confundidos, pero la mayoría entendieron. El agua no les serviría de nada si morían antes de poder beberla.

–Guardad vuestros odres y las armas, tirad el resto. Si no podéis correr -siguió el capitán, ya jadeando-, no lo intentéis -su cara se entristeció mientras decía lo que debía-. Y no os paréis por nadie. Si no podéis mantener el ritmo, parad donde os encontréis y buscad cobertura. Ralentizadlos. Morid con honor.

Mientras el capitán corría, miraba a su alrededor y veía seria determinación en las caras de los hombres y mujeres que conocía de toda la vida. Su teniente, Polrus, corría a su lado, y cuando sus ojos se encontraron, sólo asintió. Confiaban en él y lo sabía, y estaban contentos con su tarea.

Entonces oyeron los aullidos.

Primero el sonido era como el viento barriendo las dunas. Después se convirtió en el de una jauría de perros a la caza. Eso ya habría sido lo suficientemente amedrentador, pero había algo en los aullidos que no se parecía al viento ni a los perros, sino a un idioma.

Los aullidos tenían palabras en su interior, palabras inhumanas que surgían tras los soldados exhaustos.

Algunos soldados empezaron a correr más rápido. Los estallidos de adrenalina llevaron a algunos hombres y mujeres por delante de la compañía.

Cuando el capitán se dio cuenta de que rompían la disciplina llamó a Polrus. – ¡Manténlos a todos juntos! Que no corran, sólo a paso ligero.

El capitán jadeaba. El teniente trastabilló, pero aumentó el paso y fue hacia aquellos que parecían estar al borde del pánico. No pudo alcanzarlos a todos, pero la mayoría empezaron a aminorar para mantener un paso constante. La compañía sobrepasó unos minutos después a aquellos que no redujeron la marcha y estaban en el suelo jadeando e intentando levantarse.

–Luchad -les dijo el semiorco al pasar por su lado-. Morid con honor.

Al cabo de poco, los aullidos que les seguían se mezclaron con gritos cuando quedaron atrás los primeros en caer. Tahrain levantó su cabeza cubierta de sudor y la cercanía del desfiladero le sorprendió. Ya estaban cruzando una zona de arbustos y montones de grava. En pocos minutos alcanzarían cobertura.

Pero no tenían más minutos. Los soldados no podían correr más. Casi la mitad de la compañía ya se había derrumbado. Tahrain llamó al semiorco, a sólo unos pasos por delante de él. El bárbaro se acercó y miró a su líder.

–Ahora, ¡ahora es el momento!

Krusk meneó su fea cabeza pero Tahrain detuvo su negativa con una maldición. – ¡Ahora, maldita sea! Tienes que irte. Voy a morir aquí hagas lo que hagas. Mi única esperanza está en ti.

Golpeó con su mano el pecho de Krusk, donde sabía que el semiorco guardaba el paquete.

Pero aún entonces Krusk se negaba a marcharse. Cogió con fuerza su gran hacha y miró a Tahrain. Cuando sus ojos se encontraron, Tahrain se preguntó cómo podía considerar a esta criatura otra cosa que un hombre valiente.

–Vete -le suplicó Tahrain. – ¡Cuidado!

El grito llegó de repente y Tahrain se apartó girando de Krusk.

Una forma montada apareció casi de la nada entre los remolinos de arena y los reflejos del calor entre los restos de su compañía. Un caballo negro y su jinete de negra armadura cayeron sobre su retaguardia, la espada en alto, como el mismísimo Hextor. Tahrain lo había visto desde los muros de la ciudad, comandando el asalto.

"Ahora el malnacido está aquí", pensó Tahrain, "empeñado en matar lo que queda de mi compañía".

Bajo el caballero, una soldado de la retaguardia luchaba por sacar su propia arma, pero el brazo del jinete bajó. La espada negra cayó justo en el momento en que la espada kalpeshiana salía de su vaina. La mujer gritó cuando la hoja negra partió su cráneo. La sangre salpicó el costado del caballo mientras la soldado se derrumbaba en la arena.

El jinete espoleó al caballo. Los soldados se apartaban del camino de su corcel, o simplemente se derrumbaban a su paso. El jinete los ignoraba. Su yelmo negro estaba fijo enTahrain, como si su portador hubiera sabido de repente quién lideraba a la desesperada compañía. El caballo embistió.

Tahrain se preparó para la carga, pero una mano le agarró el hombro y tiró de él, desequilibrándolo. Tropezó y cayó. El caballero pasó por encima de él, fallando en golpear su cabeza con los cascos del caballo por pulgadas. Oyó que la bestia trastabillaba en el terreno, súbitamente rocoso. Mientras el capitán miraba hacia atrás, vio al jinete luchando para mantenerse sobre el caballo mientras intentaba no caer ni romperse una pierna.

Rodando y levantándose, Tahrain se giró hacia su rescatador para que obedeciera sus órdenes y siguiera corriendo, pero entonces vio la cara del hombre. No era Krusk, como había esperado, sino Polrus. No veía al semiorco por ninguna parte.

Polrus sonrió levemente mientras el jinete luchaba para hacer girar su caballo.

–Me toca, señor -dijo-. Siga avanzando.

El teniente maniobró de modo que la dama tuviera que pasar por encima de él para evitar que Tahrain escapara hacia el desfiladero. Afirmó su lanza corta para recibir la carga.

El capitán miró a su alrededor. Krusk se había ido. Finalmente había obedecido sus órdenes y se había marchado. Tahrain envió en silencio una rápida plegaria a Pelor para que protegiera al semiorco y desenvainó su propia arma. Se trataba de un alfajón de empuñadura larga que Tahrain blandía con ambas manos. Los aullidos de los gnolls se acercaban.

–No, teniente. Me quedo contigo. Ya he cumplido mi promesa. Nuestra misión sigue adelante, aunque nosotros perezcamos.

Asintiendo sin comprenderlo completamente, Polrus se giró hacia la dama.

–Algún día -dijo con ironía- tendrás que explicarme de qué va todo esto.

Tahrain sonrió.

El jinete negro se levantaba sobre los cadáveres del capitán Tahrain y el teniente Polrus, sangrantes y acribillados de flechas. Ladridos y aullidos sonaban a su alrededor, y los gnolls, algunos con hachas manchadas de sangre y otros empuñando arcos toscos, avanzaban a grandes zancadas hacia la forma ataviada con armadura. – ¿Algún superviviente? – preguntó el jinete. La voz sonaba casi musical, aunque también fría e incluso metálica.

El gnoll sacó la lengua mientras agachaba la cabeza. Llevaba dos armas, un hacha de mano y lo que parecía una cimitarra demasiado grande con la punta rematada en un gancho cruel. Un parche blanco de pelo especialmente largo adornaba su cabeza canina.

Sus orejas tenían muchas muescas: marcas de los desafíos al dominio del gnoll, todos vencidos.

Ladró una respuesta en su propio idioma.

–Bien -contestó la dama-. Los interrogaremos, pero debemos darnos prisa. Tengo que volver con el ejército antes que se desintegre.

El gnoll aulló quedamente. Casi como si fuera un lamento.

–No te preocupes, tendrás tu diversión. Hazlos hablar. Entérate de si ha escapado alguno. Si no puedes sacarles nada… -el caballero tocó el cadáver de Tahrain con la punta del pie y el ladrido de respuesta del gnoll tomó un tono de crueldad velada. La sangre había parado de manar del cuerpo del capitán, pero la arena a su alrededor estaba empapada de rojo-. Bueno, para eso traje a los chamanes. Consigue las respuestas. De ellos, o de él.

El gnoll sacudió la cabeza y se retiró. El jinete se agachó para mirar el cuerpo. Sus manos enguantadas se quitaron el yelmo negro con elegancia. Largo pelo de color ébano se vertió por los hombros cubiertos de armadura y enmarcó la cara pequeña de un severa, aunque bella, mujer. Sus ojos azules contemplaron la forma caída de Tahrain y sus dedos palparon su vestimenta. Durante un momento contempló los ojos sin vida del capitán; después se levantó y se alejó.

Krusk vio la carnicería desde la relativa seguridad del borde rocoso del desfiladero. Sintió cómo su furia crecía hasta que apenas pudo controlarla. Se había aferrado a la roca para evitar lanzarse adelante cuando el capitán se batía contra la dama negra, y presionó el paquete de Tahrain contra su cara cuando el hombre fue derribado. El semiorco nunca había hecho algo tan difícil, ni se había sentido tan culpable, como cuando se escondía mientras su único amigo luchaba y moría. Krusk sabía que no podía salvar a su capitán, ni siquiera podría haberse salvado a sí mismo si se hubiera quedado con el resto. Estaría muerto y la mujer de la armadura negra tendría los papeles y el disco de oro de Tahrain.

De no ser por su promesa, así lo habría querido Krusk.

Desde las rocas, Krusk se fijó en la combatiente oscura y en los gnolls, memorizando sus caras y sus voces. Llevaría el paquete hasta el lugar que le había descrito Tahrain, con o sin ayuda, y mantendría su promesa. Entonces, con su juramento cumplido, Krusk buscaría de nuevo a la dama y los gnolls.

Los volvería a encontrar.

La lluvia flaqueaba mientras los cazadores atravesaban el bosque, pero la luz seguía disminuyendo. Temprano tropezó sobre dos troncos y lo que Naull pensó que podía ser un erizo, pero ni Ian ni Regdar estarían de acuerdo en encender antorchas.

–Ian puede ver los rastros perfectamente -había dicho Regdar en tono cortante cuando la maga sacó el tema por tercera vez -y yo puedo verle a él. El resto me seguís a mí, y lo conseguiremos.

Naull había maldecido en silencio la obstinación de su compañero, pero para sus adentros sabía que era una sabia elección. Los orcos -y ella lo sabía bien- podían ver en la oscuridad, aunque sólo a distancias cortas. Si el grupo encendía una antorcha, cualquiera en un radio de cien yardas los vería venir.

–Está reduciendo el paso -dijo Ian de repente, parándose poco después. Regdar casi tropezó con el semielfo y Naull chocó contra aquél. Su pequeño cuerpo rebotó contra el duro metal de su armadura. Trebba levantó una mano y Temprano, ahora en la retaguardia del grupo, consiguió detenerse-. Ya no huye. Está avanzando con más cautela.

"¿Eso es bueno o malo?", pensó Naull.

Se apartó el pelo negro y empapado de delante de sus ojos y miró a su alrededor: no había nada más que árboles. No le gustaban los espacios abiertos. Aunque era completamente humana, prefería "aventurarse" por cuevas. Los bosques tenían un aspecto abierto y sin límites, pero todos esos árboles podían tener ojos ocultos, y arcos y flechas.

–Dispersaos un poco -les ordenó Regdar.

Todos -excepto Ian, que aún buscaba los rastros del líder de los orcos fugitivo-obedecieron automáticamente. Naull no pudo evitar una leve sonrisa. Conocía a Regdar desde hacía bastante tiempo, pero el resto sólo había estado con él durante cuatro días.

Apenas sabía nada de ellos, y ellos sabían poca cosa de ella y su socio, pero seguían su liderazgo casi sin argumentar. Ella confiaba en Regdar desde hacía mucho, pero… ¿por qué lo hacían ellos? Naull miró a todos sus compañeros mientras buscaban en la oscuridad algún signo del enemigo.

Trebba, una ladrona confesada, subió por la pendiente resbaladiza de un árbol caído, probablemente con la esperanza de ver los alrededores bajo la luz tenue. Se movía con gracia, incluso sobre la corteza cubierta de musgo. Pronto no era más que una sombra contra el tronco partido.

Por el otro lado, una rama golpeó algo y la siguió una maldición apagada: Temprano. El mocetón se les había unido en la villa, y Naull sabía que era del lugar. No podía tener más de dieciocho años, era imberbe y tenía las mejillas gorditas, pero era muy, muy fuerte. El "niño" había superado algunas pruebas antes de ser aceptado como parte del grupo. Con armadura ligera y sin llevar más que un escudo de madera y una vieja y sencilla espada larga, casi había conseguido romper la guardia bien entrenada de Regdar sin nada más que fuerza y entusiasmo. Naull lo miró mientras rodeaba la rama rota de un árbol, intentando no hacer demasiado ruido. Empezó a mirar a su alrededor, bizqueando hacia la oscuridad, como si los enemigos pudieran surgir detrás de cualquier árbol.

"Es un novato", pensó Naull, pero las acciones de Temprano le recordaban que ella también tenía mucho camino por recorrer. Hizo un inventario rápido de sus bolsas de conjuros y suspiró. Aún tenía todo lo que necesitaba para lanzar los conjuros que le quedaban, pero no tenía sus "grandes efectos", gastados en la emboscada de esa tarde. Su conjuro de telaraña había atrapado de golpe a la mayoría de los orcos; a todos salvo su líder, que había sacrificado a sus tropas para poder escapar. Estaban rastreando a ese orco a través del bosque mientras oscurecía, esperando que los llevara a su guarida, a lo que quedara de los asaltantes y su botín.

Examinando los árboles, Naull intentó localizar a Ian y Regdar. Los encontró enseguida.

Regdar, el guerrero corpulento que lideraba el grupo, era fácil de ver con su armadura de placas. Estaba de pie al lado de Ian, casi sin moverse.

El semielfo, por otra parte, era un enigma. Excepto por su vocación -su habilidad en el bosque se debía a su herencia, en parte elfa- no actuaba como ningún semielfo del que hubiera oído hablar o que hubiera encontrado antes. Aunque era un brusco mercenario, el hombre bajo y ligero tenía un carácter intenso. Hasta su nombre era raro. Los elfos, según la experiencia limitada de Naull, normalmente tenían nombres más largos y cantarines.

"Ian" parecía demasiado sencillo.

El cabello claro y la piel blanca de Ian, sin embargo, sí encajaban con la imagen que Naull tenía de los elfos. Y también el hecho de que su ropa se mantuviera inexplicablemente limpia mientras buscaba huellas por el suelo. Sus ojos agudos de color azul helado penetraron la oscuridad y se giraron hacia Naull. Había notado que lo miraba -supo de repente- y le aguantó la mirada durante un momento; después volvió a su trabajo.

Nunca le había pasado por la cabeza que Ian no pudiera encontrar el rastro, incluso en la oscuridad, incluso después del breve chubasco, y eso había resultado ser una intuición acertada. Después de sólo unos minutos, el explorador se levantó un momento y convocó al grupo.

–Se ha ido -dijo Ian rotundamente. Temprano maldijo, pero Regdar esperó y observó la pausa del semielfo-. O eso piensa.

Una sonrisa surgió en los rasgos del explorador, pero no era agradable. Era la sonrisa de un cazador que disfruta con la matanza y sabe que su presa está acorralada.

–Quería asegurarme que no se había vuelto listo, pero estoy convencido que aún piensa que estamos en el lugar de la emboscada, rebuscando entre los carromatos y el equipo de sus compañeros. Probablemente es lo que él estaría haciendo.

Nada ocultaba el desprecio en la voz de Ian. Pero el semielfo volvió a su profesionalidad, dirigiéndose hacia un terraplén cercano.

–Se paró aquí y miró a su alrededor. No nos oyó mientras nos acercábamos -una mirada penetrante hizo ruborizar a Temprano, pero Ian siguió-, y no nos pudo ver.

Estábamos lo bastante detrás suyo para hacer que se confiara, de modo que se dirigió hacia aquí abajo. – ¿De vuelta al camino? – preguntó Trebba.

–Sí -contestó-. Puede ser que el camino lleve directamente a su guarida. Nadie se adentra ya tanto en el bosque -añadió-. No tienen por qué esconderse. Regdar asintió. – ¿Deberíamos volver al camino, o quieres seguirlo directamente?

–Los orcos, obviamente, no pensaban que los pudieran seguir tan lejos bosque adentro.

Sólo encontramos el camino después de… ¿qué?, ¿dos días de búsqueda? – Ian siguió sin esperar confirmación-. Fueron cuidadosos hasta entrar en el bosque, pero después se relajaron. Creo que se volvieron más descuidados cuanto más se acercaban a su casa.

–Entonces deberíamos volver al camino -soltó confiadamente Temprano-, encontrarlos rápido y patear algunos culos de orco. Que calienten el horno, porque volveremos para desayunar.

Palmeó su espada y sonrió.

–Bueno -dijo el semielfo, imitando el acento campesino del chico hasta que una mirada de Regdar lo reprimió-. Si volvemos al camino, casi seguro que encontraremos la guarida de los orcos; y probablemente más rápido que si seguimos el rastro de un único orco por el bosque y de noche, con esta llovizna, pero llegaremos hasta ellos por donde esperan. Como ya he dicho, éste al que estamos rastreando cree que nos ha engañado. Si volvemos estaremos haciendo lo que espera; y la noche es el momento de los orcos. – ¿Y qué? – preguntó Temprano, con un poco de beligerancia en su voz-. Sólo queda uno. Ya matamos a más de media docena de orcos en la emboscada. Si estás pensando en Yurgen, bueno, siento que haya muerto, pero cometió una locura cargando solo hacia los árboles tras este cafre. Si hubiera hecho lo que le dijo Regdar aún estaría vivo. No me preocupa lo duro que sea este orco, apuesto a que los cinco podemos con otro más.

Mientras Ian abría la boca para lanzar una respuesta mordaz, encontró difícil hablar con doscientas cincuenta libras de humano cubierto de armadura sobre su pie. El semielfo boqueó y Regdar se apartó.

–Pero considera esto, Temprano -dijo Regdar como si no hubiera pasado nada-puede haber más orcos aparte del que estamos rastreando.

–Seguramente los habrá -gruño Ian, flexionando sus dedos aplastados-. Llevan actuando desde esa guarida desde hace un mes. No es sólo un grupo de asalto de paso.

Creo que al menos un par de guerreros se deben quedar atrás para guardar el resto del botín, además de los otros que lleven con ellos, los jóvenes y demás. Aún podrían ser lo bastante fuertes para causarnos problemas si nos cogen por sorpresa, o si irrumpimos en su guarida mientras está oscuro -Ian agitó la mano hacia el lugar de la emboscada, a varias millas por detrás de ellos y sonrió -. Recuerda lo bien que nos funcionó a nosotros.

Temprano asintió, comprendiendo, y también sonrió. Naull miró a ambos, alternativamente, pensando que quizá el semielfo no era tan frío como parecía ni el granjero tan tonto como indicaba su comportamiento.

Todos nos metemos en nuestro papel, pensó.

–Eh, Naull -inquirió Regdar- ¿Qué dices tú? ¿Qué tiene nuestra maga?

–Bueno -empezó, dirigiendo los dedos automáticamente hacia sus bolsas de componentes, aunque las había examinado hacía un momento-, no demasiado. No te preocupes por la luz. Puedo llamarla en un momento, cuando haga falta. Y puedo crear alguna distracción para uno o dos con algún sonido. – ¿Y qué hay de los grandes efectos? – preguntó Temprano impaciente.

De repente se dio cuenta de que su conjuro de telaraña debía haber sido la magia más potente que había visto nunca. Muchos pueblos tenían clérigos para atender sus heridas, pero los magos preferían la vida de la ciudad. Los libros no crecían en los árboles, después de todo.

Se rió nerviosamente ante su chiste involuntario. Temprano lo tomó como si tuviera algo feo preparado y asintió.

–Ya entiendo. No quieres estropear la sorpresa. Ningún problema.

Le hizo una señal con el pulgar hacia arriba y empezó a girarse. Ian y Trebba ya estaban siguiendo el rastro del orco, pero Regdar se demoró.

–En serio, Naull -le preguntó en voz baja-, ¿qué te queda?

Ella suspiró.

–Bueno, tengo otro proyectil mágico, pero el resto es bastante defensivo. No todo el mundo puede ir por ahí en el interior de su gólem privado, sabes -le dio un golpecito juguetón en el costado cubierto de armadura, y fue recompensada con un tañido apagado-. ¡Ay!

Mientras fingía chuparse sus nudillos doloridos, Regdar se rió.

–No puedo culparte por ello, desearía tener un sanador con nosotros -suspiró Regdar.

Se sacó uno de sus guanteletes y le puso la mano en la espalda, guiándola gentilmente por encima y alrededor del sotobosque mientras caminaban-. No habría servido de nada con Yurgen, pero…

Se quedó en silencio mientras los dos seguían al resto del grupo.

–No podías haberlo detenido, Regdar -dijo ella. Le cogió la mano desnuda y se la apretó-. No debería haber hecho lo que hizo, pero murió luchando.

–Eso es lo mejor que podemos esperar, supongo -dijo Regdar. – ¡Yo no! Yo voy a morir en una gran cama en el ático de mi propia torre de maga, rodeada de docenas de libros de conjuros y servida por centenares de aprendices -sonrió perezosamente y le guiñó un ojo-. Quizá tú podrías ser el capitán de mi guardia, si juegas bien tus cartas.

Se pasó los dedos de la mano libre por encima de su túnica, tocando algunas bolsas de componentes. Naull pensó que el corte de los cintos de bolsas ayudaba a acentuar sus curvas modestas y se sorprendió al verse flirteando.

"¡Es mi socio!", pensó, un poco abochornada, pero sonrió igualmente al guerrero.

Mirándola, Regdar respondió a su sonrisa con otra. Su perilla corta a veces le daba un aspecto violento e incluso maligno, pero ahora casi hizo que Naull soltara una carcajada.

–Si me da tiempo -dijo-. Supongo que seré un rey y tú serás la maga de mi corte… o el bufón. Dependiendo de si llegas a mejorar en todo este tema de los conjuros.

Le soltó la mano y levantó el brazo mientras Naull le golpeaba de nuevo.

–Supongo que me estoy acostumbrando a toda esta quincalla -bromeó mientras evitaba ágilmente otro golpe. Le cogió la muñeca, con delicadeza, al tercero-. Venga -dijo, con la voz seria otra vez-. Todo esto aún no ha terminado.

Naull se puso rígida ante su tono de voz y asintió.

"De vuelta al trabajo", pensó.

–Tienes razón. Mejor que no ponerse la corona hasta que te hagan rey.

Al grupo le llevó menos de una hora rastrear al líder orco el resto de trecho hasta su guarida. Ian estaba en lo cierto: los orcos se habían asentado después de sus primeros asaltos y parecía un lugar confortable. Habían construido su guarida en un pequeño valle dentro del bosque, una hondonada con buena cobertura de árboles y cuevas en la parte norte. Si había guardias, ahora no estaban ahí. Quizá el líder los había llamado al interior cuando llegó antes que ellos. La noche había caído completamente y el grupo se movía como una masa apiñada. – ¡Uf! – exclamó Temprano-. ¡Qué peste! – ¡Cállate! – siseó Regdar. La voz de Temprano había sonado muy fuerte en la oscuridad-. Paraos todos.

Ian se agachó junto a un árbol, pasando sus dedos pálidos arriba y abajo del tronco. En la penumbra, Naull vio sus ojos brillantes seguir las manos, entonces giró la cara hacia arriba. Señaló y sus ojos siguieron su dedo.

Trebba, moviéndose ágilmente y en silencio sobre las hojas y ramitas que cubrían el suelo, avanzó hasta el árbol de Ian y empezó a trepar. La mujer se movió lentamente al principio, pero al parecer encontró la subida más fácil de lo que había esperado. En unos segundos la forma negra había desaparecido de su vista en la parte superior del árbol.

Algunos segundos después, una cuerda con nudos se deslizó por el tronco hasta ellos.

Temprano cogió la punta de la cuerda y se la estabilizó a Ian. El semielfo trepó ágilmente y pronto desapareció. Naull se preguntaba si ella debía seguirlo, pero a un signo de Regdar, Temprano y la cuerda se deslizaron detrás del tronco, dejándolo entre ellos y la hondonada.

Ian y Trebba volvieron después de un minuto o dos y el grupo se acuclilló tras el árbol. – ¿Pudiste ver la guarida? – le preguntó Regdar a Ian.

–Sí. Han limpiado un buen pedazo de terreno de árboles y arbustos. No dimos con el camino que usan para traer su botín; está en la esquina sureste. Su líder conoce el área lo suficientemente bien para que no tuviera que ir por el camino -explicó el semielfo-.

Tienen una tosca barricada que lo atraviesa, pero supongo que anticipaban el éxito, ya que en su mayor parte ha sido retirada. Por lo que puedo decir desde aquí, tienen un par de carromatos llenos de baratijas junto al camino. Dos o tres orcos fuertes podían moverlos, pero no con rapidez. Toda la zona se ve bastante embarrada. – ¿Trebba?

–Ian vio más que yo -dijo la mujer, encogiéndose de hombros-, está oscuro. Vamos a necesitar luz si tenemos que entrar. No sé tanto sobre orcos como nuestro explorador -Ian resopló ante el cumplido como si no fuera nada, pero no la interrumpió-, pero sería simple colocar algunas trampas o alarmas en las proximidades. Incluso palos afilados cubiertos de hojas les darían alguna ventaja.

–A los orcos les gustan las viles trampas de resorte -añadió Ian-, cubiertas con sus propias heces o cualquier veneno que puedan encontrar. Serán desagradables -agitó su mano en un arco amplio-. Supongo que tienen sorpresas cubriendo todas las pendientes que se dirigen a su guarida. – ¿Por qué? Creí que dijiste que no estaban vigilando – preguntó Temprano apuntando hacia la plataforma sobre sus cabezas-. Nada de guardias. La mayoría se fueron al asalto, ¿verdad? Dijiste que no estaban preocupados porque nadie encontrara su campamento.

El semielfo contestó con una paciencia sorprendente.

–Que no esperen que nadie encuentre su nido no significa que no estén preparados.

–Bueno -intervino Trebba-, pisa un abrojo o dispara una trampa de lazo y vas a hacer ruido. Hagamos lo que hagamos, Regdar -dijo girándose hacia el guerrero-, será mejor que tengamos cuidado.

–Y será mejor que nos movamos -los apremió Ian-. El líder estaba furioso, o lo estará. Ha tenido poco más de una hora para pensar lo que les pasó a él y a sus combatientes, y se va a dar cuenta de que pudo huir sólo porque no éramos suficientes para atraparle. Va a querer o bien vengarse o bien salir rápidamente de aquí. – ¿Cómo puede planear una venganza? Dudo que supiera dónde encontrarnos -contestó Naull.

–No tiene por qué encontrarnos -respondió Regdar-. A los orcos no les gustan los combates igualados.

–Intentará vengarse contra la villa -añadió Trebba, con temor en su voz.

Los ojos de Temprano se agrandaron y el hombretón lanzó una maldición.

–No parece que vaya a poder hacer nada esta noche -advirtió Naull-. Podríamos esperar hasta mañana.

Regdar se removió incómodo mientras Trebba y Temprano asentían. Ian tampoco parecía satisfecho. – ¿Qué? – preguntó Naull-. ¿Me estoy perdiendo algo?

El explorador y el guerrero intercambiaron miradas.

–No intentará vengarse esta noche, planee lo que planee -dijo Regdar lentamente-, pero puede intentar escapar.

Naull empezó a decir que eso ya le iba bien, pero tanto Trebba como Temprano intervinieron. – ¿Huir? ¡No! – dijo la mujer oscura. – ¡Con todo el tesoro! – chilló Temprano.

Ambos tenían parte de razón, admitió Naull. Trebba quería venganza por lo de Yurgen, y Temprano -junto con Regdar e Ian, según parecía- quería lo que todos pensaban que sería la mejor parte de su paga. Su contrato con la villa era de cincuenta monedas de oro por cabeza, más todo el botín que pudieran recuperar. Incluso las estimaciones más modestas calculaban el tesoro potencial bastante por encima de las mil monedas de oro, basándose en lo que habían oído de los asaltos anteriores. La maga sintió que el estómago se le encogía.

–Seguramente -dijo ella-, ¿podríamos esperar al menos hasta el amanecer?

Encogiéndose de hombros, Regdar miró a Ian. El semielfo les dio malas noticias.

–Esos orcos han estado aquí durante bastante tiempo. Es muy probable que hayan excavado algunas salidas más de la guarida. Falta mucho hasta el amanecer. Si el líder orco cree que estamos tras su rastro, o simplemente no quiere estar por aquí ahora que hemos eliminado una de sus partidas de guerra, podría deslizarse por un túnel del que no sabemos nada.

Nadie del grupo parecía especialmente feliz con la idea de seguir al líder orco por esas cavernas en mitad de la noche, pero a Naull le resultaba especialmente desagradable.

–No tengo mucho más en el departamento de conjuros -dijo de nuevo.

–Es muy posible que no queden muchos orcos ahí dentro -contestó Regdar-. Como ha dicho Ian, un líder orco querrá tener cerca a sus combatientes. Probablemente los eliminamos a casi todos durante el asalto.

El guerrero no hablaba como si estuviera convencido de ello, pero Naull miró las caras del resto del grupo. Habían perdido a un compañero y no parecían estar de humor para pensar racionalmente.

–Muy bien. ¿Cuál es el plan?

Ian podía ver mejor en la oscuridad, de modo que él avanzaría primero por el terraplén.

Decidieron acercarse a la guarida desde el sudoeste; principalmente porque parecía la bajada más fácil, sin contar el camino al otro lado de los carromatos. Nadie quería ir por ahí. Si había algún guardia, estaría en el camino. Las propias cuevas se encontraban al norte y el desnivel se convertía en un barranco por ese camino. No dudaban que con cuerdas y la ayuda de Trebba podrían descender y quizá sorprender a los orcos desde arriba; pero como los orcos podían ver en la oscuridad y ellos no, sería más probable que los vieran y los llenaran de flechas antes de que pudieran retirarse.

Trebba iría con Ian. Dijo al resto del grupo que se quedaran atrás tan lejos como pudieran y siguieran sus huellas con precisión, pero sentía -y todo el mundo estuvo de acuerdo-que ella tendría más posibilidades de ver una trampa antes de pisarla que ningún otro.

Sería una marcha lenta, pero los árboles y el sotobosque les proporcionaban abundante cobertura.

Naull estaba preocupada. ¿Qué pasaría si se habían equivocado sobre los guardias? Los orcos podrían estar detrás de cualquier árbol entre aquí y las cuevas -a más de un centenar de yardas, si Ian estaba en lo cierto- y sólo tendrían que dejarlos pasar para rodearlos y atraparlos por detrás. Cuando dijo esto, sin embargo, la respuesta de Regdar fue poco grata.

–Ian piensa que eso es improbable, y tendremos que arriesgarnos. Creo que tiene razón en que los orcos no deben haber dejado a demasiados combatientes para guardar su botín, aunque sólo sea por falta de confianza. Si eso es verdad, no puede haber más que un puñado de combatientes ahí abajo.

"Define "puñado", pensó Naull, taciturna.

Ella tenía que intentar quedarse en el centro del grupo, justo delante de Temprano, con Regdar en la retaguardia. Habían usado el resto de su negro de armas sobre su armadura de placas y las espadas de los dos guerreros en un esfuerzo para minimizar cualquier reflejo que pudiera producirse a la luz tenue. Pero nada podía cubrir el traqueteo que hacía Regdar cuando se movía. Esperaban que los orcos no los detectaran hasta que la vanguardia estuviera sobre ellos.

"Si hubiera sabido que íbamos a andar por ahí furtivamente", pensó la maga con amargura, "habría preparado un conjuro de silencio".

Hizo una nota mental para, en el futuro, hacer más preguntas antes de preparar los conjuros cada mañana. "¿Es probable que vayamos a irrumpir en una guarida de orcos esta noche, en plena oscuridad?" no le habría parecido una buena pregunta dieciocho horas antes.

A pesar de sus pensamientos amargos, Naull mantuvo su concentración siguiendo las pisadas de Temprano. Dejó que una parte de su mente revisara sus conjuros de nuevo, desesperada por encontrar una combinación que pudiera enfrentarse a cualquier sorpresa.

Aún así, simplemente no tenía nada que fuera de mucha ayuda contra más orcos de los que esperaban encontrar.

De repente, Ian se detuvo en seco. En la penumbra, Naull lo vio coger el hombro de Trebba y la ladrona adelantó ambas manos y se agachó. Era la señal que habían convenido para indicar "¡Alto!"

Ya fuera porque las nubes se habían abierto un poco, dejando pasar la luz de la luna un poco más, o porque el frío Wee Jas había decidido bendecir -con inusual amabilidad-a una de sus sirvientes menos devotas, Naull se dio cuenta de que podía vislumbrar al semielfo y lo que había bajo él. Un viento húmedo sopló por la hondonada. La luz siguió creciendo mientras la cobertura de nubes se apartaba. Con sorpresa, Naull advirtió que podía ver la entrada de la cueva hacia la que se dirigían. Estaba hacia la izquierda, guarecida en la pared más septentrional del valle. Naull casi podía notar los arqueros orcos que esperaban en la completa oscuridad de la entrada, pero no surgió ninguna flecha.

Después de un minuto o más de silencio, esperando y observando, Ian indicó al resto que siguieran adelante. Mientras Naull se acercaba, oyó el susurro de Trebba.

–Quiero comprobarlo -dijo la ladrona-. Podría haber alguna trampa en la entrada, o algún tipo de alarma. Ian se encogió de hombros y se preparó para seguirla.

–No llames a la puerta -bromeó.

–Adelantaos -susurró Naull-. Haré que Temprano y Regdar se muevan. Podemos llegar rápidamente a la entrada de la cueva desde aquí si nos necesitáis.

Trebba asintió y avanzó hacia las sombras.

–Tened cuidado -añadió Naull.

Se preguntaba si no sería demasiado tarde para que cualquiera de ellos tuviera el suficiente cuidado, pero mantuvo esos pensamientos tan lejos de su mente como pudo.

Trebba e Ian desaparecieron por la entrada de la cueva y, durante unos breves momentos agónicos, Naull, Temprano y Regdar se agacharon en la oscuridad.

Ian volvió a aparecer enseguida en la tenue luz del exterior de la entrada a la cueva.

Estaba casi de pie y les hacía gestos. Según su plan predefinido, Temprano empezó a avanzar, moviéndose rápidamente hasta la pared del barranco y después por su borde hasta donde estaba el explorador. Naull esperó hasta que Temprano hubiera sobrepasado la fosa séptica y le siguió. Regdar fue con ellos el último.

Naull cogió aire profundamente cuando llegó a la entrada de la cueva. Trebba se sentaba con la espalda contra la tosca pared de piedra, con la mano sobre el hombro derecho. La sufría visiblemente. Sus senos subían y bajaban al ritmo de su agitada respiración.

–Estoy bien, estoy bien -dijo monótonamente.

A su lado había un virote ensangrentado y lo que parecían algunas yardas de cordel.

Cuando llegó Regdar, Ian les informó.

–Trebba encontró un cable trampa extendido a través de la entrada. Habría hecho sonar algún tipo de alarma. Ella lo desactivó, pero luego eso -el semielfo apuntó al dardo del suelo-, salió disparado del techo. Le habría dado en el centro del cráneo, pero ella pudo apartarse.

–No lo suficiente -jadeó Trebba-. Pero estoy bien. Ayudadme a levantarme.

La pícara se levantó con la ayuda de Regdar. Temprano le miró la herida mientras Ian estudiaba la flecha.

–Es fea -dijo el hombretón-, pero está limpia. Buen trabajo -dijo, inclinando la cabeza hacia Ian.

–No creo que el virote estuviera envenenado -contestó Ian-. O si lo estaba ya había perdido su efecto, con tanto tiempo ahí arriba.

–Gracias por los ánimos, chicos -dijo Trebba, con desdén.

Se pasó las correas de su mochila por el hombro sano. – ¿Estás bien? – preguntó Regdar-. Podrías esperar aquí.

Trebba meneó la cabeza.

–No. Si hay más trampas ahí dentro vais a necesitar a alguien que las encuentre.

Temprano miró hacia la oscuridad.

–No puedo ver más allá de mi mano frente de mi cara.

En respuesta, Naull sacó algunos objetos de sus bolsillos.

–Mejor que antorchas -estuvo de acuerdo Regdar.

Murmuró algunas palabras, y en la mano de la maga una piedra del tamaño de un ojo se iluminó con una llama fría como la de una antorcha. Un momento después, Naull tenía la piedra fijada a un pequeño anillo barato. Abrió y cerró la mano algunas veces, iluminando la entrada de la cueva y luego dejándola de nuevo casi a oscuras.

–Bonito truco -dijo Temprano-. Había visto conjuros de luz, claro, pero el anillo es cómodo.

–Me deja las manos libres y puedo apagar la luz si hace falta -Naull se quitó el anillo y lo tendió aTrebba-. Si vas por delante lo necesitarás.

La picara asintió y cogió el anillo. El grupo se adentró en la cueva. Trebba iba delante, ocultando la luz tanto como podía. Regdar e Ian la seguían, y finalmente Naull y Temprano avanzaban hombro contra hombro.

La verdad era que Naull esperaba que la cueva se abriera formando una gran caverna, pero se dio cuenta rápidamente de que eso no iba a suceder. Los orcos fueron afortunados en la elección de su guarida. La cueva se convertía en un túnel que se retorcía y descendía hacia la derecha casi inmediatamente. Trebba descubrió e inutilizó otra alarma o trampa -no se molestó en decirles qué era- y el grupo empezó a moverse un poco más rápido.

El pasadizo se alejaba y descendía quizá un centenar de pies más. En la luz tenue, podían ver el siguiente giro, la siguiente pendiente y después nada. El explorador se estiró y agarró el cinturón de la picara, deteniéndola en seco.

–Silencio… escucha.

Como si fueran uno, el grupo aguantó la respiración. Oían ruidos que sonaban como una conversación, y venían de delante.

Trebba avanzó sola, volviendo unos momentos después.

–Hay una intersección aquí delante, y de la derecha surge algo de luz. A la izquierda está oscuro, pero sube abruptamente. No vi ni oí nada, pero no podía mirar sin salir al espacio abierto.

Regdar asintió.

–Trebba, Ian, vosotros iréis delante.-dijo-. Me apuesto algo a que los orcos están a la derecha de esa intersección y que ahí es donde viven, pero también podría haber algunos al otro lado. Tened cuidado. Temprano, tu irás después, y yo justo a tu espalda.

Miraremos por la esquina; si es la guarida principal de los orcos, quiero que tú -apuntó al hombretón-, te adelantes conmigo rápidamente. Trebba, tú te retiras con Naull y te aseguras que ninguno se acerque por la izquierda. Si la zona parece limpia, puedes empezar a disparar hacia la caverna principal, pero mantén las flechas lejos de nuestras espaldas.

Naull sonrió ligeramente ante el chiste del guerrero pero sabía que hablaba en serio.

Trebba empezó a moverse, pero Regdar le cogió la mano.

–Si Ian tiene razón, tenemos una lucha más o menos igualada por delante. Quiero entrar en esa caverna, si se trata de eso, tan rápido como sea posible. La mayoría de nosotros somos más ágiles que los orcos, pero no quiero sorpresas. Si algo se acerca por el otro pasadizo, grita. Sabrán que estamos aquí igualmente.

–Muy bien.

Mientras Trebba e Ian avanzaban, Temprano miraba pero Regdar dudaba. – ¿Qué piensas, Naull? – preguntó en voz demasiado baja para que nadie excepto la pequeña mujer lo oyera.

–Es un plan decente -contestó nerviosamente-. Aunque espero que Ian tenga razón con los orcos, o nos vamos a meter en problemas.

Regdar sacudió la cabeza. Él tampoco quería hacerlo, pensó ella de repente. Casi le pidió que dejaran correr el ataque, pero ese momento ya había pasado.

Mientras el grupo se acercaba, los sonidos aumentaron de volumen. El horrendo idioma de los orcos provenía del pasadizo a la derecha, y vieron el resplandor de una fogata contra la piedra desigual. Trebba se deslizó hábilmente alrededor de la esquina y volvió.

En la luz tenue asintió y levantó cinco dedos.

Regdar y Temprano avanzaron. Temprano tenía preparados su espada larga y su escudo, pero Regdar curvó y encordó su arco largo.

Con un vistazo hacia el pasadizo de la izquierda, los dos guerreros entraron a la caverna.

Un grito de sorpresa de los orcos les dio la bienvenida, y el arco de Regdar restalló. La flecha alcanzó a un corpulento orco en el pecho. Dio una vuelta sobre sí mismo y cayó junto al fuego. – ¡Quedan cuatro! – gritó Temprano.

Se lanzó hacia delante y Regdar, tirando el arco, sacó su espada y lo siguió.

El cuerpo a cuerpo que siguió fue rápido y brutal. Temprano y Regdar se abalanzaron sobre el resto de orcos a toda velocidad. Aunque las bestias tenían su equipo y armas a punto, no estaban preparados para que dos grandes humanos -uno de casi siete pies de altura y gritando como un loco, y el otro prácticamente cubierto por una armadura de placas ennegrecida y empuñando una espada casi tan alta como él- los atacaran en su guarida. Cedieron terreno rápidamente. Cuando Ian entró en la refriega, uno de los orcos tiró su arma y empezó a correr.

Con un chillido, el orco cayó de cara al suelo: una de las pequeñas hachas de Ian estaba enterrada en su espalda. Como un relámpago, Ian sacó una segunda hacha de su cinturón y avanzó para batirse contra un gran orco. Los golpes de su hacha a dos manos no cortaron más que el aire mientras el semielfo jugaba con su presa. Mientras el orco lanzaba una rápida mirada sobre su hombro hacia la salida, la punta del estoque del semielfo avanzó y atravesó al orco por el cuello.

Con tres orcos caídos en sólo el doble de segundos, la batalla casi había terminado.

Temprano y Regdar luchaban para mantener a los últimos humanoides a raya, pero tampoco querían que escaparan. Al otro lado del fuego podían ver un pasadizo -una entrada grande y oscura-. Si los dos huían por ahí, quién sabe lo que tardarían en atraparlos. Sería mejor acabar en esta cueva con todos los que quedaban y no tener que cazarlos por su madriguera.

"¿Todos los que quedan?", pensó Naull.

Examinó a los tres -ahora cuatro, ya que el contrincante de Temprano había caído también- cadáveres orcos de la habitación. Levantó la mirada justo en el momento en que Regdar atravesaba las tripas del último con su espada bastarda.

"No, ése tampoco es el líder", concluyó.

Sólo había visto al líder durante un momento en el lugar de la emboscada, pero ninguno de estos orcos iba tan bien armado ni acorazado como él. No olvidaría esa cuchilla a dos manos fácilmente. – ¡Regdar! – gritó para decírselo, pero entonces Trebba chilló.

Por una coincidencia funesta, ambas mujeres estaban prestando atención a la batalla y no al agujero en el momento menos adecuado. Como si supieran que ambas estaban distraídas, dos grandes orcos descendieron por el tobogán. Uno al lado del otro cayeron sobre la maga y la picara. El primero hundió la punta de una lanza larga en el estómago de Trebba mientras ésta se giraba para enfrentarlo. La mujer oscura se derrumbó hacia un lado con un jadeo, bloqueando el pasadizo durante un segundo precioso. Naull saltó hacia atrás antes de sufrir un destino similar.

La maga se encontró sola en la parte superior del pasadizo, enfrentándose a dos grandes orcos. Desde cerca, sus colmillos amarillos parecían enormes y su aliento hedía a carne podrida. Uno graznó con malignidad mientras retorcía su lanza en el estómago de Trebba y ella gimoteaba en el suelo, rodando para apartarse. El otro sacó una cruelmente familiar espada a dos manos de la vaina a su espalda y se acercó a Naull.

La maga se retiró, levantando una mano con un fútil gesto de defensa, pero el sonido que escapó de los pequeños labios de la mujer no era un grito. La espada cayó con fuerza, pero se desvió en el último momento como si hubiera golpeado contra un escudo mágico invisible. Naull intentó caminar hacia atrás y tropezó, cayendo en la habitación más grande.

El orco con lanza la sacó del cuerpo de Trebba, saltó más allá de Naull y se dirigió hacia los guerreros. Regdar se giró con el alarido de Trebba y gritó de rabia, empezando a subir hacia el pasadizo. El orco intentó lancear a Temprano, que llevaba una armadura más ligera. La sangre de Trebba salpicó el escudo del hombre mientras desviaba el golpe, pero la respuesta de Temprano tampoco dio en el blanco. El orco dio la vuelta y giró la lanza como si fuera un garrote, golpeando al hombretón en el brazo del arma, haciendo que gritara de dolor y la soltara.

En ese momento, un rugido surgió de la cueva al otro lado del fuego. Ian había dicho que ningún líder orco dejaría solos a muchos de sus seguidores en una cueva con su botín, y no se había equivocado. Cinco combatientes orcos se habían quedado atrás junto al lancero y ahora el grupo vio por qué. El "líder" orco sólo era un mero lugarteniente. La criatura que surgía de la abertura tenía que ser el verdadero comandante de los humanoides.

Tenía la mandíbula salida y los colmillos de un orco, pero medía casi una vez y media lo que éstos. Sus largos brazos desnudos colgaban más allá de sus muslos, grandes como troncos de árbol, y por debajo de sus permanentemente torcidas rodillas. Oro y plata, junto con huesos y piel, ornamentaban su cabello fibroso y empuñaba una enorme clava cubierta de pinchos y envuelta en tiras de cuero. – ¡Un ogro! – gritó Ian, consternado.

El ogro bramó y empezó a avanzar hacia el explorador. Ian era el que estaba más al interior de la caverna, casi al lado del fuego tras su duelo con el orco, y era obvio que la criatura lo había elegido como el objetivo más cercano.

Naull luchó para levantarse, para hacer algo que fuera de ayuda, pero tuvo que alejarse rodando mientras el teniente orco que empuñaba la espada se inclinaba hacia ella. Por suerte el orco no la alcanzó. Regdar saltó entre ellos y las dos armas enormes chocaron.

El orco tenía más impulso y la espada de Regdar se deslizó hacia atrás.

–Naull, si te queda alguna sorpresa oculta, ¡ahora sería un buen momento!

La maga eligió rápido. Sin preocuparse siquiera de levantarse, se quedó de rodillas y apuntó al orco que luchaba contra Regdar. Dos proyectiles brillantes, como los que habían matado un orco en la emboscada, surgieron de las puntas de sus dedos y golpearon al bruto teniente en pleno pecho. Trastabilló hacia atrás y rugió, pero no cayó.

Regdar chilló de frustración y golpeó con su espada bastarda. El orco intentó pararlo, pero el golpe empujó su propia hoja contra su pecho y el filo del arma de Regdar se hincó en el bíceps del humanoide. La sangre de un corte profundo descendió por su brazo.

El orco dio unos pasos hacia atrás pero se quedó contra la pared de la caverna. No intentó ir hacia arriba a la izquierda. Incluso sin el cuerpo de Trebba en su camino, avanzar hacia arriba por el suelo desigual podría haber sido un desastre. No tenía otra opción que enfrentarse a Regdar, un golpe por otro. Los dos se batieron mientras Naull miraba, sintiéndose indefensa. Miró a su alrededor buscando algo que pudiera salvarlos.

Al otro lado de la entrada, Temprano luchaba con valentía contra el orco que empuñaba la lanza, pero evidentemente estaba en desventaja. Había sacado su arma de reserva, una daga, pero por mucho que lo intentara, no conseguía acercarse lo suficiente para usarla.

Cada vez que se abría camino hasta poder alcanzar al orco, su lanza giraba y le pegaba con la cantonera de madera. No le hacía mucho daño, pero le hacía retroceder. Mientras tanto, la punta del arma había pinchado dos veces a Temprano, una en el muslo y otra en el hombro. El hombretón se estaba cansando y no había nada que Naull pudiera hacer.

Aunque a la maga todo esto le pareció secundario cuando miró al interior de la caverna.

El ogro rugió su feroz grito de guerra y se lanzó sobre Ian. También gritando, el explorador saltó hacia delante y, de algún modo, se las arregló para que su contrincante le quedara al alcance. Acuchillando hacia arriba con su estoque, le atravesó su gruesa piel.

Antes de que el ogro pudiera dar un golpe descendente con las dos manos sobre la cabeza del explorador, el semielfo saltó de nuevo, alejándose.

"¿Qué puedo hacer?", pensó frenéticamente Naull.

Viendo que sus amigos luchaban una batalla perdida, intentó aclarar su mente. Aún le latía por el golpe que se había dado en el suelo de la cueva y empezó a desesperarse.

Incluso aunque pensara algún modo de ayudar, ¿qué podría hacer que marcara la diferencia? Si sólo pudiera liberar a uno de ellos de su contrincante el tiempo suficiente para que pudiera ayudar a otro… dos contra uno sí marcaría la diferencia. Sólo necesitaba pensar.

–El resto es bastante defensivo -le había dicho a Regdar antes de meterse en esta maldita cacería-. No todo el mundo puede ir por ahí en el interior de su gólem privado -bromeó. Recordó sus palabras con expresión seria. Entonces sus ojos se agrandaron y miró a su alrededor.

Regdar… Regdar tenía las mejores posibilidades de ayudar que cualquier otro, pensó.

"¡Boccob, bendice mi magia! Y", añadió, "¡Wee Jas, si muero haciendo esto, tráeme de vuelta para vengar las muertes de mis amigos!".

Naull lanzó dos conjuros en una sucesión rápida. Con uno, su forma quedó borrosa e indistinguible. El otro no mostró ningún efecto visible, pero ella sabía que había funcionado igualmente.

Sacando su pequeña daga, Naull saltó al lado de Regdar. – ¡Ayuda al resto! – le gritó-, ¡Yo puedo encargarme de éste!

Regdar le lanzó una mirada de asombro y pareció que iba a discutir. Ella le empujó físicamente; sabía que no tenía la fuerza suficiente para desplazar al hombre, pero lo intentó. – ¡Muévete! Antes de que sea demasiado tarde. ¡Sé lo que hago!

Haciéndole caso, el guerrero se retiró. El teniente orco sonrió y dijo algo en su idioma gutural que a Naull le hubiera gustado comprender.

–Venga, vamos -le contestó Naull tétricamente, blandiendo su daga como si fuera un arma poderosa-. No tengo toda la noche. Si no te mato antes del amanecer, no conseguiré mis ocho horas de sueño.

El orco, la entendiera o no, pareció indignado con su gesto desafiante. Cogiendo su espada con las dos manos, golpeó a la pequeña maga con un golpe que seguramente la habría partido por la mitad si hubiera impactado. Pero la hoja se desvió mientras se aproximaba a la forma borrosa de Naull y golpeó la piedra a sus pies. La combinación de conjuros protectores bastaría para mantener el orco a distancia, al menos durante algún tiempo. Naull esperaba que el suficiente.

Regdar, mientras tanto, saltó hacia la caverna, lanzando una salvaje estocada al orco de Temprano mientras pasaba. La criatura se agachó para esquivar el golpe fácilmente, pero el asalto inesperado lo distrajo lo suficiente para que el chico de granja convertido en aventurero golpeara con su escudo la cara chata de la criatura. El orco trastabilló hacia atrás y tropezó, cayendo contra la pared. Temprano acuchilló la criatura con su toda su considerable fuerza, partiendo su lanza por la mitad y enterrándole profundamente su arma en el pecho. Orco y hombre rodaban por el suelo un momento después, el primero muerto y el otro exhausto. – ¡Temprano! ¡Sal de aquí! – gritó Regdar mientras avanzaba hacia el ogro-. ¡Coge a Trebba! ¡Ayuda a Naull! ¡No podemos luchar contra esto!

Creyera o no Regdar que no podían luchar contra el ogro, Ian aún no se había dado por vencido. Gruñendo, el explorador entraba y salía del alcance del ogro, pinchándolo con su estoque. El gigante aullaba y sangraba por muchos pequeños alfilerazos, pero su clava enorme se acercaba más a la cabeza de Ian con cada golpe. – ¡Aquí arriba! – gritó Regdar.

Se acercó a la fogata agarrando fuertemente su espada bastarda con ambas manos.

Naull, que podía ver la lucha del ogro aunque estaba parando y esquivando los golpes del teniente orco, no oyó qué le había gritado su socio a Ian o al ogro. Fuera cual fuera su intención, el ogro se giró y se abalanzó contra él. Quizá le vio como un objetivo más fácil. Envuelto en su pesada armadura, el guerrero posiblemente no podría moverse tan rápido como el molesto semielfo.

Durante un momento, eso puso al ogro entre el explorador y el guerrero. Mientras Regdar se retiraba con rapidez para evitar el descenso de la clava, Ian también saltó hacia atrás, lanzando su hacha de mano a la espalda del ogro.

La criatura aulló de dolor y rabia cuando el hacha de mano se hincó profundamente en su espalda musculosa. Justo en el momento que empezaba a girarse, sin embargo, Regdar metió su espada de hoja ancha en las cenizas de la fogata y las tiró al aire hacia la cara del ogro. Las chispas y las cenizas cegaron a la criatura, que tiró su clava para limpiarse los ojos.

Naull casi lloró de alivio cuando vio a Ian rodear apresuradamente al enloquecido ogro, y eso casi fue su perdición. El orco blandió su hoja en un amplio arco, golpeando con un tajo oblicuo a la maga en el costado. Si no hubiera sido por sus conjuros de escudo y armadura de mago, la cuchilla la habría partido en dos. En ese momento se sintió chocar contra la pared de la cueva, inmovilizada e indefensa. El orco sonrió siniestramente y avanzó para acabar con ella.

Entonces Trebba se levantó.

Temprano había llegado hasta la ladrona y vendado sus heridas, pero cuando el ogro gritó el hombre había empezado a volver de nuevo hacia la cueva, dejándolas solas. Trebba se levantó vacilante y se lanzó hacia delante. Naull, aunque sentía miedo y horror al pensar que podía morir en manos del lugarteniente orco, miró por encima del hombro de la criatura y sintió piedad al ver que los labios de la ladrona estaban manchados de sangre.

Entonces vio la daga en la mano alzada de la mujer.

El orco dio un paso atrás para infligir el golpe final, pero gruñó sorprendido. La daga de Trebba se había clavado por completo entre sus omoplatos. La criatura soltó su cuchilla, se puso las dos manos tras la espalda y cayó hacia delante, cubriendo a Naull mientras moría.

Luchando contra el peso, Naull se retorció y miró hacia arriba; vio aTrebba cayendo de rodillas. Le manaba abundante sangre de la boca, y a la luz de su conjuro, su piel oscura tenía un tono ceniciento. – ¡Recógela! – ordenó Naull.

Temprano se detuvo sin decir nada y alzó a Trebba entre sus brazos.

Naull miró hacia atrás y se desalentó al ver que ni Regdar ni Ian se habían apartado por completo del ogro. Ambos estaban en su lado de la criatura, que estaba obviamente aún ciega y rugía de dolor. De algún modo había golpeado a Regdar en el costado y Naull podía ver la abolladura en su armadura a veinte pies de distancia. Ian estaba gritando y agitando los brazos -una de las cuales era una masa sangrienta- para distraer al ogro mientras el guerrero se alejaba trastabillando.

Naull corrió hacia Regdar y se pasó su pesado brazo por encima del hombro. El no le puso demasiado peso encima, lo que la maga interpretó como una buena señal.

"Sólo ha perdido el aliento", pensó mientras avanzaban con dificultad fuera de la caverna.

Se oyó un fuerte crujido. El ogro había recuperado su clava y la madera golpeaba contra piedra. Ian le lanzó otra provocación y después rodó lejos del gran monstruo. Corrió a través de la caverna y hacia la entrada. – ¡Salgamos de aquí! – dijo mientras se pasaba el otro brazo de Regdar por el hombro.

El semielfo sangraba por una herida superficial en la cabeza, pero aún parecía capaz de correr. Pasaron por encima del cuerpo del orco lancero y corrieron lo mejor que pudieron hacia la entrada. Los gritos de dolor y rabia del ogro aún se oían, pero no parecían acercarse. – ¿Nos seguirá? – preguntó Naull mientras se aproximaban a la salida de la cueva.

El cielo se había aclarado ligeramente y Naull podía ver el leve contorno de la entrada por delante. Había visto manchas de sangre -de Temprano o Trebba- mientras avanzaban, pero no veía a ninguno de los dos.

Regdar estaba pasando un mal rato al correr con la armadura abollada y no contestó.

Ian se encogió de hombros.

–No lo sé. Es probable. No puedo haberlo cegado definitivamente.

Regdar miró hacia el explorador y se deshizo de su ayuda.

–Puedo caminar. Debemos seguir avanzando. Si podemos llegar al camino…

El semielfo parpadeó cuando salieron al aire libre. Mientras los tres se alejaban, ayudándose entre ellos, Naull sintió que dos de sus tres conjuros protectores se desvanecían. Miró atrás hacia la entrada de la cueva, pero era demasiado oscuro para ver nada. Si el ogro los cogía en campo abierto, su armadura de mago no le evitaría terminar hecha papilla bajo los golpes de la criatura.

Pasaron por el lado de los carromatos rotos que los orcos habían usado como barricadas e Ian se detuvo.

–Temprano y Trebba -dijo-. También pasaron por aquí -el explorador señaló una pequeña mancha de sangre y cogió un trozo de ropa desgarrada, probablemente de la túnica de Temprano-. No deberían estar demasiado lejos.

–Al menos Trebba aún vive -dijo Naull con esperanza-. ¿Visteis cómo apuñaló al orco?

Ninguno de los dos hombres contestó. Naull miró hacia atrás por encima de su hombro de nuevo. Nada. Empezó a respirar un poco más fácilmente.

La maga respiraba con mucha más facilidad unos minutos más tarde. Habían seguido rodeando más basura -pedazos de carros rotos, toneles vacíos y comida desechada y medio podrida-, y finalmente alcanzaron el camino principal. A esta profundidad del bosque, el "camino" no era más que un sendero marcado, lo bastante ancho para que caminaran dos hombres de lado. Vio a Temprano unas yardas más allá, agachado sobre Trebba. Naull miró a Regdar e Ian y corrió. – ¡Temprano! ¿Está…?

El hombretón alzó la vista, con lágrimas en los ojos, y después volvió a mirar a la mujer que había transportado desde las cuevas. Trebba tenía un tosco vendaje enrollado en su cintura, blanco manchado de sangre contra su piel oscura. Naull miró la cara de Trebba.

Temprano la había limpiado un poco, pero eso había sido después. La ladrona estaba muerta.

–S-sus heridas -balbuceó Temprano-. No pude hacer nada. Dijo que la dejase, pero pensé que sólo estaba siendo… -¿Heroica?

Era Ian. Había caminado tras Naull. Sus sesgados ojos de elfo brillaban en la oscuridad, y su cara pálida reflejaba la luz de las estrellas.

–Lo era -dijo, colocando una mano en el hombro de Temprano.

–Tenemos que seguir -dijo Regdar. Su cara era seria, pero Naull podía ver la pena tras la máscara-. Ian, ve delante. Naull, Temprano, id uno al lado del otro. Yo tomaré la retaguardia.

Ian asintió y empezó a avanzar. Había pasado algunos momentos envolviendo su mano quemada con otra venda, pero se movió con obvio dolor. Temprano empezó a levantar el cuerpo de Trebba.

–No, Temprano -le dijo Regdar secamente-. Déjala.

Temprano se giró y empezó a refunfuñar, pero Regdar no le dejó hablar.

–Murió para ayudarnos a salir de aquí. Si ese ogro viene tras nosotros ahora estamos acabados. ¿Quieres que su sacrificio no sirva para nada? Déjala.

El hombretón se crispó, y entonces pareció derrumbarse y asintió. Espada en mano, se giró y siguió a Ian.

Naull empezó a decir algo a Regdar, pero se encontró con sus ojos y frunció el ceño. Su dolor era obvio, pero sólo igualaba al suyo. "Este no es el modo de ganarse una torre de maga, ¿verdad?", pensó con algo más que un poco de ironía. Alcanzó a Temprano y caminaron en silencio.

Habían recorrido casi media milla cuando Ian se detuvo. El explorador se apoyó contra un árbol y empezó el doloroso proceso de desenvolverse un vendaje provisional alrededor de su hombro. Hacía muecas de dolor con cada giro, pero se quedó en silencio hasta que Regdar le alcanzó. – ¿Nos está siguiendo? – le preguntó el guerrero. – ¿Cómo, ¡ay!, demonios quieres que lo sepa? – Ian hizo una mueca mientras hablaba.

Se había envuelto apresuradamente algunas astillas de madera junto con su herida y el vendaje estaba empapado y teñido de rojo-. Perdona -siguió finalmente-. No lo sé, Regdar. ¿Oyes algo por ahí atrás? Los ogros no son conocidos por su sigilo.

Meneando la cabeza, Regdar miró atrás, hacia los bosques, en la dirección aproximada de las cuevas de los orcos.

–No. Me dio la impresión, pero debió ser algún animal. Cuando me paré, era…

Y entonces el bosque estalló.

Naull no podía comprender cómo algo tan grande y violento podía caer sobre todo un grupo sin que nadie lo percibiera. Más tarde, supo que tenía que ser su cansancio y el conocimiento que tenía la criatura de la zona. Salió de la hondonada, pero no por el camino sino por algún paso secreto que los orcos habían encontrado, o quizá preparado en el caso que necesitaran una salida fácil y silenciosa de su guarida. Había sabido de algún modo, u olfateado, o supuesto, qué camino tomaría el grupo destrozado y los había seguido por el bosque.

Temprano cayó primero, antes de tener siquiera a oportunidad de desenvainar su espada.

La clava del ogro se balanceó después de aplastar el hombro del grandullón y pasó muy cerca de Naull mientras se dirigía hacia el suelo.

Ian fue el siguiente en caer. El semielfo había recogido una rama gruesa durante su retirada, pero se rompió cuando golpeó con ella la dura piel de la criatura. Girándose, el ogro alcanzó a Ian con los nudillos córneos de su mano torpe, y el semielfo voló seis pies por el aire hasta desplomarse contra un árbol, inconsciente. El ogro pasó por encima de la raíz de un árbol mientras se lanzaba hacia el camino.

La criatura había elegido a los objetivos más debilitados primero. Mientras Naull se arrastraba, alejándose a cuatro patas, Regdar desenvainó su espada bastarda y gritó de rabia al gigante. – ¡Toma esto, bastardo deforme! – chilló el guerrero.

La espada partió dos vastagos de árbol pero no perdió velocidad mientras giraba hacia su objetivo. Hincándose en el muslo arbóreo del ogro, hizo que la criatura volviera a gritar de dolor y rabia. El ogro golpeó de arriba hacia abajo con su clava, machacando la armadura abollada de Regdar, que cayó sobre una rodilla. El ogro, con los pies firmemente plantados en el camino, levantó su arma para infligir el golpe final.

El sonido de cascos resonó en el sendero. El ogro se giró hacia el sur pero al aumentar el volumen de los cascos no vio venir nada. Al otro lado del estrecho camino yacía Naull, pronunciando algunas palabras mágicas y gesticulando mientras sacaba rápidamente varios componentes de su bolsa.

No fue una gran distracción, pero fue suficiente. Regdar se cogió al brazo del ogro mientras la clava bajaba y después usó la fuerza de la criatura que retiraba el brazo para levantarse. Trastabilló hacia atrás en dirección a la maga. Gritando de rabia, el ogro giró y avanzó hacia la pareja. Balanceó su clava a dos manos y Regdar se preparó para recibir el impacto.

Los cascos volvieron a sonar, esta vez al norte. El ogro se sobresaltó brevemente, después miró hacia la maga y gruñó. Naull sonrió levemente, aún sujetando los restos de sus componentes de conjuros y se empujó hacia atrás en los matorrales. La clava alcanzó el punto más alto de su balanceo y después bajó en un arco letal.

Del pecho del ogro surgió la punta de una lanza. Fue seguida inmediatamente por una erupción de sangre negruzca. El ogro soltó su clava, sorprendido, y miró primero a Regdar, luego a Naull. Intentó girarse, pero la lanza se rompió y la criatura se inclinó hacia delante hasta caer a sólo unas pulgadas de la bota de Regdar.

Los dos aventureros miraron hacia arriba maravillados. Sobre un caballo gris que parecía brillar levemente a la luz de las estrellas vieron a un caballero ataviado con armadura completa. El caballero tiró los restos de su lanza rota y levantó la mano acorazada hacia su visor.

El lazo se cerró sobre el cuello de la rata. Lentamente, el fino cordel arrastró el pequeño cuerpo sobre la grava, hacia el arbusto achaparrado y por debajo de sus ramas. Una mano sucia y llena de cicatrices agarró la rata y la alzó. Se oyó un crujido agudo y la sangre manchó el suelo del desfiladero.

La rata era la primera comida de Krusk en cinco días, y su sangre la primera bebida en casi dos. No había perdido el tiempo cuando alcanzó la cobertura de las rocas al otro lado del desierto, pero los gnolls le perseguían como si el propio Hextor les azotara las espaldas. Se movía como sólo un bárbaro podía hacerlo, pero estaba débil por el hambre, la sed y la falta de sueño. Los gnolls aún estaban relativamente frescos y su líder era un rastreador magistral.

La mente consciente de Krusk no consideró nada de esto mientras se tragaba rápidamente la rata, pero sí el peligro que corría. Sus cejas prominentes se crispaban constantemente mientras examinaba la caverna en busca de enemigos, pero no vio nada. Aun así, los sentía. Estaban ahí fuera.

El desfiladero estaba llegando a su fin. Después de una semana de dura marcha, le había dicho el capitán Tahrain, el desfiladero empezaría a ser cada vez menos profundo, y después de otro día acabaría por completo. Los arbustos achaparrados darían paso a la hierba baja y él debería girar al oeste cuando viera los primeros signos de árboles. Allí había una villa, donde podría conseguir ayuda.

Krusk tocó el paquete que le había dado el capitán. Sabía que no sólo tenía que encontrar ayuda, necesitaba a alguien en quien pudiera confiar.

Levantándose y flexionando sus piernas cansadas, miró hacia la dirección en que había venido.

Su capitán le había dicho una semana de dura marcha. Krusk había completado el recorrido en menos de cinco días. El bárbaro no podía calcular los números, y ni siquiera lo intentó. Si Tahrain estimaba que la villa se encontraba a poco más de un día del desfiladero, Krusk lo alcanzaría antes de que cayera la siguiente noche. Pensó en la persecución y supo que tenía que hacerlo.

Dejando los huesos de rata rotos y algunos pedazos de piel bajo el arbusto, Krusk empezó a avanzar en la noche que acababa de caer. – ¡Grawltak! – el nombre se inició como un retumbo en el cuello musculoso del gnoll y terminó en un ladrido-. ¡Capitán! – gritó en el idioma común.

A un humano, eso le habría sonado a ladridos de perro; pero quien le miraba desde el centro del desfiladero era un gnoll. Agachado junto a un pequeño arbusto achaparrado, el gnoll agitó la pata para atraer la atención de su líder.

Diez de sus gnolls examinaron la cueva oscura. La oscuridad de las cercanías de la medianoche no era un problema para ellos; olfateaban el suelo como perros y sus ojos sin pupilas, completamente negros, discernían gran parte del terreno.

El líder, el gnoll con el parche blanco y las orejas con muescas, olfateó el aire y caminó lentamente hacia su subordinado. Se acercó al pequeño arbusto con cautela; ya había tenido que rematar a uno de sus seguidores cuando una trampa, montada por su presa, le había roto la pierna.

Esta vez no había ninguna trampa, pensó Grawltak. Rebuscó entre los huesos y encontró un pequeño nudo. No para nosotros, al menos.

–El semiorco está hambriento -dijo Grawltak en voz alta, también en el idioma común.

El gnoll más joven pareció encontrar el hambre de su presa graciosa y se rió con estridencia. Grawltak le pegó en la espalda con su pata, pero no con fuerza suficiente como para que el batidor se quejara.

–Buen trabajo -gruñó.

Otro gnoll, más viejo, se les unió. Se puso a cuatro patas y olfateó alrededor del arbusto y los huesos.

–No más de cuatro o cinco horas -informó.

La pronunciación del gnoll viejo era casi tan clara como la de cualquier humano, gracias a mucho tiempo de práctica. La mujer humana que los lideraba insistía en que todos sus sirvientes usaran el idioma común en su presencia, y Grawltak conocía los castigos que infligía a aquellos que la desobedecían. Ordenó a su manada que hablaran común todo el tiempo, de modo que no cometieran ningún desliz cuando ella estaba cerca.

–Finalmente está reduciendo su marcha -dijo Grawltak.

El gnoll viejo asintió. Alargó la mano hasta su espalda curvada y sacó una botella de cuero. Después de verter el agua en una copa ancha, la ofreció a su jefe. Grawltak meneó la cabeza y el gnoll viejo la lamió en silencio. – ¿Qué hay ahí fuera, Kark? – preguntó Grawltak.

La voz era tan áspera como siempre, pero tenía un tono de respeto. La mayoría de gnolls que alcanzaban la edad de Kark eran expulsados de la manada o, si tenían suerte, morían en una lucha de desafío. Sin embargo, Grawltak vio el valor que tenía el antiguo líder de la manada y mantuvo al sabio gnoll con ellos.

El batidor más joven inclinó la cabeza y la sacudió con atención. El líder gruñó y el batidor se retiró, inclinándose, y después se giró para unirse al resto.

–Humanos… -dijo el gnoll viejo mientras olfateaba el aire. – ¿Tan cerca para que los olfateemos?

–No -ladró el batidor, casi riendo-. Al menos, no para esta vieja nariz. Queda como mínimo otro día a la carrera.

–Entonces podemos atraparle.

–O se nos escapará por poco.

Grawltak apretó los dientes.

–Si es así, le cortaré la garganta a alguien. Haz que esos cachorros se muevan, Kark.

El resto sabía que no debía poner a prueba el temperamento de su líder. Aunque ya lo habían escuchado e incluso antes que el gnoll viejo saltara hacia ellos, gruñendo, volvieron a la formación de manada y los de delante empezaron a avanzar.

Krusk bizqueó a la luz del amanecer que se levantaba al final del desfiladero. El fuego de sus piernas igualaba al del horizonte, pensó, pero siguió ignorándolo. Un riachuelo se retorcía cerca y, después de que una mirada rápida no revelara signos de peligro, el semiorco se tiró al suelo y metió la cara en el agua.

Engullendo el agua limpia y fresca, Krusk sintió que el cansancio de su cuerpo empezaba a reclamarlo. No había dormido más que unos minutos desde que dejó a los asesinos de Tahrain y, de algún modo, la falta de comida y agua había evitado que pensara en lo exhausto que estaba. Pero ahora con más agua de la que podría beber y su frialdad golpeándole la cara y el cuello, sentía cómo se caían sus párpados. Levantándose lentamente y con un gran dolor en sus manos y rodillas, acumuló agua entre sus sucias zarpas y se la pasó por la cara.

Krusk tenía las rodillas hundidas en la corriente. Sus brazos colgaban flaccidamente a sus lados. Su respiración agitada de cansancio se convirtió en inhalaciones profundas de sopor que casi ocultaron el sonido de los jinetes. Cuando Krusk se despertó, con los ojos legañosos y doloridos, ya le habían quitado su gran hacha y sus brazos y piernas estaban atados tras él. – ¿Estás herida?

Naull miró hacia arriba. Las nubes se estaban rompiendo y estaba asombrada al ver cómo la luz se reflejaba en la armadura de la dama.

"¿Ya es de día?", pensó.

Meneó la cabeza y la dama empezó a desmontar.

–No, no -dijo Naull, levantándose con dificultad-. Estoy bien.

"¿Cuánto tiempo he estado fuera de combate?", se preguntó.

Mirando a su alrededor, se dio cuenta que no podía haber sido demasiado. De la herida del ogro aún manaba sangre y tanto Temprano como Ian yacían inconscientes en el camino.

Se quedó mirando a Regdar, que a su vez estaba mirando a su salvador -un auténtico "cabañero de brillante armadura"- mientras ella se apartaba de su caballo. El caballero era -en realidad- claramente una mujer, a juzgar por su armadura y su voz.

Tan pronto como tocó el suelo, la dama se giró y caminó hacia Temprano, que yacía al lado del camino. Regdar parecía desembarazarse de la especie de trance en que se encontraban ambos y fue rápidamente tras ella. La maga no pudo evitar fijarse en lo diferentes que se veían sus armaduras: la de Regdar era oscura, sucia y abollada, mientras que la de la dama brillaba a la luz del amanecer.

Naull oyó que Temprano gruñía y fue tras los otros dos. Regdar estaba delante del caballero y ella se había agachado junto al hombretón. Temprano se estaba levantando mientras se frotaba la cabeza. – ¿Estás bien? – le preguntó Regdar al hombretón.

–Sí -contestó débilmente Temprano-. ¿Qué pasa con Ian?

Temprano parpadeó y después se sobresaltó, viendo a la dama por primera vez. Sus ojos se fijaron en ella y no se apartaron hasta que se levantó de nuevo y cruzó el camino hacia la forma inconsciente de Ian. Temprano y Regdar la siguieron lentamente, pero Naull llegó antes. Lo que había visto no tenía buen aspecto.

El hombro del semielfo estaba aplastado. Su pecho subía y bajaba débilmente, pero la sangre de la cabeza le cubría la cara. Naull se inclinó hacia él.

–No lo muevas -dijo la dama desde arriba.

Naull se giró hacia la fría voz de soprano. La dama se quitó el yelmo y Naull levantó la mirada para ver la cara de la mujer por primera vez. Tenía el pelo negro y corto, y se levantaba en ángulos raros, como si se lo hubiera cortado ella misma con un cuchillo. Le debería haber dado una apariencia desaliñada, especialmente porque un momento antes llevaba puesto un yelmo completo, pero de algún modo no era así. Sus ojos grandes y brillantes se cruzaron brevemente con los de la maga, y se agachó junto al cuerpo maltratado del semielfo.

–Mala cosa -dijo la mujer. Apartó la armadura ligera de Ian y empezó a quitar astillas de madera de la herida que tenía el explorador. El semielfo gruñó de dolor aún en su inconsciencia-. Se está muriendo.

Entonces fue cuando Naull advirtió algo en la coraza de la mujer. Había un pequeño símbolo cuidadosamente inscrito en la armadura plateada, la silueta de un rayo firmemente agarrado por una mano. La maga dio un codazo a su amigo y le hizo un gesto. El lo vio y asintió.

La dama colocó ambas manos sobre la herida de Ian. Murmuró algo, pero fuera una plegaria o un conjuro, ninguno de los amigos lo entendió.

Ian se movió de repente, arqueando la espalda, y soltó lo que parecía un suspiro de sorpresa. La herida de su hombro se cerró y las abrasiones que tenía parecían completamente curadas. Abrió los ojos y empezó a levantarse.

–No, amigo -dijo la dama-, no te muevas. Estás bien y entre amigos, pero aún gravemente herido.

La mirada del semielfo se cruzó con la de la mujer y parpadeó maravillado en silencio.

Pero recuperó la compostura rápidamente y a Naull le pareció como si una máscara hubiera caído sobre la cara de Ian. Había vuelto.

–Gracias -dijo.

La dama sonrió cálidamente. Sus dientes, aunque blancos, no eran completamente rectos, y eso también sorprendió de algún modo a Naull. Sus orejas sobresalían, su barbilla era demasiado grande… todos los rasgos individuales de la cara de la dama parecían ligeramente defectuosos, pero en conjunto le añadían atractivo. Miró a Regdar y los ojos del guerrero se fijaron en la cara de la mujer durante algunos momentos. Naull se sintió de repente un poco incómoda y se aclaró la garganta. Ambos se giraron hacia ella.

–Sí -dijo la maga-, gracias.

Ian se apoyó en el árbol mientras Regdar y la dama se levantaban.

–Estoy contenta de poder ayudaros -dijo-. Alabado sea Heironeous, parece que he llegado justo a tiempo.

Regdar sacudió la cabeza y se rió ligeramente.

–Ayudarnos -dijo el guerrero. Enfundó su espada bastarda y miró a su alrededor.

Parecía que por el camino hubiera pasado un tornado-. Nos has salvado.

Se quitó el guantelete derecho y le tendió la mano; la mujer hizo lo mismo. Los dos entrechocaron las manos. La de Regdar estaba curtida, llena de cicatrices y morena. La de la dama era casi igual de grande, pero pálida, y la piel, aunque ligeramente pecosa, no tenía imperfecciones. Naull se movió incómoda.

–Yo soy Naull -tendió la mano-. Este es Regdar. El semielfo es Ian y todo el mundo llama Temprano al tipo grande.

Soltando la mano de Regdar con suavidad, la dama se giró hacia la maga. Siguió sonriendo, como si no se hubiera dado cuenta de la abrupta presentación de Naull.

–Me llamo Alhandra -contestó mientras cogía la mano de la maga. Su apretón fue gentil pero firme -. Soy paladina de Heironeous.

–Una paladina -dijo Regdar con respeto-. Ya lo imaginaba -hizo un gesto hacia Ian y luego hacia el caballo, que estaba tras ellos, junto al cadáver del ogro, sin apenas moverse-. A los caballos no les gusta el olor de la sangre, ni tampoco el olor de los ogros, pero el tuyo parece muy bien entrenado.

Alhandra caminó hacia su montura, riéndose ligeramente. Puso su mano desnuda en la crin del caballo y lo acarició con afecto.

–Calandria es una buena yegua, ¿verdad, chica?

La yegua se recostó contra la mano de la paladina y disfrutó con las caricias en sus orejas.

–Entonces, eh, ¿qué te trae por aquí? – preguntó Naull-. Quiero decir que, nos alegramos de vernos y todo eso, ¿pero no estás un poco lejos de tu camino? ¿Quiero decir para una paladina de Heironeous? – ¡Naull!

La voz de Regdar era un reproche y Naull se giró para mirarle. Si Alhandra se daba cuenta de la escena, no lo exteriorizaba.

–Me llegaron noticias de que había problemas hacia el sur, de modo que vine. – ¿Problemas? – preguntó Naull-. ¿Te enteraste de que una banda de orcos estaba asaltando caravanas?

Regdar lanzó a Naull otra mirada de advertencia, pero el guerrero también tenía curiosidad.

–No. No sabía nada de vuestro problema hasta que me detuve en la villa al norte de estos bosques.

Naull asintió.

–Entonces decidí seguir por el sendero del bosque en vez de por el camino de las caravanas, ya que parecía el lugar donde probablemente estarían los orcos.

Lo dijo tal como parecía haber sucedido, sin ningún tono de jactancia, pero Naull sintió que se le caía el alma al suelo. – ¿Fuiste a cazar una banda de orcos entera tú sola? – la voz de Naull contenía tanto incredulidad como crítica.

Alhandra asintió y mostró una sonrisa torcida.

–No había nadie más. Aún así, estoy contenta de no haberme topado con este grandullón yo sola.

El trío miró al ogro caído.

–Era el líder -dijo Regdar.

–Eso es raro-contestó ella. – ¿Raro? – preguntó Naull.

Alhandra se encogió de hombros.

–Los ogros son peligrosos pero estúpidos. No planean asaltos; simplemente cazan. Por supuesto, yo no sé tanto sobre ogros como probablemente sabéis vosotros… -su voz se apagó y volvió a encogerse de hombros.

Sin hacer ruido, Ian se levantó tras Naull y ella saltó cuando intervino.

–No, tenía a un par de asquerosos tenientes. Seguramente ellos lo planificaban casi todo.

El ogro era el músculo.

Ian hizo una mueca de dolor mientras intentaba girar el brazo.

–Pero nos encargamos de ellos -dijoTemprano. Caminaba cojeando y usaba su maltratado escudo casi como una muleta. Sus ojos estaban oscuros y llenos de aflicción-. Ya no planearán más asaltos -miró atrás, hacia el camino por el que habían venido-. ¿Podemos volver, Regdar? ¿A por Trebba?

El guerrero asintió. – ¿Otro miembro de vuestro grupo? – preguntó Alhandra con amabilidad.

El asintió de nuevo.

–Mató a uno de los tenientes, pero murió debido a sus heridas. Si no lo hubiera hecho en ese momento, no habríamos salido con vida. Vayamos a buscarla.

El grupo se movió lentamente por el bosque. Alhandra ofreció su yegua primero a Temprano y después a Ian, pero ninguno quiso montar. La paladina se quedó atrás, guiando a Calandria por el estrecho sendero. Naull caminaba al frente, junto a Regdar, y después de un momento oyó que Temprano le explicaba a Alhandra la emboscada y el asalto a la guarida de los orcos.

Naull se sentía incómoda escuchando la conversación entre Temprano y la paladina. La mujer escuchaba el relato, absorta, haciendo preguntas mientras caminaban; pero cuanto más hablaba Temprano, más se daba cuenta Naull de lo estúpidos -y afortunados- que habían sido.

Si Alhandra estaba de acuerdo con el sentimiento de Naull, no lo dijo. De hecho, aunque comentó sus tácticas en algunos aspectos concretos, evitó criticar sus esfuerzos.

Naull supuso que tenía buena intención. Cuando llegaron al cuerpo de Trebba, incluso Temprano parecía incómodo mientras hablaba de su incursión en la guarida de los orcos.

–Me alegro de que el resto de vosotros sobrevivierais -dijo Alhandra después de encontrar el cuerpo de Trebba y cargarlo sobre Calandria-. Lástima que ella muriera -Alhandra se encontró con los ojos de Regdar cuando dijo esto y el guerrero la miró obstinadamente; la paladina apartó la mirada primero-. Hicisteis algo peligroso.

–E insensato -dijo Regdar finalmente.

Naull lo miró con desaprobación. Sentía que el calor le subía a la cara. ¿Quién era esta paladina para hacer que Regdar dijera tal cosa? Incluso si era cierto. Pero entonces miró a Alhandra y no vio más que compasión en su rostro.

–No me corresponde a mí decirlo. ¿Quién sabe lo que podría haber pasado o lo que podría haber sido? Debéis aprender del hoy y actuar mañana en consecuencia -Alhandra sonrió-. Y ése es, amigos míos, el alcance de mi filosofía -añadió.

Pasaron algunos momentos en silencio, contemplando el nacimiento del nuevo día. – ¿Y vuestro otro compañero, el enano? – preguntó finalmente Alhandra.

Ian agitó una mano hacia el sudoeste.

–Está en el camino, entre aquí y la villa. Podemos recogerlo por el camino.

Alhandra empezó a hacer girar a Calandria en esa dirección y Temprano se movió para seguirla, pero Regdar e Ian se quedaron quietos. – ¿Qué? – preguntó Alhandra.

Regdar se revolvió incómodo pero Ian se mantuvo firme. Naull, mirando a ambos, sabía lo que estaban pensando.

Tengo que concedérselo, pensó con una mezcla de admiración y horror. Son verdaderos profesionales.

Naull lanzó una mirada a Alhandra y Temprano. La paladina pareció comprender, pero se calló. Temprano no se enteraba de nada.

–El tesoro -dijo Ian con sentido práctico-. El botín de los orcos. Está ahí abajo -hizo un gesto hacia la hondonada-. Vamos a buscarlo.

Alhandra no dijo nada, pero Temprano empezó a enrojecer. Dio un doloroso paso adelante y apuntó con un dedo grueso al semielfo. – ¿Quieres el tesoro? ¿Después de todo esto? ¿Y qué pasa con Trebba y Yurgen?

Ian no se arredró. De hecho, se rió con sarcasmo.

–Están muertos. Igual que los orcos -dijo el semielfo-. Consigamos nuestra recompensa antes de que se la lleven.

–La villa nos paga. Nuestra recompensa está ahí.

Ian resopló. – ¿Esa miseria? Eso y el oro que consiga de los mercaderes de la ciudad apenas cubre mi tiempo. Estoy aquí por el botín de los orcos, y voy a ir a por él. ¿Quieres volver a la villa?

Perfecto, más para mí.

Temprano levantó el puño y avanzó otro paso. Regdar avanzó para interponerse, pero antes de que llegara, Alhandra habló con serenidad.

–Calma -dijo simplemente.

Durante un momento, Naull se preguntó si era un conjuro, porque los tres hombres se detuvieron. De hecho, Temprano bajó su puño e Ian incluso pareció perder un poco de su arrogancia. Regdar miró hacia atrás y de nuevo a los dos hombres.

–Ya es suficiente -añadió él. Su voz era firme, pero Naull podía notar la incertidumbre-. Temprano, nadie siente más la muerte de Trebba y Yurgen que yo. Yo planeé la emboscada y tomé la decisión de atacar la guarida; era mi responsabilidad. No te enfades con Ian por querer lo que todos habíamos venido a buscar.

–Reg… -empezó Temprano, pero el guerrero ya se había girado hacia Ian.

–Ian, tómatelo con calma. Estás herido, Temprano está herido y todos estamos afectados. Sé que viniste aquí por la recompensa y el tesoro. Yo también, pero no podemos olvidarnos de nuestros amigos.

Ian miró a Regdar a los ojos. No asintió ni dijo nada, pero en la mirada había algo de reconocimiento silencioso.

–No tenemos que volver todos a la guarida de nuevo -siguió Regdar-. Temprano, si no quieres ir está bien. Puedes ir con Alhandra -esperó para ver si la paladina quería seguir su plan improvisado y ella asintió, comprendiendo-. Recoged a Yurgen. Ian, Naull y yo buscaremos en la guarida. Si hay algo feo ahí abajo, que lo dudo, volveremos a la villa. Si no, cogeremos todo lo que podamos llevar y esconderemos el resto. Nos encontraremos en el camino. ¿De acuerdo?

Nadie objetó nada. Después de una corta pausa para un desayuno frío y una mutua comprobación de vendajes, Alhandra y Temprano fueron por el sendero y se encaminaron hacia el sur. Ian lideró la vuelta hacia las cuevas.

Naull sabía que Regdar no estaba tan confiado en que la guarida estuviera vacía como decía. A pesar del ruido que hacía con su armadura, insistió en ir primero, con Naull e Ian a unos buenos treinta pies por detrás. Pero tenía razón. Si quedaba algo en la guarida después de que se marchara el orco, se había ido mucho antes.

Si alguno de los tres esperaba grandes montones de oro o joyas, quedó decepcionado. La mayoría de las caravanas del norte llevaban bienes manufacturados que los orcos destruían ahí mismo, o se llevaban y los rompían como diversión.

Los tenientes orcos tenían armas y armaduras decentes, y cierta cantidad de tesoro. El trío también encontró un par de rollos de seda fina que el ogro había usado de gigantesca almohada. Podrían aprovecharse si se les podía quitar el lodo y el hedor, pero eran demasiado pesados para llevárselos. Casi por accidente, Naull descubrió una bolsa bajo una piedra en la cueva del ogro. Contenía casi todo el oro, plata y joyas que encontraron en la guarida. – ¿Qué pensáis? – preguntó Regdar-. ¿Unas mil?

Naull se encogió de hombros.

–No sé, algunas de estas piedras parecen muy bastas -sostuvo una gran gema a la luz de su antorcha-. Yo diría que siete u ochocientos. Quizá -la tiró de nuevo al montón-, no soy ninguna experta.

El guerrero suspiró. – ¿Y esto? – preguntó Ian, lanzándole un pequeño vial a la maga.

Ella quitó el tapón, se mojó el dedo pequeño y probó el líquido con cautela.

–No estoy segura. Es una poción, pero no sé lo que hace. Lo siento.

El semielfo se encogió de hombros. Ya tendrían tiempo de examinarlo todo con más detalle después. Reunió las armas y armaduras de aspecto decente -que no eran demasiadas- y también un anillo con forma de serpiente, colocándolo todo sobre una gran manta mugrienta.

–Muy bien; retírate -dijo Naull.

Gesticuló y miró hacia el montón. Sólo algunos objetos brillaron con el tono de la magia, algo que no la sorprendía. Los señaló y los otros dos los separaron del montón.

Concentrándose, Naull los examinó lo mejor que pudo.

–Lo siento, Ian -dijo con una sonrisa-, ningún anillo mágico.

–Entonces -dijo Regdar-, tres flechas, una daga y una cuenta.

Se inclinó sobre el montón más pequeño y cogió la forma esférica.

–Cuidado con eso -lo advirtió Naull-. Es lo que tiene la magia más potente.

–Entonces será mejor que la lleves tú -dijo él, lanzándosela.

Agitando las manos con un pánico momentáneo, Naull cogió la pequeña cuenta y le lanzó una mirada colérica. – ¡Regdar! – ¡Naull! – lo imitó él, y sonrió.

Ella le devolvió la sonrisa y puso la cuenta en una de sus bolsas vacías de componentes para conjuros.

–Si habéis terminado de jugar -dijo Ian-, me gustaría salir de esta pocilga.

Naull arrugó la nariz.

–Me parece perfecto.

El grupo se volvió a encontrar justo al borde del bosque. La yegua de Alhandra estaba cargada con dos cadáveres, ambos envueltos en viejos petates y atados con cuidado a su grupa gris. Temprano saludó al trío solemnemente mientras se acercaban desde los árboles. – ¿Qué pasa? – preguntó Regdar mientras corría hacia el camino.

Temprano levantó el brazo y apuntó hacia el sur. Una gruesa columna de humo negro se elevaba por encima de las colinas.

Regdar maldijo. Empezó a atar el saco que llevaba en la silla de Calandria, pero la yegua lo tiró. Alhandra avanzó hacia él. – ¿Qué es eso? – preguntó la paladina. Aún tenía el yelmo quitado y miraba hacia el humo.

–El fuego de alarma -dijo Naull-. Antes de que nos fuéramos para cazar a los orcos preparamos una fogata en el centro de la villa. Le pusimos fuego de alquimista, algunos troncos y polvo de carbón. Dijimos a la gente de la villa que lo encendieran si había problemas. No ayudaría mucho durante la oscuridad, pero…

–Se ve de lo lindo a la luz del amanecer -murmuró Temprano. Estaba sujetando su espada en una mano y su escudo astillado en la otra.

–Vamos -dijo Regdar-. Alhandra, ¿te importaría…?

–Os ruego que me dejéis acompañaros -dijo, interrumpiendo al guerrero.

Él asintió.

–Gracias -dijo Naull.

Corrieron por el camino tan rápido como pudieron. La villa sólo estaba a dos millas al sur del bosque, pero tenían que cruzar varias colinas. El humo aumentó a medida que corrían e interpretaron eso como un signo de esperanza -debían haberlo encendido hacía poco.

El montón estaba construido para quemar rápido y con mucho humo, no durante demasiado tiempo.

Ian, aunque estaba herido, empezó a adelantarse a los miembros más pesados del grupo, y Naull empezó a preocuparse por si lo perdían de vista. Estaba a punto de decidirse a correr más deprisa y decirle que los esperara cuando se paró. Cuando ella, Regdar, Temprano y Alhandra lo alcanzaron, vieron un par de formas, un mediano y un chico joven, que se acercaban desde el sur. Alcanzaron a Ian al mismo tiempo que el resto del grupo. – ¡Habéis vuelto! – gritó el chico.

Naull lo reconoció como el hijo del posadero. Aunque no podía recordar el nombre del joven. Su padre, Eoghan, había sido uno de los portavoces de la gente del pueblo cuando los contrataron. El chico jadeaba y el mediano lo miraba con sombría diversión.

–Veníamos a buscaros -dijo el mediano. Su voz tenía el timbre refinado común en su raza, no agudo ni fino, sino ligero y fuerte. – ¿Por qué? – preguntó Regdar-. ¿Qué ha pasado?

–Hemos atrapado a uno -jadeó el chico antes que el mediano pudiera contestar. Su cara estaba enrojecida, pero estaba ansioso por ser él quien les diera la noticia.

El mediano sonrió.

–Los jinetes escolta, los que nos dijisteis que deberíamos tener circundando la villa, encontraron a uno de ellos y lo trajeron. Tenía el aspecto de haberlo pasado muy mal -no había simpatía en la voz del mediano-.

Regdar asintió y señaló con el pulgar hacia Calandria y la carga de la yegua.

–Nosotros también.

El mediano palideció ligeramente mientras miraba los dos petates y enseguida se imaginó su contenido. Miró a todos los aventureros, deteniendo su mirada un momento en Alhandra. – ¿Trebba? – preguntó-. ¿Y el enano… Yurgen?

Regdar asintió solemnemente y el mediano bajó la mirada. – ¿Cómo te llamas, hombrecito? – le preguntó Alhandra, con gentileza pero voz firme.

–E-Eoghan… -tartamudeó el chico-, pero todo el mundo me llama Heno, porque mi padre se llama Eoghan y yo estoy a cargo del establo.

–Heno, ¿puedes llevarnos hasta donde tienen a ese prisionero?

–Sí, señora -dijo-. Lo tienen en la granja de Urthar. Está al otro lado de la villa. – ¿Al otro lado? ¿Hacia el sur? – preguntó Naull.

–Sí -contestó el chico. – ¿Por qué lo llevaron ahí?

–Supongo que porque fue donde lo atraparon -dijo el chico, encogiéndose de hombros.

Levantó la mirada hacia Alhandra y ella asintió. Empezó a bajar por el camino, con Ian y Temprano tras él.

Naull negó con la cabeza y bostezó. Sentía la cabeza como si la tuviera llena de algodón.

Algo que no era sorprendente, ya que todos habían estado despiertos durante casi veinte horas. Por debajo de la suciedad y el polvo, podía ver las ojeras de Regdar y se dio cuenta de que ella también debía tener un aspecto bastante andrajoso. Lanzó una mirada a la cara casi inmaculada de Alhandra y su piel perfecta, y sintió que su sangre se calentaba un poco. Se giró hacia el mediano.

–Lo siento, no te conozco -le dijo.

–Soy Otto, Otto Farmen -el mediano se inclinó levemente-. Soy amigo del padre del chico. Trabajo con los comerciantes a menudo, pero he estado fuera de la villa por negocios. – ¿Viste al prisionero? – preguntó Naull-. ¿El orco que capturaron los jinetes escoltas?

Otto asintió.

–Lo trajeron a la posada después de capturarlo. Me acababa de levantar y Eoghan y yo lo llevamos a la granja con el resto. Eoghan me envió de vuelta para que encendiera el fuego y viniera a buscaros. Heno insistió en venir conmigo. – ¿Realmente lo cogieron al sur de la villa? – siguió Naull.

–Sí. Fue al borde de la Falla de Aren, derrumbado junto a uno de los arroyos. Tenía el aspecto de haber corrido toda la noche -se dio cuenta de que la pareja fruncía el ceño-. ¿Por qué? – les preguntó.

Le explicaron sus aventuras, prestando mucha atención a sus estimaciones de tiempo.

Otto escuchó las historias de la muerte de Yurgen y Trebba sin hacer comentarios, pero pudieron ver que la rabia lo consumía.

–Así -dijo el mediano cuando acabaron su relato-, ¿no creéis que este orco pertenezca a la banda que ha estado atacando a nuestros mercaderes?

Naull se encogió de hombros y Regdar negó con la cabeza.

–Supongo que tendremos que averiguarlo -dijo Regdar-. Pero es algo que me preocupa.

A Naull también le preocupaba.

Cuando llegaron a la villa, la plaza estaba casi vacía. Una mujer estaba atendiendo el fuego. Los saludó, y Heno corrió hacia ella. El grupo giró hacia su dirección y entonces surgió un ruido desde el sur, como un centenar de voces que gritaran a la vez. A Naull no le gustaba ese ruido. Se giró hacia Regdar para decir algo, pero el guerrero ya estaba corriendo por la plaza. Naull se sobresaltó sorprendida al ver a Alhandra correr a su lado.

Otro grito llegó a oídos de Naull mientras cruzaban la plaza de la villa y se dirigían hacia el camino del sur. El grupo giró una esquina y se encaminó por un sendero enlodado que se dirigía hacia una casa de planta baja. Parecía como si toda la villa hubiera caminado por la tierra blanda. Un tercer grito surgió de detrás del establo. Podían ver partes de la multitud a ambos lados. Algunos agitaban clavas, otros antorchas y unos pocos tenían armas.

–No me gusta el aspecto de esto -dijo Regdar.

A Naull tampoco, aunque no sabía por qué. Si la villa había realmente capturado a uno de los orcos que habían estado asaltando sus asentamientos y caravanas mercantiles, tenían todo el derecho de ejecutarlo; a Naull no le preocupaba demasiado la regla de la turba.

La vista que la recibió cuando giraron la esquina confirmó sus peores temores.

Desde la polea del pajar colgaba un cuerpo casi desnudo. Chorros de sangre bajaban por su pecho y piernas musculosos. Su piel grisácea parecía casi púrpura a la luz matinal. Las heridas de su cara le habían dejado un ojo cerrado y el otro contemplaba a la multitud desapasionadamente. Mientras Naull miraba, uno de los lugareños pinchó al colgado con una horca. El cuerpo giró y la sangre manó de la herida mientras la multitud chillaba, pero la figura no emitió ningún sonido. Pero respiraba pesadamente, por lo que Naull supo que la criatura aún vivía.

–Eso no es un orco -le siseó Ian al oído.

La maga quedó boquiabierta. No podía imaginarse como había sido tan ciega. La figura volvió a girarse hacia ella de modo que pudo ver sus facciones claramente. Tenía los ojos abultados, la frente salida y un colmillo sobresalía de su prominente mandíbula, pero Naull había luchado y matado a suficientes orcos para conocer la diferencia entre esos humanoides brutales y bárbaros y este pobre desgraciado.

–Es un semiorco -dijo Naull.

–Pero probablemente también un hijo de perra maligno -dijo Ian. Y antes que pudiera objetar continuó-. Pero no se merece esto. No, sólo por estar en el lugar equivocado y en el momento equivocado. – ¿Estás seguro de eso? – preguntó Regdar-. Podría estar metido en algo.

–Todo el mundo está "metido en algo" -contestó Ian fríamente. Miró a Regdar y después negó con la cabeza-. Pero eso no significa que tenga nada que ver con nuestros orcos. – ¿Esto es asunto nuestro? – preguntó Naull, pero ya conocía la respuesta.

Regdar sonrió.

–Eh, no es que no tengamos nada que hacer; dormir, por ejemplo -su cara manchada estaba marcada por la fatiga pero también mostraba fría resignación. – ¿Cómo paramos esto? – preguntó ella, mirando a Ian y Regdar.

El agudo sonido del acero al ser desenvainado sacó a la maga de sus cavilaciones. Se sorprendió al ver a Alhandra espada en mano y con su armadura plateada brillando a la luz del sol. La paladina avanzó. Naull tuvo una horrible visión de ella abriéndose paso a tajos entre los lugareños y levantó una mano para detenerla.

Regdar agarró a Naull por el brazo mientras avanzaba hacia la paladina. Ella miró al guerrero, pero sacudió la cabeza lentamente. Sus ojos oscuros y cansado se encontraron con los suyos y después miraron hacia la figura acorazada que caminaba hacia el borde de la multitud. Su espada apuntaba hacia abajo y con la punta apartada de los lugareños más cercanos. La mente cansada de Naull reflexionó sobre lo poco que sabía de Alhandra y de los paladines en general, y se relajó algo.

Regdar le soltó el brazo.

–Prepárate -le dijo, sin embargo.

Miró a Ian, que parecía a punto de derrumbarse, y después examinó la multitud. – ¿Dónde está Temprano?

Naull se encogió de hombros.

El guerrero soltó un suspiro exhausto.

–Bueno, preparémonos para respaldarla.

El sol caía sobre el suelo húmedo y la multitud que murmuraba, pero una cosa era clara a pesar del amanecer: la noche aún no había acabado. – ¡Deteneos!

El poderoso tono de la paladina cortó en seco el ruido de la multitud. Aquellos que la vieron caminar hacia ellos dieron codazos a sus vecinos, que se giraron y quedaron boquiabiertos. Otros dieron la vuelta como si los hubieran golpeado. Nadie ignoró su grito. Incluso el prisionero giró su único ojo abierto hacia la paladina.

Alhandra se paró a medio camino, entre la multitud. Regdar, Naull e Ian miraban incómodos mientras los hombres y mujeres de la villa se acercaban a su alrededor.

Regdar avanzó entre los aldeanos y el que estaba más cerca esquivó su armadura con púas. Naull toqueteó sus bolsas de componentes, sabiendo que no le quedaba nada para este tipo de situación. Vio a Regdar intentando asegurarse que Alhandra tenía una salida, si es que quería una.

No parecía que quisiera una salida… o sintiera que fuera a necesitarla. – ¡Tú! – dijo, señalando al hombre más cercano al semiorco-. ¡Descuélgalo!

El hombre empezó realmente a avanzar, pero otro hombre, más grande, le cogió el brazo.

El hombretón sostenía una maza con púas y llevaba un delantal de cuero colgando de su cuello, aunque no lo tenía atado en la cintura y se mecía libremente. Unas gruesas patillas cubrían los flancos de su cara y, junto con su pelo negro, le daban una apariencia fuerte, casi violenta. – ¡No! – dijo el hombre.

No blandió exactamente su maza contra Alhandra, pero el desafío era claro. Ella mantuvo la espada a su lado, con la punta hacia abajo pero brillando desnuda al sol.

Reconoció al hombretón como Eoghan, el posadero. Sus ojos iban y venían hacia los aventureros, especialmente Regdar, mientras su cara se enrojecía. – ¿Qué está pasando? Se suponía que los estabais cazando.

–Eso es -gritó Regdar en respuesta-. Lo hicimos. Ya los tenemos a todos, puntualizó.

Naull no estaba tan segura. El que colgaba en la polea se parecía mucho a un orco en varios aspectos… pero no en otros. Sus rasgos, cubiertos de sangre y magulladuras, parecían desiguales y su piel era grisácea, pero no tenía la mandíbula exagerada ni el espeso pelaje que había visto tan recientemente en los tenientes orcos.

–Regdar… -empezó Naull. – ¡Silencio! – soltó Regdar en un susurro y echando un vistazo hacia atrás-. No hay tiempo para discutir. ¡Cállate y apóyame!

Naull retrocedió, aguijoneada por sus palabras y sorprendida por su tono, pero el guerrero no se dio cuenta.

–Emboscamos a los orcos -gritó de nuevo a la multitud-, los seguimos hasta su guarida y acabamos con ellos. Con todos.

Se elevó un aplauso desigual, pero fue cortado en seco cuando Eoghan dio un pisotón, atrayendo la atención de todos otra vez hacia el prisionero. La muchedumbre murmuraba.

La paladina recogió el testigo de Regdar.

–Su líder, un ogro, yace muerto a menos de cinco millas al norte de aquí, en el sendero del bosque. Él era el último.

Agitando su maza como una antorcha, Eoghan respondió. – ¡No era el último, dama! No sé quién sois, pero los contratamos para que acabaran con toda esta escoria que asaltaba nuestras granjas y mataba a nuestros amigos. ¡Con todos!

Tiró de la cuerda que mantenía colgado al prisionero. Eoghan repitió las palabras de Regdar en su desafío, pero sus ojos se dirigían hacia Alhandra.

Ella aceptó el desafío. Envainando su espada con una floritura que demostraba mucha práctica, la paladina caminó lentamente hacia el granero. Ya fuera refunfuñando o mirándola consternados, la multitud se apartó hasta que alcanzó el porche. Subió al estrado con agilidad, aun con la armadura pesada que vestía. Eoghan no dio ningún paso atrás, pero Alhandra se interpuso entre el posadero y el semiorco que colgaba.

–Soy una paladina de Heironeous. ¿Sabéis lo que nuestra orden representa?

Eoghan no respondió, pero mucha gente de la multitud vio el símbolo sagrado grabado en la coraza de Alhandra y pareció incómoda.

–Justicia -se contestó a sí misma-. Ley.

Su armadura brillaba a la luz del sol. Algunos murmullos de soporte empezaron a surgir en la multitud, pero Eoghan se encrespó. – ¿Ley? ¿La ley de quién? ¿De dónde sois, paladina? – el gran posadero escupió el título, pero Alhandra no reaccionó-. Esta es nuestra villa. Valle de Duran respeta las leyes del rey, ¡pero ningún forastero nos dice cómo tenemos que aplicar nuestras leyes!

No hablaba a Alhandra, sino a los lugareños. De hecho, Eoghan se apartó de la paladina y dio medio paso hacia la multitud. El gran posadero estaba acostumbrado a hablar en público. Era una especie de combinación entre alcalde y juez de la pequeña villa. Tenía el respeto de los lugareños, pero sabía que una forastera de la talla de Alhandra era imponente para la gente simple de la villa. Esforzándose por suprimir su acento rústico, golpeó con la mano desnuda su delantal y la levantó por encima de la cabeza. – ¿Dónde estaban los caballeros del reino cuando los orcos empezaron a asaltar a los pocos mercaderes que podemos conseguir que vengan por aquí? ¿Estamos demasiado lejos de sus rutas normales? – preguntó-. ¿Dónde estaban los guardianes de la ley cuando los orcos asaltaron la granja de Tesko? – Eoghan levantó un dedo carnoso y apuntó hacia un hombre más viejo que empuñaba una horca de madera. El hombre tenía una mirada obsesionada en sus ojos y asentía sombríamente-. ¿Dónde estaban los soldados cuando quemaron los carromatos de Caracolera y mataron a la mitad de los medianos mientras intentaban escapar de las llamas? – los ojos de una mediana gordita ardían mientras otros de la multitud se giraron para mirarla. Eoghan giró hacia Alhandra y chasqueó los dedos bajo su barbilla-. ¿Dónde estabais vos, dama? ¿Dónde estabais vos? Cuando hicimos una llamada para mercenarios, a los que pagaríamos con el poco oro que habíamos podido reunir, ellos vinieron -Eoghan gesticuló hacia Regdar y asintió brevemente. Entonces prestó de nuevo atención a la paladina y pronunció sus últimas tres palabras lenta y cautelosamente-. ¿Dónde estabais vos?

Alhandra no parpadeó ni se acobardó, pero tampoco respondió la pregunta. Los murmullos empezaron de nuevo entre la multitud.

–Ella vino -dijo Regdar, adelantándose.

Su arma permanecía colgada a su espalda, pero se levantaba desafiante entre la multitud.

Regdar presentaba un gran contraste con Alhandra. Naull supuso que la multitud podía ver todo el barro, sangre e incluso óxido que cubría la armadura de placas de Regdar. La perilla y la cara que Naull encontraba elegante estaba sin afeitar ni lavar desde hacía varios días, y unos círculos oscuros rodeaban la parte inferior de sus ojos. La armadura plateada de Alhandra y su capa oscura estaban un poco manchadas por el polvo del camino, pero eso era todo. Naull se imaginó que Regdar, en opinión de los aldeanos, tendría el aspecto de uno de los suyos convertido en héroe, pero Alhandra era una extraña, una forastera. Era alguien a quien podían temer o incluso respetar, pero nunca una de ellos, y Eoghan se aprovechaba hábilmente de esa diferencia.

Pero Regdar les daba la espalda apoyando a la paladina.

–Ella vino -dijo de nuevo, un poco más alto-. Vino sola cuando oyó que necesitabais ayuda -empezó a caminar hacia Alhandra, pero la dama no se giró-. Viajó muchas millas sola, no por una paga, sino porque había oído que "había problemas hacia el sur", según sus propias palabras.

Regdar se detuvo poco antes de llegar a la plataforma, pero no subió a ella hasta la paladina. Era lo suficientemente alto para que toda la muchedumbre pudiera verlos a ambos. La miró de arriba abajo durante un momento, la muchedumbre lo imitó e incluso los ojos de Eoghan siguieron a los suyos.

–No estaríamos aquí manteniendo esta conversación si no hubiera sido por ella. Un ogro, el líder de los orcos, estaba a punto de matarnos cuando Alhandra, a la que nunca habíamos encontrado, hablado ni prometido oro -añadió con énfasis-, llegó con su caballo y lo mató -Regdar levantó las manos-. Esta mujer nos salvó la vida y acabó con el último de los asaltantes, de una vez por todas. Si queda algo de justicia -concluyó-, eso al menos le concede la oportunidad de hablar.

Con eso, Regdar bajó las manos, deteniéndose un momento para poner un guantelete en el borde del porche del granero, junto al pie acorazado de Alhandra. Ella no se había movido durante su discurso, pero miró hacia su mano y después de nuevo a Eoghan, que aún tenía algo que decir.

–Regdar -contestó el posadero con un cuidado exagerado-, nadie está poniendo en duda tu valor o intentando menospreciar tus esfuerzos y los de tus compañeros -asintió hacia el guerrero y su sonrojo disminuyó un poco, pero sus ojos aún ardían y era obvio que no se había dado por vencido-. Si dices que esta paladina se comportó con valentía en el campo de batalla, no hay razón para dudar de ti -miró a su alrededor y muchas cabezas asintieron -, pero ya no estáis en el campo de batalla. Atrapamos a este orco espiando en las fronteras del sur. Los jinetes escoltas que tú mismo nos dijiste que debíamos tener patrullando lo cogieron, ¡y no vamos a dejarlo marchar! – la voz de Eoghan se elevó de nuevo, sin rabia pero con decisión.

–Sí lo vais a hacer -dijo Alhandra.

Puso la mano en la empuñadura de su espada pero no la desenvainó. Todos los ojos siguieron ese gesto, pero Naull se dio cuenta de que no era una amenaza. La espada, igual que el emblema de su pecho, era un símbolo de su dios. La tocaba para que le diera fuerza, en busca de apoyo y guía divina -o lo que fuera que recibieran los paladines de sus deidades.

La mente cansada de Naull latía. Miró a Regdar, pero él parecía estar luchando internamente con los mismos pensamientos que ella. Habían sido contratados para proteger a esta gente contra los asaltantes, que resultaron ser orcos. Ahora estaban en la posición de apoyar a un extraño -gracias a una paladina que acababa de salvar sus vidas- contra los mismos lugareños.

Entonces Naull tuvo una idea. – ¡Alhandra! – gritó-. ¡Paladina! – chilló con énfasis, corriendo hacia la multitud.

Las caras se giraron. Eoghan no la apartó demasiado de Alhandra, pero la propia paladina miraba directamente a Naull.

–Alhandra -dijo Naull cuando llegó al lado de Regdar-. Sé algo sobre los paladines y la magia divina -Regdar la miró y levantó una ceja. Ella no lo miraba, pero recordó sus propias palabras sobre apoyarse mutuamente-. ¿No es cierto que puedes notar, sentir, el mal?

Alhandra asintió lentamente, y Naull creyó ver una leve expresión de incomodidad en la cara de la paladina.

–Es verdad -dijo finalmente.

–Entonces, si examinas al prisionero, ¿podrías decirnos si es maligno o no?

Alhandra no contestó inmediatamente. Estaba luchando claramente con algún pensamiento, pero Eoghan no esperó a que reflexionara. – ¿Es verdad, paladina? – preguntó-. ¿Puedes decirme si es una criatura maligna?

–Podría -dijo Alhandra finalmente.

La multitud pareció relajarse. Algunos de los aldeanos habían oído historias sobre los paladines y sus aptitudes sagradas. Incluso Eoghan bajó su maza y consideró el tema. Si Alhandra decía que podía hacer lo que sugería Naull, a la multitud le gustaría verlo.

Pero Alhandra no se relajó. Levantó la mirada hacia Eoghan y después la dirigió lentamente hacia la multitud.

–Podría -declaró, con la voz seria y fría-. Podría examinarle y deciros si la corrupción oscura del mal mancha su alma. Podría hacerlo con cualquiera que me trajeran, excepto el que estuviera protegido por magia poderosa. ¿Queréis que haga eso?

A la multitud, que murmuraba, no pareció gustarle como sonaba eso. A Naull tampoco, pero se sintió un poco traicionada. Acababa de ofrecer a Alhandra una vía para salir del embrollo, y la paladina la había rechazado.

–Eoghan… -le dijo la paladina al posadero, tan amablemente que el hombre dio un respingo-. Sois un buen hombre. Sabría eso aunque no fuera una paladina. Vos y vuestra villa se han gobernado solos, y han trabajado para obedecer las leyes de la tierra sin dañar a otros durante generaciones. No me necesitan para que les diga cómo hacer eso, ¿verdad?

El posadero miró a la paladina, casi consternado, entonces bajó la cabeza y asintió. El delantal suelto colgó rígidamente, casi como un ancho péndulo, y soltó una profunda, cavernosa y sardónica risotada. El hombre volvió a levantar la mirada, con una sonrisa torcida en la cara.

–Paladina… Alhandra, ¿verdad? – ella asintió-. No dais respuestas fáciles, ¿verdad?

Algunos entre la multitud también se rieron.

–Las únicas respuestas fáciles son para preguntas que no merecen realizarse -dijo Alhandra, sonriendo ligeramente.

Oh, por favor, pensó Naull, poniendo los ojos en blanco. Pero también sonrió. La crisis parecía haber acabado.

–Muy bien, muy bien -dijo Eoghan, rindiéndose-. ¡Descuélgalo! – gritó a la guardia más cercana al semiorco.

Se acercó inmediatamente al prisionero y empezó a desatar las cuerdas alrededor de sus muñecas. El otro guardia accionó la polea y bajó al prisionero hasta el porche del granero.

–No le importará que le hagamos algunas preguntas, ¿verdad? – preguntó Eoghan.

–Claro que no -estuvo de acuerdo Alhandra-, pero debería ser tratado con humanidad.

–Bueno… supongo que podríamos meterle en la bodega de la posada. A veces ha servido de cárcel, pero alguien tendrá que vigilarlo. ¡No voy a dejarlo ahí abajo solo con mis provisiones!

–Yo lo vigilaré. No digo que este hombre sea inocente de algún crimen -aseguró Alhandra al posadero y a la multitud-, pero no debería ser tratado como si fuera un asaltante hasta que se pueda probar.

Eoghan asintió y se puso la maza en su ancho cinturón. Pasándose las manos por detrás, se ató el delantal. Miró a Naull y a Regdar de un modo muy parecido a cómo lo había hecho la noche que llegaron a la villa. También actuaba igual, mandando a sus guardias que pusieran al semiorco en un carromato cercano junto con su equipo, que yacía en un montón cercano, y lo llevaran a la posada.

–Me sentiría más seguro si vos vinierais conmigo, mi señora -dijo a Alhandra.

–Claro -dijo. – ¿Puede montar también Ian? – preguntó Naull desde debajo del porche. La mayor parte de la multitud empezó a volver a sus hogares o granjas cercanas cuando Eoghan y Alhandra llegaron a un acuerdo, y el semielfo parecía solo y cansado contra un poste de la valla-. Aún esta bastante magullado. – ¿Aún? – dijo Eoghan, bajando del porche.

–Alhandra le curó -dijo Regdar-. Estuvo a punto de morir.

El posadero captó el tono hosco en la voz del guerrero. Miró a su alrededor. – ¿Y Trebba? – preguntó. Regdar negó con la cabeza y Eoghan frunció el ceño-. ¿Y el enano Yurgen? – Regdar negó de nuevo-. ¡Maldita sea!

Eoghan miro hacia el carromato mientras avanzaba hacia Ian con Krusk y Alhandra en su interior.

–Ha sido mejor que no supiera esto antes. ¡Ese no habría sobrevivido a esta discusión!

–Honestamente, Eoghan -intervino Naull-, no podía formar parte del grupo de asaltantes.

"Espero", añadió en silencio.

Cuando llegaron a la posada, Eoghan envió a Heno para que atendiera el caballo de guerra de Alhandra y tanto Naull como Regdar ayudaron a Alhandra, llevando a su prisionero hasta la bodega.

–Es un tipo grande, ¿verdad? – dijo Regdar, resoplando un poco en las escaleras.

Naull determinó que el semiorco medía más de seis pies cuando lo dejaron en el suelo de la bodega. Tenía los brazos largos y musculosos y de aspecto irregular de los orcos, pero su ancho pecho y sus rasgos chatos indicaban su herencia humana.

Aunque eran indicaciones leves. Naull podía entender que los aldeanos lo confundieran con un orco, especialmente considerando los pocos que habían visto de cerca a uno vivo. – ¿Lo limpiamos? – dijo Naull.

Alhandra asintió y cogió una palangana con agua y una toalla de la parte de arriba.

Cuando volvió, encontró a Regdar y Naull mirando entre las pertenencias del semiorco. – ¿Hay algo interesante? – preguntó, pretendiendo bromear.

Ambos se sorprendieron ligeramente, como si fueran niños culpables de algo. Ella sonrió.

–No pensaba que los paladines tuvieran sentido del humor -observó Naull secamente.

Alhandra no contestó, pero una sonrisa divertida le hizo levantar las comisuras de la boca. Se arrodilló y empezó a limpiar las heridas del semiorco. Sorprendentemente, no parecía malherido. Un corte superficial en su cuero cabelludo era la fuente de casi toda la sangre. Su ojo derecho estaba hinchado pero no dañado.

–Está deshidratado. Parece que no ha comido demasiado hace días. Está fuera de combate por el cansancio, no por las heridas -concluyó la paladina.

Regdar bostezó.

–No es el único -observó Naull. Regdar intentó darle un codazo pero ella se apartó -¡No hagas eso con tu armadura nueva! – le dijo, señalando las púas.

–Iros a dormir los dos -dijo Alhandra-. Yo vigilaré al prisionero.

Regdar asintió y empezó a subir por las escaleras.

–Yo cogeré esto; temporalmente -dijo, cogiendo las armas del semiorco. El resto de su equipo estaba en un montón sucio en una de las estanterías-. Asegúrate de que nos despiertan antes de empezar a interrogarlo, ¿de acuerdo?

–No creo que le hagan nada ahora -dijo Alhandra.

–Pero creo que hay algo… -pero el murmullo de Regdar se convirtió en un bostezo mientras subía las escaleras.

Naull se quedó atrás durante unos momentos, mirando a Alhandra mientras limpiaba al semiorco.

–Necesitarás más agua -dijo finalmente.

Alhandra asintió como respuesta.

–Alhandra -dijo Naull.

La paladina se detuvo y levantó la mirada. La maga se apartó el pelo y sacudió la cabeza para apartar su fatiga creciente.

–Incluso si… y digo "si"… este semiorco no es uno de los asaltantes, ¿quién dice que no está metido en algo?

–Todo el mundo está metido en algo, Naull -dijo la paladina, sin bromear.

–Ya sabes lo que quiero decir. Aún podría ser maligno, sabes. Quizá sea un asesino, un bandido o algo así. Hay algunas cosas extrañas en su equipo… -su voz se apagó.

La paladina se levantó y miró a Naull. Sus ojos azules brillaban a la luz tenue de las linternas cercanas mientras se encontraban con los de la maga. La belleza simple de Alhandra causó un pulso de celos en el corazón de la maga pero siguió, como si tuviera confidencias con una amiga.

–No es maligno -susurró.

Naull se ruborizó. – ¿Qué? ¿No dijiste que no usarías tu aptitud para comprobarlo? – preguntó con un deje de ira.

La pequeña sonrisa había vuelto, y Naull sintió que su estallido de ira se desvanecía involuntariamente. Era como estar enfadado con una hermana, ¡y sólo conocía a la paladina desde hacía un día!

–No dije que no lo fuera a examinar, sólo que los aldeanos debían tratarlo justamente.

Miré su aura en el momento en que lo vi -miró hacia abajo hacia el orco inconsciente-.

Quiero decir que… -añadió con voz cómplice -, ¿no lo habrías hecho tú?

Naull no sabía si reír o golpear a la paladina, de modo que hizo las dos cosas. – ¡Ay! ¡Eres tan dura como Regdar! – dijo Naull. Su ira había desaparecido, y la breve punzada de celos, menguado-. ¿Por qué no dijiste nada?

Sus ojos se encontraron con los de Naull y ella asintió.

–De acuerdo, ya lo entiendo -dijo Naull, y se dirigió hacia las escaleras-. Será mejor que me vaya a dormir. Cuando uno de los luchadores se muestra más astuto que yo, sé que estoy cansada.

Sonrió y Alhandra le devolvió la sonrisa, pero Naull se detuvo con un pie en el escalón superior y se agachó.

–Alhandra, hay algo más. – ¿Sí?

–Si hubiera sido maligno -preguntó Naull, susurrando-, ¿qué habrías hecho?

La mirada de ojos azules se clavó en los de la maga por tercera vez.

–Lo mismo -dijo.

Naull asintió de nuevo y se fue hacia la cama.

La posada "Ciervo y Cazador" tenía más habitaciones y mejor comida que la mayoría de posadas en villas de este tamaño, admitió Naull. Se quitó la ropa y se lo dio todo -excepto las armas y las bolsas de componentes- a la mujer del posadero, una mujer corpulenta y de disposición maternal que respondía al sobrenombre de "Lexi" y se había ofrecido voluntaria para hacerle la colada. Después de limpiarse un poco en la palangana de agua, Naull se metió desnuda en la cama e intentó dormir.

Pero el sueño tardó en llegar, especialmente considerando que ella, Regdar e Ian (los dos últimos compartían una habitación al otro lado del pasillo) habían estado despiertos durante veinticuatro horas.

"Olvídate de preparar conjuros hoy", pensó, pero se reconfortó sabiendo que aquí no necesitaría ninguno.

Se habían quedado en "Ciervo y Cazador" la noche antes de partir hacia la emboscada de los orcos, y se enteraron del asunto de los carromatos sólo una hora antes de acostarse.

Ahora que tenía la oportunidad de disfrutar de la habitación no podía hacerlo.

"¿Qué me pasa?", se preguntó.

Naull pensó en los acontecimientos de la noche, en la pérdida de Trebba y Yurgen y en todo lo que pasó. Le fastidiaba no poder apartarlo de su mente y dormir, a pesar de sus músculos cansados y doloridos. Eso normalmente significaba que estaba olvidando prestar atención a algo. Levantándose con un suspiro, tiró de su mochila hasta el lado de la cama y sacó su libro de conjuros.

"Mientras esté despierta", pensó, "puedo revisar algunas cosas".

Ni siquiera el estudio metódico de la magia consiguió relajar su mente. La magia la fascinaba, por supuesto, y había comprado algunos conjuros nuevos antes partir de Nueva Koratia. Los magos entrenaban sus mentes con el orden y la disciplina para lanzar conjuros. Normalmente eso significaba que podían dormirse cuando quisieran, simplemente concentrándose.

Ella quería, pero no podía dormir.

Naull deshizo el resto de la mochila. Regdar tenía el saco con el botín conseguido en la guarida de los orcos y no había nada especialmente remarcable en él. Pero ella tenía la cuenta que habían encontrado, así que la inspeccionó. Era negra y dura, y sabía que era mágica, pero no parecía siniestra. Palpó entre el resto de objetos de su mochila hasta que encontró la carta plegada de los líderes de la villa, la que los atrajo a este lugar.

Algo saltaba en la mente de Naull. Miró la carta, cuidadosamente conservada en un paquete encerado. Nunca estaba de más tener las palabras escritas del cliente cuando se intentaba hacer cumplir un contrato. Empezó a abrir el paquete; entonces se dio cuenta que a lo que le daba vueltas su mente no era a la carta. Girando el paquete, lo examinó.

Sencillo, marrón y un poco ajado por el desgaste y el uso prolongado. Mostrando signos de muchos viajes. La carta de su interior seguramente no era lo primero que había contenido el paquete.

Eso es, pensó. ¡El semiorco!

Cuando ella y Regdar buscaron en su equipo algo sospechoso, vieron un paquete metido en el interior de su camisote de mallas. No le habían prestado mucha atención en ese momento, pero ella se dio cuenta de que el paquete tenía algún tipo de símbolo a un lado.

Naull intentó recordarlo. Se concentró.

"¿El sol?", pensó, frunciendo el ceño.

Su frente se arrugó mientras descartaba la idea. ¿Una lengua de llamas? Sí, eso era. Tenía algún tipo de símbolo de fuego en el exterior.

Intentó recordar lo que hicieron con el camisote de mallas. Regdar había llevado las armas del semiorco a su habitación, pero el camisote… dejaron el camisote en la repisa de la bodega.

Naull saltó de la cama y caminó hacia la puerta. Por suerte se golpeó el pie contra la pata de una silla, o habría salido por la puerta completamente desnuda. Por alguna razón pensó brevemente en Alhandra y la atención que le había prestado Regdar.

"Entonces sí que se fijaría en mí", pensó.

Sintió que se ruborizaba tontamente. Ella y Regdar eran socios y amigos. Él la había visto desnuda antes, y ella a él. No había mucho espacio para el pudor en el camino o dentro de un dungeon. Aún así, sus mejillas se encendieron mientras cojeaba hasta la cama.

Esperaré mis ropas en la cama, pensó. Lexi me las traerá y entonces iré a por el paquete.

Miró hacia el techo, respirando profundamente.

Una hora más tarde, la puerta de Naull se abrió un poco y la mujer del posadero dejó la capa, los calzones y la túnica de la maga sobre la silla, sin entrar. Pudo oír sus ligeros ronquidos y deseó silenciosamente felices sueños a la maga.

Además de ternera, jamones curados y ruedas de queso colgando de las vigas en el techo de piedras alineadas de la bodega bajo la "Ciervo y Cazador", Alhandra vio toneles de vino, utensilios de cocina de recambio y provisiones comunes en muchas de las posadas que había visitado en sus viajes. El semiorco que yacía tendido sobre los juncos secos extendidos en el suelo, sin embargo, era algo nuevo para ella. Miró a su alrededor en la luz tenue y se pasó los dedos por el pelo corto, quitándose su cinta para el pelo y limpiándose la nuca.

–Todo es bastante novedoso -musitó.

Alhandra se había entrenado para luchar contra el mal y matar monstruos, pero no había esperado que su primera aventura sin un miembro de más rango de su orden estuviera tan llena de controversia e intriga. Estaba contenta de haber encontrado a Regdar, Naull e Ian. Parecía que sabían lo que hacían, y apreciaba mucho su apoyo en el granero. Pero la incertidumbre la acosaba, era algo familiar, como un amigo inoportuno. Se preguntó cuándo podría liberarse de ella.

Puso una rodilla en el suelo junto al semiorco tumbado y mojó la cinta en la palangana de agua. Las dos toallas que había bajado estaban sucias de sangre, barro y polvo. No quería molestar a nadie pidiendo más, ahora que el semiorco estaba casi limpio. Era obvio que había pasado bastante tiempo en el desierto del sur. Humedeciendo el ojo herido del semiorco vio que no estaba permanentemente dañado, pero que seguramente le quedaría una cicatriz.

Sin previo aviso, los ojos del semiorco se abrieron y se encontraron con los suyos.

Durante un momento alocado quedó fascinada. Uno de los ojos era azul y el otro marrón.

Ambos abultados en sus cuencas. Una mano con garras cogió firmemente su muñeca mientras usaba la otra para levantarse. Ella no se movió para resistirse. – ¿Dónde? – gruñó el semiorco. Su garganta seca hizo que la voz le saliera cascada, pero Alhandra no creía que hubiera sonado muy diferente si no hubiera sido así.

–Estás a salvo -le aseguró la paladina.

Sin embargo, la presa de su muñeca no se relajó y los ojos desiguales del semiorco se quedaron fijos en los suyos. Quizá "a salvo" no era una respuesta suficiente. – ¿Dónde? – repitió. No había furia ni miedo en su voz, al menos no que ella pudiera detectar, pero sí insistencia.

Alhandra miró intencionadamente su mano y después de nuevo a él. No quería darle a entender que la intimidaba. Aunque, yaciendo ahí sin armas y casi desnudo, con ella vistiendo armadura y llevando armas, no debería ser así.

Hay algo en él, pensó, pero no se ablandó.

Después de un momento, el semiorco soltó su muñeca y usó su otra mano para acuclillarse con un movimiento fluido, como si no le supusiera ningún esfuerzo. Se quedó medio sentado, pero con los músculos de las piernas tensos como si estuvieran a punto de saltar. La paladina se movió lentamente y con cuidado, sin apartar la mirada. Alcanzó una pequeña taza de madera, la llenó con agua de una jarra y se la ofreció. El semiorco olfateó el agua antes de aceptarla.

–Estás en la bodega de una posada, "Ciervo y Cazador".

El nombre obviamente no significaba nada para el semiorco, pero sus ojos inspeccionaron las paredes y el techo. Se detuvo brevemente en las escaleras, con la puerta cerrada en su parte superior y la única ventana pequeña con las contraventanas cerradas, y volvió la mirada hacia la cara de Alhandra casi de inmediato.

–La posada está en una pequeña villa llamada Valle de Duran -continuó, mirándole.

Eso sí provocó una reacción. Los ojos abultados del semiorco se ensancharon y vació la taza. El agua limpia se escurrió por su tosca barbilla y por su garganta gris. – ¿Recuerdas lo que te pasó en la granja? – no le gustaba sacar el tema, pero sentía que era mejor tratarlo ahora mismo.

El semiorco asintió ligeramente, pero no dijo nada. Alhandra buscó alguna reacción en su cara, pero no mostró ninguna.

Curioso, pensó. – ¿Venías aquí? – le preguntó.

Encogiéndose de hombros, cogió la taza de nuevo. Estaba vacía. Alhandra dejó de mirarlo y cogió la jarra; cuando lo miró de nuevo, tenía los ojos bajados. Le llenó la taza.

–Al final vas a tener que contestarme, sabes. Los aldeanos no volverán a hacerte daño -Alhandra creía en eso, a pesar de todo lo que había sucedido-. Unos humanoides malignos -Alhandra remarcó la palabra "malignos"- los han estado asaltando recientemente. Orcos, para ser exactos -añadió.

De nuevo, el semiorco no reaccionó. Bebió más agua, lentamente, y cuando ella le ofreció la jarra, la acepto y llenó la taza por tercera vez sin hablar.

–Quieren saber de dónde vienes, qué estás haciendo aquí y qué intenciones tienes.

Cuando eso no produjo ninguna respuesta, Alhandra sintió que su paciencia se estaba acabando.

–También quieren saber quién eres.

–Krusk -dijo simplemente el semiorco, dejando la jarra y la taza vacía.

Miró a la paladina de nuevo, pero sin la firme concentración de antes; no, no a ella, decidió, sino tras ella. Miró en la dirección de su mirada.

–Ah -dijo ella, levantándose. Krusk se quedó en esa posición acuclillada que parecía tan incómoda. Alhandra dio algunos pasos hacia un gran jamón que colgaba del techo. Lo examinó y vio que estaba completamente curado-. Supongo que a Eoghan no le importará -dijo, sacando su cuchillo y clavándolo en la carne-, siempre que le pague después.

Cortó un gran pedazo de carne y después hizo lo mismo con un queso cercano. Miró a su alrededor y decidió que Eoghan no guardaba pan en la bodega. Volvió hacia Krusk y se sentó, dándole la comida.

El semiorco la atacó rápidamente, sin el cuchillo. Sus dientes desiguales desgajaron el duro jamón. Alhandra lo dejó comer, temiendo que se ahogara si intentaba hacerlo hablar al mismo tiempo. Le puso otra taza de agua.

Cuando terminaba volvió a hablarle.

–Los jinetes escoltas te encontraron derrumbado junto a un arroyo. Supongo que ellos te hicieron esto -su mano se movió hacia su cabeza vendada y él no se sobresaltó- pero tenías algo más que algunas heridas, y estabas claramente deshidratado.

–Encontré una fuente -dijo él.

–Te derrumbaste en ella. Uno de los jinetes conducía el carromato que nos llevó hasta aquí -añadió ella, aunque a él no parecía preocuparle que tuviera esa información-. De todas formas podías haber muerto ahí fuera.

Ante eso, una fea expresión surgió en la cara de Krusk, pero Alhandra no pudo interpretarla. Decidió indagar un poco más.

–Si hubieras estado solo durante más tiempo habrías muerto, ¿verdad, Krusk?

El semiorco se encogió de hombros pero parecía desafiante.

–Yo sobrevivo -dijo.

Había un rastro de ira en sus palabras, pero Alhandra no pensaba que estuviera dirigida hacia ella, o hacia los jinetes escoltas que lo encontraron, o ni siquiera hacia los aldeanos que lo ataron y lo colgaron. Sin embargo, fingió poner interés en coger su taza y llenarla con agua de nuevo. Alhandra supuso que era su modo de intentar cambiar de tema.

–Sobreviviste -estuvo de acuerdo Alhandra-, pero estás retenido aquí, excepto si respondes a algunas preguntas. Eoghan, el posadero, que estuvo de acuerdo en traerte aquí, es lo más parecido que tiene esta villa a un líder. No estará satisfecho sólo con saber tu nombre. Querrá saber más.

Krusk empezó a menear la cabeza, vertiendo un poco de agua sobre su pecho. Miró hacia abajo y se frotó; entonces levantó la cabeza con consternación. Empezó a mirar por la habitación frenéticamente y se levantó. Estuvo a punto de golpearse la cabeza contra una de las vigas de la bodega, pero pareció no darse cuenta Alhandra también se levantó. – ¿Qué pasa? ¿Qué haces, Krusk? – le preguntó.

Tirando la taza, Krusk dio vueltas sobre sí mismo. Parecía casi cómico, examinándose tanto a sí mismo como a su alrededor. Los aldeanos lo habían desnudado de cintura para arriba, dejándolo sólo con sus sucios y desgarrados pantalones. – ¿Dónde? – preguntó finalmente, mirando a Alhandra con miedo y súplica en los ojos.

–Ya te lo he dicho -empezó ella, pero él sacudió la cabeza frenéticamente, palmeándose él mismo con sus grandes manos. – ¿Dónde están mis cosas? – su voz sonó gutural y su dicción casi ininteligible.

Ella se dio cuenta que se estaba desesperando.

Alhandra caminó rápidamente hacia la estantería donde estaban apiladas la túnica sucia, el camisote de mallas apedazado y el resto del equipo de Krusk. Cuando lo levantó, él se lanzó en su dirección. De nuevo, casi se dio contra una viga, pero esta vez se agachó mientras avanzaba.

Krusk agarró el camisote de mallas y Alhandra dejó que lo cogiera, apartándose. El lo sacudió en sus manos y algo se movió.

–Tus armas están arriba -le dijo ella en tono de advertencia.

Meneando la cabeza, Krusk metió la mano en la parte frontal del camisote y la sacó junto con un paquete encerado. En el lado liso del paquete había el signo de una llama dorada y roja. Krusk tiró el camisote de mallas inmediatamente y manipuló el nudo del paquete.

Alhandra avanzó lentamente. Krusk miró hacia arriba y sostuvo el paquete un poco más lejos, de modo que ella se detuvo. – ¿Qué es eso, Krusk? – preguntó ella con voz serena.

Él pareció intentar relajarse, pero puso el paquete fuera de su alcance. Cuando él meneó la cabeza, Alhandra frunció el ceño.

–Vas a tener que explicarme algo, Krusk, o yo, o alguien, tendrá que quitártelo.

La mirada que Krusk le lanzó casi hizo que Alhandra cogiera su espada. Pero luchó contra el estímulo, agradeciendo a Heironeous que ninguno de los aldeanos viera la mirada furiosa del semiorco. Si hubiera estado lo suficientemente despierto para hacer esto en el granero… apartó la idea de su mente.

–Sólo te lo estoy explicando, Krusk. Tienes que cooperar, al menos un poco, o tendrás problemas. No quieres tener que luchar contra toda una villa, ¿verdad?

Durante un momento, el semiorco pareció capaz de hacerlo, pero entonces su expresión volvió a su estado neutral, aunque vigilante.

–No -dijo.

Alhandra volvió hacia la jarra y lejos de las escaleras. Si Krusk quería escapar, no podía ofrecerle una oportunidad mejor.

"Será mejor saberlo ahora", pensó.

Pero el semiorco se reunió con ella enseguida. Esta vez se sentó con las piernas cruzadas y el paquete sobre su falda.

–Muy bien, podríamos empezar por lo que estabas haciendo al borde del desfiladero y en el desierto antes, y seguir desde ahí.

Krusk habló a trompicones y Alhandra supo que no se lo contaba todo, pero le explicó su huida desde Kalpesh, los gnolls y la muerte de sus amigos. La luz del sol que surgía entre las grietas de las contraventanas se fue desvaneciendo, volviéndose de color ámbar cuando terminó su historia. La llegada de la oscuridad era como un eco de los sentimientos de Alhandra.

–Una ciudad entera saqueada, por… -se detuvo.

Krusk había evitado deliberadamente mencionar nada sobre el contenido del paquete encerado que aún tenía en la falda, pero no era muy hábil. Sabía que ese capitán Tahrain dio su vida, las vidas de sus hombres y quizá incluso las vidas de todo el mundo en Kalpesh para mantener ese paquete lejos de las manos del enemigo.

Y qué enemigo.

Se estremeció internamente, como si alguien le hubiera vertido agua por su columna vertebral. Si Krusk había descrito a la comandante de los merodeadores con precisión…

–Una guardia negra -musitó con algo más que un poco de ironía-. Una devota de Hextor.

Meneó la cabeza y miró a lo lejos, pensando en sus instructores, su mentor y el hecho de que esta era su primera misión lejos de la guía de la orden de Heironeous.

Bueno, nunca dijeron que la vida de paladín fuera tranquila, pensó cáusticamente. Ni larga, en cualquier caso.

–Estoy seguro, capitán -lloriqueó el joven gnoll-. Trajeron al semiorco aquí.

Grawltak contempló el campo embarrado y cubierto de surcos. Cuando rastrearon a su presa fuera del desfiladero hasta el arroyo, estuvo a punto de desgarrar las gargantas de sus batidores jóvenes. Pero Kark intervino, indicando que, aunque no podían seguir el olor del semiorco después de eso, las huellas de cascos se dirigían claramente hacia el norte. Alguien había recogido a su presa y se la había llevado.

–No lo comprendo… -caviló Grawltak en voz alta.

El joven batidor no se atrevió a hablar, pero el viejo teniente, Kark, sí lo hizo.

–La sangre que encontramos junto al arroyo. Creímos haber herido al semiorco. Ellos lo encontraron, lo capturaron y lo trajeron hasta aquí.

El líder gnoll pensó sobre esto y después empezó a ladrar riendo mientras consideraba la ironía. Casi le había entrado el pánico porque pensaba que alguien había ayudado a su presa a escapar. El campo arado y los rastros de un carromato, la sangre que todos podían olfatear cerca del granero, todo apuntaba hacia lo mismo. Nadie había rescatado al bárbaro; había sido capturado. Sin embargo, cuando los ladridos suaves de Grawltak estaban a punto de convertirse en un aullido de alivio, el gnoll sintió que las garras de Kark le tocaban el brazo.

Surgía luz de la granja. Esperaron hasta que oscureciera para acercarse al asentamiento y observaron desde el cerco. – ¿Y ahora qué, jefe de manada? – preguntó el joven batidor.

Grawltak lo miró.

–Tú y tú -el líder gnoll señaló a otro de los cachorros-, id a examinar el granero.

Averiguad si lo mataron.

La pareja escogida parecía indecisa.

–Los animales… -dijo uno.

Apretando los dientes, Grawltak gruñó. A los animales, especialmente las aves de corral y los cerdos criados en granjas, no les gustaban los gnolls en absoluto. Solían hacer mucho ruido si olían a los cazadores gnolls. En cualquier otra ocasión tendrían razón temiendo a la manada de gnolls. Esta noche Grawltak no tenía tiempo para asaltos. – ¡Aseguraos de que no os huelen, idiotas!

El viento soplaba desde el este. No les llevaría demasiado tiempo a sus batidores dar un rodeo y entrar desde el… Grawltak maldijo con violencia. El resto de gnolls a su alrededor bajaron las orejas y se agazaparon, excepto Kark, que asintió. La granja se encontraba al este del granero.

Grawltak sonrió sarcásticamente a su teniente.

–Llévate a tres más de estos mentecatos a la granja. Si alguien nota algo, mátalos a todos. ¡Que nadie escape!

Su manada, incluido Kark, asintió y ladró, ansiosa por complacerle. Sería mejor que lo hicieran. Cuando el bárbaro se les escapó en el desierto, Grawltak había visto la muerte en los ojos de su señora. Aún estaba sorprendido de que sólo castigara a un miembro de su manada, pero tenía prisa. Se llevó a los chamanes después de que interrogaran a los muertos -el pelaje de Grawltak se erizó al recordar eso- y habían tenido poco contacto con ella desde entonces. El gnoll palpó el amuleto que llevaba y se preguntó si debería informarla de nuevo.

No, pensó, la próxima vez que vea a la señora tendré sangre del semiorco en la boca. Le mostraré su garganta desgarrada y estará complacida.

A pesar del miedo de su manada a que los descubrieran, la exploración fue bien. No apareció ninguno de los granjeros humanos, ni siquiera cuando uno de los pollos salió del gallinero y Kark le partió el cuello.

–Si mataron al semiorco -le informaron los batidores-, no lo hicieron aquí, jefe de manada. – ¿Entonces dónde está?

Rastros de un carromato surcaban el suelo y se dirigían hacia el norte, hacia la villa.

–El suelo es blando, jefe de manada. Podemos seguir el rastro fácilmente.

–Hacedlo -contestó Grawltak. La oscuridad había caído pero la noche era clara. La luz de las estrellas y la luna creciente hacían que los gnolls pudieran ver fácilmente, pero también podían ser vistos-. Manteneos agazapados y buscad cobertura.

Agachándose y avanzando en parejas, el grupo de gnolls avanzó lentamente hacia la villa.

Nadie advirtió su presencia.

Nadie reparó en los gnolls mientras se acercaban desde la granja porque todos los que no estaban en sus casas se habían reunido en la sala común de "Ciervo y Cazador". Eoghan se aseguró que todo el mundo tuviera algo que beber -pero no demasiado- y también comida, y después se quitó el delantal de cuero, lo tendió a su esposa y abrió la puerta de la bodega.

Naull observaba sentada junto al hogar. No ardía ningún fuego. Suponía que sólo usaban la chimenea en las noches frías del invierno, y tales noches eran escasas en Valle de Duran. Regdar estaba sentado al otro lado, vistiendo su armadura, recién limpiada y reparada. Naull se preguntaba por qué la llevaba ahora, pero no se lo preguntó.

Ian bajó de su habitación en el mismo momento en que Alhandra subía desde la bodega.

Naull la miró sorprendida. ¿Había estado ahí abajo todo este tiempo? La paladina aún vestía su armadura y tenía su espada a un lado.

"Supongo que sí", pensó Naull.

Ian cogió un taburete y se sentó junto a Naull, reclinándose. – ¿Has dormido bien? – le preguntó.

Ella asintió, incluso aunque había tenía unos sueños bastante extraños. Naull no creía en las premoniciones -bueno, excepto como efecto deliberado de un conjuro, claro- pero aún así se sentía intranquila.

Cuando la gente vio que el semiorco seguía a Alhandra desde la bodega empezó a murmurar. La mayoría de los aldeanos habían estado en la granja, donde lo vieron colgado, ensangrentado y exhausto.

Alhandra había estado ocupada, pensó Naull. Incluso le había conseguido una camisa.

Era una túnica gastada y se tensaba un poco sobre el enorme pecho del semiorco. Aún llevaba sus pantalones cortos, pero parecía que Alhandra le había quitado la mayor parte de la suciedad.

Siguiendo las indicaciones de Eoghan, Alhandra y Krusk fueron hasta una de las mesas bajas cercanas. Estaba cerca de la chimenea pero lejos de cualquiera de las salidas. No parecía que fuera aposta para evitar que el semiorco escapara, sino que en ese lugar todo el mundo podía verlo bien sin tener que moverse demasiado.

Naull y Regdar inspeccionaron a la multitud pero Ian observaba al semiorco. Estaba sentado en una silla junto a la mesa y se movía inquieto. Alhandra le susurró algo y pareció relajarse un poco. Se puso una mano sobre el pecho. – ¿Regdar?

Naull golpeó a su socio con el codo y él la miró. – ¿Qué?-susurró. – ¿Lleva algo ahí?

Regdar volvió a mirarlo, entornando los ojos, aunque no estaban a más de una docena de pies del semiorco.

–No lo sé -contestó Regdar-. Sus cosas están ahí.

Señaló un cesto que contenía una mochila pequeña y el camisote de mallas del semiorco.

Alguien lo había traído desde la bodega. Regdar había apoyado el hacha y el arco del bárbaro en la esquina más cercana a su asiento.

Abriendo la boca, Naull empezó a decir algo, pero Eoghan dio un golpe con un pedazo de madera sobre la mesa. Él, Alhandra y el semiorco se sentaban tras ella. Todos los de la posada encontraron un asiento o algún lugar donde apoyarse y la sala quedó en silencio.

–Esto no es un juicio -dijo Eoghan en voz alta-. Nuestro… visitante no ha hecho nada para que lo juzguemos -el posadero asintió hacia el semiorco, al otro lado de la mesa, que no pareció darse cuanta. Alhandra, sin embargo, inclinó la cabeza en señal de agradecimiento-. Pero tenemos la responsabilidad de saber quién es y qué esta haciendo aquí.

Alhandra se levantó.

–Yo hablaré por este hombre -dijo con voz clara-. Ha contestado a mis preguntas y, aunque no soy de vuestra villa y no tengo ninguna autoridad aquí, puedo determinar que no quiere dañar a nadie y no ha hecho nada que amenace a Valle de Duran ni a ninguno de sus intereses.

Hacía algunas horas, Alhandra había vencido sobre una muchedumbre hostil que estaba a punto de linchar al semiorco. Naull y Regdar se miraron y observaron a los aldeanos asistentes. Algunos ya estaban asintiendo, como si lo dicho fuera suficiente para ellos.

"Muy bien, estoy impresionada", pensó Naull.

La audiencia fue bien y transcurrió con rapidez, aunque hubo algunos incidentes de interés. Cuando Krusk -como le presentó Alhandra- explicó a trompicones el ataque sobre Kalpesh y su probable caída ante un ejército de humanoides, muchos de los aldeanos se exclamaron. Debido al desierto y a los peligros del desfiladero que los separaba de él, Valle de Duran tenía poco contacto con la ciudad del sur. De vez en cuando, sin embargo, algún viajero llegaba, trayendo historias de la exótica metrópolis del desierto, sedas, aceites y otros bienes que no se veían a menudo en la pequeña villa.

Una de las decoraciones favoritas de la posada era una lámpara de aceite con forma rara que colgaba sobre la chimenea. Tenia una apariencia extraña con su cuello largo, y bastantes aldeanos la miraron cuando oyeron hablar del asalto a la ciudad.

Nadie preguntó cómo o por qué escaparon de la ciudad Krusk y algunos otros hombres y mujeres. Todos dieron por sentado que esos refugiados huyeron temiendo por sus vidas, o quizá en un intento desesperado pero funesto de encontrar ayuda. Sin embargo, Ian frunció el ceño e intercambió miradas con Naull. Ambos fijaron su mirada en los ojos de Alhandra mientras ayudaba a Krusk a relatar la historia de la batalla al borde del desierto.

Naull casi soltó un grito de sorpresa cuando vio que la paladina meneaba la cabeza, casi imperceptiblemente, cuando sus ojos se encontraron. Las dos se quedaron mirando hasta que Naull cerró la boca y asintió lentamente.

"Hay algo más en todo esto", pensó. Se giró hacia Regdar para contárselo, pero en ese momento sucedieron varias cosas a la vez.

Una vasija de loza se rompió contra el suelo mientras Lexi, la mujer del posadero, miraba hacia arriba y gritaba. Se había estado moviendo entre la muchedumbre con una jarra de cerveza ligera, rellenando vasos, cuando, con un estallido de cristales y fuego, una linterna atravesó una de las ventanas de la pared delantera de la posada. El cristal y el aceite salpicaron a dos aldeanos y una esfera de llamas se elevó desde el suelo de madera dura. Una flecha en llamas salió disparada desde la puerta abierta de la posada, casi ensartándose en un hombre alto vestido con una túnica de piel. Golpeó contra la pared contraria, por encima de la barra, y siguió quemando.

Los aldeanos gritaron de miedo, consternación y, en algunos casos, dolor. Todos empezaron a moverse a la vez. Algunos saltaron tras la barra, otros intentaron apartarse del fuego y algunos incluso se lanzaron hacia la puerta. – ¡Quedaos dentro! – les gritó Regdar a esos.

Empezó a saltar hacia esa dirección, pero Temprano, que había entrado en la posada hacía sólo unos momentos, se interpuso en su camino.

Dos flechas ardientes más surgieron de la puerta. Una impactó contra la pared del fondo y se apagó. La otra se hundió en el pecho de una lugareña. Acababa de avanzar hacia el centro de la entrada, intentando salir a la oscuridad. En vez de eso, cayó hacia atrás con una mirada conmocionada en la cara. La llama del astil chisporroteó y se apagó, sofocada por la sangre que manaba de la herida. – ¡Al suelo! – repitió Regdar-. ¡Tumbad esa mesa y quedaos detrás de ella!

Eoghan obedeció, y Alhandra le ayudó a darle la vuelta a la mesa y convertirla en una barricada. Otros aldeanos hicieron lo mismo con otras mesas. Ian se adelantó hasta el lado de una ventana destrozada, cerrando las contraventanas interiores de un golpe. Una flecha, ésta sin fuego, surgió de una grieta en la madera a apenas unas pulgadas de su mano mientras la atrancaba. Otro aldeano cayó con una flecha en el muslo, pero se las arregló para cerrar la puerta de la posada con el hombro. – ¡Arriba! – chilló Naull.

Había demasiada gente apiñada en una habitación. Si sus atacantes desconocidos lanzaban más aceite, alguien más moriría.

Hubo una estampida hacia las escaleras, y casi pisotearon a los más pequeños. Temprano recogió a un mediano y lo ayudó a subir las escaleras. – ¿Quiénes son y qué quieren? – jadeó Eoghan desde detrás de la mesa tumbada.

Su mujer, que se había arrastrado tras la barra después de soltar su bandeja y derrumbarse, llegó a su lado. Tanto el marido como la esposa estaban pálidos y temblorosos.

Regdar meneó la cabeza y evaluó la situación de la sala. Casi todos los aldeanos estaban arriba, repartidos entre las habitaciones. Vio a Ian acuclillado junto a la ventana cerrada y lanzó una maldición -¡La ventana de nuestra habitación! Ian, está abierta.

El semielfo asintió.

–De todas formas tengo que ir a por mis armas -dijo.

Miró a Naull y se dirigió hacia las escaleras. – ¿Qué demonios crees que haces?

El grito de Temprano hizo que Ian se detuviera antes de empezar a subir por la escalera, pero Regdar le indicó que siguiera.

El grito iba dirigido a Krusk, que estaba avanzando hacia sus armas y su armadura. El semiorco ni siquiera se paró mientras Temprano iba hacia él. Alhandra intentó interponerse entre ellos, pero el hombretón levantó su espada amenazadoramente. – ¿Aún es un prisionero, no? – gritó Temprano. El hombretón estaba muy serio.

Krusk se puso su camisote de mallas apresuradamente, pero Temprano intentó detenerlo cuando iba a coger su hacha. La mano derecha de Krusk se convirtió en un puño. – ¡Basta! – chilló Naull.

Ambos la miraron.

–No tenemos tiempo para esto -dijo la maga-. ¿Qué hacemos, jefe? – le preguntó a Regdar.

Durante un momento, Regdar pareció aturdido, pero entonces sacudió la cabeza y señaló al posadero.

–Eoghan -dijo-, coge todos los recipientes que puedas encontrar y llénalos de agua. ¿La puerta trasera está cerrada?

Eoghan negó con la cabeza, consternado, pero se levantó. Empezó a dirigirse hacia la parte de atrás, pero después se detuvo y se giró.

–Yo lo haré, querido -le dijo Lexi, casi como si estuviera hablando de una tarta en el horno, y se apresuró hacia la parte trasera de la posada.

Eoghan asintió y empezó a dar jarras y picheles a los pocos aldeanos que aún quedaban en la planta baja. – llevad una parte del agua arriba. Gracias a Pelor que el techo no está cubierto de paja -dijo el posadero. Sabía que las tablillas de madera quemarían rápidamente si lanzaban aceite en llamas, pero podrían intentar evitarlo. Con una mirada desconcertada en la cara, se giró hacia Naull-. ¿Por qué han parado? – le preguntó.

Era cierto. No habían oído que se estrellaran más flechas contra la puerta ni las paredes.

Aún oían sus aullidos fuera, pero eso era todo.

–No lo sé -contestó ella.

Después de ver que Temprano se apartaba para ayudar a uno de los aldeanos caídos, Naull ayudó a Krusk a ponerse el resto de su armadura.

–Me quieren a mí -dijo Krusk.

Su hacha se balanceaba diestramente en sus grandes manos y una expresión oscura nublaba su cara. Avanzó hacia la puerta. Todos los presentes se apartaron de su camino, pero Alhandra lo interceptó.

–No Krusk, no puedes.

–No voy a huir más -murmuró el semiorco.

La paladina empezó a discutir, pero un aullido grave del exterior la interrumpió. Se oía más fuerte justo al otro lado de la puerta delantera, pero los ladridos y aullidos en respuesta parecían provenir de todas partes. Entonces todos se callaron de repente. – ¡Sal fuera, semiorco! – aulló una voz canina desde delante de la posada. Sonó casi igual que un ladrido, pero las palabras eran claras-. ¡Sal y danos lo que queremos! ¡O te quemaremos, y a tus nuevos amigos contigo!

Las carcajadas caninas se elevaron de nuevo, y a través de las rendijas de las contraventanas y de la puerta pudieron ver muchas llamas en el patio. Antorchas y linternas se movían de un lado a otro, danzando justo al otro lado de las paredes de madera de la posada.

–Enviadle fuera -siguió aullando la voz-. ¡Sólo queremos al semiorco! ¡No necesitamos asaros a todos en vuestro pequeño horno de madera!

Las risotadas caninas también siguieron.

–No creo que diga la verdad -dijo Naull sombríamente. – ¿Qué? – preguntó Eoghan ansiosamente-. ¡Sea lo que sea eso quemará todo mi local!

Regdar se giró hacia el posadero casi desesperado.

–No quiere decir eso. Sea lo que sea quemará este local le enviemos a Krusk o no.

El semiorco se detuvo. Estaba a la mitad de camino hacia la puerta, pero las palabras de Regdar hicieron que se parara.

–Sí -gruñó el bárbaro, casi para sí mismo-. Quemaron Kalpesh… esto también lo quemarán. – ¿Qué podemos hacer? – casi sollozó el posadero.

La mirada en la cara del guerrero le dijo a Naull que ya estaba intentando responder a esa pregunta. Regdar sacudió la cabeza y avanzó hacia la puerta, espiando cuidadosamente a través de una rendija. Algo golpeó contra la madera y saltó hacia atrás.

–No puedo verlos; está demasiado oscuro. No sé qué son.

–Son gnolls.

Los reunidos se giraron y miraron hacia las escaleras. Era Ian. El vendaje de su brazo estaba cubierto de hollín. Sus atacantes también habían disparado flechas llameantes al piso superior, pero el semielfo y los aldeanos extinguieron todos los conatos de incendio.

–Los vi por nuestra ventana antes de cerrarla. Hay una docena de ellos, quizá más.

Todos tienen arcos y antorchas. Han arrastrado un par de balas de paja del establo hasta el patio y las han encendido.

Regdar maldijo.

–Al menos aún no han incendiado la posada -observó Naull esperanzada.

Algunos asintieron, pero Regdar frunció el ceño. – ¿Por qué no? – preguntó-. Quiero decir que, mientras estamos aquí chillando y discutiendo, podrían haber cubierto las paredes de aceite y habernos prendido fuego a todos. En vez de eso lanzaron algunas flechas de fuego y esto -señaló la mancha chamuscada y la linterna destrozada- ¿Qué han hecho arriba?

–Un par de flechas. Una encendió tu cama -Ian se encogió de hombros. Comprendía a dónde quería llegar Regdar-. Lo apagamos con el agua de la palangana. Ningún problema.

–De modo que no quieren incendiar esto y quemarnos. Quieren a Krusk -asintió hacia el semiorco-. Pero quieren algo más. De otro modo, habrían prendido fuego a la posada y lo capturarían cuando huyéramos del incendio. Sea lo que sea que quieren es algo que no pueden conseguir si queman la posada por completo.

Alhandra miró deliberadamente a Krusk, que le devolvió la mirada y sacudió la cabeza.

Naull vio el intercambio, y también Regdar. Ian dio un paso hacia el semiorco, pero levantó una mano cuando Krusk gruñó y blandió su hacha.

–Krusk, no -dijo Alhandra-. Tienes que explicárselo. Nadie quiere hacerte daño, pero tienen que saberlo.

Durante un momento, el semiorco se mostró desafiante, pero después su cara se llenó de tristeza y resignación. A Naull le asombró ver su gran expresividad. Cuando parecía desafiante o estaba enfadado, tenía un aspecto muy parecido a los orcos contra los que habían luchado y matado, pero ahora sólo parecía un hombre triste y feo.

Metiendo una gruesa mano dentro de su camisote de mallas, sacó un paquete encerado.

Naull casi se dio un golpe en la frente al reconocer el símbolo de la llama en su exterior.

Quería preguntarle a Krusk sobre él cuando las cosas se calmaran, pero nunca lo hizo.

Fuera lo que fuera, el semiorco le tenía mucho aprecio. Cuando Ian se le acercó para verlo mejor, el semiorco empezó a apartar el paquete, protegiéndolo, pero una palabra de Alhandra lo detuvo y lo sostuvo en alto.

Sin el emblema de la llama habría sido casi igual que el paquete en que Naull llevaba sus papeles importantes, como su contrato con la villa. Estaba un poco más lleno, como si tuviera algo más en su interior, pero por otra parte tenía el mismo tamaño y forma. – ¿Qué es esto? – preguntó.

Alhandra empezó a contestar, pero Krusk sacudió la cabeza bruscamente.

–Es por lo que Kalpesh… y mi amigo -dijo vacilante- murieron. No pueden conseguirlo. Nadie puede conseguirlo. Debo protegerlo. – ¿Por qué? Si quisieron quemar toda una ciudad -gritó Eoghan de repente-, ¡es tan seguro como los Nueve Infiernos que nos quemarán vivos por él!

Lexi, volviendo de asegurar la puerta trasera, intentó retener a su marido. Él se la quitó de encima y siguió. – ¿Qué es tan importante? ¿Por qué no podemos simplemente dárselo y que se vayan?

La mandíbula de Krusk se cerró con fuerza mientras miraba al gran posadero, pero no contestó inmediatamente. Miró a Alhandra, pero ella no hizo nada. Naull miraba al semiorco mientras apretaba la mandíbula y le pareció que se había decidido.

Se miraron a los ojos durante un momento. Los ojos abultados de Krusk parpadearon y asintió.

–La Ciudad del Fuego -dijo en tono bajo y áspero-. La llave.

Sólo aquellos que estaban alrededor de Krusk-Alhandra, Naull, Ian, Regdar y Eoghan-oyeron lo que había dicho el semiorco. El resto de ocupantes de la posada, a unos pocos pies más allá, sólo oían los aullidos de los gnolls en el exterior y sus propias voces asustadas.

Krusk siguió hablando, en voz tan baja que ni siquiera Temprano lo oyó.

–El capitán me dio esto para que lo protegiera. Quería que encontrara ayuda y fuera a la Ciudad del Fuego antes…

La voz de volvió áspera y se detuvo, mirando de nuevo sus caras. Naull podía ver que la verdad había llegado al punto más duro. Estaba intentando que esta gente, que unas horas antes casi lo habían linchado, tuviera fe en él. Naull no podía imaginarse lo que sentía el semiorco, pero sintió respeto por él, y también por Alhandra. Estaba claro que la paladina había conectado con el semiorco de algún modo mientras habían estado en la bodega.

–Antes de que ella lo consiga. – ¿Ella? – preguntó Regdar-. ¿Quién es ella?

–Una guardia negra -contestó Alhandra-. Él me lo dijo. Una guardia negra de Hextor busca la llave. Los gnolls son sus criaturas.

Eoghan palideció y se alejó. Era demasiada información para que el posadero pudiera manejarla. Ian soltó un largo silbido, pero Regdar frunció el ceño. – ¿La Ciudad del Fuego? – preguntó-. Nunca he oído hablar de ella.

Naull se adelantó y tocó el paquete y el símbolo de la llama. Había algo en el fondo de su mente, pensó. Entonces apareció de repente. Unos textos antiguos de sus estudios mientras era aprendiz volvieron a su memoria.

–La Ciudad del Fuego… yo sé algo sobre ella. Krusk, ¿tu amigo el capitán te habló de otros nombres? ¿Le oíste decir "Secrustia Nar"? ¿O la llamó la "Estrella Llameante del Desierto"?

El orco abrió mucho los ojos y asintió.

–Se-secrustia Nar -pronunció a trompicones-. El nombre antiguo de la Ciudad del Fuego.

Naull miró al pequeño grupo a su alrededor sorprendida por la declaración del semiorco. – ¿No habéis oído hablar de Secrustia Nar? – el nombre tenía origen dracónico, y las historias y leyendas corrían de un lado a otro-. ¿Ni siquiera habéis leído nada sobre ella?

Alhandra pareció preocupada, Ian molesto y Regdar divertido. Naull volvió a mirar a Krusk finalmente y se puso seria ante su expresión.

"No, supongo que no", pensó.

La diversión desapareció enseguida de Regdar.

–Muy bien, Naull, tú eres más lista que todos nosotros -dijo-. Será mejor que nos expliques de qué va el cuento antes de que los gnolls se impacienten.

El comandante gnoll, si eso es lo que era, estaba gritando de nuevo para que les enviaran a Krusk. Pronto llegarían más amenazas y flechas en llamas.

–Oh, no es ningún cuento -contestó Naull-. Es una leyenda, y no tengo tiempo de explicarla toda. ¿Tú conoces la historia, Krusk?

El semiorco hizo algo parecido a un gesto de asentimiento.

–Yo sólo sé lo suficiente para comprender por qué Krusk no quiere entregar el paquete -siguió Naull-, y nosotros tampoco deberíamos hacerlo. Regdar, la Ciudad del Fuego es antigua. He oído que los primeros asentamientos por la zona de Kalpesh eran simplemente estaciones comerciales de paso cuando Secrustia Nar desapareció. Es, o fue, una de las ciudades más antiguas de esta parte del mundo. Por eso tiene sentido, supongo, que la llave llegara a Kalpesh -caviló, pero entonces meneó la cabeza. No era el momento para lecciones de historia.

–Se cree que la Ciudad del Fuego era un vínculo con otro plano. ¿Me habéis oído hablar de los otros planos, verdad?

–Claro -dijo Regdar-. Las Tierras Exteriores, el Anillo Grande…

–El Gran Anillo -lo corrigió ella.

–Es verdad. Los planos elementales… -¡Sí! – exclamó Naull-. La Ciudad del Fuego, de acuerdo con todo lo que he leído sobre ella, tuvo un vínculo con el Plano Elemental del Fuego. Era un vínculo permanente, no uno temporal como algunos magos o clérigos poderosos a veces creen.

Alhandra tenía un aspecto serio, pero Regdar aún necesitaba más explicaciones.

–Según la leyenda -continuó Naull-, Secrustia Nar se erigía entre el Plano Elemental del Fuego y nuestro plano. Alguna gente llama a estos lugares "dimensiones de bolsillo", pero eso no tiene importancia. Lo que importa es que la gente que vivía ahí era capaz de convocar y controlar increíbles fuerzas elementales. Tenían sirvientes e incluso ejércitos de seres ardientes y se supone que dominaban toda esta parte del mundo. Incluso hay leyendas que cuentan que Secrustia Nar es la razón de que tengamos un gran desierto aquí en vez de tierras fértiles -su voz se convirtió en ominosa-. Cuando los gobernantes de la Ciudad del Fuego ya no pudieron controlar a sus sirvientes, el Plano Elemental del Fuego se la tragó, quemando las tierras a su alrededor.

Regdar silbó. – ¿Y esta llave?

Naull le asintió a Krusk, que estaba concentrado escuchando su historia. El no añadió nada, pero Naull creyó verlo asentir una o dos veces.

–Supuestamente -dijo ella, manteniendo la mirada fija en los ojos de Krusk-, algunos habitantes de Secrustia Nar escaparon del desastre. Hicieron un mapa que detallaba el camino de vuelta hasta donde se encontraba el principal portal planar, y guardaron la llave para abrirlo con seguridad. La mayoría de historias dicen que sabios clérigos de Pelor y Heironeous destruyeron el mapa y su llave, pero supongo que no es el caso, ¿verdad, Krusk?

Meneando la cabeza, el semiorco abrió lentamente el paquete. Introdujo la mano en su interior y buscó durante un momento, hasta que sacó un disco dorado de aspecto extraño.

Tenía la forma de una bola de fuego, pero plana. Mientras la sostenía en su palma gris brilló ligeramente y las llamas grabadas en su borde exterior parpadearon con diferentes colores, del dorado al rojo, y luego naranja y otros colores del fuego.

–Mi capitán me hizo memorizar el camino hasta la ciudad. Puedo encontrarla. Puedo abrir el portal con esta llave y cerrarlo para siempre -dijo finalmente. El semiorco cerró el puño sobre el disco llameante y miró a todos los del grupo-. Voy a hacerlo, lo he jurado.

–Yo creo que es una buena idea -estuvo de acuerdo Naull.

–No -discrepó Regdar-. ¿Por qué no lo destruimos? Quememos los mapas y la llave.

Naull meneó la cabeza.

–Todas las leyendas, las historias que hablan sobre la destrucción de la llave, dicen que no es fácil. Algunas dicen que la llave ha sido destruida varias veces, pero sigue regenerándose. Es como el fuego que apagas en un lugar sólo para que se reavive en otro.

–Debo cerrar el portal -dijo simplemente Krusk.

Algo golpeó la puerta de la posada. Esta vez no era una flecha sino algo más pesado.

Oyeron pasos a la carrera retirándose por la escalera y hacia el patio. – ¡Abrid las puertas! – aulló el líder gnoll-. ¡Aún no atacaremos! ¡Ved lo que tenemos para vosotros!

A una indicación de Regdar, Temprano y Alhandra se colocaron a ambos lados de la puerta. Regdar se quedó directamente delante de ella, sujetando el escudo de Alhandra ante él. A su señal, abrieron la puerta. Algo apoyado contra ella cayó dentro. Regdar miró hacia abajo y vio un cadáver chamuscado y sangriento. – ¡Llevadle dentro! ¡Miradle! ¡Eso haremos a todos los aldeanos que encontremos si no nos entregáis al semiorco! – aulló el líder de los gnolls-. ¡Enviadle fuera o contemplaréis vuestras propias muertes!

La manada aulló al unísono ante la amenaza.

Regdar inspeccionó la oscuridad y después usó su pesada bota para empujar el cadáver al exterior de la puerta. Durante un momento las mofas de los gnolls se detuvieron. El cadáver se giró y rodó por las escaleras del porche. Los gnolls aullaron de nuevo; esta vez de rabia porque su provocación no había funcionado.