VI

Nubes, fulgores, transparencias, no rojo ni topacio ni celeste, crepúsculo inestable. Deslumbraba, así, de cara, al fondo de la calle, sobre la perspectiva de dos hileras de follaje reduciéndose confluyentes.

Abajo, no. Miradas, destellos, reflejos en los parabrisas, en las ventanillas de los coches, de los: tranvías, en las lunas de los escaparates, en el cristal de los portales, imágenes superpuestas, fragmentarias, en movimiento, la marcha demasiado lenta de los transeúntes, exasperantemente entorpecedora. Se volvió a calar las gafas de sol.

Caminaban muy juntos, del brazo, quizá demasiado a prisa. Había un quiosco de periódicos o, al menos, gente en torno a un vendedor de periódicos, y el quiosco era de castañas. También había gente ante un escaparate de electrodomésticos, mirando la televisión, y más aún ante la parada del tranvía, todos a la expectativa, apiñados en indeciso asalto hacia el estribo todavía no detenido, ya rebasados mientras crecía el rechinar y los cristales se sucedían cargados de fugaces espejeos. Advirtió que Aurora miraba por encima del hombro.

Los grises, oyó que decía.

Estaban en el chaflán, el morro chato de un coche patrulla asomando tras los turismos aparcados, y se distinguían precisas las metralletas, cañones de mosquetón, gorras de plato inclinadas, botas, manos recogiendo las octavillas dispersas por la acera en la que, de súbito, se había hecho un claro entre los transeúntes. No te vuelvas, dijo Raúl. Faltaba poco para la esquina, dos o tres portales. Apretó el paso, apretó el fajo de octavillas contra los muslos, en el bolsillo de la gabardina. Doblaron a la derecha, la fachada de la Sagrada Familia levantándose afilada al otro lado de la calle, hueca estructura ampliamente dilatada en el vacío. Allí, el tránsito era mucho más reducido que en la calle Mallorca y las aceras se alargaban bordeadas de rectas tapias de ladrillo, al amparo del deslumbre rasante de poniente, apacibles, tan sólo algún turista mirando hacia lo alto.

El coche de Federico quedaba a media manzana, frente al acceso a las obras del templo, pero no tanto aparcado, con el motor en marcha, como despegándose del bordillo, arrancando suavemente para alejarse calle arriba, acelerando, hasta virar a la izquierda, por la primera travesía. Pero qué hace este imbécil, dijo Raúl. Mira, dijo Aurora, y fue como si obedeciendo a su gesto de mentón apareciera aquella pareja de grises que descendía hacia ellos por el centro de la acera, el paso pausado, uniforme, los tiesos mosquetones destacando paralelamente. Espera, dijo Raúl. Pasó el brazo por el hombro de Aurora y la besó en la mejilla, la mano izquierda hundida en el bolsillo, contra las octavillas, como recogiéndose la gabardina. Cruzaron con las cabezas juntas en dirección a la entrada del recinto de la Sagrada Familia, una pequeña caseta abierta en la tapia que, a modo de vestíbulo coloreado con postales, folletos, banderines, recordatorios, daba acceso al interior del solar, a la escalinata del templo. Desde las primeras gradas ya era posible dominar la calle en toda su amplitud, por encima de la tapia, y pudieron seguir con la vista el patrullar de los grises, lento, vigilante.

En las gradas y rellanos había cierto número de visitantes, parejas, familias, turistas retratándose ante el portal, gente sentada en los pretiles. Contemplaban las altas torres erizadas, las linternas y pórticos de la fachada, áspero tríptico arrancado de los derrames de las puertas, la Fachada del Nacimiento, de levante, del amanecer, destinada a expresar los gozosos misterios que rodean el advenimiento del Redentor, los inicios de su vida. La Puerta de la Caridad, por ejemplo, en el centro, limitada por grandes columnas arboriformes con base en forma de tortuga y capiteles abiertos a manera de palmas, ramos de bienvenida, trompetas de ángeles que anuncian la feliz nueva, una puerta partida por un entreancho de fuste ligado a tierra por una serpiente enroscada, árbol de paraíso perdido, causa remota de todo aquello, de aquel clásico pesebre situado en la base del tímpano, con el buey y la mula descollando bajo el contorno huero de los vitrales y el rosetón, el Niño adorado por José y María y, desde las ménsulas y relieves de los derrames, por reyes y pastores, grises greyes congregadas, gallos, capones, pavos navideños y, más arriba, la arquivolta del pórtico que, cerrándose grandiosa allá en lo alto, invitaba vanamente a franquear el vano, a penetrarlo, una avalancha acrecentada de formas frondosas, lobuladas, chorreantes, como secreciones y adherencias de flor o valva, como témpanos y pétalos, estrellas configurando el plano zodiacal del cielo en aquella noche oscura de Belén, destino mesiánico, gaudiniano gozo, placer que tan presto se va y una vez ido da dolor, no hay rosa sin espinas. Y, todavía más arriba, la arcangélica escena de la Anunciación, coronada en la cúspide de la arquivolta por una gran linterna, raíz del piñón que, irguiéndose agudo, tomando altura, ya entre las cuatro torres, remata un grumoso ciprés de cerámica, cánticos eucarísticos, Sanctus, Sanctus, Hosanna, Aleluya, un corazón sangrando amor, panes, un ánfora, el pelícano, delicia, país de las maravillas. Y a cada lado, flanqueando simétricamente aquel conjunto, otras dos puertas de menores proporciones y, aún, la no visible Puerta del Rosario, con su Virgen enguirnaldada por un rosario de rosas rosas, rosa de epifanía, portalada del inexistente claustro que, a modo de amniótico aislamiento, debiera envolver el templo, alejarlo del mundanal ruido. Así, a la izquierda, la Puerta de la Esperanza, con sus ménsulas florales y sus frisos en los derrames, la degollación de los inocentes, la huida a Egipto, providenciales rodeos del camino de la Redención, y escenas de Nazaret en el tímpano, tierno retoñar, con sierra y escarpias, escoplos, martillos esculpidos en el dintel, la arquivolta encrespándose proteiforme, como en erupción, hasta la linterna rematada por una gruta, de donde, entre peñascos, emerge la barca salvadora tripulada por san José y la paloma, lengua de fuego, peñascos apiñados en el pináculo, crestas abruptas, arpadas cimas de Montserrat, corona de rocas, pétreo cetro alzándose con énfasis místico, dominante. Y a la derecha, la Puerta de la Fe, arrobado retablo centrado en la representación de Jesús en el templo, con un contorno de imágenes ora hieráticas, ora arrebatadas, como la del Bautista predicando en el desierto, preanunciando la inminencia del Mesías, todo ello sobre un recamado fondo de lacerías, de espinas y flores entramadas, capullos, corolas, tálamos, sépalos, pétalos, estigmas, abejas atraídas por el polen, y sobrepuesta a las fragosas cresterías, la linterna candileja de tres picos, sempiterno triángulo, base de la Concepción Inmaculada, dogmática efigie elevándose en éxtasis como una saeta, de entre una crecida cascada de espigas y racimos, detalles todos ellos que pueden apreciarse detenidamente desde cualquier punto de las torres de los campanarios, según se sube por las aireadas escaleras de caracol, desde los vanos, desde los miradores sinuosamente integrados en los resaltes de los arquitrabes y cornisas del frontispicio, balcones de barandillas bulbosas, galerías breves y contorsionadas, pasarelas, pequeños peldaños, cavidades intestinas, corredores retorcidos, de relieve irregular, pasadizos tintados en un ir y venir de los campanarios a la fachada, cuatro campanarios intercomunicados, armónicamente erectos, que si bien en su nacimiento aparecen confundidos con los paramentos de los pórticos, al despegarse e independizarse se convierten en curvos conos verticales de perfil parabólico, iguales en altura dos a dos, más elevados los del centro. La ascensión puede iniciarse por él situado más al sur, en el extremo izquierdo de la fachada. Allí se comprueba que los dos cuerpos basamentales, que sirven de arranque a las arquivoltas, son de sección cuadrangular y evolucionan hasta el círculo. Esta parte cilíndrica, con aberturas que suben en espiral, va seguida en cada campanario por otro cuerpo de silueta parabólica, desarrollado en doce estrías perpendiculares que, más arriba, quedan reducidas a seis, resueltas en un volumen prismático de sección triangular y facetas poliédricas, para acabar en un remate conformado por una mitra, un anillo y un báculo acoplados, cuatro crestas como capullos, mosaicas, refulgentes, de calidades ferruginosas, carbonáceas, vitreas, porcelánicas, policromadas en carmín, encarnado, oro y blanco pontificios, verde botella, malva, rosa de crepúsculo. Los ventanales, de vanos imbricados en hélice, permiten, a medida que se pasa de un campanario a otro por una serie engarzada de pasarelas, arcos hiperbólicos, galerías breves y contorsionadas, pequeños peldaños, corredores retorcidos, cavidades intestinas, pasadizos que huelen a orines, llenos de inscripciones y grafismos, permiten contemplar tanto los relieves escorzados de la fachada, linternas, doseletes, hornacinas, grupos escultóricos, como el área interior vacía, anfiteatro ruinoso contornado al norte por la curva vertebrada del ábside, sobre el que se nos ofrece, según se remontan las torres, la ciudad ensanchándose más y más. Exuberante paraje, allí, en plena cuadrícula del Ensanche, aquel recinto presidido por la concha pinchuda del ábside, hueco armazón con espectros de vitrales abiertos al aire y ondulantes molduras escupeaguas, gárgolas plasmadas en caracolas, reptiles, lagartos, serpientes trenzadas, una selvática crestería de piñones y remates enzarzados, un frenesí de pimpollos, de espigas y espinas, de racimos, corolas de rosa, de lirio puro, hojas salvajes, vírgenes, violenta desfloración, tallos, cálices, pétalos, estigmas de pasión o goce, fáunica flora fosilizada, encrespadas crispaciones, pétreo brotar amparando la desolación de la explanada central, con sus sillares numerados entre hierbajos aplanados por el polvo, cantería de Montjuich, obra trabajosa, hormigueo de obreros, carretillas y poleas, entablados y andamios, golpes de martillo, todo muy artesanal, como se construyen eternamente las iglesias, piedra sobre piedra. Había sonado un silbato y los obreros estaban plegando, se dirigían hacia los barracones, se fregoteaban y peinaban congregados en torno a un grifo, se mudaban, mientras, allá en lo alto, la estructura de la fábrica aparecía taladrada de fulgores, vanos abiertos a nada, accesos que conducen a ningún sitio, fulgores cada vez más altos de aquel crepúsculo esplendente, del sol hundido a poniente de la ciudad, corola de cielos, carmines, púrpuras, granates, ámbares, corales, bermellones, tonalidades de llama acaso degradadas, acaso algo alteradas por los cristales oscuros de las gafas.

¿Por qué no se las echamos?, dijo Aurora.

Sería espectacular, ¿no?, dijo Raúl. Una especie de milagro socialista.

Vaciaron de octavillas el bolso, los bolsillos de la gabardina, y Raúl las hizo desaparecer en la oquedad que, circundada por una baranda de maderas, se abría en el centro de la reducida rotonda, base del último cuerpo del campanario, una oquedad cegada con escombros, cascotes, yesos fragmentados. La rotonda olía a orines y, sobre sus cabezas, la torre se ahuecaba tensamente, estriada de luces, de resonancias. Se escuchaban exclamaciones a diversos grados de lejanía, comentarios inconexos, llamadas de origen impreciso y, escalones abajo, un decreciente repicar de tacones. El plano lo guardo, dijo Raúl. ¿Qué tiene de malo un plano? Desdobló el plano en sucesivos pliegues y con el bolígrafo fue añadiendo al azar nuevas señales, anotaciones relativas a los parques y museos de la ciudad subrayados, indicaciones improvisadas, monumentos destacados con un trazo circular, un trazo como los ya existentes en torno al Obelisco de la Victoria y su negra lápida con el águila del yugo y las flechas, en Diagonal-Paseo de Gracia, o en torno al monumento a Colón, en la Puerta de la Paz, sobre el puerto, un ruedo de graderías con leones custodiando la elevada columna de bronce coronada por un mirador en forma de globo terráqueo, áurea peana para la estatua de Colón descubriendo América con el índice, altivo ademán desplegado contra aquel cielo de centelleantes octavillas cernidas en manso vuelo, cayendo despacio por encima del tránsito, en la vasta plaza abierta al muelle, encrucijada de edificios oficiales, Aduana, Gobierno Militar, Comandancia de Marina, Museo de Atarazanas, el tiempo suficiente para tomar de nuevo el ascensor y abandonar el acceso subterráneo antes de que los empleados advirtieran lo sucedido y, perdidos entre la muchedumbre, contemplar la llegada de la policía minutos después, apartando, acordonando, contemplarles desde la acera tal asesinos que vuelven al lugar del crimen. Había también otras indicaciones más difíciles de disimular, todas en el sector noroeste de la ciudad, por las barriadas de San Martín, San Andrés y Horta, localizaciones de las principales industrias, Hispano Olivetti, Enasa, Fabra y Coats, La Maquinista, etcétera, zonas de viviendas para obreros, concentraciones como Verdún, La Prosperidad, La Trinidad o el Buen Pastor, e incluso, en las márgenes del Besós, el puente de Santa Coloma, ya fuera de los límites municipales.

¿Ciudad de espaldas al mar? No toda ni siempre. No el casco antiguo, la villa medieval extendida desde Montjuich vigilante al barrio marinero de la Barceloneta, con sus atarazanas y su pequeño fondeadero, sin diques, ni dársenas, ni muelles, ceñido a los arenosos bajíos, una Barcelona centrada en torno al Mons Taber, desarrollada a partir del leve declive de sus faldas, prominencia de relieve ahora soterrado, casi imperceptible bajo este prieto núcleo de callejas quebradas contornado por las Rondas, avenidas de circunvalación trazadas siguiendo el perímetro de las derruidas murallas, polígono cruzado perpendicularmente por las Ramblas a partir del monumento a Colón, sobre los muelles, protonauta en actitud de descubrir América, pocos días antes todavía engalanado, banderas y gallardetes, ofrendas florales de aniversario, una riada de plátanos discurriendo con ligero serpeo, como una vega, tempranamente ajados y marchitos por los persistentes temporales de septiembre, nítidamente atabacados en la sutil atmósfera de octubre, dividiendo, el Barrio Chino a la izquierda y el Barrio Gótico a la derecha, espina dorsal de un enclave tan lleno de encantadores rincones románticos como la Plaza Real o la de Medinaceli, patios apacibles como el de lo que fue Hospital de la Santa Cruz o el de los Naranjos, claustros, campanarios, ya románicos como San Pablo del Campo, ya góticos como Santa María del Mar o el Pino, San Justo y Pastor, fachadas barrocas, Belén, San Severo, San Felipe Neri, La Merced, templos y palacios, sobriedades neoclásicas de La Virreina o La Lonja, realzados volúmenes, edificios públicos, el Ayuntamiento, antes Consell de Cent, enfrentado a la Diputación, antes sede de la Generalitat, ambos en la plaza de San Jaime, de Santiago, blanco caballero defensor de la patria hispana, y el Palacio Episcopal y el Gobierno Civil, antigua Aduana, y el Gobierno Militar y Capitanía, construcción ejecutada sobre lo que fue casa matriz de la Orden Mercedaria, y la Comandancia de Marina, puntos estratégicos como la Telefónica o Correos y Telégrafos, en el arranque de Vía Layetana, vía de apretado tránsito que abre como en canal el casco antiguo, un desfiladero de oficinas y despachos, navieras compañías de seguros, delegaciones de organismos oficiales, la siniestra Jefatura Superior de Policía, un foso de aplastantes alineaciones bárbaramente abierto a tiralíneas en aquel esquinado conjunto de torres y recovecos de otros tiempos, piedra oscurecida por el humo, bajos vapores de ciudad industrial que agrisan las entramadas calles venidas a menos, mansiones convertidas en conventillos, comercios, tascas, bares de putas. El cinturón de Rondas, trazado siguiendo el perímetro de las murallas derruidas en el siglo diecinueve para permitir el ensanche a extramuros, enlaza una serie de importantes nudos urbanos como la plaza Urquinaona o la de la Universidad y, sobre todo, la plaza de Cataluña, al cabo de las Ramblas, horrible epicentro comercial formado a la mala de Dios entre embocaduras de bancos y grandes almacenes, masas dislocadas, encuadres desacordados, abultadas construcciones desde las que, poco antes de la hora de cierre, las octavillas lanzadas descendieron blancas como palomas de libertad en remolino de holgada envergadura sobre los mirones apiñados ante los escaparates, bulliciosas avenidas las de aquel circuito de Rondas en forma de exágono irregular, con uno de sus lados más largos normal a la línea del mar, polígono circunscrito con respecto al casco antiguo e inscrito con respecto al resto de la ciudad, un trazado que si hacia levante ofrece entonadas perspectivas decimonónicas, en el límite con el Parque de la Ciudadela y su Museo de Arte Moderno que tan efímeramente albergó el Parlament de Catalunya, hacia poniente linda con el Paralelo y sus dejes de los felices veinte, de sus pistoleros y cupletistas, llamativas fachadas de cartón, candilejas, luces nocturnas, hoy calle del Marqués del Duero, espantajo de lo que fue, ajetreada y desabrida arteria de tránsito pesado, simple eje de barriada, de Pueblo Seco y sus barracas, ya en los confines del Parque de Montjuich. Envolviendo el casco antiguo y en plano inclinado hacia el anfiteatro de colinas circundantes, el Ensanche, obra de Cerdá, profeta en el desierto ya que no en su propia tierra, un monótono retículo de calles transversales y perpendiculares ajustadas a un módulo de cruce achaflanado, como el de la avenida de José Antonio, antes calle Cortes o, simplemente, Gran Vía, y el Paseo de Gracia, antes de los Campos Elíseos, luminoso foco comercial y bursátil con sus ostentosos escaparates y sus cafeterías, hoteles, salas de espectáculos, espléndidas riadas de plátanos atabacados, un oasis en aquella inacabable sucesión de calles rectas, exactamente idénticas, ya paralelas al mar, Aragón, Valencia, Mallorca, Provenza, Rosellón, Córcega, ya perpendiculares, Nápoles, Calabria, Sicilia, Cerdeña, todo un imperio bien archivado, plan clarividente de realización sistemáticamente predestruida, afeada, adulterada, codicia de fenicios, avara povertà, ciega incapacidad burguesa, chata cuadrícula crucificada en aspa, radialmente, a partir del punto de intersección de la plaza de las Glorias Catalanas, frustrado centro vivo de la gran Barcelona, por la avenida Meridiana, eje de la ciudad en sentido sur-norte, y por la Avenida del Generalísimo Franco, antes del 14 de Abril y aun de Alfonso XIII, vulgarmente Diagonal, en sentido este-oeste. Ensanche ya estrecho, enrejado cercado a su vez por una nueva muralla de poblaciones en otro tiempo periféricas, antiguos burgos anexionados por la inercia expansiva, núcleos difíciles de asimilar, caracterizados aún por su viejo aire de pueblo, barriadas populares como Gracia y Las Corts, con su inmenso estadio, más octavillas desprendiéndose sobre tribunas y graderíos, ante ciento cincuenta mil espectadores, barrios residenciales como San Gervasio y Bonanova, de airosas y matizadas villas, armonías de antaño, Sarriá, Tres Torres, Pedralbes, jardines soleados, viales tranquilos desarrollados en suave faldeo hasta el pie del contorno montañoso, de nuevo con vista al mar, por encima de la ciudad, y los suburbios obreros de mediodía y poniente, Casa Antúnez, confundido casi con el cementerio de Montjuich, El Port, Hostafranchs, Sants, Collblanch, La Torrassa, Hospitalet, y ya orillando el Llobregat, San Feliu, Esplugas, Cornella, y a levante y norte, los arrabales industriales de Pueblo Nuevo, San Martín, el Clot, La Sagrera, Campo del Arpa, Horta, San Andrés, y en la otra ribera del Besós, hacia Badalona, Santa Coloma, San Adrián, fábricas de productos químicos, siderúrgicos, textiles, calles y calles enhollinadas, chimeneas humeantes, llamear de hornos, muros color cemento, naves grises, herrumbre, bloques de viviendas cuadriculados como bloques de nichos, entre descampados y vertederos y un excreciente conglomerado de elementales edificaciones de ladrillo, caótico desarrollo de aceras embarradas, calzadas estropeadas por la erosión y el descuido, de empedrado ondulante, con charcos, lugares sin tránsito de automóviles, apropiados para recorrer a toda máquina, Federico al volante y Aurora y Raúl detrás, soltando octavillas en blanca estela, al anochecer, antes de que se redoblara el servicio de coches patrulla, cuando la gente salía del trabajo, un oscuro desfilar de masas y masas.

Se les acabó la gasolina en una travesía de San Andrés, a pocos cientos de metros de la barriada del Buen Pastor, y quedaron clavados. Hubo que buscar la estación de servicio más próxima y tuvieron que pedir prestada una regadera para llevar la gasolina hasta el coche. ¿Te imaginas qué ridículo si nos hubiera pasado cinco minutos antes, en pleno reparto?, dijo Federico. También salían al amanecer, y los obreros reunidos en las aceras, ante las pesadas puertas de las fábricas, recogían las octavillas, brazos desnudos, desnudas manos de proletario, catalanes o no, charnegos, hombres del mediodía, murcianos, andaluces, emigrantes del campo, gentes de cuerpo hecho a curvarse como una hoz, a segar, a cosechar aceitunas, mano de obra atraída por la gran ciudad, ejército de reserva del capitalismo, lumpen proletariat, ahora obreros como los otros, como los que siempre lo habían sido, como los obreros hijos de obrero y nietos de obrero, unidos unos y otros por sus comunes intereses de clase, y durante el descanso del mediodía discutirían colectivamente y, ya de noche, bajo la lámpara de la cocina, en torno a la mesa de pino, vasos y tabaco negro, ideales, un aurorear de conciencias, de ideas y reivindicaciones, consignas manifiestas, un germen de organización clandestina, células y comités, piquetes, octubre rojo, de hojas marchitándose y fríos en ciernes, brazos desnudos, puños alzados, martilleantes, pupilas como erizados cedros, iracundas, ¡en pie, famélica legión!, ¡hijos del pueblo!, ¡en pie y a las barricadas!

Mira, Daniel, dijo Escala. Lo que nos distingue de cualquier otro partido político, aparte de las diferencias estructurales de aparato y organización, es el hecho de que nosotros poseemos un método de análisis de la realidad totalmente científico. Es decir, que somos capaces de apreciar la realidad tal cual es, con sus leyes y en su dialéctica, sin dejarnos desorientar por el fenómeno, por las apariencias y velos que puedan encubrirla, por sus aspectos estáticos o parciales como árboles que no dejan ver el bosque. Evidentemente caben errores de interpretación o de aplicación, pero lo mismo que en cualquier otro terreno científico, son errores subjetivos, es la persona y no el método la que falla; el método está ahí, tan objetivo como la misma realidad. Ahora bien: ¿por qué te digo todo eso? Pues porque, ante una acción como la que tenemos planteada, estamos obligados más que nunca a tomar la realidad como una ecuación o un teorema, sin dejarnos arrastrar por idealismos, misticismos o metafísicas, que puedan llevarnos a actitudes oportunistas o aventureras. Así pues, si examinamos serenamente la situación actual, ¿qué rasgos tipificadores encontramos en primer plano? ¿Cómo formularlos y aplicarlos correctamente en el marco de nuestra línea política? Ante todo, la realidad incuestionable de que la primera parte de la batalla está ganada. A las tres semanas escasas de la inauguración del curso académico hemos conseguido que triunfe la huelga en todas las Facultades y que la universidad haya sido cerrada. La fase inicial de nuestra campaña de agitación culminó cuando la policía, para reprimir el conato de manifestación y en un intento de evitar que se repitieran los acontecimientos del pasado febrero, invadió el recinto universitario y detuvo a docenas de estudiantes. Les pusimos ante la alternativa de conculcar una vez más su propia legalidad o respetarla, y una vez más la conculcaron. La respuesta del comité de estudiantes fue colocar un petardo en el Obelisco de la Victoria, acto que, por fortuna, no tuvo mayores consecuencias y que, al no ser reivindicado por el partido, tampoco comprometió nuestra línea política, aunque, digámoslo sin rodeos, pudo haber tenido graves consecuencias; una acción sólo justificable en parte por la desconexión en que se encontraba el comité de estudiantes a consecuencia de las detenciones y, en mayor medida —valga la paradoja— por su probada ineficacia, pero, quede esto bien claro, que bajo ningún concepto debe volver a repetirse. Pues lo que ahora intentamos es que la acción no termine aquí, que continúe, elevarla a un plano cuantitativa y cualitativamente distinto. De la universidad hemos pasado a la calle, y esperamos que nuestros llamamientos a la opinión ciudadana y, en primer término, a la clase obrera, uniendo a las reivindicaciones económicas otras de carácter netamente político, cristalicen el próximo jueves en una huelga general y un boicot a los transportes públicos. Los camaradas del sector metalúrgico y del textil, de la construcción, los militantes de todas las células, todos trabajan en el mismo sentido, pero por motivos de seguridad elemental nuestras actividades no deben interferirse, y además, dada la situación, somos precisamente nosotros, con nuestras Facultades cerradas y nuestros estudiantes detenidos, quienes debemos actuar a modo de espoleta que haga estallar una serie de reacciones en cadena que, como la experiencia demuestra, si triunfan en Barcelona son susceptibles de extenderse a los restantes centros industriales de la región. A sólo cinco días vista, las perspectivas son francamente buenas, rebasan todas nuestras previsiones y nos permiten ser optimistas aun en el supuesto de que fracasemos en este intento de extender la huelga, ya que, cuando un movimiento de luchas reivindicativas no está en declive, sino en pleno desarrollo, y tal es nuestro caso, todo intento frustrado no es un paso atrás, sino adelante, una simple fase del proceso que conduce a subsiguientes acciones de resultado positivo. Y si del examen de la situación actual y de sus posibilidades pasamos a un examen más vasto, de conjunto, si examinamos el momento presente integrándolo en el proceso general de la lucha contra la dictadura, si lo comparamos, por ejemplo, con la situación existente en febrero, ¿qué diferencias podemos apreciar?, ¿a qué conclusiones llegaremos? Para nosotros, el cambio más apreciable en las condiciones objetivas reside en la evidencia de una creciente toma de conciencia colectiva, en la distancia que va de un brote más o menos irracional de rebeldía a una acción de masas rigurosamente planificada y cargada de implicaciones políticas antes inexistentes, con tendencia a desarrollarse en un contexto social de base cada vez más amplia. Me refiero al hecho cualitativamente nuevo de que nuestra ideología, la ideología comunista, pueda prender como ha prendido en las diversas capas burguesas a través de sus propios hijos, la juventud, la España de mañana, un fenómeno que es fruto, a todas luces, del grado de descomposición a que ha llegado el Régimen, del conflicto ya insoluble que existe entre las fuerzas productivas y el régimen oligárquico de producción. Y me refiero también a las perspectivas que este hecho nuevo nos abre de acuerdo con los postulados y objetivos de nuestra línea política y, más concretamente, a la posibilidad de unir por fin los diversos partidos y fuerzas políticas de oposición, representantes de todas las clases sociales, desde la clase obrera a la burguesía no monopolista, incluidos, por qué no, determinados sectores del clero y aun del mismo ejército, contra su antítesis común y las formas fascistas del gobierno. Es decir, la misma línea de alianza con todas las clases y capas sociales víctimas de la oligarquía, que tan buenos resultados está dando en toda Europa, adaptada a la peculiar situación española. La Revolución de Octubre, la gran Revolución China, fueron producto de unas circunstancias muy concretas, de una coyuntura favorecida por la guerra europea en un caso y por la mundial en otro, circunstancias que, aunque no irrepetibles, sí, al menos, imponderables, datos con los que no hay que contar, porque nada tienen que ver con la presente situación política española. Es por esto, Daniel, precisamente porque el objetivo que está en primer plano es la unidad, por lo que no podemos permitirnos el menor paso en falso, nada que se aparte de nuestra línea de reconciliación nacional y derrocamiento pacífico de la dictadura, ya que, como bien se demostró en la época del maquis, el país está harto de violencias, y cualquier tipo de acción directa sería aprovechado por el enemigo para distanciarnos de nuestros posibles aliados. Esto, al margen de consideraciones teóricas más de fondo, como la de que hasta qué punto, en las circunstancias actuales, el recurso a la violencia no presupone cierta desconfianza en las acciones de masa y en la capacidad combativa de la clase obrera. Dejemos, pues, todos esos sueños de sabotajes y asaltos a emisoras para cuando las condiciones objetivas sean otras.

Pasaron al estudio de medidas prácticas y a distribuir el trabajo, la redacción y confección de octavillas, los repartos a pie y en coche; a zonificar la ciudad sobre el plano, señalar los puntos clave, calles, plazas, edificios, lugares especialmente concurridos, nudos de comunicaciones, estaciones de metro. También decidieron ponerse de acuerdo con los restantes grupos universitarios de oposición para, en una sola noche, llenar las paredes de la ciudad de llamamientos a la huelga, y finalmente trataron de las medidas de seguridad que había que tomar en previsión de que las declaraciones de los estudiantes detenidos dieran alguna pista a la policía.

Escala: su predilección por los museos como lugar apropiado para hablar tranquila y disimuladamente. Así, las salas de pintura románica del Museo de Arte de Cataluña, en Montjuich; o la fábrica del museo de Atarazanas, sus naves góticas, hoy sede del Museo Marítimo; o el Museo de Arte Moderno, del parque de la Ciudadela, emplazado donde el antiguo edificio del Arsenal, de tan variados usos antes que museo, habilitado sucesivamente para residencial real y efímero Parlament de Catalunya; o el Museo Diocesano, instalado en el antiguo seminario, incendiado en 1936 o el Museo Marés, en un cuerpo del Palacio Real Mayor, o el de Historia de la Ciudad, en la desplazada Casa Padellás, siempre alternando, claro, sin insistir en ninguno más de lo prudente. Lo más importante: tener siempre más imaginación que el enemigo.

Parece que todo eso de las torturas y las corrientes eléctricas es pura mitomanía, dijo Federico. Les han cascado mucho menos que a Leo y casi todos han contado lo poco que sabían.

Tampoco es el mismo caso, dijo Raúl. Leo tenía una responsabilidad que éstos no tienen. A fin de cuentas, son unos pobres tíos cogidos a voleo.

Nada, nada, un trato de señoritos.

Corrían rumores de nuevas detenciones, de que un estudiante resultó muerto, de que los falangistas estaban haciendo una lista negra, rumores de registros, de gente seguida y teléfonos intervenidos. Y antes de su visita a la familia de Leo habían llamado por teléfono, por si estaba Floreal y no creía conveniente coincidir con ellos. Floreal estaba, pero, más que de marcharse, parecía deseoso de cambiar impresiones.

No lo veían desde antes de las vacaciones, a finales de primavera, cuando les preparó una entrevista con Cayetano, un obrero textil de mediana edad que había caído con Marsal, igual que Leo, y les traía recuerdos y ánimos de su parte, de Leo. Un hombre que había pasado siete meses en la cárcel, hasta el consejo de guerra, y como no había dicho nada ni admitido nada, salió absuelto. El mítico Cayetano, que en el curso de los interrogatorios fue amoratado a golpes, y le dieron corrientes delante de su mujer, y luego se ensañaron con la mujer en su presencia, descolgándole un riñón y casi arrancándole el cuero cabelludo, mientras él permanecía colgado de un tubo de la calefacción, con varias costillas rotas y unos pies que no le cabían en los zapatos. Y así unas tres semanas, y otras tantas de hospital, constantemente vigilado, pero ni ella ni él habían hablado y fueron absueltos. Les recibió alegre y animado, un poco chuleta, diciendo que Leo era un chaval muy majo, que se había ganado las simpatías de todos.

¿Seis años? Antes de tres vuelve a estar en la brecha, leches. Y les habló de Maruja, una enlace que había salido igual que él porque tampoco dijo nada. Será mujer, pero os aseguro que tiene unos cojones como pocos. Y eso vale más que los dientes que perdió en Jefatura. Rehuyó el tema de Marsal, aunque había que tener en cuenta, dijo, que fue torturado durante casi un mes y que todavía tiene los pulgares insensibles de los días que pasó colgado de unas esposas. Y les recontó lo del camarada que estuvo a punto de conseguir suicidarse haciendo una especie de torniquete con el pañuelo. De Leo dijo que no lo pasó especialmente mal, unas cuantas palizas y unas cuantas horas esposado en cuclillas, hasta que las muñecas se le pusieron como garrotes. Tuvo suerte; fue uno de los últimos en caer, y la policía ya estaba cansada y sabía lo suficiente.

Y Floreal: me pienso que va a ser un éxito, dijo. Las clases trabajadoras están con vosotros. En el banco no se habla de otra cosa y tengo entendido que en las fábricas hay un clima de lucha tremendo. Los mismos despliegues de fuerza y provocaciones de la policía no hacen más que volverse contra ellos y popularizar la huelga. Y es que el pueblo ya no aguanta más, no está dispuesto a soportar por más tiempo la dictadura, los salarios de hambre, el paro. Por todas partes no hay más que quiebras, suspensiones de pagos, letras impagadas; y el malestar que despierta la política económica del gobierno es tan grande que la burguesía no monopolista ha vuelto definitivamente la espalda al Régimen. Hay industriales que hasta están dispuestos a ayudar, a respaldar la huelga. Los hay que están por el problema obrero, por el salario mínimo vital con escala móvil, por el derecho a la huelga y las libertades democráticas.

Que ayuden, que ayuden, dijo el cuñado de Leo. Que luego ya les apañaremos a ellos.

Floreal sonrió, seguro, superior, sin tomárselo en serio. No hará falta, hombre. Deja que les destruyan sus propias contradicciones. La política que tiene el comunismo no es ninguna trampa, sino eso: dejar que las cosas sigan su curso. En el mismo seno de la oligarquía monopolista hay contradicciones cada vez mayores, las contradicciones propias de la etapa imperialista del capitalismo, y esta crisis económica no tiene solución de ninguna de las maneras. Porque hay que tener en cuenta que hay dos clases de contradicciones: las antagónicas, o sea las de España, y las no antagónicas, o sea las del campo del socialismo y países amantes de la paz. Estas son superables, problemas entre hermanos, como si dijéramos; las otras son totales. Y la burguesía pequeña y media empieza a comprenderlo y a darse cuenta de que la única solución es el socialismo. Y, fíjate tú en lo que te digo, acabarán aceptándolo voluntariamente.

¿Voluntariamente? Si no es con una pistola en el pecho... Yo no sé de teorías ni de burguesías cosmopolitas, pero de cómo se llega al poder sí que sé, porque no es cuestión de teorías, sino de cojones. Yo estuve cuando la cosa iba en serio y sé que quien convence a los demás es aquel que tiene la sartén por el mango.

Intervino el padre de Leo, apaciguando. Era algo, dijo, que había visto con sus propios ojos: Mane, Tecel, Fares, apresuradamente escrito con tiza por algún espontáneo a lo largo de los corredores del metro, en plaza de Cataluña, sobre los carteles publicitarios. Y es que esto es como el festín de Baltasar, como los últimos días de Pompeya. El capitalismo sabe que tiene sus días contados y, mientras el pueblo sufre, se entrega a toda clase de desenfrenos. Hilvanaba, las gafas descolgadas hasta la punta de la nariz, y Teresa escuchaba desde la mesa de plancha, seria y esmerada a la vez. El canario en la jaula, la mesa de comedor llena de patrones, el sofá catre y las sillas gastadas, el aparador, el cromo del incendio de Roma en vivos colores, la radio sobre una mesita cubierta por un chal con flecos de cuentas amarillas. Comentó que el domingo habían ido a ver el Tenorio, la inmortal obra del famoso Zorrilla. Una obra que, aunque salga la religión, no deja de ser una denuncia contra las mentalidad del poderoso, del privilegiado. ¡Qué soberbia! ¡Qué desprecio por sus semejantes! Y es que Zorrilla, como hombre del pueblo que era, no podía dejar de criticar a quienes por sus riquezas y sus títulos creen que todo les está permitido, y su vida no es más que una sucesión de juergas y abusos y derroches. Por dondequiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé y a las mujeres vendí. Les contempló por encima de las gafas.

¡Aquí está!, dijo Juan. Y ¿por qué? Pues porque tiene la fuerza, y a quien tiene la fuerza sólo se le vence por la fuerza.

Y el padre de Leo: por un camino o por otro, el socialismo acabará imponiéndose, esto es inevitable. Pero todos hemos de hacer lo posible para que el cambio sea pacífico, porque es el pueblo quien más sufre de las violencias. Frente a las arbitrariedades y atropellos de las fuerzas represivas, nuestra postura de paz hace que el socialismo se vaya granjeando las simpatías y el respeto de todos, católicos o agnósticos, demócratas y burgueses. Poco a poco cada cuyo irá siendo ganado para la causa del socialismo.

¡No señor! ¡No señor! Si algún día te ganas a los burgueses y a los curas será porque habrás dejado de ser revolucionario. Vivimos en una teocracia militar y todos los males de España vienen del clero. Y ya está.

Esto ya es otro asunto. El único pensador religioso que al mismo tiempo ha sido humanista es Confucio. Y Cristo no cabe duda que, como hombre, fue un gran hombre, pero la Iglesia Católica, en cambio, siempre ha estado contra el progreso y las libertades, oprimiendo las verdaderas formas de vida española que son del pueblo, sociales. Mucho antes de los romanos, los arévacos y no me acuerdo que otros primeros pobladores de la península, ya tenían una especie de comunismo. Y, si vas mirando, en el curso de toda la historia verás cómo el pueblo se ha ido rebelando, rebelando, aquí con los remensas, allá con los comuneros, con las germanías, acullá con los segadores y los rabassaires y, más modernamente, con el impulso revolucionario de las clases trabajadoras catalanas y vascas, de los mineros asturianos, del campesinado andaluz. Han hecho falta muchas inquisiciones y exacciones para sojuzgar estos impulsos naturales del pueblo, pero muchas. Y ahí está vuestro papel, el de los intelectuales humanistas: devolver a la cultura su verdadero carácter popular.

El cuñado decía que él también estaba por la cultura del pueblo, pero de un pueblo en el poder, ejerciendo la vigilancia revolucionaria. La cultura sin el poder sólo sirve para llevarte ante el pelotón, como a Ferrer Guardia. Para el pueblo no puede existir la cultura sin el poder. Luego sí, una vez conquistadas las libertades sí, entonces sí que podría hablarse de la difusión de la cultura, tanto espiritual como física. La conversación derivó hacia el fondo de verdad científica que encierran la sabiduría popular y la medicina natural, tan despreciadas por la burguesía, una clase que vive de espaldas a la naturaleza, tan difamadas por los intereses egoístas de los médicos; hablaban de los beneficios de una vida más natural opuesta al clericalismo oscurantista, de la alimentación racional, del ejercicio físico. El padre asintió: mens sana in corpore sano, dijo. Y empezó a contar de un curandero que le había quitado el dolor cuando, después de haber pasado por las manos de no sé cuántos médicos sacacuartos... Pero el otro no le dejó seguir: explicaba la necesidad de acabar con la familia y liberar el sexo, los saludables efectos de las prácticas desnudistas, de exponer al sol y al aire las partes, la parte del cuerpo que más se suele esconder cuando es precisamente la que más necesita de las condiciones naturales. Hay que liberar el sexo y acabar con la familia, repitió.

Suerte que no te oye la Antonia, dijo Floreal. Y me gustaría verte si ella empezara, pues venga, a desnudarse, a liberar el sexo.

¡Es que esto no tiene nada que ver! ¡Es que el desnudismo no es ningún vicio! El desnudismo no es ninguna indecencia. Es una cosa seria y científica. Sencillamente, lo natural.

Floreal sonreía, pero se le advertía cierto embarazo, se notaba que prefería cambiar de tema; juntaba las manos entre las rodillas abiertas, mirando al suelo, y, de vez en cuando, a Raúl y Federico, como nervioso. Hablaron de Leo. Les volvieron a explicar la última visita que le habían hecho, en Burgos, y cómo Teresa pudo verle haciéndose pasar por su hermana. Teresa dijo que lo había encontrado con una moral de campeonato y que, al parecer, todos sus compañeros le apreciaban mucho. Hasta los guardianes, dijo el padre. Hubo uno que se me acercó y me preguntó si yo era su padre. Y yo le dije, sí señor, a mucha honra. Y él me dijo, pues tiene usted ahí un capital en inteligencia que vaya, que nada, que puede estar usted satisfecho. Teresa dijo: de prestigio tiene en todas partes. Y contó que en el barrio todos le preguntaban por Leo, que cómo estaba el Leo, que cuándo soltaban al Leo, gente que apenas conocía. Es que aquello fue un atropello, dijo el padre. Cuando vinieron a llevárselo, si les hubierais visto. Se comportaban de una manera, echándolo todo patas arriba, amenazando, diciendo que igual se nos llevaban a todos, que los rojos no teníamos derecho ni a la vida. Y unas caras y un odio. Calló y hubo un silencio. Luego señaló al coloreado cromo del incendio de Roma contemplado, en primer término, por un Nerón que tocaba la lira. Somos como los primeros cristianos, que sufrieron hasta diez persecuciones, dijo. Hablaron del porvenir de Leo cuando cayera el Régimen y tuviera todas las puertas abiertas, de las posibilidades de que hubiera un indulto, según les había dicho el chófer de un general, y saliera en septiembre. Si es que el Régimen dura hasta entonces, dijeron. El pueblo, decían, no estaba dispuesto a pagar las consecuencias de la crisis, el hambre, el desempleo, no volvería a soportar los sufrimientos de la posguerra, aquel terror y aquella humillación, unas condiciones de vida más propias de la Edad Media.

Cada mañana, en el mercado hay una verdadera protesta por la carestía de vida. Todas las mujeres se quejan. Y es que no pueden, el dinero no les llega.

Es que en la posguerra la gente aguantaba el racionamiento, el estraperlo, los atropellos, todo, lo aguantaba todo, porque había una moral de derrota. Ahora, en cambio, la moral es de victoria.

Recuerdo cómo me comía aquel chocolate de racionamiento, dijo Raúl. Era algarroba pura.

Pues si esto te pasaba a ti, cuenta lo que sería para el obrero, dijo el cuñado.

En casa había de todo, dijo Federico.

Al salir, en el coche, comentaron que aquellas visitas empezaban a resultar penosas.

Pobre Leo, si les oyera, dijo Raúl. Pero ¿cómo vas a contradecirles? Hasta el mismo Floreal parece un poco fuera de onda.

Lo que le pasa a Floreal es que es un tipo así, vamos, tirando a corto.

¿Corto? Qué va, hombre, Floreal es un buen tío. Pero el tipo está tan metido en sus discusiones y lecturas políticas que llega a perder de vista la realidad. Lo ve todo tan claro que si le dijeras que las cosas no son así de fáciles, que el Régimen todavía puede tener cuerda para rato, que igual tarda en caer un par de años, pensaría que quien ha perdido de vista la realidad eres tú. Y es por esto, porque sólo debe tratar gente que piensa como él; y si alguien le lleva la contraria, ni siquiera le escucha.

Con Adolfo Cuadras era diferente, con el mismo Fortuny, tan comedido, poco amigo de arriesgar juicios, de hablar demasiado. Con ellos se podía discutir, matizar, partían de presupuestos comunes, aunque hubiera discrepancias, como cuando Adolfo Cuadras ponía en duda que las acciones previstas para el jueves tuvieran éxito.

En el 51 e incluso el año pasado, las huelgas y el boicot a los tranvías empezaron en la calle. Es decir, de abajo arriba, y no al revés, como ahora. Entonces no hizo falta llamamientos ni octavillas. Al menos, yo no recuerdo haber visto ninguna.

Porque no estabas metido en el asunto, dijo Raúl. Pero detrás de cosas como la del 51 siempre hay una organización. Me acuerdo perfectamente de que por todas partes estaba escrita la palabra huelga, con tiza, con lo que fuera.

Si es lo que digo, que todo caso la iniciativa partió de las masas, era una cosa que se mascaba en el ambiente. Y ahora, no.

Pues entonces, ¿para qué sirve la actividad política? Si no existen condiciones objetivas propicias, se crean.

Perdona, se crean las que es posible crear, aunque parezca una perogrullada.

Bueno, si los obreros no responden es que son unos hijos de puta y se merecen todo lo que les pasa, dijo Federico.

Además, si el año pasado hubo huelga en el sector textil, paros parciales, boicot a los tranvías y todo eso, ¿por qué no ha de haberlos ahora, que la crisis económica es mucho más grave?

Estaban en el bar de algún gran hotel, tranquilo y confortable, con su leve olor a tabaco rubio, chez Adolfo, como decían para citarse por teléfono. Aurora dijo, toma, se le va a caer la enagua, y todos siguieron con la vista a una señora enjoyada y aparatosa, de tintineos refulgentes. Rieron, y Aurora les miró dócilmente, como esperando participar, callada. Ella, en cambio, se echaba a reír cuando nadie reía, mientras charlaban de cualquier cosa, sin intención cómica determinada.

Reía inesperadamente, a destiempo, y ya nadie se preocupaba de preguntarle el motivo, una palabra cualquiera que repetía con su ligero tartamudeo inicial, todavía reprimiéndose. Luego volvía a sumirse en sus mansos silencios, la mano en la mejilla y los ojos bajos, reconcentrados. Permanecía al margen de la conversación, y si le pedían el parecer contestaba que bien, o se salía con observaciones marginales, cuestiones de detalle expuestas con voz grave, entonando apenas, dejando las frases como en suspenso, como por decir algo, por cortesía más que porque le interesara el tema. Callaba, algo retirada, y sólo a veces, cuando más olvidada la tenían, levantaba la vista, y Raúl sentía su mirada, la presentía casi, furtiva, penetrante. La miró también, y entonces ella desvió los ojos, volvió a fijarlos en el suelo. ¿Cuándo empezó aquello? ¿Y cuándo cesó el rehuir y fue como reintegrarse en un espejo el enfrentamiento de aquellas pupilas finalmente sostenidas? No hubo tantos días de por medio desde que, en plena gestación de la huelga, cuando a partir del patio de Derecho proyectaban extender la agitación a todas las Facultades, Federico apareció en la reunión acompañado de Aurora, sonriente y silencioso, limitándose a presentarla como la enlace de Medicina. Después la acompañaron a su casa y Raúl le preguntó si también estudiaba Medicina para dedicarse a niños. Aurora dijo que no, que no le gustaban los niños, que se había matriculado en Medicina porque era lo que estudiaba un primo suyo, y mira. Ahora tiene novia y se va a casar, dijo. Hablaba con aquella voz grave, sin volverse, sentada junto a Federico, pero en el retrovisor se reflejaba su cara seria, de labios cuidadosamente pintados, los ojos negros mirando fijo adelante, el cabello corto y muy negro. La dejaron ante el portal, en la acera de enfrente, y cruzó la calle corriendo.

Oye, ¿de dónde la has sacado?, preguntó Raúl.

Misterio, dijo Federico.

La has traído porque te gusta. Vamos, porque si no, no entiendo lo que pinta.

Los de Medicina. Los de Medicina la han elegido como enlace. Es cosa de ellos.

Bueno, pero a ti te gusta.

¿Por qué ha de gustarme? Parece un travestí. A ti sí que te gusta, en cambio. Vamos, lo he notado en seguida. Te gusta, di la verdad. Se parece a Nefertiti.

Hombre, no está mal.

¿Mejor que Nuria? ¿Quién te gusta más, por ejemplo, la Nuria o ésta?

¿Y qué tiene que ver? No tienen nada que ver.

A ti te va mejor Nuria. Es una chica así, más activa, más desenvuelta, con su vida propia y su trabajo; vamos, lo que se llama una compañera, la mujer compañera. Fíjate, será intérprete de la ONU. Podríais trabajar los dos en la ONU, juntos. Así, juntos, pero cada uno en lo suyo. ¿Cuándo vuelve?

Pues en junio, supongo. Por Navidad quizá venga. O por Pascua. Y si no viene, nos encontraremos en París.

¿Y os casaréis entonces? ¿En secreto? Podrías nombrar padrino a algún tipo importante del partido. El mismo Mr. H. Mr. H. estaría bien.

¿Y quién te dice que pensamos casarnos?

Entonces, ¿qué? ¿Seréis una de estas parejas progresistas modelo? ¿De éstas que no se casan, pero que es como si estuvieran casados y procuran no ponerse cuernos y tal?

Pero qué coño estás diciendo de cuernos y tonterías. Los cuernos me la traen floja, coño.

Ah, ¿o sea que no te importa que Nuria se acueste con otros?

Pues claro que no. Vamos, quiero decir que es una cuestión que ni siquiera nos hemos planteado. Si ella ha de pasarse dos cursos en Inglaterra y yo aquí, me parece que es lo lógico.

Está bien esto. Sois gente evolucionada, está muy bien. Entonces, tienes que acostarte con Aurora. Sabía que te iba a gustar, estaba seguro.

Una chica pálida y frágil, con aspecto de poca vitalidad y, sin embargo, tan suavemente movediza aquella pálida desnudez de pechos pulidos y vientre enjuto, flexible el cuerpo tan delicadamente dibujado, las puntas de los pechos, oscuras como los labios, como el sexo que se abría bajo el preciso vello en punta de flecha, Aurora, ahora precediéndole por una serie de peldaños y pasarelas involucrados a las figuras y resaltes del frontispicio, enlazados con las cavidades interiores, corredores retorcidos, reducidas rotondas que olían a orines, aireadas ventosidades de los cuerpos basamentales. Le contestó que no estaba cansada. Eres ágil, dijo Raúl. Y Aurora: es que tengo una clase diaria de danza clásica. Se detuvieron en algún recoveco y examinaron los grafismos, nombres, fechas, iniciales. Buen sitio para amantes pobres, dijo Raúl. Desde el vano sinuoso se divisaba la ciudad ensanchada hacia poniente, crepuscular, sonora como una caracola, el Ensanche extendido hacia poniente en mecánica repetición de la ya vieja cuadrícula, fórmula planeada más de cien años atrás, el plan Cerdá, empresa nacida bajo los mejores augurios de la con tanto empuje burguesía decimonónica en aquellos años de gracia y desgracia, de dolor y gozo, de revoluciones y restauraciones, de barricadas, represiones, atentados y comunas, cuando un fantasma recorría Europa, empresa destinada a transfigurar la ciudad, predestinada, ensanche proseguido aún, sólo que de un modo un poco más estrecho o mezquino, cuadrando como un estadillo, sólo sobre el plano, cuadrícula arteriosclerótica, sin parques intercalados ni bloques abiertos a jardines recogidos, manzanas cerradas en torno a garajes, almacenes, pequeños talleres, apretadas edificaciones mecánicamente repetidas, ventanas frente a ventanas, balcones frente a balcones, terrazas frente a terrazas, con amplios panoramas de más terrazas, balcones y ventanas, más algún muy solicitado sobreático, pura fachada, piedra artificial, viviendas ya que no hogares ni con el muy apreciado simbólico hogar, simples puntos de concentración familiar, mecánicamente convencionales con respecto a unas formas de vida demasiado fluctuantes, pisos ya sin las holguras decimonónicas, sin salón, comedor y alcoba rígidamente prefigurados, sin recibidores oscuros ni soleadas galerías, una sala de estar y basta, y una avara profusión de paredes medianeras, patios interiores, flacos tabiques, calculados recuentos de metros de alzada, metros cuadrados, metros cúbicos, palmos, estrecheces, ruines calles cruzadas en degradada extensión de un retículo en otros tiempos proyectado como liberador, excrecencia celular, gris enrejado, fantasmal contorno de aquellas verticalidades, cuatro torres como púas alzadas en el atardecer. La Sagrada Familia, templo inconcluso de inusitadas perspectivas, cuatro campanarios, un ábside y una fachada de exuberante imaginería, astros, sangre, niños, rebaños y reyes, grupos escultóricos, arrebatados retablos, un precursor o profeta de encendido verbo encarnado en transportada efigie, coloraciones del ocaso, obra inacabada, simple anticipo del futuro prometido, profetal estructura de formas presumidas, elegantes, mera fase inicial de lo que algún día iba a ser ambiciosa plasmación de una gran empresa realizada sobre sacrificios de generaciones, dogmática protoplasmación edificada en lo que ahora era sólo un erial sombreado de espectrales perfiles. Sobrehumano proyecto aquel templo de ávido cuerpo místico exterior y de interior como una celeste Jerusalén de cedros rameados, predestruida ciudad, aquella futura fábrica con sus portales de Nacimiento inacabado, de Pasión no iniciada, de Gloria no alcanzada, rosario de misterios en las respectivas fachadas de levante, poniente y sur, donde el sol nace y se desvanece tras alcanzar el cénit, con su masa de torres como un monte serrado de altas cumbres, campanarios enriscados tal espinas o estalactitas, el cónico cimborio de Cristo creciendo por encima de todo, flanqueado de cuatro obeliscoides cimas evangélicas, águila y niño, león y buey, de los doce campanarios apostólicos, la inmaculada cúpula del ábside, la bóveda del cimborio, los cuatro óvalos de las sacristías, cúspides esbeltas, pináculos, ampulosos fastigios, encumbrado conjunto contornado por el valle oscuro de un claustro, templo expiatorio, redención encendida, altiva tedera purificadora, afiladas llamas, encrestadas, punzantes, como conformando un órgano sonoro o un radiante faro, todo luz y armonía, precursor despilfarro de formas purísimas, descubridores esquemas radiales, ascendentes, disposiciones ovoides, angulares, inclinadas, oleadas de líneas ondulantes, vibrantes, fragosas, figuras elípticas, parabólicas, hiperboloides, flabeladas, harpadas, sagitales, bulbosas, volúmenes grávidos, ventrudos, ventilados engastes, díscolas involucraciones, remates de verticales límites, formas hipertrofiadas, proteiformes, eruptivas, delirantes, espumosas, vegetal lozanía de calidades ásperas, mosaicas, resecas, madrepóricas, de crustáceo o fruto. Obra insólita que, estructurada a partir de elementos fragmentarios, indistintos, llega a conformarlos en un todo cambiante, evolutivo, lleno de contradicciones y coherencias, de simetrías asimétricas, contrastes, resonancias, repeticiones, giros y elipses, alusiones y elisiones, concreciones minuciosas, abstracciones, formas derivantes y derivadas, en fuga, como una hélice que asciende y gira, se desvanece en el vacío. Sobre la ciudad, las nubes se desrosaban y palidecían, flojas rosas de otoño, y las campanas sonaban apacibles, como en un ángelus anunciador del mediodía, ciudad sonora, tendida hacia poniente.

Hermoso y ocre el ocaso contemplado desde allí, en la vertiente sur de Montjuich, de espaldas a la ciudad, desde el cementerio de Poniente, cuando el sol dejó de centellear en lo alto de los columbarios, hundido tras los llanos del Llobregat, desfallecientes lontananzas, cielos rezumando nácares progresivamente agrisados, decolorándose. En la claridad serena, ante un distante término de montes, se avistaban todavía litorales y planicies, las incipientes intermitencias del campo de aviación, borrosas marismas, chimeneas y chimeneas, quietas fumaradas de periferia industrial, y más cerca, casi confundidas con el cementerio, cúbicas formaciones de barracas blanqueadas, y después, ya en la linde de la dársena, los depósitos de la Campsa, plateados volúmenes dispuestos al pie del Morrot, promontorio de Montjuich bruscamente fallado sobre el mar, ocultando el puerto, dejando asomar únicamente muelles extremos, las líneas del dique y contradique, el pálido girar del faro. A su llegada, el sol amarilleaba los setos polvorientos, rasante, por debajo del inflado follaje de la avenida, entre los troncos alineados. Dejaron el coche y remontaron a pie los paseos y gradas flanqueados de pimenteras, de cipreses nudosos, lobulados, con gorriones desprendiéndose. El núcleo inicial, desarrollado en suave declive a partir de los amplios accesos, destacaba ostentoso con sus solemnes mausoleos, vanidades humanas, privilegiada zona de panteones apiñados entre las frondosidades, cúpulas, torres, agujas, obeliscos, sucesión silenciosa de cancelas cerradas, candados, rejas, hierros forjados, orladuras de cadenas, verjas labradas en torno a templetes y capillas, construcciones neorrománicas, neogóticas, neoplaterescas, neoclásicas, neomudéjares, neofaraónicas, ciclópeas losas esculpidas, columnas truncadas, túmulos, cruces, algún busto hierático, un adolescente con un lánguido tallo, una niña de revueltos bucles, alas y clarines abatidos, espadas flamígeras, donceles caídos y bellas durmientes, epitafios, coronas, flores ajadas y cintas negras, secos pomos de siempervivas. Más arriba, según se acentuaba la pendiente, circundando el sector de panteones, se abría un ensanche de hipogeos integrados en el terreno, superpuestos de avenida en avenida, variado retículo de fachadas de sabor modernista, series de portales sucesivos, voladizos de airosa curvatura, vidrieras oscuramente coloreadas, mosaicos, aplicaciones florales, hierros como guirnaldas o racimos, una cancela abierta y voces de fregonas resonando, olor a lejía. También se escuchaban martillazos, y un cortejo de coches dobló raudo el recodo. Y todavía más arriba, ganando visualidad por momentos, entre cuestas cada vez más empinadas y tramos de escalinata más largos, los primeros bloques de nichos monótonamente repetidos, una cuadrícula de columbarios y trapeciales alzándose como rascacielos, cristales fulgurando al sol, entrecruzando reflejos, bloques cada vez más desnudos y verticales, sepulcros ya ni siquiera blanqueados en el descreste, diseñados como en una hipócrita aplicación del principio evangélico, de forma que mientras las clases privilegiadas eran situadas en las zonas más bajas del recinto, los humildes eran llevados, a la inversa que en la vida terrena, hasta lo más alto, retículo puramente utilitario, burocrático, última vivienda o pasaporte, último número, afueras con mujeres cenicientas preparando, adecentando, pidiéndose la escalera para trepar hasta lo alto, limpiando los búcaros y vasos de opalina, poniendo agua, ramilletes, flores de plástico, sacudiendo el polvo de retratos y reliquias, avivando las inscripciones con vistas al ya inminente Día de Difuntos, cuando por los senderos, entre las sepulturas, una muchedumbre hormigueante recogería su llamamiento: barceloneses, en memoria de aquellos que lucharon por daros una vida más digna, en memoria de aquellos por quienes luchasteis para darles una vida más digna, ¡barceloneses!... Habían quedado citados en chez Federico, un anodino bar bodega próximo a su casa, y Raúl fue el único en llegar puntual. La radio retransmitió las doce campanadas del mediodía y una breve oración en latín, ángelus anunciador de la buena nueva que nueve meses más tarde iba a fructificar en el gozoso nacimiento. Al poco, el local se llenó de obreros de la construcción, charnegos en su mayoría, andaluces andados y traídos, deslucidos. Hablaban, animados y voceadores, hablaban de lo mal aquilatados que estaban los nuevos tranvías, de una quiniela de trece resultados, de una mujer de frente a la obra. A las mujeres que les den por el culo, coño. Fúmate un cigarro de hombres, coño. ¿Ideales? Pues sí, hombre, que no matan a nadie. Esta vez me han salido buenos. Sí, señor, son de los buenos, aquí han aquilatado bien. Los compré ayer, no, anteayer, al acabar la faena. Y nada más salir, al ver que me habían salido buenos, entro y compro otro paquete. Llego a casa y digo, coño, por una vez, y ayer, sí, ayer, vuelvo y me compro treinta. Sí, se nota que están bien aquilatados. Bueno, pero qué leches quiere decir aquilatados. Mira esta tía, qué pantalones. Tsit, tsit, nena. Qué polvo te echaba, joder. Nena, aquí, nena, a ver si aprietas menos el culo y lo meneas más. Nena, nena. Me amorraba a la cremallera... Es decir, la típica conversación del lumpen, charnegos llegados del campo sin conciencia de clase ni espíritu reivindicativo, monótona charla sobre el monótono trabajo y las monótonas distracciones festivas, empleo del ocio con las sobras del producto del trabajo, fútbol y cine, el baile, el bar, las putas, la novia, la mujer y los niños, comidas familiares, paseos por las calles dominicales llenas de paseantes, como todo el mundo, consecuencias de una vida hecha de vacíos cubiertos con necesidades demasiado inmediatas. El jubiloso acomodamiento a las características del piso finalmente concedido, por ejemplo, uno cualquiera de cualquier bloque de viviendas para obreros, sintiéndose a sus anchas entre aquellas cuatro paredes tras tantos años de nomadeo hacinado, de realquileres, de barracas, ya toda la familia reunida, júbilo idéntico al de saber leer tebeos y prensa dirigida o de poder escuchar lo que tuviera a bien ofrecer la radio o de tragarse, en el bar, los programas de televisión, hasta que, acaso una frase de algún compañero, acaso una charla o incluso la lectura de una octavilla, desencadenara en ellos el irremediable proceso de toma de conciencia, la convicción de que habían dejado el pueblo por algo más que un plato de lentejas, la necesidad no ya de un salario mayor, sino de otra estructura social, de otras formas de vida.

Cuando entró Aurora, los charnegos de la puerta dejaron de silbar y hubo una incómoda expectación mientras ella avanzaba hacia Raúl entre sonrisas y comentarios por lo bajo. Federico les hizo esperar todavía un rato y ni llegó a sentarse, inclinado hacia ellos, las manos tensamente cogidas al canto de la mesa. Lo del cementerio tendremos que dejarlo para la tarde, dijo. Explicó que había peligro de nuevos registros y detenciones, que había que cambiar de sitio la ciclostil, llevarla a un lugar más seguro. La tenía fuera, en el coche.

Pero ¿qué pasa?

Supongo que nada, acojonamiento colectivo. Lo único seguro es que esos tíos han cantado hasta desgañitarse. Pero es por si acaban por decir hasta lo que no saben y aciertan.

Fortuny les aguardaba en el asiento de atrás, cubriendo la ciclostil con una gabardina doblada. Hemos pensado en el estudio de Pluto, dijeron. Era una mañana transparente, de límpidos clarores otoñales.

¡Carajo!, gritó Pluto. Ya me temía yo alguna putada de éstas. ¿Es que no tenéis sitio mejor que mi picadero? Dejaros imprimir aquí todos vuestros papeles, fíjate, casi nada. ¡Estáis locos! ¡Locos!

Te advierto que si nos enganchan estás listo, dijo Federico. El dueño de la casa las pasa siempre moradas.

Ah, pues os advierto que yo canto, ¿eh? A la primera friega lo digo todo. Además, no tenéis seriedad ni nada. Para empezar, ¿qué falta hacéis aquí los cuatro, en comisión? Bastaba con que viniera el que ha de hacerse cargo de este trasto, ¿no? Vamos, me parece a mí. Y ahora, venga a entrar y salir tíos. La portera se creerá que me he vuelto maricón.

El estudio quedaba en el terrado, con vista al centro de manzana. Constaba de una sola pieza con altillo, grande, apenas amueblada, una cama con almohadones a modo de sofá, una estufa eléctrica, vasos y botellas, un tocadiscos en el suelo, sobre una manta a rayas de colores, las paredes con recortes, reproducciones de desnudos en su mayoría. En el terrado, la puerta del retrete batía de vez en cuando, endeble. Pluto contemplaba, como abrumado, la ciclostil depositada en el centro de la habitación; Pluto, otras veces recostado en el sofá, con sus brillantes disquisiciones acerca de la necesaria restauración oficial del culto fálico, por ejemplo, partiendo de la base de que todo ser humano tiende naturalmente al goce máximo, ya físico, ya espiritual, también llamado místico, sólo conseguible por la superación del yo individual mediante la unión completa con otro ser o compenetración, goce que nadie puede conseguir por sí solo, ya que nadie puede unirse consigo mismo, como bien demuestra el carácter siempre frustrado de las pretendidas autouniones o prácticas masturbatorias, debido a que no es posible ser a la vez y en el mismo sentido cada una de las dos partes o términos de la unión; goce que, por tanto, se debe a la actuación o penetración de un agente exterior en acto, del mismo modo que lo cálido en acto, cual es el fuego, hace que el leño, que es cálido en potencia, lo sea en acto y en este sentido lo modifica; y así como un bastón no se mueve si no es movido por la mano que lo posee, es preciso, de consiguiente, referirse a dicho agente modificador, sujeto penetrante o falo, de características adecuadas al efecto y, en concepto de causa eficiente o acto creador por excelencia, aceptar el culto, hoy oficiosa, casi solapadamente referido a su función, como consustancial a la naturaleza humana, convirtiéndolo, consecuentemente, en el culto oficial de la humanidad. Y se explayaba en el examen de la singular riqueza de vocablos con que la lengua popular identifica el mencionado falo, expresiones generalmente alusivas sea a su aparato externo, sea a su potencia motriz, expresiones de todo género, femenino, ambiguo, neutro, epiceno, probatorias de los atributos de omnipotencia y omnipresencia con que la tradición ha distinguido siempre tan venerado ingenio. Pero ahora no estaba para bromas.

Subidla al menos al altillo, dijo.

Ellos, en cambio, como repentinamente exaltados, bajaron en torbellino, empujándose, alborotando, una escalera con olores de cocina, voces, música de radios, ecos recogidos de piso en piso, a la luz decreciente de la claraboya, y ya en el portal, rieron desproporcionadamente cuando Auropa, rezagada en el último tramo, preguntó qué quería decir carajo. Mediodía espléndido, sí, todo a pleno sol y un bello encaballamiento de cúmulos. Y en el coche volvieron a discutir si había llegado la hora de la acción directa. Federico decía que, puesto que el riesgo era el mismo, valía la pena hacer las cosas en serio.

Encuentro absurdo que te fusilen por poner un petardo puramente simbólico, dijo. Esto es jugar a Prometeos.

Bueno, pero el petardo ya está puesto, ¿no?, dijo Raúl. Aunque nos cogieran ahora, no habiéndonos enganchado con las manos en la masa, no veo por qué la policía tiene que saber que lo hemos puesto nosotros.

Sí, como que se chupan el dedo. Saben de sobras que tienen que ser los mismos que reparten las octavillas. Lo divertido es que Pluto se ha pensado que aquello de que si nos enganchan las pasaremos moradas lo decía en coña. Se ha pensado que me coñeaba. Pero la policía no se chupa el dedo. A nosotros no nos tratarían como a los que cogieron en la universidad.

Bueno, bueno, no fotem, que una cosa es un petardo y otra cosa una bomba, dijo Fortuny.

Ya lo sé. Sólo para la policía es lo mismo. Por eso digo que es absurdo, vamos, que para el caso, mejor poner bombas. ¿Por qué no lo hacemos? ¿Porque te regañó Mr. H.?

No señor, sino porque entonces ya te apartas de la táctica pacífica de acciones de masas, que es la única posible por el momento, dijo Raúl. Fíjate lo que pasó con las guerrillas. Aparte de que Escala no hace más que ajustarse a la línea política elaborada por el partido, que es exactamente lo que debemos hacer nosotros.

Además, con lo que cuesta hacer arrancar una simple huelga, dijo Fortuny. Pues seamos un poco razonables, puñeta. ¿Quién nos iba a seguir en la acción violenta?

Que hay que conseguir que acaben siguiéndonos, es indudable, dijo Raúl. Las revoluciones nunca se han hecho con medios pacíficos. Pero primero hay que llegar a crear unas condiciones objetivas de situación prerrevolucionaria.

Mr. H. dixit, dijo Federico. El jefe os ha convencido. El jefe es el jefe y os habéis dejado convencer.

Ni jefes ni hostias, dijo Fortuny. Es que es así, tú. La acción violenta siempre es el último recurso.

Al revés, el último recurso es esto de ahora, el símbolo. Ellos están dispuestos a fusilarnos y nosotros nos contentamos con símbolos como lo del Obelisco. Si no hay acción directa de verdad es porque somos incapaces de realizarla y entonces nos consolamos diciendo que es más eficaz la huelga pacífica. ¿Para eso aprendimos a tirar bombas? Ves, en el ejército son más realistas.

Va, va, no digas bestiezas, que Escala tiene toda la razón, dijo Fortuny. ¿Qué te crees que con unas pocas bombas vas a derribar al Régimen? Discutir esto es como seguir preocupándose por lo de Budapest cuando nuestra situación es precisamente la contraria. Algo sin sentido.

Y, en cualquier caso, no es porque lo diga Escala porque es Escala, sino porque hay que pensar que Escala conoce las condiciones objetivas mejor que nosotros. Tiene una visión más amplia y menos parcial, en fin, datos que no conocemos y que sirven de base a los análisis que hace la dirección. Nosotros nos movemos siempre en el mismo ambiente. Además, si estamos en el partido no es para hacer la guerra por nuestra cuenta. Solos no iríamos a ninguna parte.

Es claro que no. Y piensa en la represión que habría a la primera bomba de verdad.

Mejor. Así se caldearía el ambiente. Ya se sabe, lo raro sería que no hubiera represión, me parece.

Va, va, no hables como un irresponsable, coño, dijo Fortuny.

Parecía fastidiado, y Federico insistió en sus imágenes de detenciones y torturas, chinchando. Nos cargarán todas las bombas —de los últimos años, decía. Y Raúl acabó por unírsele. Y luego, el pelotón. Y a los cómplices como Pluto, treinta años, dijo. ¿El pelotón, dijo Federico. Si es que llegamos. Después de las corrientes, de que te arranquen las uñas y te metan los pies en un brasero. ¿Te imaginas? Y Aurora dijo qué horror, igual que cuando decía qué susto, sin entonar, sin emoción, más como si quisiera sentir el espanto que como si lo sintiera realmente. La dejaron frente a su casa, en la acera opuesta, y cruzó la calle de una corrida. Hasta luego, Epaminondas, dijo Federico. Al entrar en el portal, Aurora se volvió brevemente y agitó la mano. Raúl había pasado a ocupar su sitio, delante.

Y a ti, Pelópidas, dijo Federico. Os voy a llamar Pelópidas y Epaminondas.

¿Y eso?, dijo Fortuny.

Pero Federico no contestó, los ojos divertidos, premeditadamente atentos al volante, con la misma expresión de días atrás, al preguntar a Raúl qué pasaba con Aurora. ¿Sois amantes?, había dicho. También entonces estaban en el coche, sólo que sin Fortuny. Qué tontería. ¿Por qué hemos de serlo?, había dicho Raúl. Y Federico había dicho: porque sí, porque os miráis, la esperada observación, esperada desde que, poco antes, reunidos en una granja, Raúl advirtió que Federico había advertido las miradas cruzadas con Aurora. Las miradas y nada más, —no aquel contacto por debajo de la mesa, el pie buscado y no retirado, en plena discusión, cuando él dijo, me parece muy bien, y ella, a mí también. Y Fortuny dijo, ¿el qué? Chez Fortuny, una granja de barrio, y por supuesto Adolfo Cuadras estaba ausente. Hablaban de Adolfo Cuadras y sus opiniones sobre la conveniencia de simultanear, cuando no supeditar, la acción política a la formación profesional de cada uno. Si yo no me meto con el conde Adolfo, dijo Federico. Me parece muy bien que se dedique a sus novelas y todo eso. También yo he dejado Exactas y estudio Económicas, que es lo que me interesa. Lo único que digo es que, objetivamente, es más importante la actividad política. Federico, que ahora, mientras le acompañaba a su casa, ya solos, intentaba sonsacarle. Al llegar, quitó el contacto y siguieron charlando un rato.

Os acostáis, decía. Lo sé seguro. Vamos, se nota en seguida. Y está bien, está muy bien. Revolucionarios perfectos. La clandestinidad debiera organizarse así, por parejas. Entonces siempre habría esta cosa de emulación, de quedar bien delante del otro, quiero decir. Como en el Batallón Sagrado de Tebas.

Fue ella quien se ofreció, la enlace de Medicina, al salir de la reunión en que se había decidido, cerrada ya la Universidad, extender la agitación a la calle. Si queréis, puedo ayudaros, les dijo. Federico se burlaba de las precauciones que tomaban, de las citas en el patio de la Biblioteca Central, en chez Adolfo o chez Raúl, de las gafas de sol y los relojes sincronizados. Parece que juguemos a bandas, decía. Pero a la hora de la verdad le sudaban las manos, la frente, cuando en el amanecer translúcido, incoloro, la ciudad como inerte y aterida, las calles, el Paseo de Gracia, Raúl avanzó con Aurora hacia las gradas del Obelisco de la Victoria, cogidos por la cintura, y le pasó el cigarrillo y ella, la mecha fuera del bolso abierto, dijo no sé fumar, soplando en un intento de avivar la brasa que no prendía y, con la demora, Federico pasó a recogerles en el momento previsto sin que hubieran terminado, su cara inmóvil en el marco de la ventanilla y el motor mantenido en primera, mientras Raúl aún estaba ocupado en colocar el artefacto al pie de la negra lápida con el águila imperial. Arrancaron. Avenida del Generalísimo Franco arriba, los tres en silencio, hasta que, pocas travesías más lejos, sonó a su espalda la explosión, liberadora. Emociones no más fuertes, en el fondo, que las de un simple lanzamiento de octavillas, la misma espera, la misma lenta serie de veloces segundos de vacilación, como deseando retrasar el ahora llegado tal un arranque, las octavillas lanzadas desde el monumento a Colón, desde una azotea, desde una esquina cualquiera, con los esplendores del ocaso. Y luego, entre dos luces, los repartos en coches. ¿Creían realmente posible un contratiempo? Les embargaba una excitada euforia o gozo, y hasta los pequeños percances les hacían reír, cuando se quedaron sin gasolina al acabar aquel reparto, por ejemplo, tras la visita al cementerio de Poniente, por las barriadas industriales, que poco después, ya de noche, serían una fosca despoblación, con sus hileras de focos y luces aisladas alumbrando calles vacías, de largada incierta, encajonadas entre muros indefinidos, masas apaisadas, siluetas de chimenea, albores como de claraboya.

Ciudad ya rutilante, allá abajo, ventanas, escaparates, farolas simétricas, débiles como primeros astros, y el cielo, disipadas las nubes, no agreste, sino liso, no carmín ni púrpura, no grana, no bermellón ni llama o rosa, ya sólo malva, lila, lontananzas azules, lívidas distancias, vasto acabamiento del ocaso, cielos vacíos, finalmente apaciguados, palidez perlina cada vez como más alta o más lejana, cristalizada, fraguada de frías estrellas. Un extenso ámbito sumido de mar a monte y de río a río, abierto por poniente a los llanos del Llobregat y, por levante, al Besós y el Maresme, ciudad no de ríos, de entre ríos, de arterias rutilantes trazadas sobre ramblas, edificadas en la arena, tierras ensorradas, aluviones depositados a la sombra de Montjuich, mole fallada sobre el mar como un cabo o promontorio, solitaria, acanterada, con sus pérgolas y miradores, barracas y palacios, museos, su Pueblo Español y su cementerio, su prisión y su feria, su Tierra Negra como culo de lobo, su parque, sus paseos otoñales, avenidas boscosas recorridas por el crujiente viento de octubre, arrebatado ramear de árboles, y al fondo, en el extremo opuesto, el contorno de colinas encadenadas, San Pedro Mártir, antes Puig de l'Ossa, Vallvidrera, el Tibidabo, antes sierra de Collcerola, con su funicular y sus atracciones coronadas por el Sagrado Corazón, templo expiatorio, nueva acrópolis desde la que, en día claro, era posible divisar lejanamente destacado el macizo de Montserrat, rocas ojivales, monumental conjunto como mitras o cetros acoplados, el Tibidabo y sus estribaciones, el Carmelo, con su Parque Güell de elegante valseo, agudezas, arte de ingenio, lúdico gozo gaudiniano, la montaña Pelada, el Turó de la Peira, relieve de colinas cerrándose como una muralla, opacidades realzadas según se descendía, casi a tientas, a la pobre irradiación de los vanos imbricados en hélices, reflejos callejeros que acababan por desaparecer en los oscuros cuerpos basamentales. Habían descubierto el coche de Federico aparcado en el mismo lugar de antes, frente a la fachada, iluminado por un farol. Al pie del campanario, en la explanada interior, se movían dos o tres figuras a la escasa luz de unas pocas bombillas, y alguien les dijo en francés que había que salir por la otra parte, a la calle Cerdeña, donde algún día iba a levantarse la fachada de la Pasión, atravesar aquel desolado recinto rodeado de dimensiones agrandadas por la penumbra. Sagrada institución, empresa nacida bajo los mejores augurios de la con tanto empuje burguesía decimonónica en aquellos años del Señor, de desgracia o gozo, de revoluciones y restauraciones, de barricadas, metralla, represiones, atentados, alzamientos, pronunciamientos, revueltas, comunas, cuando un fantasma recorría Europa, flor de levante, templo levantado como una inmensa flor despuntante, maravillada de haber brotado aquí, en esta levantisca ciudad, entre gente aviesa y violenta e incendiaria, empresa destinada a transfigurar la ciudad, predestinada, protoproyecto de Gaudí, profeta en el desierto, obra sobrehumana, templo de esperanzas y certidumbre, de gloria y pasión, de resurrección y muerte, de redención y caída, encumbramiento de torres y torres como cimas reunidas en corro, suma de obeliscos, sardana de gigantes, Corpus Christi, retama en flor, sierra señera, monte moreno, pinchudo, como de cetros o mitras, corona de espinas, rosa catalana de abril florido, órgano angélico, mosaico, espigado, inmensa tedera expiatoria de afiladas llamas, monumental futuro. Pero ahora, ya en la calle Mallorca, donde algún día iba a levantarse la fachada de Gloria, sólo una cerca de ladrillo que apenas permitía ver el reverso destemplado de los cuatro campanarios y la curva del ábside, el área interior vacía, todo fachada, la fachada del Nacimiento, apreciable en todos sus detalles al doblar por la calle Marina, retablo dedicado a la rosada epifanía, al feliz advenimiento del adorado Pimpollo, retoño de no padres perplejos y gozosos, inconcebido, hosanna, aleluya, venido al mundo para cumplir su papel histórico tantas veces vaticinado, para padecer, redimir y ser glorificado, estrella de Nazaret, del monte Sión, Jerusalén de cedros rameados, ciudad celeste, pueblo elegido, pueblo cautivo, liberado y conducido hasta una nueva patria por aquel mesiánico premesías nacido de las aguas, visionario que, al favor de los poderosos entre los que se había criado, prefirió la causa de los oprimidos y por ellos luchó, aun a pesar de ellos y de sus propios desfallecimientos, a sabiendas de que nunca llegaría a pisar la tierra prometida. Destino incumplido, ruina o monte o rosal de cuatro santas espinas, cuatro trazos de sangre sobre fondo de oro, colores perdidos, ni oro ni sangre crepusculares, cielo estrellado, relumbres y rutilancias de la calle.

Sagrado Aborto, una obra en la que no parece sino que la burguesía barcelonesa hubiera querido no sólo reflejarse a sí misma sino, sobre todo, perpetuarse, proyectarse, darse permanencia, plasmar en piedra su futuro, como en un libro abierto situando a la familia en el centro de toda organización social, una familia que si por una parte reproduce el esquema de la Santísima Trinidad o unicidad de los tres —tres personas y una sola naturaleza— por otra es concebida a imagen y semejanza de su propio ideal familiar, con un padre que es más, mucho más que el hombre igual a cualquier otro que aparenta ser, un padre que es realmente el creador, el fundador, fuerza generadora por excelencia, y una madre de pureza inmaculada y, sobre todo, un hijo amado que, satisfaciendo las esperanzas en él puestas, tras superar una tras otra las pruebas que la vida le reserva, consolidará definitivamente la empresa paterna, convirtiéndola en un verdadero imperio. Sólo que esta empresa bien podía no discurrir por los cauces previstos, bien podía ser arrollada por una empresa no ya distinta sino hasta opuesta y cabía que aquel dies irae, dies illa, no fuera el esperado mientras ese imperio caía y con sus ruinas se construía en su lugar uno nuevo, un templo cuyas fachadas serían otras, la del Levantamiento Popular, con sus pétreos relieves de masas en la calle y barricadas y armas como puños en alto y explosiones e incendios, fuego a discreción, un pueblo en marcha contra las cargas y descargas represivas, avanzando aplastante, con un rojo despliegue de banderas, a modo de remate, proclamando el triunfo. Y la fachada de la Revolución, de la construcción del socialismo propiamente dicha, donde hoces y martillos dejarían de ser armas para convertirse en herramientas, y a la fuerza de los músculos no se opondría conflictiva, antes bien, se acoplaría, la de la máquina, en aquella singular representación de una construcción que se construye a sí misma, sobria pero armónicamente, a la luz, como un sol en lo alto, de la inteligencia. Y en el centro, flanqueada por las otras dos, la fachada de la Nueva Sociedad, por algún motivo, como el Paraíso de la Commedia, más abstracta, más difícil de expresar o tal vez, de imaginar. Una empresa no metafísica sino materialista, no mecánica sino dialéctica, crítica de la crítica crítica. ¿Qué sentido tenía cualquier otra tarea frente a ésta, cualquier otro problema, las razones para vivir más íntimas, escribir, poner como una hormiga una palabra tras otra, un párrafo tras otro? ¿Qué importancia podía tener lo demás? ¿Qué había de comparable? ¡Gaudeamus! ¡Gaudeamus igitur!

¿Lo creían posible? ¿Un contratiempo? Charlaban alegres, ni siquiera con demasiada emoción, Raúl acodado en los respaldos delanteros, asomando entre Aurora y Federico, y Federico contó a su vez lo sucedido, atento al tránsito. Entonces ha quedado bien, dijo. Jóvenes dispuestos y con iniciativa. Hemos quedado muy bien. Y contó que se había desembarazado de las restantes octavillas soltándolas en unas cuantas encrucijadas, hacia Horta. Allí no he visto grises. Todos debían estar por aquí, detrás de nosotros. Se dirigía a Raúl mirándole a intervalos por el retrovisor, los ojos vivos, risueños. Pensaba que venían por mí. De pronto me ha entrado la sensación de que estaba metido en el único Renault rojo de Barcelona. Y pensaba, ahora van a disparar y agujerearán los botes de pintura. ¿Te imaginas si me agujerean el capó y voy dejando un rastro como Pulgarcito y acaban pillándome? Fíjate, por más que corriera iría dejando un rastro y me pillarían. No hubiera tenido escapatoria. Igual que un bicho herido, que una alimaña. Y hablaron de aquella noche, cuando la policía les cogiera pintando y, ya en Jefatura, empezaran a preguntar por los nombres de los que, en los demás sectores de la ciudad, estarían llenando las paredes de llamamientos a la huelga. Aurora callaba, quieta, mirando fijo al frente. Hasta luego Epaminondas, dijo Federico al dejarla, y ella cruzó la calle y agitó la mano. Raúl ocupó su asiento, pensando, sin decirlo, si no sería ya hora de ir soltando amarras. Quedaron en que Federico pasaría a recogerle a las doce menos cuarto en punto. El coche se detuvo ante la verja sombría del jardín. Federico quitó el contacto y se apoyó en el volante, medio de costado. Nos pondrán juntitos, dijo. En la misma celda.

La familia estaba reunida en el despacho, papá, Felipe, tío Gregorio, y Felipe dirigía un rosario. Las letanías resonaban oscuramente. Qué hacen, preguntó a Eloísa. Mira, rezan el rosario, dijo Eloísa en voz baja. Le habló de tío Gregorio y de la Leonor, que cada día, en la compra, se acercaba a contarle cosas del tío Gregorio. Se ve que el pobre señor está hecho un desastre. Se olvida de todo, lo pierde todo, la gabardina, el sombrero, todo. Si no fuera por ella, lo mismo salía desnudo a la calle. Y ella está desesperada. Siempre me cuenta que si esto, que si aquello. Es más habladora. Y fea. Parece un leñador. Pero mira, se ve que lo cuida bien. Como que lleva con él tantos años. Además, cada uno tiene sus cosas. Y la gente habla tanto que ya no hago caso de nadie. Se volvió hacia sus cacharros, esquiva, como aparentando querer cambiar de tema.

Felipe: la extrañeza que cada vez, inevitablemente, suscitaba en él su aspecto, quizá por lo poco que se veían, aquella sotana entallada hasta la cintura y, a partir de ahí, abierta en bien cortados pliegues que recogía al sentarse, aquellos faldones de los que, al caminar, despuntaban veloces los ligeros zapatos, sus manos blancas y nerviosas rebuscando en los bolsillos, y como ingrávida su negra capa ondeante. Un atuendo que, como por contraste, parecía alterar más que el paso de los años su figura y hasta su fisonomía, los mofletes como descolgados, las pestañas rizadas en torno a los ojos juntos, de suaves ojeras oscurecidas, y la boca afable y débil, y el leve prognatismo, todo él, en suma, con algo de joven monarca de Velázquez.

Tío Gregorio hojeaba revistas apoltronado junto a la lámpara, leyendo muy de cerca y con un solo ojo, el otro tapado con la palma de la mano. La lámpara parecía un planeta y quedaba en una esquina de la mesa, aquella mesa labrada, de patas como garras de fiera, con su escribanía y su carpeta, su pisapapeles de bronce, y la alta librería encristalada a un lado, de caoba, y las butacas de corte cubista agobiando la pieza demasiado reducida. Charlaron de la huelga, del cierre de la universidad.

Esto es lo que ahora llaman gamberrismo, dijo papá. En mi época pasaba tres cuartos de lo mismo con lo del Maura sí, Maura no.

Pues, por lo visto, a los estudiantes detenidos les han pegado unas palizas tremendas, dijo Raúl. Se habla, incluso, de que les han aplicado corrientes eléctricas.

Habladurías, dijo papá. En este país, todo lo que sea denigrar a al autoridad tiene audiencia asegurada.

Dijo que lo que había que hacer era estudiar más y protestar menos, que con estas cosas sólo se hacía el juego a los políticos y pescadores de río revuelto. Mira el marido de Ramona, este chico Bonet. Y el mismo Pedro. Ellos sí que saben lo que se hacen. ¿Cómo vas a comparar un Jacinto Bonet, un Arcadío Catarineu, gente preparada, gente conocida, gente responsable, con esa caterva de tipos patibularios que hablan de arreglar el mundo y prometen el oro y el moro para después de una revolución que todos sabemos en qué acaba? ¿Cómo se puede concebir un mundo sin bufetes, notarías, registros de la propiedad, gestorías administrativas, protocolos, catastros y todas esas cosas que son la realidad de cada día, lo que hace funcionar al país? Muy bonito esto de que todo es de todos. Pero una cosa es la teoría y otra muy diferente la práctica. Las revistas resbalaron del asiento de tío Gregorio. Se había puesto en pie y le acompañaron hasta la puerta.

Eh, déjales que protesten, dijo. Son jóvenes. Yo también protestaría. Motivos nunca faltan ni faltarán.

Vamos, Gregorio, no digas sandeces. Mi hijo estudia, va aprobando, se paga los gastos con unas traducciones que se ha buscado, y esto es lo que cuenta. A nuestros años, para rentistas como nosotros, lo principal es la tranquilidad. Y que Dios nos la conserve.

Felipe bendijo la mesa y Raúl, situado enfrente, tuvo que simular una tos para no unirse al amén final. Papá les tomó de una mano, la izquierda de Felipe, la derecha de Raúl. Esta noche mi dicha es completa; dijo. Los dos aquí, conmigo. Un hijo sacerdote, entregado a Dios... y otro que me sucederá en los negocios de este mundo, Raúl, que ya es como un báculo para mí, el apoyo de mi vejez. Se casará y será un gran abogado. ¿Qué más puede pedir a Dios un padre? Felipe le oprimió a su vez la mano e hizo alguna broma, dijo que, además, con sopas como las de Eloísa la dicha era todavía mayor. Hablaba con animación y cierto apresuramiento, anécdotas de su vida en Jerez, de la mentalidad de la mujer andaluza, tan distinta de la catalana, siempre pensando en fiestas y saraos, en las tientas y cacerías, damas encantadoras y bienintencionadas en el fondo, sí, pero predispuestas, por la educación recibida y el qué dirán, a persistir en sus costumbres anacrónicas de boato y ostentación, y de la inmensa labor que se podía hacer desde el confesionario corrigiendo inexorablemente sus debilidades, despertando un sentido de la caridad más profundo que el de la mera fiesta de beneficencia, estimulando sus responsabilidades morales para con los necesitados, las muchedumbres de gente sin trabajo y sin una verdadera formación espiritual. A los postres no quiso tomar café, pero pidió un cigarrillo a Raúl. Ahora decía que puesto que Raúl veía seguramente los problemas sociales desde un ángulo distinto, algún día tenían que hablar los dos largo y tendido, con toda franqueza. Y se metió con los pobres sacerdotes, generalmente personas de edad, que no daban a las cuestiones sociales la importancia debida y seguían gastando todas sus buenas intenciones en combatir los bailes modernos, las modas femeninas, como si no existiera más que el sexto mandamiento. Mojigaterías. Encuentro absurdo que esos curas vayan buscando tres pies al gato mientras hay problemas tan urgentes. ¿Qué tiene de malo el rock ese o como se llame? Es un ejercicio físico como cualquier otro. Estaban solos en la salita, sentados en los sillones del tresillo, y Felipe le miraba sonriente, aquellos pliegues colgando sobre los zapatos afilados; un desconocido, un desconocido evocador de recuerdos lejanos, desconocido igual que cuando, todavía seminarista, en el curso de unas vacaciones navideñas, le habló de su repentina vocación al leer El Camino, su viaje a Damasco. El Camino es Jesucristo y encontrar nuestro camino es encontrar a Cristo. Era después de cenar, antes de que Felipe se retirara a.su habitación, y hubo un silencio. Debes pensar, vamos, se nota que tengo un hermano estudiando para cura, había dicho entonces, y rió sentado enfrente, en el otro sillón del tresillo, junto a la radiogramola. Fue aquella misma noche, más tarde, cuando Raúl descubrió un cilicio olvidado en el cuarto de baño, al lado del lavabo.

Cerró la puerta y puso un disco en la radiogramola, a poco volumen, elegido algo al azar. El asiento que había ocupado Felipe aún estaba tibio y volvió al otro. Echó un vistazo al sector nordeste del plano, la ciudad desplegándose hacia levante en sucesivos dobleces, de izquierda a derecha, hacia el Besós, hasta San Andrés y el antiguo burgo de San Martín. Plegado de nuevo, dejó el plano sobre la mesita mora. Miró otra vez el reloj. Arriba se oían pasos, el cascadeo de un retrete, y en alguna calle próxima, alejándose acompasadamente, sonaba el chuzo de un sereno. Se recostó en el sillón, de través, las piernas colgando a un lado. La salita quedaba a la izquierda del vestíbulo, frente al despacho, y comunicaba con el comedor mediante una vidriera siempre abierta. ¿Comedor estilo qué? A la luz de la salita era posible adivinar, entre cuatro sillas, la mesa cuadrada, gruesas patas de contorno husoide, anillado, estriadas simétricamente, las sillas claveteadas, con iniciales repujadas en el cuero negro del respaldo y, sombreando el fondo, las sólidas dimensiones del aparador y el trinchero, con sus escudetes de latón y sus mármoles grises. La salita ofrecía un aspecto más heterogéneo, la altiva mesa Imperio adosada a la pared, con su reloj broncíneo que no funcionaba, alegórico conjunto de figuras e instrumentos agrícolas, y su lámpara de alabastro, de fuste apalmerado y globos de opalina, la mesita de cristal y armazón tubular, la jarra holandesa, la vitrina con porcelanas y plata, cristalería, jícaras, marfiles, chucherías chinas, cestillos de zinc floreado, regalos de la boda de papá o tal vez de las del abuelo Jorge o del abuelo Francisco, y la foto de mamá en Port de la Selva, y el cuadro, aquel jardín de marco dorado con una rosaleda en primer término. El tresillo no era de ningún estilo determinado, simplemente rechoncho, tapizado de felpa color caramelo, un poco pelada, el sofá cedido en un extremo, el de la lámpara de pie, y centrada con respecto a los sillones, la mesita mora, que provenía del chalet de la calle Mallorca, una mesita de marquetería con arabescos, dibujos geométricos, pesada y baja, de cerrados arcos de herradura, muy sugestiva para un niño, para imaginar que se trataba de un castillo o fortaleza.