Capítulo V
El estuario.
Cuando me dieron la noticia de su muerte —todo lo escueta que puede ser una noticia dada por teléfono—, la primera impresión fue de incredulidad. ¿Ella, muerta? En mi vida pensé que pudiera llegar a escuchar eso, tan escasa era la relación entre una cosa y la otra. Sólo después, ya en camino hacia aquí, pensé que esa falta de relación se debía tal vez a su propia familiaridad, a un tipo de proximidad similar a la que une un árbol de ribera con el río, demasiado habituado aquél a verse reflejado en el agua para que una súbita crecida, sumada a un vendaval como el que hemos vivido estos días, pudiera serle ajena en el momento de verse abatido. Precisamente, al venir hacia aquí, pasé por las inmediaciones de Royan, un lugar al que ella solía ir por vínculos familiares. No me detuve a conocer el sitio ni veo razón alguna para que en el futuro lo haga.
Pero, antes de extenderme acerca de lo que las mujeres han representado en mi vida —ella sería sólo un ejemplo, si bien más esclarecedor que otros—, permítame centrarme en lo que he creído ver en este lugar, una ciudad que ha tenido que ser totalmente reconstruida tras los bombardeos realizados por los ingleses durante la Segunda Guerra Mundial, cuyo objetivo era la base alemana de submarinos y su inmediato contorno. Lograron inutilizarla, pero no destruirla y, de hecho, aunque carente de utilidad, nadie piensa ya en destruir esa base. La ciudad ha sido reconstruida, al igual que el puerto y los astilleros, y hay un puente que es el más largo de Europa. El significado que tienen hoy día un puerto y unos astilleros, no es el que tuvieron y, probablemente, nunca volverá a serlo. No obstante, el principal problema de esa ciudad que más que europea parece americana, no es ése: el principal problema sigue siendo la base, y del uso que de todas esas hectáreas de hormigón armado se haga, dependerá en gran manera lo que vaya a ser de la ciudad. Una base de submarinos. Perdone mi insistencia, pero creo que por cuidadosamente que un hombre haya reconstruido su propia personalidad contra los embates más diversos, hay cosas que ni él acertaría a explicarse si se prescinde de la base de submarinos que subyace en lo más profundo de la conciencia.
A primera vista —y ahora no hablo de los hombres en general sino de mí mismo—, bien pudiera parecer que la atracción que sobre mí han ejercido las mujeres desde la adolescencia, por no decir desde la niñez, era de carácter netamente sexual, o mejor, la respuesta a una necesidad netamente física. Poco era, en efecto, lo que acerca de la sexualidad sabía en aquella época. Y sin embargo, ya que en algunos casos ni tan siquiera había llegado a mediar palabra, ¿qué otra cosa podía atraerme de ellas aparte de su físico? Mi posterior y paulatino conocimiento de la sexualidad femenina, más que ayudarme a definir los rasgos característicos de esa atracción, me llevó a matizar las diferencias que desde el punto de vista sexual separan a una mujer de otra. Se trataba de un descubrimiento tan rico en seducciones que durante años relegó a un segundo plano cualquier otra cuestión, de forma similar a como un cazador suele poner escasa atención en el paisaje que acoge tanto a su persona como a la intuida presencia del animal que busca. Si siempre me había parecido una necedad oír hablar del hombre o de los hombres en lo que a sexualidad se refiere, como si se tratase de un mecanismo producido en cadena, idénticos todos a cualquier otro de la misma serie, hablar de mujer o de las mujeres, me resultaba más descabellado todavía. Y eso no ya porque la sexualidad de una mujer acostumbre a ser distinta de la de un hombre, sino porque casi igual diferencia puede darse entre la sexualidad de una mujer concreta y la de otra mujer concreta. Hasta el punto de que bien cabe preguntarse si la palabra orgasmo, de significado inequívoco en el hombre, responde al mismo contenido cuando se aplica a una mujer y, sobre todo, si lo que una mujer determinada entiende por orgasmo tiene exactamente ese valor para cualquier otra o, por el contrario, supone una experiencia poco menos que contrapuesta.
El progresivo descubrimiento de esos matices que distinguen a una mujer de otra, suele prolongar durante años un problema característico de la adolescencia que, a veces, jamás llega a desaparecer del todo. Me refiero al conflicto entre el sentimiento de veneración que la imagen de determinada chica despierta en el adolescente y los deseos de contenido netamente sexual que ese adolescente quisiera convertir en actos, a impulsos de una tan clara como imperiosa atracción física. ¿Cabe en lo posible que una mujer de belleza tan luminosa, no ya acceda, sino que encuentre placer en una serie de actos que algunos no dudarían en considerar aberrantes y, por tanto, en cierto modo, degradantes? Una duda que no por despejada cada vez, en la práctica, a los primeros tanteos, deja por ello de replantearse en cada nuevo comienzo de una relación erótica. Su origen hay que remitirlo a la conciencia propia de la civilización cristiana, de la que sin duda es consustancial, y el problema no hace sino agravarse en razón directa al poso dejado por los principios religiosos en los que el individuo pueda haber sido educado. Esa dificultad inicial de dirigirse al otro sexo, común a hombres y mujeres, es fácilmente localizable en la mayor parte de los casos de homosexualismo, ya que respecto al propio sexo, la aproximación discurre por un terreno en apariencia más familiar.
En toda relación erótica que no sea eminentemente episódica, cuando no casual, tiende a producirse un fenómeno de sugestión equivalente a un enamoramiento. Hay un momento en que la convicción de estar algo enamorado es casi absoluta. La existencia de esa convicción favorece enormemente la buena marcha de la relación iniciada, y la aparente falta de correspondencia por parte de ella, o alguna dificultad ajena a la voluntad de ambos, facilita, cuando no propicia, una fijación obsesiva próxima a la ofuscación, susceptible, en virtud de la misma fuerza con que brota, de ser contagiada a la otra parte. Se establece entonces una relación llena de gestos, símbolos, silencios, palabras clave, inmovilidad, todo sucediendo como bajo un gratificante baño de sol, dos cuerpos tendidos el uno junto al otro, cegados, se diría, por un mismo y único resplandor. Mecanismos que se desencadenan súbitamente, de gran capacidad perturbadora, y que sólo cuando quedan atrás muestran hasta qué punto, en razón de la misma facilidad con que son superados, su carácter es efímero y artificioso. Y es que la sugestión, una vez identificada como tal, se ve sometida a un proceso inverso al que presidió su formación, y el mismo empeño que se puso antes en crearla se pone ahora en desmontarla y olvidarla lo antes posible, en buscar y encontrar cuantos motivos nos faciliten la tarea, tanto si la mujer de la que creímos llegar a estar enamorados parece prestarse a convenir que todo fue un equívoco, como si, con fastidiosa terquedad, se resiste a ello. La ofuscación desaparece con la misma ligereza con que en el valle se levanta la niebla matutina.
Ese factor obsesivo que observamos en la dinámica creadora, se encuentra asimismo presente en la dinámica creadora de la escritura; a él habrá que remitir sin duda el carácter compulsivo de ésta. Escritura y dinámica amorosa comparten también más de un punto de semejanza con la enfermedad, como ella tocados a la vez por cierto grado de casualidad y cierto grado de fatalidad, especialmente cuando existe en el individuo cierta predisposición a contraerla. Tal es el caso de la tuberculosis, la enfermedad por antonomasia hasta hace pocos años. Yo me salvé gracias a la penicilina, que no había sido inventada cuando, en poco más de una década, la tuberculosis acabó con las vidas de mi hermano Antonio, tía Consuelito, tío Eusebio, Ramón Vives y su hermana, es decir, mi abuela, por sólo citar los nombres que me son más próximos. Hoy día, la tuberculosis se cura, pero otras enfermedades están ocupando su lugar. ¿Y las alergias, otro mal respecto al que mi predisposición es sólo comparable a mi capacidad de recuperación? ¿No deja de ser, por otra parte, una forma de alergia a determinados aspectos de la realidad el simple hecho de escribir?
En la explanada del puerto al anochecer. Nada tenía de particular que la presencia de un recién llegado llamase de inmediato la atención entre gente habituada a encontrarse cada noche en las mismas reuniones, especialmente si pertenecía a una familia conocida y si su estancia en la ciudad revestía un carácter más o menos oficial. Lo nuevo, para Junio, era que antes de que se cumpliese la primera semana de su estancia en Alejandría, tras haberse dejado ver unas pocas veces en los círculos frecuentados por soldados y funcionarios romanos, se viera de pronto tan solicitado. De hecho, en menos de una hora, sin tiempo siquiera para ambientarse, había recibido cinco ofertas de compañía, gente dispuesta a guiarle por la ciudad, a mostrarle cuanto había que ver, a satisfacerle en cuanto él deseara. A tu entera disposición, parecía ser la fórmula en uso para esas circunstancias, ya que a ella se recurrió en los cinco casos. De ese modo, Junio se encontró yaciendo, casi sin saber cómo, con una joven egipcia, en cuya compañía permaneció hasta el alba. Más que elegir, habría que decir que fue elegido, puesto que ella, sin demasiado disimulo, le había tomado por los genitales en mitad de la fiesta, saliendo así al paso tanto de las proposiciones rivales ya hechas como de las que eventualmente pudieran seguir lloviendo sobre Junio.
La firmeza de la joven para actuar con semejante determinación vino propiciada por la maniobra de un afeminado, un efebo también egipcio, que, como ignorándola, había intentado tener un aparte con Junio. Verás, joven romano, había dicho, cómo puedo complacerte en todo igual que una mujer; aventajando con mucho a una mujer, me atrevería incluso a prometerte. Ella soltó una carcajada cantarina, descarada. Cruzó el índice sobre la boca del afeminado. Tú sabes de sobra que eso no es cierto, le dijo; basta mirarte para poder afirmar que hay cuando menos dos características físicas en mi cuerpo de las que tú careces. Y la única de tu triste cuerpo que yo no tengo, la tiene también Junio, y estoy segura de que le basta para hacer con ella lo que más le plazca. Fue en ese momento, como para dar mayor realce a sus palabras, cuando asió suavemente los genitales de Junio.
A la mañana siguiente, al salir del edificio en el que el alto mando había establecido su cuartel general, Junio se topó casualmente con el afeminado. Mira, le dijo, no vayas a pensar que busco otra cosa: lo único que quiero es advertirte de que ella es una confidente. Así que, cuando estés con ella, cuida lo que dices; yo no hago más que avisarte. De forma no menos casual, Junio se topó después con una joven perteneciente a la comunidad griega que, la víspera, no bien fueron presentados, se le había ofrecido como guía. Quedaron, en principio, en volver a verse por la noche. Pero aquella noche, resueltas, se diría, a no ceder terreno a nadie, tomaron la delantera otras dos jóvenes que asimismo le habían abordado la víspera, una griega de cabello rubio y una muchacha judía llamada Verónica. Las dos griegas eran mujeres de gran atractivo, especialmente la de la mañana. Algo había en ella, no obstante, que resultaba poco grato; una cuestión de expresión, probablemente, que hacía de su rostro encarnación misma de la tragedia. Y toda la feminidad que el efebo egipcio había sabido dar a su figura, contrastaba en la griega con la naturaleza viril de sus rasgos.
Ni la advertencia del afeminado ni un simple afán de cambiar, influyeron en la decisión de ni tan siquiera esperar la llegada de su amiga egipcia para decantarse por Verónica. Fue la luz que captó en la mirada de Verónica, algo que inexplicablemente le había pasado inadvertido la noche anterior, lo que no le dio opción: una luz tan vivaz como irónica, tan saludable como extremadamente libidinosa. La egipcia, a su lado, era de un hieratismo que la hacía parecer como salida de alguna de sus antiguas pinturas; más que moverse, cabía decir, cambiaba de postura, y su sexualidad, como desglosada en situaciones, correspondía a lo que en cada momento cabía esperar de una mujer como ella. Todo lo contrario, en este sentido, a Verónica, que ni parecía atenerse a modelo alguno, ni, caso de habérselo propuesto, su misma espontaneidad, con un toque de crueldad, propia de cuanto es silvestre, le hubiera permitido conseguirlo. El aspecto saludable, el factor salud reflejado en un cuerpo, era algo que Junio valoraba muy alto: la belleza enfermiza que algunas mujeres se complacen en cultivar, más allá del temor a posibles contagios, le repelía en sí misma, por entenderla asociada a trastornos tanto físicos como de carácter. La experiencia le había llevado a observar que cuando se dan esta clase de trastornos que afectan al conjunto de la persona, sus síntomas son detectables hasta por el aspecto de los excrementos. En este sentido, desconfiaba no menos de las mujeres estreñidas que de las que padecen diarrea. Por el contrario, un excremento grueso, consistente y liso, era garantía casi infalible de ausencia de manías y de una sexualidad fogosa. El resultado del brío intuido en Verónica, fue acertado no ya aquella primera noche en la que ni tan siquiera llegaron propiamente a dormir, sino tantas cuantas veces yacieron juntos durante la estancia de Junio en Alejandría.
Cuando Junio comentó las revelaciones acerca de la condición de confidente de la egipcia que le había hecho el afeminado, Verónica se echó a reír. Lo que no te habrá dicho, dijo, es que si ella es confidente del Senado, él es confidente imperial. Había prestado sus servicios en la residencia del gobernador y, si ahora no lo hace, es por no levantar sospechas; por más que, si no tuviera otro trabajo, ya me dirás de qué iba a vivir. Sólo sería lógico que siguiera con su antiguo trabajo si se dedicase además a espiar también al gobernador.
Y no es él persona con el temple necesario para hacer frente al riesgo de ser descubierto y sometido a tormento.
Si el afeminado no había vuelto a insistir en sus intentos de aproximación, no era éste el caso de las dos jóvenes griegas, en quienes, ni el hecho de verle salir regularmente con Verónica parecía haber hecho mella. Tampoco era el caso de la egipcia, que en una ocasión riñó, si bien amistosamente a Verónica: ¿te parece bien guardártelo para ti sola?, le dijo. Y una de las griegas, la trágica, dijo por su parte a Junio: si todos los romanos son como tú, Roma no es lo que nos han contado. ¿Es que no te apetece cambiar de mujer aunque sólo sea de vez en cuando?
Se encontraban no bien se ponía el sol, cuando la explanada del puerto se llenaba de gente que salía a tomar el fresco y en los puestos de los comerciantes instalados al amparo de la muralla se encendían los primeros candiles. Según se aproximaban el uno al otro, las pupilas de Verónica parecían recoger el desorden de la crin de un caballo al encabritarse.
Aspectos. En la elección de una mujer desde un punto de vista erótico, en el hecho de haberla preferido a otras, hay una motivación no siempre fácil de razonar en la medida en que ni tan siquiera coincide con una socorrida cuestión de gustos. Ése sería el caso de mi relación con Lola durante un curso de verano en Santander, a comienzos de mi vida universitaria. Al poco de mi llegada, empecé a interesarme por una estudiante inglesa, aunque una chilena mucho más atractiva pronto me llevó a reorientar mis movimientos, al tiempo que me veía obligado a dar constantes esquinazos a una italiana que me perseguía, penosamente empeñada en parecer más joven de lo que realmente era. Y sin embargo, en cuanto conocí a Lola, una chica de Santander también algunos años mayor que yo, que asistía a los cursos en calidad de simple oyente, me olvidé de las demás. Solía ir acompañada de una tía de cabellos blancos y de un primo jorobado, también de cierta edad, que la esperaban amablemente en cualquier rincón del ámbito del Palacio de la Magdalena cada vez que yo invitaba a Lola a tomar algo. Fue en el curso de una de nuestras charlas ante una cerveza cuando, aparte de enterarme de que tenía un novio médico en Bilbao que acudía a verla cada fin de semana, advertí que mi interés por ella era abiertamente correspondido. Pero, ¿qué hacer, escoltada siempre como iba por la tía de cabellos blancos y el primo jorobado? Recuerdo mi última oportunidad, ya hacia finales de curso: estábamos tendidos en el césped del parque, aislados por la niebla entre los pinos. Por aquí, Ramón, me parece que es por aquí, oí de pronto decir a la tía, mientras su silueta y la del jorobado surgían de la niebla a escasa distancia. No nos vieron; ni tan siquiera podían saber que estábamos allí. Su mera proximidad, no obstante, me hizo desistir de ir todo lo lejos que hubiera deseado, y el toque de ironía que caracterizaba la expresión habitual de Lola, casi una sonrisa, quedó ya definitivamente fijada en el ámbito de lo inexplicado. ¿Se habría sentido tan frustrada como yo? ¿Había fallado también su determinación en el momento oportuno? ¿A qué venía tanta escolta? Meses después conocí a M.ª Antonia y, al mostrarme sus dibujos y pinturas de por aquel entonces, me causó viva impresión un óleo que representaba una mujer abrazada a un hombre: la mujer era Lola, una Lola tal vez más dramática que la que yo recordaba. El hecho se ha repetido posteriormente: M.ª Antonia pinta o dibuja la cara de una mujer a la que no conoce; quien la conoce soy yo.
Las relaciones eróticas deseadas por ambas partes y sin embargo no consumadas, es decir, experiencias similares a la de Lola, no por infrecuentes han sido únicas. No cabe duda de que, en cierto modo, la dificultad actúa de acicate. Tal es el caso del atractivo que para mí han tenido determinadas lesbianas, supongo que, entre otras razones, por el hecho de conocer su lesbianismo, al que es inherente una especial cualidad en la fisonomía. La única ocasión en que intenté vencer esa dificultad, estaba convencido de que podía lograrlo, pero, por mucho que tanto ella como yo nos esforzamos en alcanzar el éxito, el resultado fue infructuoso para ambos. Algo parecido les sucede, por poco sinceras que sean consigo mismas, a las mujeres que se empeñan en seducir a un homosexual, acaso también seguras de conseguir la conversión que otras no han conseguido.
Lo acostumbrado, no obstante, en el despliegue de mi vida erótica, era soslayar las cuestiones que pudieran suponer una traba y aprovechar cuantas oportunidades se me ofrecieran de acostarme con toda mujer mínimamente atractiva que se pusiera a mi alcance. La cantidad de mujeres que pudiera llegar a seducir me importaba en el mismo sentido en que a un cazador le importa el número de piezas cobradas. Y me importaba también la calidad, tanto en lo que se refiere a la persona elegida como a la relación en sí, a que esa relación terminase representando un triunfo para ambos. Es decir, que la mujer fuese —de nuevo en términos de caza— un ejemplar valioso y, en ese sentido, un trofeo digno de envidia; y en cuanto a la relación sexual, mi objetivo era que la mujer llegase al orgasmo al mismo tiempo que yo, y que esa coincidencia, lo más intensa posible, se repitiera el mayor número de veces posible en cada encuentro, hasta —también en lo posible— quedar ambos exhaustos. Mis creencias al respecto eran muy firmes y mi disposición y capacidad para llevarlas a la práctica no solían plantearme mayores problemas. Me sentía muy seguro de mí mismo, y fue tal vez esa seguridad lo que me mantuvo al margen de las competiciones amatorias que tendían a establecerse entre algunos de mis amigos: cuántas veces, durante cuánto rato, etc. Se trataba, en definitiva, de saber quién lo hacía mejor, y comúnmente se intentaba sonsacar un juicio de valor a alguna chica que, para su incomodidad, se viera convertida en fiel de la balanza, por haberse acostado con más de uno de los jóvenes en liza. Personalmente, las cuestiones de este tipo no sólo no me interesaban sino que me resultaban positivamente molestas, al igual que las confesiones relativas a las peculiaridades eróticas de tal o cual chica y, por lo general, evitaba acostarme con las que se prestaban a este género de juegos. Semejante clase de confidencias me parecía humillante, no ya respecto a ellas sino, sobre todo, respecto a mí mismo, desde el momento en que venían a constituir una especie de prueba que se aportaba ante el temor de no ser creído.
El papel jugado por el alcohol en todo esto era considerable. Por una parte, facilitaba como ninguna otra cosa el hecho de encontrarse en la cama con la mujer deseada y, en ocasiones, hasta con alguna no tan deseada. Por otra, si los comienzos resultaban inevitablemente algo embarullados, tras descabezar un primer sueño, con la resaca a favor, la obstinada entrega conducía, abrazo tras abrazo, a una especie de competición con uno mismo de la que siempre salía con la impresión de haber ganado. Tanto es así, que más de una vez, si bien nunca tomé en consideración la equivalencia establecida por Leonardo entre semen y seso licuado, sí llegó a preocuparme el juicio de Flaubert que vinculaba la prematura impotencia que padecía a sus excesos juveniles. En todo caso, me decía, antes de haber pecado por defecto, habrás pecado al menos por exceso.
A Fulvia. Recibirás esta carta por medio de un mensajero de absoluta confianza. Con ello quiero decirte que es ésta la segunda carta que te mando desde mi llegada de Alejandría y que si la anterior te llegó con retraso o simplemente no te llegó, no es por culpa del correo, sino por la intromisión de algún agente de vigilancia, vete tú a saber al servicio de quién. La situación, a este respecto, no es peor que en Roma, pero sí más complicada; tanto, que a veces resulta incluso divertida. En Roma, si descubres un delator, ni tienes que molestarte en preguntarle para quién trabaja. Aquí, por el contrario, es lo primero que conviene saber. Hazte cuenta de que, en el seno de una población mayoritariamente egipcia, hay dos importantes comunidades —judía una, griega la otra— que se odian mutuamente con el beneplácito y, probablemente hasta con la colaboración, de nuestras autoridades imperiales. Los enfrentamientos y desórdenes son frecuentes y nunca suele aclararse quién fue el que tiró la primera piedra.
En mi anterior carta creo haberte hablado de Verónica, una joven judía tan inteligente como sensible que, a todas luces, intenta ganarse mi confianza. Pues bien: sea por honestidad de carácter, sea que su perspicacia la llevó a deducir que mi misión de legado no era la tapadera de ninguna otra misión de carácter secreto, el caso es que hace pocos días me confesó su condición de confidente imperial. Gracias a ella he sabido que en el mismo caso, si bien a través del gobernador, se encuentra Yanno, un afeminado muy conocido en la ciudad que también pretendió ganarse mi amistad, así como una egipcia cuyo nombre es Isadora, si bien los informes que ésta realiza son por cuenta del Senado. Idéntico equilibrio es el que se da entre dos muchachas de la comunidad griega que me abordaron al poco de mi llegada: confidente imperial la primera, llamada Climene, y senatorial Társila, la segunda, aparte, sin duda, de ser ambas informadoras de los jefes de su propia comunidad. Pregunté a Verónica si no era ella, asimismo, informadora de su comunidad, la judía, y me aseguró que no, que para los fariseos, la casta dirigente, ella era poco menos que una puta, en virtud de su voluntad de vivir de acuerdo únicamente con sus propias convicciones. Creo que es sincera, si bien no veo que encaje ni de lejos en la secta de carácter sofista a la que dice pertenecer.
Cabe la posibilidad, desde luego, de que, a la vez que confidente imperial, lo sea de los de su secta. Le pregunté al respecto y ella lo negó rotundamente. Por lo que se ve, además, la gente de su secta no puede mentir, y yo ya la he pillado más de una vez en alguna que otra mentira de esas que todos decimos a diario por una mera razón de comodidad o de cortesía. Este hecho parece confirmar mi opinión de que los lazos con los de su secta son irrelevantes, ya que incluso tal tipo de mentiras se considera entre ellos inaceptable. De cualquier forma, Verónica no es una fanática, y los de su secta son fanáticos. Te aseguro que, para el caso, comprendo mejor la soberbia intolerante de los fariseos. Los fariseos, por otra parte, no realizan ninguna clase de proselitismo; lo único que pretenden es que se les deje adorar en paz a su dios, poseedor único de toda la verdad. Y esos fanáticos, en cambio, tienen como objetivo primordial el proselitismo, ya que aceptan en sus filas a cualquiera, por degradante que sea su condición. Según Verónica —y en sus labios era toda una advertencia—, su número, en Roma, es muy superior al que imaginamos. Y en eso reside su peligrosidad: si los zelotes de Judea fueron, y probablemente siguen siendo, una amenaza por su belicosidad, éstos lo son por su mansa proliferación, que se extiende como la sarna por los confines más remotos del Imperio. Sus creencias son algo que ni comprendo ni creo que valga la pena comprender: para ellos, se diría, la muerte es el momento más importante de la vida. Y desafían nuestra autoridad en busca del martirio, ya que están convencidos de que su alma, no bien abandone el cuerpo, entrará directamente en un paraíso. Invirtiendo el orden de los hechos, se dicen entonces perseguidos, y justifican así el carácter secreto de sus repugnantes ritos. Con la exaltación de un dios único, parecen no querer enterarse de que nuestros dioses no son sino aspectos de lo desconocido, de las fuerzas superiores que rigen la vida del hombre. El resto, leyendas piadosas.
A diferencia de los judíos, los griegos no plantean ninguna clase de problema. Con ellos te sientes como en familia. A fin de obtener determinados suministros, he tenido que tratar con Crisóstomos, un viejo comerciante que asegura haber conocido a la familia de mi madre durante los años que pasó en Gades. Me habló con entusiasmo tanto de la ciudad y de su hermosa bahía, como de la gente. Por la nostalgia de su tono, llegué a la conclusión de que en la raíz de ese entusiasmo palpitaba el recuerdo de una satisfactoria relación amorosa; había que oírle, vigoroso anciano de culo sin duda como una olla de puro hollado.
Contrariamente a lo que muchos creen, las costumbres son en Alejandría mucho más recatadas que en Roma. Supongo que tal forma de disposición al exceso es consecuencia de la abundancia de jóvenes de ambos sexos procedentes de África, Grecia o Asia que ejercen la prostitución en Roma. Pero, en su lugar de origen, o cuando menos en Alejandría, el grado de desenfreno en las costumbres anda muy por debajo del de Roma, donde, más que la relación con una persona, interesan los actos, realícense con esa persona o con cualquier otra. ¿Seré yo, acaso, el único para quien, en el fondo, no existe más que una sola persona?
Caliente, caliente. A mis diecisiete años, la iniciación sexual en un prostíbulo era la norma. En el período de la guerra civil la situación había sido distinta y muy pronto iba a volver a serlo. Pero si en la inmediata posguerra los chicos habían sido educados en el principio de que la novia, cuando llegaran al altar, debía ser virgen, las chicas, por su parte, carecían tanto de la más elemental información relativa al sexo como, en la práctica, de cualquier clase de facilidad para obtenerla. Y si ahora la prostitución se ha convertido principalmente en un recurso para personas con algún problema físico o psíquico, entonces jugaba un importante papel en la educación sexual de los chicos que, indirectamente, había de beneficiar también a las futuras novias. Personalmente, el hecho de pagar por tener una relación sexual, me parecía humillante, y no precisamente para ella, sino para mí, y dejé de frecuentar los prostíbulos en cuanto encontré otro género de soluciones. Tal sensación de disgusto gravitó incluso en mi trato con Toni, por peculiar que fuera, en la medida en que yo no era propiamente un cliente. La había conocido en Casa Emilia, uno de los prostíbulos más tradicionales de la ciudad, de acuerdo con el diseño, se diría, de los pintados por Toulouse-Lautrec; tras repetidas visitas al salón, la seleccioné por sus rasgos extremadamente sensuales, de un exotismo que yo asociaba al de las mulatas y que sólo años después descubrí como más próximo al de las mujeres malayas. A la vez siguiente, le propuse ya verla fuera de sus horas de trabajo, ir a un hotel donde no nos halláramos sometidos a los condicionamientos del lugar; ella aceptó. A partir de ese primer encuentro fuera del prostíbulo, mucho más satisfactorio, Toni se negó a cobrarme. De ella sólo sabía que era de Cádiz; ni siquiera me parecía probable que se llamase realmente Toni. Pero en su compañía aprendí a entender el sexo como una especie de abismo de cuyo fondo sólo se emerge tras una momentánea disolución de la individualidad, un estado que no había alcanzado anteriormente y que sólo he vuelto a alcanzar con contadas mujeres. En una ocasión, tendida boca abajo sobre las sábanas, realzando el culo, me miró sugerente. ¿A ti no te gusta lo que se guarda pa el novio?, dijo. Sus aficiones sodomíticas nunca han dejado de intrigarme. ¿Le complacía ofrecerme de vez en cuando algo que parecía considerar particularmente valioso? Desde entonces he concedido un crédito muy relativo a cuantas teorías y lugares comunes he podido escuchar acerca de la sexualidad femenina, ya que la clave no reside en la localización física del placer, sino en las fantasías personales desarrolladas conforme a un modelo previamente adoptado. Y esos modelos son tan variados como igualmente válidos, no menos el de recatada esposa o el de ninfómana, que el de la mujer que lo que busca en el otro cuerpo es una boca, un sexo y unos pechos como los propios. Este tipo de fantasías se dan igualmente en el hombre, si bien, generalmente, más vinculadas a actos que a situaciones. El final de mi relación con Toni se impuso por sí solo. Una noche la invité a cenar a un restorán probablemente más modesto que los que ella solía frecuentar: no sabíamos de qué hablar. Lo último que se me hubiera ocurrido era preguntarle qué había hecho durante todo el día.
Mi relación con Toni no constituía ni mucho menos un caso aislado. A gran parte de mis salidas en grupo se apuntaba con frecuencia alguna prostituta amiga de alguien, o chicas de conjunto de algún espectáculo, o modelos y maniquíes para las que el alterne era un aspecto más de su oficio.
Una de ellas, Maruja, fue contratada en una ocasión por Dalí —entonces acompañado permanentemente por un travesti llamado Amanda—, que deseaba presenciar cómo era penetrada de diversas formas por el dueño del bar al que solíamos acudir cada noche, el Stork Club, un musculoso ex matón profesional que sabía caer simpático a la gente. Tanto ella como una chica llamada Marisa, estuvieron en casa más de una vez, cuando, tras la hora de cierre, ya no había en la ciudad otro sitio al que ir. Marisa, que trabajaba en un cabaret, hizo un striptease en la salita, y de pronto nos dimos cuenta de que ya era de día; mientras les acompañaba hasta la puerta del jardín, Eulalia me hizo saber que estaba despierta abriendo con cierta brusquedad una persiana. Camino del coche, algo deslumbrados por el sol, Marisa propuso a Ricardo que fuera su chulo. Pero era justamente ahí donde se establecía una diferencia entre las mujeres más o menos profesionales ocasionalmente invitadas y las chicas del grupo, por más que el trato entre unas y otras fuese en apariencia totalmente abierto. Con las chicas del grupo cabía una aventura, con las profesionales, no. Esa aventura, durase días, meses o años, solía ajustarse a un esquema general, con variantes tan sólo en las cuestiones de matiz. Así, el encuentro: un primer contacto cuyo eventual éxito, antes que discretamente silenciado, ambas partes se esforzaban en proclamar lo más enfáticamente posible. Ese entendimiento tendía entonces, por su propia naturaleza, a hacerse oficial, en la medida en que todo en la pareja funcionaba a la perfección; parecía obligado en esa fase, como para destacar la cohesión existente entre ambos, que cada uno hablara en primera persona del plural. Y, finalmente, la crisis, por lo común relacionada con la aparición de otra o de otro. Ni que decir tiene que, normalmente, el entendimiento distaba mucho de ser todo lo perfecto que se había pretendido, pero eso sólo se reconocía después. Por otra parte, a una mujer suele costarle más que a un hombre reconocer una relación poco satisfactoria, debido, probablemente, al temor de que el fallo sea considerado un fracaso personal; lo habitual es que únicamente se atreva a reconocerlo cuando el hombre le ha fallado del modo más absoluto. No dejaba de ser curioso, en otro orden de cosas, que en todo ese prieto tejido de historias entrecruzadas, la palabra amor pareciese haber entrado en desuso.
Crear situaciones de fuerte contenido erótico requería, desde luego, una atmósfera propicia. Pero el factor más importante, creo yo, era la predisposición personal. ¿Una especie de fiebre? Yo diría más bien de marea, con sus fases conocidas de antemano, la crecida que se ve venir, el momento de pleamar y el reflujo; tal y como podemos desde aquí apreciarlo en las coloraciones rubias, grises y azules del estuario. Al margen de ello y de la utilización de los recursos más tradicionales, como el alcohol o la música de fondo adecuada, yo tenía una marcada tendencia a forzar el ambiente con manifestaciones de carácter un tanto exhibicionista y agresivo: saltar de una ventana a otra, apagarme un cigarrillo en la mano, atravesarme la piel del cuello con un imperdible. De hecho, una especie de anuncio de mi disposición a jugar a fondo la ocasional aventura. El exhibicionismo verbal, al que a veces también recurría, tenía un valor esencialmente provocativo. Hablar a una mujer, por ejemplo, como los hombres hablan entre sí, precisiones y comentarios en materia sexual que, si cuando no hay mujeres delante se consideran normales, a oídos de una mujer resultan más desconcertantes que simplemente procaces. Observaciones que yo sabía de sobras que más bien incomodaban a cualquier chica, y que sin embargo tenían la virtud de predisponerlas a la relación íntima de un modo para ellas mismas inesperado.
También el alcohol ha supuesto, alguna que otra vez, un recurso antes exhibicionista que estimulante. Así, una noche, tras consumir el alcohol puro con soda, perdí el conocimiento y no volví a recuperarlo hasta pasadas dos horas. Sin tanta contundencia, es decir, sin caer fulminado para luego despertar asombrosamente despejado, el hecho se ha repetido en más de una ocasión, siempre asociado al humo súbitamente mareante de un habano y a la vida social propia de un cóctel o de una celebración que, especialmente si están motivados por algún acontecimiento literario, sólo soporto haciendo un gran esfuerzo. El único punto común a diversas experiencias de este tipo es la existencia previa de un estado de tensión.
La leona. El misterio de Basilio Rufo, sus ciclos: hombre inteligente, valeroso y enérgico y, como tal, uno de los más respetados jefes de la guardia pretoriana. Hijo primogénito de una influyente familia, si bien el padre, senador, le faltó tal vez prematuramente, y la madre, mujer de carácter antojadizo, dejó su educación en manos de siervos y tutores libertos. Su prometida, Valeria Heladia, hija de un cónsul también prematuramente muerto en el desempeño de su cargo, era mujer envidiada por todos, bella, despejada de mente y comprensiva hasta más allá de todo límite, inigualable en su serena paciencia. Basilio y ella formaban la pareja más compenetrada de Roma en circunstancias normales, dinámicos y divertidos en la relación con su círculo de amigos. Pero eso sólo sucedía cuando tal normalidad no se veía rota por el comportamiento del propio Basilio Rufo, tras un período de aproximación mutua y convivencia que estabilizara sus relaciones. Pues si algo había que las desequilibrase era el distanciamiento, la interrupción de esa convivencia, el alejamiento al que la vida de campamento obligaba a Basilio Rufo; como si la consiguiente abstinencia sexual generase toda clase de fantasías y de impulsos desviados. ¿Tendría alguna relación esa forma de reaccionar con aquella tendencia, que tan bien recordaba Junio, a ponerse feo y hacer muecas que horrorizaban a los adultos cuando ambos eran chicos? El caso era que, cada vez que Basilio Rufo volvía del campamento se producía una crisis, y sólo después de haber desahogado su imaginación materializando sus fantasías, tras haber amenizado las ferias por él organizadas protagonizando sus trípodes, pentágonos y coronaciones, después de haber logrado ser una mujer entregada públicamente a esclavos y libertos, parecía recuperar la perdida cordura. En aquella ocasión, en cambio, todo pareció discurrir por cauces distintos, y llegó del campamento relajado y de buen humor, como si las bromas de las que Albano había sido objeto hubieran bastado para despejar las perturbaciones que le acompañaban otras veces.
Te aseguro, Junio, que pocos de los que estaban presentes olvidarán lo que han presenciado, una historia que probablemente exagerada, conocen ya todos en el campamento, y que, con el tiempo, muchos jurarán haberla presenciado personalmente en lugares más diversos. Escucha, pues: le dije a Albano que se habían cruzado apuestas acerca de su capacidad amatoria y que yo había apostado por él en el sentido de que le veía capaz de superar a cualquier contrincante. Se trataba, le dije, de que convirtiera su culo en coño, según tenía por costumbre, y se dejara penetrar hasta por un límite máximo de cien soldados, o de que, si así lo prefería, fuera su boca la protagonista, y paladeara la virilidad de igual número de soldados. Bien sabes, Rufo, que lo primero es imposible, me dijo Albano, sinceramente acongojado, ya que nunca creo haber sido penetrado por más de cinco consecutivos, así que, a fin de que no pierdas tu apuesta y la confianza que en mí has depositado, elijo la segunda opción. De inmediato se formó una larga hilera de voluntarios y Albano se pasó casi tres horas paladeando vergas, hasta que le venció el cansancio, sin haber alcanzado, pese a hacerlo a ratos de dos en dos, la treintena.
Es una leona, vosotros no le conocéis bien, iba yo diciendo a modo de estímulo durante todo ese tiempo, palabras que a buen seguro le halagaban, al igual que las bromas de los soldados que esperaban turno o simplemente miraban. ¡Capullo Trémulo!, exclamaban algunos a fin de darle ánimos. ¡Boca de Averno! ¡Culo Florido! Y yo comentaba: eso es lo que se llama un tipo con agallas; nunca vacila en enfrentarse al número de hombres que sea preciso. Es que no sé qué me pasa, decía Albano, desdeñoso a la vez que locuaz, todavía entre jadeos. No bien me ven, todos los hombres se empeñan en lo mismo.
Yo le había advertido que era obligado no desperdiciar una sola gota de licor viril. Aparte de que así evitas ser descalificado, le dije, ese licor es el alimento de los héroes por antonomasia, cuando menos de Hércules en adelante. ¿Por qué te crees, si no, que era tan fuerte?
El halo de la luna. ¿Dónde situar el reclamo que una persona tiene para otra, al filo de un atractivo que nunca es enteramente físico y de un espíritu cuyos grandes rasgos, de primera intención, tan sólo somos capaces de intuir? El hecho de que la persona cuya atención ha sido despertada, por poca que sea su perspicacia, haya acertado, esto es, que el reclamo responda a una realidad, es tanto más llamativo cuanto que entre hombres y mujeres el mutuo desconocimiento es grande, y la validez del juicio que un hombre pueda merecer a otro hombre o una mujer a otra mujer, pierde parte de su garantía cuando se refieren al sexo opuesto. Aunque el hombre posea menor capacidad y sin duda posibilidad de disimulo que la mujer, ésta no verá por ello facilitada la tarea de entender debidamente los mecanismos mentales del hombre; mucho más proteica, tenderá a proyectar sobre ese hombre que tiene enfrente sus propios deseos o, en su lugar, temores. Los antiguos expresaron a la perfección, en el mito de Tiresias, hasta qué punto eran conscientes de las diferencias que separan a uno y otro sexo, empezando por las que median entre sus respectivas formas de orgasmo. Si para un hombre, en una mujer de reconocido éxito mundano, ese éxito supone un estímulo añadido, para una mujer, por mucho que se empeñe en afirmar lo contrario, ganarse a un hombre que está con otra —automáticamente convertida en rival— supone casi siempre un factor decisivo de decantamiento. El reclamo, en este caso, más que en el hombre, habrá que situarlo en la relación de rivalidad que se establece entre los tres. Intrigas de esta clase formaban el entramado básico de la convivencia diaria entre amigos y amigas en mis años de juventud. Y son más que escasas las personas que, gracias a su capacidad de entrega no menos que a su capacidad de exigencia, han sabido mantenerse por encima de rivalidades a su entender meramente adjetivas.
La localización del atractivo físico de una mujer siempre ha residido en áreas que no están, en sí mismas, directamente relacionadas con el sexo. Así, ojos, voz, pelo, rasgos característicos de la persona que, pese a carecer —a diferencia por ejemplo de la boca— de esa relación directa, inciden decisivamente sobre la atracción erótica. También, elementos como risa y sonrisa, o la expresión de la cara cuando ella está distraída, que suelen ser reveladoras en lo que a su actitud ante la vida se refiere, sea de seguridad y aplomo, sea de inseguridad y desamparo, actitudes una y otra susceptibles, según el caso, de dar pie a un proceso de aproximación erótica. Su rápida captación del código de esa aproximación es sin duda la mejor respuesta, algo que puede lograr si tal facultad está en su naturaleza, por falta que ande de experiencia. En otras palabras: la transmutación del sexo en ademán. Ni que decir tiene que los mismos rasgos susceptibles de ser factores de atracción, considerados negativamente, son factores de rechazo. Una risa chillona, una voz que se engancha, una mirada vacía.
En torno a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, se produjo un cambio en las costumbres de la sociedad española que repercutió muy especialmente en el comportamiento sexual tanto de los hombres como de las mujeres. Lo que pocos años antes aparecía como un caso aislado —mi caso— se convirtió rápidamente en regla. Las jóvenes —antes que los jóvenes, diría yo— acertaron, de buenas a primeras y en su conjunto, a descubrir el sexo, arrastrando con su ejemplo a mujeres, principalmente casadas, que por el simple hecho de ser algo mayores, se enteraban de pronto que habían desperdiciado un tiempo precioso. Y, con la decisión que otorga el sentimiento de haber sido víctimas de un engaño, así como una mayor experiencia, no tardaron en competir con las jóvenes de la nueva generación, a las que con frecuencia aventajaban gracias a los recursos y libertad de movimientos de que gozaban. Este hecho era particularmente apreciable en lugares como Cadaqués, dada su condición de pueblo en el que todo termina por saberse. Pero lo que sucedía en Cadaqués no era más que un reflejo de lo que sucedía en Barcelona, el reflejo de un escaparate que recoge otros escaparates. Y el principio de aprovechar cuantas oportunidades se presentaran que había presidido mi conducta se vino abajo por exceso de oferta. La relación sexual selectiva se impuso definitivamente, tanto por mi falta de interés a esas alturas respecto al número de piezas cobradas, como por mi resistencia a convertirme a mi vez en ejemplar valioso exhibible en la panoplia de alguna seductora profesional. El fenómeno de la sugestión amorosa solía repetirse conforme al esquema habitual, y la relación establecida con, llamémosle Cristina, reproducía las características de la relación mantenida con, llamémosla Blanca, aunque, cada vez, si cabe, por menos tiempo, con menor convicción.
Caso totalmente distinto fue el de, llamémosla Irene. Una relación iniciada por teléfono con verdadera desgana por mi parte, aceptada como uno de esos compromisos que surgen en el curso de un viaje. Lo último que me esperaba era encontrarme con una mujer como Irene, con la que se estableció un entendimiento instantáneo, anterior incluso a las primeras palabras que cruzamos. Más que de entendimiento habría que hablar de reconocimiento, el reconocimiento mutuo de dos seres que son idénticos. Una relación entre dos personalidades coincidentes es sin duda más fácil que entre dos personalidades complementarias. Y también más tajante. En la medida en que su mecanismo mental era idéntico al mío, supo formular lo que yo me resistía a formular: la imposibilidad, dados nuestros respectivos contextos personales, de seguir adelante con nuestra relación. Irene no necesitaba despertador, ni tan siquiera lo tenía, ya que era capaz de despertarse a la hora que se hubiera propuesto.
Valeria Heladia: un tropiezo. Fue la noche en que Junio se acostó con Valeria Heladia lo que marcó el inicio de un paulatino distanciamiento respecto a Basilio Rufo. La situación había sido provocada por el propio Basilio Rufo, quien les llevó a su lecho, se tendió junto a ellos y desnudó sus cuerpos. Valeria Heladia, quiero que conozcas a Gayo Junio, mi mejor amigo, como a mí mismo; Gayo Junio, quiero que conozcas a Valeria Heladia tal y como yo la conozco. Ambos estaban algo ebrios y la relación sexual se realizó casi como uno de tantos juegos. Pero, ¿estaba igualmente ebrio Basilio Rufo o más bien fingía estarlo mientras les contemplaba como se contempla a dos muchachos practicando lucha? Eso es, había dicho con alegría un tanto forzada: el calor y la dureza son las dos cualidades que más aprecian las mujeres en el despliegue de nuestra virilidad. Y también, a modo de broma: lo único que les falta a las mujeres para ser superiores a nosotros es un pene. El caso es que había un toque de tensión no ya en su sonrisa sino en su mirada, algo que no contribuyó a disipar la sensación de incomodidad que poseía a Junio, no menos, probablemente, que a Valeria Heladia. ¿Cuál hubiera sido, por otra parte, la reacción de Fulvia, de haber estado presente en la fiesta?
No obstante, si este hecho tuvo el valor de un hito en la relación de amistad que unía a Junio y a Basilio Rufo, considerado en su contexto, no era sino un motivo más del hastío que se apoderaba de Junio, que le hacía sentirse cada vez más alejado de la vida social romana. Lo que en el curso de una fiesta cualquiera o de las ferias organizadas por Basilio Rufo tanto parecía excitar a los invitados, a él le producía accesos de tedio y hasta de disgusto que debía esforzarse en disimular. La duda era Basilio, saber si a Basilio no le sucedía otro tanto, dado que, si alguna vez parecía llevado a un estado similar al de trance, era cuando podía dar rienda suelta al trastorno que cíclicamente le dominaba, como si, más que por sus actos, se hallase dominado por sus fantasías. Pasada la crisis, cuando buscaba la compañía de Valeria Heladia para con ella escapar al agobio de las bromas y chismes habituales, resultaba inevitable preguntarse qué podía hallar de atractivo en el cuerpo de aquellos siervos y gladiadores a los que se entregaba con el fervor de una voluntaria víctima propiciatoria.
En definitiva, tampoco había una diferencia de grado tan llamativa entre sus fantasías y alguna que otra práctica erótica que súbitamente se ponía en boga, como la técnica cuyo conocimiento permitía que dos hombres penetraran simultáneamente a la misma mujer, cuestión de encontrar la posición adecuada en intrincado abrazo. Prácticas a las que las jóvenes romanas se entregaban como si de una competición se tratase, celebraciones en las que, por otra parte, había sido aceptada la participación de prostitutas y esclavos, intrigadas las jóvenes, más que simplemente estimuladas, respecto a las prostitutas, en su ignorancia de si éstas hacían las cosas por dinero o porque les gustaba hacerlo. Costumbres en las que, al igual que en el afeminamiento cada día más frecuente entre los muchachos, Tácito distaba mucho de ver una manifestación de salud de la sociedad romana, un juicio en el que probablemente llevaba razón.
Al margen de cuál fuera el corazón del problema de Basilio Rufo, de los trastornos que pudieran aquejarle, la sensación que poseía a Junio de estar representando permanentemente un papel, de puro al margen que llegaba a sentirse en relación al círculo de sus amistades, era algo que, incluso de forma diluida, sólo se atrevió a exponer a Fulvia, y no sin temor de no ser correctamente entendido. Similarmente, necesidad de fingir un entusiasmo que no sentía ante cuanto la gente habitualmente manifiesta entusiasmo, espectáculos, celebraciones, homenajes y demás acontecimientos sociales de relevancia. Una artificialidad en el comportamiento que sólo se veía alterada en contadas ocasiones, todas ellas con motivo de la exaltación sincera casi siempre vinculada a la verificación de un triunfo personal.
Acomodare corpore vestum. No creas que pretendo halagarte, Fulvia, si te digo que tú eres lo único que echo de menos en Roma. La simple brisa de alta mar se basta, casi parece, no bien la costa se ha perdido de vista, para despejar las tristes reflexiones que en Roma me abruman, y levantar mi ánimo lo suficiente como para hacer frente a la rutina diaria con la alegría recuperada. El pensamiento me aproxima sorprendentemente a los lugares que ya conozco, como Alejandría, que ahora se me figura haber abandonado ayer, y me hace imaginar los que no conozco, el misterioso Mar Rojo, Judea, Siria, sitios de los que no tengo otro dato que lo que de ellos me han contado.
La compañía de Tácito durante una buena parte de la travesía, ha supuesto para mí un estímulo añadido, ya que no me sentiría más identificado con su pensamiento si fuera él una creación mía o, dicho con más modestia y realismo, si fuera yo creación suya. Lo cierto es que sus consideraciones me llevan con frecuencia a planteamientos que yo nunca me había hecho, y eso en los ámbitos más diversos; desde la incidencia del precio excesivamente alto de los esclavos en el descuido de las fincas y la decadencia de la agricultura, hasta los problemas que afectan actualmente a las herencias y a la repercusión de esos problemas en la progresiva falta de interés de los romanos por la suerte de sus descendientes.
A su entender, la moral privada ha dejado de ser superior a la moral pública, y este hecho le merece una valoración muy negativa. Malo es que pocos hombres públicos se hallen limpios de corrupción, apropiación indebida y cohecho; peor aún que similar despreocupación se haya extendido al horizonte de gran parte de las familias romanas, que se limitan a vivir al día. En virtud de una especie de fenómeno imitativo, los vicios introducidos por los emperadores a partir de Tiberio se han extendido a la totalidad del cuerpo social, y en las fiestas de las grandes familias no menos que en las de los nuevos ricos, han sido introducidos libertos y hasta esclavos, así como gladiadores, prostitutas y gente de teatro. El ideal del hombre, Junio, me dijo, sería sin duda que la mujer que amamos tuviera dos cuerpos: el uno para darnos hijos, el otro para compartir placeres. Lo malo es que la síntesis a la que hemos llegado no es, no ya ideal, sino ni tan siquiera deseable: esposas que son prostitutas. Y si digo que es malo, lo digo, no para referirme al hecho en sí, a la disipación de fuerzas y talento que tal situación supone, a la reducción del objetivo de la propia vida, tanto para mujeres como para hombres, sino a sus consecuencias en los órdenes más diversos, incluidos los que afectan a la moral pública y a la actividad política, ya que todo se halla íntimamente relacionado, ya que todo es causa a la vez que efecto.
Tomemos, por ejemplo, la inseguridad política, superior a la inseguridad callejera, como bien lo demuestra el hecho de que la gente suela temer más al guardia que al criminal. Así vemos que la culpa está en el guardia, pero también en la gente. Y si la gente no reacciona como es debido, veremos que la causa está en la defectuosa educación recibida, una educación manifiestamente incapaz de formar moralmente a nadie. Por otra parte, no es sólo el contenido del conocimiento —esto es, su ausencia— lo que falla, sino también el estilo con que ese conocimiento es expresado. Hace sólo unos años nos sentíamos orgullosos del estilo nuevo que habíamos forjado frente al tradicional, al de Cicerón, y veíamos en la asimetría expositiva lograda la más expresiva fuerza creadora. ¿Qué podemos decir hoy de nuestros jóvenes, de la capacidad retórica que día tras día ponen de manifiesto? Pues lo peor no es que no sepan escribir, sino que ni tan siquiera sepan hablar con un mínimo de elocuencia. Y hasta la pronunciación, la propia fonética del idioma se está viendo alterada, y con ella, incluso el timbre de voz. A este paso, el habla de los romanos pronto será otra.