Volvieron despacio. Seguramente Noel se sentía también amodorrado y conducía con mucha precaución. Apenas si hablaron. A Natalia le costaba reconocer el paisaje, ahora sin ciclistas, completamente distinto al de la ida. De haber estado más despierta, hubiera hecho alguna observación ingeniosa. Pero desistió.

—Yo aún tengo que acercarme a la consulta —dijo Noel cuando llegaron al pueblo.

—No sabes cuánto te compadezco —dijo Natalia según salía del coche—. ¡Con qué gusto voy a coger la cama! Tu restaurante era demasiado bueno.

Siesta, ejercicios de relajación y practicar respiración. Por ese orden.

Lunes, 6 de septiembre. LUNAS. Antes había más orden en lo de las menstruaciones, dijeron. Pero igual que hay sequías implacables y heladas que agrietan la tierra y crecidas que trastornan el paisaje y vendavales que lo destrozan, así, de igual modo, el orden de las menstruaciones también se ha visto trastocado. Antes todo iba relacionado con la luna negra, y empezaba en las mujeres para pasar a los perros y gatos de cada casa. Era un tiempo adecuado para podar y plantar y remover el estiércol y, en general, para hacer todo lo que favorezca la vida, por lo mismo que la luna llena es el momento apropiado para cortar lo que se quiere que no rebrote nunca más. Y en tiempos de guerra, las noches de luna negra eran las preferidas para los ataques por sorpresa.

Los mayores problemas los creaban los perros, con sus ladridos, aullidos, gruñidos y mordiscos. Y al no poder dormir en toda la noche, la gente se ponía de mal humor. Las enganchadas de los perros —que es como aquí llamamos a las montas— eran causa de frecuentes reyertas. Normal— mente, debido a que los dueños de los perros se jactaban de lo acontecido ante los dueños de las perras, como si la enganchada fuese una humillación que se les hubiese infligido, y los dueños de las perras pues a veces se lo tomaban muy mal. Por no hablar ya de la situación que se creaba cuando las perras —como es frecuente— montaban a otras perras o incluso a los machos inexpertos o desganados con el fin de adiestrarlos. Más de un vecino ha terminado en el camposanto por esas cuestiones.

Martes, 7 de septiembre. La persona de un escritor, su vida cotidiana, interesa normalmente en función de su obra: lo que le importa al lector es la obra y sólo subsidiariamente llamarán su atención los datos personales de quien la ha escrito. Hay casos, sin embargo, en los que la relación se invierte, y el lector compra determinada obra —para leerla o no— en función de la persona de ese autor que se ha convertido en personaje. El proceso puede haberlo desencadenado el propio autor, al presentarse en público de forma llamativa y hasta extravagante, pero la mayoría de las veces en el origen acostumbra a encontrarse otra persona, un crítico, un periodista, un fotógrafo. Y es a partir de la crítica en cuestión, del artículo, de la fotografía, cuando el autor empieza a ajustar su personalidad a los trazos con los que ha sido definida en los medios de comunicación. Un acomodo que afecta no sólo al comportamiento personal sino también, en el futuro, a la propia obra. Así, nuestro autor será vital o somero, entrañable, vividor, gurmet, mujeriego, asceta, refinado, místico, lo que haga falta, tanto en su forma de vida como en lo que escriba. Y lo que empezó como caracterización periodística o calificación crítica, terminará por afectar al comportamiento público y privado del autor no menos que a la entidad de la obra. Escribirá como se espera que escriba, de igual modo que adecuará incluso su presencia física al papel que le atribuye el guión por él asumido. Su popularidad tendrá ya poco que ver con lo que acierte a escribir. El público apreciará más sus frases, sus salidas y anécdotas personales y celebrará más sus exabruptos y desplantes que sus obras, ya un simple requisito. Las modalidades de este tipo de figura son muchas. En un extremo, el ser entrañable, la personalidad predispuesta a las efusiones de ternura, a los excesos en el comer y en el beber y al compadreo marrullero. En el opuesto, el hombre cabreado, de gesto agrio y pelaje revuelto, imagen misma de un atronador Jehová local.

Miércoles, 8 de septiembre. La belleza y la expresión certera hacen de la obra literaria una realidad autónoma. En la Ilíada o en la Biblia es cierto cuanto acontece, por más que los hechos reales en los que se inspiraron tomaran otro camino. Y, modernamente, lo mismo puede decirse de obras como las de Freud o Proust. Y a la inversa: la misma obra resumida, contada en menos palabras y, sobre todo, en palabras distintas a las que la conformaron como un todo, resulta desleída cuando no desvirtuada. Los textos de iniciación a la lectura resultan contraproducentes cuando nada en la sociedad predispone a seguir leyendo. Algo parecido sucede con los textos de divulgación literaria y hasta con la crítica cuando, más que incitar a la lectura, la sustituyen, permitiendo hablar a quien ha leído ese texto, esa crítica, como si hubiera leído el libro objeto de la crítica. Los audiovisuales y la informática, lejos de paliar, estimulan la tendencia, desplazando el interés por el texto íntegro a la búsqueda de su resumen. La información se convierte entonces en su propia negación y el acento se desliza desde lo esencial hasta situarse en lo anecdótico. Así, el Quijote termina convertido en lo contrario de lo que pretendió Cervantes y la cuestión clave respecto a Shakespeare consiste en determinar de una vez por todas si fue o no fue homosexual.

Jueves, 9 de septiembre. NO ME LO PUEDO CREER. El funcionario abrió la boca como si fuera a bostezar o a estornudar o a gritar, pero finalmente se echó a reír y sólo entonces le rieron también los ojos.

—¡No me lo puedo creer! —dijo sin apartar la vista del papel.

—¿Hay algo que esté mal? —dijo el solicitante.

El funcionario, en vez de contestar, se levantó blandiendo el papel para llegarse a la mesa del jefe, al fondo de la sala. Le mostró el papel.

—¿Cuál sería tu reacción si te enseñaran esto?

El jefe también empezó a reír, carcajadas que repercutían en todo su cuerpo, recorrido por agitadas ondulaciones, la sotabarba, el abdomen.

—¡Krasimir Lechev! —gritó.

Se incorporó y, papel en mano paseó por la sala zigzagueando entre las mesas, mientras el funcionario seguía doblado de risa.

—¡Lechev! —repetía—. ¡Lechev!

Y el jefe, irguiéndose, elevando el perfil grueso y rizoso como el de un emperador romano, sosteniendo el papel y extendiendo el otro brazo como para declamar:

—¡Krasimir! —exclamó igual que si se dispusiese a interpretar un aria—. ¡Krasimir!

La risa se hizo extensiva a todos los funcionarios. ¡Lechev!, ¡Lechev!, repetían. O bien, ¡Krasimir! Sólo la secretaria del jefe seguía escudriñando con aire impertérrito la pantalla del ordenador. Una dama del público por el contrario, vestida y enjoyada con exageración, pareció contagiarse de aquella hilaridad generalizada.

—¿Lechev o Lechov? —pudo apenas decir, colapsada por la risa—. Yo conocí a uno que se llamaba Margalef.

Bajo el rubio de bote su cara parecía la de un tigre, los labios ribeteados, los pómulos, el escote boqueante.

—Krasimir quiere decir Casimiro —dijo el solicitante.

—¡Dice que Krasimir quiere decir Casimiro!

—¡Es que me mondo!

—¿He hecho algo mal? —dijo el solicitante. El funcionario hizo como que se tragaba la risa.

—Todo, hijo. Todo está mal. Pero yo te sello ahora tu papel y tú te vas tan contento.

Jueves, 16 de septiembre. ORO. Las connotaciones económico-financieras del oro son relativamente recientes. Metal valioso lo ha sido siempre, pero también fueron artículos valiosos las especias o la seda o las piedras preciosas. Le distinguían de todas ellas, sin embargo, algunas propiedades que hacían del oro una sustancia única. Especialmente su identidad y su ubicuidad, esto es, que permaneciera idéntico a sí mismo y a cualquier otra unidad de sí mismo dondequiera que se encontrase, con independencia del lugar y de la circunstancia. Y, sobre todo, su inalterabilidad respecto al transcurso del tiempo, lo que le convertía en expresión misma de la inmortalidad.

Por supuesto que tales propiedades no son ajenas a su elección como patrón o referencia del valor de mercado de las cosas por los economistas franceses del siglo XVIII. Y De Gaulle fue su último defensor en razón de que, por sus peculiaridades, el oro quedaba al margen o encima de la coyuntura económica. El motivo, precisamente, de que los economistas de todo el mundo decidieran destronarle. ¿A quién le interesa hoy un bien imperecedero? Lo que interesa al negocio es todo lo contrario, la renovación permanente, lo que se repone, lo que se sustituye.

Por otra parte, el contenido del viejo dicho según el cual «el tiempo es oro», nunca ha sido reversible: el oro no es tiempo; el oro es ajeno al tiempo. Durante milenios su valor provino de la estrecha relación que le unía a lo sagrado, por ser la única materia capaz de representar lo inmaterial. Subsidiariamente fue también el símbolo del poder temporal, en la medida en que ese poder ha pretendido siempre apropiarse de los signos de lo sagrado. Similar valor simbólico fue también el que tuvo para los alquimistas: el propio de una sustancia distinta a cualquier otra en la medida en que es inalterable. Y, como los alquimistas, los artistas, los escritores, en su afán de dar con la fórmula que haga de la obra en la que trabaja algo ajeno al paso del tiempo. De no tener la esperanza de acabar consiguiéndolo, lo más probable es que, a partir de la adolescencia, yo me hubiera dedicado a cualquier otra cosa.

Viernes, 17 de septiembre. CONOCIMIENTO BÍBLICO. Conocer, en sentido bíblico, es una expresión que suele utilizarse no sin cierta jocosidad. Sin embargo, se habla, de la manera más natural, del deseo de conocer a determinada persona en el sentido de que se está buscando la manera de salir con ella, cosa que las amistades comunes procuran facilitar al máximo. Como, asimismo, de la conveniencia de conocerse bien antes de casarse. Con lo que, queriendo o sin querer, se apunta precisamente al conocimiento bíblico, al conocimiento mutuo entre dos personas que se deriva del hecho de perderse cada cuerpo en el interior del otro.

Sábado, 18 de septiembre. DESARROLLO INTEGRAL. Por lo que Espejo pudo colegir pese a llegar tarde, el motivo de aquella reunión extraordinaria de la Asociación de Padres era pedir a la dirección del colegio que se impartiera a los alumnos una clase semanal de lo que pudiéramos llamar Conducta Urbana. Bien estaba que desde niños se les enseñasen las normas de circulación. Pero los niños eran algo más que transeúntes e incluso en ese terreno había que ir un poco más allá: enseñarles si no a conducir, sí lo que es un coche, los peligros que entraña. Estaban llegando a la edad de sacarse el permiso, ponerse al volante y matarse como moscas los fines de semana. Los fines de semana: ése era el nudo de la cuestión. El automóvil, sí, pero también el sexo, los embarazos, las litronas, las enfermedades de transmisión sexual, las drogas de diseño. Una información imparcial y respetuosa, a fin de que en ningún momento los chavales tuvieran la impresión de estar siendo coartados o tutelados, en bien del desarrollo integral de su personalidad.

Domingo, 19 de septiembre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Llegaron lo más cerca posible en coche y luego prosiguieron la ascensión a pie. Natalia iba delante, trotando sendero arriba, satisfecha de poder demostrar hasta qué punto se hallaba en buena forma física. Noel, por el contrario, pronto empezó a resoplar, deteniéndose de vez en cuando como para contemplar el paisaje.

—Hace trece años subí hasta arriba y desde entonces no he vuelto —comentó—. Pero aún recuerdo el camino.

—¿Trece años?

—Trece, trece años ya. Al poco de llegar al pueblo. Lo recuerdo muy bien. Fue cuando murió mi madre.

—Yo creí que tu madre vivía. Vamos, eso me pareció entender. ¿No fuiste a verla hace unas semanas?

—Entenderías mal. Vamos, o yo me expresé mal. A quien fui a ver es a mi hermana. Por eso me vine al pueblo hace trece años, porque ya no tenía que cuidar de mi madre.

—Entonces, ¿cuándo fuiste a Somalia y a todos esos sitios?

—A Somalia fui desde aquí. Y a la mayor parte de los sitios. Salvo los viajes que hice antes, como misionero. Ésta ha sido mi base de operaciones, como si dijéramos. Una base secreta. Desde aquí puedo ir a cualquier parte. Y, si las cosas se tuercen, me vuelvo. Aquí, en La Pobla, no hay quien me localice.

El acceso al castillo se hallaba sellado por la maleza. Pero al pie de la muralla la vista de aquel dilatado panorama era posiblemente muy similar a lo que se ofrecía desde las almenas. Nubes aisladas sembraban de sombras veloces las colinas, los bosques. Los cultivos, oscureciendo los verdes, agrisando los ocres, como en un anochecer de fugaz tránsito. Noel, con un encogimiento de gran pájaro, escrutaba el horizonte con ojos contraídos.

—Igual que la otra vez —dijo—. Y mira que la tarde es clara. Pero yo no veo nada.

—¿Qué es lo que quieres ver?

—La cordillera. Los del pueblo dicen que en los días claros se ve perfectamente la cordillera con sus picos nevados.

—Pues la verdad es que yo tampoco la veo.

—Ni creo que en realidad se vea. Seguramente es pura invención. Dicen que se ve, pero yo no conozco una sola persona que la haya visto.

Hablaba con voz algo alterada, y no sólo por haber perdido el resuello. También se le movían las aletas de la nariz, una especie de hociqueo que se le disparaba, según había observado Natalia, cuando contaba algo que le causaba irritación. Natalia le hubiera dado un beso para consolar su enfado. Ahora comprendía la razón de que, a veces, al hablar de su madre, le temblara el mentón, o quizás el labio inferior; bajo una primera apariencia de hombre seguro de sí mismo, Noel era frágil y emotivo, que al no poder remediar en determinados momentos que las lágrimas acudieran a sus ojos, intentaba disimular con un amago de estornudo. Un hombre lleno de ideas brillantes, tal vez como ningún otro que hubiera conocido, pero totalmente falto de sentido práctico. En algunas cosas era como un niño. Ella había cometido el error de empeñarse desde el principio en que terminaran emparejados, uno de esos apriorismos a los que era tan aficionada. Mejor así: dejarle ser como era, del mismo modo que ella deseaba por encima de todo no sólo ser ella misma sino, sobre todo, saber cómo era realmente.

Lunes, 20 de septiembre. ESTRATAGEMAS. El helicóptero apareció de súbito, como si se hallara agazapado detrás de una loma, y enseguida ganó altura a fin de que su carga se esparciera del modo más amplio posible sobre bosques, viñedos y cultivos. Una carga que esta vez, dijeron, por ser primavera, fue de escarabajo de la patata inmune a los pesticidas. Pero, según fuera la época del año, igual esparcía pulgón azul, orugas o garrapatas.

En otra ocasión, un domingo por la mañana, surgió de detrás de la iglesia y soltó un gran número de colmenas sobre la gente que tomaba tranquilamente el aperitivo en las terrazas de los cafés de la plaza mayor. La multitud, al ser picada, se convirtió en una especie de enjambre manoteante que, a partir de la plaza, se vertió en diversos regueros por las calles que en ella confluían, ya más como apresuradas hormigas que como abejas.

Dado que el helicóptero no pertenecía a la guerrilla ni tampoco a la milicia, estaba claro que sólo podía hacer aquel trabajo para los del pueblo vecino. Así fue cómo se crearon las famosas partidas del Notario, llamadas de este modo en atención al notario del pueblo, que fue quien se encargó de organizarlas y adiestrarlas. Y como el notario tenía cara de saltamontes, surgió la idea de convertir el saltamontes en emblema de las partidas y todos sus miembros solían ocultar el rostro tras una máscara de saltamontes.

La represalia fue un completo éxito gracias a una estratagema ideada por el notario. Como era época de caza, los miembros de la partida simularon ser cazadores, gente que participaba en una batida contra los jabalíes. Gracias a tal ardid pudieron aproximarse a unas cuantas granjas y ocuparlas por sorpresa. Las ejecuciones fueron sumarias y el notario se encargó personalmente de levantar acta de cada una de ellas.

Martes, 21 de septiembre. La novela, tal y como la entendemos hoy día, es un invento genuinamente europeo de relativa modernidad. Un género de unas determinadas características, con sus reglas y sus convenciones, cuyo cultivo, con los años, se ha extendido a todo el mundo. Primero, a las dos Américas. Luego, a Japón, China, la India y diversos países de África y Oriente Próximo. De todos esos países el que mejor ha sabido adaptar el género a su propia cultura es sin duda alguna Japón, donde el talento creador tal vez se haya visto favorecido por la cohesión social y lingüística.

No quiero decir con ello que la creatividad literaria dependa de factores extraliterarios, pero sí que un género como la novela, estrechamente relacionado con la sociedad de la que brota y a la que refleja, es especialmente sensible al carácter homogéneo de esa relación. Sociedades como la china o la india plantean al novelista, al margen de su talento natural, una serie de problemas —empezando por el lingüístico— que inciden muy directamente en la obra.

Hacia mediados del siglo XX, a modo de movimiento complementario a los procesos de descolonización que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, surgió de forma simultánea en diversas partes del mundo la idea de crear una novela ajena a la tradición occidental, una novela autóctona y hasta cierto punto fundacional. Es decir, una novela propia, capaz de generar una tradición totalmente independiente de los modelos occidentales. El fenómeno tuvo especial relieve en diversos puntos de América —de Hispanoamérica, sobre todo— y África. La primera claudicación ante la voluntad de autonomía que se buscaba fue la de tener que expresarse en idiomas de rica tradición literaria, como son el español y el inglés. El intento más logrado —en el sentido de más celebrado— fue el de Gabriel García Márquez.

Miércoles, 22 de septiembre. El cómic apareció como producto destinado a los niños y se ha ganado a los adultos, tanto en su tradicional formato de publicación de quiosco como en forma de dibujos animados. Más aún: cuando el cine ha llevado a la pantalla algunos de sus temas no ha conseguido mejorarlo. Por mucho que intente imitarle, la cámara no puede competir con el rotulador, no ya en lo que se refiere a la audacia del diseño, al atrevido contraste entre un primer plano y el fondo, por ejemplo, o en lo que se refiere al color, sino igualmente a la expresividad de los rostros y de los gestos o al encaje en la imagen de la indumentaria. También la publicidad imita al cómic y, sobre todo, los chicos y chicas que empiezan a dar sus primeros pasos por la vida: atuendo, maneras, contraseñas. No aspiran a ser protagonistas; les basta encajar en el decorado, ser decorado, bien en forma de chicas temerosas y desganadas, bien en forma de jocosos chicos insustanciales. Una vocación pasiva que paradójicamente fatiga más que idear, que dejarse llevar por los estímulos de la inventiva. De forma que al día siguiente lo más aconsejable es pasarse la tarde mirando la tele con un buen recipiente de helado color fresa al alcance de la mano.

Jueves, 23 de septiembre. CASTAS. Posibilidad de que determinados escritores de épocas, países y lenguas diferentes nos hallemos relacionados por remotos vínculos de parentesco, puntas de distintas ramas de un mismo tronco. Las familias primitivas, a fin de cuentas, no eran tantas, y siguieron siendo pocas hasta hace pocos siglos; tal vez en algunas de ellas florecieron por primera vez los escritores y su código genético se halla diseminado con los años. Eso explicaría determinadas afinidades, puntos de coincidencia que se establecen a través de los siglos y de las culturas.

Que el hecho respondiera a un principio similar al elaborado por los hinduistas en relación a las castas. Mejor dicho, que el concepto hinduista fuese una aproximación interesada —en la medida en que convertida en instrumento de opresión— a un hecho real, extensivo no ya a la población de la India, sino a cualquier otro grupo humano del planeta, mediterráneo o escandinavo, japonés o etíope: la existencia de un factor genético de carácter hereditario que explicara las aptitudes y predisposiciones del sujeto.

Que ese factor genético, perdido a veces en apariencia de padres a hijos, reapareciese aquí o allá en un momento dado, indiferente al paso de las generaciones o a la geografía de los continentes. Intangible pero real, como el satélite con el que se ha perdido todo contacto pese a seguir en alguna órbita lejana o la información extraviada en el espacio insondable del ordenador, a imagen y semejanza de las almas de los muertos.

Viernes, 24 de septiembre. ANTAGONÍA. La pugna de una relación amorosa por definirse frente a cuanto le es ajeno. Los círculos concéntricos que se establecen en torno a esos cuerpos en licuación: los dos cuerpos y cuanto sin pertenecer a ellos, en ellos se manifiesta: la sonrisa, la mirada, el gesto. La defensa de ese ámbito contra todo lo que lo amenace, lucha en la que a la propia energía hay que sumar las fuerzas de signo contrario, incomprensiones, contrariedades, que terminan por actuar a favor, por reforzar esa defensa.

Domingo, 26 de septiembre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Vivía en pleno campo, en una casa dotada de toda clase de dependencias agrícolas. En las proximidades se alzaba otra granja de apariencia más pobre debido a la endeblez de las paredes y la precariedad de los tejados. Y de repente caía en la cuenta de que sus vecinos le habían robado un conejo y ahora estaban ocupados en sacrificarlo por el procedimiento de aguantarlo en alto colgado de las patas traseras y vaciarle un ojo para que se desangrase en un cuenco. No parecían verle, entregados a bromas jocosas mientras neutralizaban con fuerza las sacudidas del conejo. Además, era de noche y la lámpara de excursionista que esgrimían le dejaba tal vez fuera del alcance del resplandor. Tampoco parecieron oírle. Entonces Noel se dio cuenta de que vestían de talibanes y de que probablemente por ello no era capaz de entender lo que decían. Por encima del hombro del que sujetaba el conejo en alto asomaba el cañón azulado de un Kaláshnikov. Uno de los que le daban la espalda se volvió sobre su hombro y le sonrió.

Noel despertó sudoroso y con imperiosas ganas de orinar. Se llegó al baño sin encender la luz, tanteando apenas en la claridad del amanecer. Miró al exterior a través de la ventana situada sobre la taza del retrete. Las ramas de la acacia destacaban en negro, inmóviles y sin relieve, contra el cielo acidulado. Detrás, a un nivel inferior, el huerto, manso y silencioso, como cubierto por un manto verde botella.

Lunes, 27 de septiembre. PÁJAROS. A diferencia de los de la milicia, habitualmente camuflados de grajos y cornejas, los francotiradores solían tomar la apariencia de seductores mirlos. Se aproximaban hasta las dependencias de una granja cualquiera como al tresbolillo, parapetados ora en un tronco ora en una peña. Y, asomando por la esquina del granero, uno dispara sobre una lechera que va sola, como la del cuento, mientras arrodillado tras un tractor, otro abate a un hombre que está partiendo leña. Desde más lejos, otro francotirador vacía su Kaláshnikov sobre un grupo de niños que desciende de un autobús escolar. Cuando se trata de tomar por sorpresa una granja enseguida se juntan varios. No digamos ya cuando es cuestión de ocupar un pueblo, de organizar una masacre en toda regla: aparecen tantos voluntarios que no hay camuflaje para todos. Ni falta que hace.

Si actúan en solitario, los pájaros disparan siempre desde mayor distancia, con teleobjetivo. Su blanco preferido suele ser entonces alguna figura que les llame la atención. Sea por su carácter significativo, sea por su extravagancia. Eso sí, dijeron, prefieren actuar cuando hay nieve, por lo de las huellas.

Martes, 28 de septiembre. Contrariamente a lo que sucede en Estados Unidos, en Hispanoamérica no se da una narrativa de verdadera entidad hasta bien entrado el siglo XX. Hacia mediados de ese siglo, nombres como el de Borges o Rulfo se convirtieron en imprescindibles. En su tiem— po, sin embargo, se vieron eclipsados por el de García Márquez, cuya novela Cien años de soledad se convirtió en estandarte mismo del realismo mágico. El éxito de esta novela fue verdaderamente espectacular, favorecido sin duda por diversos acontecimientos políticos y cambios sociológicos como pudieran ser los procesos de descolonización, la revolución cubana o el espíritu de mayo del 68. Si desde entonces los planteamientos del realismo mágico sencillamente se han extinguido, el paso del tiempo y la publicación de otras obras del mismo autor no han dejado de hacer sentir su peso sobre la imagen de Cien años de soledad. Y ello pese a que aún abundan quienes consideran pulp fiction sus últimas novelas pero alaban las primeras, sin caer en la cuenta de que nada hay en su obra reciente que no se diera ya en Cien años de soledad o Crónica de una muerte anunciada. Lo cierto es que aspectos o rasgos antes celebrados han terminado por convertirse en reproches, empezando por el primer párrafo de su novela más famosa, ya que si el autor hubiese aclarado que el coronel Aureliano Buendía estuvo a punto de ser fusilado pero no fue fusilado, el suspense que se busca se hubiera esfumado. A decir verdad, en ninguna novela que se precie hay lugar para esta clase de recursos. Por otra parte, a la luz de sus obras posteriores, el monótono olimpo del autor no hace más que saturarse de deidades fabricadas en serie, réplicas las unas de las otras. El coronel es el general a la vez que el patriarca, las jóvenes generaciones son siempre irresponsables e impredecibles, y los niños, simples objetos de culto. Las mujeres merecen capítulo aparte: o son longevas diosas del hogar que en su adolescencia tuvieron un breve momento de intensa lascivia, o son su negación. Mujeres que alternan su habitual estado de lascivia —que el autor cree permanente en las prostitutas— con el de ocurrentes amas de casa. Todo ello narrado con una total ausencia de composición general. Los capítulos se suceden por acumulación, y en cada uno de ellos reaparecen prácticamente todos los personajes, que seguirán o no adelante como en una incierta carrera de caracoles. Semejante invertebración permitiría que cualquiera de sus novelas pudiera tener perfectamente unos cientos de páginas más o menos sin que el efecto final se viese sustancialmente alterado. De ahí, tal vez, su reacción —que se cuenta en Cómo contar un cuento— al saber que le habían dado el Nobel: «¡Se lo han creído!», parece que exclamó. Nada que ver con Rulfo, cuya obra es puro hueso, limpio de adherencias que se corrompan, huesos mondos y lirondos como el de esos esqueletos que afloran en algunas celebraciones mejicanas. Ni con Borges, al que le bastan dos o tres páginas donde otros precisarían doscientas o trescientas. Lo único que sorprende en Borges es que sus referentes contemporáneos fuesen novelistas como Chesterton o Wells. Y que sintiese tanto entu— siasmo por Martín Fierro. Pero lo mismo Borges que Rulfo sabían de sobra que la magia que cuenta no es la que se da en los acontecimientos relatados —prodigios— sino en el modo de contarlos, en las palabras utilizadas.

Miércoles, 29 de septiembre. La vida como mezcla de parque temático, supermercado y aeropuerto en el que se despide a la gente que se va. La apoteosis de una sociedad que para mantener la propia vigencia necesita neutralizar toda trascendencia que empañe el valor intrínseco de cuanto nos rodea.

Jueves, 30 de septiembre. DIARIOS, MEMORIAS, FICCIONES. Cuando un novelista empieza a escribir un relato de ficción, sabe, en teoría, cuanto hay que saber acerca de su desarrollo. Su situación será la misma al comienzo de la redacción de sus memorias, sólo que a diferencia de lo que sucede con una obra de ficción, no puede o no debe, en principio, modificar o alterar unos hechos que ya se han producido. La persona que decide llevar un diario nada sabe, en cambio, por definición, acerca de unos acontecimientos que aún están por suceder. Tal vez por ello, el diario, el falso diario, si se prefiere, es una forma de ficción de gran atractivo para el novelista, toda vez que permite jugar como ninguna con el carácter irreversible del transcurso temporal. No hay motivo para que la personalidad del autor resulte oscurecida o trampeada por el carácter ficticio del relato; simplemente se revelará no de forma directa sino indirecta. Una presencia no muy distinta, en definitiva, a la del autor de un verdadero diario cuando, a la hora de corregir, introduce pequeños retoques a fin de que todo cuadre mejor, ya que esos retoques se refieren siempre no ya a la obra sino a la imagen del autor. Un género, en suma, poco aconsejable para la persona de tendencias mitómanas, cuya peculiaridad quedará tarde o temprano en evidencia.

Los diarios, verdaderos o ficticios, tienen la ventaja añadida de que, por su propia naturaleza, obligan a una lectura reposada, convencionalmente aceptada por el lector, de forma que la noción o visión de conjunto se va formando poco a poco y casi al margen de la voluntad de ese lector.

Viernes, 1 de octubre. NATURALEZA DEL AMOR. Cuando se establece una relación amorosa entre dos personas, el cuerpo se convierte en soporte físico, vehículo material de aproximación de cada una de ellas hacia la otra. El verdadero objeto del amor de cada parte es una imagen proyectada de la otra en la que, a modo de mandala, a los rasgos puramente físicos se añaden los atributos de todo tipo que distinguen a su persona. Se trata de una imagen atemporal, como las que nos ofrecen los sueños, que se mantiene a sí misma por encima del fluir del tiempo. La atracción física, el deseo de besar, abrazar, compenetrarse, integrarse, responde al impulso de alcanzar, a través del cuerpo, esa imagen proyectada, de superponer la propia a la suya, de confundirlas, como se confunden dos sombras al superponerse.

Sábado, 2 de octubre. TIMOTHY. (El telefilme de la semana: resumen argumental.) Si Z. M. Timothy puso en alguna ocasión todo su empeño en algo, fue en ocultar no tanto el origen de su fortuna cuanto su anterior profesión, los ocho años que pasó de portero suplente de un inmueble. Dos hechos, por otra parte, íntimamente relacionados, ya que el origen de su fortuna hay que referirlo a un décimo de lotería que vio caer del bolso de la señora del sexto derecha, una pedorra que probablemente nunca llegó a enterarse de que por sus manos había pasado el primer premio que otro cobró por ella. Pero si de esa apropiación indebida ni siquiera había prueba alguna, de su anterior condición de portero sí la había, y eso es lo que Z. M. Timothy se esmeró en borrar. De los ricos había aprendido no sólo las maneras y las actitudes sino también la forma de que el dinero atrajera más dinero, de modo que no le supuso ningún problema cambiar de ciudad, comprarse una mansión en el barrio más elegante y, desde allí, dirigir un imperio económico de amplitud cada vez mayor. Ya en esa época se hacía llamar Zetaeme.

Tras varios ensayos —alguna que otra fiesta a la que invitaba a personas con las que se iba relacionando— organizó una gran recepción a la que fueron convocadas todas las personalidades de la ciudad. En principio, un gran éxito, un tipo de fiesta como las de antes. Hasta el momento en que pidió al alcalde que improvisara unas palabras desde el micrófono de la orquesta. El alcalde accedió, pero antes de empezar a hablar le tendió su vaso con gesto distraído y dijo otro con mucho hielo, confundiéndolo sin duda con un camarero. La proximidad del micrófono permitió que todos los asistentes a la fiesta pudieran oírlo. La velada continuó, pero sin Zetaeme.

Nunca más dio otra fiesta. No cerró la casa, pero sí compró otra mansión en la costa y su anterior domicilio se convirtió en un simple pied-à-terre que utilizaba únicamente en sus breves estancias en la ciudad. Se dedicó a viajar, a conocer diversos lugares de moda: la Costa Azul, las Islas Vírgenes, las Fidji. Viajaba como temiendo siempre que su intimidad se viera violada: gafas de sol, solapas en alto, carreras apresuradas hasta refugiarse en coches de cristales oscuros. «Nada de ruedas de prensa», decía al llegar a cada hotel. Y al abandonarlo daba estrictas instrucciones de silencio no ya respecto a sus próximos movimientos, sino asimismo, retrospectivamente, acerca del riguroso secreto que debía amparar sus pasos durante los días pasados en el lugar. Su esposa se lamentaba con frecuencia de semejante tipo de vida, siempre como huyendo, y entonces Zetaeme la mandaba de compras. «No sabes gozar de tu privacidad», le decía. Y ella: «¿Y quién te dice que yo quiera privacidad?».

Zetaeme había logrado que su mansión entrara a formar parte de los circuitos turísticos, a condición de que los autocares de visitantes se quedaran a prudente distancia de la cancela del jardín, desde la que se veía el tejado de la casa asomando sobre los árboles del fondo. Los guías habían recibido la consigna de que la mansión fuese mostrada como perteneciente a un magnate obsesionado en proteger la propia intimidad. Un empeño casi patológico, debían explicar, que le había llevado a vivir perpetuamente protegido por avanzados sistemas de seguridad. «Pueden estar seguros de que en estos momentos todos nosotros estamos siendo cuidadosamente observados por circuito cerrado —solían explicar los guías—. Espero que entre Vds. no haya periodistas; serían capaces de soltarnos los doberman. Nada hay en el mundo que Zetaeme deteste más que un periodista.»

Domingo, 3 de octubre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Noel recordaba, años atrás, su primer contacto con el actual alcalde: el padre había sufrido un ataque de apoplejía y tras atenderlo, como no tenían teléfono, dijo a la familia que a la menor alarma le avisaran de inmediato. «Sí, ya sé dónde vive: en una casa con un balcón azul, después del anuncio de Mejores No hay.» Un joven lerdo y receloso a fuerza de pensar con lentitud.

Telefoneó a Natalia para preguntarle si sabía ir a La Mola. Natalia le dijo que no sólo no sabía ir sino que ni siquiera sabía de qué le estaba hablando. «Si es un sitio de por aquí, te acompaño —dijo—. Pero yo quería llevarte al molino, mi último descubrimiento.» Quedaron en ir a los dos lugares.

—Es que el alcalde me ha pedido sugerencias para promocionar el pueblo desde un punto de vista turístico —contó a Natalia cuando pasó a recogerla—. Yo le he hablado del castillo, pero él no quiere ni oír hablar. En cambio, me ha mencionado el molino, tu molino. Y Teresa me ha hablado de La Mola.

—¿Por qué no el castillo? —preguntó Natalia.

—¡Por Serrallana! Creen que promocionar el castillo beneficiaría sólo a Serrallana, que lo tiene más cerca. Y aquí se perjudicarían a gusto si al mismo tiempo perjudican a Serrallana. Fíjate en Carmen, que es de Serrallana, qué callado se lo tiene.

—¿Y La Mola?

—Parece que es un pueblo en ruinas. Un pueblo anterior a La Pobla. Teresa no ha sabido decirme más.

Encontraron sin dificultad la cruz de término que le habían indicado, un pedestal coronado por una estrecha pilastra a la que sólo le faltaba la cruz. Pero más allá, ni asomo de ruina alguna. Las únicas edificaciones que se divisaban eran un gran almacén techado de uralita y, a cierta distancia, una casa de campo con los signos de estar siendo rehabilitada. Según se iban aproximando se alzaron dos grandes cuervos. El coche situado en el exterior carecía de ruedas y estaba muy oxidado. En la parte de atrás sonaban cloqueos de gallina y una perra espectral, de mamas mustias, huyó silenciosamente. Las puertas y ventanas de la casa estaban cerradas y no había signo alguno de vida. Bajo una higuera, dos asientos de coche ante una barbacoa. También había un triciclo roto. Detrás, un tubo de plástico verde goteaba sobre una vieja bañera.

—Parece que hayan pasado los comanches —dijo Natalia.

—Lo que me gustaría saber es dónde están las ruinas. Habrá que volver con Teresa.

Se encaminaron al molino. El edificio se hallaba medio perdido entre las zarzas, con las puertas reventadas y los cristales rotos. Había pintadas ya medio desvaídas y, en el interior, restos de fogatas y excrementos humanos. El olor predominante era el de aceites industriales y ropa vieja, mezclado al aroma lechoso y amargo de las altas hierbas que crecían en el patio.

—Esto no tiene ningún interés —dijo Noel—. Se ve que abandonaron la fuerza del agua en favor de la fuerza eléctrica y ahora más parece un taller que un molino.

—Lo que está bien es el remanso del río —dijo Natalia—. Y vengo con mucha frecuencia.

—¿Qué haces? —preguntó Noel, contemplando el punto aquel de la orilla, entre sauces, que le indicaba Natalia.

—Procuro no hacer nada. Limitarme a ser.

Durante el regreso, mientras ella hablaba de la India, Noel pensó en esa frase, en lo de hacer y ser, y en que merecía que la incluyera en su novela.

Lunes, 4 de octubre. DESPOJOS. Aquel año pareció que el verano no se iba a terminar nunca. Hasta que llovió unos cuantos días seguidos. Cuando volvió el buen tiempo, ya nada era igual. Más luz, colores más matizados, aire más transparente y fresco. A cada pasajero empeoramiento del tiempo se degradaba paralelamente el plumaje de los árboles, la severidad de los caminos y el ánimo se abatía más y más. Pero el espejeo de los charcos, los troncos relucientes y los suelos cubiertos de hojas mojadas y resbaladizas dis— traían la atención de la profundidad del cambio. Cuando te dabas cuenta, dijeron, el tiempo ya era de invierno: paisaje sucio, barro frío, nieblas pardas. Y llegaban a desear que ter— minase de una vez aquel paulatino despojamiento, que llegara por fin la limpia desnudez del invierno y pudieras atrincherarte en casa a contemplar los rescoldos de la chimenea no bien apuntara el atardecer cada día más temprano.

Junto al molino abandonado, en el arroyo, apareció el cuerpo de otro soldado muerto. Yacía de bruces sobre el fon— do de hojas ennegrecidas y se hallaba mordisqueado por los cangrejos. Poco fue lo que aportó la autopsia. Posiblemente había caído en el intento casi atávico de buscar refugio en el molino sin sospechar que en su interior le aguardaba convenientemente apostado algún tirador de primera, seguro, a todas luces, de que tarde o temprano iba a llegar alguien, cuestión de detalle que se tratara de un ojeador enemigo o de un desertor de cualquiera de los bandos. Una última pieza que cobrar antes de volver a casa.

Martes, 5 de octubre. A los casi doscientos años de fertilidad literaria del Siglo de Oro español siguieron otros doscientos de esterilizante sequía. Comprendo que los especialistas en esa época se afanen en destacar cuantos atisbos de inventiva vayan descubriendo, pero la realidad es que el período que va del último tercio del siglo XVII al último del XIX, no puede ser más pobre desde el punto de vista de la creación literaria. ¿Cómo compararlo al mismo período en Alemania, en Francia, en Inglaterra y hasta en Italia? Empeñarse en lo contrario puede ser incluso contraproducente, dar pie a reflexiones como la de esa destacada figura intelectual que se preguntaba si los españoles no nos comportábamos a veces, respecto a nuestra cultura, como don Quijote respecto a Dulcinea, cuya entidad real corresponde a la de una tosca y jocosa lugareña. A ese tipo de baches suelen dársele explicaciones de carácter histórico-político, económico y sociológico. Creo que estas últimas, producto a su vez de las que les preceden, son las más decisivas. Es posible que actualmente estemos viviendo el comienzo de una sequía de características similares, pero de ámbito más amplio que, iniciada hacia el último cuarto de siglo, se ha ido extendiendo paulatinamente por toda Europa.

Miércoles, 6 de octubre. Las grandes revoluciones se han producido siempre contra las formas de propiedad imperantes en cada momento: de la tierra, de las personas, de los medios de producción. Una propiedad al desnudo, de ejercicio directo, que si en el pasado protagonizó no sólo conflictos sociales y políticos, sino también obras de arte, composiciones musicales, pinturas y muy especialmente novelas, hoy, en cambio, está pasando a la Historia. Los grandes propietarios, actualmente, lo son de bienes mucho más intan— gibles, más fácilmente traducibles en dinero. El resto de la sociedad, aunque apegada al disfrute de la propiedad tradicional —el piso, el chalet—, no deja de ser asimismo sensible al cambio y se decanta cada vez más hacia la compra no tanto de objetos cuanto de usos. Eso es lo que hace, acaso sin darse cuenta, el que se compra un coche: lo que compra, en realidad, es el uso de un coche, representado por la sucesión de coches que irá poseyendo a lo largo de los años, lo más próximos posibles al coche ideal. Y eso es lo que en realidad tiene: una idea de coche de la que disfruta de forma permanente por el simple motivo de haberlo hecho suyo, con independencia de que esté o no conduciendo. Lo mismo puede decirse de cualquier otra cosa que compre por efímera que parezca: un perfume, una piscina, unas vacaciones. En cierto modo, su ámbito de libertad se cifra en relación a su capacidad de compra. Comprando se satisfacen deseos, se mejoran las relaciones personales, se atenúan las servidumbres domésticas, se hacen realidad los caprichos. Un ejercicio que infantiliza al adulto, con la ventaja respecto al niño de que la posibilidad de comprar no conoce otro límite, en el adulto, que el de su solvencia económica.

Jueves, 7 de octubre. PAJA. Hasta las personas escasamente atraídas por la lectura saben que a un buen relato no debe faltarle ni sobrarle una sola palabra. Lo que sobra es paja, y cuanta más paja, peor. A una obra escrita sin talento le sobra todo, que es como decir que le falta todo. Sólo que esa presencia de palabras sobrantes y sin relieve es, ni más ni menos, el principal rasgo de un buen número de novelas que, sin ser precisamente de calidad, son sin embargo las más leídas. Lo que antes se llamaba folletín y ahora pulp fiction, literatura de quiosco. Hasta podría establecerse que la paja es consustancial a la literatura de quiosco. Sus autores lo saben y, como aspiran a la fortuna antes que a la fama, se esmeran en ofrecerla. Y el gran público la exige por dos razones. En primer lugar, es probable que el lector de este tipo de obras necesite explicaciones y puntualizaciones innecesarias pero tal vez valiosas para facilitar la asimilación del relato. Y, en segundo, que la intensidad de una prosa sin paja acaso fatigue al gran público; con paja, su atención dispone de más tiempo, lo que también hace más fácil la lectura. El mismo principio, en definitiva, que hace de las pizzas o de las hamburguesas artículos más populares que el foie gras o el caviar legítimos.

Sábado, 9 de octubre. PELÉ. Soñó que dejaba Islamabad en un avión privado rumbo a Abu Dabi. En Islamabad todo había salido a pedir de boca y la creación de una filial en Karachi era prácticamente un hecho. Si en Abu Dabi tenía la misma suerte, y eso era algo que casi podía darse por seguro, el anuncio de la creación de las dos nuevas filiales coincidiría con el comienzo de la cotización en Bolsa de las acciones, con lo que de inmediato se iba a producir una subida verdaderamente espectacular. Los países islámicos tenían una inmerecida mala fama; cuanto más duros, con mayor sencillez se resolvía todo. Y los políticos y hombres de negocios paquistaníes, unos caballeros, gente de palabra. Más fácil no podían habérselo puesto: completo apoyo en todo el territorio nacional. Salvo en Beluchistán. ¿En Beluchistán? Sí, de aquello no respondemos. Beluchistán no es Somalia, pero los señores locales son los amos y lo mejor es dejarles en paz.

La alusión a Somalia hizo que, cuando en pleno vuelo el piloto le informó de que iba a intentar un aterrizaje de emergencia porque algo fallaba, como si les hubieran alcanzado con alguna clase de proyectil, pensara de inmediato en Somalia. Estaban descendiendo entre cumbres rocosas, hacia un llano estepario recorrido por una partida de jinetes armados. El aterrizaje fue un éxito en el sentido de que no se mataron, pero el avión quedó destrozado. Aturdido, con la sensación de haberse vuelto sordo, salió del aparato ayudado por los hombres que habían llegado a caballo. Le estaban encañonando, mientras al piloto y a su secretaria se los llevaban por separado; comprendió que estaba en Beluchistán, no en Somalia, y que le convenía hablar claro y sin tardanza. Alzando los brazos explicó quién era, los negocios que le habían traído a Paquistán, la magnífica recompensa que les iba a dar si le acompañaban al puesto de policía más próximo. El que parecía ser el jefe escuchaba atentamente la traducción que de sus palabras le iba haciendo uno de sus hombres, tal vez su lugarteniente. De pronto dio una orden y el lugarteniente se le aproximó sonriendo y con un rápido movimiento le cortó una oreja. Más que por el dolor, se dio cuenta de lo que había hecho cuando, entre risas generalizadas, se la mostró alzando la mano izquierda, en la derecha el pequeño cuchillo curvo que había utilizado, un hilillo de sangre todavía escurriendo hacia el mango. A continuación, entre golpes y empujones, le ataron a la silla de un caballo y le hicieron seguirles a la carrera.

Llegaron a lo que parecía ser un caserío y a él lo condujeron al patio de una casa de mayor presencia que las otras, seguramente la del jefe. Le dejaron en camisa y encadenado por un tobillo al brocal del pozo. El que le había cortado la oreja, que al parecer se llamaba Amín, le explicó que su trabajo iba a consistir en servir agua a los servidores de su señor. También le hizo ver que la cadena no era lo bastante larga como para permitirle tirarse al fondo del pozo. «¿Y por qué iba yo a querer tirarme a un pozo?», dijo él. «Lo que yo quiero es que me dejéis ir. Podéis quedaros con la chica y el piloto. Quien puede pagaros mucho dinero soy yo.» Amín le escuchaba sonriendo. ¿Le habría entendido?

Normalmente se recogía bajo una cubierta de ramas que durante el día le daba sombra y de noche le protegía del rocío. Para dormir tenía una estera y para comer, un cuenco que le llenaban hasta el borde cada amanecer y cada anochecer. A poco que se durmiera le despertaban a patadas, generalmente en la cabeza, de modo que se habituó a espabilarse al menor ruido y a correr solícito a llenar de agua fresca el cubo; cuando al recibir la patada oía gritar «¡Pelé!», sabía que se trataba de Amín, que tenía esa costumbre. Devoraba toda la comida que le traían y, aunque alerta, dormía profundamente en el duro suelo.

Llegó a preguntarse si Amín —en realidad no estaba muy seguro de que fuera ése su nombre— no aguardaba a que él se durmiera para poder despertarle de una patada gritando «¡Pelé!». Después le miraba detenidamente, con aire complacido; la parte central de su rostro parecía entonces oscurecérsele, pómulos, contorno de los ojos, lo que por contraste acentuaba la vivacidad chispeante de la mirada. Un día, como si adivinara su pensamiento, le dijo: «A veces te acordarás de lo importante que eres en tu país y no comprenderás cómo es posible que te esté pasando todo esto. Pero aquí ni siquiera nos interesa saber tu nombre. Aquí no tienes nombre. Aquí el único nombre que vale es lo que yo te grito cuando te despierto de un puntapié». Y en otra ocasión le dijo: «Para el trabajo que haces no necesitas ojos. Igual te los saco un día y así mi cara al hacerlo será lo último que habrás visto. Si no te los saco es porque, una vez fuera, ya no podría amenazarte con hacerlo».

Con el tiempo quedó claro que Amín, o como quiera que se llamase, no era más que un simple criado. Una mañana, aprovechando que parecía estar de excelente humor, se atrevió a preguntarle por sus compañeros. El presunto Amín le dijo que el piloto había muerto y que la chica, en cambio, se lo estaba pasando a lo grande, que no le faltaba nada. Y adivinando una vez más sus pensamientos, añadió: «Te has acordado de tu dinero. Pero ¿sabes?: yo no creo que tengas ese dinero. ¿Dónde está? Yo no lo veo. Es como si me dijeras que el agua de este pozo es tuya. ¿Podrías llevarla contigo si yo te dejase ir?».

No adivinó, en cambio, otro pensamiento: el recuerdo de haber formulado de forma explícita a familiares y amigos su propósito de no viajar jamás a sitios que entrañaran el más mínimo riesgo personal, especialmente si el riesgo era de secuestro. Un recuerdo que había evocado también en Islamabad, cuando sus interlocutores le hablaron de Beluchistán.

Estaba soñando que entraba en su despacho de Madrid cuando le despertaron de una patada en la cabeza. «¡Pelé!», oyó gritar. Corrió al pozo y se apresuró a llenar el cubo.

Viernes, 15 de octubre. DIBUJO DE LO INCORPÓREO. Cuando la persona amada está ausente, nos esforzamos a veces inútilmente en evocar su cuerpo, su cara, su mirada, a modo de representación o materialización de lo que amamos. Sólo que esa imagen no puede representar el amor, algo que se refiere a ella pero que no reside del todo en ella. Como tampoco en nosotros, en nuestro deseo de colmarla de bienes, de goces, incluidos aquellos que, por ser casi insoportables, rozan el dolor, el sometimiento. Ni tampoco en los sentimientos y deseos con los que ella corresponde, simétricamente dispuestos frente a los nuestros, complejo dibujo como el creado por la fuerza de dos campos magnéticos. Lo que los clásicos expresaban tan acertadamente con la figura de Cupido, la trayectoria de la flecha que va de un cuerpo a otro sin pertenecer a ninguno de ellos.

Sábado, 16 de octubre. MOLAR. A la hora del recreo se juntaban en un rincón del patio y empezaban a reír todos a la vez, a carcajearse con la garganta muy abierta, doblados, desternillados, retorcidos, hechos pura mueca, al principio en broma pero al final en serio, chascarrillándose, cuchufletándose, mondándose de risa con sólo verse los unos a los otros. Y entonces acudían los que no formaban parte del grupo y querían saber qué pasaba, de qué se reían, qué había que hacer para entrar en el grupo. Esto sí que mola, decían. Las únicas que no se acercaban eran las chicas, convencidas de que aquello iba contra ellas. Pero los chicos, sobre todo los peques, querían entrar como fuera. A los que insistían se les hacía bajarse los pantalones y enseñar la cola y el culo. Luego el Gordo decía que de culo estaban bien pero que la cola no era lo bastante larga.

Domingo, 17 de octubre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. El dueño de la granja de cerdos se había colgado. Afortunadamente vivía en Serrallana y se había colgado en el garaje donde guardaba el camión, junto a su casa. Así que la autopsia era asunto del médico de Serrallana. Se lo contaron a Noel en el bar de la plaza.

—¿Y los cerdos? —preguntó Noel.

—Se los llevan hoy —le dijeron.

—¿Se sabe por qué lo ha hecho?

—Ha bajado el precio. Cuando baja, siempre hay alguien que se cuelga.

—Además le habían puesto una multa por vertido ilegal de letrinas. Tenía que andar buscando huertos y campos donde hacerlo, pero la gente ya sabe que luego salen malas hierbas y no quiere saber nada. Aparte del mal olor. Es el problema de las granjas. Hace unos años le pusieron otra multa por un vertido clandestino junto al molino.

—¿Junto al molino?

—Sí, en lo que era explanada de descarga. Pero llovió y se filtró hasta el río.

—También cerraron el matadero de conejos por contaminar el río. La gente no lo sabía, pero se ve que los desechos triturados de los conejos iban a parar al río. Éste no se ahorcó.

—Los que se ahorcan son los de las granjas de cerdos. Como si los precios no volvieran a subir.

—A las mujeres les atrae más el tren. Mi madre siempre lo decía: una tarde me tiraré al tren. Y lo hizo.

Noel se llegó hasta la granja en compañía del alguacil y revisaron las instalaciones, las naves, las tolvas de pienso, las letrinas: todo estaba en orden. Desde allí, en el repecho de una colina, se divisaba la parte trasera de La Pobla, y el perfil, coronado por la torre de la iglesia, resultaba casi atractivo.

—Lo normal es que se cuelguen en la propia nave —dijo el alguacil.

A la vuelta le comentó que en el término municipal ya sólo quedaban dos granjas de pollos y que cada una de ellas no daba trabajo más que a una persona. «Hay que buscarse la vida fuera —dijo—. Pero nunca se ha vivido tan bien.»

Habían dado un completo rodeo y ahora aparecía ante sus ojos la fachada del pueblo, un silo abandonado, los tejados, como buques, de la antigua cooperativa agrícola, la chimenea y los cristales rotos de la fábrica, el apeadero en el que ya no paraban trenes de pasajeros, aunque sí, a veces, trenes de mercancías. Noel se acordó del molino. Pensó que había lugares, casas, que parecían propiciar no ya pensamientos o deseos, sino también pautas de comportamiento. Y la gente, sin siquiera darse cuenta, se sometía a esos influjos. Lugares que parecen reclamar un vertedero y lugares que siempre han sido santuarios. Lugares que generan insistentemente impulsos, bien elevados, bien de una gran bajeza. Aunque los que generan impulsos elevados, en determinadas personas, y como para vengarse de algo, desencadenan las más ensañadas ansias destructivas.

Lunes, 18 de octubre. COMOLORO EN LA DISTANCIA. Hacia media mañana, cuando el sol campeaba ya alegremente sobre el llano, las oscuras paredes de la montaña se alzaban como si todavía no hubiese amanecido. Ni los ojos más penetrantes serían capaces de distinguir los edificios y los jardines, de destacarlos del resto de la umbría. Pero bastaba esperar a que fuese mediodía para que Comoloro apareciese de pronto brillando al sol sobre un repecho, y entonces era posible percibir a la vez el conjunto y los detalles, los muros, las ventanas, los senderos y escaleras, las flores, las avenidas de árboles, los centelleos del agua; por eso se llamaba Comoloro. Alrededor de unas cuatro horas más tarde volvía a dejar de verse, ya que la sombra de otra montaña difuminaba de nuevo su relieve en el paisaje. Desde Comoloro, en cambio, con sólo llegarse a los diversos miradores, la vista era de 360º. Los sonidos más característicos son allí el del viento, que suena distinto en cada clase de árbol, el del agua al saltar o descolgarse y el de los pájaros. En primavera, especialmente, abundan tanto los pájaros cantores que las copas de los árboles parecen inflarse debido al rebullir de las parejas coiteando en el revuelo de las hojas. Y algunas mañanas, cuando el sol evapora esos hilos de niebla que salen del suelo, suena también una música para instrumentos de viento —generalmente de Mozart— que, al tiempo que esos vapores, brota también de la tierra, del mantillo y las hojas en descomposición, y se oye por igual desde todas partes. «Pero eso no es posible», dijo. «Sí lo es», dijeron. «En Comoloro, sí. Es la música más nítida que pueda imaginarse. Una música que hace parecer a todas las demás, incluso las que se oyen en directo, simples grabaciones defectuosas.»

Martes, 19 de octubre. Hace alrededor de un siglo, Joaquín Costa pidió siete llaves para la tumba del Cid. Hoy, en atención a la imagen creada, tanto de la literatura española como de la propia España, habría que reiterar la petición, sólo que referida a García Lorca y a Valle-Inclán. El perjuicio que a esas imágenes han causado ambos, sin que por supuesto sea suya la culpa, es enorme. Lorca fue un buen poeta y un terrible autor teatral. Pretender que asuntos como el de Yerma o el de Bernarda Alba, en los términos en los que son evocados, guardan alguna relación con la realidad española supone un equívoco responsable de un sinnúmero de malentendidos, tanto en el terreno de la comprensión literaria cuanto en el de la histórica. Lo mismo cabe decir de Valle-Inclán, escritor de gran talento a la vez que mal novelista y mediocre dramaturgo. Compararlo a Brecht, como con frecuencia se hace, es sencillamente un disparate. Pero así como los organismos y empresas turísticos cultivan todos los tópicos folclóricos españoles, por irreales que resulten, no son pocos los profesores de literatura española en el extranjero que cultivan tales tópicos literarios, en la creencia de que eso es precisamente lo que de ellos se espera; hasta en su presencia física tienen algo de feos, católicos y sentimentales. Semejantes estereotipos no afectan, por suerte, a lo que la literatura española ha sido y es en la realidad, por más que en alguna que otra ocasión se haya establecido una pugna teórica entre escritores, de acuerdo con la mayor o menor presencia en sus obras de la tradición nacional y de influencias extranjeras. Así, novelistas cosmopolitas frente a novelistas garbanceros, o bien angloaburridos —en palabras de Umbral— frente a castizos. La polémica tiene tan poca vigencia como las citas de oído y opiniones de libro de texto del propio Umbral; citas hechas a bulto, referencias a Baudelaire, Proust, Mallarmé o Villiers de l’Isle-Adam expuestas con el descuido y la falta de convicción de quien no ha leído lo que cita, pero sabe que sus lectores tampoco lo han leído.

Miércoles, 20 de octubre. El niño ha sido tradicionalmente un adulto en miniatura. Pequeños caballeros y pequeñas damas, los niños de las clases acomodadas, y pequeños andrajosos como sus padres, los hijos de los pobres. Tras unos duros años de formación, el niño se convertía de buenas a primeras en adulto oficial. Era nombrado adulto y como tal debía comportarse. Con ligeras variantes, los hitos de ese aprendizaje se prolongaron hasta mediados del siglo XX. El desarrollo económico que siguió en todo el mundo a los años de guerra propició el que la sociedad se impusiera a sí misma el objetivo de ahorrar a los hijos, no ya los horrores vividos por los padres, sino asimismo toda clase de contratiempos. El niño se convirtió entonces en destinatario último de todos los desvelos del mundo en el que había nacido, alguien a quien hay que hacerle fácil la vida y evitarle toda clase de disgustos y contrariedades. Entender la vida como una película o un serial televisivo a cuya proyección se asiste y que sólo el que muere no continúa viendo junto a nosotros. Hasta el punto de que, imperceptible— mente, el niño objeto de culto ha terminado por erigirse en modelo, en guía que enseña al adulto por dónde han de ir las cosas. De modo que, dando la vuelta al planteamiento tradicional, el adulto se ha dejado seducir por las formas de vida del niño y ha concluido por adoptar, en buena medida, sus atuendos, sus comidas, sus maneras, así como sus pasatiempos y aficiones.

Jueves, 21 de octubre. CRECIMIENTO Y REDUCCIÓN. De niño —no tendría más de seis o siete—, durante un verano en el campo, di entierro a un pollito recién nacido que había muerto, poco más que una ligera borla amarilla. Introduje aquello en un pequeño bote y lo enterré junto a las cuadras. A la mañana siguiente se me ocurrió trasladarlo a mi plantación de caña de azúcar, en realidad unos cuantos palmos cuadrados en los que había sembrado un maíz que, ya brotado, tenía cierto aspecto de cañaveral. Se hallaba situado al comienzo del bosque, al pie de una enorme roca que simulaba ser una montaña; la tumba del pollito, señalada con una cruz, hubiera acabado de redondear el paisaje. Nada más sacar de entre la tierra el bote que había colocado allí la víspera, comprendí el significado de la palabra hedor, algo que va más allá de oler mal: una sensación que penetra en la nariz como un jeringazo. Me resultaba inconcebible que un ser tan leve, casi incorpóreo, pudiese oler así escasamente a las veinticuatro horas de haber muerto.

Años más tarde, también en el campo, en otra casa de campo, al contemplar cómo iban siendo plantados los árboles que había comprado en un vivero, vi cómo de uno de los hoyos, según era excavado, mezclados con la tierra, saltaban blancos fragmentos de hueso. Al aparecer un trozo de mandíbula quedó claro que eran huesos de perro. O mejor, de perra, de una perra que yo había tenido, cuyo cuerpo, según me contaron, había sido enterrado por allí unos diez años atrás. Un cuerpo musculado y lustroso, lleno de alegres ladridos, disuelto ahora entre las raíces.

Del mismo modo que cuanto comemos y bebemos, toneladas de origen vegetal y animal a lo largo de la vida, lo reducimos a excremento, la naturaleza, con el tiempo, termina por devorarnos, por reducirnos a materia impalpable. Crecimiento y reducción son los dos procesos esenciales de la vida humana, de la vida en general y del propio mundo. Crecer a partir de lo imperceptible y reducirse de nuevo a lo imperceptible. Entender la vida como una de esas chispas que saltan de un fuego y, tras brillar unos instantes, son de inmediato sustituidas por otras, no por mucho que hayan contribuido al esplendor de ese fuego menos inexorable del proceso. Un proceso que no deja de ser, en miniatura, réplica del crecimiento y reducción del propio cosmos. Y escapar a ese proceso, al menos mientras el mundo exista, es lo que hace grande al arte y a la creación literaria: un crecimiento que, a diferencia de la vida, no se extingue, que es susceptible de seguir actuando tanto en lo que se refiere al futuro como, incluso, en lo que se refiere al pasado, rescatándolo, abriéndolo a una nueva vida.

Viernes, 22 de octubre. MISOGINIA. La misoginia tiene sus raíces, no en el rechazo a una determinada imagen de la mujer sino en el rechazo a la relación sexual. Si el misógino detesta a la mujer es porque ve en ella una permanente incitación erótica, no por implícita menos fatal, de la que se defiende adoptando una actitud distante y desentendida. Llevada con elegancia y hasta con caballerosidad, es un rasgo de carácter que, no sólo entre hombres sino también entre algunas mujeres, despierta una inmediata simpatía. Un rasgo que revela un temperamento irónico y una sabiduría un tanto pesimista, si se quiere, pero realista; la inclinación a dar siempre preferencia a una buena comida, un buen coñac o un rato de charla con los amigos.

El razonamiento implícito es el siguiente: las tías están muy bien para follar, pero no hay quien las aguante. O lo que es lo mismo: follar, en realidad, no merece la pena. Y lo que subyace es la falta de confianza en uno mismo, el temor de no ser capaz, por una razón o por otra, de mantener de forma satisfactoria la relación sexual a la que se ve abocado.

Sábado, 23 de octubre. NUEVA REUNIÓN EXTRAORDINARIA. Los hechos eran los siguientes: con el pretexto de que dos alumnos del cole habían cortejado a dos chicas del Instituto Séneca, una treintena de alumnos de éste se situaron ante el cole armados con bates de béisbol, navajas, cadenas de bicicleta y otros instrumentos contundentes o cortantes. Formaban una doble fila y, balanceando los bates, exigían la inmediata comparecencia de los dos alumnos en cuestión. Ante el cariz de la atmósfera que se estaba creando, el profesor de Historia creyó aconsejable que esos dos alumnos escaparan por la puerta de servicio. Apercibidos del hecho los del Séneca por haber puesto dicha puerta bajo vigilancia, emprendieron su persecución y, tras apresar a los fugitivos, los sometieron a diversas vejaciones y humillaciones, aparte de golpearles y practicarles pequeñas incisiones, por lo que sus víctimas tuvieron que ser atendidas en un ambulatorio. Lo que se proponía era, en primer lugar, exigir el cese del profesor de Historia por incompetente y poco hombre. En segundo, emprender acciones legales contra los del Séneca. En tercero, otro tipo de acciones o medidas.

Éste era el primer punto del orden del día. El segundo se refería a la elección de un sustituto del secretario de la Asociación, recién fallecido. La junta había pensado inicialmente en el Sr. Espejo, pero, al parecer, sus ocupaciones le impedían aceptar el cargo.

Domingo, 24 de octubre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Alberto, el chico de los periódicos, fue a buscarle al bar de la plaza para que atendiese a su hermano. Dejó a Natalia en compañía de los jubilados, con los que hacía muy buenas migas, y subió al coche de Alberto; su hermano, al parecer, vivía a unos veinticinco kilómetros.

La mañana era soleada pero fría. Durante el camino, Alberto le contó que su hermano era adiestrador de perros y, por la forma de hablar de las molestias que sufría, Noel supuso que se trataba de alguna enfermedad de transmisión sexual. Pero era sólo su forma de expresarse: el hermano sufría un evidente cólico nefrítico. La familia entera se expresaba como Alberto, con mucha mímica y gran énfasis gestual. Y además, tal vez por haberse juntado tantos y hablar todos a la vez, chillando mucho.

Noel salió al exterior, a contemplar el adiestramiento. La gente, hombres casi todos, iba embozada en zamarras que combinaban colores relampagueantes, y había perros de todas las razas. Cada propietario escoltaba a su perro a lo largo de un recorrido en el que éste debía realizar una serie de pruebas y cumplir las órdenes que se le fueran dando, silencioso y conciso. El jolgorio corría a cargo de los acompañantes de los propietarios, que contemplaban el espectáculo desde fuera de la pista, chillando casi tanto como los familiares del enfermo.

Algo le dijo a Noel que una escena familiar debía ser el punto de partida de su novela. Notó que el corazón le palpitaba. No sabía por qué razón pero el caso es que la intuición le parecía muy certera.

Lunes, 25 de octubre. SEÑALES DE HUMO. Les alertaron, antes que otra cosa, las humaredas verticales y de un negro intenso que se elevaban en la distancia, una coloración que era como la rúbrica de los del pueblo vecino. Luego, el ruido a matraca de los helicópteros de la policía, una tanqueta y un vehículo blindado de transporte con paracaidistas. Para entonces ya habían requisado todos los coches de tracción delantera en uso y algún que otro tractor con remolque por si hacían falta las abuelas como plañideras en caso de luto. Las manchas rojas en la nieve y las huellas de botas y neumáticos que se perdían en el bosque a partir del caserío auguraban lo peor.

Los cadáveres ya estaban alineados en cuatro o cinco filas en el centro de la plazoleta formada por las diversas dependencias agrícolas. Algunos habían sido hallados dentro de esas dependencias agrícolas, otros —mujeres y niños— en el interior de la casa y otros, finalmente, en los campos circundantes. La policía los había reunido a todos en aquella plazoleta mientras los paracaidistas daban comienzo a una batida. La totalidad de los animales domésticos, desde las vacas hasta las gallinas, pasando por los perros, habían sido sacrificados, y el silencio era total. Sólo quedaba con vida un pollito que fue aplastado con la bota a fin de ahorrarle sufrimientos inútiles.

Los cadáveres habían sido etiquetados y numerados. Algunos cuerpos presentaban huellas de tortura. Especial— mente de la modalidad propia del país: carbonizar los pies de la víctima por el procedimiento de introducirlos en una estufa de cáscara de almendra. Se decía que en la Edad Media las hogueras de los condenados eran de cáscara de almendra debido a que, merced a su alto poder calórico y la ausencia de humos que sofocaran prematuramente al reo, el castigo se hacía mucho más doloroso. Al parecer, el procedimiento también tuvo sus detractores, no ya por resultar más cara la cáscara de almendra que la leña utilizada en otros lugares, sino porque, con todo y ser más doloroso, o precisamente por eso, el suplicio duraba menos.

Pero, volviendo al caso que nos ocupa, hay que decir que las abuelas formaron corros en torno a los cadáveres y cumplieron con su cometido a la perfección. Sus muestras de dolor fueron verdaderamente sobrecogedoras.

Martes, 26 de octubre. El Quijote es probablemente la novela cuya lectura se ha visto más perjudicada por los numerosísimos escritos divulgativos que se han publicado, tanto acerca de la obra como de la figura del autor. A ello han contribuido, sin duda, diversos episodios de la vida de Cervantes, hechos como el de haber sido soldado, haberse visto reducido a la esclavitud en Argel o haber perdido un brazo en Lepanto. Para el gran público, Cervantes es hoy una especie de Cortés o de Pizarro derrotado, un justiciero descabalgado, un perdedor irreductible. La conducta errónea, extemporánea y, en definitiva, contraproducente de don Quijote, instrumento principal de la ironía cervantina, es considerada ejemplar y hasta aplaudida a pies juntillas. La cutre realidad descrita no es percibida como tal y la bravuconada insensata es tomada por valentía. Un efecto que representa exactamente lo contrario de lo que Cervantes se había propuesto. Especial responsabilidad en la formación de tal imagen la tienen los resúmenes y explicaciones relativas al Quijote que los niños reciben ya en la escuela. Consecuencia final de todo ello es el hecho de que los niños acaben detestando el Quijote. Y es que el Quijote no es una novela para niños en el sentido de que no es una novela que los niños puedan entender. Cuantos más esfuerzos encaminados a que les parezca divertido se hagan, más se desvirtuará la obra sin obtener resultado alguno. ¿Por qué habría de gustar el Quijote a los niños? Igualmente inútil sería el intento de interesar al lector infantil en Guerra y paz o en la obra de Proust.

Miércoles, 27 de octubre. Hasta hace pocos años los perros eran entendidos como un remedio a la soledad o una compensación a la falta de cariño. Hoy, la abundancia de entretenimientos que pueblan la vida cotidiana ofrece otras formas de compensación a tales carencias. Ha crecido en cambio la consideración del perro como sujeto capaz de obedecer ciegamente nuestras órdenes, de querernos por encima de su propia vida. Para alcanzar el debido grado de obediencia será preciso, además, someterles a un duro aprendizaje, una rigurosa disciplina a la que nunca nos hemos sometido nosotros ni vamos ya a someter a nuestros hijos, lo que no deja de suponer un aliciente añadido: el del deber cumplido. A partir de ahí nuestra voluntad será ejecutada a rajatabla con sólo dar la señal. Otro aliciente añadido es el de la respetabilidad social: quien tiene un perro tiene en su casa algo que merece ser guardado.

Jueves, 28 de octubre. SALIDOS DEL CUADRO. Hoy, en las proximidades de Antón Martín, he visto aquí y allá, más que otros días, varios vagabundos, entre mendigos y delincuentes, que parecían salidos de un cuadro de Velázquez o de Murillo. La misma tez cetrina inflada, de poro grueso, entre los pelos grisáceos. Y los ojos, esos ojos de un brillo hecho a la búsqueda más que a la desolación. Ayer tarde, ante los escaparates de Serrano, también vi caras que, hecha la salvedad del atuendo, parecían igualmente salidas de algún retrato de nobles o cortesanos de la misma época, los rasgos flojos, débilmente afable la mirada. ¿Descenderán los vagabundos de hoy de los pintados por Velázquez, de la misma forma que las caras de ayer descienden con toda evidencia de antepasados cuya imagen perpetúan las galerías de retratos? Posible propensión del sujeto a repetirse a sí mismo en la descendencia, a reproducir comportamientos y tendencias a semejanza del perro nacido en la calle, atento a la menor sugestión, tan distinto en su actitud del perro de lujo recién bañado, sedoso y enfático, que se sabe centro de atención de todos los presentes. Hacer extensiva la hipótesis a otras profesiones y sectores sociales. El verdugo de la Inquisición, por ejemplo, cuya herencia genética perviviera hoy en el cuerpo del funcionario que atiende al público en una oficina cualquiera, disfrutando de las contrariedades, decepciones y disgustos que está en su mano ocasionar con la simple aplicación estricta del reglamento. Esas huellas genéticas explicarían también el caso de aquel que, al estallar un conflicto, como para escapar a sus consecuencias, abraza la causa contraria a la de los suyos y se convierte en uno de sus más destacados representantes. Así, Saint-Just o Bakunin, aristócratas revolucionarios. O el caso de personas de origen humilde que llegan a la cumbre del poder encabezando gobiernos reaccionarios o conservadores, como Hitler o Truman. Esa perpetuación de rasgos a través de los tiempos no tiene por qué estar limitada a los escritores.

Viernes, 29 de octubre. DE LA INCONVENIENCIA DEL SEXO. A diferencia de lo que sucede en la novela del siglo XIX, donde la sexualidad suele ser bien omitida, bien eludida por sublimación, en el siglo XX recupera su condición de núcleo central de la relación amorosa. El escritor, en palabras de Malraux, entra en la alcoba: llega al pie de la cama y, si es preciso, se mete en la cama. Se da el caso, sin embargo, de que la sociedad —o una buena parte de la sociedad— acoge mal tanta licencia, y una obra de contenido escabroso, o con fama de serlo, perderá muchos lectores y tenderá a ser excluida de los planes de enseñanza. El anatema gravita incluso sobre el lector libre de prejuicios, que desconfiará de toda relación amorosa que, de un modo u otro, no termine mal. Es decir, que no tenga un desenlace similar al de las novelas protagonizadas por libertinos del siglo XVIII, sólo que no para satisfacer con el castigo de los pecadores a las diversas censuras inquisitoriales de aquella época, sino a la convención establecida en ésta. La excepción es la novela rosa, que termina necesariamente bien, es decir, en boda. Y sin haber hecho referencia a ninguna clase de actividad sexual.

Sábado, 30 de octubre. LO PEQUEÑO ES BONITO. El presidente de la Comunidad de Vecinos había dimitido aduciendo razones personales, de forma que en su calidad de secretaria, le tocó presidir a Camino. En el orden del día, aparte de un nuevo uniforme para el portero, se iba a tratar fundamentalmente de la notificación recibida por parte de la Comunidad de Vecinos del edificio colindante conforme al cual se disponían a dividir el patio de luces que ambos edificios compartían. Pero el inquilino del segundo primera propuso que antes tomaran alguna determinación respecto a un asunto delicado, pero urgente y grave. Se trataba del nuevo inquilino de la tienda, que la había alquilado con el propósito confesado de abrir una papelería. Pues bien: no sólo llevaba ya demasiados meses sin abrirla, sino que una tarde, al advertir que había una luz encendida, el inquilino del segundo se asomó a la ventana del baño, pudiendo divisar, casi en picado, algo que no iba a explicar con detalle por haber señoras delante. En suma: una mujer desnuda —con perdón—, algo entrada en carnes, sentada a horcajadas sobre el regazo del papelero. No iba a entrar en pormenores porque, por más que el papelero pareciese ir vestido, todos podían suponer lo que estaban haciendo. Hubo un silencio. «¿Y bien?», preguntó Camino. «¡Pues ya se lo pueden imaginar!», dijo el inquilino del segundo primera, mirándoles con ojos de ciego, ansiosa la sonrisa. Hubo carraspeos. El del segundo primera empezaba a tener la sensación de no haber estado a la altura, de haber metido la pata, de desentonar ante sus convecinos al exponer unas preocupaciones que no eran las propias de las clases altas, poniendo en evidencia su pasado de maestro albañil enriquecido. No, si yo lo decía por las cucarachas, dijo. Que si un sitio no se habita se llena enseguida de cucarachas. Y hasta de ratones.

Domingo, 31 de octubre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Había soñado con tío Noel, a quien sin duda debía el hecho de también llamarse Noel, ya que era su padrino.

Vivió siempre con el abuelo, pues si al parecer ya de joven tenía cosas raras, con el paso de los años se fue demenciando progresivamente.

Noel recordó el día en que el abuelo había ordenado poner la casa de campo a punto, a comienzos del verano, y el lugar andaba lleno de jardineros, pintores y electricistas. Se hallaba explorando el jardín en misión de reconocimiento, cuando vio surgir a tío Noel del umbrío rincón de las lilas. Se llevó el índice a la boca y le indicó que le siguiera. Le condujo hasta una pequeña salita, junto a la galería. Allí se inclinó hacia él, a la vez sigiloso y jubiloso.

—¿Sabes? —dijo—. Cuando veo que en la casa hay mucho movimiento yo me escondo y me la pelo.

Hablaba con un aleteo de manos como de jugador de ping-pong.

En la pared, sobre el sofá, había un gran grabado que representaba la irrupción en un harén de la soldadesca turca, los jefes a caballo, y el degüello generalizado de mujeres semidesnudas, bocas entreabiertas, ojos en blanco, pechos decantados sobre mullidos cojines. Enfrente, a través de la ventana, se divisaban los picos de una sierra cubierta de nieve.

Lunes, 1 de noviembre. DE TEMPERAMENTO IRÓNICO. Eduardo Miranda tenía los ojos casi permanentemente entornados por una sonrisa. La sonrisa propia de un temperamento irónico como el suyo, de una persona liberal y benévola, que sabe captar el humor que se esconde en el detalle en apariencia más insignificante de la vida cotidiana: la expresión de un rostro, una frase pillada al vuelo, la reacción de otro transeúnte ante determinado imprevisto. Ya en el colegio le llamaban Eduardo Anda y Mira. Y la broma más habitual consistía en gritarle: «¡Miranda siempre mirando!».

En sus paseos, preferentemente por los barrios populares, siempre más ricos en anécdotas, no había mañana que no pillara algo divertido. Había llegado a considerar la posibilidad de recopilar por escrito esos hallazgos brotados de la calle a fin de reunirlos en un libro. Que luego encontrara o no un editor venía a ser lo de menos. Lo importante era que ahí quedaran en forma de colección, a modo de crónica ciudadana. Esos obreros que, aplicados al arreglo de un portal, bloquean la acera improvisando una valla con lo que tienen más a mano: unos pocos ladrillos, un montón de arena, la puerta de una nevera, un cinturón de albornoz deshila— chado. O el coche que al aparcar monta en la estrecha acera obligando a los transeúntes a saltar a la calzada. El gato que sale disparado ante el fulgurante chorro de agua de los empleados de la limpieza municipal. La furgoneta que, demasiado alegre en su silencioso deslizamiento calle abajo, por poco arrolla a un motorista no menos alegre que se cruza en la esquina. El cojo que, pillado por todas partes, alza una muleta en plena calle, como rindiéndose, con lo que provoca un aluvión de frenazos en cadena.

Aquel día había sido testigo de un perfecto ejemplo de esa coincidencia de diversos factores que suele darse siempre que se habla de fatalidad. El cojo que se ve obligado a abandonar la estrecha acera invadida por un coche indebidamente aparcado. La cagada de perro que aconseja evitar la acera opuesta. El coche que le sigue pacientemente calle arriba procurando no sobresaltarle. El cojo que, con el propósito de no resultar un impedimento para nadie, vuelve a la acera de antes, ya que la otra se halla cortada por obras, el arreglo de un escape de agua, por lo que parece. El coche le rebasa a la altura de esas obras, pasando con precaución sobre una zanja cubierta con una plancha de acero. La zanja resulta estar llena de agua, ya que, al paso del coche, comprimida por la plancha de acero, salta con violencia por los extremos, dejando empapado al cojo. El cojo se seca resignadamente con el pañuelo, como quitando importancia al asunto, mientras el conductor le mira con espanto y acelera como encogido, la vista puesta en la lejanía.

Y, casi a continuación, otra de esas secuencias eslabonadas: la silueta de los empleados de la limpieza municipal que, manguera en ristre, se destaca a modo de policía zarista, el gato que escapa del agua que corre por la acera opuesta y se refugia bajo un coche cuyo conductor está a punto de darle al contacto, la anciana que sale de un portal, ocupando con su paso lento el espacio de acera existente entre ese coche que se pone en marcha y la fachada de las casas, hechos más simultáneos que sucesivos, demasiados y demasiado dispares para que Eduardo perciba asimismo el otro coche que le viene por detrás, sin ruido, un coche que sólo un instante antes se hallaba fuera de campo precisamente por lo rápido que va, demasiado rápido para que el conductor pueda frenar cuando Eduardo Miranda salta a la calzada a fin de eludir a la anciana y no pisar al gato que huye del coche que se pone en marcha, y para que Eduardo Miranda cobre conciencia de nada antes de que su cabeza estalle contra el bordillo.

Lunes, 8 de noviembre. BUEN ROLLO. Un hombre al que las ideas progresistas y sentimientos solidarios de cuando era joven le llevaron de un modo natural —risueña la barba encanecida— a una total identificación con los plantea— mientos ecologistas, el típico tío que sabe enrollarse, abierto y bien dispuesto en sus relaciones personales hasta el punto de arreglárselas para convertir la vida en una especie de party de amigos o celebración permanente durante la cual, cuando alguien muere, se le agradece haber pasado por el planeta Tierra, y con un chin-chin la fiesta prosigue, hasta que, tras un período de desarreglos y molestias, le llega arreando la metástasis y cuantos le rodean se convierten en cómplices de un tremendo engaño al dar apariencia de distracción a lo que en realidad es una despedida, y esta vez el que se va es él, ya puro aullido inaudible según ve que todo se le viene encima, todo desprendiéndose sobre su cuerpo hasta taparle la visión, como la tierra que rellena por completo una fosa vista por un cuerpo que yace a lo largo del fondo. O bien el hombre de empresa que supedita su vida al objetivo de legar un patrimonio que merezca tal nombre como forma de sobrevivir en la memoria de los herederos, sucesores y afines, de aparecer a veces en sus conversaciones y recuerdos, sin ser consciente de lo fácil que todo se desvirtúa, diluye y olvida. O aun al que, llevado de su afición, dedica el tiempo libre a la investigación de alguna huella del pasado —la historia de una casa determinada o de toda una calle— que a su entender es un tesoro, a fin de que en el futuro su persona quede ligada a la exploración de esa huella, sin caer en que, muy probablemente, su obra nunca pasará de ser la huella de una huella. Y, a semejanza de ese erudito aficionado, de ese hombre de empresa o del de risueña barba encanecida, todo aquel que muere con las pupilas definitivamente fijadas por el espanto.

Lunes, 15 de noviembre. SANTA CRISTA. En el pueblo había dos iglesias: la Vieja, vagamente gótica de transición, y la Nueva, de corte neoclásico, costeada por un indiano.

Dicen que durante la guerra, cuando la Vieja fue convertida en santabárbara, se descubrió de forma casual, bajo el suelo de la sacristía, una cripta. Dentro, en el fondo, a la luz de las linternas, apareció un cadáver clavado a una cruz en perfecto estado de conservación, sólo que de color ceniza. Lo más sorprendente, sin embargo, era que no se trataba de un hombre sino de una mujer. Corrieron de inmediato a llamar a las autoridades y al médico, pero cuando ya iban a sacar fotografías, movieron levemente la cruz a fin de mejorar el ángulo, y el cuerpo se desbarató en un instante, quedando reducido a regueros de polvo que se desprendían de las maderas. De ahí que luego algunos dijeran que no era una mujer sino un hombre de tez lampiña al que se le habían arrancado los genitales. Pero cuantos habían visto el cuerpo afirmaban lo contrario y las cenizas fueron guardadas en una urna como pertenecientes a Santa Crista. Hay, incluso quien afirma que, en otros tiempos, debía de haber una mujer crucificada debajo de cada sacristía. De dicha costumbre, precisamente, venía sin duda la palabra sacristía.

Martes, 16 de noviembre. La literatura española experimenta en el curso del siglo XX —incluso desde unos años antes— una gran recuperación respecto a los dos siglos precedentes. Los períodos de mayor efervescencia creadora se registran durante la década de los veinte y la década de los setenta, a uno y otro lado de la brecha abierta por la guerra civil en la sociedad española. Pero mientras que la poesía fue importante antes y después de esa fecha, equiparable sólo a la del Siglo de Oro, la novela, fiel al modelo decimonónico en la primera mitad de la centuria, adquiere todas las características propias de la novela contemporánea únicamente en su segunda mitad. Tal mutación fue obra de escritores pertenecientes a lo que la crítica llamó «la generación sin maestros», en la medida en que, interrumpida por la guerra civil el contacto directo con sus predecesores intelectuales, su formación literaria se desarrolló antes bajo el influjo de la novela extranjera que de la española. Surgidos, salvo contadas excepciones, de familias que habían apoyado a Franco, su evolución personal les llevó a posturas radicalmente opuestas a las normas imperantes bajo el franquismo, tanto en el terreno de la política como en el de las ideas y las costumbres; pero fue en el ámbito artístico y literario donde esa actitud se manifestó con mayor fecundidad. El cambio se inició en los años cincuenta y llegó a su mejor momento en el curso de los setenta. A partir de ahí la aparición de obras de verdadera inventiva se ha ido espaciando, en un panorama dominado, al igual que en los restantes países occidentales, por novelas acogidas a la fórmula del best-seller.

Miércoles, 17 de noviembre. El habitante de Madrid, de Nueva York, de Roma, vive, no en esas ciudades, sino en la idea que de ellas se ha formado a partir de sus monumentos y lugares más emblemáticos. Poco importa que la barriada en la que vive no guarde ninguna relación con tales imágenes, que en ella sólo el gusto hortera del diseño redima sus calles de la cutre pátina del uso, que la dejadez propia del arrabal campe a sus anchas de un extremo a otro. La idea de la ciudad es como la pantalla del televisor: el que la contempla ni siquiera ve el resto de la sala de estar. Y como esa ciudad o la imagen del televisor, así la imagen que cada uno tiene de su propia vida, más relacionada con lo que cree que ven en ella los demás que con lo que realmente es.

Jueves, 18 de noviembre. ANTÍGONA. Hay críticos que al desentrañar la significación de determinada obra literaria, actúan en verdad como sumos sacerdotes que con su ofrenda eximen al pueblo llano de mayores cavilaciones. Sólo que hay ofrendas cuya formulación se merma y desvirtúa según va siendo repetida de plaza en plaza. Así, alguien que debiera saber mínimamente acerca de lo que escribe habla en los periódicos de Reencuentro o de Antígona. Explicar el sentido del verdadero título se convierte por tanto para el autor en tarea prioritaria, a fin de restituir a la obra la integridad alterada por la ignorancia del crítico. Así, decir que Antagonía se refiere a la oposición que se establece entre lo que existe y la nada, la lucha de lo que es por definirse frente a lo que no es. ¿Y el argumento? La vida de un hombre que reinventa la vida, desde los primeros balbuceos a los últimos estertores. La novela comienza con la imagen de un oficial montado en un caballo blanco visto por un niño. Y termina con el recuerdo que un viejo que agoniza tiene de ese niño que mira al oficial montado en un caballo blanco. Entre una y otra imagen, la vida. O, si se prefiere, el proceso que conduce a la impresión subjetiva a convertirse en impresión objetiva. Sólo ve aquel que es capaz de verse a sí mismo mirando lo que ve.

Viernes, 19 de noviembre. RITOS PROPICIATORIOS. La sociedad se esmera en fortalecer con celebraciones el aspecto contractual del matrimonio. Ese carácter de contrato es ya en sí una muestra de la escasa confianza existente respecto al futuro de la relación que se inicia: se soslaya cualquier alusión al sexo para referirse exclusivamente a la procreación como objetivo del vínculo y a las garantías económicas compensatorias tanto del cumplimiento como del incumplimiento de lo pactado. Algo parecido sucede con la celebración social de ese contrato, es decir, con la boda. Se trata, en teoría, del momento culminante de la vida tanto del hombre como de la mujer que se van a casar en la medida en que, a consecuencia de esa relación que se inicia, se crea una nueva familia en cuyo seno han de venir al mundo nuevas vidas que perpetúen la de sus progenitores. En la práctica, y aunque se procura que los novios así lo crean, nadie más lo cree: ni tiene tanta importancia ni van a ser felices ni a tardar en estar hartos el uno del otro. Lo que hace de cada ceremonia una especie de cencerrada en la que el coche de los novios parte arrastrando una tira de latas entre risitas y cuchufletas. Burlas que, implícitamente, lo son también para la novela rosa, o mejor, para sus lectoras.

Nada de eso favorece el contenido erótico de la relación que se formaliza. Al contrario: lo que busca es anularlo.

Sábado, 20 de noviembre. EL RASTROJO.

—Mira la tía esta: como si fuera un hombre —dijo el quiosquero.

Señalaba con el mentón a una mujer que se metía en un coche con varios periódicos bajo el brazo.

—¿Un hombre? Más parece una galga.

—Galga, lagarta, qué más da. Pero lo que quieren es ser como los hombres, Atilano. Toma los periódicos, deja el dinero y se va. Ni buenos días ni gracias. Hemos dejado que se nos monten encima y así estamos. Ni respeto ni consideración ni nada.

Atilano recogió la prensa de los del principal y regresó a la portería sumido en sus cavilaciones, sin prestar atención a cuanto le rodeaba. El hombre del quiosco tenía razón. Con sus palabras le había desvelado una nueva visión de las cosas que necesitaba asimilar, tener tiempo para irle dando vueltas con toda calma. Era como adentrarse en un rastrojo del que se tiene la seguridad que de un momento a otro se van a levantar perdices, estremeciendo el silencio con su batir de alas.

La mujer le aguardaba recostada en el portal, una mujer de edad indefinida entre los cuarenta y los ochenta, de aspecto más bien tierno gracias a la expresión de aquellos ojos como con líquenes amarillos. Atilano pasó por su lado sin responder al saludo pero sonriendo. Por más que no supiera la causa, algo le estaba haciendo mucha gracia.

Domingo, 21 de noviembre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Lo recordaba como a contraluz: la puta lavándose y lavándosela a él, y luego los dos en la cama; se corrió enseguida. Cuando estudiante lo hizo varias veces. Iban siempre en grupo, generalmente los viernes. Al salir, se lo contaban todo unos a otros y eso confundía sus recuerdos, lo que había hecho y lo que le habían contado. Ni siquiera estaba muy seguro de que ella se la hubiera lavado en la taza de un lavabo, como si fuese una jícara.

También recordaba, en sus años de universitario, la vez en que pasó junto a un coche aparcado y, a la luz de una farola, vio una mano de mujer empuñando un pene en el asiento de atrás, un pene tieso y grueso, casi, en su tersura, un objeto de quita y pon. Y, enseguida, una mata de cabello castaño cubriéndolo. Una visión que le turbó profundamente, según se alejaba acera adelante. Nunca se lo había contado a nadie.

Natalia le atraía. A veces pensaba que con el tiempo podían llegar a tener una relación íntima. ¿Sería ella una mujer que hiciera ese tipo de cosas? Y una cuestión previa: ¿cómo hacer para que se crearan ese tipo de situaciones? Aparte de que nada inducía a pensar en una disposición favorable por parte de Natalia, ahora que Noel despertaba con esa cara desbaratada, como de recién salido de la piscina que con los años se les iba poniendo a otros, pero nunca hubiera pensado que podría terminar por sucederle a él.

De pronto cayó en la cuenta de que Alberto le estaba contando la derrota colectiva que supuso el que la central nuclear no se instalase en el término municipal de La Pobla.

Primero, que los trenes de pasajeros dejaran de parar en la estación. Luego, que se fuera el notario. Y finalmente, lo de la central nuclear. Claro que el pueblo la había rechazado; pero sólo como punto de partida en la negociación. Lo último que imaginaban era que pudieran perderla, que los de la central se fueran con la música a otra parte.

Lunes, 22 de noviembre. LA APARICIÓN. Sorprendía, al salir al exterior, la negrura del cielo estrellado, a la vez tan bajo y tan profundo, especialmente las noches de luna nueva. La luz de las estrellas y de los planetas llegaba entonces a ser casi tan intensa como la de la luna llena, cuando los perros ladraban intermitentemente, engañados por las sombras movedizas. Con la luna llena el paisaje parecía más cobrizo y manso que bajo el cielo estrellado, sin sus formas erizadas ni su coloración azul, más nítidas las voces lejanas y casi un bálsamo el sonido del agua al saltar a los estanques. Hacia el fondo del valle, sobre la autopista, se habían formado bancos de niebla y, como era fin de semana y el tráfico intenso, la niebla se embebía de los faros de los coches, dando la impresión de que al otro lado de las colinas se extendía una gran ciudad.

Salieron a contemplar las estrellas, aprovechando que era luna nueva y las constelaciones se distinguían firmemente engarzadas. Venus destacaba a poniente y Júpiter, a oriente, sólo un poco por encima del perfil de la montaña. El ruido de un avión les hizo escudriñar el cielo hasta dar con la pequeña rutilación en movimiento, que inicialmente habían tomado por una estrella más.

Martes, 23 de noviembre. La gran novela del siglo XX se desarrolla entre la década de los veinte y la de los setenta, con alguna que otra obra anterior y alguna que otra posterior. En líneas generales, se caracteriza por su alejamiento del cine, recién inventado, y en el curso de ese repliegue, por la invasión del territorio hasta entonces considerado propio de la poesía, invasión preparada ya por algunos poetas en su aproximación a la prosa a finales del siglo anterior. Se distingue de la novela decimonónica, principalmente, en que los aspectos argumentales del relato pierden importancia frente a la significación global del conjunto, un conjunto en el que la estructura del relato cobra un relieve decisivo, al igual que el estilo y que la sustancialidad del lenguaje. También pierden entidad los personajes que, más que protagonistas, son vehículo, hilo conductor de la narración. Rasgo válido, no ya para las novelas de Joyce o Faulkner, sino también para la obra de Proust, en la que Marcel o Albertine son, ante todo, una mirada. En las últimas décadas, los cultivadores de la fórmula best-seller han dado un vuelco a la situación, ofreciendo formas de relato más próximas a las de la novela decimonónica que a la propia del siglo XX. De ahí que mientras las grandes obras del siglo XX son prác— ticamente imposibles de llevar a la pantalla —pequeña o grande— las pertenecientes a la fórmula best-seller son casi un guión de cine, lo que constituye, sin duda, uno de sus principales objetivos.

Miércoles, 24 de noviembre. Contrariamente a lo que podría esperarse del aparente triunfo del individualismo en este fin de siglo, los jóvenes, más que a ser protagonistas, tienden a la manifestación colectiva, a integrarse junto a sus compañeros y compañeras, en calidad de figurantes, en un cuadro escénico que espontáneamente tienden a componer a imagen y semejanza de las sugerencias de la moda. Una composición de grupo a la manera de esas personas que en diversas actitudes pueblan un tapiz flamenco, consustanciales, se diría, al carácter esencialmente decorativo del conjunto. Por supuesto que siempre hay un ídolo personal con el que cada joven se identifica, pero ese ídolo, a su vez, forma parte de una composición perfectamente diseñada no ya por encima de colores y razas, sino, muy al contrario, concebida expresamente en función de esa diversidad de colores y razas hasta el punto de que, si alguno se echa en falta, habrá que disimular o compensar su ausencia. Se trata, en definitiva, de un tapiz omnipresente y, a grandes rasgos, inmutable, que cada fin de semana decora idealmente las ciudades del mundo entero. Y en cada lugar, el objetivo de chicas y chicos es entrar a formar parte de ese tapiz.

Jueves, 25 de noviembre. LA NOVELA COMO CONVENCIÓN. Hay un acuerdo tácito entre quien ha escrito una novela y quien se dispone a leerla: que la historia que se cuenta en la novela no sea Historia, que las peripecias que suceden a los personajes no sean verdaderas, que esos personajes no hayan existido nunca. El margen de maniobra es, no obstante, estrecho, ya que si el relato no debe estar inspirado en la realidad, lo ideal es que parezca estarlo; de ahí la frecuente insistencia de tantos autores a partir de la novela picaresca acerca de la veracidad de cuanto se ofrece al lector como presunta ficción. La gracia, no obstante, prácticamente desde la fijación del género por Cervantes, reside en que tales reglas sean vulneradas de una forma u otra, y a ello se han aplicado siempre los novelistas más destacados. Lo que se trataría de demostrar, en suma, es que la creación literaria ajena a las pautas de la realidad puede llegar a constituirse en realidad autónoma, independiente de las servidumbres de la vida cotidiana y, en gran medida, superior a ella. En el curso del siglo XX, sin embargo, han coincidido dos factores contradictorios. Por un lado, los logros más destacados en ese empeño por despegar la validez del relato de la literalidad verista de lo relatado. Por otro, la apa— rición de una masa de lectores, antes inexistente, que ve con disgusto el incumplimiento por parte de algunos novelistas de un aspecto esencial del acuerdo pactado: que la historia se atenga a las pautas de la realidad cotidiana. Para el caso, aceptará mejor otras desvirtuaciones del género, como pueda ser la de novelar un texto periodístico basado en hechos reales. O una divulgación histórica o científica. Lo importante, se diría, es que las pautas de la realidad cotidiana sean respetadas. Cosa que no hace sino acentuar la divergencia entre creación literaria y una buena parte del público lector.

Viernes, 26 de noviembre. RITOS DE DISTANCIAMIENTO. Los ritos nupciales de las sociedades primitivas, centrados fundamentalmente en el acto sexual, van asociados a la fertilidad de la naturaleza. Los ritos funerarios, a la integración en esa naturaleza de la que se procede, con independencia de que a la persona que muere se la entierre bajo la propia vivienda o, por el contrario, se le ceda el espacio en el que vivió y sea el poblado entero el que se traslade unos metros más allá.

En Occidente, cuando alguien muere, la sociedad echa mano de inmediato de unos mecanismos encaminados a segregar de sí misma la figura del muerto y cubrir el hueco que deja con la máxima rapidez posible. Lo importante es que las honras que se le dedican no interfieran el normal funcionamiento de las cosas ni vayan a repercutir en ellas. Se hace desaparecer el cuerpo con la mayor solemnidad, se integra el espíritu en los cielos o en la nada y se enaltece su memoria. Luego, a olvidar lo antes posible; es lo más sano, todo el mundo lo sabe. La celebración de otros ritos sociales ayudará a diluir la realidad de esa celebración última. La propia celebración del Día de Difuntos se va convirtiendo poco a poco en una celebración infantil de carácter paródico. Con lo que la desaparición de alguien se convierte en una verdadera desaparición, en un misterio. Y la muerte de uno mismo, cuando llegue, en una especie de pesadilla salida de una película de terror.

Sábado, 27 de noviembre. ÍNSULA BARATARIA. El maître les acompañó a la mesa y apartó las sillas con ademanes exageradamente serviciales. Les trajo el menú, la carta de vinos y, bolígrafo a punto y ojos en blanco, recitó los platos del día. Se comportaba como si se encontraran en escena, representando una farsa, y sus salidas y gestos en el papel de restaurador trapacero que toma el pelo a unos clientes estúpidos, estuviese destinado a levantar el regocijado aplauso de un eventual público. A los Espejo les correspondía el papel de clientes estúpidos.

Espejo hubiera deseado tener más facilidad de réplica, mejores reflejos y, sobre todo, unos terribles puños. Aunque también existía la posibilidad de no volver nunca más, en lugar de seguir yendo a ese restaurante por el simple hecho de que les quedaba más cerca.

Domingo, 28 de noviembre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Natalia había adelantado su partida. La noticia pilló a Noel por sorpresa, ya que ella siempre había referido su viaje a la India al mes de enero. Pero ella le contó que su madre no andaba bien y que iban a pasar las navidades juntas.

Noel se daba cuenta de que la echaría de menos. El hábito de verse, de dar un paseo, se había convertido para él en parte de la rutina diaria, y poderle contar sus problemas era casi una forma de resolverlos. La chica tenía cosas raras, como todos esos ejercicios y creencias de la India, pero era lista y sus salidas le estimulaban en la medida en que le desconcertaban.

Como salía de Serrallana en el tren de la tarde, celebraron una comida de despedida en la fonda del pueblo, casi sin clientes a mediodía. Noel señaló una foto enmarcada que presidía el comedor, una estancia desapacible, fríamente iluminada. La foto, en tonos desvaídos, representaba la plaza del pueblo y el arranque de la calle mayor, ambas porticadas por aquel entonces.

—Éste es el pueblo que ven tus amigos jubilatas —dijo Noel—. Un pueblo que ya no existe. Había sido como en la foto y ellos siguen viéndolo así, si acaso un poco más apañado. No ven los arreglos, las chapuzas que han transformado la mayor parte de los edificios en casas como de maqueta. Para los jóvenes es aún más normal, piensan que el pueblo ha sido siempre así, ya que la toponimia es la misma. Y si se sienten rivales de los de Serrallana es simplemente porque ellos pertenecen a otro pueblo. No saben nada de nada ni les interesa. Tampoco es que los viejos sepan mucho, pero al menos se jactan de sus revueltas contra los señores feudales, que se ve que tenían derecho a maltratar y lo ejercían. La última de sus revueltas se inició a raíz de que agarraran al recaudador de contribuciones y lo quemaran vivo en esta plaza, sobre una pila de sacos de almendras.

Lunes, 29 de noviembre. TIERRA. La práctica totalidad de los crímenes que se cometían antes, en el pasado, era por causa de la tierra. No ya la tradicional disputa de lindes, el típico vecino que cada año, al labrar, araña un palmo más de tu tierra y con el que acabas liándote a golepes de azadón. También el caso de la rica heredera que al poco de casarse es envenenada porque, de ella, lo que le interesaba al marido era su tierra.

El valor de la tierra variaba según su situación: las que más, las más altas —las lomas, las vertientes—, aptas para viñedos y almendros y olivos. Algunos llanos valían para cereal pero la mayor parte, al estar muy metidos en la hondonada, se pasaban el invierno medio enfangados y lo único que en ellos podía cultivarse era lino; claro que eso era antes, antes de que la tierra empezase a secarse y, al poderse plantar de todo, subieran de valor. Pero lo más caro, dijeron, siempre ha sido la huerta, cerca del pueblo, a la orilla del río. De hecho, lo único que hoy día aún se cultiva: los pocos huertos que cuatro jubilados cultivan por gusto. El resto de los cultivos está prácticamente abandonado.

A uno se le ocurrió mezclar la tierra del huerto con tierra del bosque y serrín que le daban en la serrería, todo a partes iguales, y venderla a veraneantes y turistas en sacos de cinco kilos. Pero aun sin mezclar, la tierra de los huertos era de gran calidad, negruzca más que propiamente marrón. Lo único malo era que, debido a su carácter esponjoso, atraía a las serpientes, que con el bochorno salían de sus agujeros, y también a los topos, una verdadera plaga. Y en invierno eran los galápagos los que se perdían en ella, no bien llegaban los primeros fríos.

No obstante, lo más vivo de la tierra está en ella misma, riqueza mineral a la vez que vegetal y animal, un rebullir de microorganismos en cada centímetro cúbico del suelo que hollamos con nuestros pies, despliegue de actividad equivalente a la de miles de corros de agentes de Cambio y Bolsa sumidos en la más animada de las sesiones, o a centenares de miles de gente común, tal vez millones, seres que nacen, procrean, se afanan, ganan, gastan, ahorran, acumulan y mueren sin dejar huella.

Martes, 30 de noviembre. Existe una tendencia general, en el terreno de la cultura, a imaginar que las cosas han ido siempre de lo simple a lo elaborado, de lo primitivo y tosco a lo complejo y abstracto, y la narrativa no es una excepción a esa idea. Se da por supuesto a veces el hecho de que, como en virtud de un progreso similar al progreso técnico, el novelista de hace unos siglos —salvando meritorias excepciones— fuese más torpe o ingenuo que el actual. Hablar de evolución en vez de hablar de progreso no arregla demasiado las cosas, ya que la evolución se asocia a una sucesión de cambios para el bien de la especie, esto es, para su mejora, cuando en realidad es que tal mejora no tiene por qué producirse. Y, sin embargo, la palabra evolución es la que más conviene a los cambios experimentados por la novela, sólo que no en un sentido darwiniano sino en el sentido de que el género tiende constantemente a distanciarse del terreno ya trillado. En ese sentido, es cierto que cada novelista aprende de sus antecesores y utiliza en beneficio propio recursos inventados por ellos; hasta los autodidactas lo hacen, con frecuencia sin saberlo. Ahora bien: lejos de imitar lo ya realizado, el verdadero creador se distingue por su voluntad de no repetir lo ya hecho, de fundar su propio espacio narrativo. Esto es: conocer lo que otros han hecho para hacer otra cosa. Por lo demás, la modificación del concepto mismo de novela que se produce con la aparición de cada nuevo novelista, nada tiene que ver con la idea de constante mejora o perfeccionamiento del género. La obra de Tolstoi no tiene por qué ser superior a la de Cervantes ni inferior a la de los grandes novelistas del siglo XX.

Miércoles, 1 de diciembre. El concepto de repuesto —la fácil sustitución de una pieza por otra— se viene aplicando también a las personas desde comienzos de la industrialización. Pero lo que antes se limitaba a la capacidad laboral del individuo, el desarrollo lo ha hecho extensivo al conjunto de sus facultades. Que una persona sea fácilmente reemplazable por otra hace preciso, en efecto, que sean prácticamente idénticas. Es decir: que sus gustos musicales o gastronómicos, su forma de vestir, de emplear el tiempo, sean lo más parecidos posible. Lo esencial, para conseguirlo, es que todo resulte fácil, más fácil al menos, que tener preferencias contrapuestas o excesivamente personales. Hacer evidente, por ejemplo, que una discapacitación no es ya un problema, que un discapacitado recibirá de la sociedad toda la ayuda que requiera. Lo mismo que un enfermo terminal o que una persona aquejada de cualquier otra peculiaridad, como por ejemplo ser gordo, algo que cualquiera tiene derecho a ser sin cortapisas. Entender la vida como una película o un vídeo en el que cuando alguien muere, sencillamente deja de aparecer en la pantalla porque su papel ha terminado, sin que ello tenga mayor trascendencia. Saber que el bienestar social, tanto como el buen vivir, se refiere al buen morir, a facilitar la asistencia necesaria para que el cabeza de familia no tenga preocupación alguna, no ya acerca de qué harán los hijos, qué será de ellos, sino también acerca de qué será de sus bienes en manos de los hijos, qué harán los hijos con ellos. Sobre todo, que la gente ni piense en lo que puede llegar a constituir una obsesión: que no le pase como al pobre Pepe o a la pobre Marita, que tuvieron mala suerte, es decir, una muerte de pollito, inopinada, de florero que cae y queda roto. Un equivalente a lo que para los antiguos fueron los pobres santos mártires.

Y que ni nadie ni nada quede al margen, por poca cosa que sea en apariencia. Ni temer lo cutre o descuidado, con frecuencia más fácil, más cómodo. A veces basta una mochila, una bonita parca roja, una botella de agua mineral y unos cuantos envases de plástico para crear un ambiente.

Jueves, 2 de diciembre. ESPECIAS. La novela es, desde sus orígenes, un género abierto a toda clase de temas —amor, ambición, conflictos de clase—, susceptibles de ser tratados de los más diversos modos: distanciamiento irónico, vehemencia romántica, objetivismo fotográfico, etcétera. Cuando alguno de esos componentes predomina de forma acusada sobre los demás da lugar a la novela de género: novela histórica, novela erótica, novela de intriga. El elemento predominante modifica entonces el carácter del conjunto del mismo modo que en determinadas especialidades gastronómicas el picante o las especias se convierten en protagonistas, quedando los restantes ingredientes, la carne, los pimientos, reducidos al papel de mero soporte, de mero vehículo de las especias empleadas.

También hay modas, y modalidades que pasan de moda: la novela social, el relato objetivo. Y tendencias generales. El amor, por ejemplo, que fue un tema casi imprescindible en los siglos XVIII y XIX, perdió ese carácter en el siglo XX. Eso sí: en unos países más que en otros; en España, por ejemplo, más que en los países anglosajones. En España, en realidad, lo perdió ya en el siglo XVII, como si la figura de don Juan, el Burlador, hubiese acabado con él para siempre. Tal es el caso, en definitiva, de la Regenta, una víctima más de don Juan.

Algo semejante podría decirse de la ironía, desaparecida casi con su máximo exponente, Cervantes. La novela picaresca posterior y, muy en especial, Quevedo, son más dados a un humor bien diferente, la burla que castiga, el sarcasmo que escarmienta.

Viernes, 3 de diciembre. BIOS Y BIBLOS. La creación literaria es un proceso en virtud del cual el creador, y muy especialmente el novelista, termina por verse convertido en libro. Si inicialmente la obra fue una nebulosa de la que el autor hizo surgir los rasgos que definen tanto el conjunto como el menor de los detalles, la relación se invierte con el tiempo. Por una parte, si la obra es capaz de modificar la vida del lector, no lo es menos de modificar la de su autor, quien, tras acabarla, ya no es la persona que era antes de escribirla, toda vez que definir los rasgos de aquélla le ha llevado a definir los propios, a conocerse mejor, a medirse a la vez que a medir. Por otra, si en el impulso creador hay un ansia consciente o no, de inmortalidad, lo cierto es que toda obra con entidad propia no sólo sobrevive a su autor sino que lo que de él queda es lo que ofrece su obra. En el futuro, la personalidad del autor será explicada a partir de la obra, asimilado su carácter al de determinados personajes y su vida a los aspectos más relevantes y recurrentes de sus argumentos. Lo que no deja de constituir un error, ya que donde hay que buscar al autor es en la composición que informa la obra y, sobre todo, en el estilo que la expresa, reflejo tanto de lo que más ama cuanto de lo que más detesta.

Sábado, 4 de diciembre. DEMASIADO APRISA. Como ese que va demasiado aprisa entre la gente que callejea por las aceras, sorteando, internándose, rebasando, hasta que alguien se cabrea, molesto por tanta ligereza y tanta rapidez. Y entonces le dice: oye, ¿dónde vas tú con tantas prisas? Y otro: sí, ya le vi yo antes, cruzando el paseo a mitad de camino entre dos semáforos, chulo él, mientras los coches y motos se le acercaban haciendo sonar el claxon y yo creo que acelerando para darle un buen susto; y él, tranquilo, sin siquiera apresurar el paso, con más calma que ahora. Y un tercero: ¿pero quién te has creído que eres? Y le arrea. Y vienen otros y preguntan, se interesan, qué pasa, qué pasa. Nada. Éste, que va con muchas prisas, como si la calle fuera suya. Y, ¿por qué tienes tú que ir tan deprisa?, le preguntan. Y unos y otros le arrean con insistencia, caponazos cada vez más fuertes. ¡Cuando ha de correr no corre, y ahora todo son prisas!, decían. ¡Ni que fuera un mensajero! ¿Quién es él para correr tanto? Y créame que le hubieran machacado a gusto de no ser porque intervino la policía, el hombre ya con un ojo tumefacto. Los agentes se lo llevaron en volandas, pero antes de dejarlo unas cuantas calles más allá, también le arrearon. Y el jefe de la patrulla, antes de cerrar el coche de un portazo, aún le gritó: como me entere de que vuelves a las andadas, te mato. Tal vez si hubiera dado alguna clase de explicación, no le hubieran hecho nada. Pero se ve que el chico no acertó a articular palabra.

Domingo, 5 de diciembre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Había quedado con Teresa en el bar de la plaza, a la hora del café, para que le asistiera en las dos o tres primeras consultas. Fue allí donde le dieron la noticia, cuando ya era tarde para hacer nada: aquellos albaneses que parecían tan buena gente, que él atendió semanas atrás, habían sido expulsados del país. Lo que se dice un caso de mala suerte. Quien se ocupaba de arreglar sus papeles era el dueño de la finca, que vivía en la ciudad. Pues bien, el amo murió de un infarto, nadie sabía dónde estaban los papeles y a ellos los devolvieron a su país. Se ve que hubo una denuncia; les perjudicó el mal precedente de unos búlgaros, que salieron ladrones. Pero a ellos todo el mundo les apreciaba.

—¿Y no se puede hacer nada?

—¿Qué quiere hacer si ya están fuera? Han tenido mala suerte.

Hablaban de las aptitudes de los inmigrantes para el trabajo según y de dónde vinieran. Los negros, para trabajar agachados. Los peruanos, para trabajos de rama. ¿Y los moros? Como no sea para chapuzas... ¿Y los albaneses? ¿Los albaneses? Expresiones de perplejidad. Nada se sabía de los albaneses.

Noel se desahogó con Teresa, camino del consultorio.

—¿Qué entenderán ellos por mala suerte? La tele anuncia que hay una epidemia de gripe en Japón y todos se ponen enfermos. Y si uno tiene dolores de cabeza o de vientre, pronto empiezan todos a tener los mismos síntomas. Y cuando no son las personas, son los perros. Eso sí: al preguntarles qué tal se encuentran, te dicen bien, muy bien, yo creo que por temor a parecer poco emprendedores si dicen otra cosa. Y, sobre todo, demostrar que son buenas personas, que cumplen puntualmente sus compromisos económicos y que se portan como ejemplares padres de familia.

Teresa, consternada, le respaldaba con toda la indignación de que era capaz.

—No tienen cultura, ni conciencia, ni nada.

—Una buena temporada en Albania les recetaría yo —dijo Noel—. O mejor todavía: en Somalia.

Lunes, 6 de diciembre. ANTAGONÍA. Es una equivocación, dijeron, confundir las malas hierbas con las que se rebelan, con las que abandonan su condición decorativa para intentar convertirse en protagonistas del paisaje, para hacerlo suyo. Malas hierbas son las que ni se comen ni adornan, pero en nada nos perjudican. El verdadero peligro lo constituyen las hierbas y plantas que, con toda la ingenuidad del mundo, consideramos a nuestro servicio: las zarzas que, cuando nos damos cuenta, han dejado de formar dóciles setos; las hiedras que adornan los muros; la grama que casi parece un césped, los decorativos acantos. Un buen día, siempre por sorpresa, nos encontramos con que sus tallos saltan y trepan, invaden, se extienden, envuelven. El combate que entonces se entabla es arduo y el resultado impredecible. Las raíces en forma de coriácea malla de la grama, o las blandas y quebradizas de los acantos, que de cada fragmento, haciendo de su blanda debilidad su fuerza, engendran una nueva planta. Los brotes y zarcillos de las zarzas, que se atraen y combinan unos con otros cerrando, no ya un paso o un sendero, sino todos los pasos, todos los senderos, sabedores, se diría, de que, más que en los pinchos, es en la expansión de su masa donde reside su fuerza. O las pequeñas raíces de la hiedra aferrándose a los suelos y a los troncos, introduciéndose en las grietas de las piedras, de los muros, entre las tejas, abriendo, levantando, retorciendo, ayudando y siendo ayudadas por ratas, pulgas y garrapatas, que anidarán en el interior del edificio, incrementando su deterioro con las goteras que produzcan y las humedades que propicien, haciendo inevitable su abandono por parte de quienes lo habiten, lo que convertirá a la noble fábrica en reducto de zarzas, hierbas y hiedra y en guarida de toda clase de alimañas, tanto más aprisa cuanto antes cedan los techos. Lo erróneo, probablemente, dijeron, es creer que hay zarzas y hiedras igual que hay casas o árboles, cuando la realidad es que, en un paraje determinado, sólo puede hablarse de la zarza y la hiedra, en el mismo sentido en que, cuando se trata de abejas, no se habla de ejemplares aislados sino de colmenas. Es decir: una zarza y una hiedra capaces de infectar el suelo de la totalidad de ese paraje. En apariencia, elementos dispersos, o mejor, fracciones, que tienden a extenderse y ocupar el máximo territorio posible en relación simbiótica unas y otras, demasiado interesadas tanto unas como otras en ese derrame generalizado, para plantearse todavía un enfrentamiento final que consagre el dominio absoluto de la que resulte ser más fuerte.

Martes, 7 de diciembre. EL ÚLTIMO MOHICANO. Se levantó con ganas de jugar al último mohicano. A él le gustaba hacer de inglés, y su amigo, que era de carácter obediente, solía hacer de francés. Y luego estaban los indios, los iroqueses y el mohicano. Tenía que decírselo a sus padres para que no se inquietaran: que se iba a jugar con su amigo.

—Pero sus padres han muerto —le dijeron—. Murieron los dos hace ya bastantes años.

¿Y su amigo? ¿Dónde estaba su amigo? Ahora no podía recordar su nombre, pero, vamos, era su amigo.

—También ha muerto —le dijeron—. Pero puede hablar con su viuda.

Su viuda, claro. A veces se olvidaba de las cosas. Hasta de que tenía hijos.

—Ya no los tiene —le dijeron—. ¿No recuerda?

¡Qué cosas! ¡Con lo bien que recordaba, en cambio, determinadas personas, determinados sitios! El colegio, por ejemplo. El jardín, los patios, las aulas.

—Eso no tiene nada de raro. Suele ser así. Además, vive usted precisamente donde estuvo emplazado el colegio. Se vendió el terreno, derribaron el edificio y en el mismo solar se construyó esta residencia.

Martes, 14 de diciembre. El relato autobiográfico, llámese Pensamientos, Memorias o Confesiones, es un género en el que siempre han destacado los escritores franceses. Su punto de partida es la garantía implícita de que cuanto se va a relatar es rigurosamente cierto, una pretensión que paradójicamente también ha sostenido a veces la novela al remitirse a unos hechos rigurosamente reales. Sin embargo, la modalidad de relato autobiográfico que en el curso del siglo XX se ha ido imponiendo a cualquier otro es el Diario: Gide, Kafka, Virginia Woolf, Jünger. Reacción tal vez frente al descrédito de las Memorias, donde tan fácil resulta maquillar lo realmente acontecido gracias a la perspectiva del recuerdo. El Diario, en cambio, al fechar, introduce un factor muy de nuestro tiempo, un tiempo pautado por el relato de los diarios impresos, radiofónicos o televisivos. El autor refiere su relato al rigor de las fechas fijas y, lo que es más importante, lo somete a esa plasmación natural del tiempo que representa la sucesión de las estaciones.

Miércoles, 15 de diciembre. Las sociedades casi siempre han sido diseñadas conforme a una estructura político-religiosa destinada, en última instancia, a definir al máximo —permitiendo el mínimo margen de maniobra— la vida del ser humano. Los dos últimos y principales intentos de diseñar la sociedad desde el poder se han producido en el siglo XX: comunismo y nazismo. En un caso, se ponía la Humanidad al servicio de un partido; en el otro, de un pueblo. En los últimos años el diseño social se ha desarrollado de forma más autónoma, sin una dependencia tan directa del poder político. Su objetivo: hacer la vida más fácil para todos, empezando por el niño. Se trata, sustancialmente, de ahorrarle conocimientos, disciplinas y esfuerzos que, en la medida en que relativos al mundo de los adultos, son ajenos a su estric— ta condición de niño. Y como ese niño, también el adulto, cada vez más liberado o dispensado de conocimientos generales escasamente relacionados con su vida cotidiana. Además, si antes lo que de él contaba era su capacidad de trabajo, lo que cuenta en la actualidad es su capacidad de consumo. Es decir: una actividad referida, en lo fundamental, al propio hogar, centrada en él. Para conocer mundo están las vacaciones: la nieve, la playa, el turismo rural, los viajes a los países exóticos.

Jueves, 16 de diciembre. MAGIA VERBAL. Sería un error entender el impulso creador como la necesidad que experimenta todo ser humano de contar cosas, para él importantes, expresado por escrito. Esas cosas, no sólo pueden no interesar a nadie que no sea su autor, especialmente por escrito, sino que incluso en la inmensa mayoría de los casos tendrán muy poco que ver con la palabra creación.

La creación literaria no responde al propósito de comunicar algo. De lo que se trata es de expresar con palabras algo que no puede ser expresado con palabras distintas a las utilizadas y que, más allá del sentido habitual de esas palabras, adquiere una entidad autónoma, capaz de despertar todo género de sugestiones en quien lo lee, de convertirse en objeto de disquisición verbal o escrita, de dar lugar a nuevos textos, de inspirar nuevos relatos. El secreto reside en la magia verbal de las palabras empleadas, algo muy próximo a lo que Rimbaud llamaba alchimie du verbe. Resulta llamativo que algunos autores que la dominan, que son incluso maestros en ella, no tengan conciencia del carácter esencialmente verbal del hecho, que afirmen, por ejemplo, pensar en imágenes, aludiendo sin duda a la fuerza visual de su Prosa. Sin caer en la cuenta de que esa fuerza se alcanza gracias a la precisión de las palabras utilizadas, a su capacidad de sugerencia, y no a la realidad en sí aludida, que referida con otras palabras, bien pudiera carecer de todo relieve.

Lukács intuyó algo parecido al distinguir entre describir y narrar, pero sus ejemplos son de una gran chatura. Hay escritores, en cambio, que poseen esa magia verbal incluso en un ámbito ajeno a lo propiamente literario, como Nietzsche, Jung o Freud. Su manifestación entre los escritores será tan variada como variados sean los estilos: Proust, Joyce, Faulkner. Yo buscaba esa magia verbal sin habérmelo formulado, sin ser siquiera consciente de su existencia, ya en mis primeras novelas. Pero no creo haber dado con ella hasta hallarme sumido en la redacción de Antagonía, según me adentraba en su desarrollo, precisamente.

Viernes, 17 de diciembre. VERBO. La creación literaria no se manifiesta únicamente a través de lo relatado ni tampoco a través de las palabras empleadas. No es sólo estilo ni peripecia ni personajes ni estructura narrativa ni elaboración conceptual ni belleza sonora o plástica, aunque, por supuesto, participa de todo ello. ¿Qué es entonces la creación literaria? Verbo que inspira las palabras, que más allá o antes o por encima de ellas, las precisa para materializarse y hacerse así perceptible a la inteligencia y a los sentidos. Verbo que lleva la lengua al límite, para hacerle decir lo que por sí sola no dice. Adición, en suma, de naturaleza distinta a la suma de los sumandos. Imposible de ser reducida a otros términos, la presencia de esa suma explica la dificultad de exponer o resumir toda gran obra de creación sin falsearla o mutilar su sentido respecto a lo que realmente es, toda vez que para conseguirlo habría que recurrir a las palabras utilizadas por el autor, desde la primera hasta la última.

Sábado, 18 de diciembre. FUERA DE SERIE. (Episodio primero de la serie «Timothy», inspirado en el telefilme del mismo título: resumen argumental.) Timothy trabaja como chófer de una limusina de alquiler. Impecable tanto en su presencia como en sus maneras —el uniforme, la gorra de plato, las gafas de sol, los guantes—, presume de ser hijo ilegítimo de un millonario que le protege a distancia. Asi— mismo suele hablar, siempre con palabras educadas y espíritu irónico, de los muchos famosos a los que ha tenido el honor de servir, actores y actrices, cantantes, deportistas, personalidades del mundo de la cultura y del gran mundo, como el señor Swan, el señor Spring o Merlín el Mago, de los que cuenta alguna que otra anécdota curiosa, como también de los favores que ha tenido que hacer a más de una dama, en ocasiones a requerimiento del marido.

Sucedió una vez, sin embargo —y así comienza la película—, que una dama a la que había ido a recoger al aeropuerto, tras dejarle hablar un rato, le ordenó que se detuviese en una apacible calle residencial y bajase las cortinas del coche. «Pues a ver qué sabes hacer», le dijo comenzando a quitarse la ropa. «Igual te doy tema para una historia más.» Timothy fue incapaz de hacer honor a su palabra. La dama, con una sonrisa, le ordenó entonces que prosiguiera, y Timothy ya no volvió a despegar los labios. Pero como si la suerte quisiera resarcirle de la humillación sufrida, la dama dejó tras de sí, perdido en el asiento, un décimo de lotería, un décimo sobre el que había de recaer el primer premio, y Timothy se encontró de la noche a la mañana convertido en millonario. A partir de ese momento empezaba para él una nueva vida, comienzo, al mismo tiempo, del episodio con el que se inicia la nueva serie.

Domingo, 19 de diciembre. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Decidió empezar de una vez la novela: aquella misma noche. Noel tenía entendido que muchos novelistas escribían de noche, que era cuando estaban más inspirados. En cualquier caso, de noche estaba todo más tranquilo y era cuando a él le iba mejor.

Se le planteaban algunos problemas de tipo práctico: ¿en el ordenador o a mano? Y si lo hacía a mano, ¿en un bloc o en cuartillas? ¿Y con bolígrafo o con su querida estilográfica de sus años de estudiante, que sólo utilizaba para extender recetas? Se decantó por las cuartillas y la estilográfica, como más propicias a la inspiración. También había oído decir que algunos trabajaban con música o escuchando la radio, pero pensó que eso podía distraerle.

Se concentró primero en la idea de conjunto. Veía claramente dos partes: la vida diaria de un médico de pueblo y la de ese médico en un país en guerra, como Somalia. Pero ¿cómo ir pasando de una parte a otra, por mucho que el protagonista fuera él mismo? Y, ¿por dónde empezar? Más concretamente: ¿con qué frase? Y la frase, ¿en primera persona o en tercera? En primera parecía más sencillo. Pero cómo, ésa era la cosa. ¿Por medio de un relato retrospectivo o según se fueran produciendo los acontecimientos? ¿Y con qué nombres? ¿Cómo se llamaban los personajes? Sin nombres, aunque fuesen provisionales, no podía empezar a escribir. ¿Y el título? Necesitaba ante todo un título. Sin título tampoco podía empezar. La importancia del título era enorme, al margen de que fuera realista o de carácter simbólico. Un buen título era en sí mismo una especie de eslogan publicitario. Pero eso cuando la novela ya estuviese publicada. De momento le bastaba un título de uso personal, como cifrado, para su buen gobierno, al que referirse mentalmente cuando fuese tomando notas. Debía decidirse por alguno. Y no se le ocurría ninguno.

Había cenado demasiado, con apresuramiento, y la digestión pesada le daba ahora somnolencia. Y la cuestión del título le estaba obcecando, incapacitándole para ver la novela propiamente dicha. Era como si la novela se le hubiera desvanecido.

Se levantó de la mesa y salió a la terraza. El espectáculo que ofrecía la noche, por encima de los tejados del pueblo, le dejó sobrecogido. En el horizonte se divisaba un relumbre, probablemente el de las luces de Serrallana. Y por encima de esa torva luminosidad, la oscuridad era tan cerrada como por debajo, en el llano. El conjunto formaba unas fauces como las de un pez gigantesco que, salido de las profundidades abisales, no parase de crecer y crecer tras entrar en contacto con el aire.

Lunes, 20 de diciembre. EL FÓSIL. La ermita se hallaba situada sobre un cerro prominente, a un kilómetro escaso del pueblo, destacada contra el cielo sin más compañía que la de un ciprés. El cerro era especialmente escarpado en su pared trasera, un verdadero despeñadero que, al ser de conglomerado, daba la sensación de haber sido construido artificialmente. Se contaba que había surgido de la tierra durante la noche y que por ese motivo habían edificado la ermita. Otra peculiaridad del cerro era la de que en el despeñadero de su parte posterior, perfectamente dibujado, podía distinguirse un gran crucifijo de piedra. Un día, el palo vertical del crucifijo se desprendió —algunos dicen que a causa de las raíces del ciprés—, y al recogerlo al pie del despeñadero, pudieron comprobar que en realidad era un gran hueso de piedra, probablemente una tibia. Todos pensaron que se trataba de una reliquia, del hueso de un santo o del mismo Cristo. «Si fuese de Jesucristo, no sería de piedra», dijo el taxidermista del pueblo, y propuso avisar a un antropólogo de la ciudad para que lo viese antes de dar paso alguno, no fueran a hacer el ridículo. El antropólogo, tras examinarlo, se mostró admirado. Pero dijo que aquel fósil no tenía nada que ver con las puntas de sílex frecuentes en la zona, que era mucho más antiguo. Y que no podía afirmar que perteneciera a un esqueleto humano y no al de un animal. Ni siquiera que fuese propiamente un hueso y no un tallo de origen vegetal. Un fragmento de helecho gigante, por ejemplo.

Martes, 21 de diciembre. Escribir en una lengua que no es la hablada por los personajes de la novela supone siempre un problema. Fácil de resolver cuando la obra transcurre en un país extranjero o en la Antigüedad; se sobreentiende entonces que los personajes hablan todos en el idioma que les corresponde, una convención que hay mil maneras de hacer aceptable al lector. Lo mismo puede decirse cuando el protagonista o los protagonistas hablan la lengua en la que la novela está escrita aunque se encuentren en un país donde la gente se expresa en otro idioma. Las cosas se complican cuando el relato transcurre en lugares donde una parte de la población habla un idioma y el resto, otro. La Praga de Rilke o Kafka, por ejemplo, o la Barcelona actual. El novelista que escribe en alemán o en español da entonces por supuesto, aunque en la realidad eso no suceda, que todos los personajes se expresan en alemán o en español. El problema sería el mismo, por supuesto, para el novelista que hubiera elegido otro idioma: escribir en catalán, por ejemplo, una novela ambientada en Barcelona; con el problema añadido de que el catalán utilizado, si es el que la gente realmente habla, es un catalán incorrecto, distinto del que se enseña en las escuelas. En pequeño, el caso de Italia, donde el italiano oficial sólo corresponde al hablado en Florencia. Un problema que no se plantea en la mayor parte de España ni de Francia ni de Inglaterra ni, menos aún, en Alemania. El punto extremo de la artificialidad es el que representan los novelistas indios o chinos que escriben sobre su gente en inglés, tanto si la novela transcurre en Inglaterra como en su país de origen. Conozco menos el caso de los novelistas árabes, pero para esos escritores indios o chinos a los que me refiero, escribir y traducir son una misma cosa.

El problema afecta también a los lectores locales, para los que el relato, escrito en un idioma que no es el propio, puede perder naturalidad. La cuestión, eso sí, se resuelve por sí sola cuanto más distante vaya quedando la obra, tanto en el tiempo como en el espacio.

Miércoles, 22 de diciembre. «¿Y eso, a quién le importa? Antes, aún. Ahora, a nadie le importa.» El mensajero recién llegado de Maratón que fuese acogido en Atenas con esas palabras. La satisfacción íntima de quien las pronuncia, derivada de su convicción de estar ejerciendo un poder absoluto aunque sólo sea por un instante: ser consciente de que según habla va empujando a su interlocutor un poco más lejos de la cascada de entrada, un poco más cerca del abismo en remolino de salida. Saber que con sus palabras libera el temor más profundo que subyace en la conciencia del ser humano: que en el futuro nadie sepa nunca que uno ha existido.

Jueves, 23 de diciembre. ESTRUCTURA. La estructura de una obra literaria está en estrecha relación, tradicionalmente, con la de una composición musical. Pero en la novela moderna se ha ido produciendo una paulatina aproximación a otro concepto de estructura, que es el propio de la arquitectura. Como en ésta, la estructura de las novelas más relevantes del siglo XX no es ya mera forma, sino el principal elemento vertebrador de la obra, pura construcción narrativa. En los comienzos de la novela —próximo todavía el género al relato oral— su importancia era menor, por tener habitualmente lo relatado un desarrollo lineal. Las posibilidades abiertas por el libro impreso —desarrollar varios hilos temáticos a la vez, por ejemplo, sin que el lector se confunda— dieron lugar a tramas cada vez más complejas a lo largo de los siglos XIX y XX. Una fuerte estructura es uno de los principales rasgos que diferencian, por ejemplo, las obras del Tolstoi de las de Dostoievski, por lo demás a veces muy próximas unas de otras en lo que se refiere a la realidad evocada. Y en el siglo XX obras como las de Proust o Joyce son impensables si se prescinde del papel que ese elemento organizativo que es la estructura desempeña en ellas. Lo mismo puede decirse —con mayor o menor fortuna— de la práctica totalidad de mis novelas. No es éste, forzosamente, el caso de todos los novelistas contemporáneos. El de Kafka, por ejemplo, o el de Musil.

Viernes, 24 de diciembre. LA DURACIÓN DEL TIEMPO. El transcurso del tiempo es algo tan elástico para el creador como para los amantes entregados al ejercicio amoroso; para el escritor, el pintor o el músico, como para el artesano aplicado a la práctica de un oficio preindustrial, el albañil anterior a los arquitectos, por ejemplo. Las horas se comprimen hasta convertirse en un dilatado instante a la vez que, como en la fábula, se puede dar la vuelta al mundo sin que al regresar haya pasado ni siquiera un segundo. Y ni el pasado ni el futuro escapan a semejante maleabilidad, ya que, del mismo modo que el ser humano está permanentemente actuando sobre su futuro, diseñándolo en sus líneas maestras, reduciendo en lo posible el papel del azar, cabe también actuar sobre el pasado, rescatarlo, rectificarlo en su significado con el comportamiento presente.

Sábado, 25 de diciembre. KRISHTLINDJ. Niko se daba cuenta de que sonreía casi constantemente y de que apenas era capaz de hablar sin echarse a reír. Pero su alegría era excesiva para poder reprimirla. Cuando desde el jardín vio llegar la furgoneta de los grandes almacenes que traía el televisor, pensó que era imposible que la vida diera más de sí. ¡La víspera de Navidad! ¡A tiempo para celebrar las fiestas y poder ver la Gala de Fin de Año y comer las uvas mientras sonaban las doce campanadas que daban paso al año nuevo! ¡Qué bien funcionaba todo! ¡Qué buena era la gente! El patrón le estaba arreglando sus papeles y los de Anila, y les pagaba un sueldo para que cuidaran de su casa y de su jardín. Y ellos tenían casa propia, en la parte de atrás, y con el sueldo les sobraba tanto dinero que podría traerse a su madre de inmediato, y muy pronto al chico, aunque eso corría menos prisa porque estaba al cuidado de los padres de Anila. El hecho era que las cosas iban encajando unas con otras y organizándose para que quizás antes del verano pudieran estar todos juntos. Le gustaba España, que era como Albania pero en bonito, y le gustaban los españoles, que eran como los albaneses, como albaneses sin los problemas de los albaneses porque eran ricos.

Se llegó al pueblo a comprar un triple enchufe y un destornillador de estrella. A la vuelta encendió el televisor: en la pantalla no aparecieron sino limaduras rutilantes. Recordó que a simple vista le había parecido que el cable de la antena andaba medio suelto, de modo que, antes de ajustar el aparato, era cuestión de hacerse con una escalera y subir al tejado. La escalera era extensible, de aluminio, y se dejaba llevar como una pluma. La apoyó en el alero y comenzó a trepar. Se hallaba casi al alcance del tejado cuando notó que la escalera se plegaba por la mitad, que cedía bajo sus pies y él caía hacia atrás, de espaldas. No sintió, sin embargo, dolor alguno, gracias a que se había quedado flotando sobre el suelo. Vio aparecer sobre sí la cara de Anila, lógicamente demudada por el susto, como una luna que despuntara en el horizonte. No es posible, Niko, le pareció que decía. No, no era posible. Estas palabras le tranquilizaron y le ayudaron a dormirse. Lo hizo mientras se distraía mirando las águilas que le sobrevolaban en círculo, igual a como suelen hacerlo en los cielos de Kruja.

Martes, 28 de diciembre. El cine, en sus comienzos, fue visto como una amenaza para la novela. El género literario verdaderamente amenazado —y, a la larga, vencido— era, sin embargo, no el relato impreso, sino el teatro. Pero ¿es el teatro un género literario en el mismo sentido que la poesía o la novela? Sólo cuando el autor se llama Shakespeare. Similarmente, también hay en el cine demasiados elementos en juego para que pueda hablarse del relato literario y del relato cinematográfico como variantes de una misma cosa. El cine es un arte con reglas propias, equivalentes pero distintas a las del relato literario: lo que ha dado en llamarse lenguaje cinematográfico. Un lenguaje que sería un error considerar simple técnica, brillantez expositiva ajena a toda sustancia. Hitchcock parecía creerlo, y el resultado fue una serie de películas tipo novela de Agatha Christie. Esa necesaria sustancia es lo que el cine ha buscado siempre en la novela. Kubrick, sin duda el máximo creador cinematográfico hasta el presente, lo sabía de sobra. Y lo mismo puede decirse de Bergman, de Fellini, de Kusturica, que memorializan en imágenes lo que un escritor hubiera resuelto con palabras. Al cine le suele beneficiar inspirarse en la narrativa en la misma medida en que a ésta le conviene distanciarse del cine.

Miércoles, 29 de diciembre. Los diversos canales televisivos programan semana tras semana el contenido diario de los diferentes espacios que ofrecerán hora por hora. El resultado de tal concurrencia suele ser la coincidencia: ofrecer variantes de lo mismo, el mismo día y a la misma hora. A partir de esa programación, la gente programa sus vidas, no al revés: los compromisos sociales, las cenas con los amigos. Pero no sólo la semana: también las escapadas de fin de semana, las vacaciones de verano, las de Semana Santa. Esto es: el año entero. Porque están los niños, un problema más serio que el que representan los abuelos, o el de quién cuidará del perro y quién regará las plantas. Y así, de modo semejante, la vida en general, desde el jardín de infancia y el parvulario hasta los viajes para la tercera edad.

Jueves, 30 de diciembre. ESTILO. La concepción del estilo como la lograda aproximación a un modelo establecido de escritura sigue hoy tan generalizada como antes de la revolución formal introducida por la novela del siglo XX. Contribuyen a ello las enseñanzas tanto escolares como universitarias y, por parte del escritor en ciernes, la necesidad de tener una guía, de aprender las reglas. Pero lo cierto es que el estilo de todo novelista verdaderamente creador suele caracterizarse, precisamente, por la vulneración de tales reglas, algo que por supuesto sólo puede acometer merced a un previo dominio de ellas. Una prosa que ni siquiera lo pretendiese, sería una prosa inerte. Ahora bien: el estilo no es sólo cuestión de un mayor o menor respeto a unas reglas. Tampoco se puede reducir a una mera cuestión semántica, esto es, la de afinar al máximo el significado de las palabras utilizadas. Y es que el estilo requiere que esa precisión semántica esté al servicio, por arte del autor, de un afilado sentido de la observación. Unas dotes que, referidas a los personajes, significan penetración psicológica y hondura en el análisis, tanto de los pensamientos como de los sentimientos. Finalmente, la expresión verbal de todo ello debe ser concisa, con independencia de que esa concisión se manifieste en frases breves o en frases largas, ricas en coordinaciones y en subordinaciones. Con frecuencia la frase larga resulta más concisa en sus matices que una sucesión de frases breves, acaso mortecina y monótona. Lo que ningún estilo puede permitirse es ser profuso o superfluo. Por el contrario, lo que más preocupa al escritor incipiente, las repeticiones de palabras, las consonancias, suele tener escasa importancia. Se trata de pequeñas asperezas fonéticas, más estridentes para el que escribe que para el que lee, que apenas si guardan relación con lo que hay que entender por estilo.

Viernes, 31 de diciembre. CREACIÓN Y CONTEXTO. La relación que a través de los siglos es posible establecer entre obras escritas en lugares distantes y lenguas diferentes, es la creada, en realidad, entre sus respectivos autores. Sólo que esa relación se produce, no a través del texto en sí —se trataría entonces de una simple imitación, sin particular misterio—, sino a partir del contexto de ese texto, de las palabras, conceptos y materia narrativa que ese autor primero, al escribir —al elegir—, dejó a un lado, necesitado de atenerse a un solo discurso, de modo semejante a como el cazador abate una sola torcaz de entre las muchas que forman un bando. Ese texto, al ser leído, despierta en el segundo autor sugerencias, en forma de palabras y conceptos, que no son sino compañeras de las seleccionadas por el autor primero, a cuya fuerza evocadora deben el verse ahora reactivadas, a modo de torcaces que volaran en aquel mismo bando. No hay motivo, en teoría, para considerar uno de esos textos superior al otro; lo que sí serán es más oportunos, más propios ambos de cada lugar y de cada época. Caso no muy distinto es el del vínculo que se crea entre dos autores, no a partir del respectivo contexto, sino del desarrollo directo del texto originario, ya que ese desarrollo coincide casi siempre con alguna de las variantes desechadas en el curso de la elaboración del modelo primero.

Sábado, 1 de enero. SATURNALES. El programa de Fin de Año, «¡A tope!», empezaba una hora antes de que fuesen retransmitidas las doce campanadas, para prolongarse hasta bien entrada la madrugada. Una gala rebosante de famosos y, muy en especial, de estrellas, los actores y actrices que encarnaban las figuras protagonistas de los seriales y telefilmes más populares. Así, los divertidos telespectadores pudieron ver al brutal convicto siberiano departiendo gentilmente con Ana Flesher, su víctima. A Spring y a Timothy presentando conjuntamente a la reina del Copacabana. A Gracia o a Swan participando en números musicales o de entretenimiento sin relación alguna con su imagen habitual. Miki, por el contrario, sobreactuó tanto en su exhibición, que cabía preguntarse si el número no consistía precisamente en ofrecer una parodia de sí mismo. Cuando empezaron a sonar las campanadas se hizo un silencio general, todo el mundo engullendo las uvas y reteniendo las copas mientras escudriñaba con ojos ansiosos las quietas agujas, seguro cada uno de los presentes de que los demás estaban ha— ciendo exactamente lo mismo, y como ellos, los vecinos, los familiares y amigos, los subordinados y los jefes, los socios, proveedores y clientes, los profesores, los compañeros, los porteros, los mensajeros, los viandantes en general, la práctica totalidad de las personas que se habían cruzado en su camino a lo largo del día. En cuanto acabaran de sonar, siempre habría quien corriese a zambullirse entre los glaciales surtidores de algún estanque público, escena que sería filmada y retransmitida y que la gente contemplaría en directo igual que se contempla una película, convertida en simple extra la joven que se quedó flotando con los ojos abiertos, abiertos ya para siempre.

Domingo, 2 de enero. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Había comprado un diccionario, una carpeta y un tintero. Alberto le advirtió que el diccionario era una edición de uso escolar, pero a Noel le pareció más que suficiente. El tintero lo había comprado porque el que tenía estaba casi vacío, y la carpeta, para guardar las páginas de la novela según la fuera escribiendo. Colocó el diccionario en una esquina de la mesa junto a un enorme escarabajo de piedra que su hermana le había traído de Egipto.

Al ordenar los cajones encontró varios sobres llenos de fotos de familia. Estaban todos: su padre, de cuando hizo la mili. Su madre, de niña y en el viaje de bodas. Su hermana, a todas las edades. Los abuelos, la finca del abuelo, tío Noel, una tía lejana cuyo nombre no recordaba, él mismo, sobre todo de niño. También una foto carnet que era copia de la que figuraba en el cuadro de fin de carrera de su promoción. Las examinó con impaciencia. Detestaba las fotos. ¿Qué prueba una foto?

Cerró los cajones, sobre los que ya daba el sol de la mañana, un sol frío, cristalino, como falto de color o de vida. De la misma forma que todo aquel que nunca haya visto fotos de sí mismo sacadas a lo largo de la infancia, será incapaz —pensó— ya de adulto, de reconocerse en ellas, así, a la vuelta de los años, los descendientes de todos aquellos que se han hinchado de fotografiarse y filmarse a lo largo de la vida, terminarán sin duda por echar a la basura los montones aquellos de fotos desvaídas y cintas de vídeo pasadas que no hacen sino estorbar. Gente cuya identidad se desconoce, imposible relacionar las caras con algún que otro nombre que todavía baila en la memoria, expresiones risueñas, actitudes paródicas, propias de una simpática broma, rostros no por ello menos anónimos.

Lunes, 3 de enero. EL EXCURSIONISTA. Decía que era un excursionista, pero no se lo creyó nadie. Muchos pensaban que, por más que se expresara correctamente, era un extranjero, un mercenario que había escondido sus armas en alguna parte. Entre las cosas que llevaba en la mochila encontraron preservativos de una marca totalmente desconocida. Había sido detenido en el bosque por una patrulla de la milicia y, cuando le llevaron al pueblo, todo el mundo se concentró en la plaza mayor. Le recibieron formando una doble fila, un corredor por el que le hicieron pasar despacio, manteniéndole a raya con las puntas de una horca, mientras la gente le arreaba desde uno y otro lado. Recibió algún golpe tan fuerte que cayó varias veces y hubo que levantarle a pinchazo limpio, en las piernas, en las nalgas. Luego lo ataron abierto de pies y manos al pilón de la fuente para que los niños pudieran seguir atizándole, mientras los hombres deliberaban reunidos en la sala de juntas de la Cámara Agraria. Inicialmente se había hablado de entregarlo a la policía o al ejército, o al menos se daba por supuesto que eso era lo que había que hacer, pero enseguida se vio que la gente del pueblo prefería juzgarle directamente. Sólo que no parecía necesario perder el tiempo en formulismos legales, toda vez que un juicio hubiera creado malestar social. Así que lo único que se discutió fue la forma de darle muerte: si se le crucificaba en un árbol o se le colgaba de los pies o se le quemaba sobre una pila de sacos de cáscara de almendra. Finalmente se impuso la fórmula del linchamiento: que cada uno le hiciese todo el daño que pudiera. Y eso es lo que creo que se hizo, aunque no lo recuerdo bien, por lo que no estoy del todo seguro.

Martes, 4 de enero. La relación del cine con la literatura es totalmente distinta de la que cabe establecer entre ésta y los audiovisuales. El cine es un género escénico virtual, con una serie de posibilidades añadidas a las del teatro que distan mucho de haber sido agotadas. Se creía, en sus comienzos, que iba a suplantar a la novela. En realidad ha sucedido lo contrario: el cine se ha inspirado constantemente en la novela, mientras que la mejor novela del siglo XX —Joyce, Proust, Musil, Faulkner— ha tomado sus distancias respecto del cine haciéndose irreductible a la pantalla. Inversamente, la influencia del cine en la literatura sólo es perceptible en subproductos que, por más que gocen del favor del público, carecen de entidad literaria. Los audiovisuales, por su parte, constituyen un medio de expresión ajeno, no ya a la creación literaria, sino al concepto mismo de género. En realidad son una forma de vida, una programación del tiempo que discurre paralelamente a la vida cotidiana, de la que se erige en alternativa a cualquier hora del día o de la noche. No es un espectáculo al que se asista sino un espacio en el que se vive, algo que incide en las relaciones de familia, de pareja y, en general, en los hábitos de la sociedad. Su enorme influencia tiene mucho que ver con la baja calidad de la enseñanza, cada vez más fragmentada y digitalizada, más alejada de cualquier visión de conjunto, más ajena al ejercicio de la memoria, de la comprensión, de la imaginación y la sensibilidad y, en definitiva, del propio intelecto. También tiene mucho que ver con la alimentación, una alimentación infantil y artificiosa, que si hace unos años, cuando se hallaba aún próxima a los productos naturales, daba lugar a hijos más altos, ahora da lugar a embotamiento físico y mental. Todo ello repercute asimismo en el habla, un habla más elemental a la que corresponde un pensamiento también más elemental. En un principio pudo pensarse que el ordenador iba a suponer un desquite de la palabra, pero está ya claro que su lenguaje es un lenguaje puramente instrumental, apto no tanto para crear cuanto para consumir.

Miércoles, 5 de enero. La impresión que asalta de pronto al padre de familia de que el castillo defendido por profundos fosos y almenas inexpugnables que fue su infancia, se ha convertido, con los años, en una comedia televisiva de enredo, sin más antes ni después que una página de internet.

Jueves, 6 de enero. LA HUELLA. ¿Me echa aquí una firmita, si es tan amable? Así, al menos durante algún tiempo, quedará constancia de que usted ha existido.

Jueves, 13 de enero. ARGUMENTO. Es el aspecto del relato que comúnmente se considera más básico. «¿Cuál es el argumento?», es la primera pregunta que, formulada de un modo u otro, surge cuando se hace mención de una novela. Desde sus orígenes, el género narrativo se ha movido entre dos extremos: la intriga o peripecia pura y la parábola moral. Muy pronto, sin embargo, ya en el Quijote, sin ir más lejos, la peripecia deja de ser un mero divertimento para verse enriquecida por una serie de significaciones que, a través de la lectura, sean susceptibles de iluminar al lector, de enriquecer también su visión personal del mundo. No se trata, sin embargo, de una aproximación a la parábola moral sino, en gran medida, de todo lo contrario. No se predica aquí una enseñanza concreta ni se formula un mensaje concreto; no se invita a extraer ninguna conclusión determinada ni a cumplir ningún precepto. Lo que se hace es alumbrar tal o cual aspecto de la realidad y, más concretamente, de la vida, capaces de revelar al lector algo que desconocía tanto respecto a esa realidad como respecto a sí mismo. Con el tiempo, ese desplazamiento del valor argumental desde la peripecia en sí a la significación de la peripecia, no ha hecho más que ganar relieve, sobre todo en buena parte de las grandes novelas del siglo XX. ¿Cuál es el argumento de En busca del tiempo perdido, de Ulises, de El hombre sin atributos? De hecho, el protagonismo de la peripecia ha quedado para uso casi exclusivo de la literatura folletinesca. La historia de la novela es, hasta cierto punto, la historia de la desaparición de lo que tradicionalmente se entiende por peripecia argumental. En determinados casos, el argumento consiste precisamente en la ausencia total de peripecia, un desplante o recurso desde luego sin mayor futuro que el de la tela blanca en pintura. Excesos que no son sino el precio que hay que pagar por la enorme capacidad de revelar, evocar y sugerir, alcanzada por la novela en el curso del siglo XX.

Viernes, 14 de enero. LECTURA DEFICIENTE. Hay motivos para pensar que se lee poco y mal. Que nosotros leemos peor que a los veinte años, lecturas inacabadas, en diagonal, poniendo menos atención, cosas que antes no hacíamos, tal vez porque entonces teníamos aún toda la literatura por leer, mientras que ahora las obras de interés que llegan a nuestras manos son muy escasas. Y en cuanto a los que ahora tienen veinte años, es evidente que no han sido educados para leer y que son pocos, en consecuencia, los que de entre ellos leen. Ahora bien: nuestro vigor sexual tampoco es el propio de los veinte años y, sin embargo, es casi un lugar común para cada generación el que las generaciones siguientes no saben lo que es el sexo o que no lo aprecian como es debido. Pudiera pensarse, por tanto, que a semejanza de lo que sucede en determinados terrenos, nuestra impresión acerca de una cosa venga tal vez condicionada por nuestra impresión acerca de la otra.

Pero el hecho es que hace un siglo se leía con la misma atención toda la vida. Como también que, a nuestros veinte años, leíamos mucho más de lo que ahora leen quienes tienen veinte años. Y es evidente que ese cambio en unos y otros se debe a los cambios en los hábitos sociales o en el modo de vida que se han producido, de consecuencias inquietantes, no sabría decir si para la sexualidad, pero sí para el hábito de leer.

Sábado, 15 de enero. EL SEXSHOPISTA. La programación de noche, junto a telefilmes como «Swan», «Spring» o «Timothy», incluía dos ediciones de noticias, algún episodio de series como «Ana Flesher», «Pandillas rivales» o «Fuego» y, ya de madrugada, «Cine X», con el estreno de Sexo en la autopista. Como la había grabado, pudo volver a pasar varias veces los momentos más subidos. Durmió unas pocas horas y, ya de mañana, se fue a una sex shop a seguir viendo vídeos un rato más. Lo malo de aquellas cabinas era que las monedas se iban del bolsillo como si rodaran por sí solas, y como empezaba a notar la falta de sueño, salió a despejarse con el ímpetu de un perro al que le dan suelta en un mundo lleno de sugerencias.

Casi sin saber cómo se encontró en la playa, hecho que no dejó de sorprenderle, puesto que ignoraba, no ya que su ciudad tuviese playa sino incluso que se hallara en la costa. Agradablemente impresionado, escrutó aquellas inesperadas lontananzas marinas: blancos cielos de invierno con jirones de luz, paseantes aislados o en pareja o con perro, pequeños puntos en la distancia que no tardaban en alcanzarle, súbitamente envueltos en nítidas voces, para volver a perderse en la lejanía. Seguían, por lo general, la serpenteante línea de arena mojada y endurecida por los ribetes de las olas. En segundo término, una pareja sentada en la arena, mirando al mar sin tocarse; de vez en cuando movían los labios, como intercambiando comentarios. También divisó a dos perros que se olisqueaban; no parecía, sin embargo, que estuvieran en celo.

Volvió al centro. También el parque parecía más bien desierto. Pero, cuando menos, había una pareja que se abrazaba formando un absorto volumen sobre el césped. Les observó al amparo de un pedestal emplazado a corta distancia, coronándose el capullo a través de la tela del bolsillo. Estaba convencido de que la figura de encima correspondía a la chica por la melena, una cortina de cabello que velaba del modo más inoportuno el presumible intercambio de tirones linguales. Un leve movimiento de ondulación de la figura le sacó de su error: la chica era la de abajo. Tanta inmovilidad le estaba impacientando y terminó por intervenir.

—¡Venga! —les gritó—. Sácasela de una vez y a comer. Y tú, a ver qué haces con el dedito.

Hicieron como que no le oían, aunque él estaba seguro de que le habían mirado de soslayo. ¡Pues sí que se iban a divertir! Contrariado, hizo sonar las monedas en el bolsillo de la zamarra. Le quedaba para unos veinte minutos de cabina.

Veinte minutos que cundían más que toda una mañana de andar por ahí.

Domingo, 16 de enero. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Ni Noel ni casi nadie del vecindario habían podido pegar ojo en toda la noche. Había un perro encerrado en un garaje que, al tanto de la proximidad de una perra en celo, no paró de ulular a intervalos regulares, cada vez más agónico el lamento. Hasta que, ya de madrugada, le condujeron a un cobertizo aislado en pleno campo.

Por la tarde, en un intento por vencer la somnolencia que le invadió después del almuerzo, Noel salió a pasear en dirección al castillo, el mismo camino que otras veces había tomado en compañía de Natalia. Llegó hasta la roca junto a la que solían detenerse: el paisaje era ahora completamente distinto, cuartelado en rubio y gris, con grandes superficies misteriosamente labradas. En las proximidades de la carretera se divisaba un rebaño de ovejas. Más allá, el vasto llano, las montañas del fondo, las sombras de las nubes salpicando el paisaje como otro rebaño en marcha, un silencioso moteado que avanzaba a todo lo ancho del campo visual.

El viento soplaba nervioso y desabrido, y Noel emprendió el regreso. Al descender hacia la carretera, tuvo la sensación de estar caminando, antes que por un paraje perdido de La Pobla, sobre la superficie de la corteza terrestre, por encima de las llanuras y relieves montañosos de todo un continente.

Así como para un perro que se pierde, todas las carreteras son la carretera, pensó, así, para el joven que se inicia en la vida, ésta se le ofrece como un camino bien delimitado que discurre entre accidentes del terreno perfectamente previsibles. Hasta que de pronto se encuentra perdido no ya ante la intrincada red de caminos posibles que se despliegan en el espacio, sino también ante la ambigüedad del tiempo, un pasado y un futuro que se ofrecen con la misma inmediatez que el presente.

Lunes, 17 de enero. BOSQUEFRÍO. El bosque que circunda Comoloro y se extiende por toda la umbría se llama Bosquefrío. Es un bosque de árboles tan altos y oscuros que el sol nunca alcanza su interior, la base de los troncos, unos troncos apretados como estalactitas entre los que apenas crecen líquenes y helechos. El aire es allí tan frío que si entra un pájaro venido de fuera, cae muerto a los pocos aleteos. Los pájaros que viven en ese bosque, por su parte, nunca salen fuera por no deslumbrarse, y los tejones, garduñas, jabalíes, zorros y martas visten siempre pelaje de invierno, lo que hace que su piel sea más apreciada por los cazadores que la de los ejemplares de fuera. Y es que hace siglos que el sol baña exclusivamente la superficie de las copas. El agua de los arroyos es cristalina pero huele a verde, a clorofila. Es agua vegetal, muy superior a la mineral porque es la savia del bosque filtrada por la tierra. Los árboles de la parte baja son de hoja caduca, principalmente robles y hayas que, poco a poco, según se asciende, se entremezclan a pinos negros. El contorno inmediato de Comoloro, es decir, el bosque del que brota Comoloro, está formado exclusivamente por enormes cedros. Todo ello hace que, por más que el camino esté bien indicado, haya gente que renuncie a ir por temor a perderse.

Dicen que si alguien anda buscando algo, allí ha de encontrarlo. Aunque otros dicen que no, que a fuerza de repetir el refrán se le ha cambiado el sentido. Que lo que allí se encuentra es, precisamente, lo que uno nunca había acertado a buscar.

Martes, 18 de enero. Hace alrededor de un siglo parecía que novela y periodismo eran dos formas de expresión complementarias. El equívoco surgió a consecuencia de la publicación en la prensa de la época de una buena parte de la novela que se escribía por entonces. Hoy, las cosas se ven de otra manera: quien practique ambos géneros puede llegar a ser un gran periodista y un novelista de éxito; difícilmente un gran novelista. ¿Cuántos de los grandes novelistas del siglo XX han sido, al mismo tiempo, grandes periodistas? Las exigencias de una y otra tarea son casi contrapuestas. Como el uso del lenguaje. Si la novela del próximo siglo fuese la que escribieran los periodistas, como a veces se afirma, significaría que la novela se ha convertido en otra cosa.

Sábado, 22 de enero. EL AS DE COPAS. (Relato del que es libre adaptación el episodio de la serie «Miki», que ofrecemos la presente semana.) Durante años pensé que Miki se daba perfecta cuenta de que yo le rehuía. Hasta que en un momento determinado comprendí que él estaba convencido de lo contrario y que el entusiasmo que manifestaba al verme era consecuencia de esa idea equivocada. Mi actitud obedecía fundamentalmente a dos motivos: su tendencia a presumir de hombre culto, de lecturas que nunca había hecho, debido, sin duda, a que sabía que yo había llegado al marketing vía publicidad y a la publicidad vía filología contemporánea. El otro motivo, sus alardes de seductor, su propensión a contarme aventuras amorosas en parte reales y en parte inventadas, dando siempre algún detalle que las hiciese más verosímiles, como si el haber compartido pupitre en la escuela le diese derecho a ello. Su hábito de andar normalmente con algún whisky de más no hacía sino empeorar las cosas. Y su manía de llamarme a gritos tocayo, proclamando una especie de complicidad entre ambos a la que yo no podía sentirme más ajeno, era para mí el remate.

—Yo no me llamo Miki.

—¿Y por qué te crees que te llamo tocayo? Tampoco a mí me gusta que me llamen Miki.

Durante la última convención de la empresa, antes de que un creciente carcajeo se encargase de ponerle fuera de combate, me contó su encuentro erótico con una conocida modelo sin ahorrar detalle íntimo alguno, sea por razones de credibilidad, sea por el placer de verbalizar lo que tanto podía ser un recuerdo como una fantasía. «Y ella va y me dice: quiero que me hagas lo del Último tango. Y yo: ¿con mantequilla o con margarina?» Sólo en momentos así, al llegar al punto culminante del relato, su boca esbozaba una especie de sonrisa ladeada y sonora, en modo alguno acompañada de un viraje hacia la alegría en la expresión de los ojos, amenazador casi el contraste entre gesto risueño y mirada lóbrega, como si sus músculos faciales fueran incapaces de remontar una sonrisa. Pero sería un error tomar esa cara larga y seria como una muestra de desinterés o aletargamiento. Muy al contrario: sus ojos, a la vez que solemnes y fúnebres, se mostraban inquietos, escrutadores, alertas a cuantas reacciones favorables o adversas pudiera registrar en su interlocutor, atento más a la expresión del que le hablaba que a lo que decía.

Y nada más empezar esta convención, ya la primera noche, procuró exhibir por todas partes su nueva conquista, una azafata de Iberia. Quiso presentármela o tal vez sólo mostrármela en el bar, pero yo fingí hallarme apasionadamente inmerso en una discusión con otros compañeros y así escurrir el bulto. Lo que no pude evitar fue enterarme de cuanto pasó en su habitación aquella tarde, ya que al parecer él se había empeñado en que fuese contigua a la mía. Para mi satisfacción, pude darme cuenta de que la chica terminaba mandándole a paseo y salía dando un portazo.

A la hora de la cena, Miki pasó junto a mi asiento para susurrarme: «La azafata me pone más cachondo que un verso de Lautréamont», y cuando le contesté «Lautréamont nunca escribió un solo verso», Miki me miró casi sonriente, en la creencia, sin duda, de que yo estaba bromeando.

En el bar, un rato más tarde, se cayó de la silla, y unos compañeros se lo llevaron en volandas a la habitación. A la mañana siguiente, noté el peso de su mano sobre mi hombro y casi el de su mirada, más lóbrega si cabe que de costumbre.

—No bebas, tocayo. O, al menos, no bebas tanto.

—¿Beber?

—La gente lo comenta. «Miki estaba como una cuba», he oído decir. Y, al verme, se han callado, claro, porque saben que somos amigos. Debieras ir con cuidado. Al menos en público.

Hubiera podido decirle que yo no era ese Miki del que estaban hablando, pero preferí cambiarme de hotel.

Miércoles, 26 de enero. A partir de un momento determinado, como alentadas por el ejemplo del griego y del latín, las principales lenguas de Occidente parecieron cobrar conciencia de que su función no era meramente la de designar cosas o formular saludos, sino, sobre todo, la de ayudar a pensar y a imaginar, a definir cada vez con mayor precisión y nitidez conceptos clave en el conocimiento tanto del mundo como de uno mismo, a matizar al máximo sus particularidades de tiempo, de modo, de circunstancia. Todo parece indicar ahora que en el curso de las últimas décadas se ha iniciado un movimiento de signo contrario. Es decir: el triunfo de la pronunciación más perezosa, de la ortografía y la gramática más simplificadas, de la formulación más roma y polivalente, expresiones genéricas válidas para cualquier circunstancia y matiz que el interlocutor se encargará de interpretar en su aplicación concreta. Un lenguaje poco apto para la creación literaria, pero sin problemas para la comunicación informática.

Jueves, 27 de enero. PERSONAJES. De ser encarnación de poderes semidivinos en la epopeya o representación de un ideal en los cantares de gesta o figura ejemplar en la parábola moral, pasó a ser simple vehículo de la peripecia narrativa en la novela. Cervantes fue uno de los primeros novelistas que aplicó su inventiva a la tarea de singularizarlos, de darles un relieve individual hasta entonces desconocido. Merced a esa peculiaridad casi tangible, los personajes por él creados llegan a independizarse de la trama argumental en el sentido de producir la sensación de que, tras las peripecias narradas, bien pudieran participar en muchas otras. Es decir: una impresión similar a la que producen los personajes de Shakespeare, de estar vivos, de ser gente a la que hubiéramos podido conocer de haber vivido en su época. La tendencia es consustancial al género y alcanza su punto culminante en el siglo XIX, cuando los personajes dejan definitivamente de ser vehículo de la intriga para convertirse en protagonistas. Una tendencia paralela al afianzamiento como género, en pintura, del retrato: la figura humana se desprende de representaciones religiosas y alegorías mitológicas para convertirse en sujeto principal del cuadro.

Sin embargo, por un principio similar al que en la pintura hará que se independicen asimismo el paisaje y el bodegón, en la novela del siglo XX, y sin perder por ello profundidad psicológica, el personaje deja de ser el señor del relato para constituirse en un elemento más de ese relato, de esa evocación de tal o cual aspecto de la realidad sensible que el autor recrea en el lector a través del texto escrito. No es, en efecto, el protagonista de En busca del tiempo perdido o de El hombre sin atributos el verdadero centro de esas novelas, sino el mundo que en ellas se despliega ante nuestros ojos y que nos permite —por una vía no reductible al discurso conceptual— entender mejor el mundo tanto como a nosotros mismos. El que en las novelas del siglo XX el protagonista dé siempre la sensación de haber sido caracterizado con rasgos más débiles que en las del XIX respecto a los restantes personajes, se debe, precisamente, a que su papel corresponde más al de un observador que al de la persona observada.

Viernes, 28 de enero. PAISAJE DE ALTA MONTAÑA. El hombre llevaba una bata blanca descuidadamente abierta, como un guardapolvo que se hubiera puesto simplemente porque estaba obligado a llevarlo. Hablaba como distraído, como si le costara trabajo concentrarse, perturbado por algo.

Nos encontrábamos en una ladera muy pronunciada y con vegetación escasa, de alta montaña. Por debajo de nosotros se desplazaba una veloz sucesión de nubes que, en su movimiento, según se juntaban y se desgajaban, se abrían a veces en amplios agujeros. Al fondo, vertiente abajo, aparecían entonces soleados fragmentos de paisaje sorprendentemente nítidos, cursos de agua saltarina y relampagueante, peñascos, árboles de grueso tronco, todo detallado con precisión, el brillo de la hierba, las cortezas rugosas, las gotas de rocío.

—El hombre anda equivocado —me dijo—. Su vida no es el sujeto sino el vehículo. Como en las mariposas. El sujeto es la espiral.

Recuerdo la situación. No sus antecedentes.

Sábado, 29 de enero. ASAMBLEA ORDINARIA. El primer punto del orden del día era el relativo a las medidas adoptadas tras los graves incidentes provocados por los alumnos del Instituto Séneca. Se informaba a los presentes de que, después de varias entrevistas y gestiones, en cumplimiento de los acuerdos tomados en la Junta Extraordinaria convocada a raíz de los hechos, se había acordado contratar los servicios de una prestigiosa agencia de seguridad. La dirección de ésta, en atención al carácter delicado del caso, puso el asunto en manos de Serviat, su mejor especialista. «Serviat es el hombre», había dicho el director de la agencia, Sr. Gálvez, quien definió a su hombre de confianza como «un gran mecánico, maestro en el dominio de los resortes del orden». Tras la entrevista, los delegados de la Junta fueron unánimes al reconocer que Serviat les había causado, en efecto, una inmejorable impresión. A despecho de un estudio más profundo del caso, Serviat se había mostrado instintivamente partidario de una línea dura, por la economía de esfuerzos que a la larga supone. Suscitar cuanto antes, por ejemplo, una repetición de los incidentes, a fin de tener de nuestra parte el factor sorpresa y poder infligir a los alumnos del Instituto Séneca un escarmiento ejemplar de carácter disuasorio y hasta definitivo. Se desestimaron, en cambio, las propuestas hechas por algunos padres de familia en el sentido de que debía autorizarse a los profesores a portar armas, debido a las eventuales consecuencias negativas que la imagen autoritaria de un pedagogo armado pudiera tener sobre el alumnado.

Domingo, 30 de enero. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Al asomarse al balcón, Noel se vio sorprendido por la brillantez con que el sol resplandecía en el huerto de abajo, un huerto singularmente nítido, perfectamente visible a través de las ramas estratificadas y desnudas de la acacia; también le pareció más amplio. La temperatura era buena, de modo que salió a tomarse el café del desayuno al patio. Al otro lado de la cerca, en el huerto, uno de los jubilados amigo de Natalia estaba sulfatando los frutales todavía sin hojas.

—¿Qué frutales son ésos? —le preguntó Noel.

—Aquí hay de todo, ¿no se ha fijado? —dijo el otro con jovialidad—. Yo tengo fruta toda la temporada.

Como aprovechando la interrupción para distraerse un rato, el jubilado le hizo una especie de relación o resumen del año agrícola: en junio, cerezas y albaricoques. Luego, melocotones y ciruelas y las primeras peras y manzanas. Ya casi en otoño, higos y uvas, y para terminar, membrillos y palosantos. Entrado el otoño, quemar hojas y abonar, y durante el invierno, cavar, podar y sulfatar.

—Más que un huerto, lo que tiene usted es un calendario.

—¿Un calendario? Y un reloj también. Con mirar las sombras de los troncos puedo decirle qué hora es en cualquier época del año.

Por algún motivo, aquella breve conversación le dejó inquieto, casi contrariado. Le costaba concentrarse, de modo que pensó que podía aprovechar para hacer la compra de la semana. El súper estaba a la salida de Serrallana, ya en las proximidades de la general. Tomó un carrito y se adentró por los largos pasillos, donde la gente parecía arrancar de los estantes los diversos productos como si más que comprando estuviera saqueando.

Lunes, 31 de enero. COMO VELANDO ARMAS. La nieve hace del invierno la estación más propicia al golpe de mano y al ataque sorpresa, mientras el enemigo se encuentra asando tranquilamente un poco de panceta de cerdo o unos arenques secos. Pero también lo es para diseñar hasta en su último detalle la ofensiva que se va a emprender no bien llegue el buen tiempo.

A modo de ese rencor que lleva a un pueblo a exterminar a otro, bajo el manto de nieve las raíces empiezan a moverse en secreto, prefigurando lo que será el crecimiento y expansión de las ramas durante todo el año. En lo esencial, la sorda lucha del subsuelo se entabla entre las raíces de los árboles y las de las zarzas, hiedras y ásperas hierbas; las de éstas preparando su inminente proliferación, el derrame de primavera, mientras las de aquéllos se esfuerzan en transmitir la máxima energía a los picos y puntas de las altas ramas, de cuyo alcance y espesura depende lo que ha de tardar en imponerse a la maleza que enmaraña el suelo. Una actividad no muy diferente a la que realiza el músico mientras pasea absorto por el bosque, o el pintor que tensa y prepara la tela, o el escritor aplicado a definir, ordenar y desplegar los diversos elementos estructurales y temáticos que configuran la obra en curso.

Martes, 1 de febrero. La crítica, en lo que a la narrativa se refiere, suele ejercer su función a partir de dos supuestos igualmente ilusorios. El de que la gente lee —cuando son proporcionalmente pocos los que van a leer tanto la novela criticada como su propia crítica— y el de que, puestos a leer, el lector prefiere lo bueno a lo malo. De ser ello cierto, la función orientativa del crítico sería indiscutible. Pero la realidad es que si el crítico tiene por costumbre pasar por alto las novelas de gran público, al best-seller, en la medida en que se trata de un producto falto de calidad literaria, el gran público corresponde no leyendo o no haciendo caso de lo que dice el crítico. Y si ocasionalmente lo hace, toparse con una crítica elogiosa de determinada novela, le hará probablemente retraerse, en la creencia de que cuanto el crítico destaca y ensalza ha de ser para él demasiado complicado, con lo que el elogio habrá resultado contraproducente. No en vano ese gran público recela instintivamente de las obras de los escritores convencionalmente considerados de calidad, de acuerdo con un principio similar al que le lleva a creer que en un restaurante de carácter popular y hasta algo cutre se ha de comer bien o, al menos, más a gusto, mientras que en los de aspecto elegante por fuerza se come mal. «Seguro que a mí sí me va», se dirá al comprar el libro de algún autor sistemáticamente denostado por la crítica. Con lo que se da la circunstancia de que, de hecho, la crítica ejerce sobre todo su influencia en círculos donde no hace sino confirmar a favor o en contra las opiniones de cada lector acerca de los autores que le gustan o disgustan.

Miércoles, 2 de febrero. ¿Hay una diferencia de naturaleza entre impulso creador y las fantasías propias de la compulsión mitómana o es sólo de grado esa diferencia? El que fantasea pretende actuar sobre la realidad, modificarla en su apariencia, bien tomándose a sí mismo como destinatario de esas fantasías íntimas, bien intentando dirigirse a un interlocutor que con su credulidad otorgue mayor verosimilitud a la apariencia modificada. El impulso creador, en cambio, apunta al establecimiento de una nueva realidad que sólo cuando alcanza la condición de obra de arte alcanza también entidad real.

Jueves, 3 de febrero. LA INSPIRACIÓN. Es una creencia muy común asociar la inspiración al hallazgo de un tema literario. Es decir: que el autor toma los personajes de la realidad, pero que la idea de la novela, el tema, es fruto de la inspiración. No se la suele relacionar, en cambio, con el modo de contar, con el estilo, que es lo que diferencia al relato literario de un acta notarial o de un informe médico. Ni en la composición del relato, la forma en que se articula lo que se cuenta, esa estructura que modula la materia narrativa como si de los colores del arco iris se tratara. Lo que sí se da por supuesto es que se trata de algo que viene de fuera, ajeno al normal pensar y hasta imaginar del sujeto. O mejor, de algo que viene de arriba, como un ángel o una paloma, y que su visita es en cierto modo aleatoria. De ahí que desde siempre se haya mirado de atraer o propiciar el descenso de esa fuente de luz que es la inspiración. Ayunando. O bebiendo. O drogándose, confundiendo sin duda inspiración con alucinación. También se ha recelado de la actividad sexual, tal vez porque serena y centra, y el estado de espíritu que se tiende a buscar es el opuesto. Pues lo que más preocupa es su carácter aparentemente caprichoso, que llegue o no con independencia de la voluntad de la persona, de una persona que puede pasarse días pensando en las primeras palabras o en el título de la obra en proyecto. Que puede pasarse la vida sin llegar a recibirla de manera satisfactoria. Sólo que ese aparente capricho es fruto de un simple equívoco: el de que la inspiración puede ser invocada y hasta convocada. Cuando lo cierto es que, al igual que hay personas dotadas para la música o las matemáticas, en la persona dotada para la creación literaria, lo que se entiende por inspiración es algo que forma parte de su normal actividad intelectual e imaginativa. Y para esa persona, la inspiración interviene ya en el momento en que se concibe la novela como totalidad, cuando se la estructura, cuando se la puebla de personajes, cuando se da vida a esos personajes en el ámbito del argumento, cuando se emplea la palabra adecuada para que ese ámbito creado cobre autonomía, entidad propia.

Viernes, 4 de febrero. COMO MARIPOSAS. Lo primero que al despertar reclamó mi atención sobre lo soñado fue el uso que mi interlocutor había hecho de la palabra espiral. Se trataba, sin duda, de un lapsus, de una palabra que sustituye a otra con la que no se acierta a dar cuando se sueña. A lo que mi interlocutor se refería era seguramente a la doble hélice de los biólogos, la parte esencial del núcleo celular.

Más llamativa, no obstante, era la comparación que establecía entre la vida del hombre y las mariposas. Estaba diciendo que el hombre se confundía respecto a sí mismo igual que se confundía con las mariposas. ¿En qué sentido? Evidentemente, al considerar a la mariposa, y no a la oruga o a la crisálida, protagonista o personaje principal de un solo ciclo de vida desarrollado en tres fases. Pues lo que mi interlocutor parecía insinuar era que, antes que a la mariposa, la consideración de verdadero sujeto del ciclo correspondía al principio organizador de las tres fases. Por atractivo que resulte cifrar en las mariposas la sexualidad de las flores.

Finalmente, el paisaje. Un paisaje de alta montaña circundado de nubes bajas, cuyo significado se me escapaba por completo.

Sábado, 5 de febrero. MIELES. Las fotos de la lancha rápida salieron magníficas, ella con gafas de sol y el pelo al viento junto a los indios de la tripulación; como imágenes de una película de aventuras. La lancha les había ido a recoger a la isla donde se hallaba el aeropuerto y les llevó hasta la del hotel, más de dos horas en total. Los de la tripulación sabían que eran recién casados y les trataban con mucho respeto, dándoles preferencia en la proa respecto a un equipo de televisión que iba a grabar en el archipiélago.

El hotel era como un poblado de cabañas tradicionales que contaban con todas las comodidades y se hallaban situadas en torno a los salones y restaurantes, construidos también en el estilo tradicional. Su cabaña estaba casi en primera línea, a pocos metros de una playa de arena que, de puro blanca, parecía de sal; el verde soleado de los cocoteros acentuaba el contraste. Los peces podían verse con toda claridad incluso desde fuera del agua, apreciarlos en su variedad y colorido desde la orilla. El único problema de la habitación era el del baño, que al hallarse separado del dormitorio tan sólo por una mampara, dentro del espacio único formado por los altos techos de la cabaña, tenía poca intimidad. Y con el problema de pereza intestinal que ella tenía, sólo le faltaba eso. Intentó ir a los lavabos contiguos al restaurante o esperar a que él estuviese tendido en la playa. Pero como si no fuera capaz de quedarse solo, él la seguía hasta los lavabos o entraba de inmediato en la habitación, siempre tras sus pasos, y eso creaba en ella una sensación de prisas, por no decir de acoso, que no la ayudaban nada. Detalles que no contribuían precisamente a ponerla de buen humor después de una noche tan frustrante desde el punto de vista erótico. ¿Cómo podía él ser tan torpe? Y cuanto más empeño ponía, peor.

A partir del tercer día decidió refugiarse en la novela que estaba leyendo, que pese a no ser demasiado interesante le servía de excusa tanto en la playa como en las tumbonas contiguas a la piscina. Sobre todo porque él se estaba revelando como un marido celoso que le preguntaba insistentemente si con los hombres que había conocido antes lo pasaba mejor y qué cosas hacían, entre irónico y algo picado. Respecto a ir al lavabo, en cambio, no parecía tener ningún problema ni le importaba hacerlo mientras ella leía en la cama. Incluso cabía pensar que le gustaba hacerlo mientras ella leía en la cama. Se dio cuenta de que le detestaba no ya por su forma de cagar sino también por la de comer. Aquel hombre era un cerdo que, como adivinando sus pensamientos, le pagaba con la misma moneda, no hablándole o dándole la espalda tanto en la playa como en la piscina. Se daba cuenta, no obstante, de que la vigilaba al amparo de las gafas de sol, temiendo sin duda que intercambiara miradas con otro. Los únicos momentos de tregua eran los de la partida de billar, después de la cena, tal vez porque él ganaba siempre, lo que le producía una notoria satisfacción. Otra cosa que hacer no había, ya que el hotel era la única edificación existente en aquella pequeña isla. Podía, eso sí, contar los días de encierro que le quedaban. Pero no era mucho consuelo pensar en lo que la esperaba después, toda una vida con aquel hombre. Salvo que se divorciase a tiempo.

Ese pensamiento se convirtió en una especie de ritornelo también para él, no bien se dio cuenta de que se había casado con una frígida, con una mujer aquejada de insensibilidad sexual a consecuencia, probablemente, de un exceso de puteo cuando era muy joven. Lo único malo era que su madre ya se lo había avisado y, como él no le hizo caso, ahora volvería a tratarle como a un niño. Pero la realidad era que la única satisfacción que aquella mujer podía proporcionarle consistía en ganarle jugando al billar.

En el trayecto de regreso hacia la isla del aeropuerto ni se hablaron. Casi ni se miraron. Pero no se divorciaron, aunque con los años fueron perfeccionando los matices con que ponían de manifiesto su mutua hostilidad.

Sábado, 12 de febrero. ATILA. Más que placer, deber o decisión propia, fue como una inspiración o designio venido desde lo alto. Y no sólo la decisión sino también el modo, el procedimiento. Era como si pudiera verlo todo sin salir de su cabina, la cabeza reclinada en la mano, el cuello ancho coronado por el pelo cortado al cepillo, la boca prieta entre los belfos moráceos, los ojillos juntos; como si lo estuviera viendo. La tomaba del brazo y la llevaba al cuarto de la caldera antigua, la de carbón, en el sótano. Y ella, bajita, rechoncha, el pelo teñido de color gallina, preguntando, ¿adón— de me llevas? Y Atilano: ahora vas a ver. Tú te sientas aquí y yo te cuento. Hasta que la tuvo atada a la silla y amordazada con cinta aislante. Entonces se lo dijo: ahora voy a quemarte.

Una visión que de pronto se hizo realidad, que ya no era lo que barruntaba en la cabina sino lo que estaba haciendo. Seguramente sin que ella entendiera por qué lo hacía. Ella pensaría que siempre se había portado bien, pero se equivocaba. Por más que le obedeciera, no se fijaba lo suficiente y se le olvidaban las cosas. Y aunque ya se le había retirado la regla, sus monsergas eran las mismas de antes, y le faltaba dedicación, y, sobre todo, respeto; las cosas siempre habían ido algo cojas en lo del respeto. Por eso la quemaba. Y, junto con ella, a Atila. Porque aunque el perro siempre la hubiera querido más a ella, no era de ella sino de él. Con lo que estaba claro que el Atila no era de fiar. Con frecuencia había imaginado que lo abandonaba en el metro, que lo dejaba solo en una estación lejana. Pero, de haberlo hecho, no hubiera podido seguir su deambular desesperado entre vagón y vagón, de una estación a otra. Mejor así, encadenado a una cañería y con el morro también envuelto en cinta aislante, bajo el extractor, en el sótano de la caldera antigua. Los dos, ella y el perro, contemplándose frente por frente. Se lo dijo:

—Mira, ahora que estás atada y amordazada, te rocío de gasolina y te quemo. Y al Atila, lo mismo. Nadie os oirá ni vendrá a salvaros. ¿Ves qué bien? Ahora yo enciendo y tú ardes.

Domingo, 13 de febrero. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. El despertador sonó a las cinco, todavía de noche. Contrariamente a lo que Noel había imaginado, la silueta de la acacia no destacaba contra un huerto bañado por la luna, ya que, si bien posiblemente había luna, una niebla densa y baja cubría cuanto se hallaba más allá de las desnudas ramas.

Había leído en alguna parte que más de un novelista escribía a estas horas, desde antes del amanecer hasta media mañana, y el resto del día llevaba una vida normal. La idea le gustó, por lo que el horario tenía de anómalo, salvo para los cazadores. Y escribir tenía algo en común con ir de caza.

La tranquilidad era total. Sólo hacia las ocho y pico, si acaso, podría tener algún problema con los niños que salían aprisa y corriendo camino de la escuela. Luego iban a desaparecer hasta eso de las cuatro, cuando se fueran reintegrando a sus respectivos hogares como pequeños mineros. Lo cierto era que habitualmente ni se les veía ni se les oía, por hallarse sin duda enganchados a la tele. Pensó que en algún momento de la novela sería interesante evocar la infancia del protagonista, las correrías de los niños de entonces no ya por el barrio sino por toda la ciudad, sus ocurrencias y travesuras, en contraste con esos niños en apariencia ausentes de ahora.

Pero el problema no era vislumbrar tal o cual idea sino el comienzo de la obra. Con qué palabras empezar. Y decidir si se articulaban en un relato en tercera persona o las decía alguien en primera. Y qué decía exactamente y a quién y, sobre todo, dónde. De los dos grandes escenarios del relato, el pueblo y Somalia, parecía indicado, por tener más gancho, empezar por el segundo, es decir, que la acción arrancara en Somalia. Pero ¿cómo era Somalia? Le resultaba imposible imaginarla. ¿Y cómo describirla, entonces? En las fotos aparecía gente, somalíes transitando por calles anodinas, patrullas de las Naciones Unidas, soldados torturando a un adolescente, la multitud linchando a una mujer ya medio desnuda que había tenido relaciones sexuales con un oficial estadounidense, tanques desplegados en un territorio desértico. Pero ¿qué decir del país?

Lunes, 14 de febrero. ASALTO A COMOLORO. Hubo una época, cuando corrían malos tiempos, en la que Comoloro estuvo en peligro. Una de esas épocas en las que puede pasar cualquier cosa, que es lo que caracteriza a los malos tiempos. En realidad eso ha sucedido en más de una ocasión. La última, cuando el nuevo alcalde, que era el dueño del súper, intentó sacar partido de Comoloro, convertirlo en un atractivo turístico. Y un domingo, a fin de que la gente del pueblo fuese la primera en poder disfrutarlo, los del ayuntamiento organizaron un picnic. Recorrieron los jardines, los edificios, más pequeños de lo que suponían, se asomaron al estanque de los peces de colores. ¡Pero cuál es el atractivo de todo esto!, exclamaba el alcalde. ¡Los edificios ni siquiera tienen vista al mar! Y regresaron al pueblo nada más acabar los bocatas, al objeto de no perderse el partido que daban en la tele. Estuvieron, así pues, pocas horas, pero la huella de su paso fue bastante más profunda —parterres pisoteados, árboles dañados, ramas rotas, tuberías obturadas, plásticos por todas partes— y Comoloro tardó casi un año en volver a ser como antes.

Cuentan que hace mucho más tiempo, Comoloro pasó por otra mala época. En aquel caso no hubo agresión externa; simplemente fue como si los de allí bajaran la guardia o se relajaran demasiado, y dejaran de ver las hierbas que crecían y el extenderse de las hiedras y el cerrarse de las zarzas, tal vez porque veían aquello cada día y los cambios eran muy paulatinos y ellas, las malas hierbas, disimulaban su expansión como podían. El primer aviso, lo que les alertó, fue el descubrimiento de alguna que otra pulga traída por las ratas que habían anidado en los tejados gracias a la maraña creada por las trepadoras. Aquella vez, la recuperación fue muy larga, ya que las raíces de la maleza habían ido obturando las conducciones de agua y el atasco se había remontado hasta los orígenes, hasta los manantiales, que estuvieron a punto de perderse. Dicen que el estanque de los peces de colores llegó a quedar casi seco. Los peces acuchillaban el limo a coletazos, boqueando, en su inútil busca de una mayor profundidad. Algunos quedaron atrapados en la superficie, poco menos que al aire, mientras se acometía la reparación de las conducciones. Y cuando ya se iba a iniciar una operación de salvamento, se restableció el caudaloso fluir de antes y el agua irrumpió entre blancos y estrepitosos estallidos de frescor, extendiéndose como un cristal sobre el limo del fondo.

Se ve que tampoco ésa fue la primera vez en que Comoloro estuvo a punto de desaparecer, que anteriormente hubo otras. Por eso los de allí dicen que ellos están porque Comoloro es lo que es, pero que Comoloro es lo que es porque ellos están.

Martes, 15 de febrero. No puede decirse que, cuando hará unos diez años me referí por primera vez al declive de la novela como género, mis palabras fuesen bien comprendidas por todo el mundo. Más de un novelista, editor o crítico pensó que le estaba negando la existencia. El malentendido se creó al ser tomado lo que es un largo proceso, una tendencia, por un cataclismo no ya brusco sino inminente. Y yo, entonces, me estaba refiriendo a una lenta extinción del género producida por causas tanto endógenas como exógenas. Entre éstas, la principal reside en el hecho de que la novela ha dejado de ser un medio de expresión perfectamente adecuado a la sociedad, a una sociedad como la actual en la que el libro no cesa de perder importancia frente a los audiovisuales. Entre las endógenas, en íntima relación con la situación descrita, destacaría la desaparición paulatina de la figura del novelista en su tradicional significado de creador literario. Ni el medio familiar ni el escolar favorecen hoy la aparición de esa figura, como tampoco las formas de vida y los hábitos de la sociedad en la que ese novelista en potencia se desenvuelve, por aficionado que sea a la lectura. Nada le impulsa a escribir, pero si aun así termina escribiendo una novela, lo hará, no como iniciación en un oficio, sino simplemente llevado por su vocación a la manera en que se practica un género muerto; los poetas llevan ya décadas haciéndolo, a veces sin siquiera darse cuenta. Se trata de un proceso largo pero inexorable; nadie en sus cabales cultiva ya otros géneros del pasado. Más rápido desenlace puede aguardarle, a plazo medio, al hábito de la lectura como fenómeno de masas, comprar y leer libros como se hace ahora, que puede encontrar una muerte súbita cuando las generaciones educadas fundamentalmente ante el ordenador alcancen la mayoría de edad. Por más que una minoría lectora de libros —sea cual fuere su formato— no ha de faltar nunca.

Miércoles, 16 de febrero. La memoria es una de las facultades que más contribuyó a mejorar la vida del hombre primitivo. La invención de la escritura no entorpeció el desarrollo de tal facultad. Al contrario, la estimuló al otorgarle puntos de apoyo. Se crearon técnicas para perfeccionarla: el arte de la memoria. Lo de menos son sus aspectos retentivos; importa, sobre todo, su relación con el pensamiento y con la imaginación. Es parte esencial de los procesos creativos, música, pintura, escritos literarios, en particular la novela. Y viceversa: no ejercitarla repercute negativamente tanto en el pensamiento como en la imaginación. Todo contribuye ahora a que así sea.

Jueves, 17 de febrero. MÁS ALLÁ DE LA FICCIÓN. Lo dicho respecto a la estructura narrativa de las obras de ficción es válido también para las que no son de ficción, al igual que lo relativo al estilo, el lenguaje y la inspiración. En ocasiones, hasta incluso lo dicho acerca de los personajes y la peripecia. En un ensayo, por ejemplo, ni falta un argumento ni deja de ser cierto que los valores literarios de la escritura perfeccionan el pensamiento puro: el concepto que se alcanza a expresar llega a ser inseparable de las palabras utilizadas para expresarlo. Los ejemplos más nítidos son los de obras como los Diálogos de Platón, deslumbrante antecedente de la novela en la medida en que hay incluso en ellos personajes y peripecia, y más próximos en el tiempo, los escritos de Nietzsche y de Freud, de extraordinario valor literario. La autobiografía y los diarios son, por definición, el mejor ejemplo de la identidad de los recursos narrativos en literatura. Lo único que los distingue de la novela es el hecho de que el autor desconoce teóricamente el argumento —caso de los diarios, salvo si se trata de un falso diario, de una novela en forma de diario—, o si lo conoce, no le es posible modificarlo a voluntad, que es lo que sucede con las autobiografías. Pero su valor literario en nada se diferencia del de las mayores novelas: Montaigne, Rousseau, Jünger.

Viernes, 18 de febrero. LA ESPIRAL. También es posible que el hombre de la bata blanca hubiera querido decir exactamente lo que dijo: la espiral. Una forma de vida de naturaleza indefinida, presente en todos los humanos del mismo modo que la savia de un árbol lo está en todas sus hojas. Y así como en el caso del árbol la verdadera forma de vida será, no la del árbol o de cualquiera de sus hojas, sino la savia que vivifica tanto a ese árbol como a los que le precedieron y a los que le sigan y a cuantos de la misma especie crecen ahora a su alrededor en el espeso bosque, así, de modo semejante, esa forma de vida que reside en el ser humano, a la que mi interlocutor se refirió como la espiral, en razón, sin duda, de su naturaleza indefinida, ajena a la idea de tiempo y de espacio, a la de vida y también de muerte, en el sentido de que una existencia humana concreta no es para ella más relevante que para el árbol cualquiera de sus hojas. Al hallarse presente en todos, las apariciones y desapariciones concretas le afectan tan poco como a un desierto los granos de arena que el viento pueda levantar en un momento determinado. Lo que sí cabe en lo posible es que la espiral se mejore a sí misma a través de los mejores aspectos de las personas en las que se halla presente, que sea apropiado, en este sentido, hablar de evolución. El papel decisivo correspondería, en este caso, al desarrollo de las facultades intelectivas y, sobre todo, al de la inventiva. Llegar no ya a dar expresión mediante palabras a esa forma de vida sino a crear su réplica.

Sábado, 19 de febrero. LA CAMISA. Una vez tuvieran bien experimentada la donación de vísceras de cerdo para transplantarlas a seres humanos, crear un clon suyo, un nuevo Gálvez, un hombre —o varios— igual a él, que le perpetuara y que fuese a su vez perpetuable indefinidamente. Claro que la donación que más le interesaba no era la del cuerpo, sino la de la mente, el alma o comoquiera que se le llamara, de forma que él supiera en todo momento que seguía siendo él, por más que su cuerpo fuese otro. Que simplemente había cambiado de cuerpo como se cambia de camisa.

Domingo, 20 de febrero. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. La Fiesta de Invierno consistía en una comida al aire libre en la que participaba todo el pueblo. Era una fiesta móvil, que aquel año había coincidido con la llegada de una postal de Natalia desde la India. Se celebraba en la plaza mayor, bajo unos toldos tendidos en previsión de que lloviera, y el menú consistía fundamentalmente en carnes de cerdo y de cordero a la brasa. Se trataba de un evidente residuo de las fiestas de carnaval, la culminación, que antiguamente iba precedida de una serie de celebraciones nocturnas en las que los vecinos combinaban los disfraces y la matanza del cerdo. Por lo que contaron a Noel, se trataba de comer y beber, entre baile y baile hasta la enajenación.

—Ahora los jóvenes prefieren ir a la disco, en la costa —dijeron—. Y, claro, pasa lo que pasa.

La noche anterior, precisamente, un joven de La Pobla se había matado en accidente de coche, tras un amago de reyerta a la salida de la disco. La noticia había ensombrecido las conversaciones durante el aperitivo, pero incluso antes de que empezase la comida, cuando el olor a carne braseada y a condimento de hierbas se expandía por toda la plaza, el asunto ya había sido olvidado.

A un lado de Noel se sentó Teresa y al otro, Alberto, quitando el sitio a Carmen, posiblemente sin darse cuenta. El alcalde se sentaba en frente, y cuando anunció a Noel que el nuevo maestro era maestra y que llegaba antes de un mes, Teresa se enderezó en el asiento con un respingo, ofendida tal vez por el énfasis jocoso del alcalde al subrayar el hecho de que fuera mujer.

Alberto le hablaba de los tiempos en que La Pobla tenía hasta notario. Y había una tertulia, en aquel mismo bar, en la que participaba el médico de entonces, el cura, el notario y el librero, que era su padre. «Ahora, nada de nada —dijo—. Serrallana ha ganado la partida.» Llegaron las bandejas de carne humeante.

Lunes, 21 de febrero. AGUA. Eran nubes que se creaban en el litoral, a partir de la evaporación marina, para luego avanzar hasta más allá de la cordillera en formaciones compactas y movedizas a la manera de atlantes jocosos, adquiriendo la apariencia externa bien de guerreros ebrios, bien de ceremoniosos luchadores de sumo, y terminar descargando sobre la vertiente norte, sobre los bosques y los campos, a veces mansamente, a veces como liberando a un tiempo todos los esfínteres. Si se fija, dijeron, son nubes que toman la presencia que más desea el que las contempla; por eso cada cual ve en ellas una cosa diferente. Eso sí, lo de descargar lo hacen siempre a gusto, no sólo por correr laderas abajo y embarrar caminos y encharcar campos, sino por convertirse en aguas subterráneas, por hundirse en delgados hilillos en las entrañas resplandecientes de la tierra, formando cursos de potencia insospechada, ora de turbulenta caída, ora de vastedad arremansada, ora cristalizando gota a gota en estalactitas esbeltas como helechos gigantes en la oscuridad sólo barrida por las linternas. Los excedentes formaban el río, límpido y silencioso hasta más allá del molino.

A partir del pueblo desaparecían los cangrejos y sus orillas eran frecuentadas, no ya por las martas, sino por ratas que se buscaban la vida entre los residuos. Es que desde aquí hasta el mar ya no es río, dijeron; ya es sólo un desagüe. A veces vuelve a ser río en otoño, allá por noviembre, incluso desde octubre y hasta desde finales de septiembre, cuando parece que todas las aguas quieren juntarse con júbilo y las del cielo y las del suelo son una misma cosa. No es sólo que la crecida lo arrastre todo y el río sea lo que se dice un río hasta el mismo mar, sino que desde todas partes salta el agua y por todas partes salen nuevas fuentes y manantiales y las propias ramas y matas de los bosques se convierten en lluvia, en gotas radiantes y atornasoladas al sol que brilla de pronto. Es como si el agua se divirtiera haciéndolo, como si quisiera hacernos ver que igual que apaga el fuego o arrastra la tierra, puede cambiar a su gusto el paisaje, como aquel que con el barro hace la figura que quiere. O, más adelante, cuando puede sencillamente borrarlo cubriéndolo de nieve, matando no ya los colores, los olores y las formas de las cosas, sino también el sonido.

Martes, 22 de febrero. Aceptar que la novela es un género en declive no resulta fácil ni agradable, como suele ocurrir con todo lo que hemos conocido de una determinada manera desde siempre. El principal argumento de quienes niegan que esté sucediendo tal cosa es el de que nunca se habían escrito y leído tantas novelas. Y tienen razón; sólo que ése es precisamente uno de los indicios más reveladores. Mientras la novela como forma viva de creación literaria va desapareciendo país por país según pasan los años, proliferan las novelas de género, relatos concebidos de acuerdo con diversas fórmulas, ajenas todas ellas a la magia verbal. Así, la novela histórica, o científica, o de viajes, o periodística, o autobiográfica, novelas que en otro tiempo hubieran dado lugar a un ensayo, a un reportaje, a una autobiografía. Sólo que la difusión de esos géneros es hoy aún inferior a la de la novela, mientras que la pseudohistoria y la pseudociencia son algunos de los filones más queridos por los novelistas que cultivan la fórmula del best-seller. Otro buen ejemplo sería el de las novelas escritas o firmadas por famosos: lo que empezó siendo una forma de autopromoción para periodistas o figuras del sector audiovisual, se ha puesto al alcance de quienes apenas saben escribir. Pero si se da tal proliferación es porque el público carece del referente vivo de lo que hay que entender por novela. Proliferación parecida experimentaron los libros de caballerías que ridiculizó Cervantes. El tránsito del siglo XX al XXI será sin duda considerado en el futuro como el período final de un género que dio sus primeros pasos en el tránsito de los siglos XVI y XVII.

Miércoles, 23 de febrero. De cuanto ha inventado el ser humano a través de los tiempos, nada ha conservado tan intacta su validez como la obra de arte, la pintura, la música y, sobre todo, la creación literaria. Palabras escritas hace dos mil años en una lengua hoy muerta y que sin embargo siguen vivas, capaces de iluminar el mundo actual. Su gran fracaso, el ámbito en el que el ser humano ha puesto más nítidamente de manifiesto su ineptitud, se refiere a la vida en sociedad. No hay fórmula de organización social que no haya fracasado, que no haya sucumbido tarde o temprano, por causas internas o externas, para verse sustituida por otra, de forma violenta la mayoría de las veces. Luego será detestada o añorada. Para la mayor parte de quienes la vivieron fue, sencillamente, lo normal.

Jueves, 24 de febrero. MOSAICO. Resulta paradójico que cuando en el terreno literario, y más concretamente en el de la narrativa, se hable de mosaico, se quiera aludir al carácter fragmentario y diseminado del relato. Pues lo cierto es que, muy al contrario, la expresividad del mosaico reside en el conjunto del dibujo que esos fragmentos configuran con independencia de la forma particular de cada uno de ellos; la expresividad y también la armonía y la fuerza. Pues el objetivo de quienes lo inventaron era, precisamente, desafiar el paso del tiempo, que la figura evocada permaneciera idéntica a sí misma a través de los milenios. Y la verdad es que lo consiguieron. Esas pocas columnas en pie del templo de Júpiter o del de Venus que se alzan en distantes cerros desolados, esos restos de muro que esbozan el plano de las casas a lo largo de las calles de lo que en otro tiempo fue una ciudad; un panorama de capiteles caídos, de pedestales vacíos, de esculturas amputadas y corroídas: sólo los extensos suelos de mosaico se mantienen relativamente intactos, indiferentes a la intemperie, risueña incluso la figura central flanqueada de cuatro delfines.

Viernes, 25 de febrero. CLAROS SOLEADOS. Retazos, vislumbres, toques de luz de tarde en las hojas agitadas, lugares que conocemos ya de otros sueños, paisajes poblados de rastros que nos son familiares, por más que resulte difícil dilucidar si pertenecen al pasado o al futuro. Realidades incuestionables, siempre como a la espera.

Sólo por su similitud con ese ámbito del que salimos al despertar será posible percibir los significados que se abren a veces en la conciencia insomne. O en el curso del día, cuando el aire fresco de la mañana agudiza al máximo la percepción interior. Evocaciones que, antes que en nosotros, se abrieron en la conciencia de otros y que seguirán apareciendo en el futuro en otras conciencias por referirse a cuestiones que no por intangibles dejan de pertenecer al mundo tangible: lo que otros idearon, lo que otros inventaron, lo que otros crearon, emanaciones de las cosas inseparables ya de la representación de esas cosas, destellos inscritos ya en la sustancia primera. Fuerzas que, más que impregnar la vida, la recorren y atraviesan igual que el viento recorre y atraviesa un bosque, incluso cuando el caminante no está atento al movimiento de las ramas sobre su cabeza, al sonido de las hojas revueltas, que sólo se han de aquietar cuando anochezca.

Sábado, 26 de febrero. ANUNCIO DE PROPUESTA. El motivo de que nos dirijamos de nuevo a usted es el siguiente: tanto los que de un modo u otro han participado en la elaboración del anuncio publicitario que ustedes protagonizan, como todos aquellos que ya lo han visionado, coinciden en lo mismo: sabe a poco. Y es que ahí hay materia, no ya para un telefilme, sino para toda una serie. Una serie de costumbrismo urbano centrada en usted y en su familia, desta— cando esos aspectos de vida de barrio tan entrañables, casi pueblerinos, que todavía conserva la ciudad: la familia en su apartamento, el portero, los vecinos, el quiosco donde compra el periódico, el súper, el bar-restaurante de la esquina, los paseos dominicales, alguna entrevista de negocios, la agencia de banco más próxima, el cole del niño, los profes, los padres de otros alumnos, los programas favoritos de la tele, las compras, el empleo del tiempo libre, los taxistas, todas esas pequeñas cosas que hacen de la rutina una sorpresa y convierten la vida cotidiana en un verdadero remanso de paz abierto en el ajetreo del mundo actual.

Domingo, 27 de febrero. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE.

—Mire, aquí está la cruz de término —dijo Teresa.

—Eso ya lo vimos la otra vez —dijo Noel—. Pero ¿dónde está el pueblo? Vamos, las ruinas.

—Por aquí tienen que estar. No sé, hace muchos años que no vengo. Pero estaba muy cerca de la cruz.

—Pues se ve que quieren reconstruirlo. O al menos arreglarlo.

—¿Reconstruirlo?

—Eso me dijo el alcalde.

—No sé qué van a reconstruir si no hay casi nada. Lo que ahora se dice es que lo ha comprado todo una cadena de granjas de cerdos. Por el terreno. La finca es grande y así pueden esparcir la caca sin problemas.

Recorrieron los diversos caminos que se abrían entre los cultivos. Teresa parecía desorientada. «No, por aquí no es», dijo cuando enfilaron hacia una casa de campo a medio apañar desde la que llegaba el canto de un gallo. Volvieron atrás, hacia el gran almacén aislado en el centro del valle, desde el que la vista probablemente era buena por hallarse situado sobre una elevación del terreno. Al comienzo de la leve cuesta, Teresa saltó en el asiento.

—¡Aquí! ¡Pare, pare! ¡Aquí es!

A la derecha del camino, en el centro de una oquedad cubierta por las zarzas, sobresalían dos arcos de piedra y algún lienzo de muro. Más allá, integradas las piedras en el terreno a modo de muro seco de contención, se adivinaba alguna que otra alineación de fachadas, escalones sueltos, asomos de pavimento.

—¿Esto es La Mola?

—Vaya que sí. Lo que me desorientaba es este almacén. La última vez que estuve no existía.

Contemplaron el edificio: algunos elementos de las ruinas habían sido aprovechados como material ciego para construir la fachada, que lucía una pequeña ventana gótica y algún que otro capitel.

—¿Esto es todo lo que queda de La Mola? El nombre y nada más.

—El nombre, no. La Mola es el nombre del sitio. El pueblo no se sabe cómo se llamaba. Mire, todas esas zarzas de detrás de la iglesia son el cementerio. Con tanta broza no se ven las cruces. Dicen que en este pueblo vivieron los que construyeron La Pobla.

—Pero esto no tiene sentido. ¿Por qué la gente de un pueblo iba a construir otro un poco más allá?

—Yo le cuento lo que me han contado.

—Ya, ¿pero no lo mencionan las crónicas? ¿No aparece en los mapas antiguos? Por fuerza tiene que haber alguna clase de referencia.

—Son cosas que no se saben. Habrán pasado por lo menos doscientos años. O quinientos. O mil. Nadie ha conocido a nadie que lo viera en pie.

Lunes, 28 de febrero. FORMAS DE INTELIGENCIA. La inteligencia de lo inanimado viene siendo intuida por el hombre desde siempre, ya que existe en la naturaleza en la medida en que ésta y el hombre se hallan interrelacionados: perversa en zarzas, rosales silvestres o yedras; más nobles en los árboles, especialmente hayas, laureles y cedros, pero también en los humildes frutales. Ahora bien, dijeron: fíjese que se da asimismo en determinados paisajes con sólo que tengan nombres propios: valles, montañas, ríos, comarcas naturales. Un tipo de vida inteligente que no está reñido con la vida inteligente particular de los diversos elementos que la forman: peñascos, árboles, piezas de tierra, zarzales. La tienen a la vez el todo y las partes, el paisaje y los accidentes que lo configuran, los árboles que pueblan esos montes y riberas y los pájaros e insectos que en ellos anidan. En general, si ese paisaje y sus componentes tienen una forma de inteligencia con la que podamos comunicarnos, es porque el hombre los nombra y los vive y, al morir, desaparece en ellos, se integra en ellos, entra a formar parte de ellos, y cuando nace, se nutre de ellos, los mira, los nombra, se los incorpora, los hace suyos.

Algo parecido sucede con las casas, cuya vida es independiente de los muebles y otros enseres que pueda contener en tal o cual momento. Lo único realmente inanimado son los instrumentos de trabajo antes de ser utilizados por el hombre. Una vez utilizados —y tanto más cuanto más sutiles sean en sí mismos o en su aplicación, plumas, pinceles, violines— cobran vida inteligente y son incluso capaces de rebelarse y escapar de nuestras manos y nuestra voluntad cuando se sienten maltratados. Con todo ello, tanto con el conjunto como con las partes que lo componen, es posible establecer alguna clase de comunicación.

Martes, 29 de febrero. Ser leído en el futuro, pasar a la posteridad, es algo que siempre ha preocupado al escritor en general y al novelista en particular. Todo novelista recela de las modas, de los cambios en el gusto de la gente, aparentemente antojadizos. Sin embargo, la selección de las obras que quedan se produce de un modo mucho menos arbitrario de lo que pueda parecer a simple vista. Supera la prueba del tiempo toda obra que ofrezca un asunto capaz de interesar a lectores de cualquier lugar del mundo, escrita de forma tal que sea imposible de expresar en palabras distintas a las utilizadas por el autor. ¿Puede alguien imaginar un Quijote, un Ulises o un En busca del tiempo perdido diferentes? Ni siquiera la imitación es posible.

Miércoles, 1 de marzo. Lo que vemos lo han visto antes otros, idéntico a veces a como lo estamos viendo. En buena parte de los casos, sus pensamientos, sus comentarios a terceros, habrán sido asimismo iguales a los pensamientos que hayamos tenido, a los comentarios que hayamos hecho. Pero de nada de eso queda constancia, lo dicho, lo pensado, no deja huella: simplemente, el objeto en cuestión, el paisaje que se contempla, seguirán suscitando reacciones idénticas a las ya suscitadas. Lo soñado, en cambio, no se desvanece, sigue existiendo de forma parecida a las imágenes almacenadas en la memoria de un ordenador, intangibles pero susceptibles de reaparecer en cualquier momento. Lo que soñamos ha sido ya soñado, en esencia, por otros antes que por nosotros, y sus sueños y los nuestros se integran en una misma representación de lo que es la vida inconsciente del ser humano. Algo que nada tiene de raro, ya que nuestra sangre es la que circuló por las venas de nuestros antepasados y los rasgos que nos definen física y psíquicamente son en buena parte los suyos. Si su vida se prolonga en nosotros y sus construcciones culturales son las que conforman el paisaje en el que hemos nacido, es del todo lógico que compartamos un único tejido de representaciones inconscientes, del que son tan sólo vislumbres nuestros recuerdos de lo soñado.

Jueves, 2 de marzo. INFLUJOS. El ser humano siempre ha preferido referir sus disposiciones naturales y sus condicionamientos positivos o negativos, incluso los golpes de suerte que rigen su destino, antes al macrocosmos que al microcosmos. Éste —lo biológico— se reserva para explicar el parecido físico con los padres, herencia familiar equiparable a la propiedad de una casa o de cualquier otro género de bienes. Pero las causas de los sucesos individuales o colectivos han sido tradicionalmente atribuidas a los designios de la divinidad o al azar inflexible de las estrellas. Y lo cierto es que la idea que el ser humano se ha ido haciendo de la divinidad, y la historia de las relaciones entre una y otra parte, han servido, a la larga, para revelar al hombre muchas cosas acerca de sí mismo, acerca de ese dios que cada uno termina siendo para sí mismo. Otro tanto podría decirse de las interpretaciones astrológicas, probablemente el punto de partida más fecundo para cualquier investigación relacionada con la psicología profunda. Ni siquiera cabe afirmar que sea incompatible con la razón la idea de un ser superior creador de nuestra realidad, ni la concordancia armónica entre macrocosmos y microcosmos, entre astrofísica y biología, así como el influjo del uno sobre el otro, de la una sobre la otra, de modo semejante a como la luna influye sobre la menstruación, las mareas y los movimientos sísmicos. Hasta la brujería y la adivinación nos dicen mucho acerca de nosotros mismos.

Pero lo que sí llama la atención es el rechazo instintivo hacia el factor biológico. Un rechazo que debe ser atribuido, probablemente, al hecho de ser visto como la forma más injusta de predestinación. Si además de ser heredable la belleza, la inteligencia o el carácter, lo fuesen también el talento creador, el valor, el tesón y otras cualidades —y ausencia de cualidades— que, prescindiendo de accidentes externos y hechos fortuitos, predeterminan los éxitos o los fracasos, la suerte de los desfavorecidos parece demasiado atroz, por mucho que pueda modificarla una educación adecuada. Tanto más atroz cuanto más inobjetable. Una injusticia a la que tradicionalmente se ha buscado compensación en una deidad arbitraria además de bondadosa, que conceda satisfacción en la otra vida a los sinsabores que ha deparado en ésta.

Lunes, 6 de marzo. VANESA. Más que abrirse o romperse, la envoltura de la crisálida se soltó entera del soporte y la mariposa salió aleteando espléndidamente, algo aturdida por el rebote de los rayos solares contra las losas del sendero. Un nacimiento casi vegetal, como brotar de una semilla, sólo que totalmente crecida, terminada, en su punto, capaz de lanzarse de inmediato sobre las flores, vistosa y llamativa como una flor más, dispuesta a una intensa relación libidinosa tanto con flores como con mariposas.

Junto a la casa, el padre se disponía a cortar el césped tras haber vaporizado con herbicida las hierbas que crecían aquí y allá, por sorpresa, entre los rosales, una por una, meticulosamente, no fuese a escapársele una ráfaga. La madre regaba los tiestos y los niños chapoteaban en la piscina. El perro, más bien aburrido, escondía un hueso entre las budleyas.

La mariposa sobrevoló los tiestos de begonias, atraída por el brillo de una gota de agua a punto de desprenderse del filo de una hoja. Pero el aroma de las budleyas era excesivamente intenso para que pudiera resistirse un instante más. Se llegó hasta el macizo de budleyas, sobrevolado ya por otras mariposas, todas diferentes a ella. Y libó y libó, exultante ante el espectáculo de tantos colores y olores armonizándose, hasta que el perro intentó sin éxito de un salto cazar una mariposa, otra mariposa, espantándolas a todas con el revuelo.

El padre había hecho arrancar el cortacésped y dio las primeras pasadas, mientras la mariposa se dirigía como en elegantes compases hacia el macizo de rosales y, más concretamente, hacia una gloriosa Mme. Meilland de pétalos ampliamente desplegados. Pero en ese momento atrajo irresistiblemente su atención una pequeña flor amarilla que crecía de una hierba casi a ras del suelo, una flor, se diría, que era reflejo a la vez que esencia del propio sol, un pequeño sol en formación, apenas cuajado, todavía pegajoso, todavía yema o germen, minúscula condensación de un puro resplandor. En aquel momento cesó el ruido del cortacésped y el padre intentó en vano ponerlo de nuevo en marcha. La mariposa había empezado apenas a libar cuando se sintió repentinamente mal, con fuerzas tan sólo para volar —ya dejándose caer— hasta el macizo de lirios. No bien se hubo posado, notó que las alas se le paralizaban, sin darle tiempo siquiera a plegarlas.

Los niños, todavía chorreantes, se detuvieron al pasar por su lado. ¡Fíjate qué mariposa! ¿La cazamos? ¡Déjate de mariposas, que está a punto de empezar! Pero el programa aún no había empezado: en la tele estaban dando un documental sobre la vida del bosque. Mira mamá, dijo uno de los niños. Acabamos de ver una mariposa como ésta en el jardín. ¿De veras? Pues es preciosa. El padre entró de muy mal humor. El cortacésped se había vuelto a estropear.

Viernes, 10 de marzo. EL ENTRAMADO. El apellido, que sitúa a una persona en un linaje determinado, es tal vez lo que menos importa respecto a esa persona, lo que menos dice acerca de su modo de ser, un modo de ser cuyos trazos maestros proceden en ocasiones de antepasados muy lejanos. Más determinante que el nombre o el parecido físico será siempre lo que dentro de ese remoto legado afecte a los gustos, las aficiones, las predisposiciones, las destrezas, los gestos, la propensión a un uso específico de las palabras. Y también las afinidades eróticas que le aproximan a una persona concreta, la atracción inexplicable por una sonrisa concreta, por una mirada, por una voz, algo tan poco aleatorio como el hecho de preferir un animal a otro o un tilo a un abeto.

Con la sangre se reciben, además, los sueños ya soñados por otros, no más modificados que el paisaje que ellos vieron, que contemplaron en su día igual que lo contemplamos hoy nosotros, poblado por otra gente. Y como los sueños, los conceptos y hasta las palabras, palabras que se reproducen y metamorfosean, que ya no se escriben igual ni suenan igual, que ya tienen poco que ver con el latín o con el griego, pero que, por debajo de su cambiante apariencia siguen siendo idénticas a sí mismas, capaces de evocar aún el contexto en el que brotaron. Y también, las ideas en apariencia perdidas y las intuiciones artísticas que apenas si llegaron a tomar cuerpo, y que sin embargo, siglos más tarde, son recuperadas a partir de ese contexto reconstruido, a veces sin que quien las recupera sea consciente de haber hecho otra cosa que seguir su propia inspiración. Una realidad que tanto como a los grandes temas de la creación literaria relaciona, de hecho, a sus respectivos creadores.

Sábado, 11 de marzo. LA FAMILIA ESPEJO. Una serie con vocación de audiencia en la que pueda verse reflejado el gran público, gente como usted y su esposa, personas que viven volcadas hacia los demás hasta el punto de ser los demás idénticos incluso en las cosas más íntimas. Su mismo nombre nos dio, no ya la idea, sino el título de la serie. En cada episodio, además, se podría jugar con variantes de ese título. «El Espejo de la familia», «Una familia en el Camino», «Espejo y Camino», «Camino al fondo del Espejo», «Un Espejo al otro lado del espejo». Las opciones son infinitas. Lo esencial es dar a la serie una dimensión profundamente humana.

Domingo, 12 de marzo. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Se dio cuenta de que estaba caminando como hostigado, en parte por la fría brisa y en parte por la luz. Una luz perturbadora en la medida en que parecía enfriar el viento, una luz que llegaba en helados ramalazos desde resquicios abiertos en las formaciones nubosas que se cernían sobre los viñedos yertos y los cortantes perfiles montañosos. Fulgores que anunciaban una de esas noches en las que la conjunción de cerrados cielos nocturnos y paisaje oscuro convertía la rendija del horizonte en las fauces de un enorme pez salido de las profundidades abisales, breve grieta de claridad el resplandor del pueblo.

Siguió, no obstante, caminando hacia el castillo, atosigado por la idea de que las cosas no tenían por qué terminar felizmente. El hombre no es mucho más que una hormiga, pensó, o que una mariposa a la que se da muerte en razón precisamente de su belleza, sin que importe poner fin así a toda una serie de largas y azarosas mutaciones. O como una chispa que brota de súbito para disiparse al instante, breve chispazo sin conciencia de afinidad ni tan siquiera respecto a las restantes chispas de la fogata.

Perdió pie a causa de una irregularidad del terreno y estuvo a punto de caer, pero continuó adelante sin poner atención en lo sucedido. El mal, pensó, bien podría acabar triunfando, dominando el espíritu del ser humano. Y el impulso destructor, la necesidad de destruir a otros o a uno mismo, prevaleciendo sobre el impulso de proteger cuanto hay de valioso en la vida. Y que ese triunfo del mal se produjera, precisamente, merced a la impotencia final del ser humano, a su incapacidad o falta de fuerza para crear, para engendrar, para elevarse a sí mismo hasta las áreas superiores de la existencia, cediendo así a la inercia de las fuerzas inferiores del mismo modo que el árbol de ribera sucumbe a la fuerza de la crecida.

Lunes, 13 de marzo. VISTA PANORÁMICA DE COMOLORO. En las paredes colgaban diversos planos, grabados y vistas panorámicas, tanto de los edificios como de su contorno ajardinado, realizados en diferentes épocas. Tal vez el más interesante, por su fidelidad al detalle, era un grabado del siglo XVIII que recogía escrupulosamente, como si de una fórmula química se tratase, la composición de los jardines de Comoloro. Destacaba así, por ejemplo, los siete huertos de flores, la docena larga de avenidas bordeadas por distintas clases de árboles de alineación, los cuatro miradores situados en correspondencia con los puntos cardinales y hasta el estanque de los peces de colores. El bosque circundante, el bosque, presumiblemente, que estaba en el origen de Comoloro, era de cedros.

Había cosas que no constaban ni podían constar en el grabado, dijeron. El huerto de frutales, por ejemplo, que está cuidado como antes se cuidaban estas cosas: árbol por árbol. Allí cada árbol tiene nombre propio y los árboles, pues claro, lo agradecen. De ahí que den fruta todo el año y que vivan hasta naranjos y limoneros, algo que, en razón del clima, nadie creería posible.

Ahora bien: si hay árboles que merezcan ser destacados de los demás, esos árboles son los cedros, entre los que, a fin de cuentas, nació Comoloro. Y no sólo por más altos sino, sobre todo, por más espesos, hasta el punto de que las ramas de unos penetran en las ramas y troncos de los más próximos, con lo que se crea un intrincado circuito revitalizador, en la medida en que la savia circula de árbol en árbol beneficiando al que más lo necesita, y entre todos forman un entramado que hace al conjunto prácticamente inmortal.

Martes, 14 de marzo. Lo nuevo asusta, por lo que el instinto de conservación de la gente, del lector en el caso de la creación literaria, tiende con frecuencia a negar esa condición a la obra verdaderamente nueva que llega a sus manos, a remitirla a lo ya conocido, cuando no a lo consabido. De ahí que esa obra suela ser juzgada con criterios anteriores a su aparición, a los que tal aparición forzosamente genera. De ahí, también, que toda obra innovadora sea mejor entendida con el paso de los años gracias a la llamada perspectiva del tiempo, que no es sino la paulatina asimilación de cuanto de nuevo aporta la obra. De ahí, finalmente, que se acepte con mucha más facilidad lo que se pretende nuevo sin serlo, siendo si acaso mera traslación de un género a otro. Esto es: hacer lo ya hecho en otro lenguaje, como sucede con esos relatos de inspiración cinematográfica o televisiva hoy día tan populares. O lo que es anunciado como nuevo, bien por el autor, bien por la crítica, sin más justificación para tal proclama que la que pueda evocar un gurú de la alta costura cuando hace la suya. Se asimila entonces la creación literaria a la difusa noción de progreso, como si de un dogma se tratase. Como si lo nuevo no hubiera significado en ocasiones, a través de la Historia, la negación de la inventiva, la paralización de toda actividad creadora. Si el ser humano se ha sobrepuesto a esta clase de embates hasta ahora, es porque algo hay impreso ya en su espíritu que, a la corta o a la larga, con el paso de las generaciones, hace aparecer las más altas formas de expresión alcanzadas, prestas de nuevo a iluminar la vida.

Miércoles, 15 de marzo. Hay pueblos primitivos que hasta fechas relativamente recientes desconocían, no ya el fuego, pero sí la forma de prenderlo. O que no creían necesario abrigar su cuerpo o guarecerse en cabañas. Pero todos poseían una cuidada dieta alimenticia y su habla era, en algún caso, puro ejercicio de creación literaria. Y es que las dos manifestaciones mayores de la inventiva humana son, sin duda, el control de la alimentación y el habla. Igualmente remotas ambas en lo que se refiere a sus orígenes, no han dejado de modificarse a lo largo de la Historia, hasta el punto de que su evolución es la del hombre mismo. Tanto ese hombre como sus alimentos corresponden, en su composición material, a la composición del planeta, un planeta profundamente sometido al influjo del sol y de la luna y de la rotación del cielo estrellado. Descubrir cuáles son los elementos comestibles entre los muchos que forman el revestimiento vivo de la corteza terrestre es sólo el primer paso. Lo realmente laborioso es aprender a cultivarlos o criarlos, a manipularlos artificialmente y prepararlos del modo más adecuado. Y el dominio definitivo de la materia lo representa el diseño de una dieta que supedite la alimentación a las necesidades concretas de cada organismo, de forma que de ella resulte un mejor desarrollo tanto físico como intelectual del ser humano.

Similarmente, el desarrollo del lenguaje significó no ya poder hablar de las cosas del mundo circundante en la medida en que todas tenían nombre, sino reflexionar así sobre la naturaleza de ese mundo circundante y la del hombre que reflexiona, como sobre su origen y su fin —el del hombre, el del mundo— y sobre el sentido de todo ello. Un ejercicio que en sí mismo propicia y genera una mayor capacidad intelectual. Pero lo más decisivo en este sentido fue el paso, en un momento determinado, del lenguaje instrumental y denotativo al creador y connotativo. Es decir: la actividad literaria, la capacidad y el don de hacer del hombre un creador de mundos por él inventados.

Jueves, 16 de marzo. PÁJAROS. Recuerdo el rechinar de la veleta durante los veranos, en el campo. Con ese chirrido, la veleta anunciaba que el viento había cambiado. De chico, mis puntos cardinales preferidos eran el N y el E. No por el viento, sino en sí mismos. Veía cierta correspondencia entre puntos cardinales y estaciones del año: este, primavera; sur, verano; oeste, otoño; norte, invierno. La estridencia del hierro espantaba a los pájaros posados en la veleta que, altivos, giraban con ella.

El paso de las estaciones, las aves de paso girando en grandes bandos contra el cielo, viajando de norte a sur o viceversa, de este a oeste o viceversa, según la estación del año. Los pájaros alineados en la veleta, las nubes, la sucesión de las estaciones, girando como gira la veleta a impulsos del viento, un movimiento de rotación similar al de las agujas del reloj cuando dibuja los 360º de la circunferencia.

Es decir: el curso del sol a lo largo del año y a lo largo del día. Coincidencias que inciden sobre la vida no de forma simbólica sino real. Como las fases de la luna sobre la naturaleza y los siete días de la semana en que se divide cada una de esas fases. O la relación entre los doce meses del año y el cielo estrellado, algo que Dante tuvo siempre muy presente.

Ritmos temporales que tienen que ver con la música además de estar relacionados con la vida. Un modo de pautar, de poner orden en los sonidos inventados por los primeros humanos a la vez que el habla en su intento de imitar a los pájaros. Sonidos con los que se comunicaban, que eran habla, que eran canto, la más remota de las músicas.

Viernes, 17 de marzo. EL RUISEÑOR Y LA LECHUZA. Nada en apariencia tan dispar ha sido tan estrechamente emparejado desde tiempos antiguos: relación amorosa y creación literaria. No tanto porque una cualquiera de ellas esté en el origen de la otra, cuanto porque el impulso al que responden y el movimiento que emprenden son análogos. Gestos asociados a la noche, a los nítidos sonidos que inmovilizan la oscuridad, a los cautelosos avances que se perciben cuando ya no es posible distinguir un hilo blanco de un hilo negro, mientras todo el mundo duerme. Salir de sí, entonces, dejarse atrás, ojos que se pierden en los ojos, abrazo en el abrazo, cuerpo en el cuerpo, disuelto el uno en el otro. O bien, hecho verbo, llevar las palabras a decir lo que por sí solas no decían, a construir una realidad circundante tan familiar como la que rodea a quien está escribiendo, ese contorno exterior nocturno, de vegetación quieta, como sobrecogida por la fría luz de un cielo vidrioso y oscuro. Y, al terminar, no saber de cierto si ha transcurrido un instante o la noche entera.

Sábado, 18 de marzo. HABLAR DEL TIEMPO. Eso que sucede cuando se toma un taxi, la necesidad imperiosa de hablar, de decir algo que caldee el ambiente y cree un clima de entendimiento y simpatía, en especial, si, como es éste el caso, el pasajero es de natural más bien tímido y el rostro del conductor se ofrece más bien hosco. Un tema cualquiera: el tráfico, las obras que se están realizando por todas partes y que tanto entorpecen, la inseguridad ciudadana, la violencia escolar, la racha de mujeres asesinadas, la programación televisiva que tanta culpa tiene o, en última instancia, el tiempo, que está cada vez más loco. El taxista se medio vuelve al fin, abriendo una boca de dogo por encima del hombro.

—¿Pues sabe lo que le digo? —dice—. ¡Que me alegro!

Domingo, 19 de marzo. CORDILLERA IMPERCEPTIBLE. Noel se daba cuenta de que le estaba contando su vida sin estar seguro de que se llamase Ana, por lo que se dirigía a ella sin pronunciar nombre alguno. Le pareció que el alcalde se la había presentado como Ana Rodríguez, pero nunca ponía demasiada atención en las presentaciones y podía estar equivocado tanto en lo que se refería al nombre como al apellido.

—¿Y cómo estar seguro de que no van a terminar por localizarte?

—De lo que estoy seguro es de lo contrario, de que me tienen más que localizado. El fondo de la cuestión es que, mientras sepan que estoy aquí, perdido en un pueblo de mala muerte, no les preocupo, volvería a convertirme en un peligro, desde su punto de vista, a la que dejara La Pobla.

—Una especie de acuerdo tácito.

—Más o menos.

—Pues lo que es yo, no podría vivir así, con una amenaza pendiendo siempre sobre mi cabeza.

—Te advierto que acabas por acostumbrarte. Porque aquí, en La Pobla, también hay problemas. Y los problemas de aquí te distraen de los de allí.

Hizo una seña al camarero para que le cobrara los cafés; iba siendo hora de acercarse a la consulta. La maestra no tendría más de veinticinco años y era bastante atractiva. La Pobla era su primer destino. Fumaba demasiado, tal vez por timidez.

—¿Y tu familia? —le preguntó, encendiendo un cigarrillo—. ¿No vive contigo? Tu mujer. Vamos, o tu novia.

—Tengo novia a medias. Ahora está en la India.

—¡En la India! Menuda vida os pegáis. Con lo que a mí me gusta viajar... Y tú hablas como si nada de Somalia, de Ruanda, de la India. Podrías escribir una novela contándolo todo.

—Ya lo hice. Publiqué una hace años.

—¿Tú? ¿Me estás diciendo que tú has escrito una novela? ¡Qué guay! ¡Nunca había conocido a un novelista! ¿La firmaste con tu nombre o con seudónimo?

—Con seudónimo, claro. No iba a complicarme aún más la vida.

—¿Con seudónimo? ¿Cuál? ¿Cómo se titula la novela?

—Eso no puedo decírtelo. En la propia editorial sólo una persona conoce mi verdadero nombre. Mira, haremos una cosa: yo te paso un libro y tú te lo lees.

—¡Anda, sí! Yo quiero leerla. ¿Dónde la puedo comprar?

—¡Huy! Está más que agotada. Y mira que tuvo éxito. Pero no hay quien entienda a los editores. Se ve que si no eres de su cuadra no hay nada que hacer.

—¿Y no puedes prestarme un ejemplar? Prometo devolvértelo impecable.

—Es lo que te estoy proponiendo. Lo que pasa es que a mí no me quedan. Mi madre, ¿sabes? Seguro que ella guarda alguno. Una semana de éstas tengo que ir a verla. Y entonces le pido un ejemplar y te lo paso. A ver si me acuerdo.

—Yo me encargo de recordártelo —dijo ella mientras se levantaban.

Lunes, 20 de marzo. APOGEO. Una de las vistas más llamativas que cabe imaginar de la comarca es la que puede apreciarse desde un avión a la espera de aterrizar en algún aeropuerto próximo. El aparato se había inmovilizado casi por completo mientras aguardaba a que los controladores le dieran pista. Desde las ventanillas de la banda derecha no se veía más que el cielo, con los rastros dejados por una escuadrilla de combate que se interrumpían de súbito, como si sus tres componentes hubieran sido abatidos a la vez. A la izquierda, en cambio, y con extraordinaria precisión, se divisaba toda la comarca: los diversos pueblos y aldeas, las granjas aisladas, el castillo, el molino de los sauces, los bosques, los peñascos, los cultivos abandonados, el rebaño de ovejas, las avispas y mariposas, los crocus. En algún momento pudo parecer que el avión se movía, pero era el avance de las nubes, ni grises ni pardas, cada vez más prietas, lo que producía esa ilusión. Con relativa celeridad las nubes se fueron compactando unas con otras, formando un pesado manto que se cerraba a ojos vistas sobre el paisaje: el llano ensombrecido donde ya brillaban las primeras luces, la torva presencia de las montañas, Comoloro. Al anochecer, no bien el sol se hundió en las nubes, la superficie de éstas adquirió calidades y coloraciones de calamar, entre naranja y marrón amoratado, a modo de planicie tendida hasta el horizonte. A la luz del halo rojo dejado por el sol, la totalidad del campo visual parecía extenderse como la lisa corteza de un planeta, de otro planeta.

Edición en formato digital: marzo de 2012

© Luis Goytisolo, 2010

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Diseño de la cubierta: Ediciones Siruela

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ISBN: 978-84-9841-928-3

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