La mesa

El orden de mi mesa de trabajo se parece hoy a los buenos propósitos para iniciar el año. Todo está en su sitio, las carpetas han vuelto a sus archivadores, los libros ocupan de nuevo su lugar en las estanterías, los papeles inútiles recuperan una discreta confianza en el futuro gracias a la bolsa de reciclaje. Se nota que esta semana ha empezado el curso universitario.

Los profesores viven sus días de Año Nuevo con las primeras clases. Las verdaderas uvas del tiempo son servidas en el plato de los horarios académicos, de las aulas, de las fichas de los alumnos, de la mesa de estudio que ha decidido desnudarse, ducharse, borrar los desperdicios, dejar hueco para los meses que quedan por delante. Resulta todo un espectáculo observar la madera de la mesa, repeinada y cívica, dispuesta a pactar una vez más con el porvenir, como si volviese a creer que los sueños son posibles, que las ilusiones se irán cumpliendo, que los trabajos alcanzarán un buen final y las sorpresas enriquecerán la rutina.

Por muchos años que se cumplan, el arte de vivir se parece siempre al intento de conservar debajo del cinismo al niño que ordena los lápices en su estuche y prepara la cartera para ir al colegio. La vida todavía nos puede enseñar algo. Por eso la mesa venerable es paciente, exige orden de vez en cuando y discute con el revoltijo de cables, alargadores y enchufes que invade el suelo de la habitación. La lámpara, la radio, el ordenador, el equipo de música, el ADSL, el RDSI, llevan la selva a nuestros pies y a nuestras dudas, sobre todo cuando hay que recargar la batería del móvil. Frente al torbellino tecnológico, el orden de la mesa vuelve a apostar por las cosas de siempre, por el deseo de entrar en el calendario con buen pie, sin tropezar con los cables. El orden es una realidad abstracta en la que aprenden a vivir las promesas.

Durante unas semanas casi llegamos a olvidarnos de que nuestras relaciones laborales con el futuro dependen de un contrato basura. La precariedad irá poco a poco imponiéndose en las cartas sin contestar, en los bolígrafos desaparecidos, en los trabajos pendientes, eternamente pendientes, que pesan como una cadena perpetua, como un castigo visible en las fotocopias, los libros y las notas que van amontonándose alrededor de nuestros ojos y nuestra sombra. Los proyectos incumplidos acaban pareciendo ilusiones en paro, inmigrantes sin una patria a la que volver, pero con muchos papeles. Sobran los papeles en la mala conciencia de una ilegalidad que convierte en basura el orden de los buenos principios.

Como una enredadera, los asuntos sin resolver acabarán trampeando en las tareas del día y caerán mesa abajo hasta el suelo, para mezclarse con el revoltijo de los cables. Uno sabe que pasada la frontera de noviembre, que se parecerá mucho a una alambrada, el confuso otoño descompondrá la mesa en un desorden gris, fatigado, frío como la lucidez y la desesperanza. ¿Pero qué hacer? El cinismo es todavía más peligroso que la ingenuidad, porque implica una renuncia moral, un olvido de la responsabilidad que palpita bajo cada asunto pendiente, bajo cada promesa incumplida. Habrá, por lo menos, que sentirse responsable del desorden. Y para eso conviene empezar el curso con la voluntad optimista de una mesa ordenada. Tal vez este año...