»El granjero me llevó entonces al sembrado y me puso sobre ese poste donde me encontraste, luego de lo cual se fueron ambos, dejándome solo.
»No me agradó que me abandonaran así, de modo que traté de seguirlos; pero mis pies no tocaban el suelo y tuve que quedarme colgado del poste. Realmente, era una vida muy solitaria, ya que no tenía nada en que pensar, porque hacía tan poco que me habían hecho. Muchos cuervos y otras aves llegaron volando al sembrado; pero no bien me veían se alejaban de nuevo, creyendo que yo era un Munchkin, lo cual me agradó y me hizo sentir muy importante. Después, un viejo cuervo se fue acercando poco a poco y, luego de observarme con gran atención, se posó sobre mi hombro y dijo:
»—¿Habrá querido ese granjero engañarme de manera tan torpe? Cualquier cuervo con un poco de sentido común se daría cuenta de que estás relleno de paja.
»Después saltó a tierra y comió todo el maíz que quiso. Los otros pajarracos, al ver que yo no le hacía daño al primero, también se acercaron a comer, de modo que en pocos minutos me rodeaba una gran bandada de ellos.
»Esto me entristeció, pues indicaba que, al fin y al cabo, no era yo gran cosa como Espantapájaros, pero el viejo cuervo me consoló con estas palabras:
»—Si tuvieras cerebro serías tan hombre como cualquiera de ellos. El cerebro es lo único que vale la pena tener en este mundo, sea uno cuervo u hombre.
»Después que se fueron los cuervos, me puse a pensar en esto y decidí esforzarme por conseguir un cerebro. Por suerte para mí, llegaste tú y me sacaste del poste y, por lo que dices, estoy seguro de que el Gran Oz me dará un cerebro no bien lleguemos a la Ciudad Esmeralda.
—Así lo espero —asintió Dorothy con fervor—, ya que estás tan ansioso por tenerlo.
—Sí que lo estoy —dijo el Espantapájaros—. Es feísimo saberse tonto.
—Bueno, sigamos —decidió la niña, dando la cesta a su compañero.
Ahora no había vallas bordeando el camino; y el terreno estaba descuidado y lleno de malezas. Hacia el atardecer llegaron a un bosque donde los árboles eran tan grandes y crecían tan juntos uno de otro que sus ramas se unían por sobre el sendero amarillo. Aquello estaba muy oscuro, pues las hojas impedían el paso de la luz del día, pero los viajeros siguieron adelante sin temor, internándose en el bosque.
—Si el camino entra allí, por algún sitio ha de salir —dijo el Espantapájaros—, y como la Ciudad Esmeralda está al extremo del camino, tendremos que seguirlo dondequiera que nos lleve.
—Cualquiera se daría cuenta de ello —repuso Dorothy.
—Claro, es por eso que lo sé. Si se necesitara cerebro para adivinarlo, jamás me habría percatado de ello.
Al cabo de una hora o dos terminó de oscurecer y ambos se encontraron marchando a tientas y tropezando a cada momento. Dorothy no veía nada, pero Toto sí, pues algunos perros ven bien en la oscuridad, y el Espantapájaros afirmó que podía ver tan bien como si fuera de día. Así, pues, la niña se tomó de su brazo y pudo continuar sin mayores inconvenientes.
—Si ves alguna casa donde podamos pasar la noche, dímelo —pidió a su acompañante—; resulta muy molesto esto de marchar a tientas.
Poco después se detuvo el Espantapájaros.
—A nuestra derecha veo una casita de troncos —anunció—. ¿Vamos allá?
—Sí —respondió ella—. Estoy agotada.
Guiada por su compañero, la niña pasó por entre los árboles hasta llegar a la casita, en cuyo interior hallaron un lecho de ramillas y hojas secas. Dorothy se acostó en seguida, con Toto a sus pies, y no tardó ni un minuto en quedarse profundamente dormida. El Espantapájaros, que nunca se cansaba, quedóse parado en un rincón y allí esperó pacientemente hasta que llegó la mañana.