VI
Después del amor no hay cosa más importante que la confianza y uno de los beneficios que ofrece la vida en pareja es precisamente la posibilidad de disfrutar de ella en plenitud. La confianza para desnudar el alma, para exponer el cuerpo ante la vista del compañero sin el menor pudor, para entregarse con desparpajo, para abrirse, para abandonarse impúdicamente en otros brazos sin miedo a ser lastimado. La confianza de poder decirle al esposo o a la esposa: «mi vida, traes un pedazo de fríjol en un diente», o en caso contrario, de ser informado de que, involuntariamente, uno porta una lagaña o un moco.
Amor y confianza caminan de la mano. Sólo la confianza permite que la energía amorosa fluya y que se dé el acercamiento entre los seres humanos. El primer signo de que ya no existe confianza entre dos personas aparece cuando una de las partes presenta resistencia ante el contacto personal, cuando se hace evidente la falta de voluntad para las caricias, para los besos, para la cercanía.
En los ocho años que Lucha y Júbilo tenían de casados, se habían prodigado confianza mutua a manos llenas. Ninguno de los dos había lastimado al otro como para mirarse con recelo. Se querían y se respetaban a pesar de las grandes diferencias que existían entre ambos. Sin duda, la más relevante tenía que ver con la inconformidad que a Lucha le provocaba la vida que Júbilo le ofrecía. Es más, Júbilo estaba convencido de que ésa era la razón por la que su esposa no se había podido embarazar nuevamente. Cosa que a Júbilo, la verdad, no le preocupaba mucho. Y no porque no deseara tener más hijos, sino porque con su sueldo de telegrafista apenas le alcanzaba para mantener a Lucha y a Raúl, su primogénito. Por el momento, no podía darse el lujo de alimentar a más hijos. Bueno, al menos no de la manera en que Lucha esperaba. Ella le exigía un tipo de vida que Júbilo estaba muy lejos de poder solventar.
Con el dinero que le había ganado en el poker a don Pedro, ya descontando el que le había dado a Jesús y Lupita para su boda, con duras penas habían podido dar el enganche de una casa del agrado de su esposa. Era una construcción pequeña, pero lo suficientemente cómoda y ubicada lo más cerca posible de la residencia de sus suegros. Seguía estando dentro de la colonia Santa María la Rivera, pero ya en los límites colindantes con la Santo Tomás. No era una casa tan grande como la de los Lascuráin, pero sí muy agradable. Tenía una elegante sala con balcones que daban a la calle, tres recámaras de techos altos y vigas de madera que daban a un corredor con macetas, al final del cual se encontraban un comedor y un baño. Junto al comedor había una amplia cocina y un patio trasero donde Raúl podía jugar a su antojo.
Por un tiempo, Lucha se sintió muy feliz. La posibilidad de establecerse en la capital y de dejar la vida errante que hasta entonces habían llevado fue más que suficiente. Elegir el acomodo de los escasos muebles le resultaba tan divertido como jugar a la casita. Gozaba enormemente todo lo que tenía que ver con el acondicionamiento de su nuevo hogar. Por primera vez, desde que se casó, se sentía con la libertad de clavar un clavo en la pared o de poner un jarrón con flores donde se le diera la gana. Las casas u hoteles donde se habían instalado anteriormente, eran casas prestadas que nunca les habían pertenecido. Y para Lucha era importante poseer las cosas antes de poder disfrutar de ellas.
Júbilo, por el contrario, era capaz de apropiarse del mundo tan sólo con la mirada. Podía disfrutar del olor de las gardenias sin importar que fueran del jardín del vecino o de la maceta de su casa. Sabía hacer suyas las penas y las desgracias ajenas. Sabía compartir los sueños de sus amigos y celebrar como propios los triunfos de los demás. Tal vez en eso radicaba su éxito como telegrafista. Al enviar un mensaje, lo hacía con toda el alma, como si actuara a título personal. Y tal vez, por lo mismo, extrañaba el contacto directo con el público.
En los pequeños pueblos donde había tenido la oportunidad de prestar sus servicios como telegrafista pudo dar seguimiento a las misivas redactadas por él mismo, pues de inmediato sabía el tipo de reacción que los destinatarios tenían ante tal o cual telegrama, en cambio, en la capital, su trabajo se tornaba frío, perdía el calor humano. Nunca se enteraba de lo que había pasado con los envíos y, por lo tanto, su trabajo no le resultaba igual de satisfactorio, perdía un poco el sentido.
Ya no sabía para qué trabajaba tanto. Su labor de mediador, de enlazador, se desvanecía en una oficina grande donde tenía que enviar y recibir mensajes lo más rápido posible y donde se valoraba más la velocidad que la eficiencia. Júbilo se sentía un poco decepcionado en su trabajo, pero por otro lado, sabía que estaba haciendo lo correcto, lo que Lucha esperaba de él, lo que su hijo requería.
Trabajaba para ellos, no para él, y eso tenía su lado agradable. La satisfacción de ver a Lucha instalada en una casa propia y de poder alimentar y vestir a su hijo adecuadamente lo hacía muy feliz. Lucha le agradecía el esfuerzo, sin embargo, el dinero que recibía, no era precisamente el que esperaba y mucho menos teniendo un hijo de por medio. Ella quería darle la mejor educación, comprarle los mejores zapatos, la mejor bicicleta, la mejor pelota y se sentía muy limitada económicamente, por lo que desde hacía varios años, había empezado a presionar a Júbilo para que consiguiera un doble turno y constantemente le criticaba su falta de ambición.
A Júbilo, dicha observación le parecía injusta. No es que no tuviera metas en la vida, sino que no eran las que Lucha abrigaba. Él no tenía prisa para hacerse rico, no era su mayor aspiración en la vida. Jesusa, su madre, constantemente repetía que la gente adinerada era tan pobre que sólo tenía dinero. Él estaba completamente de acuerdo. Había cosas mucho más importantes en la vida que la simple acumulación del capital. Para Júbilo un hombre rico era aquel que tenía la capacidad de ser feliz, y él intentaba serlo.
Cuando Raúl nació, Júbilo apenas tenía veintidós años y Lucha veinte. Eran unos chiquillos. Se habían casado tan jóvenes que a Júbilo no le había dado tiempo de divertirse con sus amigos. Los primeros meses, se descontroló por completo, sentía que Raúl era un intruso que le venía a quitar el cariño y las atenciones de Lucha. Pero en cuanto el niño comenzó a sonreír y a intercambiar abrazos con él, su apreciación cambió por completo. Empezó a ver en Raúl al hermano pequeño que nunca tuvo y el niño pronto se convirtió en su compañero de juegos. Lograron establecer una relación tan profunda que cuando Raúl comenzó a hablar, la primera palabra que pronunció fue papá y cuando sufría un accidente, en lugar de llorar y pedir a gritos a su mamá, exigía la presencia de su papá. Un padre demasiado joven que más bien parecía un niño grandote o un adolescente que, después de la pesada jornada de trabajo en la Oficina de Telégrafos, de lo único que tenía ganas era de relajarse, de jugar un rato con su hijo y luego reunirse con sus amigos a tocar guitarra y a cantar.
Para Lucha, esto representaba una falta total de interés por progresar en la vida. Ella consideraba que Júbilo, en lugar de perder el tiempo con «la guitarrita», bien podía meterse a tomar clases de inglés, de francés, de contabilidad, o bien, buscarse otro trabajo más jugoso, cualquier cosa que les asegurara a ella y a su hijo un futuro promisorio. Porque el que contemplaba a corto plazo no le resultaba muy halagador que digamos.
Raúl estaba creciendo, ella lo quería inscribir en una buena escuela de paga, en el Colegio Williams o algo similar. Para Júbilo eso no era necesario. Cuando él había llegado a la capital, su padre lo había matriculado precisamente en esa escuela. Pudo asistir a ella por muy poco tiempo pues los ahorros familiares se agotaron pronto y no les quedó otra que cambiarlo a una escuela de Gobierno. Júbilo había sido mucho más feliz en esa escuela que en la privada y no veía el motivo por el cual su hijo no pudiera hacer lo mismo. Lucha, por el contrario, siempre había asistido al colegio Francés y lo agradecía. Le parecía básico recibir una buena educación y no se lo decía abiertamente a Júbilo pero pensaba que la diferencia entre ellos, en lo que a educación se refería, era palpable.
Júbilo no hablaba inglés, ni francés, no conocía Europa, no sabía cómo desenvolverse en sociedad y, por lo mismo, ella pensaba que estaba condenado a una vida mediocre. Lucha, en cambio, se creía capacitada para conseguir un buen empleo en cualquier momento. En alguna que otra discusión, ella ya había planteado esta posibilidad, pero Júbilo la había rechazado de tajo. No le parecía nada apropiado que su mujer trabajara. Lo habían educado para ser el único proveedor de su hogar. Así que con tal de no tener mayores discusiones de tipo económico, Júbilo dobló las manos, dejó de lado las tardes de juegos con Raúl, el trío que estaba formando con sus amigos, las canciones de Guty Cárdenas, los sueños de cantar en la XEW y se metió a trabajar como radio operador en la Compañía Mexicana de Aviación cuando salía de la Oficina de Telégrafos.
Gracias a ese trabajo adicional, en poco tiempo pudieron comprar un nuevo refrigerador, una lavadora de ropa de rodillos y cambiar el calentador de agua de leña por uno eléctrico. Lucha estaba feliz y Júbilo, al ver su regocijo, también.
Por un tiempo, la vida en familia mejoró notablemente. Lucha tenía tiempo para salir a pasear, para ir al salón de belleza y para ir de compras, pues el uso de la lavadora de ropa, de su olla express y de su licuadora le ahorraban mucho tiempo. Le estaba muy agradecida a Júbilo de que le hubiera comprado esos aparatos que tanto necesitaba y no se cansaba de glorificar las bondades del refrigerador y demás enseres domésticos. Júbilo, apenas la escuchaba pues llegaba muerto de cansancio y con trabajos podía oír la cuenta detallada de todo lo que su esposa había hecho durante el día, antes de quedar profundamente dormido.
Lucha, entonces, encontró un nuevo motivo para discutir con su esposo. Le reclamaba la falta de interés que ponía en su conversación y su descuido para notar que se había hecho el manicure y el pedicure en su honor. Júbilo con paciencia y cariño le explicaba que no se trataba de que fuera descuidado, sino que para él era mucho más importante utilizar los breves momentos en los que podían estar juntos en hacer el amor con ella, en vez de desperdiciar su energía y su tiempo en pláticas.
Lucha se ponía furiosa y le decía que ella necesitaba alguien con quien hablar, no sólo alguien con quien hacer el amor, ya que ella no era ninguna prostituta. Júbilo se quedaba sin argumentos. Para él, era mucho más halagador demostrarle a su esposa que lo volvía loco de amor y no comprendía que para Lucha fuera más importante que él se sentara a escucharla y contemplarla.
Afortunadamente estos desencuentros no duraban mucho. Al primer abrazo que se daban, surgían los besos, los abrazos, las disculpas, los perdones y terminaban entrelazados en la cama.
Fue después de una de esas reconciliaciones que Lucha volvió al ataque y le suplicó a Júbilo que la dejara trabajar fuera de casa. Júbilo, que ya se había cansado de negarse y cada día veía más difícil poder comprar todo lo que Lucha quería, accedió a la petición de su esposa con la única condición de que hiciera su solicitud en la Oficina de Telégrafos. Consideraba que si los dos iban a trabajar, al menos debían buscar la manera de estar juntos una buena parte del día.
Los padres de Lucha, a pesar de desaprobar por completo que su hija trabajara, pues nunca ninguna mujer de la familia lo había hecho antes, decidieron ayudarla. Gracias a su influyentismo, hicieron una cita con el director de Comunicaciones y le pidieron que le diera a Lucha una oportunidad de laborar como secretaria particular del director de la Oficina de Telégrafos, pues a pesar de que no había cursado la carrera de secretaria bilingüe, hablaba inglés y francés a la perfección.
Lucha obtuvo el puesto, no tanto por su dominio de los tíos idiomas, sino por su belleza. El director de la Oficina de Telégrafos consideró que tener una secretaria con tan excelente presentación elevaba su estatus.
La presencia de Lucha en la oficina no sólo elevó el estatus del director sino de toda la corporación. Júbilo nunca se enceló, por el contrario, se sentía de lo más orgulloso de saber que esa mujer que despertaba tanta admiración y deseos en los demás fuera su esposa. Claro que la mayoría de sus compañeros de trabajo eran sus grandes amigos y por más que admiraran a Lucha nunca cruzó por su mente ningún pensamiento realmente pecaminoso. Júbilo lo había visto en sus miradas, así que no le encontraba el menor peligro a que Lucha se paseara por entre los escritorios alegrando la vista de todo el mundo pues el principal beneficiado era él. Tener a su esposa en la oficina era lo mejor que podía haberle pasado. Con ella a su lado, todo brillaba.
Ahí, en la Oficina de Telégrafos, Júbilo y Lucha pasaron sus mejores años de felicidad. Compartir el horario de trabajo matutino, les permitía tener una relación de enamorados. Se lanzaban miradas amorosas cada vez que se encontraban en los pasillos, se buscaban constantemente y aprovechaban hasta la más mínima oportunidad que se les presentaba para darse un beso, acariciarse la mano o abrazarse. Cuando tomaban juntos el elevador y nadie más los acompañaba, se abrazaban y besaban apasionadamente. Algunas veces llegaron al extremo de encerrarse en el baño para hacer el amor. Parecían más un par de amantes que de esposos y resultaba increíble imaginarlos como padres de un hijo de ocho años.
Raúl, al cuidado de sus abuelos, crecía y se desarrollaba rápidamente y aunque al principio extrañaba a sus padres, no le costó ningún esfuerzo habituarse a vivir rodeado de juguetes y de las mejores atenciones de lunes a viernes pues los fines de semana eran para sus padres. Sábados y domingos eran días de fiesta para los Chi. Júbilo procuraba de alguna manera contrarrestar la fuerte influencia que los abuelos tenían sobre Raúl. Lo llevaba a comer a los mercados, lo paseaba por Xochimilco, le mostraba los rincones más interesantes del centro de la capital para que tuviera una visión mucho más amplia de lo que era México. Consideraba básico que su hijo conociera bien sus tradiciones y su pasado cultural antes de admirar otras culturas.
Lucha aprovechaba los paseos de Júbilo y Raúl para descansar, para tenderse al sol en el patio trasero y recuperar fuerzas antes de regresar a sus labores el lunes por la mañana. Cuando estaban los tres juntos se paseaban en bata y pijama por la casa y los fines de semana en que Raúl se iba con sus abuelos a la casa de Cuernavaca se la pasaban metidos en la cama totalmente desnudos.
Así que ti trabajo de Lucha sirvió para que la joven pareja disfrutara por varios años de una pasión renovada. Lucha, con dinero en la bolsa para medias y para vestidos, recuperó su alegría de vivir y tal parecía que sus problemas se habían desvanecido.
Sin embargo, el destino irrumpió en sus vidas intempestivamente y las trastocó por completo.
El primer signo del cambio lo constituyó la noticia del nuevo embarazo de Lucha que los tomó por sorpresa. Ninguno de los dos se lo esperaba. Estaban convencidos de que Lucha había quedado estéril después del nacimiento de Raúl y ahora con gran desconcierto comprobaban que no. Como dato digno de tomarse en cuenta, es pertinente mencionar que la noticia llegó a sus vidas al mismo tiempo que un personaje que creían olvidado: don Pedro, el cacique de Huichapan.
Don Pedro pertenecía al grupo de oportunistas que aprovecharon la Revolución Mexicana para colocarse en puestos de gobiernos donde pudieran robar a sus anchas. Don Pedro, poco después de que Júbilo le ganara al poker en la cantina, había ingresado en el Partido Revolucionario Institucional y logrado que lo nombraran diputado federal. Más tarde había ocupado diversos puestos de carácter administrativo dentro de los cuales, el ser director de la Oficina de Telégrafos era el menos importante, pero no pensaba reclamar, tenía que mostrar su obediencia y lealtad al partido.
Una persona como ésa, adicta al poder, era capaz hasta de aceptar un puesto de inspector de baños de burdel con tal de permanecer dentro del círculo del mando. Además, por lo que estaba viendo en su primer recorrido, no se la iba a pasar nada mal. Lo primero que le llamó la atención de la Oficina de Telégrafos, no fue ni la antigüedad ni la arquitectura del bello edificio sino el par de nalgas que poseía la que sería su secretaria particular: tan bien plantadas y, no sabía por qué, tan conocidas. Cuando se la presentaron le preguntó directamente:
—¿Que no nos conocemos?
A lo que Lucha respondió:
—Sí, señor, nos conocimos cuando mi esposo trabajó por un tiempo en Huichapan como telegrafista, hace ya algunos años.
—¡Pero claro! Cómo olvidarlo. Su esposo me ganó una partida de poker memorable…, pues mire lo que es la vida, acabo de llegar y ya tengo antiguos conocidos en esta oficina.
Al estómago de Júbilo, la noticia le cayó peor que un pescado descompuesto. Tener de jefe a una persona tan repulsiva para nada le agradaba. Cuando se saludaron lo hicieron fríamente y como viejos adversarios. Era evidente que a don Pedro no le caía nada en gracia tener trabajando bajo sus órdenes al esposo de la secretaria a la que ya le había echado el ojo. Y él donde ponía el ojo ponía la bala. Sólo que esta vez iba a estar un poco más difícil. Así se lo había indicado la mirada de Júbilo.
Don Pedro nunca habría reconocido a su antiguo compañero de poker de no haber sido porque reconoció las nalgas de su esposa. Júbilo había embarbecido y ahora portaba un poblado bigote que lo hacía verse mucho más guapo y varonil. El que no había cambiado nada era don Pedro. Lo único que le había aumentado era la panza, pero por lo demás estaba igualito, seguía siendo el mismo ser sin escrúpulos, sólo que ahora tenía más influencias y mejores mafias.
Júbilo sabía perfectamente de lo que era capaz y pronto sus sospechas se hicieron realidad. Don Pedro, en cuanto tomó posesión de su puesto, lo hizo de manera integral. Sentía que toda la institución le pertenecía: el edificio, los escritorios, los telégrafos, los telegrafistas… y las secretarias; que podía hacer con todo y con todos lo que le apeteciera, que podía tomar, manipular y usar a su antojo a todo el mundo. Rápido empezaron los rumores de cómo se propasaba con las secretarias. Obviamente, su principal objetivo era Lucha. Era la que más le gustaba y a la que tenía más cerca.
Para Lucha ir a trabajar se convirtió en un tormento. No sólo estaba atravesando por los primeros meses de embarazo con sus subsecuentes vómitos y los mareos, sino que tenía que soportar las insinuaciones de don Pedro. Constantemente sentía su mirada clavada en sus senos o en sus nalgas. Lucha ya no sabía cómo ocultarlos. Lo peor era que cada día le crecían más a causa del embarazo, cosa que don Pedro parecía no tomar en cuenta, bueno, en lo que se refiere al embarazo, no a las voluptuosidades, de ésas sí que estaba pendiente sin importarle que Lucha estuviera casada. Es más, su condición parecía excitarlo. Cada día arremetía en sus ataques con más enjundia. En un principio sólo se había limitado a chulearla y poco a poco había comenzado a acariciarle el hombro cuando ella se encontraba sentada y don Pedro pasaba por detrás de su escritorio. Al mismo tiempo le regalaba flores o chocolates que aparecían sobre su escritorio acompañados de una notita y, por último, había pasado a la etapa del acoso psicológico.
A veces, cuando terminaba de dictarle alguna carta le preguntaba:
—¿Qué tiene, Luchita, se siente mal?
—No, señor.
—Pues la veo muy seria conmigo.
—No es eso, es que estoy un poco indispuesta.
—¿Ya ve? Entonces sí se siente mal. La verdad no sé cómo a una mujer tan bella como usted, su esposo la tiene trabajando.
—El no «me tiene» trabajando, fue una decisión personal.
—Pues si fue decisión propia, la debe de haber tomado empujada por las circunstancias, ninguna mujer abandona su casa y sus hijos por placer… o, dígame, ¿no le encantaría en estos momentos estar en su casita rodeada de mimos y halagos en lugar de andar aquí escuchando a este viejo coqueto?
Lucha tenía que pensar muy bien la respuesta. Si le respondía afirmativamente don Pedro confirmaría que la decisión de trabajar había estado forzada por las circunstancias y, si por el contrario le decía que no, lo podría interpretar como que a Lucha le encantaba estar en la oficina escuchando las palabras de ese viejo que más que coqueto era un inmoral, por lo que Lucha prefería levantar los hombros y salir de la oficina.
Pero en cuanto llegaba a su escritorio, empezaban a surtir efecto las ponzoñosas palabras de su jefe y sentía coraje contra Júbilo. La verdad, a ella le encantaría estar en su casa gozando de su embarazo y sintiéndose limpia y pura en lugar de andar protegiendo su vientre de las obscenas miradas de don Pedro. Estos pensamientos le agudizaban las náuseas y generalmente terminaba vomitando en el baño de mujeres.
Júbilo, por su parte, también estaba desesperado, la oficina había dejado de ser un lugar seguro para ellos. En el ambiente se respiraba un clima de amenaza constante y no sabía qué hacer. Se sentía totalmente impotente. Estaba haciendo todo lo que tenía al alcance para mantener dignamente a su familia. Ya trabajaba en dos sitios diferentes. Sólo si el día tuviera treinta y seis horas en vez de veinticuatro podría conseguir otro empleo.
Le urgía sacar a su mujer de la oficina y Lucha no se dejaba. En un principio estuvo tentada a renunciar, pero Júbilo y ella tenían planes para comprar una nueva casa un poco más grande y que tuviera una recámara extra para el nuevo bebé y contaban con su sueldo para ello, por lo que decidió conservar su trabajo y mantenerse lo más alejada posible de don Pedro, pero lo único que logró fue que su jefe se encaprichara más con ella y que Júbilo rindiera menos en su trabajo pues todo el día estaba pendiente de lo que pasaba entre Lucha y don Pedro.
Júbilo no era el único que vivía preocupado. La incertidumbre se apoderó del ambiente de la oficina y cambió de raíz las relaciones personales y laborales que existían antes de que don Pedro llegara. Los despidos no se habían hecho esperar y todos temían por su cabeza. La confianza que antes reinara había empezado a desaparecer. Las bromas y los chistes decayeron considerablemente. Ya nadie sentía la libertad ni la confianza para hacerlas. El único que podría haber modificado esa situación era Júbilo pero estaba demasiado ocupado en sus asuntos personales. La situación se agravaba día con día, hora con hora, hasta que llegó a un clímax.
Lucha tenía ya siete meses de embarazo y estaba tomando su descanso en compañía de Lolita. El bebé que llevaba dentro del vientre, también aprovechó la oportunidad para estirarse a sus anchas. A Lolita le llamó la atención la manera en que el vientre de Lucha se deformaba y, llena de curiosidad, le pidió que la dejara sentir el movimiento del niño. Lolita era una solterona que había pasado su vida dentro de esa oficina y se moría por acariciar una panza de embarazada. Lucha, por supuesto que accedió a la petición de su querida amiga y en esas estaban cuando don Pedro se apareció y le pidió a Lucha que a él también le permitiera tocarle el vientre.
Argumentó las mismas razones de Lolita, dijo que tenía mucha curiosidad de sentir en sus manos el movimiento de un feto. Lucha entró en un dilema: no tenía deseos de que ese hombre la tocara, pero no encontraba argumentos para impedírselo, si se negaba así como así iba a parecer una grosería de su parte pues a Lolita ya se lo estaba permitiendo. Mientras Lucha se debatía con sus ideas, don Pedro puso manos a la obra, le retiró la mano a Lolita y puso la suya en su lugar. De pasada, aprovechó el movimiento para rozarle a Lucha el busto. Lucha no tuvo tiempo ni de experimentar la rabia, pues en ese preciso instante apareció Júbilo hecho una furia y le retiró a don Pedro la mano de un tirón.
—No quiero que le vuelva a poner la mano encima a mi mujer nunca en la vida.
—Tú no eres nadie para darme órdenes.
Como toda respuesta, Júbilo le asestó un golpe en pleno rostro a don Pedro. Fue un derechazo poderoso, digno del Kid Azteca. Mientras el pesado cuerpo de don Pedro rodaba por las escaleras que segundos antes Júbilo hubiera subido a zancadas, un silencio se apoderó del lugar. Nadie podía creer lo que estaban viendo. Júbilo, el amable, el risueño, el atento, el amigo de todos, se estaba peleando y nada menos que con el jefe, el odiado, el temido, el enemigo de todos.
No hace falta decir que las simpatías le pertenecían a Júbilo, pero que todos tuvieron que ocultarlas, al mismo tiempo que contenían la respiración. Reyes intentó ayudar a su jefe a levantarse del piso, pero éste rehusó su ofrecimiento.
—No me pasó nada. Fue sólo un tropezón. ¡Regresen a trabajar!
Don Pedro se levantó, se sacudió el polvo, sacó su pañuelo de la bolsa para contener la sangre que le salía por la boca y se dirigió a su oficina. En cuanto cerró la puerta empezó a meditar su venganza. Siempre había sido un pésimo perdedor y era la segunda vez que Júbilo lo derrotaba. Lo que más lamentaba era que lo hubiera hecho quedar en ridículo. Nunca se lo iba a perdonar. Le dolía la boca reventada por el golpe, pero mucho más el orgullo herido.
Júbilo acababa de firmar su sentencia de muerte en la oficina, pero no le importaba. Sentía que había hecho lo correcto y ahora lo único que le faltaba era convencer a Lucha de que presentara su renuncia junto con él, pero Lucha opinaba que lo mejor era calmarse y pensar las cosas con mayor detenimiento. No estaban como para quedarse sin trabajo y mucho menos si iba a ser por partida doble.
Por una cosa o por otra, el caso es que el incidente les arruinó a todos la fiesta sorpresa que tenían preparada para Lolita. Ése día cumplía años y pensaban agasajarla con un pastel y las consabidas mañanitas.
El festejo no resultó como en años anteriores. Les hicieron falta las risas y los chistes de Júbilo. Pero ni él ni los demás ese día estaban como para bromas. Para que la risa se dé, debe existir un ambiente de confianza y en la Oficina de Telégrafos se estaba perdiendo. Reyes se esforzó más que nunca por animar la reunión y lo más que logró fue sacarles a sus compañeros una carcajada, pero lo suficientemente buena como para aprovechar el instante y sacar la foto del recuerdo.
Lluvia observaba la foto con cuidado. No le cabía duda de que su madre estaba embarazada. Los signos de la preñez eran obvios. Le llamó la atención que su madre tuviera las manos sobre el vientre como intentando proteger de algún peligro inminente al producto que llevaba dentro. Volteó la foto y comprobó que había sido tomada en el año de 1946. Dos años antes de que Lluvia naciera. Debía de haber algún error. La foto indicaba que su madre había tenido un tercer embarazo. No era posible. Le resultaba muy extraño que durante tantos años nadie se lo hubiera mencionado, empezando por su madre. Doña Luz María Lascuráin no mentía. La mentira era una de las faltas que más se condenaban en su casa. Era asombroso descubrir que su madre había roto el código moral que había regido de por vida a su familia. Aunque pensándolo bien, a lo mejor no había mentido sino sólo había ocultado eventos trascendentes.
¿Y su padre? ¿Qué razón habría tenido para guardar silencio? ¿Por qué mantener en secreto el nacimiento de esa criatura? Quizá lo que pasó fue que el embarazo no había llegado a término y el supuesto nacimiento nunca había ocurrido. En cualquier caso, nada justificaba que se lo hubieran ocultado de esa manera.
¿Y Raúl? Él tenía ocho años cuando ese embarazo, no era un niño tan pequeño. Si el otro niño nació, Raúl debía recordarlo, pero ¿y si no?, al igual que ella, lo habría ignorado. Ahora que, lo más probable, era que sí lo supiera y que no se lo hubiera dicho, debido al complejo que tenía de hermano sobreprotector. A Lluvia siempre le había molestado esa actitud de su hermano Raúl. La trataba como un ser indefenso y débil al que había que cuidar pues era incapaz de defenderse en la vida. Lluvia estaba cansada de ser la hermana menor y de que la trataran como tal. ¿Por qué todo el mundo se había confabulado para ocultarle a ella esa información? Más que engañada y traicionada, se sentía furiosa.