Capítulo 4
Se llama David John Quattermain, y en este momento entra en la historia de Thomas y de Gregor Laemmle, en la que será el tercer personaje esencial. Él no sabe nada de esta historia, ignora hasta la existencia de Thomas, y con mayor motivo lo que ha ocurrido en Sanary, en Aix-en-Provence y en Grenoble; a decir verdad, aparece casi indiferente a lo que ocurre en Francia, en Europa, aunque la caída de París, veintisiete meses antes, le ha dejado melancólico por una noche.
Es difícil imaginar algo más apacible y suave que Vermont durante el otoño. Quattermain se encuentra aquí desde hace una hora; camina entre el llamear de los arces de follajes tostados, iluminados por el verano indio. Es un hombre de elevada estatura, de unos treinta y cuatro años, de una gran indolencia, de una igual libertad de gestos, que avanza a pasos amplios y flexibles, a pesar de una leve cojera, apenas perceptible, secuela del accidente de automóvil de 1936, en el cual hizo pedazos su Duesenberg y su cadera. Sale de varias semanas consecutivas extraordinariamente sobrecargadas: en compañía de su primo Emerson y de Joe Sowinski, director del departamento extranjero del banco familiar, ha efectuado un aburrido viaje a Venezuela y a Buenos Aires, durante el cual han hablado mucho de petróleo, de estaño y de otras materias primas. Regresado a Nueva York justo a tiempo para sentarse en el consejo de administración del Moma (el museo de Arte Moderno fundado por el Clan y especialmente por su tía Abbie), ha vuelto a salir en seguida hacia Chicago y Saint-Louis con el fin de fingir apasionarse por las inversiones que el primo Larry le ha persuadido hacer, en la compañía aeronáutica Eastern Airlines primero, y luego en la fábrica de aviación de un escocés de Arkansas, un tal James S. McDonell; a pesar de su indiferencia absoluta ante los negocios, Quattermain ha acabado firmando dos cheques-uno de doscientos cincuenta mil y el otro de ciento ochenta mil dólares-que le han permitido convertirse en el segundo accionista importante, después del primo Larry, naturalmente.
Sucede que Larry es el mayor de sus siete primos; lo que equivale a decir que se convertirá en el hombre más rico del mundo en cuanto el tío Peter haya estirado la pata.
Y puesto que Quattermain tiene su talonario en la mano, ha aprovechado la ocasión para hacerle extender otros cheques, entre ellos uno de ciento veinticinco mil dólares a favor de la Asociación para el Progreso Sudamericano. El primo Henry es su presidente, y su objetivo es el de eliminar de la América Latina los intereses alemanes e italianos (ya que están en guerra con esas gentes, más vale aprovecharse), pero también británicos y franceses, en beneficio de empresas y capitales norteamericanos. «Que al menos sirva para algo esta estúpida guerra de Europa-ha dicho el primo Henry, que sueña con instalarse un día en la Casa Blanca-; hay buenas inversiones en la cartera británica de América del Sur; ¿por qué no recogerlas desde ahora? Ya es hora de poner fin a esa colonización inglesa… y, además, el préstamo y arriendo nos cuesta bastante caro…».
David Quattermain ha empleado en total unos nueve millones de dólares de capitales, siguiendo las directrices del Clan. Como siempre. Un Clan del cual él no lleva el nombre, porque sólo es primo por su madre, pero del que forma parte por nacimiento, por tradición, por las alianzas múltiples, por las relaciones sociales y por su fortuna propia; cuando era niño, apenas pasaba un domingo de verano en el que no fuese a jugar con los primos Larry, James, Emerson, Henry, Winthrop y Rodman en los centenares de hectáreas de la casa de campo del tío Peter, en las orillas del Hudson; él sólo ha recibido catorce millones de dólares en 1934, cuando las leyes del New Deal de Roosevelt obligaron a su madre a repartir la fortuna familiar entre ella misma, las dos hermanas de David y David en persona; en cuestiones de dinero, hay que convenir (él conviene en ello, y además le hace reír) que David no ha tomado nunca la más mínima decisión personal, sino que se ha limitado a seguir los consejos del tío Peter y de sus primos, y le ha ido muy bien con ello: ha duplicado ampliamente su capital inicial.
Evidentemente, ha ido a Princeton y, ante la sorpresa general, ha salido de allí con una licenciatura de filosofía. Después vino Harvard, pero apenas por un año y medio: el derecho le aburría mortalmente. No se ha casado; hace más de diez años que esquiva todas las trampas matrimoniales que le son tendidas, con un éxito del que nadie podría decir exactamente si es el fruto de un engranaje infernal o el efecto de una pereza natural reforzada por la irresolución más absoluta.
La víspera ha firmado el último de los cheques que se esperaban de él: trescientos veinte mil ochocientos cincuenta y un dólares para las actividades filantrópicas que todo miembro del Clan debe necesariamente practicar. Una vez cumplidas todas sus obligaciones, telefonea a su despacho de Washington para anunciar su próxima llegada.
Ha puesto rumbo al norte, en coche, solo, en dirección a esa pequeña granja de Vermont que ha comprado cuatro años antes dentro de la mayor discreción, incluso a espaldas de sus consejeros fiscales, para albergar allí sus amores con bailarinas o con cualquier cosa que lleve faldas.
Acaba de llegar. Camina, pues, bajo los arces a la vista del lago Champlain. El equipaje ha quedado en el maletero del Packard V 12. Se dirige hacia la granjita donde, dentro de dos o tres días, Ginny la de las largas piernas se reunirá con él (¿o es Tessa?; no, creo que es Ginny: Tessa es morena) tan pronto termine con su estúpida gira teatral durante la cual su compañía rueda el futuro espectáculo de Broadway.
Entra en la casa y, al hacerlo, entra en la historia.
Los dos hombres, que él nunca ha visto, están, en efecto, en el interior.
En el hotel de los Trois Dauphins, en la plaza Grenette de Grenoble, el Hombre de los Ojos Amarillos ha obtenido las habitaciones. Unos oficiales italianos ocupaban el lugar en todos los sentidos del término, pero las cosas se han arreglado en seguida; se ha mantenido un conciliábulo en el que se han reunido las fuerzas armadas de Mussolini, el director de los Trois Dauphins y el Hombre de los Ojos Amarillos; éste no ha dejado de sonreír a Thomas, que ha permanecido apartado.
Finalmente ha quedado libre un auténtico apartamento.
El Hombre de los Ojos Amarillos se ha presentado como Pierre Golaz-Hueber, suizo de Lausanne, representante de la Cruz Roja Internacional; ha enseñado un pasaporte, unos documentos en francés y en alemán, unos fajos de billetes enormemente grandes que llenan sus bolsillos; incluso ha conseguido que le sirvan en un salón contiguo a sus dos habitaciones, con unos candelabros de plata y unas velas (éstas encendidas, aunque la electricidad funciona) y donde les han servido abundante foie gras, un pato asado, tres clases de legumbres, cuatro postres y champaña.
— Yo no tomaré champaña, gracias-dice Thomas.
— ¿Lo has bebido alguna vez?
— No.
Esto no es cierto, pero Thomas se dejaría arrancar la lengua antes de contar cómo, una vez, en Saint-Moritz, Ella le hizo beber una copa de Dom Pérignon. Él se sintió totalmente aturdido. La sala del restaurante estaba extrañamente turbia y se movía, y Ella y él bailaron juntos, Ella con un vestido negro y blanco adornado con encajes; el mecanismo no funcionaba ya tan bien, y entonces ella le ha cogido y se lo ha llevado, y aquella noche, en la penumbra de la habitación, Thomas se durmió entre sus brazos, loco de felicidad y acunado por su voz: «Oh, te quiero, Thomas; eres mi hijo y mi hombre, mein Schatz, eres otro yo mío, yo viviré dos veces por el solo hecho de que tú existes. No me mires así; que Dios te proteja de tu propia inteligencia; entras en la adolescencia con todas las armas que yo te he dado, tal vez demasiadas, por mi culpa; casi tengo miedo de lo que he hecho de ti. Ven junto a mí, más cerca, así estamos bien, mi pequeño adorado».
— Bebe un poco de champaña-dice suavemente el Hombre de los Ojos Amarillos.
— Soy demasiado joven.
— Tú nunca has sido joven, Thomas. Pruébalo al menos…, hablo del champaña.
— No, gracias-dice Thomas.
Toma entre sus dedos la copa, la vuelca, derrama el líquido y luego reanuda tranquilamente su comida. Tiene un hambre enorme. Reflexiona, tras haber cerrado el cajón del recuerdo, y pone en marcha la mecánica fría. Calcula cómo va a proceder ahora, cuando le pise los talones el Hombre de los Ojos Amarillos, «que se llama Golaz-Hueber como yo me llamo Mistinguett; quizá habría debido escapar en la estación de Marsella, aprovechando la mucha gente que subía en los trenes. Quizá. A no ser que ellos sean veinte o treinta, corriendo detrás de mí. Y si eso es así, él ha hecho expresamente que yo le vea, con su sombrero estúpido y sus ropas tropicales que parecen las de Savorgnan de Brazza en los viejos números de la Illustration. Y así yo podría haber creído que él estaba solo y habría dejado de inquietarme y ya no habría prestado atención a los otros treinta… Y todavía hay otra cosa: tú te has servido de él para subir al tren y sobre todo para quedarte allí, para burlar a los malditos gendarmes y para pasar la línea de demarcación. Sin contar que todavía te sirves de él, puesto que no sabes dónde comer y dormir en Grenoble. ¡Qué terrible es tener once años!».
— Le ruego que acepte mis excusas-dice Thomas-por el champaña que he derramado.
— El mantel y yo aceptamos tus excusas.
Thomas se mantiene muy erguido, con los codos pegados al cuerpo, manejando el cuchillo y el tenedor como Ella le ha enseñado. El Hombre de los Ojos Amarillos se calla y le observa sin descanso. «¡Si cree que me va a impresionar, se equivoca del todo!».
Thomas está dispuesto, espera la pregunta; seguramente se la hará de un momento a otro: para qué ha venido a Grenoble, y lo que va a hacer aquí y cómo y con quién.
De acuerdo.
Quattermain apenas se sorprende de que la puerta de la casa no esté cerrada: la señora Annacone, encargada de su mantenimiento y prevenida de su llegada, habrá considerado inútil o se ha olvidado de dar la vuelta a la llave como de costumbre; después de todo, están en un lugar remoto de Vermont, donde los vagabundos son rarísimos. Quattermain entra. La casa se compone de tres habitaciones, más un cuarto de baño, una cocina y un office; la más vasta de las habitaciones es una sala de estar, en cuyo centro hay una chimenea de piedra con la cual hace juego un piano.
Los dos hombres se encuentran allí.
Van impecablemente vestidos y uno de ellos lleva una cartera de piel. El otro revela que se llama Hobson, que es abogado y que trabaja para un bufete de Boston, como atestiguan sus papeles. Ruega a Quattermain que les excuse su irrupción en este refugio.
— Nos hemos visto obligados a seguirle, aunque esta clase de misión no figura entre mis costumbres. Salió usted de Nueva York en el preciso momento en que nosotros íbamos a ponernos en contacto con usted. Conduce a tanta velocidad que…
Quattermain considera al mensajero. Es un hombre de unos treinta y cinco años, de aspecto latino, bastante bajo de estatura y con impenetrables ojos negros.
— Ahora, mi papel ha terminado-acaba de decir Hobson-. Si usted me lo permite, voy a retirarme.
Antes de irse, deposita sobre la mesa una tarjeta de visita profesional, que será encontrada tres días después por Virginia-Ginny Kendall, la bailarina, durante su llegada a la granjita vacía; la tarjeta será entonces remitida a los investigadores del Clan; éstos llegan hasta Hobson, pero este último se escudará en el secreto profesional durante dos semanas. Todo se basará en este retraso.
Hobson ha salido. Quattermain le ve, por una ventana, dirigirse hacia un Chevrolet negro situado detrás de una cortina de olmos y casi invisible. Hobson se sienta ante el volante y enciende un cigarrillo.
— ¿Habla usted español?
— Solamente inglés y francés-responde Quattermain, que se vuelve y hace frente al mensajero-. ¿Quién es usted?
— Mis órdenes son entregar solamente el mensaje, en propia mano, a David John Quattermain.
— Tengo mi permiso de conducir-dice Quattermain, divertido.
— Usted vivió en París en 1930. ¿Dónde residió?
— En la calle de Lille.
— El piso, por favor.
— El tercero.
Quattermain sonríe.
— Había una mesa de comedor de mármol, en la habitación de la derecha; un gran salón a la izquierda, con dos canapés ingleses de piel negra. ¿Debo describir las habitaciones?
— Solamente aquella en la que usted dormía, por favor. Lo que había encima de la chimenea.
— Un cuadro de Mondrian que representa un bosque con árboles rojos.
— La carta-dice el español.
Y se la tiende a Quattermain.
— Realmente, eso no valía la pena, Thomas-dice el Hombre de los Ojos Amarillos.
Evidentemente se refiere al cuchillo para carne, muy puntiagudo y muy cortante, que Thomas ha cogido de la mesa del salón y se ha llevado consigo. Y cuyo mango tiene bien apretado en la palma de su mano, bajo la sábana y las mantas de la cama.
— Buenas noches, señor Hubert-Golaz.
— Golaz-Hueber. Buenas noches, Thomas.
Transcurre entonces un cierto tiempo hasta que, finalmente, el hombre se mueve. Deja el umbral de la habitación, va a sentarse a la mesa del salón y hace tintinear una copa de champaña, tal vez expresamente. Pasan los minutos, Thomas fuerza su respiración hasta que se apacigua, hasta que se vuelve más lenta, y, con los ojos cerrados, obliga a su memoria a reconstruir muy exactamente la tercera partida de Capablanca y de Alexandre Alekhine, en Londres, en junio de 1926, después de la vigesimotercera jugada, cuando Alekhine ha desplazado su torre de rey en g4, provocando el mate en seis jugadas. Y al mismo tiempo, jugando como Capablanca el caballo blanco, se coloca de lado, con esa brusquedad en el movimiento y ese leve gruñido que hacía Papé Allègre cuando se sumergía en un sueño muy profundo. De todos modos no llega a roncar, pero encuentra algo mejor. Su mano derecha, la que sostiene el cuchillo, sale de debajo de la sábana y reaparece al aire libre; los dedos se aflojan y sueltan el arma.
Un minuto y algo más. «¿A qué está esperando?»
Pero la cosa funciona; el Hombre de los Ojos Amarillos entra muy suavemente en la habitación. Se acerca a la cama, con paso de lobo, y dice en un susurro: «Dame el cuchillo, muchacho».
Y lo dice en alemán.
Thomas no se mueve en absoluto. Controla extraordinariamente su respiración.
Incluso cuando le quita el cuchillo de entre los dedos.
Y también cuando le llega, en realidad muy ligero, el suave golpe de la puerta de la habitación, que se vuelve a cerrar.
Porque es muy posible que el Hombre de los Ojos Amarillos sólo haya fingido irse, y que esté todavía allí, a dos metros de la cama, inmóvil en la sombra y acechando.
Thomas hace el movimiento siguiente de Alekhine: c5 come d6…
Y después las cinco jugadas siguientes, cada vez memorizando el tablero con sus piezas de marfil, mejor que si lo tuviera ante los ojos. Da a Capablanca jaque y mate y no sucede nada. Entonces, juega la revancha, con el famoso ataque de locura de Capablanca, sesenta y una jugadas seguidas, y lucha contra el maldito sueño que le llega; por fortuna, el mecanismo funciona, y perfectamente bien.
El pestillo.
El pestillo de la puerta que comunica la habitación con el salón se mueve de nuevo; se mueve dos veces: una vez cuando el batiente se abre y otra vez cuando se vuelve a cerrar, muy silenciosamente. «Esta vez sí que se ha ido. De todos modos, espera todavía un poco…»
Hace la trigesimosegunda jugada de Alekhine, las dos trigésimoterceras jugadas, y se vuelve.
Lentamente.
La habitación está vacía.
Se sienta en la cama y, por segunda vez en la jornada, un principio de pánico se apodera de él: no sabe exactamente cuánto tiempo ha tardado en jugar las dos partidas de ajedrez, pero es posible que unos treinta minutos, «y él ha sido capaz de acecharme durante todo ese tiempo, ¡precisamente para ver si dormía de verdad!». ¡Una paciencia tan enorme es casi enloquecedora, da la medida de la fuerza del Hombre de los Ojos Amarillos!
«Muy bien podría ser que haya adivinado lo que vienes a hacer en Grenoble. No, incluso es cierto: lo ha comprendido. Esto va a ser terriblemente difícil, con él pisándome los talones; él y otros. Probablemente no está solo. Probablemente».
Se levanta y camina hacia la puerta de comunicación. Justo a tiempo para oír cerrarse la puerta del pasillo. El Hombre de los Ojos Amarillos ha salido. Como estaba previsto. «Yo tenía razón al esperar.»
Se viste de nuevo. Seguro de que podría huir. Tratar de hacerlo, en todo caso. Pero no se lo plantea. Al menos, de momento. Por la misma razón que ha descubierto durante las horas pasadas en el claustro de Saint-Sauveur, en Aix-en-Provence, esperando la salida del sol y la salida del tren. «Debo permanecer con él. Aunque me siga únicamente para que le conduzca a Ella. Sobre todo a causa de eso».
Abre la puerta del salón, atraviesa éste y sale al pasillo.
El mensajero español ha salido de la casa, pero no se ha reunido con Hobson en el automóvil: espera fuera, mirando a su alrededor con curiosidad. Son las tres de la tarde en Vermont, Estados Unidos de América. Quattermain va en busca de una cerveza y luego se sienta frente a la chimenea apagada. Relee la carta. Maria Weber escribe: «David: no me habría dirigido a usted sin que mediasen unas circunstancias excepcionales. Escribiendo esta carta rompo todas las normas a las que he adaptado mi vida hasta el día de hoy».
Maria Weber le recuerda (pero esta evocación es tan fría como un informe policial) sus relaciones desde agosto de 1930 hasta febrero de 1931. Su vida en París y una cronología muy precisa de sus escapadas a Taormina, a Sevilla, a Zermatt y, naturalmente, aquellos días de febrero, en pleno invierno, cuando, conduciendo su Bugatti, ella le llevó en lo que iba a ser su último viaje juntos.
«Es un hecho que estaba encinta; y de usted. No se equivoque: yo deseaba ese hijo más que nada en el mundo. Y rompí precisamente porque usted me lo había dado. Ignoro qué recuerdo conservará usted de mí después de doce años. Tal vez recordará que nunca le mentí.
»Se llama Thomas. Nació el 18 de septiembre de 1931 en Lausanne, avenida del Grand-Chène, en la clínica de igual nombre, con la falsa identidad de Thomas David Lamiel, nacido de padre desconocido. Bajo ciertas condiciones, el hombre que le ha entregado esta carta le dará a conocer las razones del secreto que ha rodeado el nacimiento de mi hijo. Esas mismas razones hacen que hoy, por mi culpa, el niño se encuentre en una situación terriblemente peligrosa. Y he considerado que yo no tenía derecho a privarle de la ayuda que usted podía proporcionarle.»
Como una firma: «Maria».
Los días, las semanas, los meses siguientes, Quattermain sufrirá la irrupción de otras reminiscencias. Pero nada es comparable a ese instante en que se hipnotiza sobre la carta de Maria Weber. Nada que tenga la brutalidad cruel de esa resurrección de su pasado en el centro del apacible Vermont: está con ella en la orilla del Mediterráneo, al final de una de esas escapadas demenciales de las que Maria tiene el secreto. Ella ha conducido el capot negro del Bugatti 41 Royal hasta el último borde de la costa, hasta que las gigantescas ruedas del monstruo tocan el agua; al fin ha consentido en parar el motor y ha comenzado a hablar: «Tenemos cuatro días para pasarlos juntos, David. Yo habría podido esperar hasta el último momento, o incluso escribirle. Pero eso habría sido pura cobardía». Y entonces le confiesa que ya no se volverán a ver. «Quiero estar segura de que usted no hará nada para encontrarme: es muy importante, David; quiero su palabra.» Ninguna explicación; desde su primer encuentro, siempre ha quedado acordado entre ellos que cada cual conservaría su libertad total. Pasan los cuatro días siguientes en una villa aislada, prestada por unos amigos suizos, al otro lado de Sanary, en el comienzo de la carretera de Bandol. Una villa de pisos color ocre genovés, custodiada por un matrimonio llamado Allègre, con una pista de tenis y un bello sendero de veinticuatro palmeras. La tercera noche, a eso de las dos de la madrugada, Quattermain se despierta sin comprender por qué; luego descubre que la cama doble está vacía a su lado. Se levanta, y en el salón de la planta baja, delante del fuego casi moribundo, encuentra a Maria derramando cálidas lágrimas, presa de una pena desesperada. Él reaviva y activa el fuego y luego se sienta frente a ella. Está furioso. Pase que quiera romper, y sin adelantar la más mínima explicación; pasen incluso todos los misterios que ella ha mantenido siempre sobre sí misma en los siete meses que hace que se conocen (en París, por ejemplo, ignora dónde vive). Pero que ella rechace toda clase de ayuda le irrita; podría movilizar por ella todo el poderío del Clan, llevarla a América, casarse con ella, naturalmente (se lo ha propuesto cuatro veces)… Sentado frente a ella le mira llorar, decidido a obtener de ella la verdad finalmente. Pero su resolución se derrumba cuando ella le tiende los brazos, se refugia contra él, y solloza locamente esta vez, rotas ya todas las presas. Al día siguiente, Maria recobra su dominio habitual, infernal. Renueva su exigencia: en ningún caso deberá buscarla, de la manera que sea.
Han acordado que él volverá a París en el Tren Azul, y sin ella. Maria le deja, a primera hora de la tarde, en la parte baja de la gran escalera de la estación de Marsella, y luego se va, conduciendo el Bugatti. Quattermain sube algunos escalones, se inmoviliza, se vuelve y ve entonces pasar, a bordo de un segundo coche, a dos hombres con caras de cazadores en acción. Los reconoce: en dos o tres ocasiones-una vez en París y otra en Sicilia-ya los ha visto, vigilando a distancia. Los dos guardaespaldas tienen el cabello oscuro y el más alto de los dos, cuya mirada se encuentra con la de Quattermain, le dirige lo que podría pasar por un signo amistoso de su gran mano huesuda, a la que le faltan dos dedos.
— Muy bien podrían ser españoles, como usted mismo.
Silencio. El mensajero no reacciona. Quattermain pregunta:
— ¿Dónde está ella?
— No lo sé.
— ¿Conoce usted el contenido de esta carta?
— Lo esencial-dice el español.
— ¿Dónde está el niño?
— En Francia. En el sur. Allí se encontraba cuando yo dejé Europa.
— ¿Está en peligro?
— Sí.
El español levanta la mano, con la palma extendida.
— No responderé ya a ninguna pregunta, señor Quattermain.
— ¿Qué significa eso?
— Que primero ha de tomar usted su decisión.
— ¿Si voy a ocuparme o no de ese niño?
— Sí.
— ¿Cuándo debo decidirme?
Silencio.
— Entiendo-dice Quattermain.
Sigue con la carta desplegada en la mano. Camina. Su madre y todo el Clan, evidentemente, están acostumbrados a esas fugas, e incluso podrán transcurrir dos semanas antes de que se inquieten por él. Contempla el material de pesca y las armas de caza.
Y además está Ginny, a quien estaba a punto de olvidar. Podrá dejarle un recado (olvidará hacerlo).
— ¿Cómo es? El niño, ¿cómo es?
— Excepcional-dice el español.
— Hemos eliminado a dos de los guardaespaldas españoles-dice en el auricular la voz de Jurgen Hess-. El tercero ha conseguido escapar. Quizá le hemos herido.
— ¿Pero está usted seguro de lo de los otros dos?
Jurgen Hess dice que lo está. Sí, sabe que las órdenes eran de coger vivo a uno por lo menos de los guardaespaldas, pero no ha podido elegir: el que estaba en el piso se defendió con una vitalidad inconcebible, con los brazos y las piernas destrozados; después de haber abatido a tres de los asaltantes, continuó disparando y avanzando.
— Tuve que rematarlo; no tenía otra elección.
— La desaparición de usted no habría sido una pérdida, mi buen Jurgen. No ha cumplido mis órdenes. Por otra parte, ¿de qué es usted capaz? Si el Tercer Reich se hunde algún día, usted tendrá algo que ver en ello.
En la cabina telefónica del vestíbulo del hotel de los Trois Dauphins, Gregor Laemmle se divierte enormemente, bajo la mirada de un grupo de oficiales superiores italianos sentados no muy lejos de allí y que le miran sorprendidos. Gregor Laemmle pregunta:
— ¿Y los ocupantes de la casa?
Se refiere, evidentemente, al coronel y a su gobernanta, pero no está tan loco como para pronunciar los nombres en un hotel. Hess responde que el coronel está vivo, y su gobernanta también; los ha hecho trasladar a una villa tranquila, para interrogarles… sin grandes resultados; no parecen saber gran cosa. Pero el coronel hablará, tarde o temprano.
— ¿Y el Hombre de la Mano Cortada?
No le han visto en ninguna parte, responde Hess, que inicia una explicación de cómo le han buscado y, de repente, comienza a recriminarle: la desaparición de Aix de Gregor Laemmle le ha sorprendido, no tiene noticias de él desde hace veinticuatro horas. Encuentra anormal el que se haya mantenido alejado; por otra parte, se ha puesto en contacto con la Gestapo de París y…
Gregor Laemmle cuelga, sale de la cabina y, cogiendo una copa de chartreuse, la levanta a la altura de su rostro, saluda a los italianos, dos o tres de los cuales continúan lanzándole miradas intrigadas. Gregor Laemmle piensa: «Heme aquí con una sublevación entre las manos. El buen Jurgen ya casi está pensando por su cuenta. Decididamente, el nazismo ya no es lo que era». Camina por el vestíbulo y piensa por un instante en sentarse al lado de los transalpinos, aunque sólo sea para refrescar sus conocimientos de italiano. Pero en lugar de hacerlo, va hacia la puerta giratoria, transportando su copa de chartreuse como si contuviera nitroglicerina. A través de los cristales contempla la plaza Grenette. Sin verla realmente. Se siente extraño y casi a punto de caer en una de esas crisis que le precipitan en un inmenso asco de sí mismo y de la vida.
Está bebiendo un nuevo trago de licor cuando descubre al alto, rubio, encantador Soëft al volante de un coche parado, de guardia con dos de sus hombres, a la espera de una señal que le pondrá en movimiento. Y eso no es todo, naturalmente: otras piezas se han dispuesto también en los alrededores del hotel y en todo Grenoble. Unas piezas. La comparación con el juego de ajedrez se impone: «La reina blanca y la reina negra están en Grenoble y, claro está, yo soy la reina negra, protegida en todas partes por sus alfiles, sus torres, sus caballos y sus peones. ¿Pero quién protege a esa reina blanca de pantalones cortos?».
Un timbre de teléfono. Es para él. Voz de Joachim Gortz. Que se encuentra en París y acepta efectuar el desplazamiento, así como toda la maniobra que le pide Gregor Laemmle. Aunque no acaba de comprender su sentido.
— Probablemente es porque yo también lo ignoro-replica Gregor Laemmle. (Mientras habla, ha dirigido maquinalmente su mirada, no ya sobre los italianos, sino hacia la escalera que conduce a los pisos. No ha visto a nadie, ni el menor movimiento furtivo de un muchachito con pantalones cortos. Pero ha sentido algo. ¿O acaso su retina ha captado una sombra? Gregor Laemmle sonríe: «¿Me habrá interpretado, durante tres cuartos de hora, la comedia del sueño? ¡Ese pequeño monstruo!».)
— ¿Pero por qué diablos ese chiquillo, que parece ser tan inteligente, no ha intentado huir de usted?-pregunta Gortz-. ¿Quién le protege?
— Excelente pregunta. Buenas noches, querido Joachim.
Una vez más cuelga y lame lo que le queda de chartreuse, lamentando no tener la lengua bastante larga para llegar al fondo de la copa.
Va a acostarse.
Al subir la escalera, en cada piso, espera, con una angustia leve, pero deliciosa, ver surgir al Hombre de la Mano Cortada. Que le cortaría en el acto la garganta.
Pero no.
El Niño duerme o parece dormir profundamente.
Quattermain se vuelve en su asiento y, por el cristal trasero del Chevrolet, lanza una última ojeada sobre su casa, delante de la cual continúa aparcado el Packard doce cilindros.
— Ni siquiera he tenido tiempo de sacar mis maletas. ¡Oh, Dios santo, he olvidado a Ginny!
— Podemos volver-dice Hobson.
— No tiene importancia. Continúe.
«Compraré en el camino las cosas que pueda necesitar. Después de todo, estaré de regreso dentro de ocho días…»
Se arrincona en el ángulo del asiento trasero. El emisario español está sentado a su izquierda. Ha mostrado un pasaporte extendido a nombre de Juan Vidal, nacido en Palma de Mallorca en 1905: tiene, por lo tanto, treinta y cinco años. Profesión: director de banco.
Muy poco tiempo después, el coche cruza la frontera canadiense y llega a Montreal una hora y media más tarde. Hobson se ocupa de los billetes, se los entrega y se va.
— ¿Cómo llegaremos a Francia?
— Zurich está en Suiza.
— Hasta ahí, todavía llego-responde Quattermain riendo. («Este tipo es alegre como un banquero…»)-. ¿Cómo iremos a Suiza?
— De Montreal a Shannon, en Irlanda; desde Irlanda hasta Portugal, de Portugal a España, de Madrid a Zurich. Es cosa de tres días todo lo más. ¿Conoce usted España?
Quattermain ha estado una vez en Madrid y otra en Pamplona, en compañía de ese idiota de Ernest Hemingway, que estaba absolutamente empeñado en hacerle compartir su pasión por las corridas de toros.
— Debería ir algún día a Mallorca.
Ahora que está libre de la presencia de Hobson, el español se muestra un poco más prolijo. Revela que ya ha tratado con el Clan, al menos con los representantes de éste en España.
— En Barcelona asistí a una cena que estaba organizada en honor del señor Joseph Sowinski…
— Si existe alguna cosa que me interese menos que las actividades de los hombres de negocios de mi familia, me gustaría conocerla-comenta Quattermain.
El banquero español sonríe por primera vez. El avión cuatrimotor acaba de despegar y vuela hacia su primera escala: Gander, en Terranova. La noche cae. Seis horas antes, Quattermain se disponía a pasar tres apacibles jornadas de pesca, seguidas de una semana mano a mano con un metro setenta de carne rosada. «¿Qué estoy haciendo en este aeroplano?» Pero, a decir verdad, siente una excitación casi infantil.
El español habla del generalísimo Franco (él le encuentra mucho mérito), y luego de Francia.
Quattermain le mira estupefacto.
— ¿Qué línea de demarcación?
En el transcurso de la segunda noche, la lluvia ha comenzado a caer sobre Grenoble y desde entonces no ha cesado. Gregor Laemmle camina bajo un gigantesco paraguas negro, igual que los que tienen los pastores y los curas de pueblo. Él odia positivamente este utensilio, casi tanto como las horribles ropas que lleva, compradas en Grenoble porque todavía no ha recibido sus maletas de Aix-en-Provence; «sólo por esta negligencia, Jurgen Hess merecería ser fusilado»; pero lo que abomina por encima de todo es ese ejercicio al que está dedicado por segundo día consecutivo: deambular por las calles de Grenoble siguiendo los pasos del Niño, que va delante de él, muy satisfecho.
Todo ha comenzado la víspera, cuando eran alrededor de las seis de la mañana: un ruido seco y repetido sacó a Gregor Laemmle de su dulce sueño, y cuanto más trataba de ignorar ese ruido, más insistente se hacía éste. Una vez levantado y envuelto en un cubrecama, salió de su habitación y recibió en pleno rostro la tranquila mirada de los ojos grises; ya vestido y todavía con los cabellos húmedos de la ducha, el Niño estaba sentado a la mesa del salón y, con el mango de un tenedor, golpeaba el borde de un plato:
— Si le he despertado, le ruego que me perdone.
— Me has despertado y ni siquiera son las seis de la mañana.
— De veras que lo siento mucho.
— Estoy seguro de ello-dijo Gregor Laemmle, que ha dormido unas tres horas en total (la víspera, husmeando en la biblioteca del hotel de los Trois Dauphins, cayó en sus manos el Henri Brulard de Stendhal, del cual ha leído casi trescientas páginas antes de que le viniera el sueño).
— Gracias por perdonarme-dijo Thomas con toda la cortesía del mundo. Después de lo cual, añadió-: Normalmente, tomo café con leche.
Con tostadas.
Y mantequilla.
Y mermelada de albaricoque (la de fresa no le gusta. A causa de las pepitas que se quedan entre los dientes).
Gregor Laemmle tuvo que salir al pasillo, llamar al camarero de piso, bajar hasta las cocinas, hacer su pedido y obtener, a cambio de veinte francos, la palabra de honor del cocinero de que el servicio tendría lugar en los cinco minutos siguientes. Todo esto dignamente envuelto en su cubrecama, casi sonámbulo pero emergiendo poco a poco de su torpor y extrañamente turbado por el placer experimentado al sufrir así las exigencias del Niño; y sin duda también por esa familiaridad naciente entre el Niño y él. Una vez vuelto a su habitación, se apresura a asearse; es una de las pocas veces en su vida en que renuncia a su baño muy caliente e interminable y se contenta con una ducha. Y algo peor todavía: la falta de ropas de recambio, sobre todo de ropa interior, que le obliga a ponerse de nuevo las del día anterior, lleno de repugnancia.
En el intervalo, han traído los desayunos.
— Tengo mucha hambre, señor Hubert-Golaz.
— Golaz-Hueber. Si tienes hambre, come.
— No sé untar las tostadas con mantequilla.
Una impavidez total en la mirada gris: «Se burla de ti y tú sientes placer». Gregor Laemmle se dedicó a la confección de las tostadas:
— ¿Quieres otra, Thomas?
— Sí, por favor. Pero no me gustaría ser descortés, señor.
— Dime, Thomas.
— Usted no es bueno haciendo tostadas. Hay agujeros.
— Lo hago lo mejor que puedo, te lo aseguro. Además, exageras: no hay agujeros en este pan. Incluso me pregunto si es pan.
— Yo no hablaba del pan, sino de la manera en que usted pone la mantequilla y la mermelada de albaricoques. Hay agujeros. Aquí. Y ahí. Mírelo usted mismo.
— Tendré más cuidado, Thomas. Ésta no está tan mal, ¿verdad?
— No está tan mal, es cierto. Está mal, pero no tan mal.
— ¿Quieres otra, de todos modos?
— Es que todavía tengo hambre.
— ¡Ya has comido siete!
— Estoy realmente desolado, señor.
Gregor Laemmle se dedicó a hacer una obra maestra de la octava tostada; contempló al Niño, que hincaba en ella sus dientes.
— ¿Qué, Thomas?
— Ésta está bien. Realmente bien.
— Gracias, Thomas. Estoy muy contento por haberlo conseguido. Sólo tenía siete tostadas para entrenarme.
— Pero, ahora, mi café está frío. ¿Podría pedir que me lo cambien, por favor?
Gregor Laemmle camina por las calles de Grenoble bajo su gran paraguas negro. Esta segunda jornada ha empezado como la primera: el mismo levantarse con el alba, la misma ceremonia de las tostadas, la misma salida del hotel a eso de las siete y cuarto…
Y la misma deambulación absurda.
El Niño conduce la marcha. Después de tres o cuatrocientos metros, entra en una tienda, una especie de panadería; se ha colocado en la cola formada por las amas de casa (y Gregor Laemmle detrás de él). Las amas de casa han escrutado sin una atención especial a ese tándem, extraño en el barrio, constituido por un chiquillo y un adulto rechoncho con traje color crema y panamá, quizá demasiado sonriente. Cuando llega su turno de hacer su compra a la panadera, el Niño dice: «No quiero pan, señora. Además, no tengo cupones. Sólo tengo un mensaje que debe usted dar al panadero: dígale que el perro del Hombre del Pie Torcido tiene escarlatina. Solamente eso: el perro del Hombre del Pie Torcido tiene escarlatina. Adiós, señora».
Da media vuelta y sale de la tienda (que Soëft y sus acólitos han cercado ya, discretamente).
Eso sólo es el principio. Dos calles más allá entra en un bar. Esta vez ha revelado al dueño, no menos sorprendido que la panadera, que viene de parte de Pistol Peter para anunciarle que «el lagarto tiene ahora plumas en el pico».
Y así sucesivamente.
En total, en esta primera jornada, treinta y siete tiendas, establecimientos y comercios diversos, incluso edificios públicos (en una estafeta de correos ha insistido para hablar secretamente con el jefe, con objeto de prevenirle de que «Rouletabille tiene tres cabellos»).
Pero la segunda jornada se ha anunciado en seguida con idénticos auspicios: hace cinco horas que caminan bajo una lluvia incesante. Ya han sido dados veintitrés mensajes, a veces en los mismos lugares que la víspera y a veces a interlocutores nuevos. No hay ninguna línea conductora en esta deambulación infernal a través de Grenoble. Pasan por delante de tal quincallería ignorándola por completo y vuelven allí una hora más tarde, al término de un itinerario de pura fantasía, casi tan extravagante como el mismo mensaje («Arséne Lupin ha revendido su pantalón»).
O bien desfilan cinco veces por delante de la iglesia de Saint-Joseph antes de entrar en ella para avisar al pertiguero (desconcertado) de la cita que tiene dentro de una hora en la playa con los Pieds Nickelés.
«Parece que es una emisora viviente de Radio Londres, en la serie Los franceses hablan a los franceses», piensa Gregor Laemmle, invadido por una oleada de sentimientos contradictorios, entre los cuales él mismo identifica una cierta exasperación, una propensión a la risa loca y a la admiración, e incluso un tierno orgullo: «Este adorable niño con ojos de ave rapaz me pasea, nos pasea, a Soëft, a sus hombres y a mí; nos pone en ridículo; ese pobre Soëft está a punto de volverse loco, mientras verifica todas esas direcciones, y yo mismo comienzo a derrumbarme en mis esfuerzos por mantener en la memoria esos mensajes absurdos que distribuye como un cartero en su recorrido».
Cosa que es, seguramente, uno de los fines perseguidos por el Niño. Porque, sin duda alguna, uno de los múltiples contactos establecidos en Grenoble debe de haber permitido al joven Thomas poner sobre aviso a los amigos de su madre.
— ¿No tienes hambre, Thomas? Son las doce y media pasadas.
Las pupilas grises se apartan lentamente del escaparate de un anticuario, en cuya casa tal vez iba a entrar. Las miradas se cruzan y, aunque no pronuncian ninguna palabra, el intercambio, sin embargo, es claro: «¡Él espera que yo hable y que por fin le pida gracia!». Gregor Laemmle está furioso, al menos durante unos segundos: «Este pequeño mocoso está arrastrando tras él, en una farándula, a ocho o diez hombres…, entre ellos a mí. ¡Él lo sabe y se divierte! Cuando me bastaría una palabra, una orden, para que toda esta comedia cesase: le echarían la mano encima y le harían hablar por cualquier medio. Es lo que preconizan Hess, Soëft e incluso Joachim Gortz. Él debería comprender que, entre esos hombres y él, sólo estoy yo; yo y mis ideas singulares somos su única protección. Él…».
Un instante.
«¿Y quién le protege a él?», preguntó Joachim Gortz la antevíspera, por teléfono.
La respuesta es evidente:
«¡YO! ¡Yo, Gregor Laemmle!»
El Niño pega ahora la nariz en el cristal de un restaurante de categoría A (menús de treinta y cinco francos diez a cincuenta francos, precio máximo autorizado por el decreto ministerial del gobierno de Vichy, constituidos por entremeses fríos sin huevos ni pescado, y por un plato sin mantequilla ni azúcar, acompañado de veinte centilitros de vino solamente, todo ello mediante la presentación de los cupones prescritos).
El Niño pregunta:
— ¿Qué es una juliana de colinabos?
— Una heroína de juventud-responde Gregor Laemmle.
«Él ha comprendido que yo espero que me conduzca a su madre, o que su madre intente quitármelo; sabe que otros, en mi lugar, estarían dispuestos a arrancarle los ojos para hacerle hablar. Mientras que, conmigo, tiene una posibilidad. Me desafía, como jugando al ajedrez».
— Ven, Thomas, vamos a otro sitio en donde podrás saciar tu hambre.
«Voy a concederle-a concederme-tres, no, cuatro días, hasta el lunes. Hasta el lunes por la noche. Entonces, que Soëft se las arregle. Hess no. Hess me lo desfiguraría».
En el restaurante de mercado negro a donde le ha conducido el Hombre de los Ojos Amarillos, le sirven pierna de carnero con judías. Antes ha habido jamón de Parma con melón, y después habrá unas islas flotantes. Thomas ha comido ya todo lo que ha podido. En realidad, no está muy hambriento, pero lo que se hace hay que hacerlo bien, como decía Papé Allègre. Está terriblemente fatigado.
— ¿Otra tajada de pierna de carnero, Thomas?
— No, gracias, señor. De verdad que no.
— Yo creía que tenías mucha hambre.
— Ahora ya no tengo mucha hambre.
Terriblemente fatigado, y no solamente de las piernas. Es como cuando resuelves un puzzle. Eso lleva tiempo, sobre todo con los de cinco mil piezas. Hay que encontrar los bordes y clasificarlos en seguida por colores, incluso antes de comenzar.
Thomas ya ha clasificado, al visitar tantas tiendas. Ha respetado lo que Javier le había dicho: «Si sucediese algo, Thomas, con Joan, con Tomeo o con Miquel, pero sin mí, irás a Grenoble, a casa del vendedor de legumbres. Tienes su dirección, pero, cuidado».
— ¿Tendrás aún bastante hambre para comerte el postre, Thomas?
La pregunta, hecha en alemán, ha estado a punto de coger a Thomas por sorpresa. Por poco responde directamente, sin reflexionar. «No estoy bastante concentrado; así es como se pierden las partidas». Abre sus grandes ojos, fingiendo no haber comprendido.
— Te preguntaba si todavía tienes bastante hambre para comer el postre-dice el Hombre de los Ojos Amarillos, pero esta vez en francés.
— Para el postre, sí-dice Thomas-. Me gustan mucho las islas flotantes.
— Pero, cuidado, Thomas-le dijo Javier Coll-. Si están en Grenoble y tienes la impresión, solamente la impresión, de ser seguido, no vayas directamente a casa del vendedor de legumbres. O bien vas allí, pero de tal manera que los que puedan seguirte no adivinen que vas a una cita. ¿Comprendes?
— Comprendo.
— Piénsalo bien, Thomas. Puedo ayudarte a encontrar una solución, pero no estaré siempre a tu lado. Preferiría que pensases en ello por tu cuenta. Tómate tiempo, hablaremos mañana. Me gustaría saber si puedes encontrar algo realmente astuto; estoy seguro de que lo encontrarás.
Thomas ha reflexionado, como lo hace cuando juega al ajedrez (es muy parecido), concentrándose, y la misma noche se reúne de nuevo con Javier; le explica lo que hará, en el caso de que esté en Grenoble, seguido por unos individuos, y sin nadie que pueda ayudarle aparte del vendedor de legumbres de casa Barthélemy, en la plaza de Sainte-Claire, ese Barthélemy que es mallorquín y de Sóller, lo mismo que Javier: irá a cincuenta o sesenta tiendas, incluso a más, y así, los que le sigan no sabrán en qué lugar tiene realmente una cita, sobre todo si habla a todos los comerciantes diciéndoles frases absurdas, como las de Radio Londres, como a mi tía le duelen las muelas; él incluso ha oído una verdaderamente divertida ayer por la noche. Bien, de acuerdo; éste no es el momento. «En todo caso, recorreré cincuenta o sesenta tiendas… o incluso más, ¿por qué no ciento cincuenta?, eso depende del número de comercios de Grenoble, que los seguidores deberán verificar y se volverán locos con todas esas frases que no quieren decir nada, excepto una, la que advertirá al vendedor de legumbres que tengo una absoluta necesidad de él, y pronto».
Thomas sale del restaurante detrás del Hombre de los Ojos Amarillos; «¡oh, oh, le duelen los pies!». Afuera, descubre otros tres hombres, además de los cuatro primeros, entre ellos el alto y rubio que esperaba en el coche delante del hotel la primera noche; «éste no puede ser Jurgen Hess, puesto que ha hablado por teléfono en el mismo momento. Debe de ser Soëft, o un nombre así. De todos modos, ya son siete. Tal vez no sean treinta, pero siete no está mal. Sin contar a los que todavía no he descubierto».
— Sigue lloviendo, Thomas-comenta el Hombre de los Ojos Amarillos.
— Pues sí-dice Thomas en un tono totalmente neutro-. Como llover, llueve.
«No te hagas demasiado el listo, Thomas», se dice éste a sí mismo.
— Y hace mucho frío. No quisiera que te enfriases.
«¡Y lo dice él! ¡Están dispuestos a cortarme como un salchichón, él y los otros, pero finge tener miedo de que me acatarre!».
— No tengo nada de frío, señor, se lo aseguro-dice-. Estoy realmente bien, con este abrigo y estos zapatos que usted me ha comprado.
«Comienza a estar harto de hacer tantos kilómetros por las calles de Grenoble», piensa Thomas caminando hacia esa plaza de la que ya conoce el nombre, porque la ha atravesado siete veces: la plaza de Verdún. Elige al azar una tienda en la que se venden vestidos de señora. Atraviesa de golpe la calle, corriendo, y se precipita dentro de la tienda (en el escaparate ve, con gran satisfacción, las consecuencias de su maniobra: todos los otros corren también). Thomas entra en el comercio y le comunica a la vendedora que «Bécassine ha comprado un bacalao que no está fresco».
— No le entiendo-dice la vendedora, justo en el momento en que el Hombre de los Ojos Amarillos llega, al fin, a la tienda.
— No haga caso: mi sobrino es bastante guasón.
Thomas se deja llevar afuera, dócilmente.
— ¿Vas a continuar así mucho tiempo?
«Cuidado, empieza a ponerse nervioso.»
— Acabaré en seguida, señor. Por hoy.
Presta también mucha atención a sus ojos: en ningún caso debe parecer que bromea.
Se pone de nuevo en marcha y esta vez entra en un restaurante; mensaje destinado a la cocinera: «Bibí Fricotin está en el tejado y come unas naranjas». Después, visita sucesivamente una mercería, un café en el que unos hombres beben, otra mercería, una zapatería, una empresa de pompas fúnebres («¿Está ya preparado el ataúd de Tarzán?»), una pastelería, la recepción de un hotel, dos cafés seguidos, una carnicería.
Ha atravesado la plaza de Verdún, ha cruzado dos calles, ha dado un rodeo hacia una iglesia cuyo nombre ignora.
Entra en un café en donde están bebiendo unos soldados italianos, en otra mercería más, en una primera tienda de frutas y legumbres, en un comercio de comestibles, en un almacén de muebles, en una oficina en cuya puerta se indica que se trata de Contribuciones Directas; allí aguarda su turno y se empina sobre la punta de los pies para susurrarle a un hombre calvo: «He venido a advertirle de que Mandrake el Mago no ha pagado sus impuestos». Otro vendedor de muebles («Zig y Puce tienen un armario lleno de patatas fritas»), la misma iglesia de hace un momento pero en sentido contrario, un café más y después una escuela.
Parece desplazarse al azar, pero en realidad se aproxima a la plaza de Sainte-Claire…
Y ya está en ella.
Entra allí con la misma naturalidad de las veces anteriores y pronuncia una frase que tampoco tiene sentido. A pesar de que ha reconocido a Barthélemy, el vendedor mallorquín de legumbres, y experimenta de pronto un deseo muy fuerte y muy peligroso de arrojarse en sus brazos.
— A Guy l’Éclair no le gustan los peces rojos.
El vendedor de legumbres está clasificando sus lechugas, tarda cierto tiempo en levantar la cabeza y contempla a Thomas con aire impasible; parece que no ha comprendido el mensaje. No dice nada. El Hombre de los Ojos Amarillos y el vendedor de legumbres intercambian una mirada.
— No haga caso a mi sobrino; se divierte así-dice el Hombre de los Ojos Amarillos. («Ya ha dado treinta veces por lo menos esta explicación-piensa Thomas-. No tiene mucha imaginación; podría encontrar otra cosa. Yo, por mi parte, he encontrado cada vez una frase nueva.»)
En la hora siguiente (las cinco de la tarde han sonado en la catedral de Grenoble y las calles se llenan de chiquillos liberados por las escuelas, mientras la noche se acerca rápidamente), Thomas se presenta sucesivamente en otros nuevos almacenes, tiendas y oficinas. Ya no puede más, le duelen terriblemente las piernas.
Realmente, ya es hora de que esto se acabe.
«Ya casi has terminado…
»Si el vendedor de legumbres ha comprendido, si hace lo que tiene que hacer… Pero tal vez no he hablado con el verdadero Barthélemy, quizás era su hermano o su primo; en la familia se parecen todos.
»¡QUIETO! ¡Te asustas por nada!
»Otras cinco tiendas.»
Thomas mira la calle. Es la de la derecha, lo recuerda muy bien.
Otras tres visitas y la noche ha caído por completo. El frío es horriblemente frío; parece que la maldita lluvia va a acabar, pero eso podría muy bien significar que será sustituida por la nieve.
«¡Tengo un frío horrible, y qué cansado estoy!».
Otras dos más. «¿Cuál es la frase? ¡Ya no la recuerdo!»
— Es hora de que volvamos a casa, Thomas, ¿no te parece?
El Hombre de los Ojos Amarillos está plantado en la acera. Parece que no quiere seguir, que también está harto. Y hay en su voz una irritación muy inquietante. Thomas está a punto de entrar en la tienda de un vendedor de leña y carbón. Gira sobre sí mismo y mira detrás de él, hacia el Hombre de los Ojos Amarillos, que sigue sin moverse, y descubre una vez más al hombre alto y rubio que tal vez se llama Soëft, y a los otros seis.
No, son ocho. ¡Mierda! ¡Nueve en total!
Va a entrar en la tienda del carbonero, pero no lo hace. ¡Oh, maldita sea! ¡SE ACABÓ!
Ellos están allí. Los tres muchachos. Uno de ellos, al menos, le es conocido: estaba en casa de Barthélemy, el vendedor de legumbres.
La voz de Javier:
— Se llaman Mimi, Michel y Jacques, Thomas.
El Hombre de los Ojos Amarillos:
— Thomas, basta ya, ahora.
«Ahora o nunca», piensa Thomas.
Anda cinco metros más, deja atrás la tienda del carbonero y penetra en el café en el que ya había entrado una hora antes. Diez o doce hombres están acodados en la barra y beben vino blanco, al lado de unos jugadores de cartas. Thomas camina a lo largo del mostrador y, como en su visita anterior, se dirige hacia el dueño, que está detrás de la caja; echa una ojeada al espejo colgado en la pared y ve al Hombre de los Ojos Amarillos que se ha quedado en el umbral de la puerta, con el rostro realmente enfurruñado; «no está contento del todo». Thomas ha recorrido cinco metros, se infiltra en el grupo de los hombres acodados en la barra, tira de la manga a uno de ellos, adopta su voz más infantil, abre sus grandes ojos inocentes (ha elegido al que habla más fuerte: le ha parecido una buena idea) y dice en voz muy baja y muy rápida:
— Tengo miedo, señor. Ese hombre me ha seguido todo el tiempo, desde que salí de la escuela del Bon Pasteur. Ha querido tocarme y me ha pedido unas cosas muy sucias.
El Hombre de los Ojos Amarillos está intrigado, tal vez inquieto por ese cambio. Se aproxima lentamente.
— ¿Ese tipejo rubio y rosado que acaba de entrar?-pregunta el hombre que habla muy alto.
— Ése. Ha puesto la mano en mi pantalón.
— ¿Con que sí, eh?-dice el bebedor de vino blanco.
Se incorpora (y parece una montaña que se despliega; he elegido bien, piensa Thomas) y sus compañeros hacen lo mismo.
— Me parece, señores, que se acaba de producir una equivocación-dice el Hombre de los Ojos Amarillos con su voz más suave-. Resulta que yo soy el tío de ese muchacho y…
— ¿Quieres decir su tía?
Thomas no espera más: se escabulle por la trastienda, que da a un patio en el que están alineados unos toneles. Se adentra en el pasaje cubierto que ha advertido la víspera, cuando dio expresamente la vuelta alrededor de la manzana de casas.
Una calle estrecha. Thomas corre por ella. Aparece una pequeña silueta, la de un muchacho joven, que le hace una señal: «¡A la derecha!». Thomas obedece y dobla la esquina, sin dejar de correr. Cuando ha andado unos treinta metros, le llaman:
— ¡Thomas! ¡Por aquí!
«Sabe mi nombre», tiene tiempo de pensar Thomas. Ya le han hecho entrar en el pasillo de una casa, suben a una planta, entran en un piso vacío-sólo hay unos gatos-y salen por una ventana.
Un tejado y, después, otra ventana, que un adolescente cierra después de que él ha pasado:
— Me llamo Miquel. Soy uno de los hijos del vendedor de legumbres. Ven.
Atraviesan un piso donde dos ancianas hacen calceta y fingen no ver nada. Salen a un rellano, donde aparece una escalera: «¿Sabes montar en bicicleta, Thomas?».
— Un poco.
Nueva puerta, nueva calle, atravesada ésta como si no ocurriese nada. Se adentran en una callejuela, entran en una carpintería por la trastienda; trabajan allí tres hombres, pero ninguno levanta la cabeza. Está claro que no quieren ver ni oír nada.
Un pasillo. Están ahora en la tienda de un zapatero remendón, que tiene una puerta de cristales que da a la calle.
— Espera, Thomas.
Michel sonríe, con los ojos chispeantes de alegría.
— ¿Nos divertimos, verdad?
— Enormemente-dice Thomas.
Que continúa alerta, dispuesto a escapar como un relámpago, pero su instinto le dice que todo va bien, que la carrera ha terminado, por el momento. Pasa cierto tiempo. «Van a venir, Thomas, tranquilízate. No sabíamos por dónde ibas a salir, así que te hemos esperado por todos lados. Felizmente somos tres.» Finalmente aparecen otros dos muchachos, empujan la puerta vidriera y entran; uno de ellos, el más pequeño, es el que le ha hecho señas hace un rato.
— Mis hermanos-dice Michel-. El más alto es Mimi, y el otro es Jacques. Quítate tu abrigo, tu pantalón, tu jersey y tu boina, Thomas; y también tus zapatos. ¡Vamos, date prisa!
El cambio se produce en el taller del zapatero (el zapatero no está aquí, el chiscón está vacío, aparte de los cuatro chicos). Thomas se pone un pantalón que le aprieta, una chaqueta canadiense que casi le está bien, unos zuecos con suela de madera, un pasamontañas de lana roja y azul, y unos guantes también de lana; son las ropas del propio Jacques, que se pone entonces otras prendas sacadas de un fardo que transportaba su hermano mayor.
— ¿Y mis cosas?-pregunta Thomas.
— Mimi se ocupa de ellas. Papá ha dicho que las escondamos. Ven.
Thomas se encuentra en la calle, ante dos bicicletas, cada una de ellas enganchada a un pequeño remolque de contraplacado, con dos ruedas. Los remolques están llenos de verduras, sobre todo de escarolas.
— Pronto, Thomas. Pero, cuidado: ahora eres Jacques.
Michel ya ha montado en su bicicleta y le apremia para que haga otro tanto. Thomas se sube al sillín y se yergue sobre los pedales. Le sorprende el peso del remolque, pero acaba poniéndolo en marcha.
Ruedan ambos.
— ¿Para quién son todas esas escarolas?
— Para las cabras, naturalmente-responde Michel, sonriente.
Quattermain está en Lisboa. Piensa en Ella, en María. Nunca había imaginado que Ella pudiera estar encinta, esperando un hijo como cualquier mujer, «pero yo tenía veintidós años, el Clan me acababa de incubar, estaba en la plena inocencia de la juventud, de la que aún no estoy seguro de haber salido. La conocí de pronto, un día, en la calle de la Estrapade, y me pareció que Ella había vivido diez existencias, que yo era un chiquillo y Ella era una mujer más allá de lo posible».
Durante las interminables horas en que las hélices de los sucesivos aviones han agitado tan laboriosamente el aire del Atlántico, el lento ascenso de los recuerdos ha proseguido. Sin orden ni razón, caótico. Amargo y, sin embargo, mezclado de dulzuras extrañas, al final dolorosas…, porque el pesar también ha aparecido: creía haber clasificado para siempre esas relaciones en el rango de los «amores de juventud». Por consiguiente, se había engañado, y eso le sorprende. Además, ha abandonado Vermont en una hora, como un ladrón sorprendido, en respuesta a una simple carta. He aquí algo casi inexplicable. «¿Seré un romántico?».
En lugar de darle miedo-eso sería exagerado-Ella le desconcertaba. Él le decía «te amo» (con la autoexaltación de rigor) y Ella reía: «Tal vez estás a punto de volverte adulto, David; pero el camino es largo todavía». Ella era extraordinariamente libre; una vez, en Sicilia, en septiembre de 1930, se había quedado desnuda para nadar y dorarse al sol, indiferente a las miradas de los pescadores; o bien cuando, bajo su blusa de Chanel, sus senos bailaban, porque nunca estaban sostenidos por nada; sin hablar del amor, y de sus maneras de hacerlo, y de decirle crudamente que tenía ganas de enseñarle a él, a Quattermain, cómo debía comportarse, precisamente para poseerla. Sin olvidar aquella inteligencia fulgurante, exasperada, lúcida hasta causar miedo, constantemente alerta hasta crear una opresión. Y a pesar de esto, aquellas bruscas inmersiones, aquellos silencios, inexplicables o al menos nunca explicados, aquella sensación que Ella daba entonces de ser bruscamente llamada a una realidad diferente, cruel (él incluso llegó a imaginar que Ella padecía alguna enfermedad incurable y que vivía febrilmente sus últimos meses con la certeza de una muerte inminente; pero no retuvo esta explicación, y, por otra parte, estaban aquella especie de guardaespaldas, tan misteriosos, que siempre la acompañaban).
En Lisboa, Quattermain se prepara para partir hacia Madrid. En la capital española debe tomar al día siguiente el avión de la Lati para Zurich.
— ¿Solo? ¿No viene usted conmigo?
Juan Vidal, el banquero, niega con la cabeza.
— Yo no le serviría de nada en Suiza, señor Quattermain. Sólo iré hasta Madrid. Por lo demás, en la cita de Ginebra que le he indicado, alguien le esperará.
— ¿Y cómo lo reconoceré?
— Le reconocerán a usted, no tenga miedo.
En ningún momento, durante el largo viaje, el español de Palma de Mallorca ha revelado nada referente a las «circunstancias excepcionales» mencionadas por Maria en su carta. Sin embargo, ha hablado bastante: de su querida Mallorca, de que está muy contento de haber podido volver a encontrar allí un empleo y de la pertenencia de Quattermain al Clan, cosa que le impresiona en extremo. Se extiende ampliamente (mientras Quattermain se hace el sordo) sobre los muy importantes intereses del Clan en la España del amado Franco.
«En resumen, parece sugerir que mi familia podría poner en juego su peso en este asunto. ¡Voy a relatar la historia a mi tío Peter! ¡O incluso a Larry!»
— ¿Le han encargado que me diga algo?
— En absoluto.
— ¿Quién le ha mandado que fuera a buscarme?
El español se ha cerrado como una ostra.
La excitación sentida a su salida de Vermont no ha remitido. Tiene cuatro horas por delante. Las emplea en deambular por Lisboa, callejea a lo largo del Tajo y por el enlosado del Rossio, la plaza mayor. Bebe el oporto de rigor, se encuentra inopinadamente en la calle del Oro y sube en el ascensor a la manera de Gustave Eiffel. «Voy a volver a verla»: no tiene otra cosa en la cabeza.
Vuelve al vestíbulo del hotel. Juan Vidal le espera allí y le entrega un sobre cerrado: «Debía haberlo llevado a América, pero hasta ahora no me había llegado».
Quattermain lo abre. En el interior hay unas fotos. Las fotos de un muchacho de unos diez años. Quattermain reconoce los ojos al momento: el chiquillo tiene los ojos de Ella; es alucinante.
— Yo nunca he visto cabras-dice Thomas.
— ¿No las había donde tú estabas?
— Ni una. A no ser la institutriz, que tenía cabeza de cabra.
Michel rompe a reír; «decididamente, éste tiene la risa fácil».
— ¿Y en dónde vivías?
— Lejos-dice Thomas, asaltado de nuevo inmediatamente por su desconfianza.
Atraviesan las antiguas murallas de Grenoble. Michel y Thomas arrastran con sus bicicletas los remolques y entran luego en la isla Verte. Michel habla sin cesar: dice que su padre es mallorquín (pronuncia «majorquín», como los franceses), pero su madre es de origen saboyano; que él sabe un poco de español, pero mejor el mallorquín. «¿Y tú, Thomas?»
— Ni el uno ni el otro-responde Thomas, todavía desconfiado.
Acaban llegando a una villa que está en un bulevar; las cabras que hay en el huerto comienzan a comer las escarolas; no tienen un aspecto muy inteligente. Michel sigue hablando: querría ser ingeniero y construir puentes. Entran en la villa, que está muy caliente y muy tranquila, y la fatiga hunde de repente a Thomas; la fatiga y un inmenso alivio: lo ha conseguido, ha escapado del Hombre de los Ojos Amarillos.
La va a encontrar.
Recuerda la cena con el vendedor de legumbres, con su mujer y con sus hijos. Esto le apesadumbra un poco, porque no ha dicho a esas personas tan amables lo amables que son, precisamente; pero se muere de sueño.
— Ve, muchacho.
Barthélemy, el vendedor de legumbres, le ha tomado en sus brazos y le ha transportado a su habitación: «No puedes más, pequeño. Duerme, descansa; aquí no te molestará nadie».
Thomas se abandona, por primera vez desde hace semanas. Es enormemente bueno tener a alguien que se ocupe de ti. Unas horas más tarde, se despierta bruscamente, descompuesto por completo, y descubre a Michel, que está junto a él y que le tranquiliza, dándole unos golpecitos en el hombro: «Has tenido una pesadilla, no es nada. Un día iremos a Mallorca los dos, iremos a Sóller; papá dice que es el rincón más bonito del mundo. ¿Quieres que te hable de Sóller?».
Thomas se duerme de nuevo, con una sensación de paz realmente extraordinaria. Por la mañana se despierta dulcemente. La madre de Michel y de los otros, la mujer de Barthélemy, le trae el desayuno a la cama. «Después irás a lavarte. Tienes que lavarte entero, por favor. Entero.» Pero la mujer le sonríe y él casi siente ganas de llorar, a causa de esa sonrisa. Pero el mecanismo de siempre da vueltas en su cabeza y le regaña: «Eso es, déjate ir, abandona toda desconfianza y la próxima vez fracasarás; sin embargo, Ella te ha dicho miles de veces que no tengas confianza en nadie, y que hasta las personas que te quieren bien pueden hacerte daño, sin hacerlo expresamente».
Una hora después llega un hombre muy fuerte, con una sonrisa ancha como una puerta. Parece ser que es el tío Mathieu, el hermano de Barthélemy, el que tiene que llevarle a Suiza: «Todo va a ser muy fácil, pequeño, no serás tú el primero, ni el último. El tío Mathieu tiene una camioneta, pero no una cualquiera: en la caja, junto a la cabina, hay una trampa, y debajo un escondite; varios adultos han entrado allí, te sentirás cómodo. Vamos a salir. Si oyes que me detengo, sobre todo no te muevas; puedes respirar, pero nada más. Pero si me oyes cantar, entonces es que todo va bien: podrás dar unos gritos y, según el lugar, bajar y estirar un poco las piernas».
Se ponen en camino.
Thomas se duerme de nuevo.
Se despierta en cada parada, y se producen cuatro o cinco, pero en seguida reanudan la marcha. Thomas oye que el tío canta y, como tiene ciertas ganas de hacer pipí, golpea en la pared que tiene a su derecha. La camioneta se detiene en seguida. Thomas sale y descubre unas montañas nevadas, muy próximas. Hace pipí y el tío también.
— ¿Hablas español, verdad?
— No-dice Thomas. (El tío le ha hablado en castellano.)
— ¡Qué va! Lo entiendes muy bien. Según Javier Coll, que es de Sóller como nosotros, hablas el castellano como el Generalísimo.
— ¿Quién es Ravier Coille?
El tío suelta una carcajada y mueve la cabeza: «Desconfiado como seis zorros, ¿eh? Pero es verdad que eres buscado, y no por los italianos, sino por los alemanes. Con los italianos se las arregla uno, pero con los alemanes… Pero ya se acabó, hemos franqueado todas sus barreras. Sube delante. ¿Tienes hambre o sed?».
Thomas preferiría quedarse en el escondite: no le parece muy prudente el hacerse visible. Pero el tío ya ha colocado en su sitio, encima de la trampa, las baterías de coche y los neumáticos que transporta.
Un poco después entran en una pequeña ciudad. «Annemasse», dice el tío. La camioneta pasa, por primera vez, por delante de una especie de escuela religiosa; un cura se quita la boina y se rasca la cabeza: «Eso quiere decir que todo va bien, Thomas. Podemos ir ahí». El tío da media vuelta un poco más adelante y regresa hacia la escuela. Esta vez entra en el patio. «Adiós, muchacho, y suerte. Saluda a Javier de nuestra parte».
Thomas se encuentra en una habitación. El cura de la boina, que dice ser el padre Favre, le enseña, por la ventana, un muro que hay en el fondo del jardín: «Suiza está justamente ahí, detrás de esa pared. Te traeré de comer dentro de un momento. ¿Quieres alguna cosa? ¿Un libro? Los tienes en la habitación de al lado. Pasarás la frontera esta noche».
«Todo va demasiado bien-piensa Thomas-; es demasiado fácil.» Esto le sale del mecanismo que le grita en su cabeza, pero ahora, por una vez, no tiene muchas ganas de escucharlo: piensa solamente en Ella, que seguramente le espera al otro lado de ese muro.
El padre Favre le trae una bandeja, pero él apenas come. Para calmarse un poco, trata de jugar una partida en su cabeza, pero no está lo bastante concentrado. Lee. Ha encontrado un Gustave Aymard, La Grande Flibuste, que se desarrolla en Méjico, en la provincia de Sonora. Se duerme de nuevo, aunque después de haber leído las doscientas primeras páginas con su velocidad habitual, que tanto asombraba a Papé Allègre.
«No pienses más en él, deja de pensar. Ni en él ni en Mamé Allègre. Olvídalos a todos. Y también al vendedor de legumbres, y a los hijos del vendedor de legumbres. Y al coronel de Aix. No te sirve de nada, no volverás a verlos. Eso te hace daño, sólo daño. Aunque tengas una mala impresión, un presentimiento, como tú dirías. Sobre todo porque lo tienes.»
Son las nueve de la noche. Thomas está ahora en el jardín y el padre Favre le hace señales de que no se mueva. Dos soldados italianos se pasean tranquilamente, se alejan y, en seguida, la curva del muro les oculta.
— Ahora-dice el padre Favre.
Thomas trepa por la escala y descubre entonces que no está solo. Hay siete hombres y mujeres que pasan con él.
— Rápido-cuchichea el padre Favre.
Uno de los hombres ayuda a Thomas a saltar al otro lado, empujándole hacia adelante. Todo el grupo está formado y avanza rápidamente, en la oscura noche. De pronto, se encienden unas linternas eléctricas y surgen unos soldados que llevan fusiles. «Todo va bien; son suizos, gracias a Dios», dice uno de los fugitivos.
Y el mecanismo, el instinto de rata, grita cada vez más fuerte. El hombre que le ha ayudado hace un minuto le pone una mano sobre el hombro: «Lo hemos logrado, muchacho; estamos en Suiza, nos hemos salvado». Thomas se desprende bruscamente y comienza a correr; galopa tal vez unos treinta metros y se abre ante él un foso en el último segundo. Se cae, tiene tiempo de levantarse, sigue corriendo directamente hacia un bosquecillo que apenas ve. Se adentra en él, y está a punto de dejarlo atrás cuando descubre ante él a otros soldados con linternas. Se introduce en la maleza, se esconde. Los soldados no parecen prestarle atención.
Se aproxima un camión, iluminado por los faros de otros coches. El grupo del que Thomas formaba parte sube al vehículo. «Voy a esperar a que se vayan, y después…»
Algo sucede: el hombrecito que acaba de explicarles que están salvados está hablando con los militares. Luego grita: «Ven aquí, muchacho; no tienes nada que temer. ¡Estamos en Suiza!». De pronto, los soldados dirigen sus linternas hacia la maleza, llegan hasta allí y uno de ellos sujeta por el brazo a Thomas y le conduce al camión.
Thomas sube a él, loco de rabia, y se encuentra al lado del hombrecito calvo, que le dice sonriendo muy amablemente: «He hecho esto por tu bien, muchacho. No tienes motivos para sentir miedo». Lo peor es que seguramente es sincero, el pobre diablo. Un odio terrible hace temblar a Thomas. El camión arranca; en su toldo de lona está colgada una bombilla eléctrica; dos soldados están sentados en la parte trasera, y realmente no hay manera de escapar.
Todo el grupo desciende delante de un edificio muy iluminado, al lado de unos raíles de tranvía, e incluso hay un tranvía con un letrero que dice «Ginebra».
Media hora más tarde, Thomas es presentado ante un hombre sentado detrás de una mesa: «¿Te llamas Thomas David Lamiel y has nacido en Lausanne?».
Pero es evidente que conoce la respuesta y que finge ignorarla. «Sabía que yo iba a venir.»
— Pasa a la habitación de al lado y espera-dice el hombre-. Vendrán a buscarte.
Esta última frase vuelve a dar a Thomas una pequeña esperanza. Pero dentro de su cabeza, sabe que no es verdad. Ella ya estaría aquí si hubiera tenido que venir; y si no le hubiera sido posible, Javier Coll o algún otro la habría sustituido.
Espera en una habitación, solo, con un soldado que no le quita los ojos de encima. Transcurre un largo rato.
Un ruido de pasos. Afuera hablan en alemán, pero Thomas sólo oye apenas algunas palabras, como «gracias», «agradecimiento», «servicio cumplido».
La puerta se abre y entra un hombre de cincuenta años por lo menos, con cabellos blancos, la cara rosada y los ojos azules. Está muy bien vestido. Sonríe a Thomas:
— Hola, Thomas-dice-. Te esperábamos desde que saliste de Grenoble. Me llamo Joachim Gortz.
En Zurich, donde su avión ha aterrizado, Quattermain sólo ha tenido tiempo de franquear el control: inmediatamente, un hombre se ha dirigido a él. Se ha presentado con el nombre de Morón, y como prueba de que es el mensajero de Maria ha mencionado el cuadro de Mondrian que había en la habitación del apartamento de la calle de Lille, en París, doce años antes.
— ¿Le basta con eso, señor Quattermain? Puedo darle otras indicaciones si la primera no le parece suficiente.
Por pura curiosidad (no pone en duda la condición del emisario de Morón), Quattermain ha pedido, en efecto, otras pruebas. Aunque sólo sea por saber qué recuerdos de él ha conservado Ella.
— Un hotel de Zermatt donde usted rompió un jarrón de cristal; un restaurante de la calle de la Estrapade de París donde usted preguntó lo que era la gibelotte
— Ya es suficiente-dice Quattermain sonriendo.
Sube con Morón al pequeño avión privado.
Llega a Ginebra. A un hotel del muelle Wilson, mientras el lago desaparece en la noche. Morón dice:
— Mi misión ha terminado, señor. Debe usted esperar, no necesariamente en su habitación, pero sí en el hotel. ¿Desea usted que le haga un poco de compañía, o prefiere estar solo?
Morón se va.
Han transcurrido seis horas cuando llaman suavemente a la puerta de la habitación de Quattermain. La talla del hombre que entra es semejante a la suya, pero su estatura parece impresionante, porque la fuerza emana de ella. Y Quattermain le reconoce de pronto, a tantos años de distancia.
— Déme la mano-dice-. No le he olvidado. Me hizo usted un signo con la mano cuando yo estaba en las escaleras de la estación de Marsella.
— Me llamo Javier Coll. Gracias por haber venido.
Su voz, en francés, está teñida de un acento cantarín como el que tienen las gentes de Perpignan o de Narbonne. «Me mataría si tuviésemos que pelearnos.»
— Pero temo que haya venido para nada.
— ¿Dónde está María?
— No está en Suiza. Pero hablaba del niño, señor Quattermain. Ha ocurrido algo esta noche, a algunos kilómetros de aquí.
Coll ha cerrado la puerta del pasillo, pero apenas ha entrado en la habitación: continúa apoyado en el marco.
— Ellos tienen como jefe-dice-a un hombre que se hace llamar Golaz-Hueber, pero cuyo verdadero nombre es Gregor Laemmle. Su presencia para dirigir la caza es poco comprensible: es un antiguo profesor de filosofía de la universidad de Fribourg…, del Fribourg alemán. Pero es temible: encontró la villa de Sanary, luego el piso de Aix-en-Provence y después al propio Thomas. Sin embargo, pensábamos hacer que Thomas pasase a Suiza, donde Maria quería que se lo entregásemos a usted. Pero ese Laemmle ha previsto nuestra maniobra. Ni siquiera he podido acercarme a la frontera francesa. Unos cordones de soldados me lo han impedido. Incluso han intentado detenerme.
— ¿Dónde está…, dónde está Thomas?
— De nuevo en sus manos. No he podido hacer nada.
Javier Coll apoya la nuca en el marco de la puerta y cierra los ojos.
— En Suiza hay una policía-dice Quattermain.
— Llámela. Le dirán que ningún niño llamado Thomas Lamiel ha cruzado la frontera esta noche.
— ¿Lo ha intentado usted?
Los ojos de Javier se abren y su mirada se fija.
— Perdóneme-dice Quattermain.
Por primera vez desde que ha entrado en la historia tiene una medida exacta de su carácter grave, si no trágico.
— ¿Hay algo que yo pueda hacer?
Los ojos del alto español siguen clavados en él.
— Ella le ha escrito esa carta por su propia iniciativa-dice al fin, con su voz lenta y un poco ronca.
— ¿Tiene Ella alguna cuenta que rendirle?
— No.
— ¿Quién es usted?
— Un viejo amigo y nada más.
— ¿Le ha dicho lo que yo he sido para Ella?
— Sí.
Silencio.
— ¿Dónde está Ella?-pregunta Quattermain.
Javier Coll se separa de pronto del marco de la puerta y camina por las tres habitaciones de la suite de Quattermain. Incluso, en un momento dado, desaparece de la vista de este último.
Luego vuelve:
— Ella está dispuesta a cualquier cosa para sacar a su hijo de la situación en que se encuentra.
— ¿Incluso a entregarse Ella misma?
— Sí.
— La Maria que yo conocí no habría cedido nunca.
— En aquella época, Ella no tenía un hijo.
— ¿Dónde está Ella, Coll? Quisiera hablarle.
Hay un duro destello en los negros ojos.
— En ese caso, tendrá que ir a Francia.
La intuición aparece en Quattermain. «Ya estamos allí», e imagina durante algunos segundos un plan maquiavélico destinado a atraerle primero a Suiza, para después persuadirle de entrar en Francia, donde se le utilizaría-¿por qué no?-como un rehén, sin duda en razón de su pertenencia al Clan, «puesto que sin éste apenas valgo, aparte del dinero, y aun así…».
— ¿A qué parte de Francia?
— A zona no ocupada.
Javier Coll contempla el lago, velado por una noche tan oscura.
— Si Ella hubiese pedido mi opinión, yo me habría opuesto, no habría recurrido a usted. Ignoro lo que le ha escrito.
— Parece ser que Thomas es mi hijo-dice Quattermain, descubriendo de pronto que eso es tal vez la cuestión esencial que quería plantear.
— Ella nunca me ha dicho nada de su vida privada.
— No estoy obligado a creerle.
— No está obligado a nada, Quattermain. En lo que a mí concierne, puede usted regresar a América lo mismo que ha venido. Y olvidarnos a todos. Ella me ha pedido que le traiga a Thomas. He fracasado y he venido a decírselo.
La irritación se abre paso dentro de Quattermain.
— ¿Qué le sucederá a Thomas?
— Si no lo han hecho ya, le llevarán a Alemania. O, más probablemente, le conducirán a Francia. Ellos saben que un cambio sería mejor aceptado por Ella en Francia.
— ¿Un cambio?
— Ella por el niño. Ellos la quieren a Ella.
La impresionante silueta se mueve, vuelve de nuevo y pasa por delante de Quattermain.
— Y no hay nada que yo pueda hacer. Nada.
Javier Coll tiene ya la mano sobre la manilla de la puerta. Quattermain habla, consciente de la ingenuidad de su pregunta:
— ¿Cómo estaba Ella la última vez que usted la vio?
Pasa un tiempo.
— Agotada-responde Javier Coll-. Es una mujer desesperada.
Y se va. Por una de las ventanas de su apartamento, Quattermain acecha su salida del hotel.
Pero nada. «Ha desaparecido como una sombra en la noche, después de haber dicho, delicadamente o no, las palabras necesarias para que vaya a Francia, para que intervenga… ¿Cómo puedo intervenir, a no ser firmando un cheque?».
Pide por teléfono que le suban algo de beber. Son las doce y media de la noche. Le traen whisky y hielo. «Es una mujer desesperada…» Premeditada o no, la frase le impresiona más cada minuto. La animosidad sorda de Javier Coll respecto a él puede explicarse también por el amor que el español quizá sienta por Maña, o por su firme convicción de ser el único que la conoce desde hace años-«Soy un viejo amigo»-, el único que puede defenderla.
Lo que probablemente es cierto: «Necesitaré entrar en una lucha que dura desde hace años, de la cual yo no sé nada, y para la cual no estoy de ningún modo preparado».
Hacia la una de la madrugada, llama de nuevo a recepción: ¿existe un medio de llegar a la Francia no ocupada, partiendo de Ginebra? Le responden que sí. Tendrá que tomar un avión e ir a Marsella, pasando por España.
«Todavía no estás decidido, reconócelo».
Acaba de dormirse cuando el teléfono suena. Es Morón, y la comunicación es breve: suponiendo que vaya a Marsella, al hotel Noailles de la Canebière, alguien se pondrá en contacto con él.
Suponiendo que…
Joachim Gortz mueve la cabeza y repite que no está de acuerdo: él preferiría llevar al Niño a Alemania.
Gregor Laemmle sonríe.
— Mi querido Joachim-dice con su voz suave-: sin mí, usted ignoraría hasta la existencia de ese niño. Y yo soy quien ha llevado siempre, que yo sepa, la entera responsabilidad del asunto. Reinhard Heydrich, tan encantador, cuya humanidad y cuyo respeto por el prójimo entrarán seguramente en la leyenda, me lo había asegurado. No tengo noticias de que esas consignas hayan sido modificadas por nadie. ¿Lo han hecho? No. Ya lo ve usted. Gracias por haberme traído a Thomas.
— No ha sido fácil: no sabíamos por dónde iba a cruzar la frontera y…
— ¿Se ha compadecido usted de los esfuerzos que yo he debido hacer? Todos nosotros tenemos nuestra parte. ¿Quién le esperaba en Suiza, querido Joachim?
— Los suizos han interceptado a un hombre de alta estatura, que ha intentado forzar sus barreras. Incluso lo detuvieron, pero se les escapó, moliendo a golpes a tres aduaneros. Han tardado varias horas en identificarle; sin embargo, era fácilmente localizable, con sus amputaciones de la mano izquierda.
— ¿Le han detenido, sí o no?
— No. Al parecer, ha logrado salir del territorio de la Confederación. Su Jurgen Hess no ha conseguido encontrar su rastro.
— No es mí Jurgen Hess, querido Joachim. Yo no lo he elegido, del mismo modo que no he elegido a Adolf Hitler, eso es todo. Y el bueno de Jurgen no sería capaz de encontrar la catedral si yo le enviase a Chartres o a Reims.
Gregor Laemmle se inclina sobre la cama en el hotel de los Trois Dauphins, de Grenoble. El niño duerme todavía bajo el efecto de los somníferos que le han administrado en el momento de su captura en Suiza, antes de cruzar en sentido inverso la frontera. Duerme con toda la paz del mundo en el rostro, y ninguna huella de sufrimiento modifica el delicado trazado de sus labios entreabiertos.
— ¿Y ahora?-pregunta Gortz.
Las pequeñas manos están distendidas, casi completamente estiradas; la respiración es regular. Ya no tardará mucho en despertar.
— ¿Y ahora?-repite Joachim Gortz.
— Ella vendrá a mí-responde al fin Gregor Laemmle-. Ella vendrá, de una manera o de otra. ¿Por qué necesito explicarle estas cosas?
Arrastra una de las butacas de la habitación y se sienta cerca de la cama.
— Ella vendrá, querido Joachim. Y yo la cogeré como se coge a una leona que busca a su cachorro.
Está fascinado por el niño y, de ahora en adelante, ya siente una gran piedad de sí mismo.
— Y todo esto terminará horriblemente mal, puede usted creerme. Espere lo peor.
Thomas se peina apresuradamente sus cabellos húmedos y sale de la habitación. El Hombre de los Ojos Amarillos está sentado a la mesa del salón inmediato. Seguramente ha oído moverse a Thomas desde hace unas horas, pero permanece inmóvil. Finge estar muy concentrado.
Thomas camina por el salón. Va hasta la puerta del pasillo y, naturalmente, hay un hombre detrás; se acerca a la ventana y mira al exterior: llueve y los cristales todavía están fríos. Ahora hay tres coches, cada uno con dos hombres en el asiento delantero. Hay otros más en un camión. Y también hay otros bajo los soportales, en las ventanas y en los tejados de las casas de enfrente. «Ha puesto todavía más hombres que antes.»
Al despertar ha llorado, hundiendo su rostro en la almohada. Y con un deseo muy grande de morir. Pero eso no ha durado, el mecanismo ha vuelto a ponerse en movimiento: pierdes una partida y eso te molesta, pero lo olvidas y retienes solamente las tonterías que has podido cometer, para evitarlas en la partida siguiente. «No habría debido confiar en el tío Mathieu, a pesar de lo valiente que parecía; yo sabía que aquello iba demasiado bien y que era demasiado fácil; habría debido ir solo».
Vuelve hacia la mesa. Las piezas están delante del Hombre de los Ojos Amarillos, que ha hecho sólo las tres primeras jugadas, adelantando dos peones y un caballo en f3 para las blancas, y el caballo en f6 y dos peones para las negras. «No sabe cómo hablarme y se ha dicho que jugar al ajedrez era un buen medio».
El mecanismo funciona muy bien.
Él le da la orden y el mecanismo comienza a trabajar sobre la posición de las piezas.
— Yo nunca me he llamado Golaz-Hueber, Thomas. Mi nombre es Laemmle, Gregor Laemmle. ¿Sigues sin saber el alemán?
— No he tenido tiempo suficiente para aprenderlo en Suiza-dice Thomas.
Se sienta a la mesa. Se siente horriblemente cruel; «voy a aplastarle. No en una jugada, sino poco a poco, expresamente, malignamente».
El Hombre de los Ojos Amarillos avanza un peón en g3, en la cuarta jugada con las blancas.
— ¿Quién es el Hombre de la Mano Cortada, Thomas?
— Yo sólo conozco al Hombre del Pie Torcido.
Ahora está terriblemente concentrado. «Puede hablar todo lo que quiera, me tiene sin cuidado.» Ha estado a punto de poner su alfil en b7, como de costumbre, pero tiene la idea (o más bien vuelve a tenerla, porque hace mucho tiempo que pensaba en ello, desde hace por lo menos tres años) y finalmente lo sitúa en a6: «Él tal vez va a subir su reina hasta a4, y después su alfil hasta g2 para enrocar después; es lo normal. Pero, entonces, yo tendré la ventaja, estaré mejor colocado. A menos que… No, fuerte como es, va a poner su caballo en d2».
El caballo en d2.
— ¿Has visto a los hombres que hay fuera, Thomas?
«Sigue hablando.»
— Son por lo menos quince-dice Thomas.
— Bastantes más.
«Coloco mi peón en c5; él pondrá su alfil en g2, forzosamente, y enrocará en dos jugadas… si es realmente fuerte. Valdría más que fuese realmente fuerte, porque así le haré más daño cuando acabe con él.»
Thomas pregunta:
— ¿Y en el tejado del hotel?
— En el tejado hay una verdadera multitud-dice el Hombre de los Ojos Amarillos-. Dudo que tus amigos españoles tengan la más mínima posibilidad de llegar hasta ti.
— ¿Qué españoles?
«Ha enrocado como estaba previsto, pero yo espero todavía. Puedo esperar. Tengo una defensa en tres líneas. Espero. Él es realmente fuerte, incluso muy fuerte. Tanto mejor.»
Quince minutos en un silencio total. Thomas ha dejado de ver al Hombre de los Ojos Amarillos; ha olvidado a los vigías, y a Javier, que tal vez ronda por los alrededores, y a Ella, que no le esperaba al otro lado del muro, en Suiza.
Está terriblemente concentrado. Calor en las mejillas, los ruidos del exterior, que oye sin escucharlos; el mecanismo se mueve…
— Eres muy fuerte, Thomas. Si lo haces expresamente…
«Trata de turbarme, tal vez de ponerme nervioso. ¿Qué se ha creído?»
A la vigesimotercera jugada, ya está: la posición blanca está totalmente en desequilibrio. Thomas y el Hombre de los Ojos Amarillos han perdido el mismo número de piezas y de igual valor, pero no es eso lo que cuenta: «yo habría podido ya acabar con él dos veces, pero eso habría sido demasiado rápido; él habría dicho que se trataba de suerte, o de un error por su parte. Y yo, ahora, quiero acabar con él. Su rey está aislado. Hasta él se ha dado cuenta; es demasiado tarde…».
— Thomas: tú sabes, naturalmente, que tu madre se verá obligada a salir de su escondite.
«¡NO LE ESCUCHES!»
— Ella va a salir, Thomas. Se pondrá en contacto contigo. Ella sabe dónde estoy. Y yo la espero.
— Jaque al rey-dice Thomas.
«Ya está; ha acabado comprendiendo. ¿Crees que lo ha hecho expresamente, dejándose llevar hasta donde tú lo has puesto? No, acuérdate de lo que Ella te ha dicho siempre: no mirar nunca a los ojos del otro, sino a sus manos. Y sus manos tiemblan un poco. Se pone nervioso. Ha acabado comprendiendo, pero es demasiado tarde. Ha visto claramente que su juego estaba inclinado hacia el ala de la reina. Ahora va a desplazar a su rey para ponerlo al abrigo, pero es demasiado tarde. Mate en… ¡NO! ¡No quiero darle mate, quiero que abandone!».
— Jaque al rey-dice Thomas, subiendo su caballo hasta f2.
— Yo espero a tu madre desde hace mucho tiempo, Thomas. Mucho tiempo. Años. ¿Quieres saber una cosa? Creo que tienes los mismos ojos que Ella, que te pareces mucho a Ella. Creo…
— Jaque al rey-dice Thomas-. Por la reina.
«Se verá obligado a comer mi peón en d2 y esperará otro ataque de mi dama».
— Creo que ese encuentro entre tu madre y yo será uno de los grandes momentos de mi vida, Thomas. Creo que Ella ha hecho de ti una máquina fascinante.
— Jaque al rey.
— Yo puedo ser una solución para tu madre y para ti. Bastará con que Ella dé al señor Gortz lo que él quiere y podréis iros juntos, Ella y tú. Me comprometo a ello. Puedo protegeros, Thomas…
«Mi torre en c6. Forzosamente tendrá que defenderse de mi torre en h6 y en seis jugadas…»
— Haré todo lo del mundo para que no os suceda nada, Thomas.
Siguen otros cuatro jaques. «Se está derrumbando; va a intentar una defensa con su propia reina, no puede hacer otra cosa, y en dos jugadas le responderé con mi reina…, no, con mi torre en d8, y él tendrá que mover su propia torre…».
— ¿Has oído lo que te he dicho de tu madre, Thomas?
«Ahora, los peones al ataque.»
— Lo he oído, señor.
— Pero no me crees.
— Sería muy descortés no creerle. Le toca a usted jugar, señor.
Silencio.
Jaque al rey.
Jaque al rey.
Jaque al rey.
«Le estoy machacando».
Timbre del teléfono. El Hombre de los Ojos Amarillos mira fijamente a Thomas. Luego se levanta y descuelga. Dice varias veces «sí» en alemán y también «ésas no son las órdenes que yo di».
Cuelga de nuevo y vuelve luego. Pero no se sienta a la mesa. Mira otra vez a Thomas.
— No has respondido a mi pregunta, Thomas, ¿Has oído lo que te he dicho, a propósito de tu madre y de ti?
— Le he dado once veces jaque al rey. ¿Quiere continuar jugando, señor?
— Abandono, Thomas.
— Entonces debe tumbar su rey en el tablero.
— He perdido. Eres demasiado fuerte para mí. Has jugado muy bien esta partida.
— Tal vez ganará usted en otra ocasión.
— ¿Tú crees que puedo ganarte, Thomas?
— Me temo que no, señor. No lo creo. Perdóneme que sea tan descortés. Victoria a la sexagesimoprimera jugada. Por abandono.
Thomas sostiene la mirada amarilla.
— He pensado que podríamos dar una vuelta, Thomas. Hace mucho tiempo que no has salido. Y a tu edad se necesita aire libre.
— Iré con mucho gusto, señor-dice Thomas-. Gracias por la invitación.
Quattermain, en Marsella, entra en el consulado de los Estados Unidos de América, una dependencia de la embajada acreditada ante el gobierno de Vichy. Se da a conocer y, en un tiempo extraordinariamente corto, es introducido en el despacho de un tal Callaghan.
— ¿El señor Quattermain?
— En persona.
— ¿David John Quattermain? ¿No me equivoco? ¿Es usted el sobrino de…?
— Lo soy-dice Quattermain-. Y algunos días me pregunto si es una buena idea.
Contempla el retrato de Franklin Roosevelt y, durante los minutos siguientes, responde con su indolencia habitual a las preguntas que le son hechas sobre la salud del tío Peter, del primo Larry y de los primos Henry, Emerson, James y Stuart.
Y del presidente, con quien ha almorzado una semana antes.
Y del secretario de Estado, que pasó el week-end con el Clan.
Luego, Quattermain dice que él mismo está bastante bien, gracias.
Callaghan es un diplomático de carrera y además un experto en asuntos franceses desde que, unos años antes, efectuó una travesía del Atlántico, en un paquebote, con Maurice Chevalier como vecino de camarote; por otra parte, sabe Ma Pomme entera y en francés.
— Estoy impresionado-dice Quattermain-. Salta a la vista que, con usted, los intereses de mi país están en buenas manos.
Callaghan se informa del motivo de una visita tan prestigiosa. Quattermain responde que está aquí de paso y desearía algunas informaciones. Por ejemplo, quién es ese mariscal cuyo retrato ve por todas partes, y cuál es la diferencia político-geográfico-económico-jurídica entre la zona ocupada y la zona no ocupada, y si un simple ciudadano americano puede pasearse un poco, dando por supuesto que no franqueará la famosa línea de demarcación.
— ¿No tendría usted, por casualidad, el trazado de ésta?
Callaghan le regala un mapa de carreteras Michelin, sobre el cual dibuja la línea con tinta negra; subraya que no existe ninguna situación de beligerancia entre el gobierno de Vichy y los Estados Unidos.
— Como ciudadano americano, es usted libre de ir y venir. Sin embargo, yo no se lo recomiendo. Nuestras relaciones con el gobierno del señor Laval…
Quattermain almuerza en un restaurante del puerto viejo, en compañía de Callaghan, que se ha empeñado tozudamente en servirle de cicerone. Después van juntos a un garaje, donde el cónsul le hace entrega de un coche, un Ford matrícula francesa pero equipado con una insignia oficial. Es su coche personal, dice, y además de que el depósito está lleno, el maletero contiene tres bidones de veinte litros: «podría tener usted algunas dificultades en conseguir gasolina».
Quattermain se lo agradece como es debido y, con el pretexto de ir a ver algunos amigos, se deshace de su acompañante.
Vuelve a la Estaque, frente al restaurante donde han almorzado antes y donde la vio a ella por última vez.
En el hotel Noailles, donde está de regreso a eso de las cinco, comprueba que no han dejado ningún mensaje para él y sale de nuevo, con el fin de pasear un poco. Marcha a lo largo de la Canebière y, luego, por las calles próximas, lleno de un sentimiento extraordinario de extrañeza; «me siento de una inocencia poco vulgar. ¿Qué es esta Francia tan extrañamente cortada en dos? Es cierto que Francia me ha sorprendido siempre, me ha parecido siempre incomprensible, a veces deliciosa y otras veces exasperante, tanto más exasperante cuanto que ha podido ser deliciosa».
Casi sin preocuparse, ha vuelto al hotel. Y se dirige hacia la derecha, hacia el bar.
Se instala allí.
La muchacha le vuelve la espalda, está de pie, encaramada sobre unos altos tacones; su silueta es fina y graciosa; el traje sastre es de Chanel y su abrigo, descuidadamente colocado a su lado, en el respaldo de una butaca, es indudablemente muy caro. Durante los dos segundos siguientes, se le corta el aliento a Quattermain, petrificado por un reflujo de recuerdos.
Después, su mirada se cruza con la que ella le dirige mediante el viejo truco del espejo de una polvera. Sus ojos son azules, y no grises. La muchacha se vuelve entonces, le da frente, viene directamente hacia él y le besa en los labios.
— Don't say anything, no digas nada.
Le besa de nuevo y le sonríe, como una mujer enamorada que vuelve a ver al que ama.
Pero él no la ha visto nunca.
— Vamos, Thomas.
El Hombre de los Ojos Amarillos, que dice llamarse Gregor Laemmle, le indica la portezuela abierta. Thomas sube al coche, ante cuyo volante está el hombre alto y rubio que debe de ser Soëft; y sentado a la derecha de éste hay otro hombre.
— Soëft, este muchacho y yo quisiéramos un poco de aire y de verdor.
Un segundo coche les precede, y un tercero completa el convoy, que rueda muy lentamente; a los demás guardianes no les cuesta seguirles, apostados en la acera de ambos lados.
— Hace dos días, Thomas, te escapaste de una manera muy divertida. Eres muy astuto.
— No me escapé; me perdí.
Gregor Laemmle se ríe y ordena a Soëft en alemán que siga «el itinerario convenido» en Grenoble, y he aquí que vuelven a pasar por los lugares seguidos por Thomas cuando caminaba de tienda en tienda, arrastrando tras él al Hombre de los Ojos Amarillos y a sus matones.
Y así llegan a la plaza de Sainte-Claire.
No enfrente de la casa de Barthélemy, sino al otro lado de la plaza.
— ¿No deseas algo de fruta, Thomas? Ve, pues, a buscarnos un poco de fruta, Soëft.
Silencio en el coche mientras Soëft desciende y atraviesa la plaza. Thomas siente sobre él los ojos amarillos y le resulta horriblemente difícil no moverse, permanecer sentado sin volver siquiera la cabeza, como si no se interesase en absoluto por Soëft y por los otros matones que cercan el coche.
Dos minutos.
Soëft regresa, transportando algo envuelto en unas hojas de periódico. Entrega el paquete a Laemmle y dice en alemán:
— Unas manzanas y unas nueces. No había nada más.
— ¿Seguimos, Thomas?
— Como usted quiera.
— A no ser que prefieras quedarte en esta plaza. Podríamos caminar. Tal vez te apetezca entrar en una tienda o dos. ¿O bien prefieres comprar la fruta tú mismo?
Durante algunos segundos, Thomas busca desesperadamente algo que responder. Al fin dice:
— Yo creía que íbamos al campo.
Silencio.
— Vámonos, Soëft.
El coche se aleja de la plaza de Sainte-Claire y sigue, pero ahora de una manera muy exacta, el camino que Thomas siguió tres días antes: primero el café, luego el pasaje cubierto, en seguida la calle de la derecha, y rodea la manzana de casas; así llegan delante de la carpintería y, justamente al lado, el rincón del zapatero donde él cambió sus ropas por las de Jacques, el más joven de los hijos del vendedor de legumbres.
— ¿Te gusta ir en bicicleta, Thomas?
— Un poco.
— Yo podría comprarte una.
— No, gracias, señor. No me apetece mucho.
— Adelante, Soëft.
En realidad, los tres coches no se han detenido: dan vueltas y vueltas, y ahora toman la larga avenida en la que se encuentra la villa de las cabras.
— ¿Y las cabras, Thomas?
— ¿Qué cabras?
— No importa qué cabras. Las cabras en general. Creo que acabo de ver unas en el huerto de una villa. ¿Te gustan los animales?
— Los pastores alemanes, no-dice Thomas.
«¡Que no crea que me asusta!».
Los tres coches, uno tras otro, entran en el estacionamiento de la isla Verte.
— Aquí, Soëft.
Se detienen. Los matones de a pie llegan y se despliegan formando un círculo.
— Cuando quieras caminamos un poco. ¿Vienes?
Casi todos los matones llevan abrigos de piel negra y sombrero. Tienen las manos en los bolsillos, signo inequívoco de que están armados. Thomas camina al lado de Gregor Laemmle, que le cubre con un gran paraguas negro. Y a medida que avanzan ambos, el círculo de visitantes se desplaza de tal modo que el Hombre de los Ojos Amarillos y él permanecen siempre en el centro.
— ¿Unas nueces, Thomas?
— No, gracias, señor.
— ¿Una manzana entonces?
Thomas levanta la cabeza y su mirada se cruza con la mirada amarilla. Una idea surge. Él sabe que es una idea estúpida, pero es también tentadora.
«Todavía no».
— Me apetece una manzana-dice-. Gracias, señor.
Gregor Laemmle le hace sujetar el mango del paraguas, elige cuidadosamente dos manzanas en el paquete que lleva desde que han bajado del coche y las limpia largo rato con un pañuelo de seda. Tiende una a Thomas y vuelve a coger el paraguas.
— ¿Querías mucho al señor y a la señora Allègre en la villa de Sanary?
«Gana tiempo».
— ¿Qué es Sanary?
«Pero tú has comprendido ya lo que te va a decir. ¡Oh, no!» Se dispone a clavar sus dientes en la manzana. El miedo le asalta de pronto, un fuerte miedo. Finge buscar el mejor sitio para morder.
— ¿De qué modo los querías, Thomas? ¿Cómo a unos criados? ¿O como a un abuelo y a una abuela?
— No sé de qué me está hablando.
— Ahora están muertos los dos, Thomas. Sufrieron mucho antes de morir, porque era preciso hacerles hablar, hacerles decir lo que sabían de tu madre. Tu Mamé Allègre gritó terriblemente, pero entiéndelo bien: ella no tenía miedo, gritaba de cólera sobre todo, nos insultaba, era una mujer muy valerosa. Por otra parte, tu Papé Allègre también; él gritó muy poco, casi no lo hizo. Después, les matamos, y alguien que cumplía mis órdenes se divirtió cortándoles la cabeza, e incluso colocó la cabeza del perro Adolf sobre el cuello de tu Mamé. ¿No comes la manzana, Thomas? ¿No está buena?
La mano de Gregor Laemmle acaricia los cabellos de Thomas; luego le toma por el brazo y le obliga suavemente a continuar andando. Los dos paquetes de fruta han caído al suelo, bajo la lluvia.
— Y ahora tenemos al vendedor de legumbres, a su mujer, a sus tres hijos y a sus cabras. Tú sabes muy bien, Thomas, que el vendedor de legumbres es de origen español. Llegó a Francia hace unos veinte años. Su mujer es francesa, pero él procede de la isla de Mallorca, en el archipiélago de las Baleares, de un pueblecito llamado Sóller. Exactamente igual que ese otro mallorquín que se llama Javier Coll Planells, que en aquel tiempo era arquitecto en Barcelona. Ese Javier Coll es un personaje muy romántico, Thomas: perdió a su mujer y a sus hijos en un bombardeo, durante la guerra que los españoles mantuvieron entre ellos: él mismo fue gravemente herido, y es un milagro que todavía esté vivo. Y casi intacto: sólo le faltan dos dedos de la mano izquierda, el meñique y el anular. ¿Sabes quién es Javier Coll, Thomas? ¿Sabes dónde está?
Thomas, por mucho que lo intenta, no consigue nada; llora. Ha soltado su brazo de la mano que le sujetaba y sale del abrigo del gran paraguas negro; las lágrimas y la lluvia que corren por su rostro se mezclan. Pronto va a ser de noche; Thomas ve la bruma gris que se arrastra entre los árboles y los vigilantes. Nadie se mueve ya.
— ¿Quieres ahora que yo ordene matar al vendedor de legumbres y a su familia? Quizá podríamos cambiar esta vez sus cabezas con las de las cabras; están en igual número, ellos y las cabras.
La idea loca vuelve a la mente de Thomas, se incrusta en ella y ya no quiere salir.
— Thomas: lo que le sucederá al vendedor de legumbres y a su mujer depende de ti. De ti y de lo que digas a tu madre. Ya te lo he explicado hace un momento, cuando tú me aplastabas jugando al ajedrez, pero parecías no escuchar. Te lo voy a repetir: quiero ver a tu madre, quiero hablarle, la quiero frente a mí. Me bastará con que Ella conceda a Joachim Gortz lo que éste necesita, y que a mí no me interesa en absoluto, para que lo sepas. A mí, lo único que me interesa es tu madre; y tú. Y a mi manera, yo no os haré daño. Tú eres excepcionalmente inteligente, Thomas; estoy seguro de que debes saber cuándo se te miente, sobre todo si te tomas tiempo para reflexionar, cosa que siempre haces. Tu madre te ha entrenado maravillosamente. Pero sucede que a mí me gustan los pequeños monstruos. Te aprecio mucho, Thomas; nunca te haría daño. Creo que tú lo sabes. Por esto te quedaste conmigo, desde Aix-en-Provence, porque sabías que iba a protegerte. Pero quiero a tu madre. No para matarla. Sólo para hablarle y conocerla. Estoy seguro de que es una madre extraordinaria, y una mujer así no se encuentra en toda una vida. Sé casi todo lo que a Ella concierne, pero no conozco su rostro ni su voz. Tú tienes sus ojos, ¿verdad?
En este momento, Thomas siente deseos de tirarse al suelo y de llorar, con la cabeza entre los brazos; quisiera hacerse muy pequeño y se siente totalmente derrotado.
Pero esto comienza a pasársele, todo va un poco mejor.
Sobre todo a causa de la Idea.
¡Y si es una Idea loca, tanto peor!
Mira la manzana que tiene en las manos y luego echa una ojeada hacia las murallas que se yerguen allí cerca, a unos doscientos metros detrás de él. Se acerca después a un montoncito de ramas, elige una y trata de partirla.
— ¿Podría usted ayudarme, señor, por favor?
Naturalmente, la mirada amarilla está enormemente intrigada. Pero Gregor Laemmle asiente con una media sonrisa y parte la rama por el lugar adecuado.
— Como para hacer un tirador-explica Thomas. Y muestra sus dedos formando una V.
Ahora, el Hombre de los Ojos Amarillos parece divertirse. Pregunta:
— ¿Tengo que quitar las hojas?
— Sí, por favor.
Thomas espera. Concreta:
— Rompa usted los tres trozos a derecha e izquierda y por abajo. No demasiado corto por abajo, por favor.
— Pero no tenemos goma-dice riendo el Hombre de los Ojos Amarillos.
— No importa. Sólo es para simularlo. ¿Quiere colocar ahora la rama delante de su cara?
Los ojos amarillos le miran, divertidos, entre los dos trozos en V.
— ¿Así?
Thomas casi se estremece. Es realmente duro no moverse en este momento. «¡Pero eso sería todavía más loco! Con Soëft aquí cerca, y todos los demás…»
— ¿Puede usted ahora plantarlo en el suelo?
Indica el lugar adecuado, justo entre él y el Hombre de los Ojos Amarillos. La rama se hunde sin dificultad (esto marcha bien: la tierra está blanda, con toda esta lluvia).
— Muy bien, señor-dice Thomas-. Muchas gracias.
Entonces intenta colocar la manzana entre los dos brazos de la V, pero la manzana se resiste, no se sostiene, es demasiado grande, demasiado pesada y demasiado redonda. Entonces, Thomas la muerde y, con el mordisco, arranca exactamente lo que sobra.
Esta vez la manzana se mantiene en equilibrio.
— Mire usted, por favor.
Levanta un brazo, cuenta: un, dos, tres…
Baja el brazo.
¡B A-A N G! El disparo resuena en el segundo siguiente y la manzana estalla en pequeños pedazos.
Thomas clava su mirada en la del Hombre de los Ojos Amarillos.
— Hace un momento, la rama estaba delante de su cara. Si yo hubiese hecho la señal en ese momento, usted tendría ahora un agujero entre los dos ojos. Y estaría muerto.
Experimenta un fuerte sentimiento de triunfo y de ferocidad.
Pero no se vuelve hacia las murallas, desde donde Miquel el Invisible ha disparado.
— Me llamo Catherine Lamiel-dice la muchacha a Quattermain-. Todo lo que tenía para reconocerle es esta foto suya que Ella le tomó en Saint-Moritz.
Le tiende la foto. Quattermain reconoce el cliché, o al menos se reconoce a sí mismo, haciendo el payaso en equilibrio sobre sus esquís, con un divertido gorro de lana hundido hasta las cejas y unas ramas de apio saliéndole de las orejas.
Quattermain se ríe.
— Es usted al menos buena fisonomista. Mi propia madre habría dudado al reconocerme.
— Ella le ha descrito y me ha hablado de su accidente de automóvil.
— Que se produjo unos años después de que nos separásemos. ¿Cómo lo sabe Ella?
Movimiento de cabeza.
— Lo ignoro.
— «¡Ella me ha seguido a distancia durante años! ¡Oh, my God!»
Salen ambos del hotel y descienden por la Canebière: ella ha preferido para hablar un lugar más discreto que el bar del Noailles. Él la examina de perfil y una vaga reminiscencia se abre paso en su memoria. Pero ella niega nuevamente con la cabeza.
— No me ha visto usted nunca. En cambio, creo que conoció a mi hermana Sophie, que murió en 1931 y cuya identidad adoptó Maria. No tengo coche; ¿lo tiene usted?
— ¿Vamos a alguna parte?
— No inmediatamente. Antes preferiría rodar un poco. Se habla mejor en un coche.
Cae la noche; los dos antiguos fuertes que cierran el puerto viejo de Marsella se tiñen de rosa. Hace un hermoso tiempo. Frío a causa del viento, pero hermoso.
Suben al Ford y él toma, a falta de una indicación precisa, la dirección de la cornisa.
— Es una larga historia, señor Quattermain…
— David.
Una larga historia, y que acabará mal si no se hace algo. Tal es la conclusión a la que llega la muchacha una hora larga después, con el Ford detenido en algún lugar de la carretera que conduce al pueblo de Cassis. Catherine Lamiel ha terminado el relato del secuestro y la muerte de Thomas el Viejo, de la sucesión de éste aceptada por Maria, del nacimiento de Thomas el Joven, del ataque a la villa de Sanary, de la carnicería de Aix-en-Provence, del intento abortado de llevar al muchacho a Suiza, donde Javier habría debido recibirle.
Silencio. El Ford está detenido frente al mar y no hay ser viviente a su alrededor.
— ¿Dónde está Maria?
— No tengo la menor idea. Tal vez en Francia.
— ¿Cuándo la vio usted por última vez?
Hay una vacilación apenas perceptible, que Quattermain advierte y que le intriga. Lo mismo que ha advertido el nerviosismo creciente de la muchacha sentada a su derecha.
— En Barcelona, donde yo estaba anteayer. Ella acababa de recibir el telegrama de Javier Coll, en el que le informaba de que la liberación de Thomas había fracasado. Ella no quería de ningún modo que yo viniese a Marsella para esperarle a usted; tuve que insistir. Es difícil de creer cuando se la conoce, pero está dispuesta a todo, incluso a entregarse Ella misma. Ella abandona, después de tantos años.
En la voz de la muchacha hay de nuevo una especie de extraña fisura.
Que probablemente es debida a la tensión.
Quattermain pregunta:
— ¿Va Ella a establecer contacto con ese Laemmle?
— Está decidida.
— ¿Cuándo?
— Probablemente ya lo ha hecho.
— Me llamo Gregor Laemmle, señora…
La voz del Hombre de los Ojos Amarillos nunca ha sido tan suave como ahora, mientras habla por teléfono. Él, Thomas, está a tres metros, sentado en una silla, en el salón que separa las dos habitaciones del hotel de los Trois Dauphins. No se mueve y contiene la respiración. No puede oír su voz. Sin embargo, Ella está ahí y habla, en alguna parte, en el otro extremo de la línea telefónica.
— La comprendo perfectamente, señora-dice Gregor Laemmle-. Verla al fin será para mí un honor y un placer, al que aspiro desde hace tanto tiempo.
Ahora, Ella seguramente está exponiendo las condiciones de cambio entre Thomas y Ella. «Quisiera estar muerto-piensa Thomas-. Todo se habría arreglado terriblemente bien si yo estuviese muerto.» Las ideas ascienden una por una a su cabeza, la manera en que podría morir en este mismo momento, en seguida, mientras Ella habla, ahora que Ella está casi junto a él y sabría que está muerto, y sentiría pena, naturalmente, pero al menos ya no tendría necesidad de hablar con el Hombre de los Ojos Amarillos, de ensuciarse con él, ya no tendría que preocuparse de aceptar sus condiciones, ni de obedecer a esa apestosa basura. Seguramente hay medios; los estudia fríamente: por ejemplo, estrangularse con su bufanda de lana, o tragar su lengua y asfixiarse…, o bien cortarse el cuello con uno de los cuchillos que están sobre la mesa, pero Laemmle desconfía ahora y ya sólo hace poner cuchillos redondos, que no cortan absolutamente nada. También podría arrojarse por la ventana.
Pero Soëft le está vigilando y seguramente le atraparía al vuelo (¡suponiendo que yo consiga pasar los cristales y las persianas!).
— «¡Quisiera morir! ¡Quiero morir!»
— Eso mismo, señora-dice Laemmle-. Al fin estamos de acuerdo. Estoy lleno de felicidad, puede creerme.
Un breve silencio, y luego:
— Pues claro. Se lo paso. ¿Thomas? ¿Quieres venir a hablar con tu madre, por favor?
Thomas cierra los ojos.
— ¿Thomas?
No se mueve y se aferra con ambas manos a la silla. Piensa: «Si no hablo, si me niego a hablar, Ella creerá que el Hombre de los Ojos Amarillos me ha matado ya, que ya estoy muerto, que él es un mentiroso, y que ya no servirá de nada acudir a la cita, y Ella se salvará, porque no podrán apoderarse de Ella».
— ¡Thomas!
Laemmle casi ha gritado. Pero su voz se ha suavizado de nuevo cuando dice:
— Tráemelo, Soëft.
Thomas, con los ojos cerrados, es arrancado de la silla a la que se aferra con desesperación. La voz de Laemmle dice cerca de él:
— Señora, en interés de todos, le sugiero que convenza a su hijo para que hable con usted.
Las duras manos de Soëft le retuercen el brazo, y el dolor es realmente fuerte, pero no importa; Thomas aprieta los dientes: «Tal vez Soëft me mate sin hacerlo expresamente, y eso sería lo mejor».
Pero le pegan por la fuerza el auricular a la oreja.
Y Ella habla.
Por mucho que intenta no escuchar, no puede dejar de hacerlo; todo un mundo de dulzura y de ternura le anega, le ahoga, le sumerge, y llora, ya no puede más, pero ¿qué otra cosa puede hacer? Ella habla, le suplica que diga algo… porque está en juego la vida de Barthélemy Oliver y de toda su familia…, porque debe tener una absoluta confianza en ella y dejarla obrar.
Porque si continúa callando, Ella le creerá muerto y entonces su propia vida ya no tendrá razón de ser. Se dejará morir.
Y es este último argumento, por encima de todos los demás, el que prevalece, el que destruye todas sus defensas y acaba haciéndole ceder. Thomas dice:
— Soy demasiado pequeño. Soy demasiado pequeño.
Ella le pide que recuerde una cosa muy concreta que él le dijo un día cuando estaban en la Grande Corniche, y Thomas comprende que Ella quiere una prueba de que él no es cualquier muchachito de Grenoble que Laemmle podría haber puesto en su lugar, para hacerle creer que es Thomas.
— ¿Recuerdas esa cosa, mein Schatz?
— Dije que quería conducir el Hispano-Suiza.
Entonces, oye que Ella llora también. Y eso es realmente lo peor de todo, eso le produce una rabia demencial. Se debate, da puntapiés y puñetazos, golpea a los dos hombres, y se lo llevan. Soëft le arrastra por el brazo, le mete en su habitación, le encierra. Él se endereza en cuanto es liberado, se arroja contra la puerta cerrada con llave, golpea en el batiente, trata de desgarrarla con las uñas.
Silencio.
La llave gira y la puerta se abre de nuevo.
Laemmle le mira fijamente con sus ojos amarillos, con aire extraño. Soëft ya no está solo: otros tres vigilantes han entrado al oír los golpes de la puerta, y todo el mundo está inmóvil, mirando a Thomas.
Éste levanta la mano, estira el índice y el pulgar, cierra los demás dedos. Mira con fijeza al Hombre de los Ojos Amarillos y su voz tiembla, loco de rabia y de odio:
— Le mataré. ¡Le mataré!
El Hombre de los Ojos Amarillos sigue teniendo un aire extraño. Sonríe, pero esto no es una verdadera sonrisa. Mueve la cabeza. Y dice:
— Ya no te pediré nada, Thomas.
Una barrera de la policía detiene al Ford en la salida de Marsella, pero los papeles que muestra Quattermain, y más aún la insignia que lleva el coche, bastan para que le dejen pasar.
Después ruedan durante algunos minutos.
— No soy de ningún modo un hombre de negocios, y menos aún un financiero. Si tuviera que definirme, diría que soy alguien que ha heredado mucho dinero y que ha intentado sobrevivir a esa catástrofe.
— Su humor es totalmente de circunstancias-dice ella, con una voz helada-. Como si fuese muy agradable no ser afectado por nada.
«Cada segundo que pasa me vuelvo un poco más idiota; voy a terminar siendo un pitecántropo», piensa Quattermain.
— Sólo quería decir-prosigue en voz alta-que unos abogados y unos banqueros podrían tomarle el relevo y descargarla de sus responsabilidades.
— La idea es maravillosa-el tono de la muchacha es sarcástico, pero cansado-. ¿Por qué temer, en efecto, a unos adversarios que secuestran a un anciano en territorio suizo y le torturan terriblemente, que decapitan al matrimonio Allègre, que atacan un piso en Aix-en-Provence y que disponen del ejército más poderoso de todos los tiempos? Un abogado, seguramente, les habría cerrado el camino: habría amenazado a Hitler, a Himmler y a Heydrich con un proceso y ellos habrían retrocedido llenos de espanto. ¿Cómo no se nos ha ocurrido pensar en ello?
Avanzan hacia Aubagne, atravesando un valle invadido por horribles efluvios de jabonería. Quattermain recuerda los documentos de identidad que ella ha presentado en el control de policía:
— ¿Cuál es su verdadero nombre?
— El que yo le he dado. Pagnan era el nombre de mi marido.
— ¿Era?
— Le mataron.
— ¿Durante la guerra?
(¡Pregunta estúpida!)
— Sí.
«¿Y por qué tengo la impresión de que…, no sé, de que algo no funciona?», piensa Quattermain.
— Lo siento de veras.
— No tiene por qué sentirlo; usted no tiene la culpa-dice ella con una indiferencia que él juraría que es fingida. «¿Pero por qué tendría que interpretarme una comedia?»
— ¿Adonde vamos exactamente?
— Cerca de Tolón, a una villa.
— ¿Maria estará allí?
Silencio. Él vuelve la cabeza y la observa. Su rostro podría ser encantador si no fuese por esa tensión, o más bien por esa muerte aparente de sus rasgos, absolutamente inmóviles.
— ¿Sí o no?
— Ella me ha dicho que estaba decidida a hacer un cambio: Ella misma y las claves bancarias que posee, a cambio de la libertad de Thomas.
— Ella no es de la clase de los que se entregan sin tener en la cabeza, digamos, una puerta de salida. ¿Cuál es?
— Lo ignoro.
Silencio.
— ¿Por qué tengo la impresión de que usted me miente?
Un parpadeo y nada más. A pesar de todo, ella consiente en buscar su mirada y sostenerla:
— Maria y yo hemos vivido unos momentos muy difíciles estos últimos meses.
— ¿Dónde tendrá lugar el intercambio?
— En algún lugar entre Menton y Marsella. El alemán Laemmle estará en un coche con Thomas y un solo hombre; deberá salir de Menton pasado mañana a las ocho de la mañana, y marchar a una velocidad convenida. Ella aparecerá en algún lugar del recorrido.
— Es una locura.
— Ella no estará sola; Javier Coll la acompañará. Y sólo aparecerá si tiene la certeza de que Laemmle ha mantenido su palabra de ir solo con su chófer.
Atraviesan y dejan atrás Aubagne. Un poco más allá, en una carretera en zigzag que conduce a Cuges, Quattermain advierte, detenidos al borde de la carretera, dos camiones llenos de gendarmes provistos de cascos.
— Unos guardias móviles-precisa Catherine Lamiel.
— ¿En qué campo están?
— En ninguno. El asunto no les concierne.
— ¿Ese Laemmle ha secuestrado a un niño, ha matado a no sé cuántas personas, y el asunto no concierne a la policía francesa?
— Maria ni siquiera es su madre oficialmente. Ella tomó todas las precauciones y nunca ha comprendido cómo ese hombre pudo encontrar a Thomas.
— De todos modos, podría recurrir a la policía.
— No todos los policías son devotos de los ocupantes. Algunos incluso son gaullistas. El problema está en saber cuáles son. Un policía de Tolón, al menos, trabaja para Laemmle.
— ¿Le ha conocido usted?
— Yo llegué a la villa de Sanary la tarde que siguió al ataque. Fui yo quien descubrió los cadáveres y quien avisó a la policía.
«Y otra vez esa impresión de que ella no me dice toda la verdad o de que no me la está diciendo en absoluto…»
— ¿Y ésa es toda la razón? ¿Un policía pronazi?
— Maria no ha querido saber nada. Ella no tenía confianza en nadie.
— ¿Ni siquiera en usted?
— Yo era la hermana de su amiga Sophie. Mi familia y yo la hemos ayudado durante años. Ella no habría podido adoptar la identidad de mi hermana sin nuestro consentimiento y nuestra ayuda.
Se inicia un descenso. Tolón está a veinticuatro kilómetros. Quattermain ha visto, en dos ocasiones, al salir de una sucesión de curvas, los faros de un coche que parece acomodar su velocidad a la suya. Pero después de atravesar esta meseta, nada. «Me estoy volviendo paranoico. ¿Por qué habrían de seguirme?»
— ¿Y si yo mismo fuese a la policía y le contase toda la historia?
— Con ese Laemmle, Thomas tiene una posibilidad que no tendría con la Gestapo común. Maria ha preferido jugar con esa posibilidad. Y es Ella quien decide.
El razonamiento no le parece muy claro a Quattermain. Pero en suma, quitándose de encima el sentido propio del término: ¿con qué derecho iría a aconsejar a una mujer que sostiene sola, al parecer desde hace años, una lucha de la que él lo desconoce todo?
Pregunta quién es Javier Coll, y-sorpresa-Catherine no parece haber oído hablar de él nunca. Todo lo que sabe es que Maria está rodeada de españoles. «.Ella vivió mucho tiempo en España y venía a menudo a vernos a Casablanca, donde vivíamos nosotros.»
— ¿Nosotros?
— Mis padres, mi hermano y yo.
El interminable descenso acaba. El siguiente tramo de la carretera le trae un recuerdo a Quattermain: las gargantas de Ollioules. La última vez que las atravesó fue al volante del Bugatti Royal, con Maria a su derecha, «y sin duda ya debía seguirnos Javier Coll… ¡Dios mío, ese hombre ya estaba con Maria hace doce años y más!».
La pregunta le viene a los labios, pero no la hace todavía.
Entran en Tolón.
— A la izquierda. Tome la carretera de la izquierda y suba sin detenerse.
Acaba adentrándose en un sendero de tierra, entre unos pinos. Allí, en efecto, descubre una villa.
— Ya estamos. Puede dejar el coche donde está.
Cinco piezas a lo sumo, y unas habitaciones minúsculas.
— Tendremos que compartir el cuarto de baño. Mi habitación está aquí; usted puede instalarse en la otra.
Quattermain deposita las dos maletas: la suya, comprada en Ginebra, y la de la muchacha. El único atractivo de la sala de estar consiste en un ventanal bastante grande que debe dar a la rada tolonesa. Ambos han cenado antes de salir de Marsella; son las once y pico de la noche.
— ¿Hambre o sed?
— No, gracias. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?
Catherine Lamiel ha desaparecido ya en su propia habitación. Reaparece con unas ropas en la mano; visiblemente está deshaciendo su equipaje.
— La cita de Maria con Laemmle tendrá lugar pasado mañana. Si todo va bien, yo le traeré el niño aquí.
— ¿Y después?
Ella le mira fijamente, y esta vez su vacilación es totalmente clara. Pero entra en su habitación y sale de nuevo con un pasaporte americano en la mano: el documento está a nombre de Thomas David Quattermain, nacido el 18 de septiembre de 1931 en Clamercy.
— ¿Por qué en Clamercy si ha nacido en Lausanne?
— Clamercy es un pequeño municipio del norte de Francia cuyo ayuntamiento ha sido destruido con todos sus archivos. Nadie en el mundo podrá demostrar que el niño no fue inscrito allí.
— ¿Y usted traerá aquí a Thomas?
— Si todo va bien.
— Por lo tanto, tendré que esperar unas cuarenta horas.
— Ha perdido usted mucho más tiempo cruzando el Atlántico.
Él la ve esta vez más que nerviosa: angustiada. ¿Pero cómo no atribuir esta angustia a los acontecimientos presentes?
— ¿Desde hace cuánto tiempo conoce usted a Maria?
— Desde siempre-mueve la cabeza-. No me haga la pregunta que tiene en la punta de la lengua.
Quattermain se contenta con mirarla.
— Si Thomas es su hijo o no lo es-dice ella-, no lo sé más que usted. Yo vivía en Marruecos entre 1922 y 1935 y era una chiquilla. Tenía catorce años cuando nació Thomas. Yo no sé nada.
— ¿Quién lo sabe?
— Ella. Solamente Ella.
Gregor Laemmle se despierta. Su primer gesto consciente es el de comprobar que el Niño sigue allí, casi totalmente cubierto con las mantas.
Él sólo percibe sus cabellos oscuros y la parte alta de su frente.
Gregor Laemmle desciende del coche con todas las precauciones del mundo para no despertarle; incluso conserva una manta sobre los hombros. Están en pleno campo, en algún lugar de los Alpes de Provenza. Son alrededor de las dos y media de la mañana, y ahí hay alguien, aparte de Soëft, el Niño, el chófer y él mismo.
Ese alguien que está ahí es Jurgen Hess, con una gran cantidad de hombres y coches, los primeros casi todos dentro de los segundos. En razón del frío, que es sencillamente glacial.
Han salido de Grenoble casi a la hora fijada. El amigo Joachim Gortz se ha presentado tres minutos antes de que Gregor Laemmle dé la orden de ponerse en movimiento. Gortz está un tanto sombrío: encuentra por lo menos extravagante ese intercambio entre Menton y Marsella, que ofrece para él muy pocas garantías; «se arriesga usted a perder al niño y a la madre, y además corre el peligro de que le maten». Gregor Laemmle siente impaciencia, si no irritación: el amigo Joachim parece haber olvidado los tesoros de inteligencia, de astucia, de maquiavelismo, de perfidia, de sangre fría que ha derrochado hasta ahora para llegar a la situación en que está; es decir, capturar al fin a la mujer que posee todos los secretos del difunto Thomas el Viejo. Lo que equivale a decir la terminación definitiva de Schadelböhrer, ante la satisfacción general y para mayor gloria del Cuarto Reich-«¿o es el Tercero? Nunca he podido retener las cifras»-. ¿Esa cita itinerante en la Costa Azul? Bueno, ¿y qué? ¿Qué tiene de extraordinario? «Me entristece usted, querido Joachim. ¡Por supuesto que el intercambio tendrá lugar en el sur de Francia, en la zona nono, como dicen los franceses! ¿En qué otro lugar de Europa podría producirse? ¿Ha creído usted por un segundo que ella se habría avenido a franquear la línea de demarcación, aventurándose en un territorio atiborrado de sus valientes tropas alemanas? De acuerdo, son también mis tropas, tiene usted razón, me cuesta recordarlo. Es más fuerte que yo, qué quiere usted: cuando esos uniformes verde-gris, comúnmente llamados doríforos, corren por las calles de París, me siento yo mismo ocupado, invadido… No le repita esto último a Adolf, podría interpretarlo mal. No; seriamente, querido Joachim, ¿me ve usted fijándole la cita en París? ¿Por qué no en Berlín, mientras usted está allí?» Frente a Gortz, Gregor Laemmle siente una sorprendente alegría; todavía está bajo la impresión de su voz en el teléfono, sabiendo que iba a verla…; se estremece con la exaltación del triunfo tanto tiempo esperado, y con el gran, el enorme, el monstruoso aborrecimiento de sí mismo, en razón de lo que había hecho al Niño («¿Cómo te explicas eso tú mismo, Gregor? Habrías hecho menudillos sin pestañear al vendedor de legumbres, a sus hijos y a sus cabras; asistirías impávido-y asistirás a ello, tal como van las cosas-a la extinción casi total de la especie humana, o al menos de esa Europa que tú amas; pero al mismo tiempo tienes ganas de matar a Soëft, que casi es como tú mismo, por la única razón de que retorció el brazo del niño haciéndole mucho daño. Hasta el punto de que pensabas realmente lo que le respondiste cuando amenazó con matarlo. En realidad, eso estaría dentro del orden de las cosas y, ¿cómo decirlo?, la prueba de que él te quería un poco…, me pregunto si no soy demasiado complejo, incluso para mí mismo»).
— Café, Soëft, por favor.
Gregor Laemmle se aleja del Delage inmovilizado en el centro de las montañas de los Alpes bajos. Divisa una especie de cuneta rocosa a veinte o treinta metros de allí, fuera del alcance de los oídos del Niño en caso de que se despertase. Se dirige hacia allí, obligando a que Jurgen Hess le siga. Se sienta, toma el café salido de un termo y se ciñe la manta un poco más; «tendría que haber cogido dos. Sin hablar de mis piececitos rosa, que están casi helados…».
— Vamos a ver, ¿cómo van los asuntos del mundo, mi buen Jurgen? (Si le hago hablar de lo que le interesa, será lo mejor, por el momento…)
Hess traga de lleno el anzuelo y habla de una cierta ofensiva rusa que trata de proteger a Moscú, cuando los triunfales ejércitos del Tercer Reich («así que es el Tercero», piensa Gregor Laemmle) ya pueden ver las cúpulas doradas del Kremlin.
— Pero, naturalmente-dice Gregor Laemmle-, esa lamentable tentativa de los mujiks rojos, raza inferior si las hay, será despiadadamente barrida.
— Sólo es cuestión de horas-dice Jurgen Hess.
— El entusiasmo me desborda, mi buen Jurgen. ¡Qué gran país el nuestro! ¿Y aparte de eso?
Nuevo comunicado de guerra, que él escucha con paciencia, aunque pensando en otra cosa: el Niño se habrá despertado, sin duda sacado de su sueño por esta parada que se prolonga, o quizá se ha despertado en el acto, con ese instinto animal que parece inherente a él; sea como sea, con el rabillo del ojo, Gregor Laemmle ha podido ver dos grandes ojos grises en un estrecho rostro lívido, detrás del cristal empañado.
«Acabemos. No vamos a pasar la noche aquí».
— ¿Jurgen? ¿A qué viene ese ejército?
Indica el destacamento constituido por un considerable número de coches y de hombres, estos últimos eminentemente patibularios.
— Dispongo de cuarenta hombres-dice Hess-. Y puedo tener más. Y el policía de Tolón me ha prometido algunos de sus amigos. Podemos poner en línea unos doscientos hombres, de aquí a pasado mañana.
Gregor Laemmle hunde la nariz en su cazo de café muy azucarado.
— No, Jurgen.
Hess se endereza y cuadra los hombros.
— No debemos dejar que Ella se nos escape-dice.
— ¿Cuál es mi grado?
— Es usted Oberführer-reconoce Hess.
— ¿Y el suyo?
— Hauptsturmführer.
(«Yo recordaba bien que Reinhard Heydrich me había conferido algún grado, pero que me lleve el diablo si recordaba cuál. Al parecer he recogido mis galones. Si no tengo cuidado, me voy a encontrar convertido en Führer a secas, una de estas mañanas, y decenas de millones de pequeños Jurgen Hess, con el rostro iluminado, llorarán de entusiasmo por mi ascenso. La experiencia podría resultar divertida, pero lo menos que se puede decir es que no me tienta: tendría que vociferar en los megáfonos y yo siempre he tenido una garganta frágil…»)
— Así, pues, soy su superior, mi buen Jurgen. Y le doy una orden. Y mientras lo pienso, ¿por qué no va usted a tomar Moscú, entre dos aviones? ¿Qué le llevaría eso? ¿Dos días? ¿Tiene ganas de prestar servicio en el frente ruso?
Laemmle sostiene la mirada de Hess, que de cualquier modo acaba bajando la cabeza.
«¿Cómo se dice eso? ¡Ah, sí!».
— Firme, Hess, por favor. He aquí mis órdenes: se quedará usted con treinta y cinco de esos hombres. Irá a Menton con ocho de ellos, y estará usted allí dentro de… (nunca he sabido calcular mentalmente)… treinta y algunas horas. Estará a las ocho y cuarto delante del casino. A las ocho y cuarto, tome la carretera, en dirección a Marsella, por la nacional que sigue la orilla del mar. Vaya a sesenta kilómetros por hora. No a cincuenta y nueve ni a sesenta y dos: a sesenta. Salvo que yo le dé otras órdenes de aquí a entonces, y en ese caso le llamaría… ¿Cuál será su nombre para la ocasión?
— Marcel Magny.
— No tiene usted mucha imaginación al elegir Marcel. Un Marcel lleva una gorra y va en bicicleta a bailar en los merenderos de las afueras. Pero dejémoslo así. Yo le llamaré al primer bar que hay a la derecha en la avenida que está frente al casino; la avenida de Verdún, creo. Esté usted en ese bar. Si a las cinco catorce no le he llamado, váyase de allí en un minuto. Ni antes ni después.
— ¿Y los otros hombres?
— Treinta y cinco y uno, contándole a usted deben hacer treinta y seis. Menos nueve, quedan probablemente veintisiete. Póngame ocho en Niza…
Ocho en Tolón y los once restantes repartidos en tres grupos que deberán permanecer con el arma a punto en Cannes, en Fréjus… y en algún otro lugar, a elegir, a medio camino entre Hyères y Sainte-Maxime…
— Pero sólo intervendrán por orden expresa mía, mi buen Jurgen, y usted mismo respetará el plan de marcha que le indico, a menos que tenga que ir necesariamente a conquistar usted solo el imperio ruso, hasta el último copo de Siberia.
Gregor Laemmle sonríe a Hess. Evidentemente, la hipótesis de un exceso por parte de Hess no puede ser excluida. Y Laemmle no la excluye en absoluto. En realidad, le desplaza a un extremo; «hace tiempo que debería haber retirado a este loco del campo de batalla. Pero no sabía a quién dirigirme para hacerlo. La muerte de Heydrich me aisló de la retaguardia y, al final, estoy solo y únicamente me represento a mí mismo, con la gran ventaja de que Jurgen Hess no lo ha comprendido todavía; al menos, eso espero».
Escruta el rostro de Hess y sólo descubre en él una especie de terco enfurruñamiento. «Pero todo irá bien. En dondequiera que Ella surja (y yo creo que más bien aparecerá entre Tolon y Marsella), los doce o quince hombres de Soëft estarán en el lugar antes que Hess. Todo irá bien…»
— Ejecución, Hess.
Laemmle ve partir el destacamento hessiano y luego arroja al suelo helado lo que queda de café. Siente unas ligeras ganas de vomitar. Y no es a causa del espantoso brebaje. Pero de nuevo es presa de una de sus crisis, consecuencia y prolongación lógicas de su exaltación de Grenoble, cuando hablaba con Joachim Gortz. Con una indiferencia que se diría crítica, advierte que cada crisis, en los últimos tiempos, es más intensa y más dura que las anteriores. En cierta época, ya muy lejana, esperaba poder odiar a alguien o a algo más de lo que se odia a sí mismo. Esta esperanza se ha extinguido hace tiempo.
Vuelve al Delage, sube a él y se envuelve en otras dos mantas.
— ¿Duermes, Thomas?
No hay respuesta.
Es un puro milagro si ha podido dormir un poco después de la salida de Grenoble. No confía en conciliar el sueño. El Delage avanza en una noche bastante clara. El contempla el Niño dormido y se entrega por un instante a esa ternura para él tan nueva…
De la cual espera lo peor.
Nace el día. Thomas desayuna en la orilla de la carretera, en un lugar muy bonito y desierto. Un momento antes de detenerse, ha visto un indicador que anunciaba «Saint-Paul-de-Vence». Él no sabe en absoluto dónde está. Esto se parece un poco a Provenza, quizás es Provenza.
— Háblame de ese tirador invisible, Thomas…
Thomas come. Tiene hambre. Desde ayer se encuentra mucho mejor. Ha reflexionado bien sobre las últimas palabras que Ella ha dicho en el teléfono: que debía tener confianza en Ella, dejarla obrar. «Tendría que haber pensado antes en ello; soy horriblemente estúpido. Ella no se dejará capturar por el Hombre de los Ojos Amarillos; seguramente ha encontrado un truco, una estrategia. Tengo que esperar y estar tranquilo».
— No eres muy charlatán, Thomas.
Ya hace diez minutos por lo menos que el Delage blanco se ha inmovilizado en el arcén. El chófer y Soëft han descendido; en un hornillo de alcohol han preparado leche, chocolate suizo (de marca), pan, mantequilla y confituras alemanas. El chófer ha puesto un mantel sobre el capó todavía tibio. «A la mesa, Thomas», ha dicho el Hombre de los Ojos Amarillos, y ha descendido a su vez y ahora está desayunando. Parece una comida campestre.
— ¿Crees tú realmente, Thomas, que ese amigo tuyo que tira tan bien ha podido seguirnos? Yo pienso que no. Creo que ha perdido nuestro rastro. Hemos estado dando vueltas y más vueltas durante toda la noche… Pensemos un poco: yo diría que él va en motocicleta. Pero nosotros hemos vigilado las motocicletas, y ninguna nos seguía. ¿Dónde puede estar? ¿Se habrá quedado en Grenoble?
Como si Thomas buscase realmente a Miquel (y eso, naturalmente, no es posible; no le busca, por dos razones: primero porque tiene la absoluta seguridad de que Miquel está en alguna parte de las cercanías, y después, porque no serviría de nada buscarle: si ves a Miquel es porque él quiere que le veas, eso es todo), mira a su alrededor. Laemmle ha elegido el lugar para detenerse: desde allí se ve una extensión de dos kilómetros, y ni siquiera Miquel podría acercarse sin ser visto (aunque…), y, además, están todos los matones de Soëft, que vigilan muy atentamente.
— ¿Quieres otra tostada, Thomas?
— Sí, por favor; gracias, señor.
Son las primeras palabras que pronuncia desde que le dijo al Hombre de los Ojos Amarillos que le mataría.
— Has de reconocer que he mejorado notablemente haciendo las tostadas.
— Estoy de acuerdo, señor. Están muy bien.
Que le mataría. Y hablaba de verdad. Ahora sabe incluso cómo; «no sé cuándo, pero sé cómo. Los Tres Mosqueteros, que hacen matar a Milady (aunque Milady es una mujer, la mujer de Athos), van en busca de un verdugo. Yo ya tengo uno. Tengo a Miquel. En el parque de la isla Verte…».
— ¿Puedo tomar un poco más de chocolate, señor, por favor?
«En el parque de la isla Verte habría podido decir a Miquel que rompiese la cabeza a Laemmle. Pero eso habría sido estúpido. Si lo hubiese hecho, sería Hess quien me vigilaría ahora, y esto sería distinto. No, era mejor hacerlo con la manzana… ¡Qué miedo pasó Laemmle! Evidentemente, sabe que Miquel existe, pero eso no importa; incluso es mejor…»
— Quisiera hablarte, Thomas.
«¿Por qué se expresa en voz tan baja, como si no quisiese que Soëft y el chófer le oyesen? Finge ser amigo. ¡Está visto que cree que soy idiota! Sabe que puedo matarle cuando yo quiera y tiene miedo, eso es todo».
— Mañana, Thomas, tú y yo veremos a tu madre. Ha sido Ella la que ha decidido las modalidades de la cita. Yo he aceptado su oferta. Aunque esto no depende de mí, todo irá bien, quiero que lo sepas; he hecho todo lo que he podido. ¿Me crees, Thomas?
«No le respondas en seguida…»
Thomas baja la cabeza, y finge contraer el rostro como si estuviera a punto de llorar.
— ¿Thomas?
La voz del Hombre de los Ojos Amarillos es notablemente suave.
— Quisiera que me creyeses, Thomas. Si yo no hago lo que voy a hacer, otros lo harán, y tu madre y tú…
El hombre de los Ojos Amarillos no termina su frase y esta vez finge estar muy triste. Thomas le mira fijamente y toma la nueva tostada que él le tiende. Piensa: «Le diré a Miquel que no le mate de un tiro, sino muy lentamente, para que sufra mucho y largo tiempo».
— Preferiría que no saliese afuera-dice Catherine Lamiel-. Es usted demasiado americano y le advertirían en seguida.
— ¿Quiénes?
— Nadie en particular, naturalmente.
La muchacha se esfuerza en sonreír.
«Sin duda estoy nerviosa.»
Deben ser las nueve de la mañana. Una gran luz comienza a entrar por el ventanal que domina la rada de Tolón. Quattermain bebe de pie su segunda taza de café. Ha dormido poco esta noche, se ha levantado y ha ido a la cocina y a la sala de estar, con los pies descalzos, que las baldosas rojas del suelo han helado en seguida. Ha estado a punto de llamar a la puerta de Catherine Lamiel, pero se ha abstenido. Siempre ha sido tímido con las mujeres, y si lo piensa, apenas recuerda haberse acostado con ninguna de ellas por su propia iniciativa: más bien han sido ellas las que lo han decidido.
Oye que alguien va y viene detrás de la puerta y, cuando se vuelve, la descubre vestida con un abrigo sencillo, casi modesto. También un sombrero encaramado sobre su peinado alto, y unos zapatos de suelas compensadas con corcho, poco agradables a la vista.
Catherine dice que debe salir y que no está segura de volver para almorzar.
— Hay pan y un pollo frío.
— Muy bien. ¿Y si suena el teléfono?
— Nadie sabe que estoy aquí. Déjelo que suene.
Catherine se va por el sendero de tierra; justo en el momento de desaparecer entre los pinos, se vuelve. Este movimiento apenas esbozado produce en Quattermain una impresión extraña. ¿Temía ella que la siguiese? «Estoy desconcertado, eso es todo. No sólo he cambiado de continente, sino que también he entrado en una historia de la que me han contado lo menos posible. Y que es muy poco.»
Se pasea un momento por la casa, que es muy vulgar, aparte de tres docenas de libros en una esquina y unas fotos en tres o cuatro marcos. Catherine Lamiel aparece en ellas en compañía de personas desconocidas. El rostro que aparece con más frecuencia es el de un hombre bastante guapo, de alrededor de treinta años, con cabellos pegados y anchos hombros, sonriendo de buen grado al objetivo: «Su marido, tal vez».
Quattermain abre unos cajones, con ese placer perverso de las violaciones de domicilio y de vidas privadas. Encuentra otras fotos, especialmente en un álbum de tela. Muestran a una Catherine Lamiel bastante más joven, incluso infantil, en compañía de una adolescente que debe de ser Sophie. Los paisajes son los de África del Norte; se reconoce Marrakech.
Ningún retrato de Maria en ninguna parte. «Ella nunca aceptó que la fotografiase, incluso me lo había prohibido».
Acaba registrando la habitación de Catherine, no sin haber cerrado con llave previamente la puerta de la casa. Se da como pretexto esa casi certidumbre de que no ha cesado de mentirle, aunque fuese por omisión, desde su encuentro en Marsella.
Nada.
Y nada tampoco, sólo los vestidos de repuesto, en la maleta que llevó la víspera. Aparte, tal vez, de un mapa de carreteras de la región de Tolón hasta la frontera italiana. El mapa está doblado de tal modo que sólo es visible-un centímetro para dos kilómetros-la zona costera entre Hyères y Fréjus; en el centro está la cornisa de los Maures y esa gran península situada entre Sainte-Maxime y Cavalaire. «Si es un indicio, es insuficiente.»
Pasa una hora y luego otra. Quattermain ha vuelto a sentarse delante del ventanal y lamenta no disponer de unos prismáticos para examinar esos enormes barcos anclados: «¿Qué diablos hacen ahí, tan tranquilamente amarrados, esos acorazados franceses, en un país que ha perdido la guerra?».
Le asalta la impaciencia. Y el deseo de tomar un poco el aire, de salir, de hacer cualquier cosa para no permanecer encerrado en esas cuatro habitaciones, donde sólo puede dar vueltas en redondo. Pero con su abrigo cortado en Londres, se arriesga a no pasar inadvertido en Tolón. Acordándose del contenido de un armario, encuentra en él un impermeable, ciertamente un poco corto para él, pero que le hará parecer un poco más francés.
Deja su sombrero y sube a su coche.
Precisamente porque está acechando a Catherine Lamiel, advierte un movimiento en el retrovisor. Le parece que, después de arrancar el Ford, cuando éste entra en la carretera, un hombre cruza corriendo el camino. Quattermain desciende hacia Tolón y sus sospechas se confirman: le siguen claramente. Dos hombres en un automóvil.
Estaciona el coche, un poco al azar, en una pequeña plaza donde hay un quiosco de música y comprueba que sus seguidores hacen lo mismo.
Sin embargo, su actitud es tan natural que se pregunta si no es víctima de nuevo de una pequeña paranoia. Tanto es así que, al recorrer después las estrechas calles de la ciudad, no ve a nadie que vaya detrás de él. El azar también le hace pasar por delante de una tienda de instrumentos náuticos. Entra en ella y compra unos prismáticos, los más potentes que encuentra. El gran fajo de billetes de cien y de mil francos que extrae de su bolsillo para abonar su cuenta hace que el comerciante levante las cejas. «Realmente, lo estoy haciendo todo para hacerme notar.» Le explican que necesita el papel necesario para el embalaje y él compra entonces una pequeña bolsa de tela, en la cual guarda los prismáticos.
— ¿Americano?
El comerciante, al darle la vuelta, ha bajado la voz. Quattermain vacila y, luego, responde que sí.
— Eso está bien, muy bien-dice el comerciante.
Quattermain está asombrado. «¿Qué es lo que está bien? ¿El hecho de que sea americano?» Desciende hasta la base naval militar, pero no se atreve a sacar sus prismáticos por temor a que le tomen por un espía. Marcha sin rumbo, subiendo otra vez hacia el centro de la ciudad. Comienza a tener hambre. En una avenida bastante ancha, bordeada de cafés y cines, descubre un restaurante donde le reclaman unos cupones. Él no los tiene. Dice que es extranjero. Se encogen de hombros, con aire de pensar que eso es un problema suyo. ¿Cómo comer en Francia cuando se es extranjero? Continúa a lo largo del bulevar, y he aquí que la cosa comienza de nuevo: alguien le alcanza y se coloca a su altura.
— Le he oído hablar en el restaurante hace un momento. ¿Es usted americano?
— Sí. Espero que eso no esté prohibido.
El hombre le abraza (a pesar de la diferencia de estatura) y falta poco para que le bese.
— Quería decirle que ha hecho usted bien.
— Ya-dice Quattermain, inseguro.
— ¿Quiere usted comer? Vaya a casa Mado, en la plaza de Puget, y pregunte por la propia Mado. Con o sin cupones, ella le dará lo que tenga.
El hombre le asesta tres nuevas palmadas en la espalda y se va. «Mi popularidad aumenta aquí de segundo en segundo. ¿Pero dónde está la plaza de Puget?» Una mujer le informa, sonriéndole, sobre todo después de haber oído su acento. «Decididamente, el hecho de ser americano es lo que me hace tan popular. Es curioso. La última vez que estuve en Tolón no noté tanto entusiasmo».
Mado mide ciento cincuenta centímetros y casi pesa otros tantos kilos:
— Venga. Come.
Le conduce a la cocina, desembaraza una esquina de la mesa y le hace sentarse a ella:
— Tengo filete mignon y pisto nizardo. Y puedo hacerle unas patatas fritas; ¿le gustan?
— Sueño con ellas-dice Quattermain. Que piensa: «Sueño».
— Hablo inglés, I speak english very goog. ¿Y cuándo volverá usted por aquí?
— Todos los días, si usted insiste.
Y la mujer le asesta un codazo amistoso en las costillas:
— Agente secreto, ¿eh? Pruebe este pisto.
Al minuto siguiente, se entera de que unas fuerzas armadas angloamericanas han desembarcado en África del Norte, en las primeras horas de este 8 de noviembre de 1942.
Quattermain es por naturaleza indolente y tranquilo, pero de todos modos… Si en este mismo instante no hubiese tenido ya la boca llena, habría expresado su sorpresa. Finalmente, no rechista. Por el momento, no ve en ello nada que pueda modificar su situación personal. Termina de comer y quiere pagar, pero Mado se niega a cobrar. Sale e, intentando volver a su coche, llega a una gran plaza dominada por la prefectura marítima, en el minuto mismo en que un grupo de oficiales alemanes suben a unos coches con banderín. El sentimiento de un peligro, hasta entonces bastante vago, crece repentinamente en él. Averigua dónde está Correos y, una vez allí, pregunta y obtiene el número de teléfono del consulado de los Estados Unidos en Marsella. Callaghan está ausente, pero un tal Pillsbury se pone al aparato: «¿El señor Quattermain? ¡Bob Callaghan estaba esperando que usted le llamase! Tengo un mensaje para usted: las relaciones diplomáticas entre Washington y Vichy quedarán rotas en las próximas horas; todo el personal diplomático norteamericano debe abandonar el territorio francés, con destino a España. Bob le propone que se vean en uno de estos tres lugares: bien aquí mismo, en el consulado, antes de mañana a las nueve horas; bien en Nimes, en el departamento del Gard, hotel del Cheval Blanc, plaza de las Arenes, o bien directamente en el puesto fronterizo del Bolou. Bob insiste en que usted nos acompañe».
La pregunta viene a los labios de Quattermain (¿qué pasará si se queda en Francia?), pero prefiere no hacerla. «Ya lo sabes: esperarás a Maria y a su hijo. Entonces, ¿para qué?» Y, además, podrá tener tiempo de hacerlo todo. El intercambio, si es que hay intercambio, tendrá lugar dentro de unas veinte horas. «Tendré tiempo de ir a Nimes, y en el peor de los casos, al puesto fronterizo.».
Al fin encuentra su Ford. El coche de los dos hombres, que parecía seguirle, ya no está allí. «Me lo he imaginado, evidentemente».
La villa de las alturas de Tolón está vacía. No se ve ningún signo de que Catherine Lamiel haya regresado en su ausencia. Durante mucho tiempo recordará esas horas pasadas entonces, sentado ante el ventanal que se abre sobre la rada tolonesa, a veces leyendo, a veces jugando con sus prismáticos. A lo sumo sostiene, sin gran convicción por otra parte, un debate esporádico consigo mismo: «Siempre he sabido lo que iba a hacer», dirá más adelante a Laemmle.
Catherine Lamiel regresa a las siete, bastante después de haber caído la noche. Él ha oído el ruido de un motor. Está fuera y la ve descender de un Peugeot negro. Lo ha estacionado, no junto al Ford, sino en la parte baja del camino, con el capó orientado hacia la carretera. Quattermain se apresura a entrar en la casa y, reprochándose un poco lo que él considera una chiquillada, finge estar absorto en la lectura de las Dames au chapeau vert, de Germaine Acremant. Ella aparece en el umbral de la puerta y Quattermain advierte un grado suplementario en la tensión casi desesperada de su rostro. «Voy a hacerle la cena», dice ella. Él se reúne con ella en la cocina: «¿Puedo ayudarla?». Quattermain espera su comentario sobre el hecho de que no había tocado la comida del mediodía, pero ella apenas se preocupa por ello, acaparada por sus propios tormentos.
— ¿Está segura de que no tiene nada que decirme?
— Muy segura.
Le prepara maquinalmente una tortilla sin que se le ocurra la idea de mirar el horno, donde el pollo asado sigue todavía. Le ayuda a preparar la mesa y, por primera vez en su vida, trata de lavar la vajilla. Pero ella dice que mañana vendrá alguien, una mujer, que se ocupará de la casa.
La muchacha parece extraordinariamente cansada o, más bien, con los nervios destrozados.
— Me esperará usted aquí, ¿verdad?
Él asiente.
Ella se queda un momento delante del ventanal y luego le ruega que la perdone: mañana por la mañana debe levantarse muy temprano.
— Haga usted lo que quiera, como si yo no estuviese aquí-dice él.
Él mismo va a acostarse poco tiempo después, dejando abierta la puerta de su habitación. Se despierta por primera vez a eso de las dos, y consigue dormirse de nuevo, después de treinta minutos, dedicados esencialmente a hacerse esta pregunta: ¿por qué Catherine Lamiel, que no puede ignorar la noticia, no le ha hablado del desembarco en África del Norte? «Porque en las circunstancias actuales, el acontecimiento le parece secundario. Ésta es una primera respuesta».
Pero después, encuentra otra.
Que acaba de convencerle, si es que no estaba ya absolutamente decidido: a la mañana siguiente espera que ella se haya ido, a pie (pero como sale detrás de ella, oye arrancar el motor del Peugeot).
Deja que transcurran dos o tres minutos, coge su pasaporte y el pasaporte a nombre de Thomas David Quattermain, más todo el dinero de que dispone: alrededor de cuarenta y cinco mil dólares, algo más de treinta mil francos suizos y doscientos mil y pico francos franceses obtenidos en Ginebra.
Hay, ciertamente, muy poco tráfico, pero de todos modos circulan algunos vehículos. Recorre varios centenares de metros sin advertir nada especial detrás de él, y las extrañas sospechas que le han asaltado durante la noche le parecen injustificadas.
Es entonces cuando el coche aparece, con los dos hombres de la víspera. Los ve pasar, menos de treinta segundos después de haberse detenido, de ocultar el coche en una callejuela y de echar pie a tierra para comprobar si es o no seguido.
Lo es: durante los tres o cuatro segundos en que ve sus rostros, los dos hombres parecen muy sorprendidos y quizás inquietos por su desaparición.
Su coche se aleja lentamente, y luego acelera, probablemente porque su conductor considera que él ha aumentado su velocidad.
Quattermain, entonces, se pone de nuevo al volante. Da media vuelta y, en lugar de tomar la dirección de Marsella, se dirige hacia el este, hacia Hyères y Fréjus, tras decidir jugárselo todo, de acuerdo con la manera en que el mapa de carreteras estaba plegado en la maleta de Catherine Lamiel.
Son las ocho y cuarto.
El Delage blanco, que ha salido a las ocho en punto de Mentn, rueda ahora (Gregor Laemmle consulta una vez más su reloj)… desde hace cincuenta y nueve minutos y ha recorrido sesenta y tres kilómetros, según marcan a la vez el totalizador del tablero de mandos del coche y los hitos kilométricos; al fin entra en Cannes.
— Vamos ligeramente adelantados con respecto a nuestro horario, Soëft. Vamos a detenernos y a esperar. No, aquí mismo no, un poco más adelante, en la Croisette. Pararemos frente al hotel Majestic.
«Y aprovecharé la ocasión para comprobar que el bueno de Jurgen Hess respeta mis órdenes, en lugar de oponerse a ellas, con su malignidad habitual. Es absolutamente capaz de seguirme a quinientos metros, en lugar de los quince kilómetros que yo le he fijado…, habida cuenta de que sesenta kilómetros por hora hacen un kilómetro por minuto. Como me decía ayer mismo, soy nulo en aritmética».
Gregor Laemmle está sentado en el asiento trasero del Delage blanco. El Niño está a su izquierda, es decir, en el lado del mar, y la manilla de la portezuela correspondiente ha sido retirada: es una idea de Soëft. El propio Soëft conduce el automóvil, con una pistola muy grande sobre los muslos, una pistola ametralladora posada en el asiento vecino y disimulada con un periódico, y un tercer trabuco colocado a su izquierda, contra la portezuela. Está armado como un general mexicano que se prepara para un pronunciamiento.
Parece ser que también hay granadas en alguna parte. «Si le hubiese dejado hacerlo, habría traído un cañón. Es un muchacho muy concienzudo».
El Delage avanza por la Croisette, llega a la altura del Majestic y se detiene. Gregor Laemmle sonríe al portero del hotel, que ya se ha adelantado, y le hace signos de que no, de que es inútil que se moleste. Gregor Laemmle se encuentra en un estado extraño, casi febril. La cosa no tiene nada de sorprendente teniendo en cuenta que espera ver aparecer un Hispano negro y plateado, pilotado por una mujer, el uno y la otra perseguidos por él desde hace unos cuarenta y ocho meses.
— No pares el motor, Soëft.
Se vuelve y, mirando hacia atrás, busca señales de vigilancia a todo lo largo de la avenida rectilínea que bordea el mar. No le sorprendería demasiado ver aparecer a Jurgen Hess y a tres docenas de sus bebedores de sangre.
Pero no.
«Esto no es un sueño extraño y penetrante, Gregor Laemmle; tu búsqueda termina, se acabará en las horas siguientes: o verás aparecer el Hispano con Ella al volante, o Ella habrá hallado el medio de matarte sin que el amable Soëft mate al hijo. Y entonces, bajo la condición expresa de que esté aún vivo, te encontrarás frente a ti mismo (perspectiva espantable), con la desesperación que producen los sueños realizados.»
Sigue observando la Croisette por el cristal trasero, y salvo una camioneta con gasógeno que también está parada, cuatrocientos metros más atrás (un hombre ha descendido de ella y ha ido a llevar un paquete a una villa), no ve nada que valga la pena. «¿Me habrá obedecido Jurgen Hess? ¡Un verdadero milagro!».
— Tres minutos-anuncia Soëft.
Gregor Laemmle abandona su vigilancia, que además le hace daño en el cuello. Su mirada se dirige hacia Thomas. Éste está inmóvil, con las manos blandamente posadas sobre sus rodillas desnudas, y contempla el mar con unas pupilas apenas abiertas.
— Sigamos, Soëft.
El Delage avanza de nuevo. Cincuenta y dos minutos más tarde, atraviesa Saint-Aygulf y ya sólo está a una veintena de kilómetros de Sainte-Maxime. Se encuentra en uno de los lugares del recorrido donde, según Gregor Laemmle, algo puede producirse; cree más en el macizo de los Maures que en el del Esterel: el Hispano dispondría allí de un mayor número de itinerarios de repliegue, gracias a las carreteras secundarias. Pero lo cierto es que él había creído que Ella surgiría en el mismo Menton-se equivocó-y todavía cree que Ella eligió con preferencia la zona comprendida entre Tolón y Marsella, o, dicho de otro modo, los alrededores de Sanary.
Porque está absolutamente convencido de que Ella va a aparecer, en un momento cualquiera de esta lenta progresión entre la frontera italiana y Marsella, por la orilla del mar, donde hay más de setecientos lugares posibles, sin contar el mar mismo.
No se atreve a mirar demasiado al Niño.
Y, sin embargo, con el rabillo del ojo, advierte el cambio de actitud: a cada kilómetro recorrido, la tensión casi imperceptible del pequeño cuerpo aumenta.
«Él también sabe que Ella va a venir».
Son casi las diez cuando Quattermain descubre al fin a Catherine Lamiel.
Desde su salida de Tolón, ha avanzado a una velocidad loca. Ha cruzado Hyères como un obús. Y lo mismo ha ocurrido en la aglomeración siguiente, llamada La Lande o La Londe (no ha tenido tiempo de verlo). Ha acabado por encontrarse delante de una bifurcación importante: suponiendo que el Peugeot negro haya pasado por aquí, ¿habrá tomado la izquierda o la derecha? En un principio, sin demasiadas razones, él ha elegido el camino de la derecha.
Ha avanzado así por la cornisa de los Maures, con la cabeza llena de recuerdos (estuvo aquí con Ella), y a partir de entonces los motivos de su elección le parecen menos oscuros, tratándose del itinerario que sigue.
En determinado momento ha visto a su izquierda una pequeña carretera que sin duda asciende al bosque del Dom. Casi maquinalmente ha echado una ojeada, apenas medio segundo, y ha frenado en seguida violentamente, precipitando casi el Ford a través de la carretera. Apretando el freno de mano, con el motor en marcha y la portezuela abierta, ha recorrido a pie unos treinta y cinco metros.
El Peugeot negro de Catherine Lamiel.
El coche está situado a más de la mitad de la costanilla de acceso a una villa blanca. Él se acerca, con su largo paso contrariado por el desarreglo de su cadera, y aunque es noviembre (pero con un sol digno de mayo), Quattermain reconoce unos aromas de verano. Acercándose más, ha entrado bajo un arbolado del otro lado de la carretera, a unos diez metros de la casa y, a través de la vegetación, ha seguido con la vista a la muchacha, que va acompañada por un hombre de elevada estatura, rubio, con aire imperioso, que habla con una fría seguridad. (Dice que él quiere que ella venga y que, por otra parte, ella no puede elegir.)
Catherine, hasta entonces vista por detrás, se da la vuelta y Quattermain puede distinguir su rostro infinitamente torturado. Un ruido de portezuelas que golpean. «Se van». Él se aleja en seguida y, bajando precipitadamente por una senda que hay entre los pinos, llega hasta el Ford, se pone de nuevo al volante y arranca. Tres o cuatrocientos metros más allá encuentra lo que buscaba: un camino minúsculo, pero acodado como conviene. Se adentra en él, quedando fuera de la vista de la carretera. Una ojeada al mapa: «O bien prosiguen por este camino comarcal indicado como muy sinuoso o bien pasan por debajo de mí y yo les sigo. Pero ¿por qué tengo el presentimiento de una catástrofe?».
Dos minutos y el silencio. «Bueno, habrán ido por la comarcal; o peor todavía, están en camino hacia Hyères». Pone la marcha atrás.
Suspende su gesto: un coche acaba de pasar al fin y es el Peugeot. «Calma». Cuenta hasta veinte y da marcha atrás; luego arranca.
Demasiado rápido. Unos kilómetros más allá, debe aminorar la marcha y se avergüenza: se ha acercado demasiado a la salida de una curva y, durante unos cuantos segundos, se ha puesto al descubierto, lo que le ha permitido incluso comprobar que Catherine Lamiel, aunque no está ya al volante, va acompañada, no solamente por el hombre rubio, sino también por otros dos.
El seguimiento se prolonga. Dejan atrás el Rayol, y después Cavalaire, indicados por unos letreros. Quattermain reduce aún más su velocidad; el trazado algo menos atormentado de la carretera le obliga a aumentar la distancia entre el Peugeot y él.
Adelanta a su vez a un gran camión cargado de madera, justo a la salida de algunas casas de La Croix-Valmer, y por el momento no descubre nada extraordinario en su presencia. Son algo más de las nueve y media de la mañana, el cielo está azul, sin una nube, y se levanta el viento.
Tres kilómetros más (el camión cargado de madera parece haber acelerado su marcha y le sigue a cuatrocientos metros) y así llegan a una encrucijada donde unos indicadores señalan que Saint-Tropez está a la derecha, Cogolin a la izquierda y Sainte-Maxime y Fréjus directamente en la misma carretera.
Es entonces cuando otros dos camiones entran en el campo de visión de Quattermain; van también cargados con troncos de madera, muy mal escuadrados.
«Esta concentración de camiones no me dice nada que merezca la pena».
Sigue bastante tranquilo, pero es evidente que la angustia asciende constantemente en él. Aunque el sentimiento que le domina sea finalmente el de curiosidad.
Pasa a su vez la encrucijada…
Y bruscamente se detiene, al abrigo de un seto de carrizos: otros tres coches particulares han salido al encuentro del Peugeot, que se ha detenido inmediatamente. Está a seiscientos metros de un terreno poco boscoso y casi llano.
Quattermain abre la portezuela y echa pie a tierra. Orienta sus prismáticos: diez, quince hombres están en asamblea, con el alto hombre rubio en el centro de la reunión, de la que evidentemente es el jefe; con las manos en los bolsillos laterales de su chaqueta cruzada, habla, al parecer, con cierto desprecio.
Los prismáticos buscan y encuentran a Catherine Lamiel: está apartada, ha bajado del Peugeot, pero se apoya en él; llora.
Quattermain baja sus prismáticos; luego los lleva de nuevo a sus ojos, describiendo con ellos un ancho movimiento panorámico. Según el mapa, tiene que haber, a unos mil doscientos metros, otra encrucijada, pero él no la distingue: le quitan la vista unas líneas de cipreses u otros setos de carrizo. Los tres camiones que tiene tras él se han inmovilizado; cada uno de ellos transporta dos hombres y ocupa una carretera.
Pero además hay un cuarto camión a la izquierda.
…Y un quinto enfrente, más allá del grupo del hombre rubio.
Y todavía hay otros dos, lejos, en las alturas, casi invisibles en el bosque en que están apostados.
«Y nada impide que haya más. He descubierto la trampa casi sin saber cómo».
Toma el mapa, lo examina y la evidencia le salta a la vista: esa encrucijada que no ve tiene que ser la de Saint-Pons-les-Mûres: a partir de allí se organiza un entrelazamiento de pequeñas carreteras y caminos forestales que corren a través del muy boscoso macizo de los Maures. Alguien que quisiera acercarse o, por el contrario, huir de allí, podría elegir entre ocho o diez itinerarios diferentes, con la posibilidad de escapar en todas direcciones…
Sobre todo si los camiones desparraman o no su cargamento de troncos para cerrar las carreteras.
Y también habría la posibilidad de servirse de toda esa red de escapatorias como de una añagaza para camuflar una huida por el mar.
Un instante.
Quattermain avanza algunos metros y orienta de nuevo sus prismáticos, esta vez hacia el fondo de ese pequeño golfo que el mapa denomina Saint-Tropez; en efecto, una gran lancha motora se encuentra amarrada allí. Parece lo bastante potente para escapar a veinte o treinta nudos, y le serían suficientes unos cuantos minutos para arrancar y perderse en alta mar.
Quattermain no tiene ni la menor idea de lo que puede hacer. Por otra parte, no está muy seguro de querer hacer algo.
Recorre con sus prismáticos el macizo forestal que tiene enfrente: tres o cuatrocientos metros de altitud todo lo más, pero aparentemente inextricable. A partir de ese momento se le ocurre la maniobra: ganará altura en un punto cualquiera, por ejemplo en la región que está encima de Grimaud.
Incluso un poco más al norte.
Toma de nuevo el volante, accionando el embrague y el acelerador para amortiguar todo lo posible el ruido del motor. Regresa a la encrucijada de las carreteras nacionales y gira por primera vez a la derecha, hacia Cogolin.
Pasa junto a un camión inmóvil, cuyos dos ocupantes le miran sin reaccionar.
Gira una vez más a la derecha.
Son las nueve y cincuenta y tres de la mañana.
— La furgoneta está detrás de nosotros-dice Soëft.
Gregor Laemmle se vuelve y reconoce el vehículo que ya había visto en la Croisette, y que entonces no le había inspirado ninguna desconfianza. Un solo hombre visible, pero nada impide que haya otros ocultos en la parte trasera: «Queda por saber quiénes son esas gentes; si son exploradores de Jurgen Hess, que se ha excedido siguiendo mis órdenes, o son exploradores de Ella…».
El Delage acaba de salir de Saint-Máxime y avanza hacia el sudoeste, con el mar a la izquierda y unas colinas muy boscosas a la derecha. Según el mapa colocado sobre las rodillas de Gregor Laemmle, la próxima aglomeración sería Beauvallon. Después vendrá algo deliciosamente campestre en cuanto al nombre: Saint-Pons-les-Mûres. Después de lo cual habrá que girar a la derecha, hacia Le Croix-Valmer y la cornisa de los Maures, que a él, Gregor Laemmle, le gusta mucho: veinte años antes residió todo un mes en Rayol-Camadel, con Chère Mère y su familia.
Considera su mapa, todavía con la ternura de esas reminiscencias, y algo le asalta de pronto, en una brusca descarga de adrenalina que casi le hace temblar las manos.
«¿Tendré miedo, después de todo? La cosa sería inaudita».
Desde luego que no. Seguramente es otra cosa. La fiebre de la caza, por ejemplo. Salpimentada de esa sensación, extraña en un hombre tan lúcido como él, de no saber muy bien lo que realmente espera. En resumidas cuentas, está deseando que Ella aparezca, a la vez que espera que continúe siendo mítica. «Esto no es un sueño divertido, sino un misterio insondable que te rodea en el aire a los más de cuarenta y cinco años de vida».
Y, en efecto, acaba de ser asaltado por una certidumbre casi total: Ella está ahí.
¿Cómo no lo ha advertido antes? El mapa es seguro: indica una disposición de carreteras, a buen seguro ideal, con ese golfo de Saint-Tropez en el embudo y todo ese bosque detrás, ofreciendo una posibilidad de huida casi infalible.
Levanta los ojos en el mismo segundo en que Soëft acaba de adelantar a un gran camión cargado de madera en troncos.
— Cuidado, Soëft; creo que ya estamos.
El Delage se cierra, una vez terminado su adelantamiento. Una casa o dos se perfilan delante de ellos, todavía bastante lejos.
«Estoy realmente febril», piensa Gregor Laemmle.
Los segundos corren.
— ¡Detrás!-grita de repente Soëft, a la vez que saca su pistola ametralladora.
Gregor Laemmle se vuelve de nuevo, a unos doscientos metros más atrás, el enorme camión cargado de madera está triturando literalmente la furgoneta.
«¡Estaba seguro: es ahora!».
De pronto, la carretera se separa del mar y aparece una encrucijada.
— ¡Cuidado, delante de nosotros!-grita Soëft.
Y el espectáculo estalla ante el rostro de Gregor Laemmle, bastante más claro que todos los sueños que ha podido tener en cuatro años.
Lo ve y casi no da crédito a sus ojos.
Pero es él: no pueden existir dos como él, inmóvil en el arranque de una pequeña carretera, de un camino forestal, deslumbrante bajo el sol, de una belleza sombría y como vibrante, en el centro de ese estuche de verdor y sobre la tierra ocre de la pista: el Hispano plateado y negro.
Quattermain marcha muy lentamente. Ya no sabe exactamente dónde está, en el rigor de las alturas que dominan Saint-Pons. Recorre todavía cien metros, a lo sumo, y llega a una bifurcación. Un letrero indica que Plan-de-la-Tour está a la izquierda, y otro…
Frena bruscamente: un hombre acaba de surgir de un talud; está armado y apunta con un fusil.
Cinco segundos.
Después, el hombre levanta el fusil y hace una señal: «Adelante».
Quattermain avanza.
Llega a su altura y una nueva señal: «¡Vamos! ¡Pase!».
Quattermain gira a la izquierda. Ve en su retrovisor que el primer hombre armado se reúne con otro.
Un recodo le oculta lo que sigue.
Progresa.
Se detiene, todavía muy inseguro: «Esto no tiene sentido».
Desciende del coche y regresa a pie a la bifurcación, que está desierta. Considera la segunda carretera. No hay señales de ningún asfalto, es más bien una pista de tierra ocre, arrugada.
Donde, sin embargo, se dibujan unas huellas de neumáticos. Todavía están frescas.
«Realmente no tiene ningún sentido. Vas a hacer que te disparen como a un conejo sin beneficio para nadie, y en América se volverán locos tratando de comprender por qué has muerto en Francia en noviembre de 1942».
Se adentra por la pista en que han querido apartarle (ya no es visible ningún centinela). La pendiente aumenta muy pronto. En el bosque reina un silencio irreal. Un recodo tras otro y, súbitamente, el bosque se entreabre, en un estallido de luz y de colores.
Quattermain se queda inmóvil. Bajo él, en la parte baja, más allá de tres o cuatro zigzags del camino de herradura, descubre un espectáculo que le deja estupefacto.
Ve un coche blanco, un Delage, que rueda unos últimos metros y se detiene…
A treinta pasos todo lo más, frente a frente, de un Hispano-Suiza plateado y negro, extraordinariamente brillante bajo un sol muy blanco.
Y lo apabullante no es únicamente la confrontación de esos dos automóviles. Hay también esos movimientos convergentes que se producen y la maniobra concertada, en un radio de trescientos metros, de un número casi increíble de hombres a pie o a bordo de otros vehículos, en progresión lenta y como reptiliana.
El Hispano-Suiza constituye su punto de convergencia.
Quattermain dirige sus prismáticos hacia el Hispano. Una mujer morena, de la que sólo ve la espalda, sujeta el volante con sus dos manos enguantadas; a su izquierda está sentado un hombre, y su perfil anguloso, sus gruesas manos nudosas que sostienen un arma, no dejan lugar a ninguna duda: es Javier Coll.
Quattermain busca después el Delage: el hombre con rostro de mujer que va delante apenas le interesa.
Pero se siente fascinado en cambio por el niño, al que ve por primera vez, sentado en el asiento posterior, e incorporándose de pronto, en un salvaje impulso de todo su cuerpo, presa de una tensión terrible, aferrando con sus manos el respaldo del asiento que está delante de él y ensanchando hasta lo imposible sus pupilas grises.
Y gritando.
El grito llega a Quattermain, que se estremece, pero es también como una señal esperada, porque en ese momento estallan los primeros disparos.