21

—¿POR qué almacenas toda esta cantidad de papel en tu despacho?

Werner no era el primer visitante que expresaba sorpresa acerca de las cajas que, apiladas de suelo a techo, apenas me dejaban espacio para trabajar.

—Porque no se les ocurre otro sitio donde ponerlo —repuse.

—¿Quién está en el piso de arriba? —me preguntó Werner con nerviosismo; y no era la primera vez que lo hacía. Se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia afuera. El cielo se había ido poniendo cada vez más oscuro, y llegaba hasta nosotros el retumbar de truenos lejanos.

—¿Y quién no está? —respondí.

Llevábamos esperando casi dos horas a que la comisión de investigación nos mandara llamar.

—En la sala de conferencias número dos —dijo Werner—. No en el despacho de Bret. Eso demuestra que se están tomando la cosa en serio.

—A Bret le están reformando el despacho. ¿No te has fijado en esos hombres que llevan monos de trabajo, escaleras de mano y transistores? Están arrancando el papel de las paredes y poniendo un falso techo.

—¿No sabes quién está ahí arriba?

—He visto llegar a Frank, y el director general también debe de estar porque he oído ladrar a su maldito perro.

—¿Es el que lleva a ese animal apestoso a todas partes?

—Siempre se ha dicho que si quieres un amigo leal en Whitehall, tienes que comprarte un perro —le dije.

—Cuando nos hagan subir seremos los únicos que quedamos a quien echar la culpa —comentó Werner, que estaba un poco angustiado.

—Sí, somos los elegidos para que nos empujen fuera del trineo.

Werner se estremeció sólo de pensarlo.

—¿Se sientan alrededor de una mesa?

—No lo sé, Werner —le contesté con cierta brusquedad.

El nerviosismo de Werner empezaba a hacer efecto en mí. Aquellas investigaciones oficiales siempre eran impredecibles. Resultaba imposible no preocuparse pensando que quizá uno entrase por la puerta y aquellos tipos le dijeran: «Eres un espía de la KGB, así que, ¿por qué no confiesas?» A otros les había ocurrido, y muchos de ellos habían resultado ser inocentes. Los soviéticos siempre intentaban crear problemas dentro del Departamento, sembrando pruebas falsas e información errónea. Nadie estaba a salvo de aquello.

Llamaron suavemente a la puerta y entró Bret. Iba sin chaqueta, en mangas de camisa, con pantalones oscuros y un chaleco de cuyo bolsillo asomaba una fila de utensilios para escribir dorados y plateados.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué estáis a oscuras? —nos preguntó al tiempo que encendía las luces sin esperar nuestra respuesta.

—Es la semana de ahorro de energía —le dije.

Hubo un fallo de electricidad y un relámpago que iluminó a los dos hombres, dejándolos paralizados en unas posturas que permanecieron en mi cabeza durante mucho tiempo después. Werner estaba encorvado, con la frente arrugada, y miraba por la ventana como si esperase a que empezara a llover. Bret, con la cabeza baja, miraba hacia abajo buscando con los dedos entre los útiles de escribir que llevaba en el bolsillo del chaleco.

—Nos hemos tomado un descanso de treinta minutos —nos explicó Bret—. Pero quería pedirte tu opinión sobre el asesino, Bernard. Estamos intentando construir un perfil para decidir si fue un golpe inspirado por Moscú. —Del bolsillo del chaleco había sacado un pedazo de metal. Lo arrojó sobre la mesa, donde fue a descansar sobre la transcripción mecanografiada de una llamada telefónica diplomática—. ¿Qué te dice eso?

Miré el objeto. Era como un dólar de plata que hubiera sido mordisqueado por los bordes.

—¿Eso salió del cuerpo de VERDI?

—Si quieres decirlo así —convino Bret—. Estaba dentro de un gran pedazo de carne que se encontró cerca del cuerpo. ¿Qué clase de arma lo disparó?

Yo no lo levanté de la mesa.

—Me he dejado la bola de cristal en los otros pantalones, Bret. No es más que un trozo de metal que se ha deformado a causa del impacto.

—Eso fue lo que lo mató, Bernard —me explicó Bret con manifiesta paciencia—. Es la bala que entró por la ventana. ¿No puedes decir nada útil acerca de ella?

Werner alargó la mano y cogió el proyectil para estudiarlo.

—Este es un tipo de bala fabricada en serie, de punta explosiva o hueca —le expliqué—. Todas se deforman así. Al hacerlo las marcas de las estrías se borran, igual que cualquier otra característica, quizá con excepción del peso.

Bret miró a Werner, que la estaba sopesando en la mano. Este movió la cabeza.

—Entonces, ¿qué les digo a los de arriba? —nos preguntó Bret.

—Diles que probablemente se trate de una Remington Core-Lokt de punta explosiva, muy blanda. Se suele considerar que es la bala dum-dum más blanda que existe, no puede encontrarse otra más blanda que ésta.

—¿Cuántas diferentes se fabrican? —me preguntó Bret mientras anotaba lo que le decía en un pequeñísimo cuaderno encuadernado en piel.

Me asomé por encima de su hombro y le corregí la ortografía.

—Una buena cantidad —contesté—. Y para un disparo arriesgado como aquél, debieron de cargarla a mano para aumentarle la carga propulsora.

—Entonces, ¿se trata de un pistolero soviético?

—No, no creo. No es que sea demasiado sofisticado, pero no es el estilo soviético. Ellos se inclinan más bien por artilugios de corto alcance, como pistolas de gas disparadas a quemarropa o instrumentos con la punta envenenada. Se mire por donde se mire, uno ve la sofisticación americana.

Quizás Bret se lo tomase como algo personal.

—Es un asesinato con un rifle de largo alcance, Bernard. Puede que haya sido un buen disparo, pero con toda seguridad no es nada que un tirador escogido del ejército soviético no pudiera conseguir, ¿verdad?

—Más que eso, Bret. Ya sé que en las películas enormes puntos de mira llenan la pantalla y enfocan el pecho del malo, y eso es que estamos en el último rollo de película. Pero la realidad no es así. Aunque la tecnología la hubiera proporcionado un tercero, éste ha sido el trabajo de un experto. Para hacer un disparo así hay que corregir enormemente la trayectoria; hay que tener en cuenta el viento y también la gravedad. Y se trataba de un blanco móvil que probablemente sólo iba a estar en el campo de visión durante unos instantes.

—Bien, entonces se trata de un pistolero a sueldo.

Bret cogió la bala de metal distorsionada, que tenía Werner, y se la volvió a meter en el bolsillo del chaleco.

—Ésta es una tarea de seis cifras encomendada a un profesional de los mejores —le aseguré.

—Voy a hacerte partícipe de un pequeño secreto, Bernard. Cuando esta pequeña investigación se cierre por fin, el informe llegará a la conclusión de que la muerte de VERDI fue causada por un pistolero de la Stasi. O por un asesino a sueldo pagado por ellos.

—Comprendo.

—Así resulta lógico y concluyente, Bernard. No queremos meter en esto un montón de ideas complejas que no tienen sentido y dejan muchos cabos sueltos. —Los truenos se iban acercando. Bret me miró y levantó una ceja—: A menos que tengas alguna estrafalaria teoría Samson que contar.

—Yo no, Bret —repuse.

—En ese caso, ¿debo entender que la junta no tendrá que escuchar y que mi informe no tendrá que incorporar la única opinión disidente de Bernard Samson?

—Fue un pistolero de la Stasi, Bret. Y puedes citar textualmente mis palabras.

Me miró con tristeza y dijo:

—No pensé que acabase todo de este modo. Cuando fui a despedirte al aeropuerto de Los Ángeles te dije que la fe debía ser tu tabla de salvación. Te dije que cogieses a VERDI y que regresases. Creí que sería algo que un experimentado muchacho medio mago como tú podría culminar con éxito en unas cuarenta y ocho horas.

—¿Eso es lo que creías, Bret?

—Está bien, no quería que el director general te enviase a ti —confesó Bret—. Pero no porque pensase que fueras a fracasar, sino porque sabía que tú querrías hacerlo a tu manera, de esa forma tuya tan excéntrica. Te advertí que había personas en el Departamento que te tenían en el punto de mira; estaban buscando una ocasión como ésta. Tú ignoraste la advertencia. Te fuiste corriendo a ver a Werner. —Le dirigió a éste una fugaz sonrisa para demostrarle que no era nada personal—. Y echaste mano de todas las ideas provocativas que se te ocurrieron.

—Lo que tú llamas provocación, yo lo llamo cubrirme las espaldas —puntualicé.

—Quería enviar a alguien «hambriento»: un hombre más joven, un hombre soltero que lo hiciera todo como dice el manual.

—¡Vaya! Pobreza, castidad y obediencia. Eso es sólo para los monjes, Bret.

Guardó el cuadernito, nos miró a los dos sin admiración alguna y se dirigió a la puerta.

—Dicky es el siguiente. No sé a cuál de vosotros llamaremos después. —Mientras estaba de pie en el marco de la puerta no pudo resistir la tentación de lanzarme una descarga final—: Ojalá no hubieras salido corriendo a ver a Werner y a tu cuñado. En esa época los dos eran persona non grata. Ahora tus embrollos nos han estallado en la cara. Estoy aquí sentado, hora tras hora, escuchándolo todo y preguntándome cómo voy a utilizarlo en mi informe y mantenerte a ti intacto. En este momento estoy completamente dispuesto a hacerme el harakiri.

—Si quieres que te eche una mano, dímelo —le sugerí.

Bret salió y cerró la puerta poniendo mucho cuidado en no dar un portazo.

Cuando Bret se hubo ido, Werner volvió a revolcarse en su preocupación; o quizá no había dejado en ningún momento de estar preocupado.

—Bret está decidido a echar toda la culpa sobre nuestras espaldas. Ya lo has podido ver en su cara. ¿Tenías que empeorarlo aún más?

—Tú atente a lo que has escrito —le dije.

—Ahí está la cosa. Ni siquiera me han dado una copia de mi declaración. La chica de la oficina de Dicky me dijo que me sacaría una copia, pero no lo hizo. La junta me hará preguntas y ni siquiera sabré lo que ya les he dicho.

—Sólo tienes que decirles cómo sucedió —le expliqué con cansancio—. Todo acabó en sesenta segundos. Está muerto. No podemos resucitarlo.

—Debí cerrar las cortinas —repitió Werner.

—No busques motivos para sentirte culpable —le aconsejé—. Ya encontrarán ellos bastantes motivos para freírte sin que tengas necesidad de proporcionarles otros.

—Buscan sangre —me aseguró—. Se lo noté a Bret en la cara. Está furioso.

—Bueno, Frank no estará furioso —le expliqué—. Los cables habrían ido directamente a Inglaterra. Frank veía el peligro que había de que su preciada unidad de agentes de Berlín quedase de lado.

—Bret está escribiendo el informe —insistió Werner—. Y a él no le gusta ser el blanco de tus bromas.

—Bret había empezado a ver que iba a ser el árbitro en una batalla interminable y demoledora entre Frank y Dicky. ¿Bret es de los que plantan la tienda en tierra de nadie?

—Dicky basaba su carrera profesional en esto, eso me lo dijiste tú mismo. ¿Qué va a decirles él?

—¿No te lo imaginas, Werner? En este momento está arriba, en la sala de conferencias, explicándoles, con esa expresión sincera y ojos muy abiertos... suele ensayar delante de un espejo... que a falta de poder disponer de Berwick House lo hicimos todo lo mejor que pudimos. Y eso significa que nos puso a ti y a mí a cargo del asunto, y nosotros le fallamos de manera catastrófica.

—Si dice eso —me aseguró Werner procurando mantenerse frío, tranquilo y práctico—, nosotros cargaremos con toda la culpa.

Era difícil mostrarse en desacuerdo con aquel pronóstico, pero yo estaba decidido a no unirme a Werner en aquel estado de ánimo de autocompasión teutónica.

—Dicky será confirmado en el cargo de jefe supremo de Operaciones —le dije—, y eso es lo único que le importa. No va a derramar lágrimas por el colapso de la operación VERDI. Por una parte no acababa de comprenderlo. Y no era la clase de trabajo que pudiera hacerse de la noche a la mañana y establecerlo a él como un Wunderkind. Intervenir el ordenador de Karlshorst iba a ser un trabajo muy penoso y de mucho tiempo. Y cuando invitó a cenar en su casa a Bret la otra noche, no le quedó ninguna duda de que éste no iba a ofrecerle su apoyo. Dicky se dio cuenta de que iba a tener que luchar contra Frank, mientras el director general miraba el asunto con malos ojos y Bret le gritaría eso de «Ya te lo había dicho yo». Dicky vio que iba a ser un camino largo y pedregoso.

Werner me miró, más abatido aún si cabe. Como la mayoría de los prolijos argumentos, el que yo acababa de darle sonaba poco convincente incluso para mí.

—Ésta era la oportunidad de Dicky de convertirse en el hombre más importante del Departamento —me dijo Werner—. Y nosotros se la hemos jodido.

—Sí. Pero, ¿funcionan así las mentes de los apparatchiks de Whitehall, Werner? Cuanto más éxito tuviera él, más se demostraría cuán equivocados estaban sus superiores. Ése no es el estilo de Whitehall, y desde luego no es el de Dicky.

—¿Por qué le iba a preocupar a Dicky que se demostrase que el director general estaba equivocado? Al fin y al cabo el director general hace tiempo que pasó la edad de jubilarse. Un empujón como ése por parte de Dicky y haría que cayera de bruces. ¿Y quién sería el héroe? Dicky.

—Tú no entiendes a los británicos, Werner. Ningún director general estaría nunca contento con un Departamento que interviniera a Karlshorst y que estuviera dirigido por personas procedentes de unas escuelas que no son las adecuadas, por personas que llevasen destornilladores pequeños en el bolsillo superior. El viejo siempre ha dicho que sólo se nos daba nuestra asignación de fondos porque utilizamos a seres humanos como agentes. Eso es lo que nos mantiene en el negocio, Werner. Una vez le oí decir a Bret que la NASA no obtendría ni un centavo del Congreso si los cohetes que disparaban al espacio contuvieran sensores y equipo para mediciones en lugar de tripulantes. Me dijo que hacen falta hombres para sacarles dinero a los políticos. Y tiene razón. —Se oyó el retumbar de un trueno, y Werner echó una fugaz mirada a la ventana, como si estuviese considerando la posibilidad de escapar—. Y no creas que al director general se le hace caer tan fácilmente. No es él el que va a «perder» la operación VERDI, él se lo asigna todo al GCHQ y deja que ellos recojan los tiestos rotos.

—Eso es imposible. No hay nada que se pueda salvar.

—Creo que él sabe eso, Werner. Es su sutil manera de poner en su sitio al GCHQ, para que no se les ocurran ideas que estén por encima de su posición.

—El director general dijo que con la ayuda de VERDI podríamos aclarar el misterio de la muerte de Tessa Kosinski. —Werner me estudió la cara para ver cuál era mi reacción—. De una vez por todas, dijeron. Tú estabas allí cuando lo dijo.

—No tengo pensado contarles esa patraña de que Tessa aún sigue viva, si eso es lo que quieres sonsacarme.

—Yo no lo puse en mis notas —me aclaró Werner.

—Ya me fijé.

—Creí que debíamos hablarlo entre nosotros antes de contárselo a los de arriba.

—¿Qué tenemos que decirles? Un cuento de hadas totalmente insustancial en el que Tessa sigue viva, está prisionera misteriosamente y ellos algún día desvelarán el misterio. ¿La mujer de la máscara de hierro? Quiero decir... ¿qué tenemos que decirles, Werner?

—No puedes estar seguro de que sea un cuento de hadas. Podrían haberla sacado de la parte de atrás de la furgoneta Ford sin que tú te dieras cuenta. Pudo ser otra mujer a quien dispararon.

—No me vengas con tonterías, Werner. ¿Qué sabes tú? Ni siquiera estabas allí.

—Pero tú no le contradijiste, Bernie. Y yo te conozco; lo habrías acosado a preguntas si hubiera habido algún fallo en la descripción que hizo de los hechos.

Suspiré.

—Me estás mostrando exactamente lo que podría pasar ahí arriba, Werner. Si abrimos una caja de sorpresas como ésa, a los dos nos harán picadillo. Así que no abras la boca al respecto. Si hay algo de verdad en la historia de Verdi, los muchachos de Magdeburgo encontrarán otra manera de airearla.

—¿No se lo has dicho a Fiona?

—¿A Fiona? Ése es un motivo importante para no decir nada. ¿Te imaginas el estruendo que un rumor tan alocado armaría en la familia de Tessa?

—El director general quería la ayuda de VERDI para esclarecer la muerte de Tessa Kosinski. Seguro que la junta lo apoyará.

—Eso es lo que el director general cree que ha hecho ya, Werner. El director general le enseñó a Fiona el informe de la autopsia, el veredicto del forense, las fotos satinadas y la bolsita de plástico con los perdigones. Ninguno de ellos tiene motivos para creer que el cadáver pertenezca a otra persona que no sea Tessa. Puede que con el tiempo los alemanes nos entreguen un cuerpo carbonizado. Yo no pienso examinarlo ni tratar de averiguar la verdadera identidad del cadáver. Le haremos un entierro como es debido y luego puede que acabe este desgraciado asunto.

—¿Y si Tessa sigue viva? —me preguntó Werner—. ¿Y si lo que dijo VERDI es cierto? ¿Y si de repente ella se presenta aquí?

Werner no se daba por vencido; aquélla era su gran virtud y su vicio más irritante.

—Pues todos tan contentos —respondí de mal humor—. Ella vivirá feliz para siempre.

—¿Eso es lo que opinas?

—Sí. Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

—Pero si realmente Tessa está viva, las cosas no sucederán de ese modo. —Werner no se echaba atrás—. Si está viva, ellos empezarán a ejercer presión sobre Fiona y sobre George, y, por lo que sé, también sobre tu suegro.

Lo miré. Werner era un hombre inteligente y perceptivo que me estaba recordando que la presión quizá hubiera empezado ya. Era un pensamiento algo funesto, como si lo peor estuviera por llegar.

—Tengo que cuidar de ella, Werner —le comenté—. Tenías razón en lo que me dijiste. Fiona está muy afectada por el dolor. ¿Qué efecto le produciría si le dijeran que un hombre muerto ha contado que su hermana Tessa está viva, pero que no ha podido dar ninguna prueba de ello?

—¿Entonces VERDI no dijo nada de Tessa? ¿Así piensas manejarlo cuando subas?

—Tú no tienes que apoyarme, Werner. Si quieres contárselo todo, yo diré que no estaba presente cuando él te lo contó.

—Seguiré tu plan, Bernard —me aseguró Werner—. Diré cualquier cosa que tú digas. Ya nos hemos metido en bastantes problemas, sólo nos faltaría darles versiones contradictorias de lo que ha ocurrido.

—Fiona me despierta en plena noche y me pregunta quién lo hizo.

—¿Y tú qué le dices? —quiso saber Werner.

—Le digo que vuelva a dormirse.

—Se trata de tu matrimonio, Bernard. Yo haría cualquier cosa... tú lo sabes.

—Ya lo sé, Werner. Gracias.

—¿Fiona seguirá trabajando?

—Todos le dicen que enterrarse en el trabajo es el mejor antídoto para el dolor. Pero enterrarse en el trabajo hasta el punto en que ella lo hace es sólo una manera de escapar del mundo real. Y eso no la ayudará. No ayudaría a nadie.

—¿Y a largo plazo?

—Con amor, atención y cariño, y también con los niños, se pondrá mejor. Yo creo que a ellos les gustaría tener una adjunta del director general, una mujer, aunque sólo sea para demostrar lo democráticos que llegan a ser en Whitehall. Creo que Bret servirá hasta agotar el plazo de que dispone, y si Fiona mantiene limpia la nariz la meterán a salto de rana en el despacho del adjunto del director general cuando Bret se vaya.

Werner asintió. Aquél era uno de mis acomodaticios cuentos de hadas, y él lo sabía.

—¿Y eso es lo que Fiona quiere?

—Va a coger ayuda doméstica interna para que cuiden de los niños —le expliqué—. De modo que no tiene planes de retirarse antes de tiempo. Si hoy me echan a mí, supongo que no me quedaría más remedio que convertirme en uno de esos maridos modernos que se quedan en casa a cuidar de los niños.

—Deseo que todo le salga bien a Fiona —me dijo Werner—. Necesitamos a alguien como ella en el piso de arriba.

Siempre me había figurado que necesitaban a alguien como yo en el piso de arriba, pero supongo que Werner tenía derecho a su propia opinión.

—Veo que por fin van a hacerte un contrato como es debido —le dije—. Tendrás más seguridad en el empleo que yo.

—No se ha firmado ningún contrato. Lo tenían los abogados la semana pasada —dijo Werner—. Ahora lo cancelarán.

—¿Por qué? No se hizo «en relación con la actuación», ¿no?

Oí que Bret volvía por el pasillo para llamar a alguno de nosotros. Luego oí la voz de Gloria que lo saludaba. Durante un momento estuvieron hablando y riendo juntos. Yo no podía oír lo que decían, pero la voz de Bret era firme y cordial, y la risa de Gloria era ligera, fresca y cálida.

El cielo se había puesto todavía más oscuro. De nuevo se oyó un trueno. ¿Cómo podía estar el cielo tan oscuro sin que empezase a llover?

—¿Qué es todo eso acerca de la fe? —me preguntó Werner—. ¿A qué se refiere cuando dice fe?

—Fe es la sustancia de las cosas que esperamos, la evidencia de las cosas que no vemos. Hebreos once, versículo uno. Lo encontré en una biblia que me regalaron hace poco.