Dartmoor, Devon Principios de mayo de 1828

Dorian estaba de pie en la biblioteca de Radmore Manor, mirando por la ventana. A lo lejos, los páramos extendían su lúgubre belleza. Lo atraían con fuerza, como le había sucedido en sus fantasías enfermizas durante los meses de su enfermedad en Londres, cuando cayera enfermo de tal gravedad que estaba demasiado débil para sostener la pluma siquiera.

En agosto, Hoskins, el empleado de un abogado, lo encontró casi inconsciente, echado sobre un documento manchado de tinta.

—Iré a buscar a un médico.

—No. Médicos no, por el amor de Dios, Dartmoor. Lléveme a Dartmoor. Tengo dinero ahorrado... guardado... debajo de las tablas del suelo.

Hoskins podría haberse fugado con la pequeña hucha, y el cielo sabía que necesitaba dinero, viviendo, como lo hacía, de su magro sueldo de empleado. Pero no sólo hizo lo que Dorian le pedía sino que se quedó a cuidarlo. Se quedó incluso después de que Dorian se recuperó... o eso pareció.

Pero esa aparente recuperación no engañó al mismo Dorian. Desde el primer momento de esa enfermedad, igual que la de su madre, años antes, sospechó que no era más que el principio de! fin.

En enero, cuando comenzaron los dolores de cabeza, se confirmaron sus sospechas. A medida que pasaban las semanas, los ataques se volvieron cada vez más crueles, como había ocurrido con los de su madre.

La noche anterior a la pasada, tuvo ganas de golpearse la cabeza contra la pared... dolor... desgarrador en la cabeza... no podía ver bien... no podía pensar.

Ahora comprendía bien lo que su madre había querido decir. Pero, aun así, habría soportado el dolor, no habría mandado a buscar a Kneebones la mañana del día anterior si no hubiese sido por el espectro de débil luminosidad que vio. Fue entonces cuando Dorian comprendió que había que hacer algo... antes de que las tenues ilusiones visuales se convirtiesen en fantasmas, como le había sucedido a su madre, y lo llevaran a la violencia, tal como había pasado con ella.

—Yo sé lo que es —le había dicho Dorian al médico, cuando fue a verlo el día anterior—. Sé que es la misma enfermedad del cerebro, y que es incurable. Pero preferiría terminar mis días aquí, si puede ser. Preferiría no... terminar... como mi madre, si puede evitarse.

Naturalmente Kneebones debía satisfacerse a sí mismo y llegar a sus propias conclusiones. Y Dorian sabía que había una sola conclusión posible. La madre había muerto ocho meses después de la aparición de la "quimera visual", los "fantasmas" que comenzara a ver despierta, y no sólo en sueños, como había dicho.

Lo máximo que Kneebones podía prometerle eran seis meses. Dijo que la degeneración avanzaba más rápido que en el caso de su madre, merced a un "modo de vida insalubre".

No obstante, Kneebones le había asegurado que los ataques violentos podían moderarse con grandes dosis de láudano.

—Su padre, por temor a una sobredosis, fue muy parco con el láudano —le explicó el médico—. Luego, cuando fue su abuelo, me recriminó haber convertido a la desdichada mujer en una adicta al opio. Y después aparecieron los falsos expertos, que lo denominaron "veneno" y dijeron que había sido la causa de las alucinaciones, ¡si lo único que hacía era aminorarlas y tranquilizar a su madre!

Recordando la conversación, Dorian sonrió. La adicción a los opiáceos era la menor de sus preocupaciones, y una sobredosis a su debido tiempo podría brindarle un bienaventurado alivio.

A su debido tiempo, pero todavía no.

Por fuera, se lo veía saludable y fuerte, y en Dartmoor se vio libre del odio a sí mismo que lo perseguía desde su último año en Eton, cuando lo atrajo la tentación en forma de mujer y descubrió que no podía afrontarla. Tal como había dicho su madre, en este lugar no había tentaciones. Cuando sentía la vieja comezón y se sentía inquieto, cabalgaba por los páramos largo y tendido, hasta que quedaba exhausto.

Aquí hallaría refugio, y pensaba disfrutarlo todo el tiempo que pudiese.

Oyendo pasos en el corredor, Dorian se alejó de la ventana y se apartó el cabello de!a cara. Lo llevaba demasiado largo para la moda, pero hacía años que la moda había dejado de tener importancia para él, y ciertamente no le molestaría cuando yaciera en el ataúd.

Tampoco lo molestaba mucho pensar en el ataúd hacía ya un tiempo. Había contado con varios meses para hacerse a la idea de morir. Ahora, gracias a la promesa del láudano, se le había aliviado la ansiedad. La droga lo atontaría, le evitaría tener conciencia plena del desdichado ser en que se convertiría, y, al mismo tiempo, los que lo cuidaban no tendrían motivos para temer por sus vidas.

Moriría en medio de algo parecido a la paz y a la dignidad. Eso era mejor que las multitudes de desdichados en las letrinas de Londres. Mejor que lo que había soportado su madre, sin duda alguna.

Se abrió la puerta de la biblioteca y entró Hoskins, trayendo una carta. La puso boca abajo sobre la mesa, y el sello quedó bien a la vista.

Era el sello del conde de Rawnsley.

—Maldición —exclamó Dorian.

Abrió la carta, la leyó y se la pasó a Hoskins.

—Ahora entenderás por qué preferí ser un don nadie —dijo Dorian.

Hoskins se había enterado de la identidad verdadera de Dorian el día anterior, al mismo tiempo que supo del estado de salud de este y que se le brindó la oportunidad de marcharse, si lo deseaba. Pero Hoskins había luchado y sido herido en Waterloo. Después de los horrores vividos allí, cuidara un simple loco era un juego de niños.

Más aún, para gran alivio de Dorian, la actitud de Hoskins siguió siendo práctica, con ocasionales raptos de humor patibulario que le levantaban el ánimo.

—¿Será el carácter irascible propio de la edad? —preguntó Hoskins, devolviéndole la carta—. ¿O el anciano caballero siempre ha sido así?

—Es insoportable —respondió Dorian—.Creo que es así de nacimiento. Y muy convincente. Durante casi toda mi juventud, yo estaba convencido de que siempre era el que tenía la culpa. No hay modo de tratar con él, Hoskins. Lo único que se puede hacer es ignorarlo. Y eso no será fácil.

Ceñudo, echó un vistazo a la carta.

La tía sobreviviente, la viuda de Hugo, había estado de visita en Dartmoor poco tiempo antes y divisado a Dorian en uno de sus galopes por los páramos. Luego le escribió al conde una descripción muy exagerada del atuendo que usaba Dorian para cabalgar —o, más bien, de la falta de él— y le comunicó una buena cantidad de las habladurías locales, gran parte de las cuales consistían en especulaciones ignorantes acerca del excéntrico recluso que habitaba en Radmore Manor.

La carta del conde ordenaba presentarse a Dorian —el cabello cortado como correspondía y ataviado con decencia— ante un consejo familiar el doce de mayo y explicar su actitud.

Dorian juró para sus adentros que. si lo querían, tendrían que ira buscarlo y que nunca lo atraparían vivo.

—¿Quiere dictar una respuesta, señor? —preguntó Hoskins—. ¿O la arrojamos al fuego?

—Yo mismo escribiré la respuesta. De lo contrario, serías tachado de cómplice y él te haría sentir el peso de su justa ira. —Esbozó una leve sonrisa—. Entonces, la arrojaremos al fuego.

El doce de mayo de 1828, el conde de Rawnsley y la mayor parte de su familia cercana estaban reunidos en la sala de Rawnsley Hall, en el momento que una parte del techo ancestral que tenían sobre ellos eligió para derrumbarse. En cuestión de segundos, muchas toneladas de madera, piedra y diferentes elementos decorativos los sepultaron y convirtieron a Dorian Camoys —uno de los escasos miembros de la familia que no asistieron— en el nuevo conde de Rawnsley.

En una pequeña sala de estar, en una casa de Wiltshire, Gwendolyn Adams leía el periódico de semanas atrás donde se relataba el episodio, y lo repasó varias veces hasta estar segura de no haber pasado por alto ningún detalle.

Después se concentró en los otros tres documentos que tenía sobre el escritorio. Uno era una carta escrita por la tía recién fallecida del conde actual. En ella decía que su sobrino se había convertido en un salvaje. El cabello le llegaba hasta las rodillas y galopaba medio desnudo por los páramos, en un caballo blanco que había recibido su nombre de un dios pagano sediento de sangre.

El segundo documento era el borrador de una carta del conde a su nieto "salvaje". Gwendolyn pudo hacerse una idea muy clara del motivo por el que el heredero no había asistido al funeral.

El tercer documento era la respuesta del actual conde a la odiosa carta del abuelo, y la hizo sonreír por primera vez desde que había llegado el duque d'Abonville y le había hecho esa extravagante propuesta.

La madre de Abonville había sido una de Camoys, el árbol francés del que provenía la rama inglesa Camoys, siglos atrás, y, por lo tanto, prima lejana de Rawnsley. Además, Abonville era el prometido de Genevieve, abuela de Gwendolyn y vizcondesa viuda de Pembury.

Los dos asistieron al funeral de los Camoys, después del cual, un abogado hostigado había pedido ayuda al duque como pariente varón más próximo: había que firmar documentos y atender cualquier cantidad de asuntos legales, y el actual lord Rawnsley se había negado a asumir tales responsabilidades.

En esa calidad, el duque y Genevieve habían viajado a Dartmoor. Allí descubrieron que el nuevo conde era víctima de una enfermedad terminal del cerebro.

La sonrisa de Gwendolyn se esfumo. Berlic Trent, su primo, estaba muy afligido por la noticia. En ese momento, estaba oculto en el establo, llorando sobre una vieja carta de su amigo de la infancia, el Gato Camoys, tan arrugada y plegada que ya resultaba ilegible.

La muchacha apartó los papeles y levantó la miniatura que Bertie le había dado.

Supuestamente el minúsculo retrato representaba al amigo de Bertie. Pintado hacía años por un artista bastante inepto, no le decía gran cosa.

Sin embargo, Gwendolyn, con sus veintiún años, tenía la cabeza demasiado bien puesta para basar la decisión más fundamental de su vida en un retrato de poco más de cinco centímetros de diámetro.

Para empezar, sabía que ella misma no era ninguna beldad, con su nariz y barbilla puntiagudas y ese imposible cabello rojo. Y no estaba convencida de que sus ojos verdes, a los que varios pretendientes habían compuesto alabanzas, bastante tontas por cierto, fuesen suficiente compensación.

En segundo lugar, la atracción física carecía de importancia. No se le pedía a Rawnsley que se enamorase de ella, ni a ella de él. Abonville le había pedido que se casara con el conde y tuviese un hijo con él, para evitar la extinción de la descendencia Camoys.

Y se lo pidió a ella porque pertenecía a una familia increíblemente fértil, famosa por producir muchos varones. Ambas características eran cruciales, pues el conde de Rawnsley no tenía mucho tiempo para concebir un heredero. El médico le había dado .seis meses de vida.

Por desgracia, no bahía ningún documento que aclarase demasiado la enfermedad cerebral en sí misma. Lo poco que Genevieve y Abonville sabían se los había comunicado el criado del conde, Hoskins. Su Señoría no había ofrecido detalles, y Genevieve creía que sonsacarle información habría sido desconsiderado.

Gwendolyn arrugó el entrecejo.

En ese momento, entró su madre en el cuarto y cerró con suavidad la puerta.

—¿Realmente estás pensándolo? —le preguntó, sentándose cerca del escritorio de Gwendolyn—. ¿O sólo haces demostración de dudas para bien de papá?

SÍ bien se había tomado tiempo para reflexionar, Gwendolyn no tenía dudas. Sabía que la tarea que le encomendaban no sería agradable, pero no la angustiaba en lo más mínimo.

Las situaciones desagradables eran de esperar. Las enfermedades lo eran, ya fuesen de la mente o del cuerpo; si no hubiese sido así, no se habrían dedicado tantos esfuerzos a hacerlas desaparecer. Pero, por otra parte, las enfermedades eran muy interesantes, y para Gwendolyn los locos eran los pacientes más interesantes de todos.

El caso de lord Rawnsley, que combinaba una misteriosa dolencia neurológica con un comportamiento aberrante, no podía ser más fascinante.

Si el Todopoderoso le hubiese mandado una carta firmada, ratificada por testigos y notarios, no podría haberse sentido más seguía de que El, en su infinita sabiduría —respecto de la cual la muchacha había albergado dudas más de una vez— la había creado a ella especialmente para este propósito.

—Estaba cerciorándome de que no hubiese nada en que pensar —le dijo Gwendolyn a la madre—. No lo hay.

Mamá la contempló durante largos instantes.

—Sí, he oído la llamada celestial... tan claramente como tú, y yo tampoco dudo. Pero papá es otra cuestión.

Gwendolyn no lo ignoraba. Mamá la entendía. Papá, en cambio, no. Ninguno de los varones de la familia, incluidos los Abonville. Gwendolyn estaba segura de que la idea del matrimonio había sido instilada en el cerebro del duque por su abuela, al mismo tiempo que lo había convencido de que era de él. Por fortuna, Genevieve tenía un talento envidiable para hacer que los hombres creyesen lo que a ella se le antojaba.

—Convendría que dejáramos que Genevieve lo convenciera —dijo Gwendolyn—. De lo contrario, demorará las cosas poniendo montones de obstáculos innecesarios, y no tenemos tiempo que perder. No se puede saber cuánto tiempo Rawnsley conservará la razón, y tendrá que estar lúcido para las cuestiones legales.

Esa no era la única preocupación de Gwendolyn. En ese mismo momento, el conde de Rawnsley podría estar en una de sus audaces cabalgatas, arriesgándose a una caída fatal en el pantano.

Y entonces jamás tendría la oportunidad de hacer algo realmente valioso en su vida.

Antes de que pudiese expresar su aflicción, la madre dijo:

—Genevieve ya ha comenzado a ablandar a tu padre. Igual que yo, ya sabía cuál sería tu respuesta. Iré abajo y le haré señas de que le dé el golpe de gracia.

Se levantó.

—Gracias, mamá —dijo Gwendolyn.

—No tiene importancia —repuso la madre, con vivacidad—. No es lo que yo habría querido para ti, aunque vayas a ser condesa de Rawnsley. Si ese joven no fuese amigo de Bertie, y si no hubiese cuidado al idiota de tu primo durante toda la carrera en Eton, y seguramente salvando su inservible pescuezo cientos de veces... —Se le humedecieron los ojos y le tembló la voz cuando continuó—: Oh, Gwendolyn, no debería dejarte ir. Pero no podemos permitir que ese pobre muchacho muera solo. —Apretó el hombro de su hija—. Te necesita, y eso es lo único que debe importar, lo sé.

Dorian Canioys estaba atrapado en su propia biblioteca.

Habían pasado menos de dos semanas desde que el duque de Abonville se presentara ante .su puerta.

Y ahora el francés estaba de vuelta... con una licencia especial y una mujer que insistía en que Dorian se casara con ella sin dilación.

Dorian podría haberse librado del francés y de su absurda petición sin ninguna dificultad. Pero, por desgracia, junto con lady Pembury y la muchacha que Dorian aún no había conocido y que no tenía deseos de conocer, Abonville también había llevado a su futuro nieto, Bertie Trent.

Ya Berlie se le había metido en la cabeza que sería el padrino de boda del amigo.

Cuando a Bertie se le metía algo en la cabeza, era casi imposible hacerlo desistir. Eso se debía a que Bertie era uno de los hombres más estúpidos que hubiesen existido jamás. Hacía mucho ya que para Dorian estaba claro: esa era, precisamente, la razón de que Bertie fuese su único amigo... y no podía soportar la idea de herir sus sentimientos infantiles.

Era imposible enfurecerse apropiadamente con Abonville tratando, al mismo tiempo, de no acongojar a Berlie, que estaba fascinado con la perspectiva de que su mejor amigo se casara con su prima.

—No es más que Gwen —decía Berlie, construyendo mal las frases, como siempre—. Para ser una chica, no está nada mal. No es como Jess... pero no le desearía a nadie que se casara con mi hermana, y menos a ti, aunque en ese caso serías mi hermano, porque no se me ocurre nada peor para un tipo que tener que escucharla todo el día. Dain sí puede manejarla, pero es más grande que tú y, aun así, me atrevería a decir que le cuesta bastante. Pero ellos ya están atados, así que estás a salvo de ella, y Gwen es muy diferente. Cuando Abonville nos dijo que querías casarte, y él estaba pensando que Gwen podría servir, yo dije...

—Bertie, yo no quería casarme —lo interrumpió Dorian—. Es un error absurdo.

—Yo no he cometido ningún error —dijo Abonville. Estaba de pie ante la puerta, grave el rostro distinguido, los brazos cruzados sobre el pecho—. Tú diste tu palabra, primo. Dijiste que reconocías tu deber y que le casarías si encontrases la muchacha dispuesta a hacerlo.

—No importa lo que dije... si es que dije eso —replicó Dorian, tenso—. Cuando llegaste tú, me dolía la cabeza y había ingerido láudano. En aquel momento, no estaba en mis cabales.

—Estabas en un estado completamente racional.

—¡No es posible! —exclamó Dorian—. Si hubiese estado lúcido, jamás habría aceptado algo semejante. No soy un maldito buey. ¡No pasaré mis últimos meses engendrando!

Ese fue un error. Los ojos azules y redondos de Bertie empezaron a humedecerse.

—Está bien, Gato —dijo—. Yo le apoyaré, como tú siempre me apoyaste a mí. Pero, si no lo hubieses prometido, Abonville no habría dicho que lo hiciste, ni habría hablado con Gwen. Ella se sentirá muy decepcionada... aunque lo superará, porque no es de las que se dejan abatir. Pero imagínate que podríamos haber sido primos, y, si fueras a tener un mocoso, yo podría ser el padrino, ¿sabes?

Dorian echó una mirada maligna al detestable duque, y esa fue su perdición. El había llenado la cabeza de Borne con la clase de ideas que tenía la seguridad de hacer germinar en su corazón infantil: ser padrino de boda del amigo moribundo, convertirse en primo de Dorian y luego en padrino de sus imaginarios hijos.

Y el pobre Bertie, con su corazón rebosando buenas intenciones, jamás entendería por qué era imposible. Nunca entendería por qué Dorian quería morir a solas.

"Yo te apoyaré", había dicho... y sin duda lo haría. Si Dorian no se casaba con su prima, Berlie estaría con él. De cualquiera de las dos maneras, Dorian no tendría posibilidades: no lo dejarían morir en paz.

Cuando ya no estuviese en condiciones de pensar por sí mismo, Bertie o Abonville o su esposa convocarían a expertos para tratar al demente.

Y Dorian sabía cuál sería la consecuencia: moriría como su madre, encerrado como un animal... salvo que antes se matara.

Pero no tenía prisa por ir a la tumba. Todavía tenía tiempo e intenciones de disfrutarlo, de regodearse en su salud y su fuerza cada uno de los momentos preciosos que le quedaban.

Hizo esfuerzos para calmarse. No estaba atrapado. Sólo daba la impresión, porque ahí estaban, por un lado Berlie, tan leal como estúpido, hablando de ahijados, y Abonville, por el otro, bloqueando la puerta.

Todavía Dorian no estaba débil e impotente, como había estado su madre. Encontraría el modo de librarse, siempre que mantuviese la cabeza fría.

Media hora más tarde, Dorian galopaba por un estrecho sendero que llevaba a Hagsmire. Iba riéndose, porque su estratagema había dado resultado.

Había sido bastante fácil fingir un ataque súbito de remordimientos. Años de práctica con su abuelo dieron a Dorian la facilidad de fingirse arrepentido y agradecido por los esfuerzos de Abonville. Por eso, cuando les pidió unos minutos para prepararse antes del encuentro con la novia, los dos visitantes salieron de la biblioteca.

Y él, a su vez, salió por la ventana, atravesó el jardín y luego corrió hasta los establos.

Sabía que no lo perseguirían hasta Hagsmire. Ni su propio mozo de cuadra se aventuraría por ese sendero tortuoso un día como aquel, en que nubes de tormenta rodaban por el cielo.

Pero él e Isis habían pasado tormentas fuera de Dartmoor muchas veces. Había tiempo de sobra para encontrar el cuarteado montículo de granito donde se refugiaran tantas veces, cuando Dorian luchaba contra los demonios internos que lo empujaban hacia los viejos hábitos, la pausa ilusoria del vino y las mujeres.

Y, aunque lo buscaran, sus mal recibidos invitados nunca lo encontrarían y desistirían de esperar su regreso mucho antes de que él mismo cediera. Si no se había sometido ni a sus demonios internos ni a su abuelo, no se rendiría a un dominante noble francés, obsesionado por la genealogía.

Nunca más se sometería al Deber. El nuevo conde de Rawnsley moriría en pocos meses, y ese sería el fin de la aborrecida descendencia Camovs. Y, si a Abonville no le gustaba, que arrancara una de las ramas francesas y la plantara aquí e hiciera que el pobre tipo se casara con la prima de Bertie.

Porque el único modo en que se casaría con Dorian Camovs era que fuese hasta Hagsmire mismo, con todo el cortejo nupcial y el sacerdote, y, aun así, alguien tendría que sujetar al novio con un gran peñasco. Porque, antes de meter en su vida a ninguna mujer y dejarle ver cómo se desintegraba hasta convertirse en un animal sin conciencia, prefería hundirse en un pozo insondable de arenas movedizas.

A lo lejos se oyó el retumbar lejano del trueno.

O así le pareció a Dorian ul principio, hasta que advirtió que, a diferencia del trueno, el retumbar era continuo y crecía sin cesar en volumen. Y, cuanto más alto y cerca se oía, menos parecía un trueno, y más... los cascos de un caballo.

Echó una mirada atrás y después otra vez adelante.

Trató de convencerse de que la reciente confrontación lo había agitado más de lo que sospechaba y que lo que creía oír no era más que un engaño de su cerebro declinante.

Los patanes ignorantes, que creían en la existencia de duendes que moraban en todo Dartmoor, bautizaron como Hagsmire* ese lugar porque también estaban convencidos de que las brujas hechizaban esa zona. Cuando había niebla o tormenta, montaban en corceles fantasmagóricos y perseguían a las víctimas, hasta hacerlas caer al pantano.

El golpear de los cascos aumentó de volumen.

"Aquello" se le acercaba.

Miró atrás, el corazón agitado, los nervios tensos.

Por más que trató de convencerse de que no podía estar ahí, sus ojos le dijeron lo contrario: una hembra de apariencia demoníaca, montada en un enorme bayo. Una melena desordenada de cabellos rojos flameaba salvajemente alrededor de su rostro. Cabalgaba a horcajadas, con audacia, y una capa de color claro volaba tras ella; tenía las faldas impúdicamente alzadas hasta las rodillas, mostrando los miembros de blancura fantasmal.

Aunque la mirada fue muy breve, la momentánea distracción resultó fatal, pues un instante después Isis viró con excesiva brusquedad en una curva.

Dorian reaccionó una fracción de segundo después de lo debido, y la yegua se deslizó por el borde del sendero, que se desmoronaba con facilidad, y resbaló por la pendiente... hacia el pantano que los esperaba abajo.

La yegua clara logró retroceder con dificultad del borde del lodazal, pero, al hacerlo, tiró a su amo.

Gwendolyn se apeó de un salto, tomó la cuerda que había llevado y bajó por la pendiente, hasta el borde del pantano.

A varios metros de donde ella estaba, el conde de Rawnsley chapoteaba en una fosa de barro gris. En los escasos minutos que le llevó llegar hasta el borde, el conde se había resbalado hacia el centro, y los esfuerzos que hacía para hacer pie donde era imposible hacerlo lo hundían cada vez más.

Pero el lodo sólo le llegaba a las caderas, y con una mirada Gwendolyn comprobó que aquel pedazo de pantano tenía una circunferencia relativamente estrecha.

Al mismo tiempo que observaba alrededor, se acercaba a la yegua, emitiendo sonidos tranquilizadores. Registraba las furiosas maldiciones de Rawnsley, salpicadas con gritos que la instaban a irse, pero no le hizo el menor caso.

—Trate de mantenerse lo más quieto posible —le dijo, serena—. Lo sacaremos en un minuto.

—¡Aléjase de aquí! —le gritó el conde—, ¡Deje a mi caballo en paz, bruja maldita! ¡Corre, Isis! ¡Vete a casa!

Pero Gwendolyn acariciaba a la yegua bajo la crin, y el animal se calmaba, pese a Ion gritos y maldiciones de su propio amo. Gwendolyn soltó la correa del estribo, quito el hierro y volvió a cerrar!a hebilla de la correa. Formó un lazo con un extremo de la cuerda pasando por la correa y lo anudó. Después llevó a la yegua más cerca del cenagal.

Rawnsley había dejado de maldecir y ya no se removía tanto. Pero Gwendolyn no sabía si era porque había recuperado la calma o porque estaba fatigado. Lo que sí veía era que estaba hundido hasta la cintura. Rápidamente formó un lazo en el otro extremo de la cuerda.

—Ahora, preste atención —le dijo, en voz alta—. Voy a lanzárselo.

—Se caerá aquí, pedazo de estúpida...

La muchacha lanzó la cuerda. El hombre estiró la mano... y falló. Y lanzó una sana de maldiciones.

Sin perder tiempo, Gwendolyn retrocedió e hizo otro intento.

Al quinto intento, Dorian la atrapó.

—Trate de agarrarse con las dos manos —le indicó—. Y no se esfuerce por ayudar. Hágase la cuenta de que es un tronco. Manténgase lo más quieto que pueda.

Sabía que era muy difícil, pues el instinto impelía a debatirse cuando uno sentía que estaba hundiéndose. Pero, si luchaba contra el pantano, se hundiría más rápido, y, cuanto más se hundiese, más difícil sería sacarlo. Incluso en ese sitio, que era seguro, el suelo empapado no era demasiado transitable. Las bolas de Gwendolyn se hundían en el barro hasta los tobillos, y también Isis tenía que forcejear con el barro, además de tirar del peso de su amo, y con el poderío del cenagal que lo chupaba hacia abajo.

Aun así, lo lograrían, se aseguró Gwendolyn. Enrolló las riendas en una mano y tomó la correa y la cuerda en la otra.

Después hizo girar a la yegua de modo que quedara de costado con respecto al pantano, y la hizo dar los primeros pasos cautelosos para iniciar el rescate.

—Despacio. Isis —murmuró—. Sé que quieres darle prisa, yo también, pero no podemos correr el riesgo de arrancarle los brazos de las articulaciones.

F.n cuanto escapó del barro, se derrumbó, pero Gwendolyn tuvo que dejarlo mientras volvía al camino de herradura con Isis. Aunque el animal se había mostrado bueno y paciente durante el rescate, ahora estaba inquieto y nervioso, y Gwendolyn tenía miedo de que se tropezara y resbalase al pantano si no lo calmaba. No se podía atender a amo y caballo al mismo tiempo.

Cuando dejó a Isis con el potro de Bertie, sacó un frasco de coñac del bolsillo de la montura y corrió otra vez hacia Rawnsley, que había recuperado la conciencia, Y, a juzgar por su aspecto y por los sonidos que emitía, de muy mal talante.

La melena negra del ¡oven chorreaba barro del pantano, y maldecía por lo bajo mientras se lo quitaba del rostro y se incorporaba.

—¡Que el Diablo la lleve y la cocine en el infierno! —dijo, entre dientes—. Podría haberse matado usted misma... y a mi caballo. ¡Le dije que se fuera, maldita sea!

Una máscara de limo gris verdoso se le pegaba al rostro. Sin embargo, aun bajo esa cubierta, las facciones parecían más fuertes y acusadas que en la miniatura. Este era un rostro de vigoroso modelado, y el de la pintura, en cambio, tenía un aspecto enfermizo e hinchado.

El resto de su persona tampoco parecía muy enfermizo. Las ropas del conde, empapadas de barro, se le adherían a los hombros y la espalda anchos, la cintura estrecha, las piernas largas... toda su figura hecha de sólida musculatura.

La realidad era tan diferente del retrato que, por un momento, Gwendolyn se pregunto si alguien le había gastado una broma y aquel no era Ruwnsley.

El hombre se quitó los guantes pegoteados de barro, se limpió los ojos con ellos y la miró... y la muchacha quedó paralizada, con el aliento retenido en la garganta, al tiempo que su corazón se saltaba un latido.

Bertie le contó que lo llamaba Gato porque así le decían los compañeros de la escuela, y ahora Gwendolyn comprendía por qué.

Los ojos del conde de Rawnsley eran amarillos.

No del castaño propio de los humanos, ni color avellana, sino un tono ambarino dorado, de felino. Eran los ojos de un depredador de la selva, que ardían, brillantes... y peligrosos.

Por fortuna, Gwendolyn no era de las que se dejan intimidar fácilmente. La impresión pasó tan rápido como había llegado, y se arrodilló junto a él para ofrecerle el frasco con mano firme.

También su voz fue firme cuando respondió:

—Ninguna bruja que se respete acataría las órdenes de un simple mortal. Si lo hiciera, sería expulsada ignominiosamente de la reunión de brujas.

Dorian le arrebató el frasco y bebió, sin apartar su mirada amarilla del rostro de la joven.

—Tal vez usted ignore que las mejores brujas vienen a Dartmoor en busca de sus familiares —continuó—. Es de rigor contar con un gato negro. Y como usted es el único disponible...

—¡No estoy disponible, y no soy ningún maldito gato, pequeño engendro del infierno! Y ya sé quién es usted. La aborrecida prima, ¿no es verdad? Sólo una pariente de Bertie sería capaz de venir galopando al pantano de esa manera loca, y vagar por ahí, arriesgando a un caballo, y también su propio pescuezo flaco, para salvar a un hombre del lío en que ella misma lo metió. Y yo no pedí ser salvado, ¡que el Diablo la confunda! A mi me da lo mismo: ya tengo un pie en la tumba... ¿o acaso no se lo han dicho?

—Sí, me lo han dicho —respondió con calma—. Pero no he venido hasta aquí para darme por vencida ante el primer obstáculo. Ya sé que a usted le da lo mismo. Comprendo que el pantano podría haberle evitado colocarse una pistola en la cabeza o colgarse, o cualquier otro método que se le ocurriese. Pero también podrá hacer eso después, cuando ya estemos casados. Lamento el inconveniente, mi lord, pero no puedo permitir que muera antes de!a ceremonia, pues, si así fuese, yo jamás tendría mi hospital.

Ya antes Gwendolyn había obtenido buenos resultados lanzando afirmaciones temerarias.

Esta vez también dio resultado.

Dorian se echó un poco atrás, y la expresión furiosa se tornó más bien perpleja.

—Es bastante simple —continuó—. Yo lo necesito a usted, y usted me necesita a mí... aunque sé que no tiene por qué creerlo, pues no sabe casi nada sobre mí.

Levantó la vista.

—Estamos a punto de empaparnos. Tendríamos que buscar refugio... por los caballos, digo, pues a usted tampoco le molestaría morirse de una pulmonía. Eso no es un inconveniente. Esperar que pase la tormenta nos dará ocasión de conversar a solas.

—Oh, no, está equivocada —dijo Dorian.

La voz le salió como un graznido. Tenía la garganta inflamada de tanto gritarle objeciones, a las que la muchacha no había prestado oídos.

Ignorando la mano tendida, se puso de pie con dificultad. Al hacerlo, descubrió que era más difícil mantenerse en pie que incorporarse.

Al parecer, los pantanos no sólo lo tragaban a uno. Lo que su madre no le había explicado era que, primero, lo masticaban. Intentaban arrancar la piel de encima de los huesos y reducir músculos y órganos a una jalea. Cada milímetro de su cuerpo le latía dolorosamente. No le hizo caso.

—No habrá conversaciones privadas —dijo, aferrándole el brazo y subiendo con ella la pendiente—. No tenemos nada que decimos. Yo la llevaré de vuelta a la casa, y usted se irá luego por donde vino.

—No creo que eso sea buena idea —repuso la joven.

Su voz se mantuvo serena, y no hizo el menor esfuerzo por soltarse el brazo.

Dorian la soltó de repente y deseó no haber sujetado ese brazo delgado de una manera tan torpe, pues, así, ella no tenía más alternativa que seguirlo, a menos que pensara quedarse a vivir en Hagsmire.

Empezó a subir la cuesta solo.

Tras un instante, la muchacha lo siguió.

—¿Por qué escapó? —le preguntó.

—Tuve un ataque de locura.

Siguió avanzando trabajosamente.

—Eso suele sucederles a los que conversan durante cualquier período de tiempo con Bertie —dijo Gwen—. A veces, tengo que sacudirlo, pues, de lo contrarío, seguiría sin cesar, y uno perdería por completo la ilación de lo que está diciendo y se aturdiría tratando de seguirlo.

—Yo le tengo mucho cariño a Bertie —repuso Dorian, en tono frío.

—Yo también —dijo ella—. Pero es increíblemente estúpido, ¿no es cierto? La prima Jessica dice que nació con un pie en la boca, y que, desde entonces, no ha podido sacárselo. Tengo la impresión de que le ha jurado a usted devoción eterna. Cuando salió a decirme que usted había huido, lloraba copiosamente, y no hubo modo de extraerle una explicación inteligible. Y Abonville sólo dijo que él había cometido un terrible error y que Genevieve debía llevarme de regreso a la posada.

—Es evidente que le hizo tanto caso a Abonville como a mí —respondió Dorian, irritado—. Al parecer, la palabra "váyase" no tiene significado para usted.

—Si siempre hiciera lo que me dicen, nunca lograría nada —repuso Gwendolyn—. Por fortuna, Abonville sabe que yo no obedezco órdenes a ciegas. Por eso, cuando afirmé que debía venir a buscarlo a usted, y mi abuela estuvo de acuerdo, él se llevó a Bertie otra vez a la biblioteca, y fueron directamente a apoderarse del coñac.

Habían llegado al camino de herradura. Dorian quería subirse al caballo y marcharse para no tener que oírla, pero los músculos de sus piernas ya no le obedecían.

Tenía el cabello pegoteado con cieno del pantano y ese barro frío le goteaba por el cuello. Debido a eso, apestaba como un zorrino, pero estaba tan cansado y estremecido que no le importó.

Tambaleándose llegó hasta un peñasco y se sentó, contemplando sus pantalones empapados mientras esperaba que se le normalizara la respiración y se le aquietase el cerebro.

—Parece que hubo un malentendido —dijo la muchacha.

Dorian no entendía por qué no se mantenía alejada de él, si debía de ser obvio que estaba trastornado. Para Dorian, al menos, era obvio.

Se apartó un mechón de pelo pegoteado de los ojos y la miró. Aunque ya no le parecía tan demoníaca como antes, cuando galopara tras él, seguía viéndola como a una bruja. Una bruja joven, con su pequeña nariz y su barbilla afiladas, sus rasgados ojos verdes... y ese cabello, esa masa salvaje de cabellos rojos. No era siquiera un rojo normal, sino un extraño marrón con matices de fuego, incluso bajo la luz tenue de la tormenta que se avecinaba.

Aun así, por más que fuese poco común, a Dorian le costaba creer que hubiese confundido a esta joven inglesa con una de las doncellas de Satán.

Se reprochó haberse sobreexcitado. Si se hubiese quedado con los dos hombres y argumentado con ellos de manera paciente y racional... pero no lo había hecho. En cambio, había huido... de la tentación, sí, pero ellos estarían persuadidos de que había huido de una simple muchacha y ya no tendrían dudas de que estaba loco. Seguramente Abonville lo liaría examinar, y lo declararían non campos mentís.

—¡Que me condenen al infierno! —musitó.

—No quisiera importunarlo —dijo la muchacha—, pero no puedo entender bien lo que ha sucedido. ¿Qué le dijeron de mí que lo hizo huir? Estuve exprimiéndome e! cerebro, pero lo único que se me ocurrió fue que Bertie...

—¡No sabía qué hacer con él! —exclamó—. El muy estúpido quiere quedarse conmigo hasta el trágico final, y jamás me libraré de él sin recurrir a la violencia.

"Y entonces me encerrarán", añadió para sí.

—Yo puedo hacer que se vaya —dijo Gwen—. Soy una de las pocas personas que, realmente, pueden comunicarse con él. ¿Eso es todo?

—Todo —repitió—. No. eso no es todo. Quiero que todos ustedes se vayan. No necesito a Bertie cerca, sollozando cuando aparezca el menor atisbo de mi estado. No necesito a Abonville. para que me diga lo que es bueno para mí y lo que debo hacer. He sufrido eso toda mi vida. ¡Y, sobre todo, tío necesito una esposa, maldita sea!

Los demonios que moraban en su pecho gritaron que era una esposa, precisamente, lo que más necesitaba, y evocaron imágenes eróticas que Dorian se apresuró a disipar.

En la frente de la muchacha aparecieron arrugas.

—Es extraño. No creo que Abonville haya entendido mal. Entiende perfectamente el idioma, ¿o acaso usted ha cambiado de idea con respecto al matrimonio? Quisiera que me lo explique, milord, por favor. Es muy difícil responder con sensatez en una situación, cuando se está por completo a oscuras de...

—No he cambiado de opinión —la interrumpió, conteniendo una loca ansiedad por alisar aquella frente joven... demasiado joven—. Recuerdo vagamente la visita de Abonville y de la abuela de usted, aunque no cuándo se produjo, y que él me explicó por qué éramos primos, mil veces lejanos. Eso es lo único que recuerdo, y es asombroso que recuerde tanto, teniendo en cuenta que había bebido casi cuatro litros de láudano poco antes de que él llegase.

La expresión de la muchacha se aclaró.

—Ah, ahora entiendo. Hay individuos que se toman muy dóciles bajo la influencia de los opiáceos. Debe de haber estado de acuerdo con cada palabra que pronunció él, aunque no tenía usted idea de lo que estaba diciendo.

A lo lejos retumbó el trueno y en el cielo se amontonaron nubes negras. Daba la impresión de que a Gwcndolyn no le afectaba el mal tiempo en absoluto. Se limitaba a mirar a Dorian con tranquila concentración Aquella firme mirada verde comenzaba a despertar un peligroso anhelo en su pecho, y también luchó contra él.

—Traté de explicárselo —dijo, rígido—, pero se negó a escucharme.

—No me sorprende —repuso la muchacha—. Estaba convencido de que el Rawnsley que encontró la primera vez estaba en sus cabales, porque aceptó con sensatez todo lo que Abonville decía. Hoy, cuando usted lo negó, se inclinó por atribuirle la negativa a un ataque pasajero de locura.

—Esa idea cruzó por mi cabeza —musitó Dorian.

—Muchos reaccionan del mismo modo ante un comportamiento aparentemente irracional. En lugar de escuchar lo que usted decía, tal vez haya querido hacerlo razonar, repitiendo una y otra vez su propio punto de vista, del mismo modo que uno hace repetir a los niños las tablas de multiplicar. Hasta los médicos expertos, que deberían saber cómo son las cosas en realidad, creen que ese es un modo "esclarecido" de tratar a los individuos en estado de agitación.

Frunció la nariz puntiaguda:

—Es muy irritante. No me extraña que usted haya perdido la paciencia y huido.

—De iodos modos, ese ha sido un error —dijo Dorian—. Tendría que haberme quedado y razonado con él.

—Habría sido una pérdida de aliento —repuso Gwen con vivacidad—. Lo que está en duda es el equilibro mental de usted. La explicación debe provenir de alguien cuya salud mental no esté en entredicho. Yo se lo explicaré, y me prestará atención.

Hizo una pausa y miró alrededor.

—La tormenta no se acerca con tanta urgencia como yo esperaba. Por una vez, la Providencia nos demuestra cierta consideración. Me fastidiaría mucho tener que regresar sin tener la menor idea de qué es lo que había pasado. Pero no se puede obligar a un hombre a cumplir una promesa que formuló no estando en sus cabales.

Bertie le había dicho que ella no era de las que se dejaban abatir. Aun así, el ligero matiz de resignación en la voz de la muchacha lo hizo sentirse culpable. Gwen le había salvado la vida. Si bien no estaba seguro de que quería salvarse, apreciaba el coraje y la eficiencia con que había actuado la muchacha. También lo había tranquilizado. Y lo escuchó. Lo entendió.

Apartó la vista y se preguntó hasta qué punto le debía una explicación y hasta dónde podía confiar en sí mismo.

Una desgarrada línea de fuego apareció sobre una loma lejana. Los cielos retumbaron.

Dorian miró otra vez a la joven.

—¿No le parece un tanto... morboso? —le preguntó—. Me refiero a que busque una esposa en este preciso momento.

La joven se encogió de hombros.

—Puedo entender lo que significa para usted. Pero no es muy diferente del hombre decrépito que se casa con una mujer joven, cosa que sucede bastante a menudo.

Dorian sabía que sucedía. Semejante matrimonio equivalía a unos meses, quizás algunos años, de cuidar a un inválido babeante. Sin duda, la perspectiva de una viudez, rica e independiente debía de ser suficiente compensación.

Pero él no era de los que reprocharían a una mujer el actuar por codicia, pues él mismo nunca había sido ningún santo.

Más aún, sabía que ciertas mujeres tenían un grado notable de tolerancía. ¿Habría, acaso, demasiada diferencia entre acostarse con un hombre que parecía un cadáver y acostarse con otro que era un patán borracho, insaciable mientras sintiera la necesidad y arisco y estúpido después?

Esa era la clase de hombre que él había sido hacía poco tiempo.

Se estremeció... por el recuerdo del pasado y por lo que le depararía el pasado si se sometiera a su parte más rastrera y aceptase lo que ella le ofrecía.

—Sería conveniente que emprendiéramos el regreso —dijo la joven—. Usted está cansado, mojado y helado.

Dándose la vuelta, fue a donde estaba su caballo.

Dorian se levantó y la siguió, aliviado deque no le hubiese pedido más explicaciones. Y, aunque ya había dicho más de lo que quería decir, deseaba contarle más, explicarle. Pero eso significaría describirle la vida sórdida que había llevado y la indefensa imbecilidad que lo esperaba. "Es mejor dejar las cosas como están", se dijo. Al parecer, la muchacha aceptaba la situación.

Llegaron hasta donde estaba el potro bayo, y Donan estaba tan concentrado diciéndose a sí mismo que le convenía morderse la lengua que no se detuvo a pensar, sino que alzó a la muchacha y la acomodó sobre la montura.

Recordó demasiado tarde que era una montura de hombre.

Pero la joven pasó la pierna por encima y se instaló cómodamente a horcajadas, exhibiendo con ingenuidad ante la vista de Dorian varios centímetros de ropa interior femenina.

Entre las enaguas sucias de barro y las botas incrustadas de cieno, las medias sucias encerraban una pantorrilla esbelta y curvilínea.

Dorian se apartó, maldiciéndose para sus adentros.

La muchacha no necesitaba ayuda. Dorian podría haber montado su propio caballo y emprendido el regreso a casa, dejando que ella se las arreglase sola. Acababa de escapar del pantano, y nadie esperaría que se mostrase caballeresco en semejantes circunstancias, y, sin duda, esta no era una mujer indefensa.

No debió permitirle a su mente que vagase por el pasado. No tendría que haberla tocado, ni acercarse lo suficiente para ver cómo eran las piernas de Gwendolyn. Ya percibía cómo se debilitaba su resistencia, era consciente de las excusas que elaboraba su mente traicionera, las falsas excusas en las que no debía confiar. Si cedía a la tentación, no habría alivio ni liberación para él. Hasta entonces, nunca lo había habido: sólo un olvido temporal que después lo dejaba lleno de desprecio por sí mismo. Se apresuró a acercarse a Isis y montó rápidamente.

No por nada Giwenlolyn Adams era nieta de una famosa femme fatale. Si bien no había heredado el cabello negro de Genevieve, ni el rostro impactante o los modales sutilmente seductores, sí había heredado ciertos instintos.

No tuvo demasiadas dificultades en interpretar la expresión del conde de Rawnsley cuando su exótica mirada amarilla se le posó en la pierna.

Tampoco tuvo demasiada dificultad en interpretar su propia reacción, cuando esa misma mirada se entretuvo un par de fracciones de segundo más de lo que permitía la delicadeza. Tuvo la impresión de que de los ojos del hombre saltaba una cálida chispa hacia su pierna y que encendía un pequeño fuego que ascendió por debajo de sus enaguas como una Hecha hasta más allá de la rodilla y le cosquilleaba los muslos con su maliciosa tibieza antes de formarle un remolino en la boca del estómago. Agitó en ella sensaciones de las que había oído hablar, pero que jamás experimentara en sí misma.

Nunca soñó que el conde loco de Rawnsley despertara en ella tales sensaciones, pero, a decir verdad, nada era como ella había esperado.

Había leído lo relacionado con las arenas movedizas y la tremenda presión que ejercían. Estaba segura de que Dorian debía de sentirse como si le hubiese pasado por encima una estampida de toros. Sin embargo, la había levantado con tanta facilidad como si hubiese recogido una margarita de la fina capa de tierra de Dartmoor. En ese momento, lo observaba acomodar su cuerpo largo y poderoso en la montura con un solo movimiento fluido, como si no hubiese estado haciendo nada más agotador que recoger flores silvestres.

Perpleja, siguió al conde en silencio por el estrecho y ondeante sendero de herradura.

Llovía, pero sin convicción. Al parecer, la tormenta se había desviado hacia el sudeste.

Rawnsley iba al trote firme de su caballo, sin echar una sola mirada atrás, hacia su compañera. Gwendolyn no tenía dudas de que habría salido al galope de Hagsmire, del mismo modo desesperado en que había entrado, si el caballo no hubiera estado cansado.

Sin duda con la mejor intención, Abonville lo había puesto en un estado de extrema agitación. Existía la posibilidad de que volviese a suceder, y era muy probable que el duque tomase la peor de las decisiones por el mejor de los motivos. Gwendolyn lo vio suceder muchas veces: médicos codiciosos, ansiosos de hacer montañas de dinero, probaban sus absurdas teorías en casos perdidos, y las familias, por cariño, accedían ciegamente, impulsadas por la desesperación.

Pero los médicos no eran más que hombres, y con los hombres todo era siempre cuestión de suerte. En ciertas circunstancias, los doctores eran proclives a combatir las enfermedades como si las víctimas y las enfermedades fuesen, ambas, sus enemigos mortales. Y después los médicos se asombraban de que los pacientes se volvieran hostiles.

Lo que necesitaba Rawnsley era una amiga. Pero, en ese momento, gracias a Abonville y el pobre estúpido de Bertie, consideraba a Gwendolyn como una enemiga.

—Malditos sean —musitó—, Para embrollar las cosas, nada como los hombres.

Estaba pasando revista a la larga letanía de ofensas cometidas por los varones de la especie, cuando Rawnsley detuvo a su yegua.

Gwendolyn advirtió que el sendero se había ensanchado y había espacio suficiente para cabalgar el uno al lado del otro.

Rawnsley estaba esperando que se le pusiera a la par; lo comprendió con asombro. Se reanimó un poco. La experiencia le había enseñado a no arribar a conclusiones apresuradas y. menos, optimistas.

Cuando ella llegó a su lado, Dorian dijo, volviendo a avanzar:

—Usted se refirió a un hospital.

La voz era ronca e insegura, y no era difícil diagnosticarle agotamiento y perturbación interior. Este último era más difícil de analizar. El hombre no la miraba a ella, más bien fijaba la vista al frente, y el largo cabello mojado le caía sobre la cara, ocultándole la expresión.

—He estado intentando adivinar por qué usted ha venido a casarse con un loco moribundo —continuó—. Ha dicho que me necesitaba. Deduzco que es el dinero lo que necesita. —Lanzó una breve carcajada—. Evidentemente ¿qué otro motivo habría?

Era un modo bastante brutal de decirlo. De todos modos, era bastante cierto, y Gwendolyn había decidido ser franca con él desde el principio.

—En efecto, necesito el dinero para construir un hospital —dijo—. Tengo ideas bastante definidas acerca del modo en que debe hacerse, y también de los principios que tienen que guiar su funcionamiento. Para lograr mis objetivos, sin negociación ni compromiso, necesito no sólo fondos considerables, sino también influencia. Como condesa de Rawnsley, tendría ambas cosas. Como viuda de usted, estaría en condiciones de actuar con independencia. Y, como es el último varón de su familia, yo no tendría que responder ante nadie.

Le echó una mirada:

—Ya ve que he tenido en cuenta todos los detalles de su situación actual, milord.

Dorian miraba adelante. Se había apartado la melena empapada de la cara pero, aun así, Gwen no podía interpretar su expresión, aunque no vio en ella señales de indignación ni de enfado.

—Mi abuelo se revolvería en su tumba —dijo Dorian, después de unos momentos—. Una mujer, la condesa de Rawnsley, nuda menos, construyendo un hospital con la fortuna de la familia. Tanto dinero desperdiciado en campesinos.

—Los ricos no necesitan hospitales —repuso—. Pueden pagar médicos que se queden junto a ellos y los atiendan ante el menor malestar.

—Y tiene la intención de dirigirlo según sus principios —le dijo—. Mi abuelo tenía una pésima opinión de la inteligencia femenina. Una mujer con ideas propias, según su punto de vista, era una peligrosa aberración de la Naturaleza. —La miró, y .se apresuró a apartar la vista—. Me ofrece usted una tentación casi irresistible.

—Eso espero. No existe en Inglaterra otro hombre que reúna las circunstancias más apropiadas a mis aspiraciones. Lo entendí casi de inmediato, y estaba desesperada por llegar aquí antes de que usted se matara. Como ve. estoy mucho más desesperada por casarme con usted de lo que usted pueda estar de casarse con cualquiera.

—Desesperada —repitió, con otra breve carcajada—. Yo soy la respuesta a sus plegarias, ¿verdad?

La llovizna estaba convirtiéndose en una franca lluvia, y los relámpagos estallaban en los bordes de la tierra pantanosa. Pero ya no estaban lejos de la casa y marchaban por tierra más baja que antes.

Dorian parecía estar pensando en el lema.

Gwendolyn esperaba en silencio, conteniendo los deseos de orar. No quería tentar al Destino a que jugase otra de sus bromas prácticas: ya lo había arrojado a él a un pantano.

Se conformó con unas miradas de soslayo al hombre con el que había venido a casarse. A medida que la lluvia iba lavando parte del barro, aunque el rostro todavía estaba sucio, la nobleza del perfil era indiscutible.

Era extremadamente apuesto.

Eso era algo que Gwen no esperaba. Es que estaba acostumbrada a esperar siempre lo peor. Pero la posibilidad de que fuese atractivo no había entrado en sus cálculos. Cuando el hombre volvió a hablar, estaba ajustan—do esos cálculos.

—He venido aquí a terminar mi vida en paz—dijo—. Esperaba que, si me quedaba solo en este sitio aislado y no molestaba a nadie, nadie me molestaría a mí.

—Pero vinimos nosotros y pusimos lodo patas arriba —dijo la muchacha—. Entiendo lo frustrado que debe de .sentirse.

Dorian se volvió hacia ella.

—Abonville no me dejará en paz, ¿no es así?

—Haré todo lo que ¡Hieda para persuadirlo con respecto a los deseos de usted —repuso Gwen, cautelosa.

No podía prometerle que Abonville se mantendría apartado por siempre, pero tampoco quería usar al duque como amenaza. No quería que Rawnsley sintiera la necesidad de esconderse tras las faldas de una mujer. Uno de los aspectos más desagradables de estar enfermo era sentirse impotente y depender en grado sumo de los demás.

—Si yo hago lo que él pide y me caso con usted, es probable que me deje tranquilo, al menos por un tiempo—dijo Rawnsley—. El problema es que la tendría a usted cerca y, sin embargo...

La mirada se posó en la pierna de la muchacha y luego ascendió. Se detuvo, pensativa, en su rostro y volvió su atención al camino.

—Hace casi un año que no estoy con una mujer —continuó, tenso—. Había resuelto dejar atrás ese tipo de cuestiones. Pero, al parecer, esa clase de santidad no está en mi naturaleza, y un año no es suficiente para cultivar semejante virtud. Creo que necesitaría décadas —concluyó, con amargura.

Gwendolyn no llegó allí esperando esa clase de "santidad" a la que se refería. Estaba dispuesta a acostarse con él y tratar de tener un hijo, sin importarle la apariencia que tuviese o cómo se comportara. Si, al pensarlo, no le había parecido un castigo desusadamente cruel, mal podría alarmarla o disgustarla en este momento. Si un largo celibato —y, sin duda, para un hombre un año debía de parecer una eternidad— y un vistazo a su pierna inclinaban la decisión en su propio favor, ella no tenía objeciones.

—Si lo que quiere decir es que no me encuentra horrenda, me alegro.

—Usted no tiene idea de lo que podría eximírsele —refunfuñó—. No tiene idea de la clase de hombre que soy.

—Considerando lo que llegaría a ganar con este matrimonio, sería absurdo, por no decir ingrato, de mi parte fastidiarme por sus defectos personales —repuso—. Yo tampoco soy perfecta. Dejé bien en claro que mis motivos son mercenarios. Usted ha podido comprobar que soy desobediente y de lengua afilada. Y yo sé que no soy una gran beldad. También soy obstinada: es un rasgo de familia, sobre todo en las mujeres de mi generación. De hecho, podría llegar un momento en que la pérdida de la razón le parezca un alivio.

—Señorita... señorita... Diablos, no recuerdo —dijo Dorian—. Sé que no es Trent, pero...

—Mi apellido es Adams. Gwendolyn Adams.

Dorian frunció el entrecejo.

—Señorita Adams, me gustaría saber si está tratando de convencerme de que me case con usted o de que me suicide.

—Simplemente quería señalarle lo vano que resulta, en las presentes circunstancias, hablar de nuestros respectivos defectos de carácter. Y quisiera ser sincera con usted.

La parte maliciosa de Gwendolyn no deseaba ser sincera con él. Comprendía que a Dorian le preocupaba la posibilidad de que sus urgencias masculinas le nublasen el entendimiento. La parte maliciosa no sólo esperaba que esas urgencias ganaran, sino que también la instaban a provocarlas con las tácticas femeninas que empleaban otras chicas.

Pero eso no era justo.

Habían girado por el estrecho sendero que llevaba a los establos. Y aunque ahora la lluvia golpeaba con más fuerza, Gwendolyn escuchaba, sobre todo, el latir de su propio corazón.

No quería marcharse derrotada, pero tampoco quería ganar con recursos sucios.

Dedujo que mostrar las piernas constituía un recurso sucio, por más que su poco decorosa manera de montar hubiese sido impulsada por la prisa y por el hecho de que no hubiese una montura para damas.

Por eso, cuando entraron en el corral, se dirigió hacia el bloque para desmontar.

Pero Rawnsley se había apeado antes de que ella llegara y, casi en el mismo momento, estaba junto al caballo que montaba Gwen.

Un instante después, alzaba los brazos y la sujetaba de la cintura.

Las manos eran tibias, el apretón, firme y seguro. Sentía la tibieza que emitían y que contagiaban a su propio cuerpo, al tiempo que observaba cómo los músculos de los brazos se abultaban bajo las mangas mojadas de la camisa.

La alzó con la misma facilidad que si hubiese sido un espíritu. Y aunque no tenía ningún temor de que la dejara caer, se apoyó en los poderosos hombros. Fue un reflejo. Fue instintivo.

La bajó lentamente, y no la soltó hasta que los pies de la muchacha tocaron el suelo.

La miró, y la intensa mirada amarilla atrapó la de Gwen haciéndole latir más fuerte aún el corazón.

—Llegará el momento en que ya no tendré poder sobre ti —dijo, en tonos bajos que le cosquillearon los nervios—. Cuando mi mente se derrumbe, pequeña bruja, quedaré a tu merced. Créeme, que he pensado en eso. Me he preguntado qué harás conmigo, entonces, qué será de mí.

En ese momento, una de las preguntas que la inquietaban quedó respondida.

Dorian era consciente del peligro en que se hallaba. Sus temores eran los mismos que ella sentía por él. Todavía, la mente del hombre funcionaba bien.

Pero siguió hablando, antes de que pudiese tranquilizarlo.

—Puedo imaginar lo que pasará, pero no importa, porque soy el hombre que siempre he sido. La sentencia de muerte no ha cambiado nada. —Apretó con más fuerza las manos en la cintura de la muchacha—. Tendrías que haberme dejado en el pantano —le dijo, los ojos quemándole el rostro—. No hubiese sido agradable... pero la Providencia no garantiza a todas las criaturas una muerte agradable y sin dolor. Y yo estoy bien preparado para la mía. Pero viniste tú, me rescataste, y ahora...

La soltó de repente y retrocedió.

—Es demasiado tarde.

Gwendolyn comprendió que no estaba en condiciones de escuchar frases tranquilizadoras. Estaba enfadado consigo mismo y, si no confiaba en sí mismo, no debía de estar dispuesto a confiar en lo que ella dijera. Creería que estaba siguiéndole la corriente, como si fuese un niño.

Por eso, hizo un gesto de asentimiento vivaz y práctico.

—Eso me suena como un sí—dijo—. Aunque en contra de su mejor opinión, pero, de todos modos, parece un sí.

—Sí, maldita sea... malditos todos vosotros... Lo haré —refunfuño.

—Me alegra saberlo —dijo.

—Claro que te alegras. Estás desesperada por tener tu hospital, y yo soy la respuesta a tus plegarias de soltera. —Se dio la vuelta—. Al parecer, yo también estoy desesperado. Después de un año de celibato, es probable que aceptara casarme con tu abuela, que el Diablo me confunda.

Se alejó a zancadas por el camino que iba hasta la casa.

Dorian fue derecho íi la biblioteca, con la bruja de cabellos rojos pegada a sus talones.

Abrió de golpe la puerta.

Abonville se paseaba frente a la chimenea.

Genevieve leía un libro.

Bertie construía un castillo de naipes.

Dorian entró y se detuvo a unos pasos del vano de la puerta.

Abonville se detuvo bruscamente y lo miró fijo. Genevieve dejó el libro y alzó la vista. Bertie saltó de la silla, los naipes volaron alrededor y cayeron revoloteando en la alfombra.

—¡Por los truenos de Júpiter! —exclamó—. ¿Qué te ha sucedido, Gato?

—Tu prima me hizo caer a un pantano —dijo Dorian, en tono normal—. Después me sacó. Luego, acordamos casarnos. Hoy. Puedes ser mi padrino de boda, Bertie.

Los dos mayores no se inmutaron.

Bertie abrió la boca, luego la cerró. Retrocedió un paso, frunciendo el entrecejo.

Dorian miró a la señorita Adams, que acababa de entrar y se había colocado junto a él.

—¿Alguna objeción, señorita Adams? —preguntó—. ¿O reserva?

—Claro que no. Puede realizarse la ceremonia cuando usted quiera.

—Entiendo que todo ha sido preparado para unas nupcias rápidas —dijo Dorian—. Si tienes al sacerdote por ahí, podemos hacerla ahora.

Miró al trío de parientes, preparándose para una explosión de histeria.

Lo creían loco, y sabía que, en ese momento, lo parecía. La lluvia no había hecho más que diluir el barro del pantano, que le chorreaba de la ropa empapada y goteaba sobre la alfombra.

Nadie pronunció una palabra.

Nadie se movió.

Excepto la bruja, que no prestó a sus parientes más atención que si hubiesen sido estatuas, de las que constituían una espléndida imitación.

—Se sentirá más cómodo después de un baño —dijo—. Y de haber comido algo. Y de una siesta. Sé que está agotado.

En efecto, le dolía cada uno de los músculos. Casi no podía tenerse en pie.

—Puedo ponerme más cómodo luego —dijo, lanzando una mirada desafiante al terceto mudo—. Quiero casarme ya.

—Yo también quisiera lavarme y cambiarme —dijo Gwen. Se acercó y tironeó del puño embarrado de la camisa de Dorian—. Me llevará un tiempo mandar a buscar a mi doncella mi ropa, y también el sacerdote, Están todos esperando en la posada, junto con nuestros abogados. Ellos pueden venir también, de modo que pueda usted firmar los arreglos. Estoy segura de que no querrá esperar así, empapado, a que lleguen todos.

Abogados.

Sintió que lo invadía un pánico helado.

Lo examinarían, para cerciorarse de que sabía lo que estaba haciendo. Hacía muy poco tiempo, el matrimonio de catorce años del conde de Portsmouth había sido anulado, teniendo en cuenta que él no estaba en su sano juicio cuando lo contrajo. La señorita Adams no querría arriesgarse a sufrir una anulación y a perder así todo derecho sobre su fortuna y el título que necesitaba para tener influencia.

Pero ¿y si descubrían que no estaba en su sano juicio?... Se estremeció.

—Mírese —insistió la muchacha—. Está temblando, milord. Bcrtie, deja de abrir la boca como un pescado y ayuda en algo. Lleva a tu obstinado amigo arriba antes de que se desmaye, y diles a los criados que preparen el baño y le traigan algo de comer. Genevieve, tú manda a alguien a la posada a traer lo que necesito, por favor. Abonville. quisiera hablar con usted.

Nadie protestó, ni un poco.

Bertie se apresuró a acercarse al amigo aturullado, lo tomó del brazo y lo sacó por la puerta de la biblioteca.

Momentos después, cuando llegaron a la escalera, Dorian vio que Hoskins corría entre los sirvientes y se dirigía a la biblioteca.

Se preguntó si la bruja habría lanzado un hechizo sobre todos ellos.

—Yo, en tu lugar, no perdería tiempo —le advirtió Bertie—. Si Gwen nos pesca haraganeando, le dará un ataque, y yo preferiría que no, al recordar cómo una vez le dio uno, y a mí todavía me resuenan los oídos. No era que no tenía razón. Nosotros no hemos oído bien, ¿no?

Aferró el brazo de Dorian y tironeó.

—Vamos, Gato. Gwen dijo baño caliente, y en eso también tiene razón, por Dios. Pareces esa porquería que trajo el gato, y, no le ofendas, pero hueles a no sé qué.

—Ya te he dicho que me tiró en e] pantano —dijo Dorian—. ¿A qué quieres que huela, después de haberme dado un chapuzón en un lodazal pestilente?

Dorian se sacudió y comenzó a subir solo, pues no quería que su amigo, demasiado ansioso, lo arrastrara por las escaleras.

Berlie los siguió.

—Bueno, si tú no hubieses huido, ella no tendría que haber salido a buscarte —dijo—. No entiendo porqué lo hiciste. Te dije que ella no era como Jess, ¿no le lo dije? Te dije que Gwen era una buena chica. ¿Acaso crees que te dejaría atarte a cualquier mujer abominable? ¿Acaso no somos amigos? ¿No nos cuidamos uno a otro? Bueno, yo creo que sí; al menos yo lo hice, pero tú estuviste lejos mucho tiempo y nunca me dijiste dónde estabas. Pero nunca fuiste de mandar cartas, y yo nunca fui de responderlas, de todos modos, y supongo que no te habrías enterado de que yo había vuelto de París.

Habían llegado al rellano. Bertie miró, preocupado, a Dorian.

—Pero ahora está todo bien, ¿no? Quiero decir, si tuvieras que mirarla al otro lado de la mesa, en el desayuno, no te equivocarías en las lejanías, ¿no es cierto?

"Si la contemplara ante la mesa del desayuno, lo más probable sería que saltase encima de ella y la devorase", pensó Dorian. Todavía se maravillaba de haber podido limitarse a ponerle las manos en la cintura, después de haberle visto la expresión tierna y embelesada de los ojos cuando la ayudara a desmontar. Ninguna mujer lo había mirado así. Bajo esa mirada, la razón, la conciencia y la voluntad se habían derretido, y lo habían dejado indefenso, casi temblando de anhelo. Incluso en ese momento, de sólo recordarlo, no podía reunir un ápice de sentido común .

—Me gustan sus... ojos—le dijo a Bertie—. Y su voz no es desagradable. No me parece tonta ni remilgada. Da la impresión de ser una muchacha capaz y sensata —agregó, evocando la aterradora eficiencia con que lo había sacado del pantano.

La expresión afligida de Bertie se disipó y fue reemplazada por la sonrisa estúpida y afable que le había ganado el corazón hacía años.

—¿Ves?, ya sabía que lo comprenderías, Gato. Sensata, ese es el término. Te dice lo que hay que hacer, y te lo dice con sencillez, de modo que sepas cómo hacerlo. Y, cuando Gwen dice que lo hará, va y lo hace. Dijo que iría tras de ti, y nosotros tuvimos que quedarnos quietos, con la boca cerrada, y apartarnos de su camino. Y ella lo hizo, y tú has vuelto, y has dicho que la aceptas, y ahora todo está bien, ¿no?

"Ya tengo toda la vida en orden otra vez", pensó Dorian, "todo al alcance de la mano, mi breve futuro tan cuidadosamente planeado." Kneebones se lo había prometido, y podía confiar en que cumpliría su parte de! trato: láudano, todo el que Dorian necesitara para mantenerse tranquilo, para dejarlo morir en paz.

Pero ahora no podía preverse lo que sucedería. Podría decirle a su novia lo que quería, pero no obligarla a hacerlo. Podía hacerla formular promesas, pero no obligarla a cumplirlas. En poco tiempo más, no tendría poder sobre ella.

Pero no podía apartar el futuro de su mente, porque no podía disipar el recuerdo de la tierna expresión de aquellos ojos. No podía pensar en otra cosa que en la noche inminente y en la pequeña bruja entre sus brazos.

Olí, Señor, ¿y si le fallaba la mente y la lastimaba, entonces, qué?

Forzó una sonrisa para tranquilidad de Bertie.

—Es como tú dices, Bertie —respondió con ligereza—. Todo en orden, y todos felices.

Unas horas después, Gwendolyn estaba sentada en un banco de piedra en el jardín del conde de Rawnsley, contemplando el sol sanguíneo que descendía tras una colina cercana. Hacía mucho que la tormenta había ido a fastidiar a otra parte de Dartmoor, dejando el aire fresco y limpio.

Gwen estaba limpia y vestida con pulcritud, con el vestido de seda verde que Genevieve le trajera desde París, y el rebelde cabello domesticado por un tiempo, en un montículo relativamente ordenado de bucles, en la coronilla. Ojalá se mantuviese así para cuando Rawnsley saliera de la reunión con los abogados.

El cabello de Gwendolyn era la desgracia de su vida. Las Autoridades Establecidas, con su perverso sentido del humor, le habían concedido el cabello de papá, en lugar del de mamá.

No le molestaba mucho el color, que, por lo menos, era interesante, pero tenía demasiado, una mezcolanza de rizos, tirabuzones y curvas, cada uno con voluntad propia, y lodos locos.

El cabello, que era la antítesis de su personalidad equilibrada, firme y ordenada, hacía difícil que las personas la lomaran en serio... como si ser mujer no lo hiciera ya bastante difícil. Gracias a esa masa enloquecida de rizos rojos y tirabuzones, cada persona que la conocía representaba otra ardua batalla para demostrar quién era ella en realidad.

Ojalá las tocas volviesen a estar de moda.

Trató de imaginar cómo sería la melena negra de Rawnsley cuando estaba limpia y peinada. No lo había vuelto a ver desde que Bertie se hiciera cargo de él.

Se preguntó por qué llevaría el cabello tan largo, si sería un simple acto de vanidad masculina o de desafío contra las convenciones en general, o, más probablemente, contra su estricto abuelo, en particular. Gwendolyn podía entenderlo.

Sin embargo, la rebeldía no explicaba por qué el conde se parecía tan poco a su retrato en miniatura. El rostro hinchado de la pintura daba la impresión de pertenecer a un hombre corpulento. El que Gwendolyn acababa de conocer no tenía un gramo de carne demás en toda su figura de más de un metro ochenta. La camisa y los pantalones empapados que se le pegaban al cuerpo como una segunda piel no revelaban grasas o gordura, sino músculos esbeltos y tensos.

Cualquiera fuese el mal que lo aquejaba, sin duda estaba confinado a los límites de la mente.

Gwendolyn vio que la luz del sol crepuscular extendía una mancha roja sobre las sombras de los páramos que iban profundizándose, mientras buscaba en su memoria el índice de enfermedades mentales. Se preguntó qué enfermedad correspondería al "derrumbe" al que Dorian se había referido.

Estaba pensando en aneurismas cuando oyó pasos que crujían sobre la grava del sendero.

Al darse la vuelta, vio a su prometido que avanzaba hacia ella, el rostro serio, aferrando una hoja de papel en la mano derecha.

En ese momento, las hipótesis médicas, junto con otras cuestiones intelectuales, se hundieron en los rincones más remotos de la mente de Gwendolyn. Cuando se detuvo ante ella, no pudo hacer otra cosa que contemplarlo, sintiendo que el corazón adoptaba un ritmo errático, que le hacía canturrear la sangre en las venas.

Llevaba una chaqueta de fina lana negra, cuyo elegante corte realzaba su figura fuerte y atlética. La mirada de la joven resbaló por los pantalones, también ajustados, hasta las puntas resplandecientes de los zapatos, y luego subió como una flecha, otra vez al rostro.

Limpio de todo vestigio del pantano, su pálido rostro parecía cincelado en mármol. El largo cabello negro relucía como seda, rizándose sobre los hombros anchos. Una ardiente mirada ambarina atrapó la de Gwen.

Si hubiese sido una mujer como todas, se habría desvanecido. Pero nunca había sido una mujer como todas.

—¡Por Dios, eres terriblemente apuesto! —exclamó, casi sin aliento—. Te aseguro que nunca he visto nada igual. Por un instante, el cerebro se me paralizó. Milord, debo decirte que estás muy bien limpio. Pero, la próxima vez, preferiría que me avises antes de aparecer, así me das ocasión de prepararme para la embestida.

Algo oscuro chisporroteó en aquellos ojos ambarinos. Luego una comisura de la dura boca se curvó.

—Señorita Adams, tiene usted un modo interesante, único, de hacer cumplidos.

El rastro de una sonrisa la desorientó aún más.

—Es una experiencia única —repuso—. Nunca me había pasado, hasta ahora, que se me obnubilase el cerebro, estando completamente despierta. Me pregunto si el fenómeno habrá sido científicamente documentado y qué explicación fisiológica se propuso.

Los ojos de Gwen estaban algo fuera de foco, y su mirada resbalaba otra vez hacia abajo... hasta que se detuvo en el papel. El documento la devolvió bruscamente a la realidad.

—Parece un documento oficial —dijo—. Supongo que se trata de esas bobadas legales. ¿Tengo que firmarlo?

Dorian miró hacia la casa.

Cuando volvió la atención a ella, su media sonrisa se había disipado y su expresión era otra vez dura.

—¿Quieres pasear conmigo?

La mirada atrás dio a Gwendolyn una idea bastante aproximada de cuál podría ser el problema. Pero se reservó los comentarios y caminó junto a él en silencio por un sendero bordeado de rosas. Cuando llegaron a un sitio rodeado de matas que los ocultaban a la vista de la casa, Dorian habló:

—Se me dice que, en vista de mi prognosis, es necesario nombrar un guardián que vigile mis asuntos —dijo, con voz no demasiado firme—. Abonville propone desempeñar ese papel, por ser mi pariente masculino más cercano. Es una propuesta razonable, con la que mi propio abogado está de acuerdo. He heredado muchas propiedades que deben ser protegidas cuando yo esté incapacitado para actuar con responsabilidad.

Gwendolyn se sintió invadida por una oleada de indignación. No entendía por qué tenían que molestarlo con cuestiones de semejante índole en una ocasión como esta. Lo único que tenía que firmar eran los acuerdos matrimoniales. No debían pedirle que estampase su firma en documentos que pusieran su vida entera en juego.

—¿Protegidas contra quién? —preguntó—. ¿Parientes codiciosos? Según Abonville, no quedan más Camoys que unas pocas ancianas marchitas.

—No se trata sólo de las propiedades —dijo.

La voz era tensa; e! semblante, una máscara blanca.

Gwen quiso estirar la mano y aliviar su torbellino interior y la tensión, pero temió que le pareciera compasión. Arrancó una hoja de rododendro y recorrió el contorno con el dedo.

—La guardia legal incluye custodia., .de mi persona—dijo Dorian—.Como no puedo ser responsable de mí mismo, debo ser considerado como un niño.

Dorian no era todavía irresponsable, ni remotamente infantil. Gwendolyn se lo había dicho a Abonville. Sabía que su regañina había calmado al duque, pero era demasiado esperar que sus discursos lograran, por fin, apaciguar su instinto sobreprotector. Recordó que tenía buenas intenciones. Suponía que para ella el matrimonio sería una dura prueba, y deseaba compartir la carga.

Gwen no podía esperar que su futuro abuelo entendiera realmente sus capacidades, teniendo en cuenta que ninguno de los hombres de su propia familia las entendía. Ninguno de ellos tomaba en serio los estudios médicos de la muchacha. Sus esfuerzos y dedicación seguían siendo, en lo que a los varones se refería, "la pequeña afición de Gwendolyn".

—Es muy difícil pensar con claridad —prosiguió Rawnsley, con la misma ferocidad controlada— con un par de abogados y un futuro abuelo tan ansioso merodeando a mi alrededor. Y no me sirvió de nada que Bertie se callara, pues tuvo que meterse el pañuelo para lograrlo y, aun así, no podía dejar de sollozar. Salí para aclararme la cabeza porque... maldición. —Se apartó el cabello de la cara—. De hecho, no me siento razonable con respecto a esto. Tuve ganas de mandarlos al diablo. Pero mi propio abogado estuvo de acuerdo con ellos. Si yo me hubiese opuesto, me habrían creído irracional.

Gwendolyn lo entendió: tenía miedo de terminar encerrado en un manicomio.

Le pareció buena señal que hubiese acudido a ella con el problema. Pero sabía que no tenía sentido aferrarse a lo que podía .ser.

Se paró frente a él. Dorian no!a miró.

—Mi lord, espero que estés enterado de que la ley de 1774 que regula los manicomios protege a las personas cuerdas de ser encerradas sin causa—dijo—. En la actualidad, sólo un grupo compuesto por imbéciles y lunáticos criminales podría considerarte non compás mentís. No es preciso que firmes ningún papel estúpido que esos sujetos odiosos agiten ante tu cara para demostrar que estás cuerdo.

—Debo demostrárselo a Abonville —dijo, tenso—. Si llega a la conclusión de que estoy loco, te llevará.

Gwendolyn dudaba de que la perspectiva fuese intolerable para él. Sabía que había aceptado casarse con ella por lo que creía que eran los motivos equivocados. Dudaba que hubiese contraído un enamoramiento fulminante en las últimas horas.

Era mucho más probable que hubiese ido a probarla. Y, si fracasaba, tendría la prudencia de dejarla ir.

Gwendolyn ya había sido probada, entre otros, por dementes certificados, y este hombre no estaba más enfermo que ella, en ese momento. Sin embargo, no cometió el error de imaginar que esa prueba sería más fácil... o menos peligrosa. Lo había juzgado peligroso desde el momento en que volvió hacia ella aquellos extraños ojos amarillos. Estaba segura de que tendría plena conciencia del efecto que cansaba y de que sabia cómo usarlo.

Sus sospechas resultaron confirmadas cuando su mirada amarilla se clavó en la de ella.

—Señorita Adams, lo que queda de mi razón me dice que usted representa para mí una complicación infernal y que me convendría librarme de usted. Pero la voz de la razón no es la única que escucho... y pocas veces le presto atención —agregó.

La mirada bajó... se detuvo en la boca de la muchacha y siguió bajando hasta el corpiño.

Bajo las capas de seda y las enaguas, la carne de Gwen se erizó bajo el lento escrutinio y las sensaciones se le extendieron hasta los dedos.

Dorian intentaba inquietarla.

Estaba lográndolo maravillosamente.

Pero le esperaba la locura y la muerte, y, junto a ello sus propias preocupaciones parecían insignificantes.

Cuando la poderosa mirada ambarina volvió al rostro, Gwendolyn ya había logrado recobrar parte de su compostura.

—No estoy segura de que haya identificado correctamente la voz de la razón —dijo—. Pero estoy muy .segura de que, si Abonville intenta alejarme, a mí me dará un ataque. He pasado por buena cantidad de molestias para prepararme para la boda. Mi cabeza está llena de hebillas y mi doncella me ha apretado tanto el corsé que es un milagro que mis labios no se hayan puesto morados. Le llevó casi una hora planchar y enganchar este vestido, y, seguramente, yo estaré tres horas tratando de quitármelo.

—Yo puedo quitártelo en un minuto —repuso él con voz muy queda—. Y será un placer librarte del corsé. No te conviene meter esas ideas en mi cabeza.

"Como .si no estuviesen ya en ella", pensó Gwen. Como si no se lo hubiese advertido: hacía un año que no estaba con una mujer.

Y si bien sabía que estaba poniendo a prueba su fortaleza de doncella, el tono de la voz de Dorian le estremeció los nervios.

Era más alto que ella. Y más pesado. Y más fuerte.

Una parte de Gwen quiso huir.

"Pero no está a punto de sufrir un ataque de locura violenta", se reprochó a sí misma. Estaba fingiendo, poniéndola a prueba, y dejarse intimidar no era el modo de ganarse su confianza.

—No sé por qué me convendría —dijo—. No quiero serte indiferente.

—Sería mejor para ti que lo fueses.

No se había acercado un milímetro, pero la voz baja y los ojos relucientes ejercían una presión sofocante.

Gwendolyn recordó que el Todopoderoso le había puesto obstáculos en el camino casi desde el día en que naciera, y la había enfrentado muchas veces con hombres decididos a vencerla o asustarla.

Eso le daba la suficiente práctica para lidiar con este hombre.

—Sé que represento una complicación infernal —dijo—. Comprendo que te sientes presionado, y también entiendo tu resentimiento hacia tus... tus urgencias masculinas que te impulsan a actuar en contra de tu mejor opinión. Pero no tienes en cuenta el lado bueno. Una falta de tales apetitos indicaría carencia de salud y de fuerza.

Gwen vio la chispa de sorpresa en los ojos de él, un instante antes de que la ocultase.

—Deberías considerar como un signo positivo tus urgencias animales—insistió—. No estás tan alienado como crees.

—Al contrario —dijo Dorian—. Me veo mucho peor de lo que había imaginado.

Dirigió la vista de sus ojos dorados aun punto del hombro izquierdo de Gwen, donde terminaba el escote del vestido y empezaba la piel... al instante, la muchacha cobró aguda conciencia de cada centímetro cuadrado de su propia piel.

Oyó un crujido y, al mirar hacia abajo, vio que el papel quedaba estrujado en el puño apretado del hombre.

Dorian también lo miró.

—Casi no importa qué es lo que he firmado —dijo—. Nada de lo que debería importar importa.

El corazón de Gwen marcaba un ritmo doble, acelerando el curso de la sangre por sus venas, preparándose para volar.

—Maldita sea —dijo el hombre.

Avanzó.

Ella contuvo el aliento.

La tomó de los hombros.

—Yo sí que soy un buen sujeto, ¿eh? Acepta un ataque, por favor. Yo te mostraré un ataque.

Antes de que pudiese exhalar, él le aferró la nuca con una mano, le echó la cabeza atrás y posó su boca en la de Gwen.

Dorian se reprochó a sí mismo que la culpa había sido de ella: no tendría que haberlo mirado de ese modo que lo derretía. No tendría que haber estado tan cerca y atraparlo con su fragancia, tan rica y embriagadora como el opio para sus sentidos hambrientos. Más bien, tendría que haber huido, en lugar de quedarse tan cerca y obligarlo a tomar conciencia de la pureza de porcelana de su piel.

No pudo menos que anhelar esa pureza, esa suavidad, como no pudo impedir apoderarse de ella.

Estampó su boca apremiante sobre la de Gwetl, suave, temblorosa, y ese sabor dulce, limpio lo hizo estremecerse... no supo si de placer o de desesperación. En lo que a él se refería, el estremecimiento era un vacío dentro de él, un vacío eterno, imposible de colmar.

Aunque sólo hubiese sido por su cordura, tendría que haberse detenido ahí. Sabía que no tenía remedio. Que esta inocente no podría saciarlo. Ninguna mujer, por experta y habilidosa que fuese, lo había logrado hasta el momento.

Pero los labios de Gwen eran tan suaves, tibios y dóciles a la presión de los de Dorian que tuvo que acercarla más a sí, buscando la calidez de aquel cuerpo joven, mientras gozaba de la ingenua rendición de su boca inocente.

La apretó contra sí, codiciando su calor y suavidad. La apretó contra su cuerpo hambriento, ahondando el beso, buscando desesperadamente más... como siempre.

La sintió temblar, pero no pudo detenerse... aún no. No pudo evitar que .su lengua explorase los misterios de la boca de Gwen... secretos femeninos que lo prometían todo.

Atraído por el aroma, el gusto, el contacto, se deslizó hacia la oscuridad. Le acarició!a espalda, oyó el susurro de la seda bajo sus dedos y la sintió moverse respondiendo a sus caricias. Esa fue su perdición, porque Gwendolyn se entregó a la caricia como si lo hubiese hecho muchas veces antes, como si perteneciera a los brazos de Dorian, como si siempre hubiese pertenecido.

Calidez... suavidad... curvas sinuosas bajo seda susurrante... un cuerpo que se derretía contra el suyo... perfume femenino que lo envolvía... y la piel...

Recorrió con los labios la mejilla satinada, y Gwen suspiró. El suave sonido encendió la presta llama interior del deseo. Los dedos de Dorian encontraron un cierre...

—Si estás tratando de asustarme —oyó la voz difusa, mientras el aliento de Gwen le cosquilleaba la oreja—, no te sale bien.

Las manos se inmovilizaron.

Alzó la cabeza y la miró. Gwen abrió los ojos, y la embelesada mirada verde se puso en foco. De inmediato, la de Dorian se disipó, bajo ese escrutinio penetrante.

—Estaba sufriendo un ataque de locura —dijo, consciente de que su voz algo ronca expresaba otra cosa.

Apartó la vista de la mirada de la muchacha, que lo atrapaba, y retrocedió.

Mechones de rizos rojos habían escapado de las hebillas y le caían, salvajes, alrededor del rostro sonrosado y del cuello. El vestido estaba un poco torcido.

Retrocedió y se miró las manos, temeroso de recordar dónde había estado y lo que podían haberle hecho a una inocente, por pertenecer a un patán lascivo como él.

—¿Qué es lo que pasa contigo? —le preguntó—. ¿Por qué no me has detenido? ¿Tienes una idea de lo que podría haberte hecho?

Gwen tironeo del vestido para acomodarlo.

—Tengo una idea bastante aproximada —respondió—. Conozco los mecanismos de la reproducción humana, como le dije a mi madre. Pero ella creyó su deber maternal explicármelos por sí misma.

Se alisó el corpiño.

—Debo decir que señaló un par de sutilezas que yo desconocía. Y, como era de esperar, Genevieve me instruyó más allá, todavía. Llegué a la conclusión de que no es tan simple como creía. —Se colocó otra vez un par de hebillas en el pelo—. Con esto no quiero decir que no haya experimentado considerables aclaraciones bajo tu tutelaje, milord —se apresuró a agregar Gwen—. Una cosa es que a una le cuenten cómo son los besos íntimos, y otra muy distinta experimentarlos en carne propia. ¿Qué es lo que miras así? —Se observó a sí misma—. ¿Me he olvidado de algo? ¿Tengo algo suelto? —Giró, presentándole la esbelta espalda—. ¿Necesito abrocharme algo?

—No.

"'Gracias a Dios", agregó Dorian para sí.

Gwen se dio la vuelta otra vez y le sonrió.

Su boca era muy ancha. Dorian lo notó antes... y sintió y saboreó cada átomo de esa boca.

No recordaba haberla visto sonreír antes. Si la vio, lo había olvidado, pues era una curva larga y dulce que lo enlazaba como un encantamiento.

No sabía cómo resistir su cálida promesa. No sabía cómo luchar contra ella y contra sí mismo, simultáneamente. Ignoraba cómo alejarla, tal como debería hacerlo, pues Gwendolyn le provocaba deseos desesperados de abrazarla.

Le pareció que no sabía cómo hacer nada.

El documento que le pidieron que firmara, los motivos que le dieron para hacerlo, lo obligaron a enfrentarse a lo que había intentado ignorar. Y se acercó a ella tratando de asustarla, por la seguridad de la propia Gwen... y la paz de su conciencia. Y sin embargo, Dorian, el que en otra época había sido capaz de hacer temblar a rameras endurecidas, no podía provocar la menor ansiedad en esta muchacha, como tampoco lograba despertar su propia conciencia endeble.

En otra época había sido capaz.

Tiempo pasado.

Antes de los dolores de cabeza. Antes de que la enfermedad comenzara su insidioso trabajo de zapa.

Entonces llegó la respuesta, congelándolo: el hilo débil que unía voluntad y acción, mente y cuerpo, y estaba rompiéndose. Según Gwen. Dorian estaba sano y fuerte, pero era sólo la apariencia externa. La mente en degeneración ya estaba minando su voluntad.

Se dio la vuelta, para que Gwen no le adivinara la desesperación en el rostro. La controlaría. Sólo necesitaba un momento. Lo había sorprendido, eso era todo.

—Rawnsley.

Sintió la mano de ella en la manga.

Quiso sacudírsela, pero no pudo, como tampoco hubiese podido sacudirse la percepción de la presencia de Gwendolyn. El sabor de ella duraba en su boca y su perfume lo rodeaba. Recordó la tierna mirada de esos ojos tan bellos, y la sonrisa... tibias promesas. Y él estaba helado, congelado hasta el tuétano.

"Y soy demasiado egoísta, demasiado débil para renunciar a ella", pensó con resignada amargura.

Levantó la mano y cubrió la de ella.

—No quiero volver a esa maldita biblioteca y escuchar sus discursos solemnes ni leer sus podridos documentos —dijo, con sencillez—. He firmado los acuerdos. Tú tendrás tu hospital. Suficiente. Quiero casarme ya.

Gwen le apretó el brazo.

—Estoy lista —dijo—. Hace horas que lo estoy.

Dorian la miró, y ella le sonrió.

Tibias promesas.

Pasó el brazo de ella bajo el suyo, y fueron juntos de regreso a la casa. Tuvo que apelar a toda su voluntad para no correr. El sol se ponía, la larde cerraba y los envolvía en su bendita oscuridad. Pronto, esa noche, estarían casados. Pronto, subirían al cuarto de Dorian, a la cama. Y entonces... Que Dios los ayudara a los dos.

Entraron y cruzaron de prisa el vestíbulo. Vio que la puerta de la biblioteca estaba abierta y la luz se derramaba sobre el corredor penumbroso.

Se volvió para hablarle a la mujer... y entonces los vio: tenues pero inconfundibles, en la periferia de su campo de visión.

Diminutos relámpagos de luz.

Parpadeó, pero no se esfumaron. Revolotearon, chispeando con maldad, en los límites de su visión.

Cerró los ojos, pero siguió viéndolos emitiendo su aviso de muerte.

Abrió los ojos, y ahí estaban, fatales, inexorables.

No, todavía no. Tan pronto no. Trató de alejarlos, aunque sabía que era inútil.

Sólo le respondieron, chispeando, imperturbables: pronto, muy pronto.

—¡Esto es culpa suya! —le reprochó el señor Kneebotes a Hoskins—. Le dije que la frágil salud de mi paciente no podía soportar ningún esfuerzo. Le dije que había que mantenerlo aislado de cualquier fuente de agitación nerviosa. Nada de periódicos, nada de visitas. Ya vio lo que le provocaron las novedades sobre la familia: tres ataques en una semana. Y, sin embargo, permitió usted que tres desconocidos se abatieran sobre él en el momento en que estaba más vulnerable. Y ahora...

—Si un hombre se convierte en Par del reino, tiene que enterarse —repuso Hoskins—. Además, ataques o no ataques, para el fue un alivio saber que el anciano caballero ya no podría molestarlo mas. Y en cuanto a permitir la entrada de desconocidos, me gustaría verlo a usted cerrándole la puerta en la cara a lady Pembroke... siendo la abuela del único amigo que tiene mi patrón. Tal vez no fuera correcto que yo le dijese a ella qué le pasaba al señor, pero me pareció mejor advertirle de antemano que no estaba tan fuerte como parecía, y que sus nervios ya no estaban templados como antes.

—Lo cual significa que no tendrían que haberlo sometido a ninguna clase de agitación —replicó Kneebones,

—Con todo respeto, señor, usted hace semanas que no lo ve —dijo Hoskins—. Tal vez esté capacitado para, juzgar sobre su estado desde el punto de vista médico, pero no conoce usted su carácter ni sus deseos. Yo he tenido más de nueve meses para conocerlo, y le aseguro que lo último que quiere es que lo traten como a una mujer propensa a los desmayos, —Echó una mirada a Gwendolyn—. Espero no se ofenda, señora

. —En absoluto —respondió—. Nunca en mi vida he sufrido un desmayo. El veterano sonrió. Kneebones la miró, ceñudo.

Tenía esa expresión desde el momento en que ella lo recibió en la sala, después que hubo visitado a su paciente. No habían pasado diez minutos desde el comienzo de la conversación cuando estallaron las hostilidades. Hoskins, que esperaba fuera, en el pasillo, corrió adentro y se lanzó a defenderla, sin advertir que Gwendolyn no necesitaba defensa.

No obstante, la actitud resultó útil, pues la discusión del criado con el médico aclaró a Gwendolyn un par de temas, y el cielo era testigo de que necesitaba la mayor claridad que pudiese obtener.

Al parecer, Rawnsley estaba decidido a mantenerla en la más completa ignorancia con respecto a su enfermedad.

Minutos después que regresaron a la casa, después del episodio en el jardín, Gwendolyn había notado algo raro. En las horas que siguieron, mientras Gwendolyn organizaba todo, había observado el cambio del conde. Cuando llegó la hora de la ceremonia, la voz de Dorian era monótona... y sus movimientos, trabajosos y lentos, como si él hubiese estado hecho de cristal y pudiese romperse en cualquier momento.

Los dedos que deslizaron las sortijas de boda en los suyos estaban mortalmente helados, las uñas blancas como tiza.

Después de celebrada la boda, cuando ya habían estampado sus nombres como esposo y esposa, Rawnsley le confesó que le dolía la cabeza y que iba a acostarse.

Gwendolyn hizo marcharse a sus parientes, como él le pidió, explicando que el conde necesitaba absoluta tranquilidad.

Dorian pasó la noche de bodas en cama, con la botella de láudano. Había cerrado con llave la puerta del dormitorio, sin dejar entrar ni siquiera a Hoskins.

Esa mañana, Gwendolyn le llevó el desayuno en persona. Cuando golpeó la puerta del dormitorio y lo llamó con voz suave, él le dijo que interrumpiese ese barullo infernal y que lo dejara en paz.

Como los criados no parecían demasiado alarmados por esa conducta, Gwen esperó con paciencia hasta últimas horas de la tarde, antes de mandar a buscar a Kneebones.

Cuando el doctor salió de la habitación, el dueño cerró otra vez la puerta con llave... y Kneebones se negó a comentarle a ella el estado del paciente.

Gwendolyn lo observaba, tranquila, sin hacer caso de la expresión amenazadora del médico. Hacía años que los médicos varones la miraban con ira, coléricos e irritables.

—Quisiera saber qué dosis de láudano ha prescrito —le dijo—. No puedo ir al cuarto de mi marido y decidirlo por mi cuenta, y estoy muy inquieta. Para un paciente muy dolorido, es fácil perder la noción de la cantidad que ha ingerido y cuándo fue la última vez que lo consumió. La intoxicación con láudano no suele mejorar la capacidad de calcular ni la memoria.

—Le agradecería que no me diga lo que tengo que hacer, señora —replicó el médico, rígido—. He comentado los beneficios y los riesgos de mi paciente... aunque no creo que pueda hacerle ningún bien, después de haber pasado por lo que ha pasado. Una impresión fuerte tras otra, coronada por un casamiento apresurado con una mujer a la que no conoce en absoluto. Es como si lo hubiesen asesinado. Sería lo mismo que le hubieran dado un martillazo en la cabeza.

—Yo no he observado síntomas de shock —dijo Gwendolyn—. Lo que sí he observado...

—Ah. sí, durante su larga relación con Su Señoría —la cortó Kneebones, lanzando a Hoskins una mirada fría—. La señora lo conoce desde hace... ¿treinta y seis horas? ¡O menos!

Gwendolyn contuvo un suspiro. Con este sujeto, no llegaría a nada, acornó casi todos los demás médicos que había conocido, con la bendita excepción del señor Eversham. ¡Cómo les fastidiaba que los interrogaran! 'cómo les encantaba hacerse los misteriosos, y los que todo lo sabían. Muy bien: ella también conocía ese juego.

—He observado que las alucinaciones son de poca duración —dijo. Kneebones se sobresaltó, pero se recuperó de inmediato y adoptó una expresión cautelosa.

Gwen podría haberle aclarado que había recibido entrenamiento para observar, pero no dijo nada de sus propios antecedentes, ni de las conclusiones que sacó al ver que Rawnsley parpadeaba irritado y agitaba las ma—nos en el aire ante su rostro, como tratando de quitar telarañas. Si Kneebones decidía dejarla en la ignorancia, le cabía esperar el mismo tipo de trato. Le dirigió una levísima sonrisa.

—¿Acaso Su Señoría no se lo ha dicho, señor? Soy bruja. Pero no puedo hacerle perder su valioso tiempo. Tiene otros enfermos que atender, y yo tengo que ir a poner mi caldero sobre el fuego... y salir a buscar otra tanda de ojos de salamandra.

La boca de Kneebones formó una línea severa y, sin añadir palabra, salió a grandes zancadas.

La mirada de Gwendolyn se cruzó con la de Hoskins, tan apacible. —No conozco la dosis —le dijo el criado—. Lo único que conozco es el aspecto de la botella... y que hay más de una.

Después de un sueño plagado de pesadillas, Dorian despertó, inquieto, con terribles dolores.

La cabeza le pulsaba sin cesar. Por dentro, sentía un ardor como de bilis.

Lentamente, con cuidado, se incorporó hasta quedar sentado y. tomando la botella de la mesilla de noche, se la llevó a los labios.

Vacía.

"¿Ya?", se preguntó, aturdido. ¿Se la había terminado en una sola noche? ¿O había pasado varias noches en medio de la niebla opresiva del dolor y los opiáceos?

No importaba.

Había visto otra vez apariciones plateadas, desde ese día, levitaron lentamente desde la periferia y parpadeaban desde cada lugar a donde miraba. Había visto los preparativos para la boda en medio de ondulaciones chispeantes que se mecían en el aire como las olas de un mar fantasmal.

Después, por último, las chispas plateadas se habían desvanecido y tuvo la impresión de que penetraban en su cráneo como cuchillos al rojo vivo.

Ahora comprendía por qué SU madre afirmaba que los 'fantasmas" tenían crueles garras, y por qué gritaba y se arrancaba los cabellos. Intentaba arrancarse esas garras que la martirizaban.

Hasta a él le costaba esfuerzo recordar que no existían fantasmas ni garras, que no eran más que fantasías de enfermo.

Se preguntó cuánto tiempo más estaría en condiciones de distinguir entre la fantasía y la realidad: cuánto tiempo, hasta que empezara a confundir a los que lo rodeaban con fantasmas y demonios... y u atacarlos, en ataques de furia inconsciente.

Pero se prometió a sí mismo que no lo liaría. Kneebones le había prometido que el láudano lo tranquilizaría, que, junto con el dolor, se llevaría las fantasías.

Dorian se acercó más a la mesilla de noche y abrió la puerta. Metió la mano y encontró el cilindro de porcelana.

Se lo apoyó en el regazo y sacó el tapón.

La botella estrecha, metida dentro de un paño de lana, estaba dentro.

El elixir de la paz... quizá de la paz eterna.

La sacó y, con mano temblorosa, apoyó el cilindro sobre la mesa de noche.

Después vaciló, pero no por la perspectiva de la eternidad. No, era un ser demasiado bajo y superficial para eso. En lo que pensó fue en la bruja, en su boca blanda y su cuerpo esbelto y curvilíneo. Y esa imagen bastó para decidirlo a pensar en las más nobles razones para evitar los riesgos de! láudano: si moría antes de consumar el matrimonio, este podría resultar anulado y ella no tendría su hospital... y, además, tenía el deber de concebir un heredero.

"¿Y a mí qué me importarán el hospital de Gwendolyn y el fin de los Camoys, cuando esté muerto?", pensó. Tampoco ella. Se habría ido, y bien estaría, y que Dios no permitiese que dejara un hijo. Con la suerte que tenía, el hijo heredaría la misma enfermedad del cerebro, viviría poco tiempo y moriría de la misma manera humillante,

Destapó la botella.

—En tu lugar, yo tendría cuidado —le llegó desde la oscuridad una voz conocida—. Estás casado con una bruja. ¿Y si lo he convertido en una poción de amor?

El cuarto estaba negro como el Hades. No podía verla, no podía enfocar nada, con ese dolor pulsante, pero la olía. El aroma exótico y extraño lo arrancó do ese retumbante mar de dolor como una mano fantasmal y lo trajo a la conciencia.

—También podría ser una poción que te convierta en gato —agregó.

No la oía aproximarse, traspasare! martilleo incesante de su cabeza, pero percibía la tenue fragancia, que se volvía cada vez más rica, más intensa. ¿Jazmín?

Dedos delgados y tibios encerraron los suyos, helados.

Trató de hablar. Movió los labios pero no emitió sonido alguno. El dolor le golpeó el cráneo. Se le contrajo el estómago. La botella se le cayó de las manos.

—Me siento mal —boqueó—. Cristo, yo...

Se interrumpió cuando otra cosa, fría, redonda y tersa se le apoyó en las manos: una palangana.

El cuerpo se le estremeció con violencia. Luego lo único que atinó a hacer fue sostener la palangana, inclinar la cabeza y entregarse a una serie de espasmos incontrolables.

Náuseas. Lo sacudieron sin cesar. Lo dejaron indefenso.

Y todo el tiempo, sintió las manos tibias sobre él, sosteniéndolo. Oyó sobre él los tiernos murmullos.

—Sí, eso es. No se puede evitar. Es un dolor de cabeza con náuseas. Una porquería, ¿verdad? Dura horas y horas. Después no se va tranquilamente, ¿no es así? Al contrario, sale de ti desgarrándote, y parece que se llevara tus entrañas consigo. Estoy segura de que eso es lo que parece, pero dentro de un momento le sentirás mejor. Eso. Ya está.

No fue un momento sino una eternidad, y Dorian no supo si ya había terminado o estaba muerto. Los espasmos ya no le sacudían el cuerpo, pero no podía alzar la cabeza.

Gwen lo sujetó antes de que cayera en el asqueroso revoltijo de la palangana. Le levantó la cabeza y le apoyó una taza en los labios. Olió menta... y algo más. No supo qué era.

—Enjuágate la boca —le ordenó, serena.

Demasiado débil para protestar, obedeció. El preparado de sabor penetrante le quitó el sabor desagradable de la boca.

Cuando terminó, Gwen lo ayudó suavemente a recostarse sobre las almohadas.

Se tendió allí, exhausto, y percibió cierto movimiento. La palangana había desaparecido, y con ella la pestilencia.

Poco después, un paño fresco y húmedo se le posó en la cara. Suave, rápida, eficiente, limpiándolo y refrescándolo, estaba seguro de que debía protestar... él no era un niño de pecho. Pero no logró reunir energías suficientes.

Luego ella se fue otra vez, por un tiempo infinito y, durante la ausencia de Gwen, el dolor lo penetró otra vez. Y, si bien no era tan feroz como antes, ahí estaba, aplastándolo.

Esta vez, cuando la fragancia volvió, con ella llegó una luz: una sola vela. Vio acercarse la silueta en sombras. La luz lo obligó a hacer una mueca. Gwen se alejó y dejó la vela sobre la repisa de la chimenea.

Regresó junto a la cama.

—Al parecer, todavía no te sientes bien —dijo, con suma suavidad—. No sé si es el dolor de cabeza original o los efectos residuales del láudano.

Entonces Dorian recordó la botella que le había quitado:

—Láudano —dijo, ahogándose—. Dame la botella, bruja.

—Después, quizá —le respondió—. Ahora tengo que ejercer mi hechizo. ¿Crees que podrás meterte solo en el caldero o debo llamar a Hoskins para que te ayude?

El "caldero" de la bruja era un baño humeante, y el hechizo era lo que ejercía sosteniendo una bolsa de hielo sobre la cabeza de su flamante esposo, mientras hervía el resto de su persona.

Al menos eso fue lo que interpretó Dorian de la explicación que le dio,

No tuvo inconvenientes en decidir que lo que menos quería en la vida era salir de la cama y tambalearse hasta el piso de abajo, hasta el cuarto de baño.

Pero, cuando supo que los criados estaban preparados para llevarlo en brazos, cambió de idea. No soportaba que nadie lo cargase para llevarlo a ningún lado.

—Tus extremidades están heladas —le dijo su esposa, entregándole una bata. Apartó la vista mientras él se la ponía, enfadado—. Por encima del cuello, estás demasiado caliente. Tu organismo está desequilibrado, ¿entiendes? Debemos corregir eso.

A Dorian no le importaba estar desequilibrado. Por otra parte, no podía soportar que ella lo viese tendido, impotente y temblando como un niño pequeño.

Por eso, se arrastró desde la cama, cruzó a tumbos la habitación y salió por la puerta. Rechazando la mano que Gwen le tendía para ayudarlo, salió del cuarto y bajó las escaleras.

Encontró el pequeño recinto embaldosado lleno de vapor perfumado de lavanda. En los pequeños nichos de la pared titilaban velas.

La niebla perfumada, la tibieza, la luz suave lo envolvieron y lo atrajeron. Extasiado, caminó hasta el borde de la bañera. Habían colocado toallas en el fondo y colgadas de los costados.

Su furia impotente se disipó en medio de esa dulce tibieza y calma.

Se quitó de un tirón la bata y se metió, gimiendo mientras se deslizaba en el agua humeante y el calor penetraba en sus músculos doloridos.

Un momento después, una pequeña almohada apareció bajo su cuello. Abrió los ojos.

Embelesado por la deliciosa tibieza y el agua tentadora, olvidó la existencia de la bruja... y que estaba completa y totalmente desnudo.

—Lo único que tienes que hacer es remojarte —le dijo—. Apóyate en la almohada. Yo haré lo demás.

No pudo recordar lo que era el descanso y se crispó cuando la suave bolsa de hielo se apoyó sobre su cabeza.

—Yo la sostendré —dijo Gwen—. No tienes que preocuparte de que se resbale.

La bolsa de hielo era la menor de sus preocupaciones.

Miró dentro del agua. La bañera no era la más honda del mundo. Podía ver sus posesiones masculinas con toda claridad.

Y aunque era tarde para decoros, colocó una parte de la toalla sobre la zona y puso la mano encima para que no dolase.

Oyó un sonido ahogado, sospechosamente parecido a una risa, pero se negó a levantar la vista.

—No es nada que no haya visto antes —dijo la bruja—, Si bien admito que los otros eran recién nacidos o cadáveres de adultos, pienso que el equipo es. en lo esencial, el mismo en todos los varones.

Algo se removió en la mente perezosa de Dorian. Apoyó la cabeza y cerró los ojos, tratando de reunir fragmentos y piezas dispersos. El hospital... ideas definidas y... principios. Los parientes de ella confundidos, obedeciéndola. La falta de temor. La palangana en sus manos, en el instante mismo en que la necesitó... la tranquila eficiencia.

Empezó a entender, aunque no del lodo. Muchas mujeres tenían experiencia en el cuidado de enfermos, y sin embargo...

Volvió a pensaren la última novedad. Podía entender lo que serefen'aa los recién nacidos. Muchísimas mujeres veían niños desnudos... pero ¿cadáveres... de adultos varones?

—¿A cuántos lechos de muerte ha asistido, señorita Adams?

No abrió los ojos. Era más fácil pensar sin tratar de mirar al mismo tiempo. Todavía le dolían los ojos. A pesar de que el dolor estaba menguando, seguía presente.

—Ya no soy la señorita Adams —repuso—, Estamos casados. No me digas que lo has olvidado.

—Ah, sí. Por un momento, se me escapó de la cabeza. Por eso de... los cadáveres. Estoy muy interesado en sus cadáveres, lady Rawnsley.

—Yo también lo estaba. Pero no creerías las dificultades con que me topé. Admito que los cadáveres frescos no son fáciles de conseguir. Pero esa no es excusa para que los médicos varones sean tan egoístas al respecto. Te pregunto: ¿cómo va una a aprender si no le permiten ni siquiera presenciar una disección?

—No tengo la menor idea.

—Es ridículo —dijo Gwen—. Finalmente tuve que echar mano del recurso de desafiar a uno de los alumnos del señor Knighily. Ese fanfarrón condescendiente afirmó que yo perdería mi desayuno, me desmayaría y caería al suelo de piedra, sufriendo una severa concusión. Le aposté diez libras a que no. —Hizo una pausa—. Al fin, fue él el que se derrumbó. —En la voz de la muchacha vibró un tranquilo matiz de triunfo—. Saquea rastras al desmayado, pues no quería tropezarme con él por casualidad, y continué yo misma con la disección. Fue muy esclarecedora. No se puedo aprender ni una fracción de todo eso de una persona viva. No puedes ver nada.

—Qué frustrante —murmuró el esposo.

—Así es. Imaginé que sería suficiente con demostrar una vez que podía hacerlo, pero no. Fue la única vez que tuve los instrumentos en mis manos y un cadáver todo para mí. Lo único que obtuve fue permiso para observar, y debió quedar en el más absoluto secreto, para que mi familia no se enterase. Incluso con los pacientes, los vivos, no bastó con que demostrase mi competencia ante nadie. Mientras el señor Knightly estuvo a cargo, sólo podía estar presente si era discreta. El debía dirigir todo y las simples mujeres debíamos obedecer órdenes, aunque estuviesen basadas en las teorías más antiguas.

Tras los ojos cerrados, Dorian podía ver ahora la respuesta con absoluta claridad.

Un día antes, esa revelación lo hubiese impulsado a sallar fuera del baño, correr como si se lo llevaran los demonios y llegar hasta el lodazal más cercano.

En el presente, una parte de su mente le sugirió que huir no era una mala idea.

Pero estaba tan cómodo, con los músculos relajados en el agua humeante, la cabeza torturada agradablemente fresca...

Y dijo con mucha calma:

—Siendo así, no me extraña que te abalanzaras sobre la posibilidad de tener tu propio paciente.

"Y, antes de que pase mucho tiempo. tu propio cadáver", añadió, para sus adentros. Aunque, en verdad, no importaba. Si ella quería diseccionar sus restos, Dorian no estaría en condiciones de objetárselo.

Gwen no respondió de inmediato. Dorian mantuvo los ojos cerrados, disfrutando de la niebla perfumada que flotaba a su alrededor. También se percibía la fragancia de la mujer, rica y profunda, entrelazándose con la venda. No sabía si era ese perfume o la curación lo que lo hacía sentirse tan ligero.

—No quiero dar la impresión de que todos los miembros de la profesión médica son unos imbéciles —dijo al fin Gwen—. Pero no puedo confiar en que Abonville sepa distinguirlos. Y con Bertie sería peor. Se emmañaría en mandar especialistas de Londres y de Edimburgo, y hay que ver el tálenlo que tiene para meter la pata.

—Entiendo: has venido... a salvarme.

—Del manicomio médico —se apresuró a aclararle Gwen—. No soy una hacedora de milagros, y sé que son poquísimas las enfermedades mentales que se curan. Además, no sé mucho de la tuya —agregó, con un rastro de irritación—. El señor Kneebones calla con tanta obstinación como lo hacía el señor Knighlly. Sabía que era inútil discutir con él. Pocas veces sirve de algo hablar. Como siempre, tendré que demostrar mi capacidad.

Dorian recordó la manera ágil, tranquila, con que ella lo había sacado del pantano. Recordó la fría firmeza con que hizo frente a sus esfuerzos por asustarla para que huyese. Recordó los cuidados serenos y eficientes de unos momentos atrás, cuando él tuviera aquellas náuseas tan desagradables.

Pensó en lo cómodo que se sentía en ese momento. Hacía meses que no se sentía tan tranquilo. No podía recordar con exactitud cuántos. De hecho, no recordaba cuánto hacía que se había sentido tan en paz. ¿Alguna vez lo había estado?

No podía evocar ningún momento en que no estuviese irritado consigo mismo por su debilidad, y bullendo de resentimiento hacia su abuelo, quien, como los médicos de los que Gwen hablaba, se empecinaba en dirigirlo todo.

Abrió los ojos y giró lentamente la cabeza para mirarla. Sostenía la bolsa de hielo, al tiempo que cambiaba de foco los ojos verdes para encontrarse con la mirada de él.

Se preguntó si ese frío desapego sería propio de ella o si se habría preparado para suprimir las emociones y así poder sobrevivir en un mundo que no confiaba en ella ni la aceptaba— Dorian sabía lo que era eso y cuánto costaba esa preparación.

—La humedad causa efectos extraños en tu pelo —dijo, gruñón.

Todos sus rizos y tirabuzones minúsculos parecían brotar en todas direcciones, formando una especie de nube rojiza. Incluso en el aire seco parecían vivos y tratando de hacer lo que se les antojase.

—"¿Qué diablos hace su cabello?", debían de preguntarse los médicos. Y no es de extrañar que no pudieran prestar mucha atención a lo que decías.

—No tendrían que haberse distraído —repuso la muchacha—. No es una actitud profesional.

—Como grupo, los hombres no son demasiado inteligentes —dijo—, Al menos no de manera constante. Tenemos momentos de lucidez, pero nos distraemos con facilidad.

Ah, él sí que se distraía con facilidad.

La niebla vaporosa se había instalado sobre ella. Sobre su piel de porcelana brillaba un fino rocío. Rizos húmedos se le pegaban alrededor de las orejas. A Dorian se le ocurrió apartarlos y seguir su delicado contorno con la lengua. Imaginó a dónde irían su boca y su lengua si él se lo permitía... a la carne húmeda del cuello de Gwen, bajando hasta el hueco de la garganta.

Dejó resbalar la mirada por el escote, luego más abajo, a donde h tela humedecida se pegaba a la curva de los pechos.

Mía, pensó. Y después ya no pudo pensaren el futuro. Casi no pudo pensaren nada.

—Ciertos hombres, pueden distraer —dijo Gwen—. A veces. Sobre todo tú.

Si Dorian no hubiese tenido conciencia tan aguda y anhelante de la presencia de Gwen, no habría captado el leve temblor de su voz.

—Ah, bueno, pero yo estoy loco.

Lo que sentía bien podía ser locura. Bajo la punta de la toalla, la parte de Dorian que jamás atendía a razones despertaba de su sopor.

—Se supone que este tratamiento tiene efecto soporífero —dijo Gwen, escrutándole el rostro.

No parecía inquieta sino perpleja, cosa que lo habría divertido si hubiese estado en condiciones de hacer observaciones objetivas. Imposible.

Estaba sentada cerca de su hombro, en el borde de la bañera. las piernas recogidas bajo el vestido, y la mente rastrera de Dorian estaba concentrada en lo que había debajo. Sacó la mano del agua y la apoyó en el borde curvo de la bañera, a milímetros del borde del vestido.

—¿Tratamiento? —dijo—. Creía que era un hechizo.

—Sí, bueno, no debo de haber puesto suficiente ojo de salamandra. Tendría que inducir un adormecimiento placentero.

—Mi cerebro está poniéndose soñoliento.

Tocó con los dedos la muselina fruncida... y la aferró.

Ceñuda, ella fijó la vista cu la mano.

—Tienes dolor de cabeza —le dijo.

Dorian jugueteó con el volante.

—En este momento, eso no me parece demasiado importante.

Si bien el dolor perduraba, ya no le importaba. Lo que sí le importaba era el recuerdo traicionero de lo que había debajo de la muselina. Retiró la mano.

Suaves sandalias de cuero... unos centímetros de tobillo de bellas curvas... y nada de medias.

—No llevas medias —dijo, en tono tan neblinoso como su mente—. ¿Dónde están sus medias, lady Rawnsley?

—Me las he quitado —respondió—. Son muy caras, de París, y me daba mucha rabia correr el riesgo de que se engancharan en una astilla cuando entré por tu ventana.

Le atrapó el tobillo.

—Entraste por la ventana.

No miró la pierna atrapada.

—Para entrar en tu cuarto. Me preocupaba que consumieras demasiado láudano. Y resultó que no era una preocupación exagerada. La mezcla de esa botella que tenías no estaba correctamente diluida.

Gwen había dicho que no podía dejarlo morir antes de la ceremonia. Aparentemente, tampoco quería dejarlo morirse antes de consumar el matrimonio.

Yél. alma negra y podrida, tampoco quería morir antes de hacerlo.

—Tuviste que salvarme.

—Tenía que hacer algo. No sé nada de abrir cerraduras, y echar abajo la puerta hubiese armado demasiado escándalo, por eso elegí el camino de la ventana. Milord, ¿tu mano no está enfriándose otra vez?

—No. —Le acarició el tobillo—. ¿Tú la sientes fría?

—No sabía si eras tú o yo. —Tragó saliva—. Estoy bastante... caldeada.

Dorian levantó más el vestido y deslizó la mano por la pierna de curvas perfectas que había descubierto. "Ella quiere su hospital", se dijo, "y está dispuesta a pagar el precio."

Y él quería recorrer con la boca esas piernas adorables... hacia arriba, hasta... Su mirada voló hasta el cabello, a los salvajes rizos rojos. Evocó una imagen de lo que hallaría al final del recorrido, en la unión de los muslos.

Después su mirada atrapó la de ella, suave y dulce. Entonces estuvo perdido. Salió del agua, estiró e! brazo hacia ella, le enlazó la estrecha cintura con un brazo, la atrajo hacia él. Sintió el aire en la espalda, en contraste con lo caliente del agua, pero lo que a era la calidez de ella.

—Pescarás un enfriamiento —le advirtió Gwen, sin aliento—. Quieres que te traiga una toalla seca.

—No, ven a mí —dijo, con voz ronca.

No esperó a que lo luciera, sino que la alzó en sus brazos mojados y gozó estrechamente largo rato. Luego se sumergió con ella en el caldero fragante, y, cuando el agua los envolvió, su boca encontró la de ella y se hundió más, más allá de la salvación... en un mar de libias promesas.

"Esto no es nada profesional", se reprochó Gwendolyn, al tiempo que rodeaba con los brazos el cuello de su esposo.

Era bien sabido que la excitación de las pasiones exacerbaba los dolores de cabeza patológicos.

Lamentablemente en ninguna parte de la bibliografía médica había encontrado remedio para casos en los que se excitaban las pasiones del medico. No sabía qué antídoto aplicar cuando la más leve caricia del paciente—disparaba tumultuosas palpitaciones del corazón y un brusco ascenso de temperatura, hasta llegar al punto de la fiebre. No sabía qué paliativo alíviaría la presión de una boca perversamente sensual sobre la suya o que elixir podría contrarrestar esa poción endemoniada que saboreó cuando la lengua del paciente se enlazó a la suya.

Percibió que e! agua le lamía los hombros y que su vestido ondulaba la superficie del modo más audaz, pero no pudo reunir la suficiente objetividad clínica para hacer algo al respecto.

Estaba preocupada por cada centímetro de aquel hombre, duro y tibio bajo sus manos, y no podía impedirles que se movieran sobre los hombros fuertes y los planos tirantes y tersos del ancho pecho. No le bastaba.—No lograba resistir el deseo de saborear la piel suave, bañada por el agua. Se apartó de la boca tirana y recorrió la mandíbula y el cuello mojados con los labios, mientras seguía explorando con las manos la espléndida anatomía.

—Oh, el músculo deltoide... y el pectoral mayor murmuró, aturdida. Tan... bien... desarrollado.

Percibió el anhelo cada vez mayor y la audacia de las caricias de Dorian y comprendió que su propia reacción lo incitaba. Pero las caricias del hombre también la incitaban a ella.

Sintió el peso de las manos de él sobre sus pechos, una presión cálida: la hacía sentir dolor y, a la vez, empujar contra sus manos, buscando más...la boca sensual sobre su cuello hacía llover besos que le burbujeaban bajo la piel y la hacían estremecerse de impaciencia. La lengua malvada le cosquillaba la oreja..., La enloquecía....

Por encima de las salpicaduras, oyó el gruñido animal que emitió Dorian cuando ella tembló sin poder controlarse y se zambulló en él, como si pudiese nadar sobre su piel. Era lo que quería....

No le bastaba ninguna cercanía. El agua......las ropas....tantas cosas entre los dos....obstáculos...

—Haz algo —boqueó, forcejando con el vestido. Tiró del corpiño, pero la tela empapada no se desgarraba.— Sácalo—le dijo......No puedo soportarlo.

Sintió que los dedos del hombre luchaban en su espalda con las cintas.

Está demasiado empapadas—dijo Gwen, febril—. No podrás desatarlas...rómpelas.

—Espera. Cálmate.

La voz era ronca.

La mano de la mujer bajó hasta el vientre del hombre.

Dorian contuvo el aliento.

—Gwendolyne, por el amor de Dios....

—Date prisa.

—Espera.

Cerró su boca sobre la de ella y disipó la loca prisa de la muchacha con un beso interminable, agotador.

Gwen se aferró a él, su boca pegada a a del hombre, mientras él la alzaba en sus brazos, la sacaba del agua y la colocaba sobre las toallas mojadas.

Cuando, al fin, cortó el beso embriagador, Hwen abrió los ojos y vió una cegadora mirada ambarina. Dorian se arrodilló sobre ella, a horcajadas de sus caderas. Su piel resbalosa, relucía a la luz de las velas. El agua chorreaba del largo cabello negro.

Lo contempló, hechizada. Mientras Dorian llevaba la mano al escote del vestido y, con un solo tirón, lo desgarró hasta la cintura.

—¿Ya estás contenta , bruja?—murmuró

—Sí.—

Se tendió hacia él y lo atrajo hacia sí, desesperada por sentir la piel de su esposo contra la suya.

Besos calientes, apresurados...en la frente de Gwen, en la nariz, en las mejillas....y más, bajando por la garganta, hasta evaporarse sobre los pechos. Esos besos besos ardientes consumieron el hechizo, y la locura volvió.

Gwen entrelazó los dedos en el cabello de Dorian para impedirle que se alejara. Necesitaba más, aunque no sabía bien qué. Sintió la boca de su esposo cerca del capullo enhiesto del pecho, y el primer contacto le provocó descargas eléctricas bajo la piel, hacia... algún lado... un inundo interior que ella ignoraba que existiese.

Era salvaje y oscuro, una selva palpitante de sensaciones. Dorian la llevó a la oscuridad, arrastrándola más al fondo con las manos, la boca, la voz baja y entrecortada.

Cayeron los restos del vestido y, con ellos, los últimos vestigios de la razón. Quedó perdida en el perfume masculino y en su sabor pecaminoso, en el asombroso poder de aquellos músculos bajo la piel tensa y suave.

Quería que se metiera dentro de ella, bajo su piel. Quería que formara parte de ella. Tampoco fue suficiente cuando él puso la mano entre sus piernas, en el más íntimo de los refugios, y Gwen se arqueó contra la caricia, exigiendo más.

Dorian la acarició de formas secretas que la hicieron gemir y retorcerse bajo su mano, pero no fue Suficiente. Las provocativas caricias se deslizaron mas a fondo, más adentro. Los espasmos la sacudieron calientes, deliciosos... pero no le bastó.

Tembló al borde de un precipicio, atrapada entre el placer salvaje y un anhelo irracional, inevitable, de más, de algo más.

—Dios querido —jadeó, retorciéndose como la demente que era—. Hazlo. Por favor.

—Pronto. —Fue un susurro áspero—. No estás lista. Es tu primera...

—Date prisa. —Sentía el miembro latiendo contra su muslo. Le clavó las uñas en los brazos—. Dale prisa.

Maldiciendo Dorian le apartó los dedos. Gwen no podía quitarle las manos de encima. Deslizó las manos por el vientre de él. hacia el lugar donde la llevaba el instinto. Halló el miembro grueso, caliente. Inmenso. Su mano no podía abarcarlo.

—Oh, Dios mío—murmuró.

—Detente. Por Cristo, Gwen, no me apresures. Podría hacerte daño y.,.

—Oh, Dios. Lo siento... tan fuerte... y vivo.

Casi no sabía lo que estaba diciendo. Acarició la carne aterciopelada, perdida en un tórrido asombro.

Oyó un extraño sonido estrangulado.

El comenzó a acariciarla otra vez, llevándola a esa frustrante locura. Apartó la mano de él, mientras d feroz, placer la arrastraba hacia el precipicio.

Luego llegó, en un veloz impulso... y una sensación punzante que la devolvió bruscamente a la realidad.

Tragó aire y parpadeó.

—Dios del cielo.

Era enorme. No se sentía a gusto.

Pero tampoco se sentía del todo mal. No del todo.

—Te dije que te dolería.

Ella percibió el dolor que expresaba su voz. "Es mi culpa", se reprochó. No tendría que haberse dejado sorprender. Ahora Dorian pensaría que le había causado un daño permanente.

—Sólo al principio —dijo, trémula—. Es normal. No tienes que detenerte por mí.

—No va a ser mucho mejor.

Gwen se miró en los ojos resplandecientes y vio la tristeza que asomaba a ellos.

—Entonces, bésame —murmuró—. Me concentraré en eso e ignoraré lo demás.

Estiró la mano, metió los dedos en la espesa melena húmeda y lo acercó a ella.

El la besó con ferocidad, el deseo caliente que sintió en él encendió el de ella. Ese elixir del diablo la embriagó, y el dolor y la tensión se disolvieron en la nada.

Dorian comenzó a moverse dentro de ella, al principio el lentos impulsos, que pronto fueron acelerándose. Gwen se movió con él, dejando que su cuerpo respondiera de manera instintiva, con regocijo. En el ritmo íntimo del deseo, la pasión volvió, más ardiente que antes. Quedó unida a él, y eso era lo que necesitaba: que fueran uno, llevarlo con ella al borde del abismo... y más allá... a la última explosión de embeleso ardiente... y después hundirse con él en la dulce oscuridad de la liberación.

Un tiempo después, envuelta en la bala de su esposo, Gwendlyn se sentó al estilo de los sastres, cerca del pie de la cama.

Había apilado un montón de almohadas bajo la espalda de Dorian, y él estaba sentado con las piernas estiradas... bajo las mantas, porque Gwen insistió en que mantuviese los pies abrigados.

La orgía en el baño los había dejado hambrientos. Atacaron la despensa y se escabulleron a hurtadillas hacia el dormitorio de él, con una bandeja de sustanciosos emparedados, de los que dieron cuenta en poco tiempo.

Aunque el baño, hacer el amor y la comida mejoraron el ánimo de Dorian de manera drástica, todavía no estaba del todo tranquilo.

Gwendolyn captaba las miradas de soslayo que él le lanzaba bajo las negras pestañas cuando la creía distraída. Quiso saber qué significaban esas miradas afligidas. En ese momento, sólo un aspecto del carácter de su esposo quedaba esclarecido para ella.

Cuando se enfrentaba a una muerte horrenda en las arenas movedizas, trató de alejarla... porque tenía miedo de que ella se cayera.

Estuvo dispuesto a soportar el tratamiento médico y un posible encierro en un manicomio con tal de no someterla a ella a casarse con él.

Aunque estaba enterado de los riesgos mortales del consumo de láudano sin supervisión, se había encerrado solo en el dormitorio... para no dejar que ella presenciara sus miserias.

En síntesis, el conde de Rawnsley tenía una veta protectora de casi dos kilómetros de largo y de casi seis de profundidad.

No creía estar sobreestimándolo. Tenía suficiente experiencia con su padre, sus hermanos, tíos y primos como para reconocer ese rasgo.

El estado de alerta no la ayudaba en absoluto para recuperar la distancia clínica, que ya estaba en peligrosa situación de deterioro.

El mero hecho de mirarlo le paralizaba el intelecto. Cuando recordaba lo que le habían hecho esa boca sensual, esas manos fuertes y elegantes y ese cuerpo largo y musculoso, lodo el cerebro de Gwen, junto con su corazón y iodos los demás órganos y músculos que poseía, se convenía en jalea.

La voz bronca quebró el ensimismamiento.

—Creo que no deberías quedarte aquí —dijo Dorian, con delicadeza.

Gwen, que estaba mirándose las manos, levantó la vista. La expresión aparentemente cortés le provocó un vuelco en el corazón.

Adivinó por qué quería tenerla fuera de la vista. Era muy probable que hubiese pasado la mayor parte del tiempo, desde que salieron del cuarto de baño, pergeñando una forma cortés de decirle que prefería no repetir la experiencia.

Pero Gwendolyn ya había sido rechazada innumerables veces, y todavía estaba viva.

—Entiendo —dijo, en tono frío, con el rostro acalorado—. Sé que me he comportado de manera escandalosa. Ni yo sé qué pensar de mí misma. Nunca, jamás, en toda mi vida, he reaccionado así... ante nadie.

En la mandíbula de Dorian se crispó un músculo.

—No es que haya tenido tantos pretendientes —se apresuró a agregar Gwen—. No soy una coqueta y, aunque lo fuese, no tenía mucho tiempo para novios. No quería hacerme tiempo —farfulló, viendo que la expresión del esposo se ponía más tensa—. Pero las chicas están obligadas a presentarse en sociedad y, por supuesto, los hombres creen que una es igual a las otras, y una no tiene más remedio que fingir que es así. Y debo admitir que sentía curiosidad por saber cómo era que me cortejaran y me besaran. Pero no tenía nada de especial, y no era ni la mitad de interesante que "Hierbas", del señor Culpeper. digamos. Si contigo hubiese sucedido lo mismo, estoy segura de que me habría comportado de manera mucho más decorosa ahí, abajo, en el cuarto de baño. Me habría concentrado en el tratamiento médico, en lugar de hacer el ridículo. Pero no he podido comportarme como es debido, y realmente!o lamento. Lo último que quería era resultarte desagradable.

Con un suspiro, empezó a moverse para bajar de la cama.

—Gwendolyn.

Tenía la voz estrangulada.

Gwen se detuvo y lo miró.

—No me resultas desagradable —dijo, tenso—. En absoluto. Palabra de honor.

Gwen se quedó como estaba, arrodillada cerca del borde del colchón, esforzándose por interpretar la expresión de su esposo.

—¿Cómo se te ocurre que estaba disgustado? — preguntó—. Lo que he hecho contigo ha sido casi una violación.

Estaaba perturbado, pero consigo mismo, no con ella. Y la causa era esa veta protectora.

La muchacha trató de recordar lo que le había contado Genevive acerca de los hombres y de la primera vez, pero su mente era un embrollo.

—Oh, no, no ha sido así, para nada —le aseguró—. Eres tan tierno.., y yo valoro eso, realmente. Sé que no debí actuar como un general: "Un¿esto", "Haz aquello". "Date prisa". Pero no pude evitarlo. Algo... —Hizo un gesto de perplejidad—; ...algo me dominó.

—Eso que te dominó fue tu lascivo esposo —repuso Dorian, torvo—.Y no debí permitirme semejante actitud.

—Pero estamos casados —argüyó Gwen—. Era tu derecho, y para mí ha sido un placer, y... —Con el rostro ardiendo, añadió con audacia—: Me alegra de que hayas sido lascivo, milord. Me habría sentido muy decepcionada si no lo hubieses sido, porque quería que me poseyeras desde... —Frunció el entrecejo—. Bueno, no estoy segura de cuándo empezó, pero sé que lo deseaba después que me besaste. —Reptó hacia él—. Quisiera que no te preocupes por mí.

—Se suponía que esto iba a ser un arreglo de negocios —dijo Dorian, y le aparecieron sombras en los ojos—. Nadie se habría enterado si el matrimonio no se consumaba. Tu posición era bien segura. No tendría que haberte tocado. No tienes experiencia. No sabes cómo preservar tus sentimientos. Tu corazón es demasiado blando.

Gwen se apoyó sobre los talones.

—Entiendo. Te aflige que quede comprometida sentimentalmente,

—Lo estás—afirmó—. Acabas de decírmelo, aunque yo mismo lo noté. Me gustaría que pudieras ver el modo en que me miras.

¡Por Dios!, ¿acaso era tan evidente?

Por supuesto que sí. Ella no era como Genevieve. ni como la prima Jessica. Gwendolyn sabía que carecía de sutileza. Pero tenía tanto sentido del humor como sentido común, y esos fueron los que la salvaron.

—¿Como una colegiala enamorada, quieres decir?

—Sí.

—Bueno, ¿qué esperabas? Eres terriblemente apuesto.

Dorian se inclinó hacia adelante, con los ojos entrecerrados.

—Tengo una enfermedad cerebra!. Mi mente está desintegrándose en pedazos. ¡Y dentro de pocos meses seré un cadáver que se pudre!

—Ya lo sé —repuso Gwen—, Pero no estás loco aún. y, cuando lo estés, no serás mi primer lunático... como tampoco serías mi primer cadáver.

—¡No le casaste con los otros! ¡No te acostaste con ellos! —Echó atrás las mantas y se puso a caminar a zancadas, en espléndida desnudez, hasta la ventana—. Ni quiero ser tu paciente—dijo, mirando hacia la oscuridad de fuera—. Y ahora soy tu amante. Y tú estás embelesada. Es algo macabro.

No le habría parecido macabra si hubiese podido verse como lo veía ella, alto y fuerte, tan hernioso a la luz de las velas.

—Tú mismo dijiste ijue lu Providencia no brinda a todas sus criaturas una muerte bella —dijo—. No da a cada uno de nosotros lo que queremos. No me convierte a mí en hombre, para que pueda ser médico.

Salió de la cama y se acercó a él.

—Pero ahora no lamento en absoluto ser mujer —le dijo—. Me hiciste celebrarlo, y soy lo bastante práctica y egoísta como para querer disfrutar de esa alegría lodo el tiempo que pueda.

Dorian se dio la vuelta, con semblante sombrío.

—Oh, Gwen.

Entonces ella comprendió que no lo tendría mucho tiempo. La expresión lúgubre, la desesperación en la voz de Dorian le dijeron que las cosas eran peores de lo que parecían.

"Pero ese es el futuro", se dijo.

Le apoyó una mano en el pecho:

—Tenemos esta noche —dijo con suavidad.

La hizo alegrarse de ser mujer.

Tenemos esta noche, había dicho.

Ni el mismísimo San Pedro, respaldado por una hueste de mártires y ángeles, habría podido resistirse a ella. Habría dejado que las puertas del Cielo se cerrasen a sus espaldas, la habría estrechado entre sus brazos, y se habría dedicado en cuerpo y alma a hacerla feliz, aunque se condenase por toda la eternidad.

Así, Dorian alzó en brazos a la tonta enamorada de su esposa, la llevó hasta la cama y le hizo el amor otra vez. Y gozó otra vez del embeleso deque le hicieran el amor, de ser deseado, de que confiaran en él. Y después, con la condesa dormida entre sus brazos, se quedó despierto, dudando de si estaría vivo o muerto, porque no podía recordar cuándo había sentido el corazón tan dulcemente colmado de paz como en ese momento.

Sólo cuando el primer rayo débil del día que comenzaba se metió en la habitación, se le ocurrió algo parecido a una explicación.

Nunca, en toda su vida, había hecho nada bueno por nadie. No había hecho otra cosa que fantasear con rescatar a su madre de un mundo al que no pertenecía y llevársela al continente, donde ella ya no tendría que fingir ni mentir. Cuando al fin fue a visitarla, dejó pasar todas las pistas que su madre dejó caer, y siguió adelante, sin preocuparse. Si, en cambio, hubiese prestado atención y se hubiese quedado para ayudar a su padre a cuidarla, podrían haberse adelantado al abuelo y a los "especialistas". Incluso en el manicomio, cuando pareció que era demasiado tarde, no tendría por qué haberlo sido si Dorian hubiese usado el cerebro inteligente que heredó. Tendría que haber presionado sobre el orgullo arrógame y el sentido del deber de su abuelo y convencerlo de manera paulatina. Su madre había pasado años engañando al viejo tiránico. Si hubiese sido necesario, Dorian podría haberlo hecho también.

Y tendría que haberlo hecho luego, cuando cayó el hacha, en lugar de huir de Rawnslej Hall como un niño caprichoso. Así tal vez hubiese logrado algo. Podría haber usado el dinero y la influencia del conde con buenos fines, en proyectos de enseñanza, por ejemplo, para investigación, o tal vez en algún cometido político.

Todos morían, algunos antes, otros después. No era motivo para gimotear. Pero morir sin otra cosa que lamentos y arrepentimientos era patético.

Dorian comprendió que era eso lo que venía inquietándolo los últimos meses.

Pero ahora su alma estaba tranquila.

Por ella.

Hundió la nariz en la melena revuelta de su esposa. La había hecho feliz. La hizo perdonar al Todopoderoso por haberla hecho mujer. Sonrió: comprendió que no era poco.

Gwen quería ser médico. Y lo que era tan importante como eso era que quería usar el dinero y la influencia del conde de Rawnsley con buenos fines.

"Muy bien", dijo para sí. "No podré darle un título académico, pero te daré lo que pueda."

Yesa debió de ser la conclusión correcta, porque su mente se aquietó y, poco después, se dormía.

Después del desayuno, Dorian la llevó a los páramos, al sitio donde su madre lo había llevado a él ocho años antes.

Ayudó a Gwendolyn a apearse, aprovechando para darle un breve be.so, y la llevó a un peñasco que estaba a un lado del sendero. Se quitó la chaqueta, la tendió sobre la piedra fría y la invitó a sentarse encima, cosa que Gwen hizo con sonrisa absorta.

—Anoche dijiste que yo no era tu primer lunático —comenzó diciendo.

—Oh, claro que no —le aseguró—. El señor Eversham, que se hizo cargo de la práctica del señor Knightly, estaba muy interesado por las dolencias neurológica.s y me dejó ayudarlo en varios casos. No todos los pacientes eran irracionales. Pero la señorita Ware tenía seis personalidades diferentes, según el último cálculo, y el señor Bowes tenía propensión a la demencia violenta, y la señora Peebles, que su alma atribulada descanse en paz...

—Después podrás contarme esos detalles —la interrumpió Dorian—. Sólo quería estar seguro de que anoche te entendí bien. No sé si te prestaba suficiente atención, lamento decirlo. No he prestado atención desde que tú llegaste.

—¿Cómo puedes decir semejante cosa? —exclamó—. Tú eres el único hombre, además de Eversham, que me ha tomado en serio. No te reiste de la idea del hospital y no le horrorizaste por lo de las disecciones. —Vaciló un instante—. Si bien es cierto que eres sobreprotector. sé que eso forma parte de tu naturaleza, y que es una inclinación muy noble y caballeresca.

—¿Sobreprotector? —repitió—, ¿Es así como lo consideras, Gwen?

Asintió.

—Quieres protegerme de todo lo desagradable. Por un lado, es encantador sentirse cuidada. Pero, por el otro, es un poco frustrante.

Dorian pudo entender de qué modo la había frustrado: Gwen no quería ignorar lo que se refería a su enfermedad. La había tratado como a una mujer tonta, como hicieran otros hombres.

—Eso imaginé. —Para evitar estrecharla entre sus brazos "sobreprotectores", cosa que mucho deseaba, unió las manos tras la espalda—. Tienes una mentalidad médica. No ves las cosas como nosotros, los legos. Para ti, la enfermedad es objeto de estudio, y los enfermos, fuentes de conocimiento. Sus padecimientos no te resultan nauseabundos, lo mismo que a mí no me lo resultaría una obra de Cicerón. —Hizo una pausa, y comenzó a acalorarse—. En otros tiempos, me consideré un estudioso. Los clásicos.

—Lo sé. —Sus ojos verdes tenían una tierna expresión de admiración—. Bertie dice que obtuviste una distinción.

—Sí, no sólo soy un tipo apuesto —dijo, con una breve carcajada—. Tengo... tenía cerebro. —Incómodo, apartó la vista, hacia los páramos—. En otra época, yo también tenía planes, como tú. Pero no los había... pensado bien, y todo terminó en... un lío.

Se le oprimió la garganta.

Se dijo que era absurdo sentirse inquieto. Se había preparado para decírselo todo. Sabía que era lo correcto. Gwen necesitaba conocer los hechos, todos, para tomar decisiones sensatas con respecto a su propio futuro. En la actualidad, su vínculo con él no era mucho más que el enamoramiento de una esposa flamante y una respuesta a la pasión física que compartieron. Después que él le contara todo lo concerniente a su pasado y lo que le deparaba el futuro, si Gwen decidía irse, pronto recobraría el equilibrio. Si prefería quedarse, al menos lo haría con los ojos abiertos, preparada para lo peor. Si quería demostrar respeto por la mente y la personalidad de su esposa y convicción en las metas de ella, tenía que darle la alternativa de elegir, y aceptar la decisión que adoptase, y vivir —y morir— con las consecuencias.

—¿Dorian?

Dorian cerró los ojos: qué dulce sonaba su nombre en labios de ella. Eso tampoco lo olvidaría, sucediera lo que sucediese... o por lo menos lo recordaría mientras su cerebro funcionara.

Se volvió hacia ella sonriendo, mientras se quitaba de la cara el cabello que el viento agitaba.

—Sé que quieres oír los fascinantes detalles de mi enfermedad —dijo—. Estaba tratando de decidir por dónde empezar.

Gwen se sentó más erguida, y la expresión suave y amorosa fue reemplazada por aquella mirada verde firme que tanto lo intrigara la primera vez que se vieron.

—Gracias, querido mío —dijo, ya en tono profesional—. Si note importa, me gustaría que empezaras por tu madre.

Esa noche, después de la cena. Gwendolyn se sentó a la mesa de la biblioteca c hizo una lista tic textos médicos que quería que le enviasen. Dorian se sentó junto al fuego, hojeando un volumen do poesía.

Sabía que no había sido fácil para él hablarle del pasado, pero estaba segura de que le haría bien. "Tenía demasiadas cosas encerradas dentro", pensó Gwendolyn, volviendo la mirada a él. Las personas que hacían eso solían exagerar las situaciones de manera desproporcionada, y lo que empeoraba las cosas era la ignorancia de Donan en materia de ciencia médica.

Por ejemplo, tas quimeras visuales que describió eran fenómenos fisiológicos comunes a muchas enfermedades neurológieas, y no aberraciones, como él creía. Más aún, Dorian no había comprendido bien el caso de su madre, ni lo difícil que era el tratamiento de los dementes. Tampoco comprendió que, a menudo, los médicos no tenían modo de saber, hasta después de la muerte, si el cerebro estaba físicamente dañado. Aun ella misma no estaba segura de si el señor Borson habría manejado el caso con prudencia.

Dorian alzó la vista y la sorprendió contemplándolo.

—Tienes tu ceño de médica —le dijo—. ¿Por casualidad estaré echando espuma por la boca sin saberlo?

—Estaba pensando en tu madre —respondió Gwen—. En el cabello, por ejemplo. No sé si cortarlo era la única solución.

El semblante de Dorian se puso rígido, pero sólo un momento. —No sé qué otra cosa podrían haber hecho —dijo, lentamente—. Se lo arrancaba en mechones ensangrentados, según decían mi padre y mi tío. Creo que no sabía que era su propio cabello. Debía de creer que eran garras. Las garras imaginarias de las Furias.

Gwendolyn se levantó do la silla, se acercó a su esposo y le apartó el cabello de la cara.

Dorian le sonrió.

—Te doy permiso para corlarme el cabello. Gwen. Tendría que haberlo hecho yo, hace semanas... o. por lo menos, para mi boda.

—Pero esa es la cuestión. No quiero que te cortes el cabello.

—No lo llevo así por ningún capricho loco que tú debes consentir—le dijo—. He tenido motivos prácticos que ya no tienen importancia.

—Yo creí que lo hacías por despecho a tu abuelo—dijo Gwen—. Si hubiese sido mi abuelo, estoy segura de que yo habría hecho algo para fastidiarlo. —Pensó un instante—. Pantalones. Habría llevado pantalones. Dorian rió.

—Ah, no, yo no era tan audaz. Cuando fui a Londres, me preocupaba que alguien pudiese reconocerme y le dijera a mi abuelo dónde estaba. En ese caso, hubiesen castigado a mi casera y a mis empleadores por dar ayuda y comodidad al enemigo.

Le había hablado de su estancia en Londres, cuando trabajaba como un esclavo, noche y día. de1 trabajo en los muelles explicaba la existencia de esos músculos, que la habían intrigado sobremanera. Era raro ver ese desarrollo de la parle superior del cuerpo entre la nobleza, pero no entre los trabajadores y los pugilistas.

—Con apariencia de excéntrico, y tal vez algo peligroso, el recluso mantiene a raya a los curiosos —prosiguió—. Los hace desistir de entrometerse en los asuntos personales de uno. Es obvio que tales preocupaciones se extendieron aquí, a Dartmoor. por lo menos mientras vivió mi abuelo.

—Bueno, me alegra de que no fueses práctico y no te cortaras el pelo para la boda —dijo Gwen—. Va muy bien con tus rasgos exóticos. No tienes mucho aspecto de inglés. Al menos, no del modo común. Hizo una pausa, impresionada por una idea. Se echó atrás para observarlo... y sonrió.

Dorian le atrapó la mano, la arrastró hacia él y la hizo sentarse en su regazo.

—Será mejor que no te rías de mí, doctora Gwendolyn —dijo con severidad—. Los locos no tomamos muy bien esas actitudes.

—Estaba pensando en la prima Jessica y en su esposo —dijo Gwendolyn—. Daín tampoco tiene una apariencia común. Al parecer, ella y yo tenemos gustos similares en materia de hombres.

—Ciertamente. A ella le gustan los monstruos, y a ti los lunáticos.

—Tú me gustas —dijo, acurrucándose contra él.

—¿Cómo puedo no gustarte? Ayer pasé horas hablando de poco más que síntomas médicos y asilos para locos. Y tú me escuchaste como si fuera poesía y casi te desmayaste a mis pies. Es una lástima que no tenga ningún tratado médico. Estoy seguro de que no tendré que leer más que un par de párrafos, y te volverás lujuriosa y comenzarás a desgarrar mi ropa.

"Lo único que tienes que hacer para que me vuelva lujuriosa es estar ahí de pie o sentado", pensó Gwen. Se echó atrás.

—¿Te gustaría?

—¿Que me desgarres la ropa? Claro que me gustaría. —Inclinó la cabeza y le murmuró en el oído—: Recuerda que estoy mentalmente desequilibrado.

Gwen echó una mirada hacia la puerta.

—¿Y si entra Hoskins?

Dorian deslizó la mano de ella por la abertura de su camisa.

—Le diremos que es un tratamiento.

Gwen se volvió hacia él. Entre el chisporroteo de risas, en los ojos de Dorian emergió el deseo, feroz y cálido.

Un día, muy pronto, esa fiera calidez se tornaría peligrosa... quizá fatal.

Pero Gwen afrontaría ese momento cuando llegara. Entretanto se sentía feliz de arder entre sus fuertes brazos.

Levantó la mano de él y la llevó a su pecho.

—Tócame —susurró—. enloquéceme a mí también, Dorian.

Al día siguiente, tuvo un ataque.

Acababan de terminar el desayuno cuando Gwen vio que parpadeaba, impaciente, y agitaba las manos en el aire cerca de su cara.

Dorian se sorprendió haciéndolo y rió.

—Sé que es inútil —dijo—. Supongo que se trata de un reflejo.

Gwendolyn se levantó de la silla y se acercó a él.

—Si vas a la cama ahora y tomas una dosis de láudano, apenas te darás cuenta cuando empiece el dolor de cabeza.

Dorian se levantó y fue arriba con ella, con expresión preocupada. Gwen lo ayudó a desvestirse y notó que su visión no estaba tan dañada como para no poder encontrar los pechos de ella. Los acarició, mientras ella luchaba con el cuello de la camisa.

—Estás de muy buen humor —le dijo, cuando al fin logró acostarlo y taparlo—. Si no supiera la verdad, sospecharía que mi señor me ha engañado, para atraerme a sus aposentos.

—Ojalá fuese una treta —repuso, parpadeando—. Pero ahí están esas malditas, guiñando y parpadeando. Y tú tenías razón, Gwen: no son como fantasmas. Tú las has descrito mejor. "Como chocar contra un poste de alumbrado", dijiste. "Primero ves estrellas, después sientes el dolor." Me gustaría saber qué fue lo que convenció a mi cerebro de que sufrí un golpeen la cabeza.

Ella lo sabía bien.

—Le dije que había que aislarlo de cualquier fuente de agitación nerviosa —había dicho Kneebones.

El era un médico de verdad, con décadas de experiencia. Entendía la enfermedad, había estudiado durante meses a la madre de Dorian.

—Ya ha vista lo que le han provocado las novedades sobre la familia: tres ataques en una semana.

Recordó la conversación del día anterior, y le remordió la conciencia.

—Ya entiendo qué ha sido —dijo, tensa—. Ayer te obligué a revivir las experiencias más dolorosas de tu vida. Y no me conformé con un panorama general, no. Te presioné para sacarte los detalles, incluso del informe postmorten de tu madre. Debería haber comprendido que era mucho esfuerzo para hacerlo de una sola vez. No puedo creer que no fui capaz de preverlo. Me pregunto dónde dejé mi sensatez.

Empezó a moverse para ir a buscar la botella de láudano, pero Dorian le aferró la mano.

—Yo me pregunto dónde la has dejado ahora —le dijo—. Gwen, me hiciste revisar el pasado. La conversación de ayer no me hizo más que bien. Aliviaste mi mente en cien sentidos diferentes.

Le tironeó de la mano.

—Siéntate.

—Tengo que ir a buscar el láudano.

—No lo quiero. Por lo menos, hasta que se vuelva insoportable. Ese es el único motivo que me llevó a tomarlo hasta ahora. No estaba seguro de poder confiar en mí mismo. Pero puedo confiar en ti. No soy tu primer loco. Tú sabes cuándo necesito recibir estupefacientes.

—También sé que el dolor es terrible —dijo Gwen—. No puedo permitir que estés ahí tendido, soportándolo. Tengo que hacer algo, Dorian.

Dorian cerró los ojos y relajó el semblante.

—Ha empezado, ¿no es así?

Luchó para mantener la voz baja y regular.

—No quiero ingerir estupefacientes—dijo, en tono sereno—. Quiero tenerla mente clara. Si debo estar incapacitado físicamente, me gustaría aprovechar para pensar, mientras aún pueda.

Gwendolyn ahogó con firmeza su conciencia, que gritaba. La culpa no lo ayudaría.

Se recordó que había llegado ahí con expectativas modestas. Esperaba aprender, al mismo tiempo que aliviaba e! sufrimiento del enfermo, hasta donde le fuera posible. Nunca se había hecho ilusiones de curar lo que la ciencia médica casi no podía entender, y mucho menos tratar.

No esperaba enamorarse de él casi al instante. Pero eso sólo cambiaba sus sentimientos, y no tendría más remedio que vivir con ellos. Aun así, no permitiría que la gobernasen, ni se dejaría tentar para rogar un milagro, cuando lo que en realidad tenía que hacer era escucharlo, brindarle lo que necesitaba y encontrar el mejor modo de suministrárselo.

—Quieres pensar—dijo, frunciendo el entrecejo.

—Sí. Sobre mi madre, y lo que lií dijiste de ella. Sobre mi abuelo. Los especialistas. El loquero. —Se apoyó un pulgar en la sien—. No creo que se me haya roto un vaso sanguíneo, y sin embargo veo desfilar mi pasado ante mí. —Con sonrisa torcida, añadió—: Y empieza a tener sentido.

Gwen sintió una oleada de alarma, pero la contuvo sin piedad.

—Muy bien —dijo con calma—. Nada de soporíferos. Más bien probaremos con estimulantes.

Gwendolyn le dio café. Muy fuerte y en grandes cantidades.

Dos horas e innumerables tazas después, Dorian estaba completamente recuperado, y su esposa lo contemplaba como si acabara de levantarse de entre los muertos. Estaba de pie junto al fuego, las manos enlazadas frente a ella, la expresión, una cómica mezcla de preocupación y perplejidad, mientras lo veía ponerse la ropa.

—Empiezo a sospechar que te creíste que se me había roto un vaso sanguíneo —le dijo Dorian, mientras se abotonaba el pantalón—. O estaba a punto de sucederme.

Su expresión cómica se desvaneció y dejó paso a la conocida mirada firme.

—No sé qué pensar —le dijo—. Sinceramente estoy confundida. Dos horas, del principio al final. Esto no tiene sentido desde el punto de vista médico.

—Te dije que sentí con toda claridad cómo se aliviaba la presión después de la cuarta taza —dijo—. Como si hubiese liberado mi cabeza de un torno. Tal vez el café liberó a mi organismo de la presión y... —sonrió— ... pasó al orinal.

—Tiene propiedades diuréticas.

—Es obvio.

—Pero no deberías haber reaccionado así. —Se le formaron arrugas en la frente—. Tal vez yo interpreté mal tu relato del informe de la autopsia, pero no sé cómo. El caso de lu madre no era demasiado insólito.

—Me gustaría saber qué es lo que te preocupa —le dijo Dorian—. ¿Esluve parloteando incoherencias sin darme cuenta? ¿Muestro signos de manía? La extraordinaria sensación de bienestar, ¿es una señal de alarma? Gwendolyn, si estoy a las puertas de la muerte, me gustaría ser informado.

Gwen soltó un suspiro trémulo.

—No lo sé. Había pensado que la dilatación de los vasos sanguíneos y el aumento de flujo sanguíneo, tal vez aumentados por el derrame, dispararon el aura y el dolor. Pero para que cesara el dolor los vasos debieron contraerse otra vez y disminuir el flujo sanguíneo... y se supone que tus células y lu tejido están demasiado débiles y dañados para hacerlo tan rápida y completamente.

Dorian recordó lo que Gwen le había dicho con respecto a la función del cerebro.

—Entiendo —dijo—. Temes que algo haya cortado el suministro de sangre con demasiada brusquedad, quizá de una forma peligrosa y anormal, y que este sea un alivio ilusorio y temporal.

—No podría decirlo.

La voz de la mujer era un poco trémula.

"Quizá caiga muerto en el próximo minuto", pensó Dorian. Eso no parecía posible. Nunca se había sentido más vivo. De todos modos, no quería correr ningún riesgo.

Se acercó a ella y la atrajo a sus brazos y la besó, con un beso largo y apasionado, hasta que ella se relajó contra él. Siguió besándola, acariciándola y la llevó hasta la cama.

Esto no era lo que pensaba hacer. Sólo quería estar seguro de que ella entendía cómo se sentía con respecto a ella.

Pero, una vez que empezaron, no pudieron detenerse. En poco tiempo, la ropa que poco antes se había puesto quedó desparramada por el suelo junto con la de ella, y Dorian se perdió, se sumergió en ella, en el mar caliente del deseo.

Y después, mientras permanecían acostados juntos, con los miembros entrelazados, descubrió que su corazón aún latía y su cerebro funcionaba y le dijo a ella lo que había hecho por él.

Ayer le había hablado de su pasado libertino, esperando que se horrorizara y disgustase. En cambio, Gwen desechó, impaciente, su preocupación, considerando como un comportamiento masculino normal el beber y salir con mujeres.

Le habló de su madre, de la criatura lamentable y monstruosa en que se había convertido, y a Gwendolyn no se le movió un cabello.

—Es como la consunción —dijo, reduciendo los horrores a una serie lógica de hechos fisiológicos—. No se puede decir que sus infidelidades y secretos la empeorasen o provocasen el derrumbe final. Su matrimonio era insatisfactorio. Por lo que sabemos, las intrigas románticas podrían haber reducido la tensión emocional y demorar lo inevitable en lugar de apresurarlo.

Si Dorian se hubiese quedado con su madre, podría haberla agitado más, porque Aminta tenía un lazo emocional más fuerte con él que con el padre. Esa era la teoría de Gwen.

Más aún, le dijo que era preciso poner en la debida perspectiva las condiciones del manicomio. En esos casos, era frecuente que quedaran destruidas las facultades morales. Los pacientes podían parecer calmos y racionales sin tener más conciencia o control de sus pensamientos y de sus actos que si fuesen marionetas a las que las células cerebrales dañadas tiraban de los hilos. Y, conscientes o no, a menudo olvidaban por qué estaban enfadados o tristes, igual que olvidaban los principios básicos de la higiene, e incluso quiénes eran o dónde imaginaban que habían estado unos minutos antes.

Eso le hizo comprender que tal vez su madre no había tenido que soportar continuas humillaciones y dolores, porque la mayor parte del tiempo estaba viviendo en su mundo propio, donde casi nada podía alcanzarla.

—Realmente has aliviado mi mente —le dijo Dorian a su esposa—, Ni mi abuelo me parece ya tan monstruoso. Más bien lamentable, con su ignorancia, su temor de lo que no comprendía, y su dependencia de los especialistas. Pero tú no eres como él ni sus preciosos especialistas. Tienes talento para hacer que lo incomprensible tenga sentido. Lo reduces a proporciones manejables. Hasta este último ataque parece poco más que una maldita molestia.

Gwen se incorporó sobre el codo y le observó el rostro.

—Tal vez, porque has estado menos agitado y tu cerebro no ha trabajado con tanta intensidad —le dijo—. Dijiste que necesitabas pensar, y parece que tus reflexiones han sido positivas. Es posible que el tratamiento más beneficioso consistiera en estimular esos pensamientos en lugar de adormecerte.

—Hacer el amor me sugiere gran cantidad de pensamientos positivos —le dijo—. Quizá tengamos que considerarlo también como un tratamiento benéfico.

Gwen arqueó una ceja.

—No recuerdo nada en la literatura médica que recomiende el coito como tratamiento.

Dorian metió los dedos entre el pelo revuelto de Gwen y la atrajo hacia sí.

—Quizá no hayas leído suficientes libros.

Tres semanas después, Dorian estaba en la puerta de la sala de su esposa, observándola leer, ceñuda, un folleto.

Los libros habían llegado hacía dos semanas, y él y Hoskins la ayudaron a convertir la sala en estudio. Los libros médicos formaban pulcras filas en el anaquel.

El escritorio ya no estaba tan ordenado. Folletos, cuadernos de apuntes y hojas de tamaño oficio se amontonaban al azar.

Dorian se apoyó en el marco de la puerta y, cruzando los brazos, observó a su preocupada esposa.

Sabía lo que estaba buscando. No una cura, porque no la había, sino las claves de la "respuesta positiva" al tratamiento. Si bien jamás lo admitiría, Dorian sabía que tenía esperanzas de prolongarle la cordura, si no la vida.

Tenía los mejores motivos para cooperar con ella. Estaría agradecido de disfrutar de un mes más, hasta de un día más. Y, sin embargo, esa búsqueda empecinada le oprimía el corazón por ella. No era tan "práctica y egoísta" como afirmaba. Le importaban mucho sus pacientes. Hasta le importó el señor Bowes, cuya demencia hacía que los ataques de la madre de Dorian, por comparación, parecieran meros enfurruñamientos.

Pero, en el presente, no era simple cuestión de que le importase. Dorian temía que la dedicación de Gwendolyn fuese exagerada, que pasara de la necesidad de esclarecimiento a la obsesión. La noche anterior había murmurado en sueños algo acerca de "inconstancia idiopática", "lesiones" y "síntomas prodrómicos".

Tenía la tentación de mandar de vuelta los libros y de ordenarle que dejara, que desistiera, antes de que la atacase una fiebre cerebral. Pero no podía privarla de lo que era una oportunidad de aprender única en su vida, ni demostrar falta de respeto por su madurez, intelecto y competencia.

Por fortuna, estaba en condiciones de pergeñar algo así como una solución, porque su mente, pese a dos ataques más, aún funcionaba. El último, la semana anterior, había durado veinticuatro horas, hasta que Dorian hizo que Gwen le diese una dosis de jarabe de ipecacuana, para hacerlo vomitar. Después durmió como un tronco otro medio día.

Pero se recobró con la misma sensación de bienestar y de lucidez que experimentaron en las dos ocasiones anteriores. Estaba seguro de que eso se debía a que su esposa había exorcizado los demonios del miedo, la vergüenza y la ignorancia, reduciendo así la presión emocional sobre el cerebro dañado. Sabía que el alivio era temporal, y no pensaba desperdiciarlo. No tenía futuro, pero Gwen sí, y Dorian había pasado la última semana ocupándose del futuro de ella.

—¿Es mal momento para interrumpir? —le preguntó.

Gwen alzó la cabeza, su expresión preocupada se desvaneció y pareció salir el sol en esa sonrisa infinita que todavía le provocaba un vuelco en el corazón.

—Nunca es mal momento para ti —le dijo—. Eres la más bienvenida de las interrupciones del mundo.

Dorian se apartó del marco de la puerta, fue hasta el escritorio y se encaramó en el borde. Posó la vista en el folleto que ella había dejado cuando él se acercó: "Una descripción de la Manía Idiopática Aguda tal como se manifiesta..."

—Es uno de los estudios de Eversham —le explicó—. Pero tu comportamiento no coincide con el modelo.

Dorian levantó el trabajo y lo hojeó.

—Me pregunto cómo haces para entender algo de este galimatías. —Dejó el folleto y levantó un libro delgado—. Este es peor aún. Si yo intentase leer la primera frase, me pondría a aullar... y sólo son tres cuartos de página.

—Son médicos, no escritores —dijo Gwendolyn—. Tendrías que ver cómo escriben a mano. Es un milagro que los impresores no estén ya en el manicomio.

—Tu letra no es como para presumir—le dijo, con una mirada significativa a la desordenada pila de hojas de tamaño oficio cubiertas con la escritura imposible de Gwen.

La muchacha frunció la nariz.

—Sí, mi escritura es muy fea. No como la tuya. Estoy segura de que eras el mejor copista que tuvieron jamás los abogados londinenses.

—Me encantaría copiar tus notas de manera legible —le dijo—. De hecho, yo...

Se interrumpió, con la mente perdida en los recuerdos. Era algo que le había dicho. Algo relacionado con un "malentendido".

Al sorprender la expresión afligida de Gwen, se encogió de hombros.

—Estoy bien. Mi mente ha divagado, eso es todo. Te he interrumpido por un motivo concreto, y la jerga médica y tu escritura horrorosa me han distraído.—Le revolvió el cabello—. He venido a pedirte que me acompañes a visitar Athcourt.

—¿Athcourt? —repitió, sin entender.

—Le escribí a Dain hace unos días —le explicó—. Necesito consejo sobre ciertas cuestiones de negocios. Ahora él es miembro de la familia, su propiedad está a unos pocos kilómetros al sudeste de aquí y, por lo que he oído, es un excelente administrador.

—Athcourt tiene fama de ser una de las propiedades más prósperas y mejor administradas del reino —dijo Gwendoiyn, asintiendo—. Estoy segura de que su pericia para los negocios es sólida.

—De cualquier modo, me invitó con cordialidad.

Donan sacó una carta del bolsillo y se la dio.

Mientras Gwen la leía, empezó a temblarle la boca.

—Ese hombre es un malicioso incorregible. ¿Y esto que es? —Empezó a leer en voz alta—: "Si ese papanatas de Trent todavía anda por ahí, podrías traerlo también, pues sólo resultaría un desastre si lo dejáramos a su propio arbitrio. Pero tú ya sabes lo que se espera de ti en tal caso". —Alzó la vista—. Parece que os conocéis mejor de lo que yo suponía.

Dorian rió.

—Dain todavía estaba en Eton cuando llegó Bertie —explicó—. Más ó rnenos una vez cada quince días, Bertie se caía por las escaleras o tropezaba con algo, o, de algún modo, se las ingeniaba para cruzarse en el camino de Su Señoría. Por fortuna, yo estaba cerca la primera vez y aparté a Bertie antes de que Dain se ocupara de él con métodos más violentos. Después de eso, cada vez que tu primo aparecía ante la presencia satánica, Su Señoría me llamaba: "Camoys", decía, de lo más frío. "Ha vuelto. Hágalo irse." Y entonces yo me ocupaba de hacer desaparecer a Bertie.

—Puedo imaginarme a Dain haciéndolo. Y a tí también. —Le palmeó el brazo—. Es tu veta protectora.

—Era mi instinto de conservación —la corrigió Dorian, indignado—. Yo tenía apenas doce años y Dain, ya a los dieciséis, era grande como una casa. No tenía más que posar una de sus manazas en mi cabeza para aplastarme como a un insecto. —Rió—. Sin embargo, yo lo admiraba mucho. Habría dado cualquier cosa por poder salir impune como él de las cosas que hacía.

La risa de Gwendoiyn fue un sonido delicioso.

—Yo también —dijo—. No es difícil imaginar porqué tiene a Jessica cautivada. O por qué eso la ofende tanto.

—Se me ocurrió que te gustaría mucho visitarla, mientras Dain y yo hablamos de negocios.

—Me encantará. —Le devolvió la carta—. Me alegra que hayas pensado en Dain como asesor comercial. Es mejor que Abonville. El duque es extranjero y pertenece a otra generación.

—Sabía que tenías reservas con respecto a él.

—Es un hombre maravilloso, pero puede llegar a ser demasiado paternal.

Dorian vaciló. No quería inquietarla, pero, por otro lado, tampoco podían pasar el tiempo que quedaba evitando toda mención de lo que les esperaba.

—Entonces espero que no te moleste si termino por hacer que mi guardián legal sea Dain, en vez de él —dijo, con calma.

Hubo una pausa insignificante, y luego dijo:

—Si yo tuviera dificultades y tú no estuvieras en condiciones de ayudarme, no habría nadie a quien preferiría tener a mi lado.

Cruzó la mirada clara y firme con la de su esposo.

Dorian imaginaba cuánto le costaba tanta compostura y firmeza, y eso lo perturbaba. Pero no podían fingir que siempre se tendrían el uno al otro, porque no era así.

Se inclinó y la besó.

—Así es como me siento —dijo. Se echó atrás y rió—. Si tenemos que elegir un aliado, es mejor que elijamos el más grande que podamos encontrar.

Unos días después, fueron a Athcourt, con la intención de quedarse dos días. Terminaron quedándose una semana.

Dain resultó estar bien informado —y obstinado para expresar su opinión— en una variedad de asuntos, y muy pronto los dos hombres discutían felices, como viejos amigos o como hermanos. Se persiguieron el uno al otro por el vasto parque de Athcourt y por los páramos circundantes, Practicaron esgrima y tiro. Un día Dain se encargó de enseñar a Dorian ciertos detalles finos del pugilismo, y se pegaron en una esquina del corral, mientras las esposas los animaban.

El hijo ilegítimo de Dain también vivía en Athcourt. Era un demonio de travieso, de ocho años, al que Dain se refería orgulloso llamándolo Semilla del Demonio.

Al principio, el pequeño Dominick miraba con cautela a Dorian, pero al cabo de dos días estaba invitando al conde de Rawnslcy a visitar su casa del árbol. Dorian supo que esto significaba un honor. Hasta el momento, sólo su padre adorado tenía acceso al refugio y era iniciado en sus misterios.

Así, Dorian volvió de Athcourt con las rodillas y los codos raspados, la afirmación de Dain de que atendería con celo los asuntos de Gwendolyn... y el loco anhelo de tener un hijo.

Se dijo que era ridículo ansiar un hijo al que no vería nacer y concentró sus energías en concretar el soñado hospital de Gwendolyn.

Dain estuvo de acuerdo con él en que ni el título ni las riquezas compensarían el hecho de que era una mujer, y, además, joven. Tendría que enfrentarse a muchos hombres, y pocos de ellos debían de tener una visión realista de las capacidades femeninas.

—Puedo enfrentarme a los hombres —había dicho Dain—, pero tal vez necesite instrucciones precisas. No sé nada de hospitales, ni aun de los de día, y creo que tu señora tiene en mente algo novedoso.

—No sé si será tan precisa como sería de desear cuando llegue el momento —respondió Dorian—. Yo ya detecto señales de tensión emocional. Se me ocurrió que, si comenzáramos ahora con el proyecto, sería una distracción saludable. Más aún, si yo estoy directamente comprometido en su fundación, los demás lo considerarán con más seriedad. Si el conde de Rawnsley dice que la construcción debe ser un perfecto hexágono, por ejemplo, otro tipo no se atreverá a decir que, en realidad, debe ser un cubo perfecto, y comenzará a pelear con otro que opina que debe ser un octógono, según las más altas autoridades. Más bien todos murmurarán: "Sí, milord. Un hexágono, por supuesto", y tomarán nota de cada una de mis palabras con el mayor de los cuidados, como si vinieran directamente desde el trono del Altísimo.

Dain rió, pero algo en su mirada oscura puso nervioso a Dorian.

—¿Soy demasiado optimista? —le preguntó—. Si tú dudas de mi capacidad, Dain, yo quisiera...

—Sólo me preguntaba por qué diablos no te cortas el pelo —dijo Dain—. SÍ bien yo dudo de que un cambio de peinado no afectará tu credibilidad, a fin de cuentas eres un Camoys, a mí me resultaría un fastidio si tuviese que cuidarlo, como si no hubiese bastantes líos para organizar el proyecto.

Dorian sonrió, sumiso.

—A mi esposa le gusta.

—Y tú, pobre tonto, estás deslumhrado. —Dain le lanzó una mirada compasiva y rió—. Bueno, entonces supongo que más racional que ahora no serás nunca. Yo diría que hagamos lo mejor que se pueda.

Dorian estaba decidido a hacer lo mejor que pudiera.

Por eso, la segunda noche después del regreso al hogar, le explicó a Gwendolyn la idea que tenía respecto de empezar con el hospital.

Gwcn le dijo que era una idea excelente, y pareció muy entusiasta, pero Dorian no pudo desembarazarse de la sensación de que la mente de su esposa estaba en otro lado: en su maldita enfermedad y sus rebeldes misterios. Estaba muy tentado de regañarla. Pero, en cambio, contuvo la tentación y le hizo el amor.

La tarde siguiente, se instalaron en la biblioteca para hablar en detalle de la cuestión, y estaba igual. Habló con entusiasmo de sus ideas y aceptó hacer un esbozo de plano para el edificio en sí, describiendo las funciones de las diferentes áreas. Y, sin embargo, Dorian tuvo la sensación de que su mente no estaba por entero en la cuestión.

Los días que siguieron, Gwen continuó trabajando alegremente con él, transformando sus sueños en hechos ordenados y especificaciones, pero el matiz de distracción persistía.

Dorian lo sobrellevó con paciencia. De ella había aprendido que, a menudo, era posible combinar varios tratamientos para atacar el conjunto de síntomas de una dolencia. Un remedio para ese tipo de dolores de cabeza, por ejemplo, era combinar láudano con ipecacuana: el primero para amortiguar el dolor y el segundo para aliviar la náusea induciendo el vómito.

Del mismo modo, ideó un tratamiento combinado para ella. Uno de los "remedios" llegó una semana después del regreso de Athcourt.

Donan se escabulló en el estudio de Gwen y dejó el paquete sobre el escritorio, mientras la esposa acordaba con el cocinero el menú del día siguiente. Después salió de la casa, para ocuparse de la segunda parte del remedio.

Una hora después, Gwendolyn, de pie en el estudio, miraba a Hoskins, perpleja.

—Se ha ido a Okehampton —le dijo el criado por segunda vez—. Tenía una cita. Algo relacionado con el hospital.

—Ah. Ah, sí, con el señor Dobbin. —Gwendolyn se dio la vuelta—, Me lo recordó durante el desayuno, y yo, como una tonta, lo olvidé. Debo de tener la mente en cualquier lado. Gracias, Hoskins.

Gwen se quedó en la entrada, con la vista fija en el grueso sobre que había sobre el escritorio, mientras los pasos de Hoskins se alejaban.

Cerró la puerta, volvió al escritorio y recuperó la carta, con manos temblorosas,

Era del señor Borson, el médico que había cuidado a Aminta Camoys. Era en respuesta a un ruego de Dorian. Le había escrito a Borson quince días atrás, sin decírselo a ella.

Dorían había adosado una nota a la carta de Borson: "Hela aquí, doctora Gwendolyn... con todos los deliciosos detalles escabrosos. Espero encontrarte retorciéndote en un un ataque de lujuria incontrolable cuando regrese".

Gwen leyó la nota por décima vez y ya no pudo controlarse. Se tapó la cara con las manos y lloró, pero no por la respuesta de Borson .sino por lo que le había costado obtenerla a su esposo, escribirle para pedirle un favor a un hombre al que consideraba como el torturador de su propia madre, si no el asesino.

Dorian lo había hecho por el bien de Gwendolyn, y eso era lo que le estrujaba dolorosamente el corazón, y por eso lloró como una esposa y no como la doctora que pretendía ser.

O que creyó poder ser.

0 se imaginó capaz de ser.

Se reprochó no estar comportándose de manera muy capaz.

Se enjugó las lágrimas y se le ocurrió que después habría tiempo de sobra para llorar. Toda una vida, si optaba por dedicarse a la pena y echar por la borda los dones que Dios le había dado y todo lo que su esposo intentaba dejarle. Dorian sabía que ella trataba de aprender e intentaba ayudarla de todos los modos que podía.

No tenía por qué llorar. Sabía que a Dorian lo hacía feliz ayudarla. Más aún, en la carta de Borson había información harto valiosa. Lo comprendió al primer vistazo. Y hasta había incluido una copia del informe poslmortem, que resolvería varios enigmas persistentes... en cuanto Gwen pudiese concentrarse como era debido. Y continuar concentrada, cosa que, últimamente, le costaba.

Se le olvidaban cosas, perdía cosas. Pasó una semana entera con Jessica, hasta que se dio cuenta de que la prima estaba preñada. Gwendolyn no fue capaz de conciliar los síntomas más simples: pruebas físicas que ningún estudiante de medicina habría visto, por no hablar ya del estado de ánimo característico. Mientras Gwendolyn estuvo allí, Jessica, que nunca lloraba, había estallado en lágrimas sin razón aparente, y varias veces perdió la paciencia por asuntos de lo más triviales.

Jessica no dijo nada al respecto, y Gwendolyn, por discreción, se abstuvo de preguntárselo. A fin de cuentas, todavía estaba en los primeros días, y el primer trimestre era un período muy incierto...

Trimestre... doce semanas... síntomas...

Gwendolyn miró sin ver el informe de la autopsia.

Hacía más de seis semanas que estaba casada.

.Su última menstruación había ocurrido dos semanas antes de la boda.

El informe se le cayó de los dedos inertes, y dejó caer la mirada sobre su vientre.

—Oh, Dios mío —murmuró.

Dorian estaba en el vestíbulo privado de la posada Golden Hart, en Okehampton, pero no con el ficticio señor Dobbin sino con Bertic Trent, cuyo rostro cuadrado estaba crispado en una mueca dolorosa.

Eso se debía a que estaba tratando de pensar.

—Bueno, Eversham necesita dinero —dijo, al fin—. Pero no es la clase de tipo que se lleva bien con otras personas, pues, si lo fuera, se habría quedado en Chippenham, cosa que hasta Gwen dijo, pero con ella se llevaba bien, y a tía Claíre le gustaba bastante, porque era el único que sabía cómo tratar los ataques de ella.

—No tiene que llevarse bien con otros —le dijo Dorian—. Lo único que hace falta es que nos diga qué hacer. Dain y yo estuvimos de acuerdo en que necesitamos a un medico con experiencia en el comité de planificación del hospital.

También necesitaba a alguien capaz de hablar con Gwendolyn en su mismo idioma, y también hacerla escuchar y enfrentarse a los hechos. Y cuidarse más.

Pero Dorian había explicado todo eso en su carta. El grueso sobre estaba sobre la mesa, entre él y Bertie, que lo miraba con aire de duda y que, por alguna razón, todavía era renuente a apoderarse de él.

—Es información del hospital —le dijo Dorian. Esto era cierto en parte, pero el grueso consistía en copias de los materiales enviados por Borson, de modo que Eversham llegara munido de hechos, para su encuentro intelectual con Gwendolyn—. Espero que la propuesta le resulte irresistible. Si no, cuento con que tú utilices tus inigualables poderes de persuasión. Como hiciste con Borson.

En cuanto Dorian comprendió que tenía que escribirle a Borson, también comprendió que haría falta más de una carta. Los médicos tendían a oponerse y les gustaba conservar secretos; eso se lo había dicho Gwendolyn. Además, por lo general estaban demasiado ocupados con los pacientes para atender la correspondencia. Como no quería correr el riesgo de esperar meses, Dorian decidió buscar a Bertie.

Lo que a Trent le faltaba de inteligencia lo tenía de leal y empecinado. Era leal a Dorian, e insistiría con toda terquedad hasta que Borson le diese lo que había ido a buscar. Y así fue, cuando este comprendió que no tenía otro modo de librarse de Bertie.

Dorian confiaba en que la lealtad y la obstinación de Bertie también darían resultado con Eversham. El héroe de Gwendolyn no parecía la clase de individuo que acude corriendo cuando un noble chasquea los dedos.

—Pero, si no resulta, podemos intentar otra cosa —agregó Dorian, al ver que Bertie seguía ceñudo—. Sé que será más difícil que tratar con Borson. Lo que estamos pidiéndole a Eversham es que abandone su consultorio, levante sus cosas y se marche, cosa nada insignificante. E incluso si acepta, entiendo que necesitará algo de tiempo para arreglar sus propios asuntos. Pero quiero que te cerciores de que entienda que estoy dispuesto a cubrir todos los gastos y usar mi influencia cada vez que se necesite. Asegúrate de convencerlo de que soy un hombre de palabra, Bertie, que esto no es un capricho de loco. Si tiene dudas, puede escribirle a Dain.

Bertie parpadeó con fuerza.

—Tú no estás loco, Gato. No más que yo... y, mirándote bien, mejor que antes. Ella te ha hecho bien, ¿no es cierto?

—Claro que no estoy loco —dijo Dorian—. Y todo gracias a Gwendolyn. Es maravillosa y yo me siento... muy feliz —añadió, con una sonrisa.

"Y quiero que ella sea feliz", añadió, para sí.

La expresión de Bertie se aclaró, y en sus claros ojos azules brilló una luz.

—Sabía que te gustaría, Gato. Sabía que te haría bien.

Dorian entendió lo que significaba esa luz y no le costó imaginar lo que Bertie quería creer.

Pero Bertie no había leído el comentario de Borson acerca del informe post mortem, y, aunque lo hubiese hecho, no habría entendido ni una fracción de lo que logró entender Dorian. Y eso era mucho más de lo que había hecho siete años antes, mucho antes de que Gwendolyn le explicase lo referido a la autosuficiencia del cerebro, que era lo que lo hacía tan susceptible de destrucción.

Bertie no entendía que esa destrucción no podía repararse ni detenerse, que ni Gwendolyn podía lograrlo. No sabía que, cuando empezaba el declive, continuaba sin cesar... como había pasado con Rawnsley Hall, que iba desintegrándose calladamente bajo la superficie, hasta que el techo se cayó.

Bertie creía que "bien" equivalía a "curado", y Dorian no tuvo corazón para explicarle la diferencia.

—Me gusta muchísimo, Bertie —le dijo—. Y me ha hecho un bien inmenso.

Gwendolyn quería construir el hospital en Dartmoor. Lo cual significaba que quería quedarse allí de manera permanente. Estaba ante la ventana de la biblioteca, mirando afuera, y Dorian la veía desesperada.

Estaba de pie ante la mesa donde poco antes había dejado varios esbozos arquitectónicos del hospital e insistía en que le respondiera a la pregunta que le había hecho todos los días, los últimos cinco días, no había querido presionarla.

Desde su encuentro clandestino con Bertie, habían pasado dos semanas y Dorian no había recibido respuesta. Entretanto, Gwendolyn había enfermado. Su semblante alternaba entre una palidez intensa y un violento soneojo, y estaba irritable, sin duda porque dormía mal. La noche pasada sr incorporó de las almohadas, farfullando algo así como extravasación de una u otra cosa.

Gwendolyn, no puedes vivir aquí—dijo, en voz calma, pero con la mente agitada por imágenes futuras de la esposa que lo preocupaban.

Me gusta este lugar —dijo—. Desde el momento que llegue, me he sentido como en mi hogar.

Este clima no es saludable. Hasta en los valles se fija la humedad y .....

La gente pobre no puede costear el traslado de sus parientes enfermos a los alojamientos de la costa, ni viajar ida y vuelta para visitarlos.—Se dio la vuelta—. La gente de los páramos necesita un hospital moderno. Y la humedad no es importante. EI baño es húmedo y frío, y personas en todos los estados posibles de enfermedad y decrepitud viven aquí mientras reciben las aguas.

Este no es un sitio saludable para ti —insistió—. Llevas aquí sólo dos meses y......

Se mesó los cabellos. Dilo, se ordenó. Era hora de dejar de fingir. Su esposa estaba enferma, y era él quien la enfermaba; por lo tanto, era hora de enfrentarse con eso, con o sin Eversham.

“Ese tipo ya debería de estar aquí, maldito sea", pensó Dorian.. Evershans sabría qué hacer, qué decir. Se lo consideraba un médico experto, brillante. Resolvería el enigma que exasperaba tanto a Gwendolyn y la haría ver los hechos de frente.

No estás bien —dijo Dorian—. No comes ni duermes bien, estás cansada y... no te muestras razonable. La otra noche estuviste dos horas enfurruñada, porque dijiste que la cena era "aburrida".

La cocinera tenía que usar especias —dijo Gwen, rígida, con las manos formando puños a los lados—. Mandé a buscarlas a Londres y le a la cocinera todo lo relacionado con la flema, la congestión, y como reducir la presión por exceso de fluidos, pero ella no me hizo caso y lo que hizo fueron... gachas.

Dorian suspiró. Había hablado con Hoskins, quien, a su vez, habló con la cocinera, que afirmó que las especias picantes provocarían indigestión a Su Señoría, y eso era lo que le impedía dormir por las noches. La cocinera había dicho que cualquiera sabía que "revolvían la sangre".

—La cocinera está preocupada por ti —le dijo—. Todos estamos preocupados por ti.

Gwen puso los ojos en blanco.

—Oh, qué encantador. Estoy a punto de hacer un descubrimiento médico, y nadie coopera... porque se les ha metido en la cabeza que deben preocuparse. —Fue hasta la mesa—. Si yo fuese hombre, aceptada como científico, sólo estaría "preocupada" por mi trabajo. Pero, como soy una mujer, lo que sucede es que tengo un ataque de hipocondría, y deben rebajarme la sangre. Rebajármela. —Estampó el puño contra la mesa—. Pocas veces he oído ideas tan medievales. Ya es un milagro que pueda pensar, siquiera, con semejante nube de tonterías y ansiedad enturbiando el ambiente alrededor. Como si no fuera suficiente problema concentrarse en este conc...

Se interrumpió, miró, ceñuda, los dibujos, y se alejó de la mesa, yendo hacia la puerta.

—Necesito aire fresco.

Pero Dorian llegó antes y se interpuso.

—Gwen, está lloviendo —le dijo—. Y tú... —El resto de la frase se perdió, cuando le miró el rostro, que estaba enrojecido. Y el busto ascendía y bajaba rápidamente, como si hubiese corrido kilómetros, y,.. Frunció el entrecejo—. El vestido se encogió.

Gwen se miró.

—Es un milagro que puedas respirar —le dijo él—. Me sorprende que las costuras del corsé no se hayan abierto.

Gwen retrocedió un paso.

—No es sorprendente —repuso, apartando la mirada—. Esto les pasa todas las mujeres de mi familia. Somos tan obvias... —Lanzó un suspiro largo y trémulo—. Estoy... encinta.

—Oh. —Se tambaleó contra la puerta—. Ya entiendo. Sí, claro.

El cuarto estaba oscuro y giró a su alrededor, al tiempo que dentro de él cayó otra oscuridad, como un peso enorme. Le dolieron los ojos y la garganta, y su corazón era una cuña de dolor dentro del pecho.

—¡No! —gritó la mujer—. ¡No te atrevas a darte por vencido, Dorian! No pienses en ponerte enfermo ahora.

Se arrojó a él, que tenía los brazos cruzados, y los abrió, por reflejo, para abrazarla.

Apoyó la cabeza contra el pecho doliente.

—Estoy feliz—le dijo, trémula—. Quiero a nuestro hijo. Y quiero que tú estés.

—Oh, Gwen.

—No es imposible —le dijo—. Lo único que necesitamos son siete meses más. —Se echó atrás y le dedicó una sonrisa tan trémula como su voz—. Si yo fuera una elefanta, sería diferente: el período de gestación es de veinte meses y medio.

Dorian logró lanzar una carcajada temblorosa.

—Sí, veamos el lado positivo. Al menos, no eres una elefanta.

—Hacia el final, tendré una apariencia similar. No querrás perderte ese espectáculo, ¿verdad?

Dorian entrelazó los dedos en la cabellera salvaje.

—No, no me lo perdería, mi amor. Estás presentándome una tentación irresistible.

—Eso espero. —Le palmeó el pecho—. Las motivaciones del paciente pueden tener un efecto muy pronunciado en el tratamiento; eso es lo que dice Eversham. —La voz ya tenía casi el timbre frío y normal—. Tendría que haberle dicho antes lo del niño, pero es un período inseguro, y no quería hacer que te ilusionaras inútilmente. Pero tal vez exageré con las precauciones. No es frecuente que las mujeres de mi familia aborten.

"Siete meses más", pensó Dorian. Antes de que su esposa llegara, le habían dado menos, y ya hacía dos meses que Gwen estaba.

Y, sin embargo, estaba mejor que su madre en esta etapa. Las visiones no habían empeorado, no degeneraron en demonios. Su ánimo seguía siendo relativamente estable. No sufría de súbitos accesos de melancolía o de inexplicable alegría o furia.

En lugar de eso, gozaba del feroz embeleso de hacer el amor con ella y de los momentos de tranquila alegría de trabajar juntos, haciendo planes para algo que valía la pena.

Según Borson, su madre había estado coherente hasta el final. Loca y viviendo en un mundo propio, perverso, pero coherente... y astuta, a veces hasta malvada. Quizá no se habría hundido en ese mundo plagado por demonios si el mundo real hubiese sido más comprensivo para con ella y le hubiese ofrecido alegría y la sensación de ser útil y apreciada, digna de cariño. Quizá podría haber vivido un poco más y muerto de manera más apacible.

No era imposible.

"Unos meses más", se dijo. Lo suficiente para ver al niño. Qué maravilloso sería. Y, si resultaba imposible, por lo menos le habría dado un hijo a Gwendolyn, que sin duda le alegraría el corazón y disiparía cualquier inclinación que tuviese de persistir en el duelo por él.

Con todo, el deseo de Gwen de quedarse allí no era buena señal. Le convenía empezar una nueva vida en otro lugar, alejarse de los recuerdos tristes. Pero en cualquier momento llegaría Eversham, se tranquilizó Dorian. El admirado maestro le haría ver las cosas de otro modo.

Dorian atrajo a su esposa estrechándola contra sí.

—Intentaré mantener una actitud positiva —le prometió, con voz suave.

—Y tienes que hablar con la cocinera —musitó ella, con la boca apoyada en la camisa—. Recuérdale quién es el doctor en esta casa. Le ordené curry para la cena... ¡y tiene que estar caliente!

Dorian rió entre dientes.

—Sí, cascarrabias. —La besó en la coronilla—. Pero antes veamos qué puede hacer el doctor Dorian para endulzar tu ánimo.

Diez días después, Gwendolyn recordaba la conversación y los métodos empleados por Dorian para endulzarle el ánimo. Desde entonces, había usado las mismas técnicas: besarla, acariciarla hasta disipar la irritación, sacándola de ese talante enojoso, atrayéndola a sus brazos fuertes para llevarla ida y vuelta al paraíso, y dejarla aturdida de embeleso.

Ahora, sentada en el consultorio de Kneebones, se concentró en esas sensaciones deliciosas para contenerse, para no dejarse llevar por la irritación y causarle daños corporales graves, tal vez fatales, al médico.

En realidad, no era la primera vez que se humillaba ante doctores, y Dorian era mucho más importante que su propio orgullo.

Dedicó a Kneebones una sonrisa de disculpa.

—Sólo quisiera saber si ese material prueba, con certeza, qué fue lo que hizo que el cerebro de la señora Camoys sufriese un colapso.

Kneebones la miró ceñudo y luego al informe que tenía en la mano.

—En estos casos, no se puede probar absolutamente nada. Se hacen inferencias lógicas, basándose en hechos observables y en la historia del paciente. La señora Camoys no bebía en exceso ni ingería opio, que es lo que conduce a la insania tóxica. No sufrió fiebre alta antes ni durante la desintegración. Y, si hubiese recibido un golpe en la cabeza, como usted supone, ¿no le parece que el médico de la familia, Budge, habría mencionado ese pequeño detalle en su comentario de la historia médica?

—¿Y si lo ignoraba? —insistió Gwendolyn.

—Budge es un hombre competente. Supongo que sabe reconocer una conclusión cuando la ve.

—Pero uno no puede, sencillamente, verlas —dijo—. La señora tenía amantes. ¿Y si uno de los amantes se lo hizo? Si le provocó un traumatismo tan grave como el que estamos diciendo, tal vez ella no le recordase. —Ladeó la cabeza—. Por casualidad, ¿interrogó usted a la doncella? A menudo los criados saben más de los secretos de la familia que lo; miembros de esta.

Kneebones se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—Me pregunto cómo es que, a esta altura, lord Rawnsley no está con camisa de fuerza —musitó.

—Yo también me lo pregunto. Si no fuese así, yo no habría venido a fastidiarlo. Sé que tiene que haber una explicación lógica, pero no puedo hallarla.

Kneebones se puso otra vez las lentes sobre la nariz.

—Eso puede ser a causa de una imaginación hiperactiva y muy melodramática, y una falta de atención a los hechos observables.

—Dígame en qué me equivoco.

El hombre empujó el informe de la autopsia hacia ella.

—Supongamos que su pequeña teoría es correcta, lady Rawnsley. Su pongamos que el estado de la señora Camoys se desencadenó a raíz de un golpe en la cabeza, recibido muchos meses antes de la aparición de los primeros síntomas de locura traumática, como suele suceder. ¿Qué diferencia habría? En la historia del hijo aparecen abundantes episodios de violencia física fiebre, alcoholismo, por no hablar de otra cantidad de estados mórbidos de organismo, todos de consecuencias similares. Quizás esto no se le haya ocurrido a usted. Tampoco parece darse cuenta de que un hombre puede heredar un temperamento y, con él, la predisposición a un estilo de vida irracional ; autodestructivo. No tiene en cuenta la degeneración moral del paciente, el comportamiento racional y la apariencia salvaje. Sea cual fuere el daño inicial los síntomas indican con claridad un deterioro progresivo.

Ante esto último, la frágil paciencia de Gwen estalló. Se puso de pie.

—Mi esposo no es ni ha sido nunca degenerado, irracional o autodestructivo —dijo, con rigidez—. Tiene un poderoso instinto de conservación... si no, no habría sobrevivido ni un mes en los inquilinato londinenses, y menos todavía años. —Recogió el informe de la autopsia lo metió en su bolso—. Me cuesta creer que se le haya pasado esto por alto —le dijo—, y tampoco que usted, un hombre de ciencia, le haya diagnosticado insania sólo en virtud de cómo lleva el cabello.

Salió a zancadas.

Lord Rawnsley ignoraba que su esposa había estado discutiendo con Kneebones en Okchampton. Supuso que estaba haciendo un recorrido d posibles emplazamientos para el hospital con Hoskins y discutiendo con él porque el criado tenía órdenes de, a) encontrar defectos a todos los lugares, y b) mantenerla entretenida hasta la hora del té.

Sin saber que su esposa se dirigía a toda marcha hacia la casa en ese mismo momento, obstinadamente inmune a las tácticas dilatorias de Hoskins, Dorian estaba de pie junto a la chimenea de la biblioteca. Tenía las manos estrechamente enlazadas a la espalda y la vista fija en el desconcertante joven y caballeresco médico.

Eversham estaba de pie junto a la mesa. Había terminado de hojear las últimas notas de Gwendolyn y ahora escudriñaba pensativo a Dorian.

—En el caso de la madre de usted, se ha acercado mucho a la verdad —dijo Eversham—. A mí se me ocurrió la misma teoría cuando leí su carta y las copias del material de Borson. —Esbozó una sonrisa tenue—. Y debo añadir que estaban muy bien escritas, milord.

—Mi escritura no tiene importancia —dijo Dorian—. Iba usted a decirme lo que supo en Gloucestershire.

Ocurrió que la llegada de Eversham se había visto demorada por un recorrido de la propiedad de Rawnsley Hall, en procura de información sobre Aminta Camoys. Hizo el recorrido en parte porque la carta de Dorian despertó su curiosidad médica y en parte por la letanía lacrimosa de Bertie Trent alabando las nobles y heroicas cualidades de Dorian. Le llevó varios días localizar a la antigua doncella de la madre.

—¿Prefiere que sea delicado, o directo y brutal? —preguntó Eversham.

El corazón de Dorian se agitó.

—Prefiero que sea brutal.

—Su madre tenía un romance con su tío Hugo —dijo Eversham, en tono neutro—. Se encontraban reunidos en secreto, en el lavadero de la propiedad, cuando la doncella de su madre fue a avisarles que el abuelo había regresado inesperadamente. A su madre la dominó el pánico, tropezó y se golpeó la cabeza contra un fregadero de piedra. Como dio la impresión de que .se recuperaba de inmediato, no vieron motivo para llamara al médico... sobre todo considerando que corrían el riesgo de que se r revelasen las circunstancias del accidente.

Eversham prosiguió explicando que las concusiones podían ser engañosas: trauma interno sin evidencias externas que, en ocasiones, no manifestaba síntomas visibles durante semanas, meses, y hasta años, y a esa altura era difícil relacionar los síntomas con un accidente de apariencia inofensiva, de mucho tiempo antes. Por eso fue mal diagnosticada desde el principio, como aquejada por una "degeneración" o derrumbamiento constitucional.

—Tal vez usted ignore —dijo Eversham— que el funcionamiento del cerebro...

—Sé cómo es —lo interrumpió Dorian—. Gwendolyn me lo explicó, y también cómo se produce el derrumbamiento. Eversham asintió.

—Al parecer, se derrumba más o menos del mismo modo a continuación de un trauma, un golpe, por ejemplo, como a causa de varias otras enfermedades diferentes. La cuestión es que su madre, milord, evidentemente sufrió un trauma grave, cosa imposible de heredar.

Tomó una de las hojas con las notas de Gwendolyn. —Más aún, Su Señoría no detectó en usted ninguno de los síntomas habituales en la degeneración cerebral. No me sorprende, pues no hay tal degeneración.

Eversham dirigió a Dorian una mirada afirmativa. —Está usted notablemente bien de salud —añadió—, sobre todo si tenemos en cuenta que pertenece a la clase alta. Su cerebro está en excelentes condiciones de funcionamiento. Tanto su escritura, que evidencia un control motriz superior, como la presentación lógica y ordenada de información muy personal y teñida de contenidos emocionales, no dejan lugar a duda.—Volvió a concentrarse en la hoja que tenía en la mano—. No registra letargo ni fatiga, dificultad para descansar ni somnolencia. Tampoco dificultades con la atención a los detalles y de concentración, como demuestra con toda claridad su propuesta para el hospital. —Se aclaró la voz—. Y creo que las funciones reproductoras están... eh, funcionando. —Alzó la vista, sonriendo—. Lo felicito, milord. Ese es un suceso dichoso para esperar con impaciencia, ¿no es así?

Su Señoría sólo había logrado asimilar la novedad de un trauma que él no pudo haber heredado. Le llevó cierto tiempo captar el resto y, durante ese tiempo, se limitó a clavar la vista en Eversham, con expresión estúpida. Pasó un tiempo más hasta que logró hablar.

—¿Qué está usted diciendo? —preguntó, aturdido—. ¿Que espere con impaciencia...'.7 Yo tengo... Usted tiene... —Se echó el cabello atrás—. ¿No habrá pasado algo por alto? Esas cosas. Las "visiones", "primero ves estrellas, después se siente el dolor". Mi esposa dijo que se trataba de fenómenos comunes a muchas enfermedades neurológicas. Eversham asintió.

—Es cierto, son bastante comunes. Entre otros, son los síntomas clásicos de la migraña. Deduzco que esa es su afección.

—¿Migraña? —repitió Dorian—. ¿Como en... "hemicránea"? —No es un simple dolor de cabeza, que es lo que la mayoría de la gente entiende por "migraña", sino dolores de cabeza muy fuertes, que debilitan. Aun así, no son fatales.

—Está diciéndome —insistió Dorian, marcando las palabras— que todo este tiempo... —Sintió calor en el rostro—... todos estos meses he estado comportándome como un héroe trágico... ¿y lo único que tengo es un maldito dolor de cabeza

Eversham frunció el entrecejo, puso otra vez el papel en la pila con los demás y los enderezó, mientras Dorian registraba el silencio y se preguntaba con qué se llenaría. Eversham acababa de decirle que eran jaquecas. Que no eran fatales. ¿Entonces por qué vacilaba?

Gwendolyn creyó oír la voz de Dorian, pero, cuando llegó a la puerta de la biblioteca, todo estaba silencioso dentro. Abrió para echar un rápido vistazo y cerciorarse.

En ese momento, otra voz masculina muy familiar rompió el silencio.

—Quisiera poder decirle otra cosa, milord, pero es una dolencia incurable. Aunque ha sido estudiada durante siglos, sigue siendo un enigma médico. Todavía no he encontrado dos casos exactamente iguales. No estoy seguro de poder prometerle alivio, cosa que lamento profundamente, porque sé que es muy dolorosa. Y no puedo prometerle, tampoco, que no pasará a su descendencia, pues existen sólidas evidencias de que se hereda la predisposición.

A Gwcn se le escapó un sollozo ahogado.

Dos cabezas masculinas giraron con brusquedad, y dos miradas, una azul, otra dorada, se posaron en ella antes de que pudiese retroceder.

—Oh —dijo—. Les pido perdón. No he querido interrumpir.

Se apresuró a cerrar la puerta... y huyó.

Gwendolyn corrió, ciega, por el pasillo, abrió la puerta principal, la traspuso, bajó los escalones... y corrió directo a toparse con Bertie.

—Gwen, a dónde vas.,.

Pasó junto a él y corrió hacia el potro, que uno de los mozos de cuadra estaba llevándose al establo.

Le arrebató las riendas al mozo.

Bertie corrió iras ella.

—Gwen, ¿qué ha pasado?

Se inclinó y juntó las manos.

—No me digas que el Gato se ha ido otra vez —dijo, ayudándola a subir—. Pensé que se llevaría bien con Eversham, y estaba a punto de ira decírselo a Dain cuando te vi doblar por el sendero, y nunca en mi vida me he quedado tan estupefacto. Se supone que estarías en...

—¡Gwendolyn!

Bertie giró en redondo.

—Ahí tienes, Gwen. No se ha ido. ¿Qué es lo que...?

—Suéltame el pie, Bertie.

Lo soltó, pero al mismo tiempo los alcanzó Dorian y sujetó la rienda.

—Querida mía, no sé que es lo que tú...

—Estoy un poco... desquiciada —dijo, ahogándose—. Necesito... dar un paseo. Para despejarme la cabeza.

—Lo que necesitas es una taza de té —le replicó, en tono tranquilizador—. Sé que te ha causado impacto ver a Eversham, pero yo...

—¡Oh, ojalá nunca hubiese venido! —sollozó. Le tembló la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Pero eso es una tontería, lo sé. Siempre es mejor conocer... los hechos. Y tú me hiciste... tan feliz... y yo te amo... y siempre te amaré, sin importar... lo que pa—pase.

Se le quebró la voz y, con ella, el último residuo de control. Lloró sin consuelo, y, cuando Dorian estiró los brazos, la sujetó de la cintura y la hizo apearse, lo único que atinó a hacer fue aferrarse a él, sollozando.

—Dulzura, yo también te amo con todo mi corazón —le dijo con ternura—. Pero creo que has entendido algo mal.

—No, he oído —gimió—. He oído lo que decía Eversham... y él sabe. Es un verdadero doctor. Dijo que era incurable. Kneebones tenía razón y yo estaba equivocada, debí haberlo sabido.

—En efecto lo has entendido mal —dijo Dorian, entrelazándole los dedos en el cabello—. Los especialistas de Londres, Borson y Kneebones estaban equivocados. Yo también. Tú estabas más acertada que todos nosotros. Me siento como un completo imbécil. Pero tu Eversham dice que mi cerebro funciona y que uno no puede heredar una concusión, por lo tanto deduzco que tendrás que cargar conmigo... y mis malditas jaquecas... por tiempo indefinido.

Gwen alzó la cabeza y, a través de las lágrimas, vio el fulgor de la verdad en los ojos ambarinos.

—¿Ja—jaquecas?

—El las llama migrañas—dijo Dorian—. Me temo que la Providencia te ha gastado otra broma. Hiciste semejante trayecto para cuidar y consolar a un loco moribundo en sus últimos meses de desgracia y hacer progresar la causa de la ciencia médica estudiando un caso fascinante... —Sonrió—. Y te has quedado ligada con un tipo perfectamente sano, con un aburrido y anticuado dolor de cabeza.

Gwen estiró el brazo y echó atrás el cabello del esposo, parpadeando a través de las lágrimas que seguían cayendo, aunque ya no tuviese ningún motivo para llorar.

—Bueno, de cualquier modo, te amo —le dijo.

Oyó que el potro resoplaba y, al darse la vuelta, vio que el mozo se lo llevaba a los establos y que Bertie, con aire preocupado, corría otra vez hacia ellos.

—Por los trenos de Júpiter, digo, por Dios, Gato, ¿qué pasó? ¿Por qué llora? Jamás la he visto hacerlo.

—Es perfectamente normal, Bertie —respondió Dorian, palmeándole la espalda—. Tu prima va a tener un hijo. Por eso está sensible.

—Ah. Bueno. Oh, eso significa... que... Oh, sí. Qué estupendo. De veras. —Vivaz, Bertie le palmeó la cabeza—. Bien hecho, primo.

—Y tú podrías ser el padrino. —Dorian se apartó para ver la expresión de su esposa—. Te parece bien eso, ¿verdad, mi amor?

Gwendolyn rió entre lágrimas.

—Oh, sí. Claro que Bertie será el padrino.

Soltó las solapas de Dorian y se enjugó los ojos.

—Y tú tendrás un precioso hospital, con encantadores médicos nuevos, de ideas modernas —le dijo el esposo, alcanzándole su propio pañuelo—. Y haremos que el pesado de Kneebones se aleje para que no interfiera ni interponga obstáculos o discuta con las personas sensatas. Lo mandaremos como médico privado para que atienda a las ancianas Camoys en Rawnsley Hall. Si, hasta ahora, no las han matado sus propios matasanos y los medicamentos que les han recetado, es poco probable que Kneebones pueda hacerles algún daño.

Gwen rió otra vez y se limpió la nariz, que, seguramente, estaría tan roja como su pelo en ese momento. Y, a juzgar por la expresión de Bertie, su cabello también debía de ser todo un espectáculo.

—Ya está, ¿lo ves? —le dijo Dorian al primo—. Ya es casi la misma de siempre.

Bertie la miraba con aire dubitativo.

—Está toda roja y con manchas.

—Sólo necesita tiempo... para adaptarse —dijo Dorian—.¿Sabes lo que sucede? Resulta que Gwen deberá cargar conmigo por... oh, sólo Dios sabe por cuánto tiempo. Pobre chica. Vino hasta aquí para consolar a un loco moribundo en sus últimos días trágicos... y ahora...

—Y ahora resulta que lo único que sufre Gato es un fuerte dolor de cabeza—dijo Gwen, con vozno muy firme aún—. Es sólo jaqueca, Bertie.

El primo parpadeó.

—¿Jaqueca?

—Sí, querido.

—¿Como los ataques de tía Claire?

—Sí, como mi madre.

—¿Y el tío Frederick? ¿Y el tío abuelo Mortímer?

—Sí, querido.

—Bueno. —Los ojos de Bertie refulgieron, y se los frotó—. Pero yo sabía que todo iba a salir bien, desde el principio, como te dije. Lo que quiero decir, Gato, es que no todo está exactamente bien. Es doloroso. El tío abuelo Mortimer se golpea la cabeza contra la pared. Pero la jaqueca todavía no ha matado a ninguno de nosotros. —Palmoteo el hombro de Dorian, después le aferró la mano y la sacudió con energía. Después abrazó a Gwendolyn. Por fin, con el rostro enrojecido, se apartó—. Por Júpiter. Un niño, por Dios. Padrino. Jaquecas. Bueno. Tengo sed.

A continuación, frotándose los ojos, corrió hacia la casa.

Una hora después, mientras Bertie recuperaba el equilibrio emocional en el cuarto de baño, Dorian y su esposa veían cómo se alejaba el maltratado coche del señor Eversham por el sendero.

—Tenemos que conseguirle un coche mejor —dijo Dorian—. Las personas juzgan por las apariencias, y a los médicos jóvenes les cuesta inspirar confianza. Pero un buen equipaje daría la impresión de una práctica rentable. Si lo consideran muy buscado, dudarán menos de su habilidad.

—Piensas en todo —dijo Gwendolyn—. Esa es tu veta protectora... y yo estoy empezando a sospechar que es una reminiscencia de los orígenes feudales de los Camoys, cuando el señor del feudo cuidaba de toda su gente.

—No seas tonta —le respondió—. Se trata de algo práctico. Tendrá bastante que hacer entre atender enfermos y supervisar la construcción del hospital para, además, tener que pensar en satisfacer sus propias necesidades e involucrarse en las rivalidades y la política de la región.

—Sí, querido —dijo, obediente—. Es algo práctico.

—Y tú tendrás bastante que hacer sin precipitarte a defenderlo varias veces al día... o fastidiarme a mí con eso. Ya la preñez te pone bastante fastidiosa sin eso. No puedo permitirte que estés peleando con todo Dartmoor.

Vieron cómo el carruaje giraba tras una colina y desaparecía de la vista.

—Está poniéndose el sol —dijo Dorian—. Los duendes, los fantasmas y las brujas deben de estar arreglándose para las orgías de la noche.

Volvió la vista a Gwen.

—¿Quieres dar un paseo?

Gwen le pasó la mano por el hueco del codo y caminaron juntos por el jardín. La llevó hasta el banco de piedra donde la había encontrado esperándolo, tranquila, unas semanas atrás. Se sentó y la hizo sentarse en su regazo.

El sol se cernía sobre una colina, a lo lejos. Su resplandor incendiaba las nubes esparcidas como almohadones de plumón de una cama celestial, azul, verde y violeta.

—¿Sigues queriendo construir en Dartmoor? —le preguntó.

Gwen asintió.

—Me gusta este lugar, y a ti también. Y tenemos a Dain y a Jessica cerca.

—Necesitaremos una casa más grande para criar una familia. —Miró atrás, a la modesta casa principal—. Podríamos agregar un ala. No sería muy grandiosa. Pero Rawnsley Hall fue grandioso y daba la sensación de una inmensa tumba. Estaba impaciente por irme de allí. De hecho, ahora mismo estoy tentado de desistir de las reparaciones y barrer con toda esa maldita pila de escombros.

—No te gusta, pero tal vez a tu heredero sí —dijo la muchacha—. Si lo reconstruyes, podrías ofrecérselo como regalo de bodas.

Le acarició el vientre con delicadeza.

—¿Estás segura de que hay un varón ahí?

—No, pero en algún momento lo tendremos.

—Incluso antes de comprender que podría haber "algún momento", supe que me haría igualmente feliz tener una niña.

—Ah, bueno, es que tienes un rincón de ternura para las mujeres en tu corazón —dijo—. Pero también sabes conquistar a los niños, por eso yo no tengo preferencias en ese sentido. Serás un padre cariñoso y dedicado. Y eso es bueno —agregó, frunciendo el entrecejo—, porque las mujeres de mi familia son madres más bien negligentes. Lo que pasa es que están siempre criando, y eso las hace distraídas, ¿entiendes?

—Entonces, yo cuidaré de los niños. Porque quiero muchos, y tú tendrás que ocuparte del hospital, además.

Gwen le echó el cabello atrás.

—Tienes talento para hacer previsiones.

—He sido bendecido con muchas cosas buenas que esperar—dijo Dorian—. Por ejemplo, ver elevarse el hospital desde el suelo. Descubrir cuáles de las ideas y los principios médicos modernos pueden aplicarse y cuáles no. Las posibilidades. Los límites. —Movió la cabeza—. Me admira lo mucho que he aprendido sobre medicina las últimas semanas y lo interesante que resulta. Hasta tiene cierta poesía, su propia lógica y sus propios enigmas, como cualquier objetivo intelectual. Y brinda la misma sensación maravillosa de descubrimiento cuando los misterios se resuelven. Hoy he sentido eso cuando Eversham me explicó a dónde te habían llevado tus anotaciones. —La besó en la frente—. Estoy muy orgulloso de ti.

—Deberías de estar orgulloso de ti mismo —dijo Gwen—. No me pusiste obstáculos en el camino, aunque querías hacerlo... para protegerme de mí misma. Por el contrario, trataste por todos los medios a tu alcance de ayudarme a resolver el misterio, escribiéndole a Borson y mandando buscar a Eversham.

—Eversham no se parece a ningún otro médico que yo haya conocido. Tiene ideas propias. Mientras estabas lavándote la cara, le pregunté porqué te había aceptado como colega. Me dijo que, en los viejos tiempos, las mujeres eran las curadoras de muchas comunidades. Pero los ignorantes consideraban sus artes curativas como magia, que, a su vez, está asociada con el Demonio. Por eso se las censuraba y se las perseguía como brujas. —Rió entre dientes—. Así fue como comprendí que yo estaba acertado desde el principio: me he casado con una bruja. Y él también tenía razón, pues tú eres una curadora. Curaste mi corazón. Eso era lo que estaba enfermo.

Gwen le rodeó el cuello con los dedos.

—Tú también me has curado, Gato. Has hecho que la parte del médico y de la mujer se convirtiesen en una sola.

—Porque yo amo ambas partes —dijo con suavidad—. Todas tus partes. Toda tú.

Gwen sonrió con esa sonrisa infinita y, entrelazando los dedos en el cabello de él, lo atrajo hacia sí y lo besó lenta, honda, lánguidamente.

Mientras Dorian se detenía con ella en la tibieza perdurable de ese momento, el estrecho arco rojo del sol se hundió tras una colina resplandeciente. Un fino hilo de luz refulgió en el horizonte. La neblina nocturna se metió por los huecos y hendeduras de los páramos, y las sombras se expandieron, se alargaron, envolviendo en la oscuridad los senderos que serpenteaban.

La brisa que arreciaba hizo a Dorian alzar la cabeza.

—Una bella noche de Dartmoor—murmuró—. En momentos como este, es fácil creer en la magia. —Su mirada se topó con la expresión dulce de la mujer—. Tú eres magia para mí, Gwen.

—Porque soy tu bruja, y tú eres mi devoto pariente.

—Eso soy. —Le sonrió—. Hagamos un filtro, hechicera.

Gwen compuso su adorable ceño médico.

—Muy bien. Pero antes tienes que ayudarme a encontrar ojos de salamandra.

Dorian rió. Luego, alzando a la esposa en brazos, el conde de Rawnsley se levantó y la llevó al interior de la casa.