La cara sin cuerpo

«Era dado a caer en profundas melancolías, en las cuales se culpaba a sí mismo y se achacaba toda clase de pecados, que era imposible que hubiese cometido[19]».

—Una vez me supe asustar fiero en mi vida —dijo bajito el padre Metri—, y eso fue cuando vi una cara sin cuerpo. Creo que Dios lo quiso, para enseñarme que nunca por nada hay que desatender un moribundo.

Y eso que yo miedoso nunca he sido.

Todos callaron. Éramos en la mesa cuatro chicos —de que yo era el mayor—, nuestra madre, el tío Celestino, el gringo Stéfano y una vieja solterona andaluza que solía comer en casa y se llamaba doña Catalina Perdigones. Y el padre Metri.

Por si no han oído hablar del padre Metri —fray Demetrio Constanzi—, éste fue el fundador de San Antonio de Obligado, un jeromiano exclaustrado. Por lo que dicen y yo recuerdo, este hombre fue extraordinario. Todas las cualidades del hombre de acción de gran estilo —ahora que he leído libros— me aparecen en ese relato de mi niñez, sencillo y heroico. En cuanto a cabeza, había sido en Italia lector de teología de Prima. Su temple de fuego, no aguantando el sofoco burgués de una vida profesoril, se largó de los textos de la Summa en Fiesole a la misión de los indios mocovíes en el Chaco santafesino.

De sus letras quedóle una afición a usar términos difíciles y citar a todo propósito a un tal don Escoto, que yo al principio creí fuese algún gran amigo de él; después supuse sería un doctor de Buenos Aires, y finalmente supe que —sin haberme equivocado del todo— don Escoto era otra cosa: un santo padre o doctor de la Iglesia, de nación inglés, del tiempo de las edades medias, por allá mucho antes del tiempo de Rosas. Por otra parte, poeta lo era, aunque quizá en su vida escribió un verso. Poeta de acción y de palabra viva. En suma, más que muchos otros merecería el nombre de una calle en Buenos Aires. En Reconquista tiene una placa de mármol en la iglesia. Murió bárbaramente asesinado, le cortaron la cabeza con un serrucho al cercén: algún bestial asesino, que nunca se halló. Yo voy a escribir cuando pueda su biografía.

—De lo que voy a decir, no retiro una palabra —prosiguió el recio fraile—, aunque ustedes no van a creer ni medio. Vamos a ver. ¿Lo cuento o no lo cuento, Dios mío?… —suspiró Metri.

Disgresión mía: en el tiempo que fui profesor del Escolasticado tercero y cuarto, Historia Universal en segundo, Álgebra, Zoología y Retórica en el menor, y me dio un sarmenage quién sabe por qué. El médico recetó descanso un mes en el campo. El colegio tenía entonces una quinta sobre la barranca del Salado, y allí me instalé en una casa que había, solo. Un quintero con su familia vivía a cien metros, que era el que me daba de comer. Yo decía misa en unas monjas del vecindario y leía todo el día y todos los días… días lluviosos, feos, invernales… leía en Platón, mientras revolvía en el mate la idea de escribir un libro, dudando entre una novela y un libro de metafísica.

—Nunca lo escribí. Ni lo voy a escribir tampoco.

»Una noche, pues, después de cenar… Había llovido toda la tarde, y yo cenaba con el quintero… Una noche llegué acompañado hasta la puerta por Miguel… Una linda noche de luna, como hoy… Llegué a mi casa, me tranqué adentro, atravesé el salón y el pasillo, me cerré en mi cuarto, acabé el Breviario y me senté a escribir. La noche estaba en silencio profundo. En ésas, escribiendo, me acordé de golpe que había dejado encendidas las luces, la del salón y la del pasillo, y me levanté a apagar. Era un largo pasillo entre dos filas de aposentos, y en el fondo un salón-zaguán que daba al jardín. Y así, mientras iba yo perezosamente por el pasillo, veía en el fondo, por una puerta abierta, primero, la ventana de éste sobre el jardín, reverberante de luz, que estaba postigos abiertos —había abierto yo los postigos esa tarde—, y a través de los postigos el jardín mojado de agua y luna.

»Ustedes saben que a mi padre lo asesinaron de un golpe de pistola a través de un vidrio reverberante, postigos abiertos, desde lo oscuro de afuera. Desde niño me da aprehensión una ventana así. Y junto con ella, subieron a mi conciencia entonces otras dos aprehensiones: primera, ese mismo día habían asesinado bárbaramente a un pobre siciliano del barrio, separándole la testa del cuerpo: vendetta; y segunda, alrededor de la quinta había muchos linyeras acampados. Por eso tenía yo un revólver, que había dejado justamente en una mesita del salón, habiendo estado tirando al blanco a la mañana.

»Yo no quiero matar a nadie, porque los sacerdotes tenemos prohibido; pero al irme a vivir solito mi alma, había aceptado un revolvito Smith Wesson 24 que me ofrecieron; simplemente porque no me gusta que nadie me tome por mujer, ni tampoco por zonzo. Todo eso pensaba yo al llegar a la mesa del billar, cuando ocurrió lo espantoso. Como el choque de un golpe en la cabeza.

»Una cara espantosa me miraba por la ventana, estúpidamente pegada al vidrio reverberante.

»Como les digo, fue el susto más grande de mi vida, un susto desproprocionado a la causa. Una cara sobrenaturalmente fea, descompuesta y siniestra.

»La cara me apareció de golpe, como brotada de la nada, al llegar yo a diez varas de la ventana, justo al llegar al billar que está en el centro de la sala, al lado de la mesita con el revólver. Yo me quedé helado, con la muerte en el alma, los miembros rígidos. La cara volteó sus ojos en blanco y se partió en un rictus, como la cara de un hombre que expira; y en el instante mismo, antes que pasara un minuto, desapareció de golpe, al mismo tiempo que mi cuerpo y mi voluntad reaccionaban violentamente. Y aquí, señores, se acabó el cuento. Porque lo que viene, es muy por demás difícil de contar.

—Vamos a ver. ¿Lo cuento o no lo cuento, Dios mío?… —suspiró Metri.

El fraile calló, sonriendo con malicia. Yo veía a mi hermano Luis, al lado de él, con los cabellos todos erizados. Yo me sentía bañado en sudor, atornillado a la silla. Todos los comensales dieron a la negativa de contar una réplica contundente, que fue un silencio inmóvil y perfecto, significante con persuasivez invencible que nadie se movería hasta escuchar el fin. Porque, si a los otros les pasaba lo que a mí, nadie podía moverse.

El fraile saboreó un instante su triunfo de artista narrador; antes dije que ese fraile debió ser poeta. Era un narrador perfecto; y de toda clase de historias, desde la terrorífica hasta la humorístico-estrafalaria, conjunto de cabriolas cuasi incoherentes de una fantasía poderosa lanzada a todo vuelo.

Reflexionando hoy día sobre su técnica de narrador, he hallado que ella consistía en tres cosas simples y profundas. La primera, que tenía él enormemente cosas que contar, a causa de que todo lo que pensaba, lo pensaba contando. La segunda, que al contar, mi hombre revivía el suceso integral, aunque fuese inventado, fase a fase y frase a frase, el cual iba pasando todo entero a los músculos de su cuerpo, sus ojos y su lengua en cada frase, como un alucinado; pero un alucinado que se dominara y manejara su alucinación a gusto. La tercera, que el fraile debió ser poeta; pero no en el sentido de saber decir bien, florido, las cosas comunes, sino de saber y ver una cantidad de cosas no comunes.

Tenía a modo de todo un sistema poético de él solo, con el cual veía y explicaba todo el universo de un modo extraño, coherente y verdadero. Recuerdo la observación que me hizo —o que hizo para sí oyéndolo yo— una mañana de primavera.

—Los árboles —musitó de una voz profunda y convencida— se han vestido pudorosamente hasta los pies. ¿Y en el invierno están desnudos? Ciertamente, porque el invierno es la noche de ellos. El verano es el día de las plantas. En el verano ellas hacen sus cosas, frutos. A la mañana se levantan y se visten y…

No dijo más. Pero yo sabía que interiormente el fraile seguía contándose una larga historia en que los árboles se movían, se hacían cortesías, discutían entre ellos y con Dios, tenían amores y rencillas, se alegraban, sufrían y morían…

Esto lo pienso yo ahora, en frío, repasando el suceso inolvidable de aquella noche. Pero entonces, otro que hacer análisis de técnicas, literalmente tiritaba yo de miedo en el gran silencio trágico, sin osar siquiera volver la cabeza buscando a mi madre, de miedo de ver a mi izquierda la cara sin cuerpo. Siempre he pensado que es antieducativo contar cuentos de fantasmas delante de niños pequeños. Pero en aquella cena, el padre Metri, de costumbre tan prudente, parecía fuera de sí e invadido desde el principio por una oscura fatalidad.

Ella fue, sin duda, la que lo hizo proseguir.

—Voy a tratar de concluir —prosiguió Metri, después de una larga pausa expectante—; pero hagan de cuenta que todo lo que sigue es mentira. Todo es pura mentira, invención mía. Lo que pasa en nuestra alma profunda, donde San Buenaventura llama la mente, es una cosa que, sin ser instantánea ni simple, está fuera del tiempo. Y nosotros, si queremos contarla, es imposible, a no ser desenvolviéndola en una serie de cuadros sucesivos: tan rica es esa experiencia súbita y terrible. Así fue la segunda parte de este caso, si se puede dividir en partes.

»Todo lo que pasó desde la visión infernal de la cara insoportable fue muchísimo; pero estoy seguro que pasó en medio minuto, aunque no fue simultáneo, ciertamente, sino subordinado, que no es lo mismo que sucesivo. Hay gente que dice que en el tiempo de morir revive el hombre en un punto toda su vida; ciertamente no simultánea, porque la vida no lo es, pero tampoco sucesiva, porque no hay tiempo. Casi despegada del cuerpo, en una hiperestesia inconcebible, el alma se libraría de los marcos del Espacio y el Tiempo, y se volvería como ángel. “Infinitos ángeles caben en la punta de un alfiler”; ésta es una ociosa cuestión de escuela. Yo creía que todo esto eran macanas; pero desde esa noche horrible sé que es todo posible. ¡Santo Cristo de Fiesole!

»Voy a enumerar primero lo que hice entonces exteriormente con una exactitud y rapidez sonambúlicas, y después explicaré lo que sentí por dentro; porque, como digo, todo eso fue como una gran visión y acción cuasi simultánea, que pasó en el fondo de mi alma.

»Sin pensar ni saber lo que hacía, en una especie de inconsciencia terriblemente lúcida, hice tres cosas fulminantes, que, pensándolas después, eran perfectamente razonables y acertadas. Y después de hecha la cosa, surgía en mí el raciocinio perfectamente silogístico —aquí empezó el fraile a hablar en difícil— que explicaba todo, pero que había llegado más tarde que el instinto rapidísimo. Las tres cosas fueron:

»Primera: cerré la luz y empuñé el revólver.

»Segunda: me agaché detrás del billar, apuntando; vi el jardín iluminado por la luna, la tierra empapada en lluvia… y grité con espanto una cosa incomprensible… ¿incomprensible?… Do, siete, cuatro, cache Bayardo. En el mismo instante comprendí de golpe la frase.

»Tercera: dejé el revólver, me puse de rodillas y empecé a rezar y a llorar.

»Como digo, todo esto lo hacía antes de saber por qué, pero el porqué venía enseguida… Porque la mente esencial, puesta brutalmente al vivo por el pavor, dejaba dos pasos atrás al Intelecto y la Voluntad, las Potencias.

»Las acciones extraordinarias de los grandes hombres, yo sospecho se verifican en esta especie de furor dionisíaco, en el cual el hombre es más que sí mismo y es otro, por lo mismo que es profundamente él mismo. Así se hicieron los grandes poemas, las grandes batallas y la santidad en sus ciegos ímpetus, probablemente.

»Lo que sé es que aquel día descubrí lo que es el coraje. El coraje es sostenerse el alma a sí misma en brazos, con un esfuerzo sobrehumano, viendo claramente que no puede más, pero también que si se deja caer… y está por dejarse… se convertiría en una porquería. Así he visto yo una vez a un médico tirado desnudo en el suelo y llorando como una nena, al haberle anunciado yo de una manera brusca, imprudentemente, que tenía un cáncer al estómago.

»Digo, pues, que todo lo que hice, aunque automático, fue lógico.

»Cerrar la luz, era dar a mi enemigo la desventaja del jardín lunarmente iluminado, quedando yo fuera de blanco en las tinieblas.

»Empuñar el revólver, era afirmar que no hay fantasma en la tierra que pueda resistir el ojo de un Smith Wesson 24; a no ser… —y aquí tartamudeó el fraile, poniéndose palidísimo— a no ser los fantasmas de nuestra conciencia… ¡de nuestra conciencia!

»Dar un grito de horror y dejar caer el arma al ver el limpio suelo del jardín terso como un espejo, era comprobar una cosa espantosa: que la que yo acababa de ver en un relámpago místico… era una cara sin cuerpo.

»El espanto venía de allí. Era una cara la peor que he visto… ¡y mire que yo he visto cada indio sapo!… De una palidez cérea, ojos desencajados, que me hizo, al punto de huirse, una mueca horrorosa, sin lo cual hubiese creído yo que era la cara de un cadáver. Pero el espanto venía de que esa cara estaba suspendida a la altura de mi cabeza… sin cuerpo. Si esa cara tenía pies, ¿dónde estaban las huellas inevitables de pies en el barrito chirle del jardín ensopado? ¡Señor, para llegar a mi ventana era inevitable cruzar el gran vial al frente! ¡Y el gran vial resplandecía inmaculado como este plato a la luz de la luna! ¡Lisito! ¡Lustrado! ¡Sin huellas!

»Pero yo sabía que el monstruo era hombre y era visible. Que estaba ahora a la derecha, entre la ventana del salón y la otra del comedor, que yo dominaba con la vista. Que si salía, tenía yo que verlo.

»Digo que yo sabía todo esto, pero en realidad yo supe después. Entonces hacía primero y sabía después.

»Me agaché, pues, tras el billar, bracando mi arma. ¡Pobre del fantasma, si llegaba a cruzar la ventana!…

»Y entonces fue cuando me vino a mientes el sentido de mi exclamación incomprensible, y la horrible relación de esas palabras con todo lo que ellas implicaban. Do, siete, cuatro, cache Bayardo. Sí, ésa era la dirección del siciliano decapitado. Buchardo 274, decía el diario que había leído distraídamente esa tarde, sin acertar a ubicar esa dirección vagamente recordada. Pero ¿por qué al gritarla yo la pronuncié en cocoliche y con voz de mujer?…

»Entonces brutalmente otra escena entera apareció del fondo de mi subconsciencia. Una mujer siciliana haraposa que me aborda al salir yo de la capilla de las monjas de decir misa. Que me empieza a suplicar, entre lágrimas y largas historias, que fuese a convertir a su marido. Hacía unos quince días. Yo la hice a un lado, creyendo que trataba de sacarme plata. Había tejido un enmarañado plan de acerque y asedio de su marido, que era furiosamente antirreligioso, en el que entraban partidas de tarocchi que yo debía previamente jugar con él senza rammentargli per niente Iddio; visitas que hacerle, confianza cautelosa que ganarme, mentiras que debitar de un fingido parentesco peninsular… Si yo no hacía todo eso, «¡per Dio, per l’amor di Dio, por la mamma sua bella, reverendo!», su marido se iba al infierno, porque estaba muy enfermo.

»Como yo sabía por las monjitas que el marido, jardinero de una vecina rica, estaba del todo sano, y, por otra parte, mi libro me acuciaba y el plan de conversión me pareció grotesco, rechacé secamente, a pesar de su indiscutible emoción, la charla interminable de la desdichada, dándola ligeramente por una sarta de embustes. Y en eso hice mal, y pequé —dijo, enérgicamente el franciscano.

Calló un instante el fraile, todo sudoroso.

—¿Y la cara, sin cuerpo? —preguntó doña Catalina, que se perecía por las novelas.

—Era la mía.

—¿Cómo, la suya?

—La mía, reflejada en el vidrio bañado en luz.

—¿Cómo nos va querer usté hacer tragar —saltó el primo del fraile, el gringo Stéfano, bruscamente indignado; y eso que el franciscano había prevenido antes que todo era mentira— que usté, usté no va a conocer, no va a reconocer y se va a asustar de su propia cara?

Todos nos volvimos al interruptor: el gringo Stéfano estaba simplemente horrible. Todo lo que vociferó desde este momento estaba mechado de pavorosas blasfemias, que no repito. Sus manotas boleaban por sobre la mesa. Crujía los dientes.

—Mi cara estaba demudada de terror y horror… y además, yo hace veinticinco años que no uso espejo —retrucó el franciscano derecho.

El primo se había levantado y estaba, quién sabe por qué, literalmente furioso. Dio un puñetazo en la mesa, que despertó a Muñeca y Arnaldo, que se habían dormido. En cambio, el padre Metri, que había empezado a narrar bromeando, era asombroso lo que pasaba por él; su voz se había hecho profunda y sorda, como bajo una depresión tremenda.

—¡Y hay que ver qué fea es —añadió el fraile sañudamente— mi cara por dentro… qué feo soy yo por dentro!… Y además, no era mi cara la que yo vi; era la cara del otro, la del siciliano decapitado sin confesión, por culpa mía.

En este punto fue cuando su primo Stéfano, que parecía enloquecido, dio el puñetazo.

—¡Se va a dejar de jo…robar —gritó— con esa cabeza sin cuerpo que es suya y es de otro, que no es de usté y es de usté al mismo tiempo, y que no es su cara de ahora, sino su cara futura, la que tendrá usté dentro de poco tiempo, la gran perra que los reventó! —gritó hecho un salvaje, y la echó redonda.

El franciscano, entonces, cuya leonina movilidad ya he ponderado, se levantó espectacularmente con un amplio movimiento que pareció levantar toda la mesa con él, y a nosotros juntamente, a regiones inaccesibles y secretas. Sentimos todos en un instante relampagueante, en un instante horrible de sugestiones y sospechas satánicas, que el fraile había llegado a un desenlace que con su narración había estado a un tiempo buscando y temiendo, y un resultado que sólo dos en la mesa —él y su primo Stéfano— comprendían; y que la narración pavorosa se había convertido en un diálogo entre ellos solos para todos nosotros hermético, un duelo verbal espantable de contenida violencia.

—¡Sí! —gritó, como respondiendo—. ¡Yo he ofertado mi vida a Dios, mi cabeza, en satisfacción de aquel yerro! ¡Ahí llorando contra el billar se la ofrecí, y sentí que la aceptaba! ¡Pero que nadie se imagine que el destino existe! ¡Dios permite el crimen para castigo del pecador, pero castiga después al criminal! Propterea qui tradidit me tibi majus peccatum habet! ¡No hay destino! Y no me defenderé tampoco. Pero ¡ay de ti, Caín, que Dios solo se reservó tu castigo!

Lo que pasó desde ese momento, tan vívido como fue, lo pienso ahora, y me parece aún hoy mentira y sueño. El fraile sacó un revólver de sus talares, y todos dimos por hecho, dada la exaltación formidable y misteriosa de los dos hombres, que iba a matar a su primo. Pero a nuestro asombro inmenso, el padre Metri arrojó en alto, por encima de la mesa, el arma, la cual fue a hundirse justo en el aljibe de casa, situado en el medio mismo del minúsculo patio.

Stéfano se puso a reír a carcajadas. El fraile tomó el sombrero y se fue, sin saludar a nadie y encorvado como bajo el peso de una carga infinita. Los invitados desaparecieron como por encargo. Mamá nos llevó esa noche a dormir a su cuarto; pero, en realidad, nadie durmió esa noche.

El padre Metri, como digo, murió poco tiempo después de esa manera atroz que han visto ustedes al principio de este cuento. Se dijo que fue venganza política, por apoyar el fraile entonces con su inmensa influencia a los radicales, que a la sazón estaban, como decían ellos, en el llano. Por apoyar la causa. La niñita que encontró su cuerpo degollado limpio en el jardincito del presbiterio, vive todavía, y está aquí en Buenos Aires.

La policía no encontró a los criminales.