Capítulo primero
Es cierto que hay muchas mujeres hermosas en el mundo…, afortunadamente. Muchísimas. Pero ocurre que casi todas ellas tienen algún que otro defecto o defectillo: o son frías, o antipáticas, o tontas, o llevan lentes, o son desgarbadas de cuerpo, o tienen los pies un tanto grandes… Menudencias parecidas.
Sin embargo, la imagen que devolvía aquel espejo no tenía el menor defecto. Por más que el más exigente juez de belleza femenina se esforzase en buscarlo, jamás podría encontrarlo. Desde los preciosos pies con las uñitas manicuradas de color rosa-perla, hasta la punta de los largos, casi azulados cabellos negros, todo era perfecto. Todo. Las proporciones del cuerpo, la estatura, el tono de la dorada y finísima piel, el esbelto cuello, los hombros redondos y rectos, los brazos increíbles, la boquita sonrosada, los ojos azules… ¡Todo!
Y los espejos no mienten.
Si la hermosísima muchacha hubiese imitado a la madrastra de la deliciosa Blancanieves preguntándole aquello de «Espejito, espejito…, ¿quién es la mujer más linda del mundo?», el espejo habría respondido sin vacilar: «Tú, Brigitte Montfort, alias Baby; eres la más astuta espía del mundo y la mujer más bella del universo».
Pero en lugar del espejo, fue Peggy, la graciosa doncella rubita quien habló, apareciendo en el dormitorio de la más audaz espía de todos los tiempos:
—Preguntan por usted, señorita.
—¿Sí, Peggy? ¿Quién es?
—Cuatro caballeros.
—¿Cuatro, nada menos? —Brigitte se apartó del espejo, recogió su bata y se la puso, sonriendo—. Según parece, mi éxito es cada día mayor. ¿Qué es lo que quieren?
—Hablar personalmente con usted de un asunto importantísimo.
—Hum… ¿Los conocemos?
—Yo no, señorita.
—¿Van armados?
—Si van armados, saben ocultar sus armas tan bien como la señorita… Yo diría que no llevan armas, desde luego.
—Lo que tú digas, hijita, podría escribirse en un cuento de hadas. ¿Cuántas veces te he dicho que tengas cuidado con las visitas?
—Es que… Parecen unos caballeros tan… correctos y serios, tan formales y honrados…
—Si te dedicases al espionaje, no vivirías ni veinticuatro horas. Puedo explicarte mil cosas escalofriantes de guapos caballeros «honestos y honrados».
—Van de chaqué.
—De chaqué… Formidable tarjeta de presentación… ¿Quieres decir que van con cuello duro, sombrero de copa, pantalones a rayas, levita de faldones largos…?
—Sí, señorita.
—Fantástico. Supongo que no hablan en ruso —sonrió la divina superespía.
—No, señorita.
—Bien… Voy a salir. Coge una ampolla de gas de mi maletín, ve por el otro pasillo y no pierdas detalles de lo que ocurra en el salón. Si algo no fuese bien, tiras la ampolla contra nosotros.
—Pero la señorita también quedará dormida…
—Eso me hará bien. Y, además, cuando yo despertase, no estaría atada de pies y manos, ni tendría a Simón y a tío Charlie junto a mí, dispuestos a cortarme el cuello. En cambio, esos cuatro elegantes y honestos caballeros sí se encontrarían en tan desagradable situación. Si telefonea Frankie para salir a cenar… Es decir —corrigió, metódicamente—, si suena el teléfono, no contestes. Sólo tienes que estar pendiente de lo que ocurra en el salón. ¿Sí?
—Sí, señorita.
—Pues coge la ampolla de gas fulminante. La azul, querida. La verde… Bueno, si me tiras una ampolla de gas verde, temo que jamás me despertaría. No te equivoques.
—No… No, señorita, no… —tartamudeó Peggy.
Brigitte Montfort salió de su dormitorio, recorrió el amplio pasillo, adornado con cuadros que habrían hecho la felicidad de cualquier museo, y apareció en el salón grande, con dos puertaventanas que daban a la gran terraza desde la cual se veía todo el Central Park neoyorquino. Ni que decir tiene que con el contenido del salón se habrían sentido felices varios museos, y habrían estallado de dicha más de mil coleccionistas particulares.
Al menos, eso parecían pensar los cuatro impresionados, casi turulatos caballeros que paseaban silenciosamente de un lado a otro, efectivamente vestidos de chaqué, impecables, con el sombrero de copa en las manos. Los cuatro parecían tener alrededor de cuarenta y cinco años, y eran agradables de aspecto, perfectos en sus modales, impecables en su atuendo…
—Caballeros…
Cada uno donde estaba, se volvieron todos a la vez, hacia la puerta en la cual había sonado la dulce voz. Y, a la vez, las cuatro bocas quedaron abiertas por la más profunda y brusca admiración. Uno de ellos, incluso se sonrió… En definitiva, los cuatro parecieron recibir como un impacto la deslumbrante belleza de Baby, que sonreía como un ángel auténtico.
Rápidamente, uno de ellos se adelantó, quedando en el centro del salón, cerca del gran sofá, donde el diminuto «chihuahua» llamado «Cicero» permanecía alerta, no muy convencido por la presencia de aquellos cuatro hombres, a pesar de que Peggy los había llevado hasta allí.
—¿Señoría Brigitte Montfort Bierrenbach? —preguntó.
—Sí… —alzó ella las cejas—. Sí. Soy Brigitte Montfort. ¿En qué puedo servirles?
—Permítame que me presente. Soy Martin… —se inclinó tanto, que pareció a punto de perder el equilibrio—. Y ellos son Joseph, Zabulon e Isaac.
A medida que los iba nombrando, los otros tres hombres se inclinaron, con la misma exageración, colocando sus torsos paralelos al brillante suelo suntuosamente alfombrado.
—Bien… Encantada —sonrió Brigitte—. Perdonen si parezco un poco desconcertada, pero no recuerdo haberlos visto jamás… Pero ¿quizá nos conocemos, señor Martin?
—No… No, no. Pero esperamos que pronto nos conoceremos todos muy bien. Nos trae aquí un asunto muy delicado, de gran importancia… De trascendental importancia, señorita Montfort. ¿Puedo sugerirle que nos sentemos?
Brigitte los miró de uno a otro, sin pestañear. Sus azules pupilas, por un instante, les produjeron a los cuatro la impresión de fríos taladros que barrenaban en sus cerebros; pero la dulce sonrisa reapareció pronto en los hermosos labios. Brigitte se sentó, junto a «Cicero», que lanzó un ridículo ladrido de alegría, y comenzó a derretirse de placer cuando un dedito de la espía comenzó a rascarle tras las orejas.
Los cuatro imponentes caballeros se sentaron en sendos sillones. Uno de ellos carraspeó, indeciso, y pareció a punto de volver a sonrojarse. El llamado Martin colocó sobre sus rodillas un portafolios que cogió del sillón antes de sentarse, y lo golpeó con suaves palmadas.
—Señorita Montfort —dijo de pronto—: lo sabemos todo.
—¿Todo? —musitó Brigitte—. ¿A qué se refieren?
—A usted. Sabemos todo cuanto concierne a usted.
—¿A qué llaman ustedes «todo»?
—Bueno… Lo cierto es que durante seis meses, antes de alquilar un cerebro electrónico a la IBM, nos dedicamos a reunir datos sobre veinticinco mil mujeres en todo el mundo. Usted fue una de ellas. En nuestro país se leen con mucho agrado sus artículos… Digamos que es allí relativamente popular. Indudablemente, usted es persona grata en nuestro país. Por eso fue seleccionada, junto con otras veinticinco mil mujeres, aproximadamente.
—¿Piensan formar una revista? —sonrió ella.
Los cuatro hombres sonrieron, en verdad divertidos. Parecía que la tensión iba disminuyendo rápidamente.
—No precisamente, señorita Montfort. Lo cierto es que las demás mujeres fueron rechazadas. Naturalmente, el cerebro electrónico, basándose en los datos que nosotros le suministramos, solamente podía dar una respuesta. Solamente una podía ser la elegida.
—Mmm… Como le decía, lo sabemos todo sobre usted. Y durante esta última semana, después de que el cerebro electrónico la designó, hemos ampliado nuestra información. Veinte detectives privados de Nueva York y otros tantos en todo el país, han recogido informes sobre usted.
—Debe ser un empleo interesantísimo el que ustedes vienen a ofrecerme… Pero sigan, caballeros… ¿Qué saben de mí, exactamente?
—Muchísimas cosas. Pero diremos las que destacan más, por encima… No creo necesario entrar en detalles. Veamos: usted estudió en la Universidad de Columbia, luego aceptó un empleo de periodista móvil en el «Morning News», donde actualmente trabaja todavía…
—Soy muy fiel —sonrió de nuevo la divina.
—Y muy generosa. Sabemos que, prácticamente, con donativos que consigue de gente importante, mantiene usted un maravilloso asilo de ancianos y colabora en gran escala en un centro de rehabilitación infantil. Eso, aparte de gran cantidad de favores de todas clases que le debe media América, a juzgar por los informes de los detectives que nos permitimos contratar… —sonrió satisfecho Martin—. Aparte, es usted persona de cultura poco común. Ha viajado por todo el mundo, domina media docena de idiomas, es elegante, refinada, considerada con todo el mundo. De sus artículos se desprende, sin lugar a dudas, una actitud antirracista, y una perspicacia general en todos los temas que ha tocado usted… O sea, prácticamente, todos los temas que se tratan en el mundo. —Sonrió como disculpándose—. Sí, incluso parece entender algo de espionaje.
—Oh, bueno… No voy a negar que alguna vez me he enterado de pequeñas cosillas sin importancia. ¿Van a contratarme como espía?
—No, no… —se sobresaltó Martin—. ¡De ninguna manera! No nos parece adecuado hacerle a usted semejante ofrecimiento.
—Claro… —sonrió Baby Montfort—. Sería terrible para mí. Mire, señor Martin, no se canse usted más: entiendo que tienen un cerebro electrónico, que le suministraron datos y que entre veinticinco mil mujeres, ese cerebro electrónico me eligió a mí. Indudablemente, eso indica que soy la persona idónea para lo que ustedes precisan, si nos fiamos de la electrónica. Ahora bien, yo pregunto: ¿para qué necesitan una persona con tantísimas… cualidades?
—Para que sea nuestra reina.
—Ah… ¿Cómo? —se abrieron mucho los ojos azules.
—Le… le aseguro que no es ninguna broma. Su pueblo, sus súbditos, la están esperando.
—¿Mi pueblo, mis súbditos…? Señor Martin, perdone, pero…, ¿no se habrán escapado ustedes de un manicomio? Oh, vamos… Miren, yo no dispongo de tiempo para perderlo en tonterías, de modo que…
—No son tonterías. En estos momentos, cuatro millones de isleños están esperando a su reina. A usted.
—¿Quiere decir que cuatro millones de personas me han elegido como reina?
—Han aceptado las disposiciones del cerebro electrónico. Una vez supimos quién era elegida, conseguimos grandes fotografías, que se han repartido por todo el país. También su rostro ha sido lanzado por televisión hasta el último rincón de nuestra patria. La reacción ha sido… sorprendente. Muy sorprendente: cuatro millones de personas la han aceptado por unanimidad. Durante una semana entera, ni una sola persona ha demostrado disconformidad con la elección del cerebro electrónico. Es más: nuestro pueblo ya la adora a usted. Naturalmente, en los periódicos, en la radio y en la televisión, se les ha facilitado la más amplia información sobre su futura reina. Y en todos los medios de difusión se alaba grandemente a la elegida. En breve, estaremos preparados para acuñar monedas con su efigie, y billetes… Todo el país está loco con usted, y ya gritan que tendrán la reina más bella del mundo, la de los ojos sin par… Le aseguro que nosotros mismos, los políticos, estamos sorprendidos del éxito de usted. Pero, insisto, no es sólo su indiscutible belleza la que ha triunfado en mi país, sino sus cualidades personales, que, naturalmente, son ahora del dominio público en las islas. Si me permite usted una frase vulgar, diré que ha sido… un amor a primera vista entre usted y nuestro pueblo. Y estoy seguro de que cuando sus súbditos la vean en persona, su entusiasmo llegará al delirio. Respecto a nuestro país, del cual usted será coronada reina dentro de una semana, le diré que es Atlantic Kingdom; usted ya sabe: ese pequeño grupo de islas por encima de las Bahamas. Nosotros… Bueno, yo no pretendo engañarla a este respecto: no es un país demasiado rico, esa es la verdad. Pero su clima es agradable, sus habitantes pacíficos y felices en lo que cabe… Mucha gente consideraría Atlantic Kingdom como una especie de paraíso terrenal. Su extensión es de seis mil millas cuadradas, y produce lo corriente en un país tropical. Está situado a veinticuatro grados treinta minutos de latitud Norte y…
—Señor Martin —musitó Brigitte—, sé muy bien dónde está el país llamado Atlantic Kingdom.
—Claro… Lo suponemos, sí.
—Y debo decir que parece un país… olvidado. Nunca se habla de él, por ningún motivo. No pertenece a la OEA, ni a la ONU, ni a ningún organismo internacional. Es un país más bien subdesarrollado, y poco menos que abandonado a su suerte, según entiendo, porque jamás ha admitido injerencias de nadie.
—Usted ha descrito perfectamente Atlantic Kingdom, señorita Montfort.
—Muy amable. Pero, dígame, señor Martin: todo eso de nombrarme reina será… una broma, ¿verdad? ¿Realmente qué es lo que quieren ustedes de mí?
—Que sea nuestra reina.
—Oh, vamos, no insistan en ese absurdo. No quiero parecerles inmodesta, pero soy una chica inteligente. Díganme la verdad, y yo la comprenderé. ¿Qué quieren exactamente de mí?
—Que sea nuestra reina. La coronación se llevaría a efecto dentro de una semana.
—¿Insisten en la broma? De acuerdo, caballeros, yo también tengo un aceptable sentido del humor, y les seguiré la corriente. Sólo que negándome a su proposición, naturalmente. Muy agradecida, pero declino ser reina. Buenas noches, caballeros.
Se puso en pie, y Zabulon, Isaac, Joseph y Martin la imitaron velozmente. Parecían consternados, entristecidos.
—Nos sume usted en la desesperación, señorita Montfort… —susurró Zabulon—. Sinceramente, en cuanto la hemos visto, nosotros mismos hemos comprendido que sería usted la reina que nuestro país está necesitando.
—Ustedes están pasándose de la raya… —frunció el ceño la más astuta espía del mundo—. La broma terminó, señores. ¿Quién tuvo la idea?
—¿Qué idea? —se sorprendió Martin.
—La de enviarlos a ustedes con esta graciosa embajada, tan elegantes… Caballeros, les aseguro que me ha complacido mucho su actuación. ¿En qué teatro trabajan ustedes? Les prometo ir a verles cualquier noche.
—Señorita Montfort, por favor… ¿qué está diciendo?
—Está bien claro. Ustedes son actores, y alguien les ha contratado para hacerme una divertida broma. Ya terminó, y ha tenido notable éxito. La persona que les contrató… ¡Frankie! ¡Ha tenido que ser él, estoy segura! ¡Oh, el muy loco…!
Se echó a reír. Los cuatro caballeros se miraron, en verdad desconcertados.
—Perdone… —murmuró Isaac—. ¿Quién es ese Frankie?
—Frank Minello. Teníamos que salir a cenar juntos esta noche, después de asistir a un par de combates de boxeo… ¿Cuánto les ha pagado?
—¡Señorita Montfort! —exclamó Martin, enrojeciendo tan intensamente como sus compañeros.
Brigitte estaba a punto de hacer otro comentario, cuando oyó la llamada a la puerta del apartamento superlujoso de aquel formidable «Crystal Building», en plena Quinta Avenida. Sonriendo, miró hacia una de las puertas que daban al salón, adornada con cortinas.
—Ve a abrir, Peggy.
La doncella salió, con la mano derecha tendida hacia delante, con la palma hacia arriba, portando una pequeña ampolla de cristal.
—¿Qué… qué hago con esto? —tartamudeó.
—Dámelo… Y ve a abrir. Debe ser Frankie, que viene a ver el resultado de su divertida broma… ¡No me mires así, tonta, que es una broma! ¿No puedes comprenderlo?
Tomó cuidadosamente la ampolla de gas de la mano de Peggy, y la guardó en un cajón de la hermosa biblioteca. Los cuatro emisarios de Atlantic Kingdom la miraban fijamente, erguidos, sumidos en un silencio casi hosco, ofendido.
—¿Quieren tomar algo, señores? —sonrió Brigitte—. Se lo han ganado magníficamente.
Ninguno contestó. Fuera del salón se oían unas fuertes pisadas, y segundos después, el gigantesco y atlético Frank Minello, jefe de la Sección deportiva del «Morning News», aparecía en el salón, lanzado como un bisonte en plena estampida.
—¡Pero bueno…! —exclamó—. ¿Todavía no estás vestida? La hora del combate… ¿Quiénes son estos tipos? Parecen pingüinos gigantes.
Los cuatro representantes de Atlantic Kingdom volvieron a enrojecer, bajo la divertida mirada de Minello, que movió los brazos como si fuesen cortas alas y caminó sobre los talones, imitando magníficamente el ridículo caminar de los pingüinos, emitiendo graznidos…
—No debes ser tan grosero, Frankie. Al fin y al cabo, han hecho muy bien su trabajo.
—Ah… ¿Qué trabajo?
—Venir en representación de Atlantic Kingdom para nombrarme su reina. La coronación será dentro de una semana.
Minello quedó con la boca más abierta que la de una ballena, antes de poder exclamar, tirándose en un sillón:
—¡Atiza! ¡Cáscaras y recáscaras de cocos de la Habana…! ¡Ya sabía yo que esto tendría que ocurrir tarde o temprano!
—Pues ya ha ocurrido. Ahora, págales para que puedan ir a trabajar a su teatro y nosotros a ver el boxeo y luego a cenar. Mientras tanto, iré a vestirme… Adiós, señores. Ha sido divertido conocerles.
Se dirigió hacia la puerta que la llevaría a su dormitorio, pero Minello saltó del sillón como un canguro.
—¡Un momento! —gritó—. ¿De qué cáscaras me estás hablando, Brigitte?
Se quedó con las manos en la cintura, abierta la boca, fruncido el ceño. Brigitte lo estuvo mirando tres o cuatro segundos, antes de fruncir a su vez el ceño. Miró a los cuatro hombres, y frunció aún más el ceño. Estaba ya completamente segura de que aquello no era obra del alocado, divertido y simpático Frankie.
—Bien… Temo que estoy… confundida, señores… ¿Quién los ha enviado, entonces?
Martin abrió de nuevo su portafolios y sacó cuatro libretas de tapas verde claro. Se adelantó y las entregó a Brigitte, que las tomó indecisa.
—Son nuestros pasaportes diplomáticos. Como usted sabe, nuestro país no sostiene relaciones diplomáticas con nadie, prácticamente. Puesto que somos vecinos de USA, nos gustaría tener esa clase de relaciones con este país, cuando menos. Pero no es así. De todos modos, no hemos tenido dificultades en ser admitidos como turistas. Puede usted comprobar la autenticidad de los visados, y asegurarse por el medio conveniente de que nuestros pasaportes son genuinos de Atlantic Kingdom.
Tras un parpadeo, la espía examinó los pasaportes. Era muy poco probable que a ella la engañasen en aquellas cuestiones. Sabía distinguir un pasaporte falso desde Nueva York a Río de Janeiro, por ejemplo. Y, aparte, estaba el hecho de que para una tonta broma nadie se molestaría en falsificar cuatro pasaportes con aquella perfección… Que no era perfección tan sólo, sino completa autenticidad.
Cuando alzó la vista, Martin le tendía unos periódicos y varias fotografías. Las fotografías eran de ella, tomadas de algunas que en ocasiones aparecían en el Morning News. Y en los periódicos, todos de Atlantic Kingdom, aparecían también fotografías suyas, a toda primera plana, aclarando que aquélla sería la próxima reina del país… En las páginas interiores abundaban los artículos relacionados con el acontecimiento, así como votaciones emitidas por el pueblo, y en las que claramente se veía que la señorita Brigitte Montfort Bierrenbach había sido acogida con simpatía, alegría y cariño. En varios periódicos, algunos columnistas dedicaban una página entera a elogiar sus hermosos ojos azules, que aparecían fotografiados, es decir, reproducidos de diversas fotografías… La llamaban la «Blueyes Queen», es decir, la «Reina de los Ojos Azules».
—Pero esto… es inaudito…
—Y cierto, señorita Montfort.
—Debo estar soñando… Les ruego que me disculpen por mi actitud humorística, pero…
—La comprendemos. No es corriente que se busque una reina fuera del propio país.
—Señor Martin, esto no tiene sentido…
—Para nosotros, sí. Quizá se extrañe usted de que no haya sido requerida por cientos de periodistas, pero todo esto ha sido hecho en secreto en nuestro país. Se ha vigilado cuidadosamente que ninguna información saliese de allí, por ningún medio. Hasta esta mañana, en que nosotros hemos abandonado Queen City No creo que la prensa del mundo entero tarde mucho en enviar cientos de periodistas a entrevistarla a usted.
—Aclárame esto —gruñó Minello—: ¿qué es lo que estáis hablando, en definitiva?
—Estos caballeros quieren que yo sea reina de su país, Frank. Ya te lo he dicho… Y parece que va en serio. ¡Oh, no es posible claro! Si no has sido tú el bromista…, habrá sido otro.
—No hay broma, señorita Montfort.
—Pero, señor Martin, comprenda usted que esto…
—Todos nos hacemos cargo de su sorpresa, de su actitud… Es natural. Pero es absolutamente cierto que Atlantic Kingdom la necesita.
—Señor Martin, yo… jamás he pensado en renunciar a mi ciudadanía norteamericana. Ni siquiera a cambio de un trono.
—No perderá su nacionalidad norteamericana. Pero será la primera ciudadana de Atlantic Kingdom.
—Pero… No, no… Esto tiene que ser algún juego que no comprendo… Además, no dudo que habrá en su país alguna mujer que merezca esto, señor Martin.
—Pensamos en algunas candidatas de mucha importancia, pero sus… cualidades no nos satisficieran. Luego, pensamos en lo del cerebro electrónico, lo alimentamos con los datos de la veinticinco mil candidatas elegidas, y lo programamos de acuerdo a las exigencias que nosotros teníamos sobre nuestra futura reina. El cerebro electrónico nos suministró una indicación: Expediente USA-mil siete. El de usted.
—Lo sabía —masculló Minello—. ¡Sabía que esto tenía que ocurrir algún día! Pero esperaba que te nombrasen emperatriz. ¡Pero ustedes no se llevarán a Brigitte de aquí, majaderos! ¡Se creen…!
—Sírveme un whisky, Frankie, por favor —pidió Brigitte—, y ten la boca cerrada, te lo suplico.
—Si estos pingüinos pretenden llevarte lejos de aquí, tendrán que pasar por encima de mi cadáver.
—No he dicho que acepte —sonrió Baby, todavía incrédula—. Sigo pensando que es alguna clase de broma…
Martin movía negativamente la cabeza, sonriendo. Minello sirvió el whisky a Brigitte, y se lo llevó. Ella bebió un sorbito, pensativa, hojeando los periódicos. De pronto, volvió a mirar a Martin.
—¿Quién es la reina actual…?
—Falleció hace tres años, señorita Montfort. Todo ese tiempo lo hemos pasado sin reina, arreglándonos buenamente como podíamos para los asuntos oficiales, representativos… Existe una cámara de representantes del país, compuesta por veinte miembros. Y gobernando directamente, el llamado Consejo de los Cuatro.
—Consejo de los Cuatro… ¿Son ustedes?
—Así es. Los más altos dignatarios de Atlantic Kingdom, naturalmente.
Brigitte se pasó una mano por la frente.
—Miren, vamos a dar por sentado que yo creo en sus palabras, en su proposición, en lo que dicen estos periódicos… Pero no puedo aceptar. Lo lamento.
—Le suplicamos…
—Lo lamento sinceramente. Sin embargo, si puedo ayudarles de cualquier otro modo a resolver cualquier apuro que…
—¿Una guerra, por ejemplo? —sonrió tristemente Martin.
—¿Cómo dice?
—Una guerra, señorita Montfort. Nuestro pueblo quiere una reina. En el supuesto de que usted, más adelante, decidiera contraer matrimonio, no habría impedimentos para ello; pero el rey nunca sería pieza importante en nuestro país, que debería llamarse, en realidad, Queendom, no Kingdom. La reina nos representa en todo. Desde hace más de tres siglos, siempre ha habido una hermosa reina en el trono de Atlantic Kingdom. El hombre que se casa con una reina es rey consorte, naturalmente, pero no tiene poder de ninguna clase, a excepción, por supuesto, del que le confiere su propia ciudadanía y derechos comunes.
—¿Por qué habrá una guerra si no hay reina en su país?
—Las cosas… no van muy bien, esa es la verdad. Políticamente, económicamente, socialmente… los desastres se van sucediendo en Atlantic Kingdom. Y el pueblo está convencido de que todo ello está ocurriendo desde hace tres años cuando falleció la anterior reina. Lo achacan todo a que no hay una reina en el trono, están convencidos de que las cosas mejorarán cuando esto suceda. Mientras tanto, consideran que la Cámara y el Consejo de los Cuatro, respaldados por el Ejército, somos causantes de todo, y creen…, creen que estamos expoliando el país en nuestro exclusivo beneficio. Me refiero al de los representantes de la Cámara, a los Cuatro, y a algunos generales de prestigio…
—¿Y no es cierto, señor? —sonrió Baby—. ¿No están abusando ustedes de su privilegiada situación, y explotando a cuatro millones de personas?
—No. No es cierto. Pero el pueblo lo cree, y si no tienen pronto una reina a quien admirar, querer, adorar y en quien confiar, mucho nos tememos que habrá una sangrienta revolución. Mire señorita Montfort, nosotros podríamos haber nombrado reina a cualquiera de la mujeres con cierto derecho al trono que viven en el Palacio Real, pero no lo hemos hecho precisamente por honradez. ¿Qué nos costaba colocar a cualquier mujer en el trono y cerrar la boca al pueblo? Sin embargo, hemos hecho todo lo contrario. Nos hemos interesado seriamente en el asunto. Recogimos datos de veinticinco mil personas, algunas de ellas, como usted misma, sugerida por el propio pueblo. Esto no es cosa de días, señorita Montfort, sino que viene incubándose hace meses… No hay nada improvisado en esto. Finalmente, alquilamos a la IBM un cerebro electrónico, que fue desembarcado en el puerto de Queen City, nuestra capital, ante miles de ciudadanos. Todos ellos saben lo que hemos exigido al cerebro sobre nuestra reina, están al corriente de todo… Nos hemos molestado durante seis meses, hemos trabajado hasta el agotamiento, se han gastado unos millones de dólares que mejor habrían sido invertidos en otras cosas, si nuestros propósitos no fuesen honrados… Pero así están las cosas, y cuatro millones de personas esperan a su reina… o la revolución.
—¿Cuándo saldríamos de aquí?
—Mañana. Bueno, mañana saldríamos de Estados Unidos, pero esta misma noche saldríamos en avión hacia Miami, para evitar la avalancha de periodistas que no tardarán en buscarla a usted. De Miami saldríamos a las nueve de la mañana, también en avión, y llegaríamos al Aeropuerto Internacional de Queen City hacías las once. Durante esta noche y las dos horas de vuelo de mañana, nosotros la pondríamos a usted al corriente de lo más elemental que usted precisa para entrar en Atlantic Kingdom. Luego, poco a poco, usted irá aprendiendo todo sobre la patria. Pero la coronación es urgente, si queremos evitar miles de muertes.
Con estas últimas palabras, Martin no supo que había dado de lleno en el blanco, clavando el dardo en la más fina sensibilidad de la agente Baby.
—Acepto, señor Martin.
Los cuatro contuvieron a duras penas una exclamación, brillantes sus ojos de alegría, aliviados, satisfechos. Pero, por unos segundos, Minello vertió sobre ellos una ducha fría:
—Yo también acepto —dijo.
—¿Qué… qué dice usted, señor…?
—Digo que yo también voy allá, muchachos. A lo mejor, con un poco de suerte, me convierto en rey consorte. ¡Menuda vida…! Brigitte mi esposa, y sin otra cosa que hacer que tenerla… contenta. ¡Que me voy a Atlantic Kingdom, demonios!
—Bueno… Realmente, señor, no creemos que su presencia…
—¿Qué inconvenientes hay? —sonrió Brigitte.
—Solamente los que indique su majestad —se inclinó cumplidamente Martin, siendo rápidamente imitado por los otros tres.
—Pues no indico ninguno —sonrió la divina espía—. Frankie es un buen amigo, y me tranquilizará temerlo a mi lado durante los primeros días. Además, me gustaría que asistiera a mi coronación.
—Como ordene su majestad.
—¡Toma! —exclamó Minello—. ¡Me gustaría encontrar al guapo capaz de impedirme este viaje! ¿Algún valiente que levante la mano, para que me sirva de cena?
—Si su majestad me lo permite —musitó Martin—, deberíamos partir inmediatamente.
—Pero mi equipaje…
—Su majestad dispone ya de un completo vestuario en el Palacio Real. Podemos salir inmediatamente, cenar en el avión y pasar la noche en Miami, para llegar a Atlantic Kingdom cerca del mediodía de mañana, a fin de que el pueblo pueda verla a su satisfacción. Su majestad sólo tiene que vestirse… y partir.
—Bien… Me llevaré también a «Cicero» y a Peggy, señor Martin. ¿Hay inconvenientes?
—En absoluto, majestad.
—¡Esto se presenta bomba! —aulló Minello—. ¡Nada menos que voy a ser el favorito de una reina! ¡Madre mía, qué vida me espera…! ¡Viva la reina!
«Cicero» miraba alegremente a su ama. Peggy parecía a punto de desmayarse, y los cinco hombres estaban muy satisfechos, en especial Frank Minello, que, en el fondo, todavía consideraba aquello como una divertidísima y original broma. Un bromazo completo.
Baby sonrió dulcemente y miró uno a uno a los componentes del Consejo de los Cuatro.
—Espero, señores —dijo con voz sorprendentemente fría—, que me hayan contado solamente la verdad, porque de lo contrario… —su sonrisa pareció congelarse—. De lo contrario, me sentiría terriblemente disgustada.