Capítulo II

Desde su asiento en el West Flagler Kennel Club, en el 450 de la North West 37th Avenue, en Miami, la hermosa rubia de los ojos verdes se estremeció una vez más cuando desvió los gemelos hacia el hombre que parecía ser Jacob Gilmore. Mientras tanto, tras la señal de salida, los perros galgos habían aparecido de sus jaulas como disparados por un cañón, emprendiendo la velocísima carrera nocturna…

Todo esto no le interesaba en absoluto a la bella rubia de los ojos verdes: ni los galgos, ni las apuestas, ni la abigarrada y variopinta concurrencia al canódromo, ni las luces… Nada. Sólo le interesaba el hombre que parecía ser Jacob Gilmore.

No estaba muy sorprendida, porque en la Central, Cavanagh le había mostrado algunas fotos actuales del ex agente de la CIA, que en aquellas fechas tenía cuarenta y cinco años. Había visto sus fotografías, y había quedado terriblemente impresionada. No es que pareciese que Gilmore fuese más viejo de cuarenta y cinco años, no… No era eso. Era que parecía… como muerto.

Sí.

Como muerto.

Las facciones estaban como esculpidas, no había en ellas ni el menor asomo de un gesto, fuese simpático u hostil. ¿Realmente era el mismo hombre que a los treinta años, cuando ingresó en la CIA, parecía pitorrearse, con la mirada, del fotógrafo? La diferencia era tremenda. Rasgos inmóviles, ojos como apagados, boca delgada y prieta, como si no tuviese labios. Se le marcaban todos los huesos del cuerpo y de la cara, que realmente parecía hecha de cuero, no de carne… Sí, eso era: de cuero. De cuero viejo y seco.

No. No parecía más viejo de cuarenta y cinco años… Simplemente, con sus canas, sus rasgos afilados, sus protuberantes huesos, su mirada apagada, Jacob Gilmore parecía muerto. Y a pesar de haber visto su fotografía en manos de Cavanagh, la bella rubia se estremecía cada vez que lo veía al natural, gracias a los prismáticos.

«¿Qué le habrá pasado? —pensó—. ¿Qué hay dentro de esa cabeza con tantas canas? ¿Qué le ha ocurrido a Jacob Gilmore?».

En aquellos momentos, mientras los galgos corrían, la gente gritaba excitada por la carrera de los galgos, y la rubia dedicaba su atención exclusivamente a Jacob Gilmore, un negro acababa de sentarse junto a éste. La imagen en los prismáticos era nítida, perfecta, pero la linda rubia los graduó todavía mejor. Su atención se concentró, por un instante, en el negro. Era un hombre de unos treinta años, alto, fuerte, vestido con gran descuido. Estaba diciéndole algo a Gilmore, y éste, inmóvil, le contemplaba, le miraba a los ojos.

«Seguramente los pone nerviosos —pensó Brigitte—. Con esa mirada, tiene que poner nerviosos a muchos de ellos. Parece que mira a través de ellos».

El negro que hablaba con Gilmore parecía estar exponiendo algo. Gilmore tendió la mano derecha, y el negro sacó una cartulina… Parecía un documento. Gilmore lo miró, con atención, pero sin expresión alguna en su rostro. Era como si la carne estuviese muerta…

«¡Dios mío, Dios, Dios mío!… ¿Qué le habrá pasado a ese hombre?».

Gilmore había dicho algo. Una pregunta, a la que el negro asentía. Le hizo más preguntas, moviendo apenas los labios. El negro afirmaba y negaba, alternativamente. Las respuestas no parecían interesar en lo más mínimo a Gilmore, que, simplemente, cumplía su cometido de contratar negros en aquella oficina que había instalado en el canódromo West Flagler. Simplemente, llegaba allí, se sentaba, se colocaba una visera con los dibujos del Orange Bowl, y con esa señal, los negros que le buscaban lo identificaban en seguida. Allá, conversaban unos minutos, Gilmore examinaba algún documento, lo devolvía, finalmente, y el negro se alejaba de él, dejando sitio a otro.

Aquella noche había hablado con cuatro. El que estaba con él hacía este número… Por fin, Gilmore le devolvió su documento. Entonces fue el negro quien preguntó algo. Gilmore asintió, el negro hizo otra pregunta, Gilmore contestó… El negro se puso en pie justamente cuando terminaba la carrera, y se alejó, caminando entre los dos bancos, de lado. Las luces de la pista se apagaron y sólo quedaron las de iluminación para el público. Los perros, sudorosos, estaban siendo abrigados y retirados rápidamente… Muy pronto anunciarían oficialmente el resultado de la carrera y de las apuestas.

La rubia consiguió apartar su mirada de las facciones de Jacob Gilmore y, con los prismáticos, localizó al último negro que había sido entrevistado. Guardó los prismáticos y se puso en pie. Las distancias recobraron su realidad. Estaba a unos treinta metros de donde se hallaba sentado Gilmore, pero, de momento, iba a prescindir de él, para dedicarse al negro.

Pronto lo divisó, se colocó tras él, y con toda naturalidad se dedicó a seguirlo. El negro se dirigía hacia la salida. No parecía tener prisa. Eligió la salida a West Flagler Park, y de allí pasó a la N. W. 37th Avenue, para acabar colocándose ante la entrada principal de esta avenida. Es decir, muy cerca de otros tres negros que esperaban sin impaciencia alguna. Los tres negros que habían conversado con Gilmore antes que él.

La rubia se alejó en busca de su coche. Cuando regresó al volante del alquilado «Comet», los cuatro negros continuaban en el mismo sitio, sin hablarse, sin mirarse; al menos, abiertamente Cada uno parecía ignorar la presencia del otro.

Muy bien, Gilmore les había dicho que lo esperasen allí, esto parecía evidente. Así pues, cuando él saliese del canódromo, era no menos evidente que se irían todos a determinado lugar, donde, posiblemente, los cuatro negros serían instalados…, acuartelados, le pareció a la rubia que era la palabra exacta. Y antes de tener un contacto directo con Gilmore, no estaría de más saber dónde los acuartelaba, cosa que hasta el momento no había podido ser descubierta. Sorprendente, pero cierto.

«Ya veremos si yo lo descubro o no», pensó la rubia.

Había detenido el coche a prudente distancia de donde esperaban los negros. En doble fila, desde luego, pero no era el único. Estaba dispuesta a no perder de vista a los cuatro negros que esperaban a Jacob Gilmore, fuese como fuese.

Lo que no esperaba la rubia, desde luego, fue lo que sucedió cuando estaba pensando en la conveniencia de encender un cigarrillo: la puerta derecha delantera se abrió y un hombre se sentó a su lado, metiendo la mano derecha bajo el sobaco izquierdo. Simultáneamente, otro hombre se sentaba velozmente en el asiento de atrás. Moraleja: hay que llevar cerradas todas las puertas del coche, menos la del conductor.

La rubia miraba con tal serenidad al hombre que se había sentado a su lado, que él se desconcertó.

—No se ha asustado —dijo en español.

—Es una chica valiente —habló, también en español, el otro.

—Salgan de mi coche —dijo la rubia, a su vez en español.

—Además de valiente, es descarada —rió el primero—. Pero a mí me gustan las rubias descaradas. ¿Y a ti, Benigno?

—No sé qué decirte. Prefiero una morena sensual y complaciente. Pero de momento, vamos a conformarnos con la rubia. ¿Para quién estás trabajando, rubia?

—Yo no trabajo más que para mí misma.

—Eso sería cierto si fueses una ramera, como intentas hacernos creer. Pero te diré la verdad: te hemos estado observando de lejos, ahí dentro, en el canódromo. No has perdido de vista a Jacob Gilmore y a los negros que él ha ido contratando. Los negros, como bien sabes —señaló hacia fuera del coche—, son esos que sigues vigilando, después de haber dejado a Gilmore ahí dentro. Como ves, pierdes el tiempo si intentas hacernos creer lo que no es cierto. Te interesa Gilmore y sus negros. ¿Por qué?

—Sólo quería saber adónde van los negros.

—¡Ah!… Bueno, eso es sencillo: dentro de poco, pasará una camioneta que los recogerá y se los llevará a determinado lugar. No tiene mayor interés el lugar. Al menos para nosotros. Pero sí tiene interés saber qué está tramando Gilmore y su amigo, y hasta ahora no ha habido forma de saberlo.

—¿A qué amigo se refieren?

—¿No sabes que Gilmore tiene un amigo?

—No… No lo sabía.

—¿Qué te parece, Rafael? —suspiró Benigno—. ¡Y nosotros que habíamos pensado que la rubia quizá sabía más que nosotros y que podría aclararnos los propósitos de Gilmore!

—Les aseguro que no sé nada —dijo la rubia.

—Pero sí tienes que saber por qué estás vigilando a Gilmore y sus negros, y quién te ha pagado para que lo hagas.

—Sí… Eso, sí.

—Y también debes saber cómo te llamas.

—Sí… Claro.

—Y también debes saber cómo poner contentísimo a un hombre en la cama.

—Me las voy arreglando bastante bien —sonrió la rubia.

—¿Lo ves? —exclamó Rafael—. ¡Ya te lo decía yo, Benigno!

—Ya veremos si es verdad —encogió los hombros Benigno—. De momento, creo que debemos marcharnos de aquí, antes de que salga Gilmore y nos vea. Así, pues, ¡arranca, rubia!

—Y dinos cómo te llamas.

—Lili… —dijo ella, mientras ponía el coche en marcha—. ¿Adónde vamos?

—De momento, sal de aquí, hacia la N. W. 7th. Después, te diriges hacia el centro de Miami. Ya te iremos indicando el camino hacia los billares.

—¿Vamos a unos billares?

—Sí… —rió Rafael—. ¡Te vamos a dejar jugar con unas bolas y unos tacos!

—No seas bestia, hombre —respondió Benigno.

—¿Acaso he dicho algo de malo? Además, yo creo que a la rubia Lili le gusta jugar con las bolas y un taco… ¿A que sí, Lili?

—A veces, sí —admitió Lili—; todo depende de la calidad del material.

Rafael se echó a reír de tan buena gana, que hasta se atragantó. Por su parte, Benigno no tuvo más remedio que soltar la carcajada. Lili sonreía, dedicando su atención a la marcha. Rafael consiguió recuperarse lo suficiente para asegurar:

—¡Tengo, para ti, dos bolas de excelente calidad!

—Yo creía que al billar se jugaba con más bolas… —dijo Lili.

Rafael comenzó a darse palmadas en los muslos. Estaba que se partía de risa. Atrás, Benigno también reía… Estaban ya en la North West 7th Street, rodando hacia el centro de Miami. Lili miraba con inquietud sus manos, esperando, tensa, lo que sabía que tenía que suceder. Y muy pronto. Al ir a buscar el coche se había inyectado una dosis de «Blackcolor»[1], con el fin de poder seguir a los negros sin que éstos se fijasen demasiado en ella, y el efecto tenía que comenzar de un momento a otro.

—Una vez conocí a una francesa que hacía maravillas con las bolas —continuó con su tonta broma Rafael—. ¡Las manejaba mejor que nadie, aunque no precisamente con el taco, jo, jo! ¿Te lo he contado alguna vez, Benigno?

—Unas quinientas —asintió el aludido.

—Bueno, pero se lo voy a explicar a Lili, por si ella quiere aprender la lección. A lo mejor le da buenos resultados y se hace famosa como manejadora de bolas especiales… ¡Ji, ji, ji! Mira, respecto a las bolas, pues las hay de marfil y las hay de…

Rafael calló tan bruscamente que Lili comprendió en el acto lo que ocurría. Miró de nuevo sus manos, sobre el volante, y, en efecto, las vio ya negras. Volvió la cabeza hacia Rafael, que había palidecido y la contemplaba con ojos desorbitados. En el asiento de atrás sonó la exclamación de Benigno.

—¡Pero…!

Lili frenó, y se volvió a mirar a Benigno, que también estaba pálido y contemplándola con expresión desorbitada. Oyó cómo Rafael, a su lado, tragaba saliva, y de nuevo lo miró a él. Comprendía perfectamente su sobresalto, Gracias a Mac Gee, el jefe del Departamento de Armas Especiales de la CIA, y a su suero «Blackcolor», la rubia Lili se había convertido en una imponente y hermosísima negra de ojos azules y cabellos rubios. Aunque sólo fuese por la belleza de semejante ejemplar, había para quedar atónito.

—No se asusten —sonrió—. Sólo…

Rafael lanzó un aullido, metió de nuevo la mano derecha en el sobaco izquierdo y sacó su pistola, chillando:

—¡Es una bruja! ¡Matémosla!

Y lo habría hecho.

Estaba realmente tan asustado, que lo habría hecho. Justo al terminar de chillar, apretaba el gatillo, pero ya una milésima de segundo antes Lili había asido la muñeca derecha de Rafael con su mano izquierda, mientras con su derecha lanzaba un velocísimo y demoledor shihon nukite, sin contemplaciones de ninguna clase. La mano rígida, los cuatro dedos largos extendidos y juntos, él pulgar recogido en la palma de la mano, ésta se convertía en un arma de penetración a la que abría camino las puntas de los dedos extendidos; cuando estos dedos se hundieron en la garganta de Rafael, éste lanzó un desgarrador gemido, mientras la cabeza le saltaba hacia atrás, los ojos se ponían en blanco, y dos finos chorritos de sangre aparecían por los orificios nasales.

La muerte fue inmediata.

Mientras tanto, Benigno, atrás, se estaba moviendo, y Lili lo sabía. Sabía que, normalmente, aquellos dos hombres habrían sido más bien fáciles de manejar; eran dos granujillas a los que les gustaban las mujeres, fuesen rubias o morenas, y pensaban pasar un rato agradable con ella. Sólo eso. Pero, terriblemente asustados, su reacción era temible.

Y, en efecto, en el tiempo que Lili golpeaba y Rafael moría, Benigno, tras un instante de terror y paralización total de mente y cuerpo, se dedicaba a sacar su pistola…, mientras Lili retiraba a toda prisa la de Rafael de entre los crispados dedos del cubano.

La asió, se volvió, y como en un sueño, aún antes de terminar el giro, vio a Benigno, y comprendió que estaba apretando el gatillo. Se echó hacia delante justo a tiempo. El estampido del disparo, como un instante antes el efectuado por Rafael, fue como un bombazo dentro del coche. La bala pasó rozando el respaldo del asiento, dio en el aro del volante y se hundió en el asiento, dejando el volante vibrando fuertemente, entero, completo.

Mientras tanto, y aún cayendo hacia delante, esto es, hacia donde estaba Rafael, Lili sacó la mano derecha por encima del respaldo, y disparó. El coche pareció de nuevo una cámara hermética, en la que también resonó el breve alarido de Benigno. Un alarido revelador, pero Lili no estaba dispuesta a arriesgarse, de modo que disparó de nuevo, orientando la bala precisamente hacia donde había sonado el alarido.

Cuando se irguió en el asiento, su negro rostro estaba notablemente descolorido, pero no porque estuviesen cesando los efectos del «Blackcolor», que aún durarían horas, sino por el sobresalto pasado.

Estaba rígida, con la respiración contenida, cuando se dio cuenta de que algunas personas se acercaban al coche, vacilantes. Por supuesto, los disparos debían haber retumbado en el exterior… No pensaba dar ninguna explicación, así que arrancó rápidamente y se alejó de allí. Ni siquiera sabía dónde estaba cuando, dos minutos más tarde, se detenía, se colocaba de rodillas en el asiento, de espaldas al volante, y empujaba a Benigno hacia un lado. Benigno había ido sentado normalmente, con los ojos muy abiertos y una bala en el centro del pecho y otra en el corazón. Ahora ya no se le veía… Ni, por lo tanto, podría ver nadie la oscura mancha de sangre en su blanca camisa. Rafael yacía, arrugado, entre el asiento delantero derecho y el hueco para las piernas.

Lili se pasó una mano por la frente, y la notó húmeda. Sacó un pañuelito de su maletín, y se limpió. Estaba profundamente disgustada; tanto, que la habría emprendido a golpes con los dos muertos.

«¡Par de estúpidos! ¡Podríais estar vivos ahora, si no hubieseis creído nunca en brujas ni tonterías parecidas!».

Era un modo absurdo de morir, pero, a fin de cuentas, la elección no había presentado ninguna duda para Lili.

«Tengo que sacarlos del coche… ¡Y cuanto antes!».

Reanudó la marcha, y ya más serena, se situó. Desde allí, podía llegar pronto y sin grandes complicaciones a un lugar adecuadísimo para dejar dos muertos: un cementerio.

Y en efecto, seis o siete minutos más tarde, entraba con el coche en Coral Park. Un parque diminuto, contiguo al Woodlawn Park Cemetery. Se aseguró de que nadie la veía, sacó del coche a Benigno, y cuando iba a hacer lo mismo con Rafael, que parecía incrustado en el incómodo hueco, se le ocurrió que, a fin de cuentas, no sabía quiénes eran realmente aquellos hombres ni qué pretendían vigilando a Gilmore. Porque esto era evidente… Habían dicho que «debemos marcharnos de aquí, antes de que salga Gilmore y nos vea»… Por lo tanto, no eran amigos de Gilmore. ¡Claro que no!… Gilmore tenía otro amigo, y precisamente Rafael y Benigno habían demostrado interés por saber qué estaban tramando Gilmore y ese amigo desconocido.

Míster Cavanagh no había hablado de ningún amigo… Al parecer, la CIA no estaba obteniendo sobre Jacob Gilmore un control todo lo completo que habría sido de desear, ya que no sabían lo de este amigo ni el lugar adonde eran llevados, en una camioneta, los negros contratados.

Todo esto lo pensaba Lili mientras registraba a Rafael, tras sacarlo del coche. Mientras pudiese evitarlo, no registraría a Benigno, que estaba profusamente manchado de sangre.

Con lo que había encontrado en los bolsillos de Rafael se metió en el coche, y encendió la luz interior. Una mugrienta billetera con algo de dinero y la documentación de Rafael Pérez Ruiz; la fotografía de una mujer sin duda latina, muy hermosa, pero con cierto aire de baja estofa… Lili dejó de prestar atención al contenido de la billetera, y a todo lo demás, cuando se dio cuenta de que tenía en la mano un estuche de cerillas en el que podía leerse:

«Juanjo Valdés

Billares y Bolera88, North East 24th Street».

«Los billares de que hablaron… Está bien».

Se guardó el estuche de cerillas, tiró afuera todo lo demás, sobre el cadáver de Rafael, y se alejó. En la oscuridad, dos muertos yacían a la espera de ser recogidos y llevados, como correspondía, a un cementerio. Esto es: dentro de sendas cajas negras de las que jamás saldrían.

Lili se quitó la peluca rubia, dejando que su larga cabellera negra natural cayese sobre su espalda y hombros. Tenía que ponerse, también, las lentillas de contacto de color negro, pero no quería entretenerse, por el momento. Aunque sin grandes esperanzas de conseguirlo, iba a intentar recuperar la pista de los negros contratados por Jacob Gilmore en el canódromo.

No pudo ser.

Tal como había temido, cuando llegó allí los negros ya no estaban. Es decir, que la camioneta en cuestión había pasado a recogerlos, y se habían marchado. Y Gilmore con ellos. No era cosa preocupante, pues al día siguiente podía recuperar esa pista… Pero era perder un día. Y a Lili no le gustaba perder el tiempo.

Por lo tanto, mientras se colocaba las lentillas de contacto de color negro, mentalmente estaba ya camino de los billares y bolera de Juanjo Valdés.