Capítulo III

Brigitte se quedó mirando, fruncido el ceño, aquella especie de amplio antifaz que no tenía orificios para los ojos, y que Chandel le estaba mostrando.

—¿Qué es esto? —murmuró.

—Es una de esas máscaras que algunas personas sensibles se colocan ante los ojos para dormir, para conseguir una oscuridad completa. Debo rogarle que acepte ponérsela.

Brigitte frunció aún más el ceño, mirando a Redeemer, que ocupaba el asiento contiguo al de ella, en la pequeña avioneta que había despegado de Le Bourget, hacía unos minutos. A los mandos iba un hombre llamado Váak. En uno de los asientos dobles, viajarían Karno y Chandel; en el otro, Brigitte y Redeemer.

—¿Le parece necesario esto, Redeemer?

—Lo siento, pero sí. Le ruego que esté tranquila, señorita Montfort: no pensamos hacerle el menor daño, en modo alguno. Eso ya podríamos haberlo hecho, compréndalo. Sólo se trata de que no sepa adonde vamos, no dónde vamos a estar exactamente, ya que, después de habérselo explicado todo bien, la volveremos a traer a París.

—Está bien —aceptó la periodista-espía.

Chandel le colocó la mascarilla, y el tibio sol de primeros de octubre se oscureció, la tarde suavemente soleada se convirtió en negra noche a los ojos de Brigitte, que permaneció inmóvil. Era cierto: si hubiesen querido matarla, podrían haberlo hecho con toda comodidad, por el simple procedimiento de que Chandel, en lugar de esperarla escondiendo el rostro tras el periódico, le hubiese disparado con una automática. Esto, sólo como ejemplo, naturalmente.

En principio, parecía que volaban hacia el Sur, pero Brigitte sabía que en aquellos momentos ya debían estar virando hacia el Norte. Si iban hacia un lugar donde hacía más frío que en París, no podía ser el Sur, sino el Norte, lógicamente. La idea que le asaltó, de pronto, la hizo estremecerse: ¿y si estuviesen volando hacia Rusia?

Por un instante, estuvo tentada de quitarse la mascarilla y dar buena cuenta de aquella gente, paro se serenó rápidamente. Si volaban hacia Rusia, ella lo sabría dentro de dos o tres horas… Tres horas. Si para entonces no habían aterrizado, podrían estar volando hacia Rusia…, o hacia el Polo Norte. En la duda, si dentro de tres horas, o poco más, es decir, cuando calculase que habían recorrido unos mil kilómetros, no habían aterrizado, tomaría ella el mando de la situación. A fin de cuentas, ahora estaba armada y bien preparada técnicamente para afrontar cualquier situación, ya que en el hotel, aunque siempre acompañada por Chandel, había recogido, no sólo una maleta con ropa de abrigo, sino su maletín, con todo el arsenal de trucos y recursos técnicos, pasaportes…

Pero el vuelo duró algo menos de tres horas, según sus cálculos.

Cuando ya comenzaba a pensar en el modo de tomar el mando de la situación, se dio cuenta de que estaban perdiendo velocidad y altura.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó.

—Prácticamente. ¿Está usted bien? —se interesó Redeemer.

—Un poco aburrida.

—Pronto terminará su aburrimiento, se lo aseguro.

Minutos más tarde, habían aterrizado. Redeemer le rogó que permaneciese con la mascarilla puesta, y Chandel la ayudó a ponerse el abrigo. Amortiguados, se oían motores de aviones, todos ellos más poderosos que el de la avioneta, ya silenciosa. Supo que la portezuela había sido abierta, cuando notó el súbito golpe de aire frío.

—La ayudaré a bajar —dijo Chandel.

—Gracias. ¿Todavía no puedo quitarme esto?

—Muy pronto. Por favor, sólo un poco más de paciencia.

—Está bien.

Notó la fuerte mano de Chandel en un brazo. Segundos después, estaba en tierra firme. Cerca de ella oyó la voz desconocida de un hombre, en un idioma que no entendió…, pero cuyas palabras quedaron en su mente, como si se tratase de un magnetófono.

—El coche está cerca —dijo Chandel.

—Mi equipaje…

—No se preocupe, vendrá con nosotros, naturalmente.

Un par de minutos más tarde, estaba dentro de un coche. En una rodilla notó una mano, con tacto y gesto afectuoso, simplemente.

—Pronto estará confortablemente instalada —oyó la voz de Redeemer.

Oyó cerrarse el portamaletas del coche. Luego, rugió el motor. El coche comenzó a moverse. Los finos oídos de Brigitte Montfort eran, en aquel momento, como pantallas receptoras, lo captaba todo, lo oía todo. En determinado momento, oyó de nuevo palabras en aquel idioma desconocido, que brotaban de un altavoz lejano… No sabía hablar aquel idioma, pero lo conocía, había oído hablarlo en varias ocasiones… Las palabras iban quedando grabadas en la mente de la espía internacional.

Junto a ella, a la izquierda, iba Redeemer; a la derecha, Chandel. Delante, además de Karno, iba otro hombre, que conducía el coche. Fue este hombre el que habló, preguntando algo. Brigitte permanecía inmóvil, en total silencio. Era extraño… Habían llegado a un aeropuerto, indudablemente, o cuando menos a algún pequeño aeródromo, pero enseguida comenzó a oír el rumor de la ciudad. El inconfundible rumor de la ciudad. Es decir, que el aeropuerto estaba prácticamente en la ciudad, cualquiera que ésta fuese… El rumor de ciudad era cada vez más intenso; más inconfundible. Una ciudad bastante importante. El hombre que iba al volante volvió a hablar, y Redeemer le contestó. La mente de la espía iba «archivando» todo lo que podía. Viajaban ahora mezclados con otros vehículos… El hombre del volante volvió a hablar, y Redeemer le contestó de nuevo.

El rumor de ciudad comenzó a decrecer. A los pocos minutos, Brigitte sabía que estaba circulando por una carretera. No se oían aviones; sólo de cuando en cuando, se cruzaban con un coche, o un camión.

—Estamos llegando —dijo Redeemer en francés—. Espero que nos perdone las molestias, señorita Montfort.

—No se preocupe —murmuró ella.

Siete u ocho minutos más tarde, el coche se detuvo por fin. Notó la manaza de Chandel en un brazo.

—Permítame… Baje un poco la cabeza, señorita Montfort.

Salió del coche. Oyó alejarse a éste, pero sólo un poco. Subió dos escalones… El coche, que se había detenido a su izquierda, volvió a hacer rugir su motor. Luego, dejó de oírse definitivamente, y se oyó el chasquido de algo… Una puerta grande, accionada por mandos eléctricos, al ser cerrada. Oía unas llaves. El sonar de una llave contra algo metálico. El chasquido de un pestillo.

—Camine, por favor.

Brigitte tendió la mano derecha hacia delante, y tocó la puerta abierta. Deslizó la mano por toda ella, dándose un pequeño golpe con un adorno…

—Cuidado —exclamó Chandel—. No se preocupe, yo la guío.

La guió, en efecto. Justo cuando las manos de Chandel en su nuca, deshaciendo la lazada que sujetaba allí la mascarilla, un reloj comenzaba a dar la hora: cu-cú, cu-cú, cu-cú, cu-cú…

Las seis. Las dieciocho, para ser exactos.

Brigitte se colocó las manos ante los ojos, cuando Chandel retiró la mascarilla.

—Serán sólo unos segundos de incomodidad —oyó la amable voz de Redeemer—. Espero que nos perdone tantas molestias.

—Ya le he dicho que no se preocupe —murmuró ella.

Fue retirando, poco a poco, las manos de delante de los ojos, hasta que, finalmente, pudo ver bien. Estaba en un saloncito verdaderamente acogedor, amueblado con comodidades y buen gusto, incluso con cierta alegría. Había un reloj de pie, muy adornado, del cual debía haber salido el pajarito mecánico que hacía cu-cú. Cuadros, buenas alfombras, calefacción, libros, bar… Había dos amplias ventanas, por las que se veía la negrura de la noche. Octubre, seis de la tarde, y ya era de noche…

—¿Quiere tomar algo? —ofreció Redeemer.

—Tomaría con gusto un café. Y algo de coñac, si es posible.

—Naturalmente.

Chandel era muy amable. Le sirvió el coñac, mientras Karno salía, sin duda a preparar el café. Se oyó el portazo, y la voz del chófer, que se alejó hacia el fondo de la casa, conversando con Karno. Estaba claro que Vaak se había quedado en el aeropuerto, al cuidado de la avioneta, posiblemente para preparar el viaje de regreso a París. Sí, con toda lógica.

—¿Vive usted aquí? —preguntó Brigitte, mirando el coñac servido por Chandel.

—Sí, claro.

—Bueno, este lugar podría ser, simplemente, su… base de operaciones, ¿no?

—En cierto modo, lo es. Quiero decir que lo es, pero, al mismo tiempo, es mi casa. ¿Demasiado pesado el viaje?

—No, no. Estoy acostumbrada a viajar. Ya, ni siquiera me altera demasiado el cambio de horarios ni de comidas… ¿Usted no va a tomar coñac?

—No bebo. Ni fumo. En realidad, no tengo ningún vicio.

—Pues le admiro y le envidio —refunfuñó Brigitte—. Yo, en cambio, me fumaría ahora mismo un cigarrillo. Los tengo en mi maletín.

Chandel salió del salón. Regresó un minuto más tarde, con la maleta y el maletín de Brigitte, entregando este último a la espía, que sacó cigarrillos, el encendedor… En aquel momento, Redeemer y Chandel estaban a su merced, pero Brigitte se limitó a encender el cigarrillo. Dejó el maletín abierto junto a ella, en el sofá, y tiró dentro con un gesto displicente, el encendedor.

—Tomaré un poco de coñac, mientras aguardo el café. Espero que serán también tan amables de invitarme a cenar, Redeemer.

—No le faltará a usted nada, mientras esté aquí. ¿Le parece bien que cenemos a las ocho?

—Por mí, está bien.

—Normalmente, cenamos más tarde, pero precisamente hoy no hay nadie más en la casa, y como acabamos de llegar… De todos modos, podemos aprovechar el tiempo. ¿Qué le parece si, mientras Karno y De Munk preparan la cena, nosotros hablamos del asunto?

—Me parece muy bien. Cuanto antes, mejor. ¿Podré volver a París esta misma noche?

—Mejor que no. En primer lugar, debe estar usted cansada de tanto viajar, así que esta noche podrá descansar adecuadamente. Por otro lado, me gustaría que usted escribiese aquí mismo, esta noche, el primer artículo sobre el asunto… Quisiera asegurarme de que el contenido es el que yo deseo. No es que dude de su calidad periodística, pero, en ocasiones, cuando se usan intermediarios, es mejor asegurarse de que éstos hacen lo que tienen que hacer.

—Me parece razonable, si bien estoy segura de que le satisfará mi intervención.

—No lo dudo, pero más vale asegurarse. Ah, el café… En cuanto lo haya tomado y esté dispuesta, pasaremos a la Sala de Proyectos.

Brigitte dirigió una mirada casi amable a Redeemer. El aspecto de éste era chocante, pese a todas las peculiaridades imperantes en la moda del peinado y la indumentaria. Parecía un santón, un hombre apacible y bondadoso. En líneas generales, podía recordar las más clásicas estampas de Jesucristo, pero, era demasiado menudo y viejo para que la comparación llegase demasiado lejos.

—Espero —dijo, de pronto, Brigitte— que no pretenderá hacerme creer que usted es hijo de Dios.

—Lo soy.

—¡Oh, vamos…! —exclamó la divina.

—Lo soy, en la misma medida que lo somos todos.

—Ah… ¡Ah, bien!

Se dedicó a tomar café, Luego, bebió otro sorbito de coñac. Por último, se quedó mirando, con gesto interrogante, a Redeemer. Este miró a Chandel que, tras tomar café, estaba bebiendo también coñac; al captar la mirada de Redeemer, terminó la copa de un trago, y se puso en pie. Redeemer hizo lo mismo, y acto seguido lo hizo Brigitte.

Salieron del saloncito, recorrieron, un pasillo…, y en el mismo momento en que Redeemer señalaba una de las puertas que daban a éste, Brigitte se detenía en seco delante de otra, que estaba abierta. Así pues, pudo ver perfectamente el interior de la habitación.

Enfrente mismo de la entrada, había un armero, adosado a la pared. En él, se veían rifles, metralletas, pistolas, y algunas granadas. Más allá, a la derecha del armero, había una vitrina, en la que se veían algunas máscaras antigás, y lo que parecían botes de conserva…, sin etiqueta de ninguna clase.

—¿Qué es esto? —Murmuró Brigitte.

—Es el dormitorio del grupo de hombres que dirigen mis diversos grupos. ¿Quiere verlo?

No hacía falta que Brigitte contestase. Entraron los tres, y la espía vio en seguida las tres hileras de literas, cada una con cuatro plazas, a la izquierda. A la derecha, una pequeña librería, un sofá, dos sillones, algunas sillas… La mirada de Brigitte volvió a las armas.

—¿Con qué objeto tiene usted hombres armados a su disposición, Redeemer?

—Lo irá comprendiendo todo, cuando le explique el asunto, en la Sala de Proyectos. Venga, por favor.

Salieron al pasillo, y luego entraron en la habitación cuya puerta había señalado antes Redeemer. La habitación era aún más grande que la anterior, y, evidentemente, había sido conseguida derribando los tabiques de separación de dos habitaciones.

Dos de las paredes estaban llenas de mapas y planos. En el centro de la habitación había una gran mesa, sobré la cual había diversas maquetas. A la derecha, una amplia mesa de despacho, con montañas de papeles y libros encima. Detrás, una librería abarrotada de libros y rollos de pergamino. A un lado de la mesa, un archivo metálico.

—¿Estamos en la Sala de Proyectos?

—En efecto. Uno de ellos, precisamente, ha sido el sabotaje al submarino nuclear ruso.

Brigitte volvió vivamente la cabeza hacia Redentor.

—¿Quiere decir… que es cierto que se ha hundido un submarino ruso…, y que ha sido usted quien lo ha hundido?

—Exactamente.

—¡No diga tonterías!

—¿Sabe usted lo que es el dinero? —sonrió Redeemer.

—Claro que lo sé… ¡Una porquería!

—Bueno, eso es cierto —rió ahora Redeemer—. Pero, al mismo tiempo, es el arma más poderosa del mundo. Yo tengo tanto dinero que no me ha costado gran cosa conseguir un poder… acorde con mi fortuna. Evidentemente, no soy un loco que pretenda comparar su potencial económico, ni de ninguna clase, con Rusia o Estados Unidos… Ni con ningún país, claro está. Pero le aseguro que tengo el suficiente dinero para… comprar parte de ese poder. ¿Sabe usted lo que es el soborno?

—Desde luego.

—¿Y el sabotaje?

—Sí… Naturalmente.

—¿Le parece a usted imposible que, con mucho dinero, yo haya conseguido sobornar personal ruso, que haya sometido el submarino en cuestión a un sabotaje que lo haya hundido para siempre, con ciento seis hombres a bordo?

—No es posible que esté hablando en serio —susurró Brigitte.

—¿No? Por favor, venga a ver este mapa… ¿Lo identifica?

—Es la zona donde se dice que se ha hundido el submarino nuclear ruso… ¿Y esta señal roja?

—Esta señal roja, a ciento ochenta millas exactamente de la costa Oeste francesa, a la altura de la ciudad de Brest, es el punto exacto donde se hundió el submarino saboteado por el personal que yo soborné, hace un par de meses, en… cierto lugar. Observe la profundidad del mar en esta zona, y comprenderá que ese submarino jamás podrá ser rescatado. Ni, posiblemente, localizado. Lo crea usted o no, ese submarino está en el fondo del mar, porque yo así lo he querido.

—Pero… ¿con qué objeto?

—Ajá, ya empezamos a dialogar adecuadamente… ¿Usted no cree que un submarino nuclear…, o incluso uno convencional, es un arma peligrosa para la Humanidad?

—Sí.

—Pues bien, yo he destruido esa arma. Jamás podrá ser utilizada.

—Usted ha destruido ciento seis vidas, Redeemer,' eso es todo —dijo secamente Brigitte—. Por lo demás, Rusia no va a quedar muy mermada de fuerzas porque usted le haya hundido un submarino. ¿Cuántos más podrá hundir? ¿Diez? ¿Veinte?

—Digamos que voy a eliminar todo el potencial militar de todos los países del mundo.

Brigitte se quedó mirando, atónita, al hombrecillo de las barbas y el largo peinado con raya en medio. Por fin, esbozando una amarga sonrisa, movió la cabeza con gesto incrédulo.

—Nadie puede conseguir eso actualmente —murmuró.

—Yo sí. Empezando por los Estados Unidos, naturalmente.

—¿Por los Estados Unidos? —respingó la espía—. ¿Por qué? ¿Y por qué, entonces, ha hundido, en primer lugar, un submarino soviético?

—Me ha parecido que, en primer lugar, debía convencer a Rusia, y a toda Europa, por el momento, del mucho daño que puedo yo hacerles, si no me ayudan a destruir Estados Unidos.

—¿Usted pretende… que Rusia y toda Europa… le ayuden a destruir Estados Unidos?

—Así es: quiero matar al coloso. No vamos a engañarnos, ¿verdad? Estados Unidos es, hoy por hoy, el coloso mundial. Pues bien: yo deseo la muerte del coloso. Y como no estoy loco, y sé muy bien que yo solo no conseguiría más que hacer el ridículo, he decidido unir Europa y Rusia para que… convenzan a Estados Unidos de que dejen de existir como nación soberana y poderosa.

—¿Realmente espera que Europa y Rusia se unan, y que le hagan caso a usted, en ese proyecto de atacar Estados Unidos…?

—¿Atacar? ¿Quién ha hablado de atacar? Yo, no, desde luego.

—Pero… si no atacan a Estados Unidos…, ¿cómo van a matarlo, cómo van a matar al coloso?

—Por medio de la persuasión amistosa. Estoy organizando las cosas de modo que toda Europa, y Rusia, se unan para pedirle a los Estados Unidos que dejen de existir… a las buenas. Si no aceptan, a las malas.

—Lo que supone que atacarían a Estados Unidos, en definitiva.

—Sólo en el último extremo. Pero espero que pueda convencer a su país de que deje de existir como tal, y se convierta… en la despensa del mundo, en una colonia a disposición de todos los seres del planeta, en lugar de ser un coto privado para doscientos millones de privilegiados.

—Debo estar soñando —exclamó Brigitte.

—No. Por el momento, y para demostrar a Rusia y Europa mi relativa fuerza, he hundido un submarino soviético. Mañana, usted publicará un artículo absolutamente sensacional, y que pondrá al mundo al corriente de mis intenciones: todos deben unirse para matar al coloso. Si no lo hacen, cientos de terribles desgracias se irán abatiendo sobre Europa y Rusia…, por el momento. La situación llegará a tales extremos que, o bien Estados Unidos se anulará voluntariamente como país soberano, y quedará a disposición del mundo, con todas sus riquezas, o bien el resto del mundo Se volverá contra Estados Unidos. O eso, o yo seguiré ocasionando terribles desgracias a todos.

—¿Qué clase de desgracias?

—Bien… Puedo hundir un trasatlántico en el que viajen dos mil personas, por ejemplo. O hacer descarrilar un tren, o, peor aún, que choque con otro que vaya en dirección opuesta. Puedo hacer explotar, por accidente, un par de bombas atómicas, en lugares donde nadie creería que existiesen siquiera. Puedo provocar diversas clases de epidemias. Puedo inundar pueblos y ciudades enteras, tan sólo con reventar algunas de las presas más importantes del mundo. Puedo hundir varios petroleros, cerca de las costas europeas, de modo que los perjuicios económicos serían cuantiosos…, y los personales, terribles, si alguien incendiaba ese petróleo. Puedo ocasionar…

—Está bien —jadeó Brigitte, que estaba lívida—. ¡Está bien, está bien! ¡No siga!

—No se asuste —sonrió Redeemer—. Ya verá como todo eso no va a ser necesario. Y parte del mérito será de usted.

—¿Qué parte? ¿A qué se refiere?

—Bueno, usted va a ser quien escriba todo lo que estamos hablando, y lo publique del modo en que pueda ser más ampliamente difundido por todo el mundo; pero, por ahora, especialmente en Rusia Europea y América. Usted, bajo mi dirección, escribirá las cosas de modo que Europa y rusia comprendan que las desgracias van a caer sobre todos los habitantes del continente, si no presionan a Estados Unidos para que vuelva a ser lo que fue: tierra de nadie. Tienen que presionar a Estados Unidos para que abandone la ONU, la OTAN, en fin, todos los organismos a que pertenece actualmente. Tienen que convencerlo para que destruya todas sus armas, abra sus fronteras, y consientan en compartir todas sus riquezas de todas clases con el resto del mundo. Se acabó el confortable aislamiento, el poderío político, bélico, social, financiero… ¡Se acabó todo! Dentro de un año, como máximo, Estados Unidos será sólo un recuerdo, un nombre en la Historia, y todas sus riquezas serán del dominio público, de todos los que las necesitan y jamás han tenido acceso a ellas. Si Europa y Rusia convencen a Estados Unidos a las buenas, mejor. Si no los convencen a las buenas, tendrán que hacerlo a las malas… Pero tendrán que hacerlo, o miles de desgracias de todas clases se abatirán sobre el continente. ¿Lo entiende usted?

—Sí —susurró Brigitte—. Sí, lo entiendo.

—Pues empezaremos a trabajar ahora mismo. Tengo una máquina de escribir a su disposición.

—No conseguiremos nada.

—¡Lo conseguiremos, o yo convertiré Europa en el estercolero y el cementerio del mundo! ¡O luchan contra Estados Unidos hasta aniquilar ese país, o yo aniquilaré Europa y Rusia, lentamente, terriblemente, con enfermedades, hambre, explosiones, inundaciones…! ¡El terror del pueblo, de la gente, será tal que se rebelarán contra sus gobiernos, si éstos no aceptan mis instrucciones de aniquilar Estados Unidos! ¡Lo conseguiremos!

—Usted quizá olvida… que está hablando… con una norteamericana, Redeemer.

—¡Por el contrario, lo tengo muy presente, ya le dije que la había elegido básicamente por eso mismo! Usted, una profesional del periodismo, una persona inteligente, culta, de amplios conocimientos de política y sus derivados, es la persona más idónea para hacer comprender a sus compatriotas, y a su Gobierno, y a toda Europa, lo que yo pretendo. ¡Y lo conseguiremos! ¿O acaso se niega a colaborar?

Brigitte tragó saliva, y se pasó la lengua por los labios, que notaba secos, como madera. Toda ella le parecía ser de madera.

—Escribiré lo que usted quiera, pero nadie hará caso. Y menos que nadie, lógicamente, Estados Unidos.

Eso ya lo veremos —musitó Redeemer, acalorado, con ojos encendidos—. ¡Ya lo veremos!

—Es imposible. Además, ¿por qué esta saña contra Estados Unidos? Hay otros países también muy ricos y poderosos, Rusia misma y Francia, Canadá, Japón. ¡Hay muchos!

—Señorita Montfort, ¿cuál país le parece a usted que en la actualidad merece el apelativo de coloso del mundo? ¡Conteste!

—Bien…

—¡Estados Unidos! —explotó iracundo Redeemer—. ¡Y usted lo sabe perfectamente! Es el país causante de la mayor parte de los males de este mundo, el causante de guerras, de enfrentamientos, del progresivo armamento del mundo, del florecimiento de toda clase de industrias nocivas, como la bélica, la de las drogas, las modas, las ideas manipuladas… Estados Unidos es el espejo del mundo. ¡Pues bien, yo quiero romper ese espejo! ¿Qué cree que hará Rusia en cuanto desaparezca Estados Unidos como país? ¡Pues dejará de fabricar más cañones, y se dedicará de una maldita vez a fabricar mantequilla, que falta les hace! ¿Y qué hará el resto del mundo cuando Rusia deje de preocuparse por las armas? ¡Pues harán lo mismo, y así, muy pronto, ya muerto el coloso provocador, el mundo estará dedicado a cosas más humanas que el poder en todos sus aspectos! Ya no tendrán que competir con USA, ni comprar o vender a USA, ni escuchar a USA. ¡Todo habrá terminado, y todo comenzará de nuevo, bajo mejores auspicios! ¡Pero para ello, el coloso debe morir, y morirá, yo se lo garantizo!

Brigitte desvió la mirada de aquel rostro distorsionado por la ira, el entusiasmo, la furia, la alegría. Miró a Ferdinand Chandel, y parpadeó cuando le vio sonriendo tranquilamente, con toda naturalidad, como si Redeemer hubiese estado hablando del enfrentamiento simplísimo de dos personas en una cancha de tenis.

—Está bien —susurró—. Me pondré a escribir después de la cena, Redeemer.

—¡No! ¡Hágalo ahora!

—No lo tome como rebeldía. Es sólo que antes de escribir prefiero reflexionar sobre el asunto, aclarar algunas ideas. Y hasta es posible que pueda aportar yo algunas, o hacer sugerencias.

—Yo creo que ella tiene razón, Redeemer —dijo Chandel.

—Sé que la tiene —admitió el santón, calmándose rápidamente—. Está bien, señorita Montfort, nos pondremos a trabajar después de cenar.