CAPÍTULO VII

A quien primero vio, tras regresar pesadamente del sueño, fue a la señora Loomix. Se quedó mirándola, turbia la mirada, sin comprender todavía. La pregunta fue concretándose muy despacio en su mente: ¿qué ocurría?

La señora Loomix parecía bailar ante él, en un extraño vaivén. Había una luz en alguna parte, pero también bailaba… Se quedó dormido. Cuando volvió a despertar ya no se sintió tan pesado. Todo parecía haberse estabilizado.

Vio de nuevo a la señora Loomix. Sí, era ella, su eficaz enfermera-secretaria ayudante… Estaba en un sillón, pero no dormida, como antes, sino despierta, mirándole muy asustada. Él también estaba en un sillón. Se acomodó mejor. Vio a Prudence dormida en otro sillón.

De pronto, lo recordó todo, lanzó una exclamación y se puso en pie. La cabeza le dio vueltas. Cayó sentado de nuevo y permaneció unos minutos con los ojos cerrados, recordándolo todo. Pero no podía comprender qué hacía allí la señora Loomix. Él y Prudence sí, estaban en una casa a la que habían sido llevados en la camioneta, pero…, ¿qué hacía allí la señora Loomix?

Abrió los ojos, la miró y preguntó:

—¿Qué hace usted aquí, señora Loomix?

Su propia voz le pareció como pastosa, quizá envuelta en algodones; lenta, pesada, un tanto torpe.

—Dos hombres me trajeron —gimió la mujer—. ¡Dijeron que me iban a matar si me resistía, doctor! Subieron al consultorio poco después que usted y la señorita Norris se fueron.

Craig asintió con la cabeza. Vagamente, comprendía que la culpa de todo era suya, en realidad. Siempre y cuando todo aquello estuviese relacionado con el profesor Ashenden, claro, pues de otro modo no comprendería nada. Y si era cosa de Ashenden, ¿significaba que éste utilizaba matones o pistoleros?

Se pasó la mano por la frente, y miró a Prudence, que seguía durmiendo profundamente. Cuando miró su reloj calendario se sorprendió realmente. Ya era el día siguiente. El reloj señalaba las cinco. ¿De la madrugada o de la tarde siguiente? Bueno, una anestesia no podía durar tantas horas, así que debían ser las cinco de la madrugada.

—¿Ha visto usted a alguien? —preguntó a la señora Loomix—. ¿Le han dicho algo, sabe algo?

—No… Todo lo que sé es que estoy muy asustada.

Craig asintió sombríamente y se abstuvo de comentar que él también lo estaba. Se puso en pie de nuevo y esta vez no sintió mareo alguno. Estaban en un saloncito de muebles modestos y viejos. Había una ventana amplia a su izquierda, pero cuando intentó abrirla comprobó que había sido clavada por el exterior. La puerta estaba cerrada con llave.

Tras comprobar que Prudence estaba bien, que simplemente dormía, volvió a sentarse.

No se le ocurría qué otra cosa podía hacer salvo esperar.

* * *

Tuvieron que esperar doce horas, nada menos. No vieron a nadie, no oyeron nada, ni les trajeron comida, ni tan siquiera agua. Unos vanos intentos de abrir la puerta y la ventana desalentaron a Craig, cuya preocupación por la pobre señora Loomix y por Prudence iba en aumento.

Finalmente, poco después de las cinco de la tarde oyeron ruido en la puerta y ésta se abrió. El profesor Ashenden entró, acompañado por dos hombres que empuñaban sendas pistolas.

—Celebro comprobar que están ustedes bien —dijo, sonriendo siniestramente—. Van a ser los protagonistas de la fiesta.

—Escuche usted… —empezó Craig.

—Escuche usted, doctor Maxwell: ¿cree que soy un cretino? Bien, no creo que piense eso. En realidad el cretino es usted. Se presenta en mi consultorio, da su verdadero nombre pero una profesión falsa, y se somete a una consulta que por supuesto no necesitaba. Ni está usted casado, ni tiene problema alguno. Hasta aquí, bien; yo habría aceptado esa pequeña tontería como… curiosidad profesional por su parte hacia mí. No me habría sorprendido que un psiquiatra doctorado hubiera querido saber qué cosas hacia el profesor Ashenden, así que, amigo mío, lo acepté, le seguí el juego. Cuando usted entró en mi despacho yo ya había consultado el directorio telefónico y encontrado el nombre de usted, su dirección, teléfono y profesión. Me burlé un poco de usted, le di unas pastillas que no sirven para nada y que jamás podrían incriminarme en ningún sentido y le saqué cien dólares. Divertidísimo. Pero soy muy precavido, así que cuando usted salió de mi consultorio, dos amigos míos le estaban esperando para seguirle y ver si la cosa tenía más trascendencia de lo que yo había pensado. Nada especial, salvo su charla con la señora Norris, que se metió en su coche. Usted telefoneó, mis amigos le siguieron luego a su consultorio… Hasta aquí, nada inquietante. Pero, doctor Maxwell, poco después salía usted acompañado de la señorita Norris, y cuando supe eso si me preocupé, ya que era evidente que ésta le había dicho algo; algo que le impulsó a usted a localizarme, y eso sólo pudo hacerlo por medio de la señora Norris. ¿Fue así?

—Sí. La estuve siguiendo a ratos algunos días y la vi entrar en su consultorio.

—De acuerdo. Pero ¿por qué la siguió?

—La señorita Norris me dijo que su madrastra estaba rara y vino a ver si yo, como psiquiatra, podía ayudarla, pero convinimos que antes de dirigirme directamente a la señora Norris la pondría en discreto estudio durante unos días.

—Ya. ¿Y qué es lo que vio usted de raro en la señora Norris, señorita Norris? —miró Ashenden a Prudence.

—Yo… yo veía… que miraba de un modo… horrible a mi padre.

—Ah, sí… Debía estar gozando de las muchas torturas a las que lo ha estado sometiendo —sonrió Ashenden—. Pero ustedes ya saben eso, ¿verdad? Lo que no saben es que la señora Norris recibía unas pastillas rojas que no eran como las del doctor Maxwell, sino… realmente estimulantes; sobre todo si en lugar de dejarlas disolver lentamente en la boca son rápidamente masticadas. Entonces, producen un aroma peculiar, y sus efectos son mucho más profundos.

—¡Ese es el olor que yo…! —exclamó Prudence.

—Espero que comprenda usted que acaba de admitir que utiliza drogas con sus clientes, Ashenden —dijo secamente Craig.

—Con los que merecen mi confianza, sí —asintió el notable e impresionante Calvin Ashenden—. Y sólo cuando me aseguro de que van a seguir siendo buenos clientes, como es el caso de la señora Norris.

—Usted está loco —gruñó Craig—. ¡No puede haber nadie en el mundo tan chiflado como para seguir sus consejos durante mucho tiempo! ¡Todo eso de pegar palizas, o torturar, o…!

—Lo que usted ignora, doctor Maxwell, es que cuando llega el momento oportuno yo convierto los deseos en realidad.

—¿Qué?

—Que las alucinaciones pasan a ser realidades.

—Pero ¿de qué está usted hablando? —exclamó Craig.

—La mayor parte de mis clientes, en efecto, se cansan pronto del juego de las alucinaciones en las que, simplemente, propinan palizas y cosas así, y acaban por dejar de acudir a mi consultorio. Muy bien, les he hecho divertirse unos días o unas semanas, ellos me han dado su buen dinero y asunto terminado. A algunos de ellos incluso les curo el odio que sienten hacia sus amigos o parientes, por ese sistema de descongestión mental y emocional. Esos llegan, se van y dejan de interesarme. Pero otros, como la señora Norris, se van engrescando en el juego de las alucinaciones, y finalmente, en lugar de abandonar el juego lo que desean es que deje de ser un juego, que se convierta en realidad. ¿Me va comprendiendo?

—Me resisto a comprender —jadeó Craig.

—¡Oh, vamos…! Mire, hay algunas personas cuya capacidad para el odio es enorme, increíble. Y cuando se ponen a odiar ya nada puede detenerlos. Se les ha contenido unos días o semanas con alucinaciones, pero pronto eso no basta. Entonces, pasamos a los hechos reales. Tengo muchos y muy buenos clientes de ésos, doctor Maxwell. Clientes que no se han conformado con torturar o matar mentalmente, sino que finalmente han pasado a la acción directa y auténtica.

—Dios mío —gimió Prudence—. ¿Quiere decir que… que Rebecca piensa… proyecta… hacer realmente daño a mi padre?

—Por el momento ha aceptado venir hoy a la orgía de sangre, lo que, generalmente, es el primer paso.

La señora Loomix emitió un ronco sollozo, y casi se desmayó. Prudence, lívido el rostro, no acertó a reaccionar. Craig, no menos pálido que la muchacha, murmuró:

—¿Orgía de sangre?

—Es un juego muy divertido, para participar en el cual hay que abonar dos mil quinientos dólares. A los más ricos les cobro cinco mil, y ha habido algún caso excepcional de diez mil. Y luego, además, está lo que se le cobra al anfitrión o anfitriona, y que es siempre la cantidad más sustanciosa.

—Pero ¿de qué está usted hablando? —insistió Craig, casi gritando.

—Para que lo entiendan, vamos a poner como ejemplo un caso concreto, con nombres concretos. Supongamos que la señora Norris ha llegado ya al paroxismo de su odio hacia su marido, el señor Ronald Norris. Ya no se conforma con sus divertidas alucinaciones, sino que quiere que él muera realmente. Está claro que si lo matase ella misma, todo se echaría a rodar, ya que, al no ser profesionales, nuestros clientes cometerían muchos errores por bien que les presentásemos el crimen y su coartada. Así, en el caso de la señora Norris, si ésta matase al señor Norris la policía la descubriría muy pronto, ¿no les parece? Por lo tanto, invertimos las muertes: la señora Norris no asiste a la muerte de su marido, se convierte solamente en la anfitriona. Lo cual funciona de este modo: la señora Norris me visita, y me dice que quiere ser la anfitriona de la próxima orgía; convenimos el precio, ella me paga y se va a su casa. Pocos días después, yo la llamo por teléfono y le digo que la fiesta tendrá lugar esa tarde a las seis, por ejemplo. Ella entiende perfectamente, se aísla y se pone a gozar de alucinaciones que se están convirtiendo en realidad, ya que, mientras ella mata mentalmente a su marido, sus invitados lo están haciendo realmente, aquí, en este lugar al que habríamos traído al señor Norris. Esos invitados, a su vez, se convertirán en anfitriones en determinado momento, y como ya habrán sido antes invitados, sabrán cómo está muriendo la persona indicada. De este modo, todos van disfrutando del placer de dar muerte a alguien físicamente, y luego, pueden mentalizarse mejor a la hora de dar muerte mentalmente a la persona odiada, que está siendo asesinada por sus invitados. Luego, nosotros nos encargamos de hacer desaparecer el cadáver y el anfitrión no tiene otra cosa que hacer más que seguir la corriente al asunto, esto es, llamar por fin a la policía, decir que su marido, o nuera, o cuñado, o quien sea, ha desaparecido, etcétera. Y por supuesto, el anfitrión tiene una magnifica coartada, claro está, de modo que nunca se podría ni tan siquiera sospechar de él o ella… ¿Lo ha comprendido por fin, doctor Maxwell?

Craig Maxwell había comprendido perfectamente, pero no tenía la menor capacidad de reacción en aquel momento. La señora Loomix se había desmayado y Prudence estaba a punto de hacerlo.

Calvin Ashenden sonrió amablemente.

—Tengo la impresión de que están ustedes un poco asustados. ¿Les asusta el odio? Pues es lo que más abunda en este mundo, doctor Maxwell. ¿No lo sabía usted? Es por eso que sé que dentro de poco la señora Norris llegará al límite, y se convertirá en anfitriona. Mientras tanto, esta tarde sólo estará aquí como invitada.

Prudence emitió un grito entrecortado y escondió el rostro tras las manos. Craig pudo tartamudear:

—¿Quiere decir que la señora Norris va a matar a alguien esta… esta tarde…?

—Junto con otras personas que han aceptado la invitación. Es por eso que sé que dentro de poco será ella la anfitriona y, mientras sus invitados estarán matando aquí al señor Norris, ella estará gozando de magníficas alucinaciones en su propia casa.

—Dios… ¡Dios! Esto no puede ser cierto, es una pesadilla horrenda que…

—Digamos que es una alucinación —rió Ashenden—. Pero no se preocupen: no les durará mucho.

—¿Qué… qué quiere decir?

—Me parece que todavía no ha entendido usted que esta tarde el anfitrión soy yo mismo, doctor Maxwell. Si lo examina con detenimiento verá que tiene no poca gracia: yo cobro, pero no pago. Esta tarde, mis clientes van a pagar por eliminar a mis personas odiadas. ¿No le parece gracioso? Me pagan y encima me quitan de en medio personas poco gratas para mí. Soy un anfitrión especial, claro está.

Craig comprendió por fin lo que Ashenden estaba diciendo: él era el anfitrión…, y sus tres prisioneros iban a ser las víctimas de una orgía de sangre. Quedó lívido, con la sensación de que en su cuerpo no quedaba ni una sola gota de sangre.

—Me parece que por fin ha comprendido usted —dijo amablemente Ashenden—. Bueno, vayan preparándose: dentro de poco vendrán a buscarlos para llevarlos a las pocilgas.

Cada palabra de Ashenden era como un mazazo terrible en la fría frente de Craig Maxwell. La puerta se cerró, de nuevo quedaron solos los tres. Prudence estaba llorando ahora copiosamente, con profundos hipidos. Craig seguía con la sensación de estar recibiendo mazazos en la frente.

Miró a Prudence, que estaba sollozando. Quiso decirle algo que la consolara, pero no se le ocurrió de ninguna manera. Ni siquiera se le ocurrió decirle que todo habría sido mucho más sencillo si él hubiese abordado directa y francamente a su madrastra: o aunque hubiera sido solapadamente.

—¿Qué ha querido decir? —sollozó Prudence, mirándole con los ojos arrasados en lágrimas—. ¿Qué… qué ha querido decir con eso de… de que nos van a llevar… a la pocilga?

—No lo sé —murmuró Craig.