IX

Bien se acordaba; a Roberto le habían metido en una caja estrecha y larga, es decir, no muy larga; ¡el pobre niño era tan chiquitín! Había crecido poco. ¿Qué importaba ya? La caja tenía chapas de metal blanco y estaba pintada de azul…

Ventura se vio solo en su casa. Ya podía hacer lo que quisiera. Si era una extravagancia, que fuese… Demasiadas veces se había sometido a los caprichos de los demás. Y ahora iba él a hacer su gusto. Ya estaba de acuerdo con el guarda del cementerio. Su dinero le había costado. Salió a las doce de la noche; debajo de la capa llevaba un bulto, que no debía de pesar mucho. Ventura corría por la carretera; después dejó el camino real; tomó a la izquierda… allí era… aquella masa negra. Llegó a una verja… dio tres golpes en el hierro. Abrieron.

—¿Es usted, señorito?

—Sí, Ventura.

El guarda se llamaba como él. Era un viejo con cara risueña.

—Venga usted por aquí. Cuidado no tropiece usted con las cruces. No haga el menor ruido, no se despierten los perros… ¡Ya están aquí! ¿Ve usted? ¡Silencio, Canelo; chito, Ney!…

La luna se asomó para ver la extraña ceremonia.

—Con franqueza, señorito; yo me fío de usted… pero… la verdad… en esa caja cabe un recién nacido y algo más gordo… Yo no digo que haya trampa… pero… la verdad… ver y creer.

Ventura respondió:

—¿Dice usted que es aquí?

—Sí, señor, debajo de esa cruz amarilla está el chiquitín.

Ventura se sentó en el suelo. Apoyó un codo en el bulto que puso a su lado sobre la tierra y dijo:

—Cave usted, Ventura.

Cavó el otro Ventura, y pronto tropezó el hierro con la madera.

—Ya está ahí.

—Limpie usted otro poco, que se vea la tapa…

Se vio la tapa azul, ya muy sucia y raída… El músico se tendió a lo largo en el camposanto.

—Ahora meta usted eso ahí dentro.

—Señorito, yo quisiera…

—Abra usted con esa llave.

Ventura cogió el bulto que había traído Rodríguez. Era una caja negra, parecida a un ataúd de niño, y tenía chapas de plata. El guarda abrió y vio dentro un violín con las cuerdas rotas.

—Ahora haga usted lo convenido.

La caja negra cayó sobre la azul, y encima fue cayendo la tierra. Ventura Rodríguez se había puesto en pie, al borde de la sepultura. El enterrador, que trabajaba inclinado, se irguió de repente y miró con miedo al músico… ¡Un hombre que enterraba un violín!… ¡Si sería!…

Rodríguez adivinó el pensamiento, y sonriente dijo:

—No tema usted; no estoy loco.

Madrid, Junio 1883.