Y hay otra cosa más que me gusta de él: una mirada sumamente vivaz. «Conozco a las mujeres -decían esos ojos oscuros la primera vez que lo vi- ¡y a ti me gustaría tenerte especialmente!»
Se da la vuelta repentinamente. Dobla el periódico, lo deja a un lado y me mira radiante. Le devuelvo la sonrisa. Coge su taza de moca y viene junto a mí.
–¿Me permite? – pregunta cortésmente.
–¡Con mucho gusto, monsieur! -las cosas van de una manera rapidísima en agosto.
Ya está sentado frente a mí. Con su cara alargada, se ve gracioso. No lo había advertido hasta ahora. ¡Claro que tampoco lo había visto nunca de tan cerca!
–¿Es usted nueva aquí, en el barrio? – comienza la conversación cautelosamente-, antes no acudía a esta cafetería. ¿O me equivoco?
–Me he mudado a la Rue Copernic hace tres semanas.
–¿De veras? – Eso le gusta-. ¿Puede ver desde su casa los estanques de agua?
–¡Sí! Por eso cogí el apartamento. El panorama es de una belleza irresistible.
–Va a reírse -me dice mi vecino de enfrente-, pero yo también los veo; desde el otro lado. Vivo en la Rue Valéry. Podríamos hacernos señas con la mano. Por lo demás, mi nombre es Jannik. ¿Y el suyo?
Me presento.
-Mademoiselle? O Madame? -pregunta rápidamente.
-Madame -digo-, pero actualmente, mujer cuyo marido está de viaje.
–Aquí estamos ahora en las mismas condiciones -dice Jannik-, así es en agosto.
Después habla de sí mismo. Es apoderado general de una empresa que no cierra durante el verano. Me cuenta qué tipo de música le gusta: la clásica. Qué libros lee: poesías. Qué películas le gustan: solamente las francesas. Y en los intervalos me taladra con miradas inequívocas. Tiene unos ojos extremadamente inteligentes. A este hombre no voy a poder resistirme por mucho tiempo.
Hace ya un buen rato que hemos dejado de tomar café y batido de fresa. Pedimos vino tinto, mientras anochece afuera. Apenas quedan ya clientes, Jannik está sentado a mi lado desde hace una hora. Siento su calidez. Me atrae de un modo mágico. También nos estamos ya tuteando.
Yo soy, tal como dije, una mujer apasionada. ¡Setenta y siete días solitarios! ¡Quiero dormir con alguien! ¡Hoy mismo! ¡Quiero besos y brazos fuertes, quiero miradas ardientes y una noche en blanco! Estoy lista para unas cuantas horas de frenesí. Evidentemente, también Jannik lo está.
–¿Qué tienes pensado hacer hoy? – me pregunta coro si pudiera leer los pensamientos.
–¡Nada! – Si me invita a cenar le voy a decir que sí. Pero tiene en mente algo diferente-. ¿Sabes qué? – me rodea con su brazo-, vamos ahora a tu casa. Y me muestras los estanques desde tu lado. Luego conversamos, después me haces un café, y después me voy a casa. ¿Te parece bien?
Nos ponemos en pie. Pagamos la cuenta. Cada uno la mitad. Eso me fastidia, por cierto, porque ando escasa de dinero, y la primera vez es siempre el hombre el que debe pagar. Pero el importe no es elevado, y antes de que estemos en la calle, ya lo he olvidado.
Cogidos del brazo, y de pronto cohibidos, caminamos calle arriba, el corto trecho que nos separa de mi casa. Jannik ha hablado toda la tarde como una cotorra. Ahora se mantiene en un profundo silencio.
Aquí está mi puerta. Nos quedamos parados, nos miramos a los ojos intensamente, caemos uno en brazos del otro y nos besamos durante una eternidad. ¡Ay, qué bien me hace un nuevo hombre después de todo este tiempo! Jannik tiene un cuerpo flexible. Nada de ángulos. Lo sospechaba. Mi instinto no se equivocaba. De todos los hombres que había en la cafetería allá abajo, él es el mejor. No pasa por encima de mí como una apisonadora, como Tommy o Brice, sino que es condescendiente conmigo.
Seguramente, éste no raspa. ¡No hay nada que temer! Me da esa impresión por la forma en que oprime sus caderas contra las mías, o sea, despacio, con sensibilidad. Este hombre sabe cómo se toma en los brazos a una mujer. Jannik. Un bonito nombre. También posee una tez bonita y clara, y huele a persona sana. ¡Algo que es importante hoy en día, en este mundo tan loco!
Entramos en la casa estrechamente abrazados. Permanecemos en el ascensor, comprimidos el uno contra el otro. Nos besamos por segunda vez frente a la puerta de casa. ¡Más prolongada, más intensamente! Luego me aparto de él.
–He pensado mucho en ti -susurra en mi pelo Jannik, mientras busco la llave-, mantuve la esperanza de que volverías hoy. Enseguida llamaste mi atención, la primera vez que te vi. Llevabas un vestido de color rosa, de una tela bastante fina. Se transparentaba al contraluz. Vi tus bonitas piernas -hace una pausa-, ¡hasta arriba! ¡Esa imagen me ha perseguido durante días y días!
–Qué bien que me lo digas -le sonrío-, en el futuro procuraré llevar una combinación.
Jannik se ríe. Nos besamos, cruzamos el umbral cogidos de la mano. Enciendo las luces.
-Oh, lá, lá! ¡Vaya habitaciones! – Su voz está llena de admiración-. No me esperaba algo así. ¡Esto sí que es lujo de primera!
-Ah bon? Pero donde tú estás, en la Rue Valéry, hay casas igual de bonitas. Y seguro que tu casa ha de ser más grande.
No me contesta, si no que se acerca a mí y me rodea la cintura con su brazo. Luego recorremos las habitaciones. Nos quedamos juntos, uno al lado del otro, cerca de la ventana y nos asomamos a ver los estanques. Ha salido la luna y se refleja en el agua. Como un dulce y tierno croissant de plata, del que se espera que vaya en aumento. En torno a ella, el destello de las primeras estrellas.
Resulta tan romántico, que mi corazón empieza a latir más aceleradamente. Jannik reclina su cabeza en la mía. Su cabello roza mi sien. Y luego, todo sale mal.
–¡Qué bonito lo tienes todo! – dice soñador.
–¿Sí? Pues todavía no tengo una cama.
–Eso no importa. Es todo tan acogedor, que uno querría mudarse enseguida.
¿Mudarse? ¡Esa palabra me llega como un fuerte golpe, a esta palabra van vinculados recuerdos tristes de mis años de peregrinaje! Al fin y al cabo, gato escaldado, del agua fría huye. Y el panorama que se ve desde mi ventana se oscurece de golpe.
–A tu mujer seguro que no le gustaría -digo, con la esperanza de salvar la situación. Pero la cosa se pone cada vez peor.
–Ay, mi mujer -suspira Jannik, me suelta, se apoya con ambas manos en el alféizar de la ventana y se asoma afuera. ¿Qué hace ahora? ¿Es que se va a tirar al agua?
–¡Pero llevas una sortija de casado! – digo desesperada.
–¡La costumbre! – Jannik clava los ojos en la noche, que ya no es romántica, sino oscura como boca de lobo-. ¡El asunto es bien, bien complicado! – Se da la vuelta con un rictus doloroso en la boca-. Tengo muchos problemas. ¡Pero te los contaré mañana cuando nos conozcamos mejor!
¡Oh, no! ¡Eso si que no se lo pienso consentir!
Ya sé lo que se imagina: una vez ablandada tras una noche de ternura querrá que pague sus deudas. ¡Me conozco ese truco! Mi deseo se hunde increíblemente, sin remedio. Ya ha llegado a bajo cero.
Pienso en una sola cosa: en cómo librarme de él.
–¿Me enseñas dónde está el baño? – Jannik se desabrocha la camisa blanca-. Quisiera ponerme guapo. ¡Para ti!
–¿No decías que querías una taza de café? – exclamo llena de pánico.
–¿Tengo aspecto de querer café? – pregunta, y se ríe.
¡Está bien!
–El cuarto de baño está siguiendo todo recto, al frente -digo resignada-, y cierra luego bien el grifo del agua fría, el de la bañera. ¡Gotea!
Jannik se quita los zapatos. No huelen precisamente bien. Los saca al pasillo y se va con pasos acelerados. ¡Lo que faltaba! ¿Qué hago ahora? ¡Bah! Ya no tengo veinte años, sino cuarenta y dos, por suerte; ¡sé como hay que defenderse!
Me quito cuidadosamente el vestido blanco y lo cuelgo en el armario empotrado. Me dejo puesta la ropa interior. Luego me pongo el pijama de franela más grueso que tengo, rojo, con florecitas blancas, cerrado hasta arriba y sumamente abrigado, pero perfecto para el fin que persigo.
A continuación, me siento en el futón y espero.
Pasa el tiempo.
Oigo correr el agua de la ducha. Después, el secador de mano. Y después, un largo silencio. ¿Qué hace ahora? ¿Por qué no viene?
Me levanto sin hacer ruido, voy de puntillas a lo largo del pasillo y observo por la puerta entornada. ¡Oh, no! ¡Lo que faltaba! Lo que veo confirma la peor de mis sospechas. Jannik está inclinado sobre el lavabo y restriega sus calzoncillos. Regreso a hurtadillas y me dejo caer en la silla. ¡NO! ¡NO! ¡NO!
Ya no acepto a ningún hombre al que se le ocurra lavar sus calzoncillos en mi casa. Porque quiere decir que no tiene hogar. Y que nadie se preocupa por él. Quiere decir que vive en una buhardilla y no tiene agua caliente. Quiere decir que no tiene lavadora. Quiere decir que ha estado días enteros (y claro, ¡también noches!) por ahí, y que sólo Dios sabe dónde ha andado antes de picos pardos. Todo tipo de conclusiones sospechosas me cruzan por la cabeza, frente a un hombre que en su primera cita conmigo restriega sus calzoncillos en mi baño.
Por eso no pagó en la cafetería. No tiene dinero. Por eso no me invitó a un restaurante. Por eso le parecieron tan inmensamente grandes mis tres habitaciones.
Jannik regresa con la prenda ésa en la mano, goteando.
–¿Dónde puedo colgarlo? – Mira en toda la habitación en busca de un lugar. ¡No tardará en producirse una catástrofe!
–En el calentador de toallas. ¡En el cuarto de baño! – grito con voz más alta de lo habitual y me pongo en pie de un brinco como electrizada. Me mira sorprendido. No tiene idea de qué estoy pensando.
Pero es que es como si estuviera viendo a Billy, Billy el de Manchester (breve y nada dulce) que en un abrir y cerrar de ojos tiró sus calzoncillos empapados encima de una lámpara de pie, sobre aquella valiosa pantalla de seda blanca, que inmediatamente se llenó de manchas claras. A mí, aquel día, casi me da un ataque.
–¿Estás loco? – le grité, aterrada.
Me miró escandalizado.
–Pero si es una buena idea, ¿o no? ¡Ya no está puesta la calefacción! ¡Y de la lámpara sube un calorcito muy agradable!
¡A ése tampoco le volví a invitar jamás!
Jannik no tiene intención de hacer nada con la lámpara depie. Tampoco se pone a discutir mucho, sino que se da me dia vuelta y desaparece por el pasillo. ¡Da igual! Ha pedido todo encanto.
Me esfuerzo por recuperar la paz, respiro hondo y me siento en el futón. Estiro las piernas y apoyo la cabeza en las rodillas. ¿Por qué me altero tanto? Esto me recuerda a Alister. Mi ex novio de Nueva York. Actor sin éxito. Le conocí en una lavandería.
–¡Necesito a alguien que se ocupe de mí durante un mes! – dijo con una suave mirada de perro. ¡Una frase genial!-. Dentro de un mes estaré otra vez en pie. Si no encuentro a nadie que me ayude, ¡me voy a suicidar!
Un mes pasa pronto, pensé. Alister se vino a vivir conmigo, ¡y ya no salió nunca más de mi casa! Me vi obligada a buscar otra casa para deshacerme de él, después de un año. No trabajaba. Siempre estaba cansado. Bebía demasiado. Yo lo mantenía, a regañadientes, y eso que entonces disponía de más dinero que ahora.
¡No! Ya no estoy dispuesta a permitir que el sexo fuerte se aproveche más de mí, ya sea para servir de ayuda a una herencia o como gallina de los huevos de oro. ¡Jannik, adiós!
He conseguido como mujer, con mi propio esfuerzo, esta casa, ya estoy harta de hombres adultos que no son capaces de ganar lo suficiente como para comprarse una lavadora.
Mañana seguro que me preguntará: ¿Me podrías prestar quinientos francos? Luego irá a la cocina, abrirá mi refrigerador y se quejará de que no hay su chorizo favorito.
Sé lo que me digo: si un hombre lava los calzoncillos en mi baño, seguro que no es el apoderado general de una gran empresa, como dice Jannik. Tampoco es cirujano jefe en el Hótel de Dieu ¡Si es el portero, ya es demasiado decir!
Quien restriega calzoncillos en casa de mujeres desconocidas, probablemente esté en el paro, o le ha dejado la mujer, los hijos están en el orfanato, quizás no tiene hogar, quizás su casa ha sido desahuciada, sí, eso puede ocurrir, en verano, en París. Ayer venía en el France Soir: un matrimonio voló hasta Hawaii, a crédito, después de no haber pagado el alquiler durante tres años. A su regreso a casa se encontraron con que estaba precintada, los muebles, tirados en el vertedero de la basura. No, yo quiero mantenerme alejada de ese tipo de tragedias.
Soy alérgica a los alguaciles, a las deudas, a los hombres que continuamente se declaran en quiebra, ya he visto lo suficiente durante mi infancia en Viena. No en la televisión, no, ¡en mi casa!, ya que una familia de artistas le gana al programa televisivo más emocionante de la noche. ¡Cuánto hemos sufrido siendo mi padre aún un pintor desconocido! Durante semanas y semanas no había sino pan con margarina. No había bombillas en las lámparas. Ni agua caliente. ¡Oscuro y frío el estudio! Y la amenaza del embargo siempre ante la puerta. ¡No! Esos tiempos ya pasaron. No soporto a ningún hombre que me haga revivir esos recuerdos. Empiezo a sentir un nudo en la garganta. ¡Nunca! ¡Prefiero estar sola!
Jannik regresa y se queda de pie, ante mí.
Lleva puesto mi albornoz y mira fijamente, con sorpresa, mi pijama de color rosa.
–¿Por qué estás embozada de esa manera?
–Me ha dado dolor de cabeza. Y cuando pasa, siempre tengo frío.
–¡Pobrecita!
Jannik se sube a mi futón y acaricia mis pies desnudos. ¡Sus manos son ásperas! ¿Cómo no lo había notado antes? Tampoco tiene las uñas limpias. Pero huele bien. A mí champú.
–¿Ha llamado tu marido? – quiere saber. Sus cabellos están aún mojados.
Muevo la cabeza.
–Entonces, ¿por qué estás tan callada?
Intenta besarme. No abro la boca. Me acaricia una mejilla, la frente, con suavidad. Seguramente es un buen amante. Su barbilla alargada me impresiona, sus ojos son hermosos. Yo, sin embargo, estoy acostada, tiesa como un palo.
El calzoncillo mojado me ha dejado paralizada.
Después de un rato se rinde. Bosteza ostensiblemente. Me da las buenas noches y se duerme acostado del otro lado, sin tocarme para nada. Por la mañana se levanta antes que yo, sin decir palabra alguna prepara café y me lo trae a la cama. Luego se pone el calzoncillo seco.
–¿Qué vas a hacer hoy? – pregunta como de paso.
–Tengo que ir a trabajar.
–Qué pena. Si no, me hubiera quedado contigo.
–Sí, realmente una pena. ¡Otra vez será! Seguramente pronto nos encontraremos de nuevo en la cafetería.
No se atreve a preguntar si se puede quedar en la casa él solo, cosa que le agradezco mucho. ¿Quizá sí debería verle otra vez? Cuando yo gane más y me pueda permitir el lujo de mantener a un hombre sin recursos.
Apenas se ha ido, sin embargo, cambio de parecer.
La cocina está llena de humo, lo mismo sucede en el cuarto de baño. ¡Me lo imaginaba! Hay colillas de cigarrillos en el retrete, en el lavabo, en el filtro del café. La llama de gas no está cerrada. La nevera está abierta, todos los ceniceros en el salón rebosan de colillas. Comienzo a poner orden con un suspiro. Qué curioso. Jannik afirmaba ayer mismo no ser fumador. La primera mentira. ¿Y cómo es que no tiene que ir a la oficina? ¿Siendo apoderado general? Si fuera así, no podría faltar a su trabajo sin más ni más. Justo los primeros días de la semana, cuando más consultas hay.
Suspirando, retiro la ceniza de los kelims y de la alfombra del Tíbet. Después me arreglo rápidamente, porque se me presenta un día pesado. En el plano privado, todo es una mierda. Pero lo que es en el profesional, oh, lá, lá! Trabajo para Gloria, y hemos recibido un encargo, ella y yo, para una suite completa de un hotel de lujo situado junto al Louvre. La ha alquilado por dos años una actriz de cine americana, y lo quiere todo nuevo. Ya he dibujado los planos. Los ha aceptado. Pero hoy discutiremos los colores. Ella sólo quiere amarillo, beige y azul. ¡Y todo debe relucir! ¡No va a resultar fácil!
Y por la noche voy a salir con un cliente. Tal vez eso resulte aún más difícil.
Amo, sin embargo, mi trabajo y los problemas me entusiasman. ¿Cómo es posible poner brillo por arte de magia en el beige y el azul? ¡Ya lo tengo! ¡Con oro! Eso es también lo que le propongo en seguida a esa bella señora. Le enseño algunas muestras. ¡Se ve que entiende! Y en cuestión de una hora queda aclarado lo de los colores, nos ponemos de acuerdo con los muebles y, ya de paso, mido también las cortinas. Si todo va bien, la suite estará lista para entregarla a finales de septiembre. Todavía llegará a ser motivo de conversación en la ciudad, ¿qué apostamos?
A continuación me dirijo, muy satisfecha, a la bolsa, en la Rue Feydeau. Allí estamos arreglando un apartamento para el cliente con el que voy a cenar hoy. Tiene cien metros cuadrados, incluyendo la oficina, que está abarrotada de ordenadores. Le gusta todo en blanco y negro. A mí no, pero qué le vamos a hacer. ¡A cada uno hay que darle lo que quiere!
Subo corriendo las escaleras hasta el primer piso. El piso es oscuro, pero hice lo que pude. Las paredes las dejé blancas. Y encima de las chimeneas coloqué grandes espejos. En todas las habitaciones puse moqueta blanca, lo cual agranda increíblemente los espacios. La luz imparte de este modo un efecto de mayor claridad, igual que en una alegre mañana de verano, temprano, antes de la salida del sol. Todo ha ido bien hasta ahora; pero quiero ver cómo ha quedado el cuarto de baño. Todavía está el soldador. No trabaja con el mismo perfeccionismo que Philippe, pero estoy contenta con él y le elogio mucho. Va a acabar el trabajo el fin de semana, con un poco de suerte. Luego le toca el turno a la cocina. Alta tecnología, todo en cromo y acero, y el suelo en granito negro.
La casa pertenece a monsieur Wowo. Es un armenio. Su nombre verdadero es otro. Pero desde que está en Francia, se llama así.
Monsieur Wowo es un hombre rico. Puede pagarse su comida y además la mía. Eso es lo que hará esta noche en el Grand Vevour, uno de los locales más bonitos de París. Monsieur Wowo es un genio de las finanzas. Está siempre de viaje entre Nueva York y París, y también, puntualmente, da anticipos para los planes de la vivienda; honorarios y materiales, sus cheques están cubiertos, sólo que él no me cae bien. ¡Ése es el problema! Pero Gloria se empeñó en que quedara con él. Desde América ha llamado tres veces por teléfono. Que tiene que verme. Para consultar detalles de la casa. Le dije que sí, por la amistad que me une a Gloria.
Aparte de eso, la cosa está así: por el momento no tengo dinero y me apetece ir adonde van a comer los ricos. Colette, la famosa escritora, también iba a comer allí todos los días. El local está situado directamente junto al Palais Royal, bajo los soportales, y sea como sea, en el aire flota un ambiente excitante. Ayer fue una cafetería, hoy es un gran restaurante; ayer un fracaso, ¿quizás hoy una noche apasionante?
¡Pero no con Wowo! ¡De ningún modo! Me resulta demasiado tristón, causa una impresión demasiado aburrida. ¡Pero confío en París! Aquí las cosas salen siempre de otra manera de cómo uno se las imagina. Se sale con un hombre y se va a parar a la cama con otro. ¡Setenta y ocho noches solitarias! ¡Voy a volverme loca si no me acuesto pronto con alguien!
Entro en el Grand Vevour a las nueve en punto. Monsieur Wowo ya está ahí. Está sentado frente a una bonita mesa y al verme se pone pálido.
-Bonjour, monsieur!-susurro, segura de mi encanto.
–Bonjour, madame!
Se pone en pie, me besa la mano. Luego me observa como si de un valioso cuadro se tratase. De hecho, llevo un vestido escotado en terciopelo negro, de manga corta y una falda ahuecada a rayas blancas y negras, en tafetán. La falda me llega por encima de la rodilla y hace que destaquen mis piernas largas. Me he puesto un collar y dos pulseras con unas turquesas maravillosas, y en las orejas, los soles de oro. ¡Ninguna sortija, ni peinetas! Zapatos negros, de tacón alto. El pelo, recién lavado, cae sobre mis hombros en espesos y brillantes bucles.
El camarero me coloca bien la silla y me sonríe. Wowo vuelve a ocupar su asiento.
–Me alegra mucho, chére madame, que me haya dedicado su tiempo. – Inicia así la conversación-. ¿Sabe? ¡Hay algo que me preocupa! En Nueva York se lleva ahora el nuevoestilo romántico. Muy juguetón. ¿No irá a verse mi casa demasiado desnuda?
Conozco ese tipo de preocupaciones. Y la manera de acabar con ellas.
–¿Le agrada el nuevo estilo romántico? – pregunto suavemente.
–Para nada -dice Wowo-, ¡lo encuentro atroz! Pero mis amigos…, como comprenderá… ¿Qué hacemos, chére madame?
Reflexiono. Lo que más le gusta a él es rodearse de un ambiente en blanco y negro. Pero cuando reciba visitas ha de verse romántico. Miro al pequeño hombre enjuto que está sentado frente a mí. Sus gafas voluminosas, su nariz grande y alargada, su boca, de expresión triste. Sus ojos son grises. Su traje también. La corbata, incolora. El pelo, en cambio, es como la sal y la pimienta, corto, fuerte, espeso, peinado a la perfección, y ello le da un toque de hombre de mundo.
–Un problema tremendo, ¿no es así? ¡Por eso quería verla a todo trance!
Pedimos los aperitivos. Para Wowo, Kir Royal. Champán para mí. Hacemos un brindis, ¡Mmmm! ¡Qué rico está! Wowo da un suspiro de alivio pero luego vuelve a fruncir la frente:
–Lo que ha hecho hasta ahora es perfecto. No quiero que se vaya a cambiar nada. Pero a la vez debe causar otro efecto. ¿Tiene tal vez alguna idea, madame?
La tengo.
–La cosa es muy sencilla -digo de manera prometedora, y guardo silencio.
–¿De verdad? – exclama impaciente Wowo-, yo me estoy devanando los sesos desde hace semanas. ¡No puede ser tan simple!
–¡Ya lo creo! Vamos a comprar unos biombos antiguos para el salón y el comedor. Tallados, pintados o en laca, eso ya lo veremos después. Cuando venga alguna visita, lo coloca. Cuando esté solo, los deja plegados en un rincón.
–¡Bravo! – exclama, impresionado.
–Luego compramos además algunos hermosos y grandes floreros chinos que no sean en tonos blancos y azules, sino de muchos colores. Cuando vengan sus amigos coloca flores en ellos. Justo al lado de la bolsa hay una floristería. Allí hacen unos arreglos magníficos. Usted hace el encargo, se lo traen a casa, lo vuelven a recoger, le cambian las flores marchitas… más romántico no puede ser. Mañana le llamo y le doy el número de teléfono.
-Oh, madame -dice Wowo feliz-, ¡es usted un genio!
Levanta su copa.
–Es usted una flor singular. ¡Una mezcla de belleza y talento! ¡Brindemos ahora por eso!
Sonrío para mis adentros.
Para no callar nada: mi profesión es mejor que cualquier agencia matrimonial. ¡Raras veces se intima con personas extrañas con tanta rapidez! Se las interroga acerca de las cosas más íntimas. Cómo acostumbran a comer, dormir, bañarse, cuáles son sus preferencias, sus hábitos; todo es objeto de indagación, llevada a cabo con meticulosidad. Y con razón, ya que la casa debe quedar como hecha a la medida. Ya después de la primera conversación parece como si uno se conociera desde hace años. Y cuando el apartamento queda terminado, se forma parte de la vida del cliente; ¡si se quiere!
En el caso de Wowo, no quiero.
Él sólo está interesado en cifras. En acciones, tipos de cambio y lo que en este momento preciso se tiene, se compra, en qué clase de vehículo se circula, qué se lleva, y ese tipo de cosas me aburre. Me agradan los individualistas. Los que no se atienen a los gustos de la gran masa. Además, Wowo no tiene sentido del humor.
De todos modos, la noche resulta más bonita de lo que me había imaginado.
He aprendido a charlar alegremente toda una noche con clientes que no me interesan en el plano personal. Sin decir nada, en resumidas cuentas, bien súr! Nada de referencias personales, ni de calar a fondo, ni de hacer preguntas. De todos modos, sé más que suficiente.Wowo está divorciado tres veces. Vive solo. Y ya que estamos con el tema: pude convencerle a duras penas de que colocara una cama de matrimonio (un grand lit) en el dormitorio. Él quería una cama individual. Los hombres ricos sin embargo, siempre vuelven a encontrar una mujer. ¡Y entonces me lo agradecerá!
Wowo se pone en pie. Es medianoche. Hemos comido muy bien: él, pescado y carne, yo, verdura tierna, pan y helado.
–¿Vamos todavía a algún sitio, chére madame? -pregunta Wowo, esperanzado-, ¿le gusta escuchar música?
–¡Me fascina! ¿Qué lugar recomendaría?
–Un club precioso en Saint-Germain. Le Bilboquet. Por casualidad, ¿lo conoce?
¡Le Bilboquet! Me asalta de pronto el recuerdo de Paul de tal modo que me produce dolor. ¿Dónde estará? ¡Siento nostalgia de él! ¿Por qué no se comunica conmigo?
-Bien súr, monsieur -digo en voz alta-, he escuchado allí a una magnífica cantante de color, en el mes de julio. – Y mentalmente agrego: en la noche del solsticio de verano. Pero eso no es algo que le incumba a él.
–¡Yo también! Soy cliente habitual allí, chére madame. Acostumbro a ir siempre que estoy en París. Hoy precisamente hay un programa realmente de excepción. ¡No le voy a revelar más!
Voy con alegría al Bilboquet, ya que abrigo la absurda esperanza de encontrar allí a Paul.
¡Sé que es una pura fantasía! Porque en estos momentos se pasea por Europa. La última postal venía de Lausanne. Y después, según lo planeado, le tocaba el turno al sur, Italia, Friule y una aldea ecológica escondida en la Toscana, donde no sólo se dan unas cosechas estupendas (sin venenos, ni abonos químicos), sino también ganancias satisfactorias; y eso es lo que quiere constatar su padre.
Paul se encuentra a más de mil kilómetros de distancia de París, pero desde aquella noche del solsticio de verano, el club y él vienen a ser una misma cosa en mi corazón.
Allí fuimos felices, eso lo convierte en un lugar sagrado. Le Bilboquet siempre será para mí algo especial, ya que va unido al recuerdo de Paul.
Vamos en el coche de Wowo, un gran Porsche gris que no le pega en absoluto, y como en agosto no hay tráfico y hay aparcamiento de sobra, en diez minutos estamos allí.
Esta vez no nos sentamos en taburetes de terciopelo cerca de la música. Al entrar en el club, el director en persona se apresura a recibirnos. Nos estrecha las manos, y nos conduce hasta una mesa cubierta con un mantel blanco, desde la cual se divisa el escenario perfectamente. Wowo pide una botella de champán. ¡El más caro! Ya lo sirven. Una bonita cubeta de plata. Cubitos de hielo. Hace un brindis.
–Por nosotros -dice en voz alta y luego, ¿es posible? ¡Alguien me acaricia la pierna! Me quedo como paralizada por espacio de unos cuantos segundos. ¡El roce se produce tan de repente, sin previo aviso! ¿Qué es lo que pasa? Una mirada por debajo de la mesa aclara la situación: Wowo se ha quitado un zapato y acaricia mis pies con dedos hábiles, que están enfundados en calcetines de lana. Un hombre muy singular. Hemos hablado toda la noche sólo sobre decoración de interiores, ni una palabra atrevida, ni una mirada fogosa a mis piernas o a cualquier otra parte destacada de mi cuerpo y ahora, ¡este ataque frontal!
–¡No, no, no! – le digo como si de un niño se tratara, le miro a los ojos y meneo la cabeza.
–¿No? – pregunta perplejo Wowo y retira el pie-, ¿y por qué no, chére madame? La deseo desde hace varias semanas, y seguramente usted también a mí.
Clavo en él la mirada. ¿De dónde, si se puede saber, sacan los hombres esa seguridad que tienen en sí mismos? Eso será siempre un enigma para mí.
¡Pero ahí vienen ya los músicos!
–Ahora se va a poner esto interesante -dice Wowo y se sienta muy erguido en su asiento. El escenario no queda lejos. Un pianista, un batería, un contrabajo y un guitarrista. Ninguno de los cuatro me resulta conocido. Pero el club está ahora lleno, hasta el último asiento.
–El hombre de la guitarra -me susurra Wowo al oído-, ¡obsérvelo bien! – Eso hago. Sin muchas ganas. Es un gitano, al parecer. Es bajo de estatura, pálido, de aspecto insignificante. Sube a la luz del proscenio, al parecer agobiado por la pena. Está ahí de pie con la cabeza inclinada, como perdido. ¿Qué es lo que hace en un lugar como éste? Ya sólo su aspecto me da sueño. ¿Cómo es posible ser tan feo siendo músico? Eso es típico de Wowo, que algo así le parezca la gran cosa.
Comienzo a bostezar. El grupo empieza a tocar. El guitarrista se queda mirando fijamente sus zapatos. Pero de pronto arremete. ¡Por fin me espabilo!
Conmigo eres bella, una bellísima y antigua canción de amor judía. El guitarrista ejecuta la preciosa melodía, luego inicia una improvisación. ¡Dios! ¡Qué técnica tiene! Me incorporo. Ese hombre es extraordinario. ¿Cómo es posible tocar con semejante rapidez y al mismo tiempo con tanta belleza?
Adorna la melodía con saltos increíbles, volviendo siempre otra vez al tono fundamental. Sus carreras terminan en el cielo, descienden vibrando como relámpagos, atruenan hasta lo más profundo. Estoy sentada,, como petrificada. ¿Es posible algo así? Siento sus tonos correr por mi espalda como perlas entre mis hombros, es como si él me acariciase. Se balancea al compás. Y mantiene los ojos cerrados.
Se le acercan sus amigos, le hacen señas, le llaman, pero él no los ve, está alejado del mundo. Tiene tal soltura, que el aire vibra alrededor de él. ¿Cuánto tiempo podrá sostenerse firme? ¿No le duelen los dedos? Pronto se le va a romper la mano.
Ahora su ritmo se hace cada vez más lento, pero más dulce en cambio. De pronto le veo conmigo en la cama, abrazados fuertemente. Me besa los pechos. Viene a mí. Su rostro tiene la misma expresión que en estos momentos con la música: llena de dolor y de pasión intensa. Si no termina pronto esta canción, voy a subir al escenario de un brinco y voy a besarle delante de todo el mundo.
En ese momento abre los ojos. Me mira directamente a mí. Una mirada prolongada, profunda y observadora. Procuro respirar. ¿Ha adivinado mis pensamientos? Ahora inclina la cabeza, me saluda. Me aferro a la silla. Tengo que esforzarme en permanecer sentada, tan fuerte es la atracción que siento hacia el hombre salvaje que sigue bajo la luz de los reflectores.
Ha colocado un paño verde sobre la guitarra, allí, en el lugar en que su brazo derecho está en contacto con la madera. Una tela lanuda, suave. Su casa debe de estar llena de mantas suaves, cojines de terciopelo; mentalmente, ya me veo con él revolcándome entre ellas. Probablemente sepa besar como un demonio. ¡Qué resistencia tiene, seguro que aguantará toda la noche! ¡Este tiene fuerza! No debo seguir pensando en ello. ¿O sólo es que estoy un poco borracha?
Wowo me da un codazo.
–Usted le gusta -susurra, poniéndose la mano ante la boca-, ¿ha captado la mirada? – Me guiña un ojo significativamente-. ¡Ése se muere de celos al verla sentada aquí, conmigo!
Ahora comienza a oírse una melodía cadenciosa. ¡Cada tono ensancha mi corazón un poco más! Ahora se ensancha totalmente. ¿Es ésta la misma guitarra? Sobre nosotros se derrama una lluvia de tonos argentinos. ¿Cómo se llama la melodía? La conozco. Sólo que he olvidado el título. Después de todo, ¿demasiado champán? ¡Ay, esta dulce música! Los tonos altos cantan, descienden, vibran en la parte media. Siento que me traspasa. Es como para volverse loca. Voy a perder el dominio sobre mí misma y a gritar de felicidad.
La canción concluye con unos acordes magníficos. La gente salta de sus asientos. Ouiiiii! -gritan todos, y yo con ellos-. Encore! Encore! -Los aplausos me ensordecen. Los músicos sonríen. Se inclinan. Y lentamente descienden del escenario. Los reflectores se apagan. Pero van a volver a tocar, apenas dentro de una media hora.
–Así ¿qué? ¿Qué le ha parecido? – pregunta sabiéndose seguro del éxito-, ese hombre sabe tocar, ¿o no? – En silencio asiento con la cabeza, todavía embargada por el hechizo. No deseo hablar. Me he dedicado lo suficiente a la conversación en el Grand Vevour. Lo suficiente como para diez días. Ahora me estoy reponiendo.
El guitarrista está frente a la barra del bar. Solo. Envuelto en una nube de completa soledad. Nadie se atreve a acercarse a él. Está bebiendo un café exprés. Luego, zumo de naranja. Ni una gota de alcohol. Lleva puesta una camisa roja. Su cabello es negro como el azabache y una parte del cogote está calva. No lo había notado; sin embargo me conmueve increíblemente. Ahora se da la vuelta, examina a los numerosos asistentes que únicamente han venido por él. No obstante, eso no le anima. Antes, en el tablado, se ha sonreído. Ahora está más serio que un difunto. Apenas se hubo alejado de los reflectores, también se apagó la luz en su rostro.
¡No! ¡Ése resulta demasiado difícil! Sería una labor ardua entenderse con él. Probablemente se pasa días entero sin hablar ni una palabra. Dedicándose a la meditación. Si se quiere saber qué es lo que le molesta, sigue callado. Para enamorarse de él, sólo puede ser con la guitarra al hombro. Si se le separa de su instrumento, desaparece el efecto mágico. A no ser que se tenga el valor de arrastrarlo a la cama con guitarra y todo. Pero no es posible que pueda tocar a un ritmo vertiginoso y a la vez hacer el amor con todo el ardor. Eso no tiene sentido, así que, ¡lo mejor es mantenerse alejada!
Voilá! Es más de la una. El local está tan repleto que apenas se puede respirar. Cada vez hay más gente que entra, apretujándose, por la puerta, hacia la parte delantera que da al escenario, hacia la derecha donde se encuentra el bar. Se apoyan en las paredes, permanecen de pie entre las mesas. Ahora me entero de que el guitarrista es un hombre famoso. Ha grabado discos, ha dado conciertos en todo el mundo. No está casado y vive con su hermano, que le organiza las giras artísticas.
Por fin ha terminado la pausa.
Los músicos vuelven otra vez. Me apoyo en el respaldo. Espero al primer tono. ¡Ahí está! Una carrera atronadora que hace que uno se olvide de respirar. Clouds, de Django Reinhardt. El público reconoce la melodía y ruge de entusiasmo. In the wood for love; Willow, weep for me. Una canción tras otra, a cual más bonita. ¡Me siento feliz! Pero de repente, en mitad de la ejecución, Wowo se levanta de su asiento y espera que yo me ponga de pie igualmente. Pero ni se me ocurre hacerlo. Aquí se ha abierto paso el paraíso. Ni diez caballos lograrían arrastrarme de aquí. Además, ¿quién sabe? Paul quizá pase por aquí.
–Tengo que regresar al hotel -dice Wowo-, a llamar por teléfono. ¡Una importante llamada de larga distancia!
¡Ah, claro! ¡Naturalmente! A estas horas cierra la bolsa de Nueva York y quiere saber cómo andan los tipos de cambio. Si se ha hecho más rico o más pobre, y si ha recuperado el dinero que ha despilfarrado conmigo.
Wowo paga la consumición, pero no deja ni un céntimo de propina.
–¿Viene conmigo, chére madame?
–No. Hoy no.
–¡Qué lástima! No se hubiera arrepentido. Le habría proporcionado… -baja la voz y se acerca a mi oído-, una agitada noche de orgasmos.
¿Qué es lo que ha dicho? ¿He oído bien? Le miro de hito en hito. Wowo inclina la cabeza una y otra vez, corroborándolo.
Muevo la cabeza, perpleja.
–Quizá venga usted más tarde -dice Wowo con optimismo y me da la tarjeta del hotel-, soy un amante excelente. Así que, chére madame Saint-Apoll, me alegraré de verla.
Toma mi mano y la besa largamente.
Luego se va de prisa, apretujándose entre la gente, y desaparece.
Apenas queda fuera del alcance de mi vista, ya le he olvidado. Cierro los ojos y disfruto de la música. Cuando ha terminado la interpretación estallan los aplausos de tal modo que el suelo se estremece. Pero son más de las dos de la madrugada. Todo aquel que tenga que trabajar al día siguiente, se va ahora a casa. Poco a poco se van aclarando las filas. No tengo la menor idea de cómo va a seguir esto.
Solamente sé una cosa: quiero alejarme de esta mesa tan cara, mezclarme con la gente del bar. Un camarero me proporciona un asiento en un banco alto de terciopelo rojo, entre el bar y la escalera, desde el cual se puede ver el escenario estupendamente. De pronto me doy cuenta: la gente me mira fijamente. Olvidé que estaba vestida para un restaurante elegante. Allá arriba en la mesa, estaba al abrigo de todo. Ahora estoy sentada en medio del gentío. En eso, alguien toca mi rodilla derecha. Es el guitarrista que por delante de mí se abre paso al bar. ¿Me ha rozado a propósito? ¿O se ha tratado de un descuido? Entonces se da la vuelta, extiende la mano y me la pasa suavemente por la mejilla derecha.
–Es usted muy bella -dice con una voz exhalada levemente y a la vez ronca-, no se vaya. Quédese hasta el final. ¡Espéreme!
Luego se aleja apretujándose hasta el bar, donde pide agua mineral y la bebe poco a poco, hasta apurarla, sin hablar ni una sola palabra con nadie.
En cambio yo, estoy sentada ahí, como hechizada.
¡Lo sabía! Se puede confiar en París, sin duda alguna. ¡Ay! Esta será todavía una noche maravillosa. Disfruto doblemente de esta última serie de interpretaciones, tengo la sensación de que sólo toca para mí. Y cuando ha terminado, a las tres de la mañana, sube corriendo las escaleras, hasta el guardarropa y regresa peinado y perfumado. Me levanto, le sonrío, me aliso la falda y extiendo la mano para coger mi carterita de plata.
¡Y luego dejo de comprender el mundo! El guitarrista pasa de largo frente a mí, como un extraño. Le hago señas. Él las ignora a propósito. ¿Qué ha pasado? ¿Es que se ha quedado ciego? Le sigo automáticamente. Ahora se detiene y comienza una larga discusión con el portero junto a la puerta de entrada. Le reclama algo con empeño. No entiendo nada de lo que dice, sin embargo me acerco a él.
–Gracias por la bella música -digo y le tiendo la mano. Él no la toma.
-Merci -se expresa con rapidez y se aparta un tanto perturbado, luego coge al portero del brazo y le empuja delante de mí, hasta salir con él a la calle. Un rechazo más claro apenas es posible, pero yo sigo ahí, de pie y no logro entender nada.
¿Para qué dijo que le esperara? ¿Para qué me acarició la mejilla y rozó mi rodilla desnuda? ¿Para qué me taladraba con sus miradas la mitad de la noche? ¿Para qué? ¿Para qué? ¿Para, una vez que me hubiera enternecido, poder mandarme al diablo? ¿O es que de pronto me tiene miedo?
Abandono el lugar y casi voy volando hasta la parada de taxis. Frente a la droguería de Saint-Germain no hay ni un solo coche, pero, en cambio, noventa personas haciendo una larga cola que alcanza hasta allá abajo, hasta la Rue des Saints-Péres.
Tendré que esperar una eternidad hasta que me toque a mí. Odio esa parada de taxis. Ya me he tirado aquí noches enteras de pie, porque para ir andando, mi casa, queda demasiado lejos. De repente viene por el Boulevard SaintGermain el guitarrista. ¡Solo! Lleva la cabeza baja y columpia de modo divertido su guitarra, en la mano derecha, metida cuidadosamente en una funda de color oscuro. ¿Me ve, por casualidad? ¡No! Mira a través de mí como si yo fuera .de cristal, pasa justo por delante de mí y se pone a la cola.
¿Tal vez le gusten los hombres? ¡Sí! ¡Eso debe de ser! Quizá le gusté, quizá pensó «con esa mujer podría hacerlo llegado el caso», y luego le faltó el coraje. Eso ya me ha sucedido en más de una ocasión. O solamente representaba la vieja y bochornosa comedia: despertar el amor por pura vanidad, sin un ápice de sentimiento. Flirtear hasta rabiar y luego la ducha helada, ¡una gracia muy corriente! Pero ¡qué se le va a hacer! Ese juego lo jugamos las mujeres desde los tiempos de Adán y Eva, así que ¡por fin estamos a la par!
-Bon soir, Tizia! -dice de pronto una voz conocida detrás de mí, con un fuerte acento americano-, ¿es que ya no me conoces?
Me doy la vuelta. Claro que conozco a ese guapo hombre rubio. Es Bob, el periodista, mi admirador de aquella fiesta de Tommy Kalman. ¡Qué sorpresa, justamente ahora!
–Hola -digo regocijada-, ¿qué estás haciendo por aquí?
–Estuve en el Bilboquet. Igual que tú, pero me has ignorado.
Ambos nos reímos. Se pone a mi lado. Ni un taxi a la vista. Iniciamos la conversación en inglés.
–Hay que contar con que esto tardará por lo menos cuarenta minutos -piensa Bob, y mira su costoso Rolex-, ¿tienes que irte ya a casa? ¿Sabes una cosa? Vamos al Village y nos tomamos todavía una copa.
–¿Qué local es ése? – pregunto cautelosa.
–Un lugar de encuentro para periodistas. Bastante pequeño y estrecho, pero increíblemente divertido. Está abierto hasta la seis de la mañana. Hay un pianista y el barman es un tipo original. Hay un vino excelente. Y cerveza. Todo lo que se desee. Es mejor que pudrirse aquí. ¿No crees?
–¿Queda lejos?
–A cien metros. Ahí enfrente. En la Rue Gozlin.
–¡Estupendo! ¡Voy contigo!
Bob me viene como a pedir de boca. Me siento tan excitada por la música, después de tres horas de visiones eróticas, de canciones de amor y melodías llenas de pasión… ¡No, no me voy a ir sola a casa! Si fuese un hombre, ¡me iría ahora a una casa de putas! ¡Setenta y nueve noches solitarias! No quiero ni pensar en ello, porque si no me lanzaría al cuello de este guaperas rubio.
Por el aspecto que tiene creo que le parecería bien. Da la impresión de… estar necesitado de ternura. En su vida hay algo que anda mal. Aunque no hable de ello. Para ese tipo de cosas tengo ojo clínico.
Cruzamos la Rue de Rennes. Diez pasos al frente, y entramos, a la derecha, por un puerta de la cual sale música y humo (lamentablemente). ¡Hemos llegado!
El club es bonito. No está muy lleno. Algunos americanos, ingleses, un célebre columnista australiano, todos se conocen unos a otros, también a Bob lo saludan de manera ruidosa.
Nos acomodamos en una mesa que está libre junto a la pared, frente al bar. Pedimos agua mineral. Tengo sed y Bob tuvo ayer «una larga noche». El pianista interpreta los últimos diez compases de My funny Valentine, cierra de golpe el libro de las partituras y se va a casa. ¡Maravilloso! Ya he tenido bastante música por hoy, ahora vamos a poder conversar sin tener que hacerlo a gritos.
Bob va vestido, una vez más, como si viniera directamente de la pasarela de un salón de alta costura. Un traje claro de corte impecable, amplio en la parte de los hombros, y un pantalón de pinzas. Un pañuelo de bolsillo de muchos colores, colocado en forma artística -evidentemente hecho a mano- y una corbata de la misma tela.
El cabello claro cortado en capas, muy azules los ojos. Se ve cuidado hasta la punta de las uñas, sin dar, ni en lo más mínimo, la impresión de ser afeminado. Pero sí se le ve cohibido. Conversamos y (otra vez) elude las preguntas de tipo personal. Sin embargo ya hace tiempo que me he enterado (por Gloria) de que Bob le sirve de consuelo a Teresa,
la mujer de Tommy. En Nueva York. ¡Lo más probable es
que haya venido a París por ella!
–¿Vives todavía en el hotel? – le pregunto cuando hemos terminado de beber.
–Sí, ¡por desgracia! – No dice más.
–Resulta caro, ¿no? Se sonroja.
–Más caro que en Nueva York. Pero es que no encuentro casa.
–Yo he encontrado una. Por casualidad. Pero aún no está terminada.
–¿No estás casada? – pregunta asombrado. – ¡Claro que sí! Pero he dejado a mi marido. Se queda pensativo.
–Te sientes… ¿te sientes sola? ¿A veces? Asiento con la cabeza.
–¿Y tú?
–¡Yo también!
Guardamos silencio. Se extiende una cierta tensión erótica.
–No me gusta París -dice Bob después de un rato-, creo que regresaré a casa.
–¿Te va bien profesionalmente?
–¡Para nada! Aquí lo que hay es un clan cerrado, no hay quien entre ahí. – Mira otra vez el reloj.
–¿Quieres volver al hotel? – le pregunto enseguida.
–¡De ninguna manera! ¡Es lo último que deseo!
–¿Por qué miras entonces a cada momento la hora que es?
Bob baja la mirada.
–Porque… porque quiero que la noche pase despacio.
Luego permanece en silencio durante largo rato. Reflexiono brevemente.
–¿Quieres ver mi casa? – pregunto después de un rato.
–¡Oh, sí! – Enseguida se anima. Sus ojos comienzan a brillar, me mira riendo-. ¿Me prepararías un café? ¿Tienes leche en casa?
–Todo lo que quieras. ¿Sabes una cosa? Que el barman nos pida un taxi. Ahora no vamos a ponernos en la cola.
Con un poco de suerte, estaremos en mi casa dentro de un cuarto de hora. ¡Y tenemos suerte! Estamos en la Rue Copernic a las tres y media. De repente, Bob se pone muy locuaz. Admira la casa, los muebles, el friso que está casi terminado. Le entusiasman los estanques allá abajo, al pie de la ventana del dormitorio, recita un poema a la luna.
Después me ayuda en la cocina, lleva el café al salón, se sienta de manera hogareña en mi alfombra del Tíbet, y sirve el café. Despide un aroma tentador. Estoy sentada cómodamente en una silla reclinable, el aire está cargado de erotismo. Bob me piropea. ¡Me come con los ojos!
Apenas ha vaciado su taza, se queda callado, completamente callado. Con mirada fija y sombría. Hago el intento con todos los temas imaginables; ¡sin éxito! Sólo contesta brevemente o pasa por alto la pregunta a propósito. Así sigue la cosa por un rato. ¿Qué es lo que pasa? ¿Es que la cafeína le ha paralizado el cerebro?
Pero repentinamente ya sé a qué atenerme.
Dios mío, la verdad es que a mí todo me cae encima. ¡Otra vez un tío especial! Bob es un tipo CALLADO SILENCIOSO. También los hay que son CALLADOS ALBOROTADORES; para ser más exacta, éstos tampoco es que digan nada en concreto, ni siquiera: «¿puedo quedarme contigo esta noche?». No. Algo así no lo pronuncian jamás sus labios. Antes prefieren morderse la lengua. No obstante, tararean y silban, colocan cassettes y ponen discos, fuman y beben y tamborilean con los dedos en los muebles, mientras discurre un tiempo precioso y la noche pasa.
Los callados silenciosos no tamborilean. Susurran de modo apenas audible: «tengo que irme», y esperan… ¿a qué? ¿Un milagro? ¿A la grúa invisible que los levante para llevarlos al dormitorio? ¿Sin que antes haya que exponerse a ridiculeces, delicadezas como hacer manitas, acariciar el cabello o tal vez incluso una palabra tierna?
Bob está echado sobre mi alfombra y no se mueve. ¡Nada de mostrar ahora sentimientos! Su cabeza rubia descansa sobre un cojín bordado de la India. Se siente cómodo en mi salón. El ambiente, en cambio, ya no es el mismo, ha variado. Esto es lo que pasa con los callados silenciosos. Entre nosotros se ha abierto súbitamente una profunda sima.
Apenas hace un momento resultaba todo muy agradable, ahora la atmósfera entre la alfombra y el Voltaire en el que estoy sentada se ha teñido de negro y hay algo paralizador en ella, que está al acecho. Ambos tenemos puesta la mirada fija en el vacío, escuchamos el tic-tac del reloj sobre la chimenea. Al fin vuelvo la cabeza y le miro. ¡Tiene los ojos cerrados! ¡Ah!
–¿Estás cansado? – pregunto por último y bostezo; son las cinco menos cuarto. Menos mal que mañana no tengo nada que hacer hasta el mediodía.
El asiente y apenas se mueve.
–¿Quieres que te pida un taxi?
No hay reacción. ¿Querrá quedarse? ¿Querrá irse? ¡Qué encanto de invitado! ¡Tan ameno! Contemplo al hombre silencioso durante unos minutos. ¿Qué es lo que le impide reconocer que me desea y que quiere quedarse aquí? ¿El miedo acaso? ¿De que vaya a ser rechazado? ¿Es posible? Si así fuera, ¡está lleno de complejos! Y eso que en el Village ya estaba todo claro entre nosotros.
De pronto ya me tiene harta. Me pongo de pie. Soy quince años mayor que él y tengo más valor. Además, sé una cosa: con estos callados silenciosos hay que actuar inmediatamente. Bob no se mueve. Tan sólo sus párpados aletean.
–¿Quieres quedarte a dormir aquí?
¡Ya está dicho! ¿Qué hace ahora? Bob inclina la cabeza. Sin palabras, casi avergonzado. Mantiene los ojos cerrados.
–¿En mi cama?
Podría ser que quisiera dormir sobre la alfombra… Vuelve a inclinar la cabeza, pero sigue sin moverse de su sitio. Está bien. Al menos el problema está esclarecido: esta noche no estaré sola.
–Ya sabes donde está el dormitorio -digo, y me dirijo al cuarto de baño. Llevarle en brazos hasta allá, eso sí que no pienso hacerlo. Todo tiene sus límites. Además, pesa demasiado.
¿Pero cómo continuará esto? Me siento en el borde de la bañera, me pongo a pensar. Cepillo mis largos bucles y me doy unos toques de perfume de claveles en el pecho. Estoy desnuda y dispuesta, pero súbitamente no me atrevo a ir a mi futón. De algún modo me resulta inconcebible la idea de rodear con mis brazos a este hombre. No ha mediado ni una sola palabra tierna. No me ha tocado ni siquiera por un segundo. No me ha rodeado con su brazo, no me ha mirado profundamente a los ojos, me es totalmente extraño.
¿Qué pasa si sigue así el resto de la noche?
¡Pero la vida está llena de sorpresas!
Cuando llego al dormitorio, que está a oscuras, Bob está acostado, desnudo, entre las sábanas. Incluso levanta el cobertor para que pueda meterme enseguida con él.
Me rodean unos brazos fuertes. Una boca salvaje y excitada busca la mía, me besa como loco; ¿es éste el mismo hombre de antes? ¿El que apenas hace un momento estaba tendido a mis pies, como un muerto?
De pronto vuelve a recuperar el habla. Ahora que todo está claro, llama a las cosas por su nombre.
–¿Quieres sentir mi pene dentro de ti?
¡Muy romántico! Eso podría habérselo ahorrado, porque resulta casi tan excitante como «la agitada noche de orgasmos», de Wowo.
–¿Tomas la píldora?
–¡No!
–¿Tengo que salpicar mi semen encima de tu tripa?
–¡Hoy no! Pero te lo ruego, ¡no hables más! Please! ¡Quédate del todo callado! – Ay, pero qué complicada es la vida. Una se ve decepcionada constantemente. Antes le cantaba a la luna con palabras de poeta, ahora está exento de toda poesía. El hombre es demasiado prosaico.
–Durante noches y horas tendré contigo coit… -le tapo la boca. Me besa la mano. Eso me gusta.
Luego me estrecha fuertemente junto a sí. Vaya, mira por dónde: ¡no hay ángulos!
Su cuerpo es esbelto, su pito bastante grande. Tiene una piel muy suave y cuidada. Y: surprise, surprise, ¡no se abalanza sobre mí! ¡No! Se acuesta a mi lado, levanta mis piernas poniéndolas encima de las suyas. ¿O sea que sí se aprende algo en París? ¿O se lo habrá enseñado Teresa? ¡Siento un calor terrible, de repente!
Bob coge su cosa dura en la mano y busca con ella por ahí abajo. Es muy, muy agradable. Ay, me agrada esta postura. Es cómoda, una no se siente dominada, la mujer puede moverse también con entera libertad. Aparte de eso, se puede aguantar indefinidamente.
Bob gime reprimiéndose. Su respiración es corta y superficial. Me sobrecogen fuertes escalofríos cuando encuentra el lugar preciso y penetra con precaución perforando mi carne. Oh, lá, lá! ¡Ajusta perfectamente! Vaya suerte. El tamaño es el ideal. Este hombre es mi salvación, en el caso de que no hable más. No me atrevo a pensarlo todavía, pero ¡quién sabe, quién sabe! Quizá todavía resulte realmente bonito.
Bob gime. Ahora está del todo dentro de mí. Debajo de su cabeza está mi brazo derecho y debajo de mi espalda su brazo izquierdo. No dice nada, tiembla, me acaricia los pechos con la mano que le queda libre. Ahora comienza a empujar. Rítmicamente. Ni demasiado fuerte. Ni demasiado aprisa. Ni demasiado mecánicamente. Ni demasiado profundo. Y tampoco raspa. ¡Sí, Bob sabe lo que hace! Si bien es un callado silencioso, en la cama en cambio es perfecto. ¡Ha tenido una buena maestra!
Ahora busca mi mano. Nuestros dedos se entrelazan y cuando ya no puedo conseguir que mantenga la boca cerrada, empieza a hablar de nuevo.
–¡Ahhhh, qué bueno es esto! ¡Tienes una vagina tan estrecha!
-Please! -exclamo llena de pánico-, don 't talle.
Enseguida me besa con mucha ternura y se retira de mí.
–¿Tengo que acabar? ¿Ya no me quieres?
–¡No! ¡No! ¡No! Pero por favor, ¡no digas nada!
Bob vuelve a mí. Yo me apretujo contra él. ¡Sesenta y nueve noches solitarias! Casi me muero de deseo. Y luego ya no me es posible pensar. Bob me hace el amor como si conociese mi cuerpo desde hace años. Se mueve de tal manera que acierta dentro con mi lugar más sensible. Y en cuanto me pongo más estrecha abajo, no va más rápido, no, sino que me acaricia en el punto justo, pecaminosamente bueno, y antes de que me entere de lo que está pasando, tengo un orgasmo. ¡Apenas lo puedo creer!
-Oh, darling -gime Bob, y empuja como loco-, oh baby! Yes! Yes! Yes! -Entonces me aprieta contra su cuerpo de tal modo que casi creo ahogarme y se corre con tal fuerza que parece que no ha tocado a ninguna mujer hace siglos. Grita, solloza, llora y ríe, luego me acuna en sus brazos como a un niño, me besuquea la cara, pechos, y finalmente cae en un profundo sueño con una sonrisa feliz en su boca.
En cambio yo sigo acostada, despierta, y me siento como recién nacida.
Por cierto, tengo una amiga que afirma que acostarse con un hombre implica un gasto de energía, que ella se siente después «sin fuerzas», como si la hubiesen «despojado de algo». En cambio yo, siento justamente lo contrario.
Estoy como electrizada, cargada de alegría y felicidad, todo zumba y canta en mí, la sangre corre por mis venas vertiginosamente, los nervios echan chispas, me encuentro en un estado anímico buenísimo; y aunque he llegado al clímax, no me asalta el temor de caer en las redes de Bob. Nada más lejos de mí. Con esa manera tan tonta de hablar, no hay peligro. Pero cuando se calla, chapeau! Entonces se le podría recomendar. En los círculos más altos. Pero ¡aquí está otra vez!
Bob se despierta, comienza a besarme y hacemos el amor de nuevo. Esta vez se prolonga por más tiempo que la primera vez y resulta igual de bello. Esa noche nos amamos cinco veces y tengo dos orgasmos: nunca me había sucedido. Y cuando caemos en un sueño liberador después del último furor, somos una misma carne, una misma sangre y compartimos totalmente una misma intimidad.
Bob reacciona a cada movimiento, nuestros corazones laten al unísono, si yo me doy la vuelta, él se la da conmigo, estamos acostados, acoplados en un estrecho abrazo, sin ángulos de por medio, como dos gatos jóvenes, felices; perfecta la forma de ajuste. ¡Sin embargo, todo eso cambiará rápidamente!
He puesto el despertador para las once.
Y apenas ha enmudecido el timbre, Bob se levanta de un brinco y vuelve a ser el extraño de anoche. Sí, esas cosas pasan. Los callados silenciosos son así. Súbitamente me mira de arriba abajo con indiferencia, tiene una prisa increíble, apenas habla, no se queda a desayunar, no, sale de casa como una bala. ¡Se ha marchado! ¡Está bien!
Esto, cuando tenía veinte años me habría matado. Ahora, con cuarenta y dos años a cuestas, la cosa ya no es así. Voy al cuarto de baño tarareando una melodía y me dedico a ponerme guapa. Me doy masajes suaves en la cara con una crema hecha a base de arena de mar; y salvado de almendras; con eso el cutis se pone suave como la piel de un bebé. Luego me doy unos toquecitos con mi arma secreta, una mezcla de aceite de rosa y almendras con té de manzanilla, a partes iguales. Dejo que actúe durante diez minutos, retiro los restos con unos toquecitos y, voilá, ¡la piel vuelve a estar luminosa y tersa!
Pienso mientras tanto en el placer que experimenté en brazos de Bob y me alegro de no ser yo la que tiene que hacerle la comida cada día, la que tiene que lavarle la ropa y aguantarle los días malos de ese carácter antojadizo suyo.
¡Pues sí! Resulta que con cuarenta y dos años sé lo que quiero, o sea, ¡pasión! Y a continuación me agrada estar a solas conmigo misma y disfrutar de mi propia compañía.
Bob no me va a faltar. Pero me da pena.
¡Cuando pienso en su terrible vocabulario de cama!, sólo un americano «de casa bien», con una educación puritana, habla así, ya que en esas casas el tema del amor es tabú. Tampoco ha visto mucho amor. El pobre es hijo de una madre mojigata, que nunca le ha apretado contra su corazón, besado, abrazado fuertemente; probablemente tampoco haya querido a su marido y no digamos a su hijo. Pir eso Bob no rompió el hielo hasta que oscureció y nadie lo veía. Ternura a plena luz del día, ¡eso es algo que no se hace!
No pienso volver a invitarle. Los callados silenciosos no cambian nunca. Y a la larga, eso me resulta demasiado aburrido.
Bueno, mi cara ha quedado perfecta.
Ahora falta todavía peinarme bien y ponerme algo cómodo. Algo oscuro, que no se manche enseguida. Es que esta tarde tengo que medir una casa (incluido el sótano, la buhardilla y la habitación del servicio), y a continuación dibujaré el plano: tal como es la casa en la actualidad, y cómo la remodelaríamos para la nueva propietaria. Probablemente va a querer varios cuartos de baño y más armarios empotrados de los que hay. Siempre lo mismo. Eso lo dibujo con los ojos cerrados.
Ahora ya sólo faltan los zapatos. Planos, y de color azul. Las llaves del coche. El metro plegable. El bloc de notas y lápiz. Doy un mordisco a una manzana.
Veamos como están las cosas. Tengo una buena cantidad de pretendientes, pero no tengo suerte con los hombres. Fausto tiene dos hijos en secreto y una querida, y a toda aquella que esté dispuesta, la pone en posición horizontal. Uno que raspa, otro que calla. El tercero te riega, con eso del culto a Isis. Y luego los calzoncillos mojados. Y la infinidad de hombres como Wowo. Y las malas experiencias en mi tierra, en Viena. Ya he pasado bastante. ¡Podría llenar gruesos tomos de tragicomedias! Una cosa sí está clara:
Esto de los hombres es demasiado complicado. ¡Me rindo! Ya no me interesa encontrar el gran amor de mi vida, el hombre perfecto, la dicha predestinada para mí, hecha a mi medida en el paraíso. Tampoco quiero ya tener un hijo. Non, merci! Mejor de vez en cuando un bombón, breve y dulce, con eso me basta. ¡No me voy a enamorar más! El amor causa demasiado dolor. Habría que disfrutar de él muy cuidadosamente. Con dosificación homeopática. Una gota en un lago. ¿Pero quién es el que puede hacerlo, en realidad?
¡Yo no! Lo quiero todo… ó nada.
Así que cesaré en la búsqueda y me dedicaré de lleno a mi
profesión. El momento no podría ser más acertado. Mi cuerpo es joven, mi mente ya es madura, me encuentro en la esplendorosa mitad de la vida. ¡Seré la mejor! ¡En el mundo entero!
Y es que cuando deseo algo de verdad -al fin y al cabo he sobrevivido a un alud- ¡siempre lo consigo!
Han transcurrido cinco meses.
Hoy es miércoles, veinte de enero. Hoy cumplo cuarenta y tres años. Sigo trabajando todavía para Gloria, es decir, ¡trabajaba! Hasta el día de hoy, ¡que conste! A partir de hoy, no obstante, todo va a ser diferente. Han sucedido cosas increíbles. A partir de hoy trabajo con ella. Soy su socia.
El cambio acaeció en septiembre. Madame Pauline Loiseau compró la casa de la Avenue du Maine. Un golpe de suerte sensacional, nadie creía ya que esto pudiera suceder. Pagó el precio que le pedí. Y pagó al contado. No tuvo necesidad de un sólo céntimo de crédito bancario, lo que hubiera podido posponer la compra por unos cuantos meses. A fines de septiembre firmamos el precontrato, y tres meses más tarde (en Francia suele tardar tanto) estaba todo pagado y tenía el dinero depositado en mi banco.
¡Vino justo a tiempo! Ya que Gloria tiene que hacer una ampliación. Quiere comprar la casa donde tiene su estudiovivienda. El propietario pasó a mejor vida, el heredero vive en América, la casa está en venta desde principios de enero. Es cara, porque el sector es muy selecto. Pero con lo que Gloria tiene ahorrado, lo de la venta de la Avenue du Maine y un préstamo del banco, lo tendremos resuelto. Ya hemos hecho una oferta. A finales de enero se decidirá si se acepta.
Hoy sin embargo hemos firmado además otro contrato: nuestro acuerdo comercial. En el despacho de un abogado conocido nuestro, cerca de la Opéra. Y después lo hemos celebrado en el Tour d'Argent, decorado con mucha clase, con vistas sobre París, frente a nosotras la parte posterior de Nótre-Dame, y hemos brindado con champán añejo.
–Por otros muchos años dorados -dijo Gloria-, por ti y tu cumpleaños. Por nuestros seres queridos. Por nuestros negocios. Porque lleguemos a ser ricas, dichosas, y famosas en el mundo entero, etcétera, etcétera, etcétera. ¡Y que se cumplan todos nuestros deseos!
–Si Dios quiere -añadí.
Gloria me miró con extrañeza.
–Lo va a querer -opinó en tono seco-, ¡al fin y al cabo no tenemos en mente robarle el dinero a nadie!
–¡Ay, Gloria!
Brindamos. ¿Qué sería de mí si no la tuviera a ella? La observé brevemente tal como estaba sentada frente a mí, divertida, segura de sí misma: la imagen del éxito. En suma, conocerla significó la mayor de las suertes.
Gloria es una mujer francamente bella, una parisina típica, con mucha chispa, como un torbellino, un poco más baja de estatura que yo, esbelta como un muchacho, con el pelo oscuro, corto y los ojos negros, levemente sesgados. Tiene cincuenta y ocho años, cosa que nadie cree. ¡Y su cabello es natural, no teñido!
Para celebrar nuestro contrato, se ha puesto un traje de chaqueta blanco de lana, muy elegante, de Nina Ricci, con una blusa de seda verde, pañuelo de bolsillo también verde y unos pendientes enormes en forma de palmeras reales, que le llegan casi hasta los hombros. Esos pendientes dan ganas de reír. Y eso es algo premeditado. Es típico de Gloria: elegante hasta las puntas de los dedos, pero con un toque de humor.
Gloria desciende de una antigua familia judía.
Siguiendo los deseos de su padre, se casó con un reconocido arquitecto, se mudó a un apartamento de lujo en Neuilly y se convirtió en ama de casa y esposa. No fue feliz, sin embargo. Si bien su marido tenía dinero y los negocios iban espléndidamente, faltaba algo. Por las noches se encontraba siempre terriblemente cansado. También le solía ver con demasiada frecuencia por rincones oscuros, en compañía de su joven y delicado secretario. Desconfiando se divorció, todavía no la había tocado.
Pero solamente tenía veinte años, y se lanzó: al estudio, a hacer prácticas en las mejores empresas, luego un negocio propio, y todo ello ganado a pulso, sin el menor apoyo de su familia. Con lo único que tenía mala suerte era con los hombres. Al fracaso del matrimonio siguió una serie de «breve y complicado». Sin embargo, desde hace dos años convive con George, un abogado americano. Con él todo va sobre ruedas.
Levanté mi copa:
–¡A tu salud, querida amiga!
Brindamos. La gente de París es la que más me agrada de todo el mundo. Es alegre, atenta, resulta fascinante con sus bonitos piropos, su buen gusto y su vena humorística inagotable, pero Gloria, además de todo eso, ¡es de fiar! Hasta ahora nunca me ha defraudado.
–Tizia, casi se me olvidaba: ha llamado por teléfono un tal señor presidente Valentin. Necesita tu consejo. Mañana piensa mandarte a su chófer, que te recogerá a las once. He aceptado en tu nombre, espero que te parezca bien.
Mi corazón enseguida comienza a latir con más fuerza.
–Ha tardado mucho, ¿no es cierto? Ya me hablaste de él en mayo del año pasado. De ese encargo en Normandía. ¡Y después no se supo más!
–¿Sabes? Es que está de viaje -digo tan calmada como me es posible-, con su hijo. Dijo que en septiembre estarían otra vez de regreso. Pero luego estuvieron todavía en Japón, en California, y Dios sabe dónde más. ¡No sabía que ya hubieran llegado!
De verdad que no lo sabía. La última postal de Paul venía de México. Fue echada al correo en el mes de diciembre. Hace dos días que la recibí. En ella no decía nada de su regreso.
¡Paul está otra vez aquí!
¡Eso sí que fue una gran sorpresa, ayer, el día de mi cumpleaños!
Y por eso estoy ahora sentada en esta limusina de color oscuro, sobre blandas almohadillas de terciopelo, con un chófer tranquilo, de anchos hombros, mientras disfruto del viaje al campo.
Hace un día invernal, espléndido. Llevo puestas unas botas blancas, una falda roja, un jersey blanco esponjoso, y encima un abrigo de gruesa lana en color rojo, y los soles de oro en las orejas.
La excursión me hace un gran bien. Me reclino hacia atrás cómodamente, cruzo las manos en el regazo y reflexiono acerca de mi vida.
Últimamente han pasado muchas cosas. Me divorcié. A toda prisa, ya que lo de Fausto y Odile… acabará en quiebra. Y yo no quiero tener que pagar sus deudas. La última negociación fue el lunes. ¡Soy una mujer libre!
No ha sido tan fácil como lo cuento.
Fausto no me dejó marchar sin más ni más. Me encontré con él muchas veces, pero nunca más en la cama. Eso se acabó. Comimos en una ocasión en un local nuevo, en la Rue du Dragon. La decoración, gris con gris, las sillas de metal, frías e incómodas, la luz, de neón blanco, era obra de Odile. Me pareció espantoso y así se lo dije a Fausto. Fausto se sintió ofendido, le hizo enseguida la corte a la camarera, que era regordeta y llamativa, y la noche acabó en pelea.
Sus padres tampoco querían que me fuera. Discutimos durante noches enteras. Hermés, maman, Fausto y yo, en Chantilly, pero no sirvió de nada. Yo quería irme. Renuncié a todo: a la manutención, a la casa, a mi parte de las ganancias. Sólo quise lo que me había traído conmigo, y eso fue lo que recibí. Más la caja de música de estilo barroco, con el colibrí azul. Fausto me la regaló como recuerdo.
¿Qué más ha pasado?
Ganymed no se ha comprometido. Una semana antes de la fiesta se escapó a Ibiza junto con su amigo. No regresó hasta Navidades. Durante tres meses nadie supo de su paradero. Papá ha condescendido y le ha admitido otra vez en casa. Sigue llevando el mismo estilo de vida que antes.
Bob ha regresado a Nueva York.
Se despidió de mí por teléfono, le deseé mucha suerte. Lucifer Heyes volvió a París a finales de agosto y durante dos semanas anduvo detrás de mí. Pero yo ya no quise continuar. No tenía sentido.
Para no callar nada, me acosté con Lucifer en una ocasión. El año pasado en Pentecostés, cuando no aparecía Fausto, antes de aquel viaje de mal agüero a la Casa de los abetos. Sí, eso fue lo que hice. Me fui al hotel donde él estaba. Lucifer se portó de un modo encantador. Se tomó su tiempo, se esforzó como nunca antes lo había hecho. ¡Pero ya no le podía tragar! Su cuerpo me era familiar. No me hacía daño. No sentía, en cambio, ni el menor deseo hacia él, y sobre todo, su aliento. ¡Ese olor!
No soportaba sus besos. Su boca me era extraña, sus suspiros exhalaban mal olor. Contenía la respiración para no tener que inhalar ese aire. Y, a continuación, permanecí despierta toda la noche, hasta las cinco de la mañana. Entonces, ya no lo soporté más, me despedí y me fui.
¡Lucifer y yo, eso ya se acabó!
Mi cuerpo ya lo supo antes. La rebelión comenzó por la tarde: en mis mejillas aparecieron unas manchas rojas, las comisuras de la boca se enrojecieron y me salieron pequeñas heridas. Me sobrevino súbitamente un intenso dolor de tripa y unas fuertes punzadas. «No quiero a ese hombre», dijo mi cuerpo. Pero esto lo digo sólo de pasada.
Y ya que estamos con ese tema: necesité mucho tiempo hasta poder recuperarme de Fausto, más tiempo del que había imaginado. Después de Bob, no dejé que ningún otro hombre se acercara a mí. Desde el lunes 23 de agosto no he compartido mi cama con nadie más. Hace cinco meses de eso. Nunca en mi vida he mantenido abstinencia por tanto tiempo. ¡Me siento frustrada hasta la médula! Todas las noches tengo sueños eróticos. Me enamoro de cualquiera constantemente, le seduzco mentalmente, paso con él en la cama fines de semana imaginarios, pero apenas extiende la mano hacia mí (en la realidad), ¡emprendo la huida!
No lo entiendo.
Mi casa está terminada. El friso es realmente suntuoso. Tengo una cama con dosel preciosísima, que parece una glorieta florida, revestida con chinz de la mejor calidad, estampado a mano con hojas, flores y sarmientos. Pero lo que es estrenarla, aún no la he estrenado. ¡Al contrario! En esta isla sensual paso las noches más solitarias de toda mi vida.
Pero soy demasiado joven para estar tan sola. ¿Cuándo se acabará esto, por fin?
Tal como he dicho, no tengo vida privada. No existo como mujer. En cambio, en el aspecto profesional todo va viento en popa. Nuestra suite para la artista de cine, en azul y oro, causó un gran impacto. Todas las revistas la han reproducido. Eso fue en octubre. Desde entonces apenas podemos dar abasto a todos los encargos que nos llueven. Y luego recibí un premio por el diseño de los cubiertos, y en diciembre un segundo premio por la taza de café con sus dos platillos. Las fotografías de mis diseños dieron la vuelta al mundo. En este momento, tenemos seis obras en marcha: una segunda suite en un hotel, dos pisos grandés, dos oficinas. Y tres habitaciones desoladas en una casa antigua, sin cocina ni baño, que debo convertir en un nido acogedor. ¡Maravilloso!
Todavía esta mañana, en la Rue Copernic, he dibujado los planos a toda prisa. Las tres habitaciones tienen sólo treinta metros cuadrados. A diferencia, sin embargo, de muchos colegas que sólo se entusiasman ante habitaciones inmensamente espaciosas, a mí esto también me interesa. De hecho, en los espacios reducidos es donde se manifiesta el talento.
Donde otros sólo ven a lo sumo un lugar para una ducha, yo siempre encuentro un hueco para un baño con una bañera grande. Y si el piso es realmente diminuto, me mentalizo recurriendo a una «arquitectura de barco», aprovecho cada milímetro, diseño un perfecto hogar de muñecas como en un yate de lujo, con todo el ambiente que ha de rodearle. ¡En eso no me gana nadie fácilmente!
Así que tenemos en total seis obras en marcha. Y en caso de que tengamos suerte con el padre de Paul, habrá que agregar a la lista un manoir normando. Sea como sea, tengo un buen presentimiento. Pero nunca se sabe en la vida. ¡Me dejaré sorprender!
La propiedad del señor presidente Valentin está situada en las cercanías de Giverny, la famosa casa de campo del pintor Claude Monet. No existen aquí todavía casas con entramado de madera como se ven más al norte, sino fincas señoriales en piedra gris. Estoy preparada para algunas cosas, pero la realidad sobrepasa a mis sueños más audaces.
La limusina discurre a lo largo de un alto muro de piedra, detrás del cual crecen árboles altísimos. Nos detenemos después ante la portería, una pequeña casita de piedra, con unas torrecillas, ventanas puntiagudas y persianas rojas de madera. El chófer toca la bocina, una mujer rolliza sale y nos abre un gran portón de reja, forjado artísticamente, con doradas flechas puntiagudas, arriba, en el borde.
Lo atravesamos silenciosamente para entrar… en un parque de ensueño. Árboles centenarios bordean el camino, troncos nudosos de al menos un metro de grosor, robles, encinas, plátanos, pinos, arces, abedules, un verdadero bosque mixto como apenas lo he vuelto a ver desde mi niñez.
Y ahora el manoir.
No está asentado espectacularmente sobre una pequeña colina carente de vegetación, sino en medio del parque, en un pequeño retazo de pradera, que deja justo el suficiente espacio para dar paso al sol.
La casa es de una piedra gris plateada, con grandes ventanales barnizados de color blanco. En la parte de arriba son semicirculares y están maravillosamente bien ensamblados. Unas cuantas escaleras conducen hasta la planta baja y las ventanas que se encuentran debajo del tejado son ovaladas. La delineación es cuadrada, que es la forma que a mí más me gusta. Y también combina muy bien con el conjunto la construcción plana que posteriormente se realizó (siglo XIX, igual que la portería). La construcción tiene una techumbre plana concebida evidentemente como terraza, y que está ribeteada por una preciosa balaustrada de piedra. Aquí se ha incluido, en su parte interior, como por arte de magia, un salón de baile, en lo que hace cien años fue una sala de fiestas para conciertos, piezas teatrales, grandes fiestas familiares con veladas musicales, tal como era costumbre entonces.Nos acercamos poco a poco a la fachada principal por un camino de grava. Llega hasta nosotros música de piano. Alguien está ensayando Lieder de Schubert. Viaje invernal. ¿Es posible? Se trata de una concordancia curiosa con mis pensamientos. Y con recuerdos de Viena. ¡Ésa es la música de la patria! ¿Y dónde está Paul? ¿Por qué no viene a saludarme?
-Voilá, madame -dice el chófer-, hemos llegado. No hemos tardado demasiado. Ha habido suerte con el tráfico.
Subo los peldaños que conducen a la puerta de entrada. Me abre una muchacha, me quita el abrigo y me conduce a un gran salón, instalado con el mayor lujo, al estilo Luis XVI. Tomo asiento en un sofá blanco y rosado, Aubusson, de una hechura admirable. Y miro a mi alrededor. Impera en exceso el color azul. Demasiados colores fríos. El presidente tenía razón. El lugar es grandioso, las proporciones, perfectas, esto podría ser el reino celestial. No me siento del todo a gusto, a pesar de todo. Además, ¡Paul no está a la vista todavía!
¡Está encendida la calefacción, en cambio! Y la vista que ofrece el parque es de una belleza inolvidable. En esto se acerca el señor de la casa, por una puerta con espejo de pared. Me pongo de pie y voy a su encuentro.
-Bonjour, madame Saint-Apoll -besa mi mano-, me alegra que haya venido.
Le sonrío. Me recuerda vivamente al tío Cronos. Sólo que es mucho más joven y más alto, y Paul ha heredado sus ojos. Esos bonitos ojos oscuros, que tanto fascinan a todas las rubias.
–¿Quién toca el piano aquí tan bien? – pregunto, una vez intercambiados los saludos-: Suena muy profesional. ¿Vive en la casa un pianista?
El presidente sonríe halagado.
–Es Miriam, mi hija. Estudia canto en París, y ahora estáen casa. Está esperando un pequeño Valentin. ¡Mi primer nieto!
–¡Enhorabuena! ¡Se sentirá feliz!
Irradia alegría.
–¡Muy feliz! ¡Todos estamos ya terriblemente nerviosos!
Espero que se quede a comer, madame. Entonces podré presentársela.
–¡Será un placer! Muchísimas gracias. Sólo tengo un problema: no acostumbro a comer carne.
–Tampoco mis hijos -dice divertido-, como verá no causará usted ni la más mínima complicación. En otro caso le hubiese ofrecido carne de ciervo que he abatido yo mismo en la última cacería, en mis tierras. ¿No se siente tentada?
Niego con la cabeza.
–Supongo que la caza no es precisamente su mayor pasión.
–¡No, realmente, no lo es!
–¿Me merezco yo esto? – exclama aparentando indignación-, soy un cazador entusiasta. Los alimento y los cuido. De vez en cuando también tiro del gatillo de la escopeta. ¡Es así! ¡No queda otro remedio! Lo reconozco. Y justo yo, me veo rodeado de vegetarianos.
Rompemos a reír a carcajadas. ¿Dónde demonios se mete Paul tanto tiempo?
–Bueno, madame Saint-Apoll, ¿qué opinión le merece este salón?
–¡Demasiado frío!
–También yo lo creo. ¿Y por qué? – ¡Demasiado color azul!
-Ah, bon? ¡Pensé que había demasiado blanco!
–No. Esas cortinas de color azul marino lo echan todo a perder.
–¿Las cortinas? – exclama horrorizado-, ¡pero si son nuevas! ¡Fue la señora de la Inmobiliaria Apoll! Pero el salón todavía se puede decir que resulta inofensivo, madame. Lo que me tiene realmente desesperado es mi gabinete chino. Venga conmigo. Quisiera oír su opinión al respecto.
Le sigo a lo largo de una serie de habitaciones maravillosas, que con todo y con eso están decoradas con colores equivocados, hasta lo que él llama su gabinete, que está en la parte posterior de la casa, y que en realidad es un salón suntuoso: cuatro ventanales grandes que dan hacia el sur, dos hacia el oeste (para captar también los últimos rayos del sol vespertino), una chimenea maravillosa de mármol blanco, un estuco espléndido
-Voilá -dice el señor presidente-, ¿qué me dice de estos colores?
Dejo vagar mis ojos lentamente por las cosas. Los colores son para mí como las especias. Los siento en la lengua. Me proporcionan un placer sensual, pero hay que mezclarlos debidamente, cosa que, hoy en día, ya casi nadie sabe hacer. El azul es para mí la sal. Y el verde es el azúcar, y de esto último hay tal ausencia aquí, que resulta hasta doloroso.
En esta cámara del tesoro todo es blanco y azul.
–No sé qué será -continúa el señor Valentin-, mis tesoros más preciados se encuentran aquí. Aquí tenía intención de pasar mis horas de ocio. Regodearme con las cosas bonitas. ¡Imagínese ahora lo que significa que no pueda estar aquí! No lo soporto más que un par de minutos. Me siento mal, me dan escalofríos, y luego me sucede algo muy raro -duda-, no se vaya ahora a reír de mí, por favor, se me pone… se me pone…
–Se le pone la boca reseca -concluyo la frase.
Me mira de hito en hito:
–¿Cómo lo sabe? – pregunta luego perplejo.
–Ese es mi métier. ¡A la habitación le sobra sal! Demasiado azul. Y para remate, esas cortinas de color azul marino, señor presidente, vienen a ser como un aderezo de ensalada al que se ha olvidado ponerle su pizca de azúcar.
–¡Magnífico! ¿Y qué entiende usted por azúcar? ¿Rojo? ¿Amarillo? ¿Anaranjado?
–¡Verde! Le propongo retirar las cortinas y que las reemplacemos por unas de seda verde clara, tirando a un tono verde musgo. Muy ahuecadas, ligeras, fruncidas, como si una brisa alegre de verano jugueteara con ellas. ¿Puede hacerse una idea del efecto? Y encima le pondremos el sol, tal como dijo usted antes, es decir, pondremos las pantallas amarillas, desde el tono limón hasta el girasol y la vainilla.
¡Y de cuando en cuando una pantalla en un rojo ama ola!
Colocaría también otra alfombra. Una alfombra china polícroma, antigua, en la que se hayan utilizado colores vegetales. Sé dónde pueden conseguirse. Le apuesto que ya no querrá salir de este lugar.
–¡Excelente! Y ahora vamos a comer. Más tarde comentaremos los detalles.
A mí sin embargo se me han quitado las ganas de comer. A saber, una linda y pequeña americana nos invitó a la mesa. Asomó por la puerta su nariz respingona, titubeó, me examinó de pies a cabeza de una forma manifiestamente hostil y desapareció. Una criatura grácil de largos y lacios cabellos oscuros. ¿Quién sería? ¿Se habrá traído Paul consigo una amiguita de América?
Rápidamente me domino, sin embargo. De todos modos no puedo complicarme la vida con ningún hombre, ¡por el momento! No he venido aquí a enamorarme. Quiero un encargo. ¡Por eso estoy aquí!
Entramos en el comedor. Una habitación de techo alto, con artesonado en madera. La chimenea también es de madera, encima de ella la inevitable escena de caza. Las he visto ya de una mayor brutalidad. Este pobre ciervo bañado en sangre, con la agonía reflejada en sus ojos, rodeado de mastines que babosean, no me produce alegría. Ojalá me toque un asiento desde el cual no me vea obligada a ver el cuadro. ¿Y dónde se ha metido Paul?
El presidente ha descubierto mi mirada.
–¡No tiene por qué alarmarse! Se sentará de espaldas a la chimenea. Espero que el cuadro no la moleste. Mi familia también piensa que lo debería retirar. En cambio yo considero que es una buena pintura. Así que, ¡ahí se queda!
En ese momento entra Paul. Ha quedado relegada al olvido la nariz respingona. Me invade una alegría inmensa. Éste me pertenece a mí. Algo muy cálido taladra mi corazón. De buena gana habría llorado. Pero no digo nada y le sonrío. Se cumplen seis meses justamente. ¡Hace seis meses que le vi por última vez!
No ha cambiado. Solamente se ha puesto más moreno. Los rizos negros están algo más cortos. Va vestido con un pantalón claro de tweed y un jersey amarillo de cachemira. Toda su cara irradia alegría.
–Mi hijo -dice el señor presidente- según tengo entendido ustedes dos se conocen.
–Sí, sí -balbuceo-, hemos bailado juntos en Maxim's, pero de eso hace ya un año.
-Bonjour, Tizia. -Paul me besa en ambas mejillas, lo cual me confunde aún más si cabe, sobre todo teniendo en cuenta que ha venido también la de la pequeña nariz respingona y me observa, celosa.
–Ésta es Maja -dice Paul y nos presenta-, y ésta es nuestra Miriam, mi hermana, con su hijo.
Miriam tiene el mismo aspecto que Paul, sólo que en mujer.
Rara vez he visto un parecido así entre hermanos. Los mismos ojos oscuros de mirada dulce, la misma nariz fina y recta, la misma boca de labios gruesos, la misma barbilla bien formada, la misma mancha de nacimiento de tonalidad oscura entre las cejas. Tiene también casi la misma estatura que él. ¡Bien podrían ser mellizos de un mismo óvulo! Se encuentra en un estado muy avanzado de gestación. Y muy bella a pesar de ello. Miriam enseguida me cae simpática. Yo a ella, también.
–La he oído tocar el piano -digo y le estrecho la mano-, la felicito. ¡Sonaba listo para dar un concierto! – Se ríe.
–Justamente no tengo por el momento ningún maestro, así que estudio yo misma el acompañamiento. Es decir, trato de hacerlo. ¡Aún no es perfecto!
¡La comida se pasa volando! Paul y su padre hacen comentarios de su viaje alrededor del mundo, muestran fotografías, nos entendemos bien. Pero no se menciona ni una palabra de la segunda planta de esta casa, que según Tommy Kalman, tiene urgente necesidad de ser remodelada.
–Aquí van a cambiar un montón de cosas -dice el señor presidente a las tres y media, y da por terminada la sobremesa-, vamos a inaugurar un vivero, una jardinería biológica. Tizia, venga conmigo, aún no le he enseñado nuestro invernadero.
Junto con Paul y Maja caminamos con dificultad por un camino de grija que atraviesa el parque hasta un claro, donde hay -apenas puedo dar crédito a mis ojos- ¡un castillo de cristal! Parece la Casa de las Palmeras de Schónbrunn, sólo que es algo más pequeña. Es de la misma época y todo está en perfectas condiciones. La calefacción funciona. Los macizos están preparados, aquí cultivará Paul sus hierbas medicinales, y en la parte de delante, sus amadas palmeras y variedades de cactos.
Regresamos a la casa. El presidente mira la hora.
–¿Tiene todavía algo de tiempo disponible? Paul la acompañará luego a su casa en París. Arriba, en la segunda planta, hay algo de mayor envergadura. Miriam quiere una vivienda propia con habitación y cuarto de baño para los niños, y una habitación para la institutriz que viene de Inglaterra. Ya hemos estado dándole vueltas al asunto y hemos dibujado planos, pero no acabamos de ponernos de acuerdo. Estamos dotados más bien de talento musical, sabe? ¡Pero ninguno de nosotros sabe dibujar!
Así que no vine aquí en vano.Y antes de que Paul me lleve a casa, a las seis, he tomado medidas de toda la segunda planta y además de las ventanas de la planta baja. Me comprometo a enviar los planos a principios de la próxima semana (hoy es jueves), y luego nos despedimos y subimos a un Range-Rover blanco, en el que se sienta uno a la misma altura que en un autobús.
Paul arranca. Conecta los faros. Vamos lentamente a través del parque, saliendo al mundo exterior. ¡Al fin solos! Vamos callados atravesando el silencioso paisaje invernal. De vez en cuando nos sonreímos mutuamente. De cualquier modo, ambos nos sentimos un tanto confusos.
–¿Es ésa tu novia? ¿Maja, la americana? – pregunto después de un rato.
–¿Qué? – dice Paul y se ríe-, ¿pretendes ofenderme? Es la amiga de mi padre. ¿No te lo ha dicho él?
–¡No!
–¿Te agrada? – pregunta luego. Niego con un movimiento de la cabeza-. A nosotros tampoco -continúa-, pero ¿sabes?, ya hemos pasado por muchas Majas, eso ya no nos altera. ¿Recibiste mis postales?
-¡Sí, gracias! Veinte. ¡Me ha alegrado mucho!
–Falta una todavía -dice Paul, y mira fijamente cómo anochece allá afuera.
–La última era de México.
–Ahhh, entonces tiene que llegar todavía otra. Desde Santa Fe. Allí te escribí diciéndote que anticiparíamos el vuelo de regreso a casa. Y que me alegraba mucho, mucho de poder volver a verte.
Me mira largamente.
–Bueno ¿y? – pregunta luego-, ¿qué ha sido de tu vida?
–¡Me he divorciado! Y desde entonces tengo miedo a los hombres. No soporto que se me acerque ninguno. Me entra un pánico terrible inmediatamente.
–Eso lo comprendo -dice Paul muy serio-, pero me alegra lo indecible saber que ya no estás casada. ¿Sabes una cosa? Vamos a celebrarlo. Te invito. ¿Tienes tiempo? Conozco un restaurante hindú que es una maravilla. Iremos allí.
Aparcamos en un sitio cualquiera de la Rue de Sévres y caminamos a lo largo del Boulevard Montparnasse, en medio de la noche fría. No vamos cogidos de la mano. Paul respeta eso que dije. La nuestra es una amistad preciosa. Y mi deseo es que se mantenga así.
Ahí está el restaurante. Tiene un aspecto precioso. Decorado con muy buen gusto, con biombos tallados, columnas en rojo y oro, velas, luces suaves. Estamos de pie, en la puerta. Esperamos al chef. No hemos hecho reserva. Ojalá que consigamos una mesa. El lugar exhala un olor maravilloso a hierbabuena y a especias exóticas, a curry y a madera de sándalo; ¡aquí me quiero quedar! No quiero salir al frío de la noche.
¡Tenemos suerte!
Se acerca a nosotros una bella mujer hindú de tez oscura. Lleva un sari bordado en oro, tiene un punto rojo entre las dos cejas y el pelo negro recogido en una trenza gruesa. Nos saluda amablemente y nos conduce hacia la parte de atrás, en donde hay un reservado. Estamos nosotros dos solos allí. Después toma nota del pedido y nos trae unos cócteles con muchas frutas tropicales y zumo fresco de mango. ¡Está delicioso! Sentados uno al lado del otro, con una pequeña distancia entre los dos, como es debido, disfrutamos de nuestro reencuentro y hablamos de la amistad, que es mil veces mejor que el amor, ya que dura. La pasión en cambio, lo destruye todo.
¡Nadie quiere que suceda eso! ¡Y mucho menos nosotros!
–Me alegro tanto de estar otra vez aquí -dice Paul y levanta la copa.
Brindamos por sus planes, por mi éxito, por esta tarde tan hermosa y despreocupada. Y a partir de ahí, todo se sucede con una rapidez vertiginosa. Dejamos a un lado la copa. Nos miramos en silencio, largamente. Y de repente nos besamos. Todo sucede de la manera más natural. El beso es corto. Nuestros labios sólo se rozan durante una fracción de segundo. Pero es igual que una descarga eléctrica. Una corriente de energía se dispara de él hacia mí. Mi boca arde de pronto como el fuego, y con ella también mis mejillas, mi frente.
Me ruborizo como una niña pequeña. ¿Lo habrá notado Paul? Sí, lo ha notado. ¡Y se alegra mucho! Me sonríe, luego baja la mirada. El aire vibra repentinamente, lleno de promesas. Las velas arden con una luz más clara. El mantel resplandece como el oro.
La bonita mano de Paul está junto a la mía. ¡Tengo que tocarla! Los dos sentimos lo mismo. Ya nuestros dedos están entrelazados. La noche ha cambiado después de ese breve beso, y nosotros con ella.
¡Ya no nos atrevemos de pronto a mirarnos a los ojos! Se ha desvanecido la espontaneidad. No cruzamos ni una sola palabra hasta que se sirven los entremeses. Ahí están. Los miramos fijamente. Veo a través de ellos, escucho dentro de mí, miro hacia Paul. De repente le tengo entre mis brazos, mentalmente. ¿Qué es lo que pasa? ¡Ahora ya tengo fantasías eróticas en público! Me hallo recostada en su pecho. Me rodea con sus fuertes brazos. Acaricio mentalmente su cuerpo, sus caderas, su ombligo, su vientre… ¡alto! ¡Voy a parar, si no perderé el dominio de mí misma y me lanzaré sobre él! Sólo quiero amistad. ¿O no es así?
–¿Te gusta la comida picante? – pregunta Paul y pone delante de mí una taza con especias.
–¡Mucho! Sí. Sí. Gracias. ¡No! – Ya no sé lo que digo, tartamudeo. Me sirvo con la mano que me queda libre, ya que tni derecha se halla aferrada a la izquierda de Paul. Luego comemos, o mejor dicho, picamos algo, sin soltarnos.
Estarnos sentados muy juntos. Ya no sé cómo ha llegado a suceder esto. La distancia que marcaba el respeto ha desaparecido. Mi lado derecho me quema. Me encuentro pegada a Paul y él a mí. Respiramos al mismo ritmo. ¿Lo habrá notado ya toda la gente del local?
No. Los demás siguen comiendo alegremente. Evidentemente, estamos protegidos en nuestro reservado.
Aquí llega el plato principal. Curry con guisantes y coliflor. Espinacas con queso blanco. Como acompañamiento, lentejas rojas y un arroz aromático, basmati con almendras, coco rayado y uvas pasas. ¡Huele delicioso!
Paul reparte la comida. Comemos con una sola mano. A los que no comen carne, les basta con un tenedor. ¡La comida vegetariana es afrodisíaca! Ya se ve claramente en los animales. Los animales herbívoros son los que tienen más fuerza. La gente sólo piensa en los sementales ardorosos. En los toros bravos. En los rinocerontes. En los hipopótamos, en los enormes elefantes. ¡Esos pueden hacerlo siempre! ¡Durante días y días! Y antes que nada hay que pensar en los íbices, las gacelas, los ágiles conejos, las palomas incansables… ¡Auxilio! Mi fantasía se desboca.
Bajo la mirada hasta mi plato. Paul me oprime la mano. ¿Es capaz de leer los pensamientos? ¡Me pongo roja como un tomate! A Dios gracias con esa luz tan exigua, eso no se ve.
–¿Te gusta? – pregunta sonriente Paul. Asiento en silencio. Tampoco consigo ya estar sentada con tranquilidad. Para ser franca, sólo quiero una cosa, ¡irme a la cama con él! ¡Hundirme en su brazos y olvidarme del mundo!
Dejamos a un lado los tenedores a un mismo tiempo. Nos miramos. Durante uno, dos segundos. ¡Ya estamos uno en brazos del otro! Mi cabeza descansa en su hombro. Me tiene fuertemente abrazada, acaricia mi pelo. Su calidez. ¡Me siento completamente a salvo de todo! ¡Huele tan bien! Ahora su boca está junto a mi sien, junto a mi mejilla… ahora se acerca aún más… levanto la cabeza hacia él ¡Ahora!
¡Un maravilloso, largo, largo beso! ¡Por fin!
He esperado durante un año. O casi. Su lengua me acaricia, siento que me invade una debilidad total.
–Te amo -me susurra al oído.
Entonces volvemos a besarnos, sin fin, durante horas, así me lo parece, ya que de pronto la vela se ha consumido, la comida está fría, la mayoría de los clientes se han ido del restaurante. ¿Qué hora es? ¡Dios mío, las doce y media! ¡Y nadie nos ha molestado! Sí, eso es París. Los camareros nos han dejado solos. ¡Aquí se respetan los sentimientos como en ningún otro lugar del mundo!
–¡Deberíamos irnos! – dice Paul y me estrecha fuertemente junto a sí. Luego nos tomamos de las manos, esperamos a que vengan con la cuenta y nos mantenemos uno junto al otro, rodeados de una nube de felicidad.
De pronto siento que echo en falta algo. El pensamiento me asalta como un rayo: no me he visto humillada en toda la noche. Cuando entramos por la puerta, todas las mujeres se quedaron sentadas tranquilamente, ninguna vio en Paul al héroe de sus sueños, ni me deseó la muerte.
Paul no soltó mi mano en ningún momento. No dejó vagar sus miradas de conquistador, no desvistió con los ojos a ninguna, ¡no! Y ni la más mínima palabra alusiva a la bella hindú con el sari; enseguida afloran las lágrimas a mis ojos. Ya no estoy acostumbrada a que me traten bien. Paul sólo me vio a mí durante toda la noche. Conversó conmigo sin coquetear con otra disimuladamente. Concentró toda su atención en mí, me ha besado delante de todas esas personas extrañas. ¡Me dan ganas de gritar de felicidad! Vuelvo la cabeza, le miro radiante. Me da unos ligeros toques en la frente con la punta del dedo, dulcemente.
–¿Me tienes miedo? – Niego con un movimiento de la cabeza. Paul se pone serio otra vez. Toma mi cara entre sus manos, me mira largamente y me besa en la boca.
–Ahora ya no nos separaremos más -dice entonces-, vamos a permanecer juntos. ¡Si así lo quieres!
Lo he sospechado. Lo he sospechado. Aquella vez en el autobús. Y en Maxim's. Y aquella noche de solsticio de verano. Sabía que ese hombre me pertenecía a mí. ¡Y Paul también lo sabía!
No hice nada por reencontrarle. Pero la verdad es que cuando algo está predestinado, todo va como una seda. Cuando el destino así lo quiere, se encarga de reunir a uno en los lugares más imposibles, en cl momento más increíble, durante todo el tiempo necesario hasta que uno comprende. Y una vez que se ha comprendido, todavía falta mucho para que sea tarde. ¡Al contrario! ¡Es cuando todo comienza! Entonces le llega a uno la felicidad de todas partes. ¡Entonces suceden mil cosas buenas, se ve uno recompensado de todas las torturas pasadas y colmado de presentes! ¡Probablemente consigamos todavía la casa de Passy! Es probable que acepten nuestra oferta. Sí, me consta. Así será.
Paul revisa la cuenta. Quiero pagar la mitad, pero él me invita.
Tenemos ante nosotros una larga noche. ¡Una primera noche! ¡Una noche de bodas! En la vida, estas cosas ocurren raras veces. ¡Por eso hay que disfrutarlas incondicionalmente! ¡O mejor, aún no vamos a disfrutarlo! Mejor será que esperemos hasta el fin de semana. Sí. Es una buena idea. Hoy es demasiado pronto todavía. Hoy voy a dormir sola y voy a alegrarme de antemano con lo que vendrá. Ya que la alegría previa es una de las cosas más bonitas del mundo, como lo es el apetito antes de comer y las ansias de lejanía antes de emprender un viaje largo. La alegría previa es inconmensurable, todo lo embellece doblemente. ¡Cuanto más se anhela una noche de amor, tanto más grande es el gozo!
Abandonamos el local. Caemos uno en brazos del otro. Nos abrazamos fuertemente uno al otro. Nuestras piernas se tocan. También nuestras caderas. Por primera vez siento que mis fuerzas desfallecen.
–¿Me invitas a tu casa? – susurra Paul-, ¿o te espera alguien?
–¿No quieres venir el fin de semana? – pregunto con vacilación.
–¿El fin de semana? – exclama estupefacto Paul y me aparta-, ¡eso es demasiado tiempo! ¡Tengo tantas cosas que contarte, Tizia! Hasta el fin de semana habré olvidado lo que te quiero decir.
Una buena respuesta. ¡Tengo que grabármela!
A Paul le entra el pánico.
–¿Por qué el fin de semana? ¿Es que quieres deshacerte de mí? ¿Ya no me quieres? – Me toma por los hombros, me observa escrutándome.
–¡No es eso! Pero si te invito a mi casa sé muy bien lo que va a pasar. Querrás dormir en mi cama. ¡Y luego te abalanzarás sobre mí y me harás daño!
–¿Yo? – pregunta desencantado-, ¿por qué habría de hacerte daño? ¿Cómo se te ocurre pensar eso? Antes me arranco una mano que lastimarte. No lo dirás en serio… ¿acaso crees que soy un sádico?
–¡No! ¡Pero no me gusta que un hombre esté echado encima de mí!
–Eso lo entiendo -dice Paul- ¡no te preocupes, chérie!
–Nos ponemos a andar en silencio, muy abrazados, en medio de la noche invernal, fría y oscura. Nos detenemos frente a su coche.
Paul me deja en libertad. Acaricia mi pelo, me mira durante largo rato.
–No puedo irme ahora a casa -dice en tono serio-, no soy capaz de estar ahora solo. No te he visto durante seis meses. He pensado en ti todos los días. Y todas las noches. Te lo juro. No voy a hacer nada que tú no quieras. Dormiré en la bañera. Ni siquiera tomaré tu mano si no lo deseas. Pero no me despidas ahora. Tengo que estar cerca de ti.
Claudico en mi resolución.
–Tienes razón -digo-, somos adultos. ¡Ven conmigo!
Paul suspira aliviado. Luego me abre la portezuela del coche. Nos subimos a él en silencio.
–Por favor, ¿me indicas por dónde ir?
Carraspeo. Súbitamente me cuesta mucho hablar.
–Vas… vas hacia arriba, en dirección a l'Étoile. Luego te diriges a la Avenue Kléber y entonces entras a la derecha, en la Rue Copernic. – Estoy tan excitada, que mi voz tiembla-. Tengo una nueva cama con dosel -me oigo a mí misma decir entonces para gran sorpresa mía-, en esa cama no ha dormido aún ningún hombre. Tú eres, tú serás… tú serás el primero. Si quieres.
–¿Así que nada de bañera? – pregunta Paul de broma.
–La cama es cómoda -titubeo-, ¡pero sólo para dormir! – agrego.
–Claro, madame -dice Paul más serio que un difunto-, usted me ofende. ¡Soy un caballero! ¡Claro que sólo para dormir! ¿Qué pensaba usted?
Entonces arranca el coche ¡y comienza la noche más bella de mi vida!
iSe convierte en algo más que la noche más bella.
Se convierte en el principio de un época nueva, el punto final a dos décadas repletas de dudas, lágrimas, desconfianza, penas de amor, desgracias, celos y peleas.
Es el fin de todos lo temores que he arrastrado conmigo por mares y continentes, por países y ciudades, desde aquel fracaso que significó mi primer amor en Viena. Todo eso se acabó. ¡Ya nada de eso es cierto!
Sí. ¡Es verdad!
Hay épocas en la vida que baten todos los récords. Precisamente cuando ya nada se espera -de los hombres, del amor-, precisamente entonces es cuando el cielo abre sus esclusas y llueven de repente los regalos, igual que los táleros caídos de las estrellas en el cuento. Sólo hay que abrir las manos y ellas se llenan por sí solas. Todas las puertas se abren. Acuden a uno las personas adecuadas. Y súbitamente aparece el hombre al que se ha esperado siempre. Y todo concuerda:
No está casado. No tiene que pasar por ningún divorcio. Ni niños a quienes mantener, ni tiene un montón de deudas. Está sano. No es un borracho, ni un jugador, ni un mentiroso, ni un drogadicto. Le gustan las mujeres, sin por eso ser un mujeriego. Y si una se va con él temblando a la cama, también ahí resulta todo maravilloso. Es sensible, tiene una buena complexión, no es perverso, puede hacerlo durante horas enteras sin llegar a ser brutal, es tierno, comprensivo, apetecible. Tiene sentido del humor.
Después de la primera noche, sólo se quiere una cosa: a él.
Y una se pregunta asombrada cómo pudo aguantar tanto tiempo en este mundo sin el bálsamo de su presencia.
En mi primera noche con Paul no brilla la luna, en cambio, el cielo sobre París está cuajado de estrellas brillantes y en nuestros cuerpos amanecen nuevos soles. Esta primera noche arrincona en las sombras todo lo que pasé con Fausto. ¡Paul me tomó en sus brazos y me dejó convertida en una mujer nueva! ¡Sucedieron cosas increíbles, cosas que nunca pude imaginar que fueran posibles! Pero ya me estoy adelantando a los acontecimientos otra vez. Voy a contarlo ahora desde el principio, ¡como Dios manda!
Cómo llegamos a casa, eso ya no lo recuerdo.
El hecho es que llegamos -había un aparcamiento libre frente a la puerta- y ahora estoy aquí acostada en mi preciosa cama con dosel, y espero a Paul. Tiemblo de emoción. ¡La sangre me zumba en los oídos!
Miro fijamente los cuadros de mi padre: dos desnudos y un bodegón de gran tamaño, exuberante y de gran colorido. ¡Paul y yo! ¿Cómo será?
En eso sale del baño. Ajá, lleva puesta aún la ropa interior. En cambio yo ya estoy desnuda. Pero tapada. Hasta la barbilla.
–Como verá, madame -se mete en la cama sin rozarme-, sus deseos son órdenes para mí. ¡Estoy vestido para dormir y no me lanzo sobre usted!
–Es muy encantador por su parte. Merci, monsieur!
–Pues sí -dice Paul- porque resulta que hoy es luna nueva. ¿Sabe lo que eso significa? Que hay que romper con los malos hábitos.
-Ah, bon? ¿Quiere decir que en caso contrario me habría atacado?
-Bien súr -dice Paul-, ¡me contengo a más no poder! Bonne nuit, Tizia! ¡Que tenga dulces sueños!
Cierra los ojos y se queda muy quieto. Sus rizos negros rozan los míos rubios. Me incorporo apoyándome sobre el codo, y me quedo mirándole. Mi corazón late con tanta fuerza que las palmas de mis manos se humedecen. ¿Con cuál de mis malas costumbres debo romper? Supongo que con los cinco meses de abstinencia. Paul no se mueve, aunque también a él le cuesta lo suyo quedarse quieto. La manta que cubre su pecho sube y baja, agitada. Le acaricio la frente, suavemente.
Él abre los ojos.
-Darling ¿te das cuenta?… ¡estás en la cama con un hombre!
–¿De verdad? ¿Y?
–¿No sientes pánico? Lo digo porque tú les tienes miedo a los hombres.
–¡Gracias por recordármelo!
Pongo mis labios sobre los suyos. Nos besamos. Mis largos bucles caen en su cara, la cubren. La mano de Paul está a mi lado. Ahora va avanzando hacia mis pechos. Los acaricia con ternura, juguetea con los pezones.
–Ohhh -gemidos contenidos-, eres tan suave.
–Y tú tienes demasiada ropa encima -le susurro al oído. -Le petit slip? ¿Le molesta, madame?
–¡Efectivamente! Me agradaría que estuviese usted desnudo.
Patalea un poco, lanza a la alfombra la prenda blanca. – ¿Y ahora? – abre los ojos.
–¡Ahora la cosa se pone seria!
Caemos uno en brazos del otro y casi nos devoramos mutuamente. Un ansia contenida durante meses y meses no se conforma sólo con besos. Paul está junto a mí, tan excitado, tan duro, que me penetra sin la menor ayuda de su mano. Estamos unidos, repentinamente. Oh, mon Dieu! C'est bon! Estoy acostada de espaldas, coloco mis piernas sobre las suyas. Formamos una X. Paul penetra en mí totalmente. ¡Es absolutamente fantástico! ¡Ahora me ocupa de tal modo, que podría estallar! Enlazo mis brazos alrededor de su cuello llena de felicidad, y le beso. Él se apretuja contra mí, somos flexibles como gatos, nuestros cuerpos son uno solo, entre nosotros no queda ni un milímetro de espacio, somos un manojo de felicidad palpitante. Rodamos, nos contraemos, empujamos, nos deshacemos en voluptuosidad y locura.
-Tizia! Je t'aime!
Paul enseguida logra correrse al primer intento. No hay peligro. Se lo he dicho. Solloza brevemente, gime larga y fuertemente una vez, y sigue haciéndome el amor como si tal cosa, como si nada hubiese sucedido. Eso sí, se mueve con mayor lentitud. Aunque sólo al principio. ¿Cómo lo hace?
Tizia! I love you! I really do!
¿Es posible? ¡Ya nos amamos otra vez! ¡Y otra vez! Paul tiene tres orgasmos a pesar de ello, todavía puede seguir. Sin un intervalo. ¡Dispuesto en todo momento! Estamos enredados uno en el otro. Ya no sé dónde comienza su cuerpo y termina el mío. La verdad es que también me es completamente indiferente. Nunca había experimentado algo como esto de ahora. Traspasa todos los límites. Me eleva a una dimensión sublime. No hay ningún estupefaciente, ni tampoco ninguna visión erótica que logre este efecto. Éste es el acorde perfecto de dos cuerpos. ¡Esto es lo verdadero! Ahora lo comprendo. ¡Así es como lo ha planeado la naturaleza!
–Ohhh, esto sí que es bueno -dice Paul sin aliento, todavía unido a mí-, Tizia, tú eres mi salvación. ¡No te imaginas hasta qué punto lo necesitaba! Pero ahora, la próxima vez, te pertenecerá toda a ti. – Se retira de mí casi del todo, para luego volver a poseerme, ¡pero esta vez, despacio! ¡Con precaución! El movimiento es completamente diferente. ¡Antes era la fuerza física la que predominaba! ¡Ahora le toca el turno al placer artístico!
-Oh, darling! My beautiful little girl!
Paul está echado, apretándose fuertemente a mi espalda. Sus manos abarcan mis pechos como si fueran dos conchas. Penetra muy hondo en mi cuerpo y se retira suavemente. Sus movimiento son cuidadosos, igual que las olas rompientes en el océano, e igual de avasalladores. Hacia delante y hacia atrás. Hacia delante y hacia atrás. Nos balanceamos a su compás. Cada empujón es un choque ardoroso. Cada retirada, sin embargo, es de una dulzura infinita. Nunca hasta ahora había sentido eso de igual manera. Esa diferencia en el grado del placer, sí, el momento de la retirada es esplendoroso y a la vez como de hormigueo, lleno de un ansia salvaje por el siguiente empujón. Hacia atrás resulta casi más bonito. ¿Será posible? Para eso hay que llegar a los cuarenta y tres años, para poder sentirlo así. Pero Paul también lo sabe. Penetra en mi carne rápidamente, para abandonarla lo más lenta, lentamente posible. ¡De este modo me proporciona un placer indescriptible! ¡Me muero de alegría! ¡Amo a este hombre!
–¡Me haces tan feliz! – gime Paul.
También tú a mí, quiero decir, sin embargo he olvidado cómo emitir las palabras. Mi mente está allá abajo, donde se encuentran nuestros cuerpos. ¡Mis labios ya no me obedecen!
–Abandónate, darling, Alease -me susurra al oído Paul-, esto es sólo para ti. Para ti solamente. No voy a terminar. ¡Córrete, amada mía! ¡Córrete, Tizia! ¡Córrete, mon amour! ¡Te estoy esperando!
Entonces pone su mano entre mis piernas, en el lugar acertado. De inmediato se disparan en mí llamaradas refulgentes. ¡Hay que ver cómo sabe hacerlo, Santo Dios! ¡Hacia delante, y lentamente hacia atrás! ¡Hacia delante, y lentamente hacia atrás! Enseguida estaré a punto. ¡Pero, no!
¡No! ¡No quiero! No quiero ningún clímax. ¡Tengo miedo! ¿Miedo? ¿A Paul? Paul no puede torturarme como me torturaba Fausto. Y también pude sobrevivir a eso. ¡Y de qué manera! De repente siento que me ablando por completo. Me entrego. Dejo que pase conmigo todo lo que tenga que pasar. Paul se da cuenta y respira con dificultad. Deja la mano donde consigue hacerme sentir tanto placer, y comienza de nuevo a hacerme el amor. Me proporciona placer desde dentro y desde fuera. ¡Es tan bello! ¡Voy a morir!
Ahora cambia el ritmo. No se retira tanto, no, se queda muy dentro de mí, y se mueve en pequeñas y rápidas sacudidas y cada vez acierta en el punto más sensible. Está allí, dentro y fuera, donde se siente mejor. ¡Más! ¡Más! ¡Más! ¡Más! Cada empujón es una pequeña explosión. De pronto todo se vuelve de una claridad radiante. Cada empellón viene a ser como un salto a las alturas. ¡Hacia el sol! ¡Ardiente! ¡Estoy hecha solamente de placer!
¡Ahora! ¡Éste es el momento decisivo! Cede toda rigidez. Me despliego igual que una flor tropical. Estoy abierta totalmente. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Mi orgasmo es igual que la descarga de un rayo! Estoy flotando en medio de una luz brillante. Ardo en voluptuosidad. ¡Me diluyo!
-Oh, darling! Yes! -La voz de Paul me llega desde la lejanía. Apenas la oigo. La conmoción es todavía demasiado fuerte. Sobre mi piel se disipan aquí y allá, pequeñas chispas ardientes. Sigo disfrutando todavía. ¡Todavía me falta bastante para volver a la tierra!
Paul retira su mano. Vuelve a ponerla sobre mi pecho derecho.
-Ma chérie, mon amour! -¡Tres, cuatro empujones que dan en el blanco, profundos! ¡Ya está! ¡Ahora! ¡Este es su orgasmo! Grita, tiembla, hunde en mi cuello su cabeza de rizos negros, me oprime de tal modo que creo morirme. Luego comienza a llorar. ¡Llora y llora! Solloza en mi hombro. Beso sus manos, aprieto su cabeza contra mí. Después me desprendo de él y me doy la vuelta.
–¿Por qué lloras? – le acaricio igual que a un niño.
–Hacía tanto tiempo… tanto…
–¿Qué es lo que hacía tanto tiempo?
–¡Qué te esperaba! ¡Te amo, Tizia!
–¡Yo también te amo!
Nos besamos con ternura. Apoyo mi mejilla en la suya. Poco a poco se calma.
–¿Cuánto tiempo hace que no has estado con una mujer? – pregunto tras una pausa.
–¡Dos años!
–¿Dos años?
–Antes viví una vez cuatro años en castidad. Pero ahora ya no quiero.
Miro el reloj por casualidad. ¡Son las siete! ¿Las siete? Llegamos aquí a la una. Hemos hecho el amor durante seis horas. ¡No puede ser!
–¿Qué te pasa? – Paul ha observado mi mirada.
–¡Nos hemos amado durante seis horas! – digo en voz alta. Eso le gusta.
–Me muero -dice entonces-, tengo un hambre atroz. ¡Estoy desfallecido de hambre y de felicidad! – acaricia mi brazo desnudo.
–¡No me extraña! ¡En el restaurante no comiste nada! – ¡Tú tampoco! ¡Era más bonito besarnos durante horas enteras!
–¿Té o café? – me levanto de un brinco.
–Té. Pero, espera, Tizia. Voy contigo. Quiero ayudarte.
Volvemos luego a la cama cargados con una bandeja grande. Nos acurrucamos muy juntos y nos dedicamos a recuperar fuerzas. Paul se sirve solamente leche, nada de azúcar. Los croissants los unta sin embargo con bastante mantequilla. Es mi primer desayuno en esta cama con dosel.
–Tizia, tengo que decirte algo. ¡Nunca, con nadie ha sido tan hermoso como lo ha sido contigo!
–Eres un amante maravilloso. ¿Lo sabías?
–¡No! ¿De verdad? – levanta la vista sorprendido.
Le miro fijamente a los ojos.
–Seguro que no soy la primera que te lo dice.
–¡Pues sí! – suspira-, aunque la verdad es que nunca me he esforzado, ¿sabes? Con las mujeres siempre he tenido mala suerte.
–¿Por eso has vivido tanto tiempo sin relaciones sexuales?
Vacila.
–¡Sí! Pero además existía otro motivo. ¿Conoces la teoría según la cual la pérdida de esperma debilita el cuerpo?
–¿Y? ¿Es cierto eso?
–¡No, qué va! Es el engaño más grande. Se supone que si lo haces con demasiada frecuencia te vuelves agresivo. Irritable, no piensas en otra cosa más que en la cama. Te excitas a la menor alusión al tema, reaccionas mal con toda mujer, porque piensas siempre en lo mismo. Eso, supuestamente fortalece la creatividad, pero lo que en realidad sucede es que ya no te puedes concentrar en nada. ¡Tu pensamiento está ocupado todo el tiempo en ignorar tu deseo! ¡Ya te puedes imaginar cuánta fuerza requiere eso!
Suspira.
–Esos cuatro años no fueron una época feliz. Siempre me sentía deprimido. No tenía éxito. No avanzaba en la universidad. Por eso también tardé tanto en finalizar mis estudios.
–Entonces ¿cómo se sostiene todavía esa teoría? – quiero saber.
–Todo viene de una mala interpretación del Tantra -dice Paul-, ¿sabes lo que es el Tantra, verdad? El antiguo arte hindú del amor. Para enseñarles a los hombres tontos cómo llega en la cama una mujer a costa de ellos. El Tantra es el arte de mantener una erección durante largo tiempo hasta conseguir que la mujer tenga un orgasmo. ¡Ese era el meollo del asunto!
–¿Y?
–Es algo que desde entonces ha caído en el olvido. En este planeta las cosas son así: tú fundas algo, pero apenas te has muerto, se lo lleva todo la corriente. Los descendientes siempre son más tontos que los fundadores. ¡Lo primero que olvidan es la causa! El alma de una enseñanza. ¡El porqué! De ahí la idea descabellada de la pérdida del esperma. Y conozco a algunos seguidores del Tantra, que afirman que tampoco la mujer debe tener orgasmos. Con lo cual, todo el asunto no tiene sentido y es llevado ad absurdum.
–Gracias a Dios que no perteneces a ese círculo, si no me sentiría ahora totalmente frustrada.
–¿Y de esta manera? – me pregunta ofreciéndome un trozo de croissant. Doy un mordisco. Le sonrío.
–Me siento mejor que nunca. Podría llorar de felicidad.
–Yo también. – Come lo que queda del croissant, luego me besa brevemente.
–¿Cuándo pensaste en mí por primera vez? – pregunto después de un rato, cuando ya hemos terminado de comer y la bandeja ya está sobre la alfombra-, ¡quiero decir, como mujer! ¿Fue después de la noche del Maxim's?
Paul ríe y me rodea con su brazo.
–¡Mucho antes! No vayas a enfadarte ahora conmigo. Fue enseguida, la primera vez. ¡Después del recorrido en el autobús! ¿Sabes? cuando un hombre se encuentra con una mujer que le excita como lo hiciste tú, cuando vuelve a casa, piensa en ella y juguetea consigo mismo hasta alcanzar un oorgasmo. Lo intenté, pero no funcionó. De cualquier modo, no resultaba. Luego, por la noche, volví a pensar en ti, intensamente. ¡Sólo a pensar! ¡Y se mojó toda la cama! – Se ríe-. Me puse a imaginar cómo estarías sin el vestido que llevabas puesto. ¿Lo recuerdas? Era rojo con lunares blancos. Eso fue suficiente.
–¿Y? ¿Cómo estoy? ¿En la realidad? ¿Soy tal como me habías imaginado? O te sientes decepcionado?
–¿Decepcionado? Te he visto tal y como eres. ¡Concuerda cada detalle! Antes, cuando te he visto desnuda por primera vez, he pensado: «¡no puede ser! ¡Es realmente tan hermosa como la concebí en mi fantasía!».
–A mi marido le parecía demasiado poco exuberante. Los pechos demasiado pequeños. Y el trasero, demasiado plano.
–Ese estaba ciego -dice Paul en tono seco-, tienes unos pechos muy bonitos, ¿sabes? ¡Y las piernas, además! Tienes unos tobillos muy finos. ¿Y sabes qué otra cosa tienes? ¡Algo que rara vez se encuentra! ¡Unas rodillas preciosas! No como platos, como la mayoría de las mujeres, sino delicadas y elegantes. ¡Eres grácil como un ciervo! ¡Podrías hacer de modelo y pasar trajes de baño de alta costura! – echa hacia atrás la manta y empieza a besarme las piernas. Yo le acaricio su negro pelo rizado.
–Tengo que decirte algo, Paul. ¿Me escuchas? Tengo catorce años más que tú.
Él levanta la cabeza.
–Lo sé -dice en forma concisa. – ¿Cómo lo sabes?
–Por una revista americana. Ganaste un premio, por unos cubiertos de mesa. Salía publicada una fotografía tuya y un breve curriculum vitae.
-¿Y?
–¿Qué quieres decir con ese «y»? – se aparta de mí un momento, se levanta, rebusca en su ropa y regresa con su portamonedas.
–¿Te chocó?
–Qué va -dice muy serio-, ni por un momento. A mí no me gusta nada lo rápido, lo barato. A mí me interesan las personas maduras, inteligentes. ¡Quiero aprender de una mujer! – se sienta en el borde de la cama-, ¡dime, Tizia! ¿La conoces?
Saca un recorte de periódico y me lo muestra. Es una fotografía mía -no la mejor-, que al imprimirse ha sufrido un daño adicional, ¡pero me siento conmovida!
–Siempre la llevo conmigo -dice Paul-, ¡para no olvidar lo bonita que eres! – Entonces toma mi mano derecha y pone algo dentro de ella-. Te he traído esto.
Es una cosa pequeña pesada y fría. ¿Qué podrá ser? Llena de curiosidad abro la mano. Oh, lá, lá! Ésa sí que es una sorpresa. Hacía tiempo que deseaba algo así. ¿De verdad me lo regalas?
–¿Sabes qué es? – pregunta Paul de buen humor.
–Un nugget. ¿De dónde lo has sacado?
–De California. De un rancho. Allí tienen un río que arrastra oro.
–Parece una uva pasa recubierta de chocolate.
Paul se ríe.
–¿Sabes por qué lo compré? El oro tiene el mismo color que tu pelo.
–Es cierto -digo sorprendida-, ¿te has acordado de eso?
Asiente con la cabeza.
–No olvido nada de lo que tiene que ver contigo. Todavía recuerdo cada palabra que cruzamos antes de mi partida. En julio. ¡Fue la noche del solsticio de verano!
–¿De verdad? – Pongo su mano junto a mi mejilla. Luego beso cada uno de los dedos.
Me mira en silencio.
–Estoy tan contento de estar aquí otra vez -dice entonces- ¡te he echado tanto de menos! No tienes ni idea de lo solo que me he sentido, sin ti.
–Pero con tu padre te entendías bien.
–¡Estupendamente! Sólo que no se puede comparar. No es tan suave como tú. Y no se le puede besar. – Enlaza sus brazos en torno a mí y ya le deseo otra vez de tal manera que me produce dolor. Nos confundimos uno dentr f del otro. Mi corazón se detiene. ¡Dios, qué placer! ¿Por qué será tan bonito? ¿Y qué sucede conmigo? ¿Qué es lo que me acalora así? Nunca hasta ahora lo había sentido. ¿Cómo expresarlo con palabras? Por quinta vez hacemos el amor. Y cuando todo ha pasado y estamos acostados uno al lado del otro, felices y fatigados, son las ocho de la mañana. Viernes. Y amanece.
–¿Vas a viajar a Normandía? – pregunto a Paul, que juguetea con mis rizos, con el pensamiento ausente.
–Jamás en la vida. ¿Y tú? ¿Vas a ir al trabajo?
–¡Ni en sueños!
–¿Puedo quedarme una semana aquí contigo? – pregunta Paul.
–¡Por supuesto! ¡Quédate todo el tiempo que quieras!
-Sweet darling! -Paul se levanta, me besa en la boca-, voy a llamar por teléfono a mi padre. Desde el salón. Enseguida vuelvo.
Mejor lo digo de una vez. Permanecemos diez días seguidos en la cama. Hasta el domingo, último día de enero. Se convierte en la noche de amor más larga de toda mi vida. Nunca antes con ningún otro hombre he alcanzado tales alturas. Llamo a Gloria y me tomo una semana de vacaciones. Desconecto el teléfono. Estas horas son demasiado valiosas. En un caso así, incluso al trabajo hay que darle una tregua. Sí, he aprendido eso a mis cuarenta y tres años. Más adelante se acordará uno siempre de días como estos. Y con mayor razón, ¡de las noches!
No es fácil volver a ser tan feliz. Además, de lunas de miel como ésta se saca una fuerza tal, que a veces alcanza para toda una vida. Y en lo que se refiere al trabajo, lo recuperaré. Esa debe ser mi preocupación menor.
Vuelve Paul.
–Todo ha quedado aclarado. – Está desnudo ante mí. Le abrazo por las caderas. Su cuerpo es como si fuera mío. Me es completamente familiar. Y tampoco él se avergüenza delante de mí.
–Quédate tal como estás -ordeno, y examino esa cosa bonita que me hace tan feliz. Es de un tamaño bastante grande, gorda y firme, y su longitud es perfecta. Algo doblada. Se asoma audaz. Me froto la nariz en ella. En la parte inferior es clara. Hacia arriba se vuelve de un color rosado. Y hacia la punta serpentean alegremente pequeñas venas azules, y la punta misma se ve elegantemente arqueada, brillante, lisa, como un fruto tropical maduro. O como un redondo melocotón sacado de una lata de conservas. Sí, en la boca se siente el parecido.
Paul gime en voz alta.
–¡Para, Tizia! De lo contrario va a ocurrir una catástrofe. ¡Detente! ¡Si no, enseguida estarás totalmente mojada!
–¡No importa! – cojo con la mano esa valiosa pieza, retiro la piel y jugueteo con la lengua alrededor de ella.
–Eso no se hace -dice Paul, retira mis manos y levanta mi cabeza-, déjalo. Prefiero volver otra vez a la cama.
¡Qué puedo decir!
Paul no cambia cuando está acostado. No hay necesidad de ello. Levantado es igualmente un verdadero tesoro. Es tan tierno, que duele al principio. He estado sola durante tanto tiempo, que necesité que pasaran dos días hasta llegar a comprender que soy yo a quien aprieta contra su corazón y a la que besa y mima, que la mala racha ya ha pasado y que no volverá nunca más.
Hacemos el amor por sexta vez. Luego dormimos hasta las cuatro de la tarde. Paul hace la comida. Hay espaguetis y ensalada. Yo me siento frente a la mesa de dibujo y diseño los planos para Normandía. Me vienen miles de ideas, más que de costumbre, pero en cuanto veo que Paul ha acabado en la cocina, lo dejo todo y me voy con él. Desde hace tiempo, el trabajo está en segundo plano.
La comida está riquísima. Nos lo comemos todo. Estamos más hambrientos que nunca. ¡E inmediatamente después nos sentimos tremendamente cansados! ¡Tenemos que regresar a la cama urgentemente!
¿Dónde se hace mejor la digestión? Entre suaves sábanas, ¿o no? Charlamos, reímos y reímos con risas ahogadas. Nos estrechamos con los brazos y hacemos el amor por sép ima vez. Y de nuevo, al atardecer. Y luego a media noche todavía estamos despiertos a las tres de la mañana. Comemos bocadillos de queso y pastel, luego hablamos hasta las seis. – Ahora sí que hay que dormir, definitivamente -ordena Paul y apaga la luz.
–No, por favor -le digo. La enciende de nuevo. Quiero verle, saber que está aquí, a mi lado. ¡Paul! ¡No Tommy, Fausto, Bob o Brice!
Paul da vueltas en la cama. Hacia el lado izquierdo. Hacia el lado derecho. En las últimas veintinueve horas hemos hecho el amor nueve veces. ¡Tendría que estar totalmente agotado! Paul gime de tal manera que me parte el alma.
–¿Estás cansado? – pregunto por fin.
–¡Sí!
–¿Puedes dormir?
–¡No!
Se apretuja contra mí. ¡Su pene está duro como una piedra! ¡Conque así estamos! Bueno. Extiendo la mano y lo cojo, me doy la vuelta de lado y lo sostengo junto a mi vientre. Paul me abraza, me aprieta, ya siento cómo esa cosa prodigiosa me proporciona nuevos placeres.
¡Ignoro durante cuánto tiempo nos amamos! Tengo un orgasmo, Paul dos. Después nos quedamos tendidos ahí, completamente extenuados.
–Ahora sé cómo es cuando una mujer vuelve loco a un hombre -dice Paul y bosteza a gusto-, pero mon amour, ¡haz lo que quieras conmigo! Como si quieres matarme. ¡Me parecerá bien!
–¿Yo? ¿Por qué yo? ¡Tú eres el que ha dicho que no podía dormir! – Nos reímos con risa ahogada, como dos conspiradores.
–¿Ya te duele? – pregunta Paul después de un rato. – ¡No! ¿Y a ti?
–¡A mí tampoco! Pero mi cuerpo se siente bastante confuso. Del cero al cien. Antes, cuando estaba en la cocina, sabes, por momentos me temblaban las rodillas. ¡Pero es extraordinario! – Me mira radiante-. No puedo quitar las manos de tu cuerpo -y me estrecha contra su corazón.
–Sabes -interrumpo el silencio-, tengo algo que decirte: me ha salido un sol en la tripa.
–¿Desde cuándo?
–Desde anoche. Desde la quinta vez. Después de que me regalaras el nugget.
–¿Pues sabes qué? – dice Paul con una voz rara-, ¡a mí también!
–¿A ti también? – Nos miramos de hito en hito. Luego nos incorporamos.
–¿Ya te había pasado eso alguna vez? – pregunto fascinada. Paul niega moviendo su oscura cabellera rizada.
–Queda justo entre el ombligo y el vello -le muestro el lugar, me arde, ¡pero es algo increíblemente bueno!
–Igual me pasa a mí. – Paul inclina la cabeza.
–¿Será normal? – pregunto-. ¿Un sol en la tripa?
–Seguramente, no -dice Paul y besa los pezones de mis pechos-, ¡pero tampoco nosotros somos normales! Grace á Dieu!
Ya estamos de nuevo abrazados y hacemos el amor por duodécima vez. ¡Breve y dulcemente! Después, Paul cae finalmente en un sueño profundo; la verdad es que ya es hora.
Estoy acostada, agradablemente cansada, recostada en las suaves almohadas blancas y disfruto del mundo que me rodea. Admiro mi dormitorio. Causa la misma impresión que un jardín encantado. Nunca antes me había parecido tan bonito. Las cortinas producen un efecto aún más precioso si cabe. Los cuadros son de un colorido más intenso. Las plantas, más grandes y más verdes, y las ramas de las palmeras brillan como bañadas por la luz de la luna. Sin embargo, la luna está muy lejos. Y se ve pequeñísima. Apenas se la divisa ya en el cielo de París. ¡Sí, es cierto! ¡Todo se ve diferente en una noche de amor!
El aire se siente pesado como un perfume. Nos rodea como un bálsamo. Ha cobrado forma de repente. Nosotros hemos cargado el aire, Paul y yo, con nuestros besos salvajes, con nuestra felicidad, con las palabras dulces que encontramos para el otro. Hemos empapado el aire con una fuerza erótica. Lo hemos despertado a la vida, como ha hecho el sol en mi vientre. Por eso en las noches de amor todo es diferente: la intimidad de la habitación, las plantas, hasta uno mismo. Porque en este aire se vislumbra algo más. Se percibe la belleza de todas las cosas. El embrujo que las envuelve. Y el misterio de la vida que se esconde detrás de cada hoja verde.
Me incorporo en la cama, feliz, con cuidado, para no despertar a Paul, que duerme muy apretado a mí. Respira tranquilo y satisfecho. Deposito un dulce beso sobre su hombro desnudo. La piel está caliente, confiada. ¡Huele tan bien! No. El amor no es ciego. Agudiza la vista. Ya que de repente me consta: este hombre me lo ha enviado el cielo.
¡Diez días de absoluta felicidad! Cantamos y reímos, dormimos mucho. Comemos mucho. Andamos desnudos por la casa. Hay una buena calefacción y en la casa hace calor, como si fuera el paraíso. Si no estamos en la cama, nos tomamos de las manos constantemente. Si yo dibujo, Paul está sentado a mi lado, y lee. Tan cerca de mí, que nuestros hombros, nuestros muslos o los dedos de los pies se tocan. Si cocinamos, estamos muy cerca el uno del otro. Cuando estamos comiendo, pone su mano sobre mi pierna. La mía descansa sobre su rodilla derecha. Le quito las migas de pan que han caído en su ombligo, con un pincel de pintor. Él corta un pastel y me mete en la boca unos buenos bocaditos. Yo le paso el secador de pelo por sus espesos rizos negros. Luego le beso en el cuello. Ya estamos otra vez acostados en la cama y nos amamos como si fuese la primera vez.
El martes, veintiséis de enero, ya no queda en casa nada para comer. Sacamos fuerzas de flaqueza y salimos de compras; ¡pero el mundo exterior nos lastima! Todavía no soportamos a los demás. La ropa y los zapatos nos resultan muy incómodos, también los abrigos son demasiado pesados. Regresamos cargados hasta los topes.
–Por fin, de nuevo en el paraíso -dice Paul. ¡Nos arrancamos la ropa del cuerpo!
Sólo ahora que nos estrechamos cariñosamente en los brazos el uno del otro, piel con piel, sólo ahora que nos tenemos y nos besamos, el mundo vuelve a ser luminoso.
Los planos quedan terminados el jueves. Los envío a Normandía. Paul me acompaña hasta la puerta de la casa.
–Voy a Correos rápidamente -digo-, esto es para tu padre. Enseguida estaré de vuelta.
Asiente con un movimiento de la cabeza. A mi regreso todavía está en el vestíbulo, no se ha movido del sitio.
–¿Qué sucede? – le pregunto, asombrada.
–De golpe te habías ido -dice Paul distraído-, era una sensación extraña. De pronto no había luz. He mirado durante todo ese tiempo fijamente a la puerta y he esperado a que vinieras.
No salimos de casa los últimos cuatro días. Hacemos planes para el futuro. Que vamos a seguir juntos, eso está claro. Nos asomamos a la ventana horas y horas, contemplamos los estanques, porque Paul, al igual que yo, ama a los animales. Está haciendo mucho frío en París. Desde el pasado viernes se acercan a nosotros patos salvajes. Dos patos machos y seis hembritas. Los estanques se han helado por completo. En el agujero de agua que ha quedado libre, nadan los patos, beben las gaviotas y, luego, todos se limpian unos a otros sobre el hielo. Es un cuadro encantador. Los animales son valientes y están contentos. Ignoran el frío. Sus plumajes son tornasolados. Son hermosos, viven, no se quejan. Saben que en cualquier momento llegará la primavera, vendrá el deshielo, la época de caza habrá pasado y todo estará bien.
A Paul le agradan las gaviotas, pero estamos enamorados de los patos. Son fuertes, graciosos, valientes y hacen prevalecer sus derechos. Alrededor del estanque grande, por debajo de mi dormitorio, hay una barandilla metálica, hecha de un tubo de hierro flexible. Allí pernoctan las gaviotas, sus garras rojas se aferran al metal. Los patos descansan acurrucados en el borde del estanque, y parpadean pensativos, mirando hacia lo alto. Durante todo un día han estado así.
El sábado, sin embargo, los patos machos volaron al iba, al tubo, donde se encuentran los mejores asientos, empujaron para hacerse sitio a las gaviotas, y luego les siguieron las hembritas. Cuando se hizo de noche, ya habían aprendido a sostenerse en la barandilla con las aletas nadadoras. A veces se caía alguno, pero enseguida volvía a volar a lo alto de ella. Y hoy, domingo, están todos arriba, tanto lo patos como las gaviotas, sin caerse, orgullosos, sintiéndose importantes, atareados, y nosotros nos morimos de risa.
–Ves -dice Paul-, una voluntad férrea se impone. También nosotros tenemos aletas, tú y yo, y no garras. ¡Nosotros nos vemos impedidos por un exceso de sensibilidad! ¡Sí! Sufrimos por aquello que a otros les causa risa. Y a pesar de ello, llegamos muy arriba, y además nos mantenemos allí. Exactamente igual que los patos, voilá! – Y me estrecha fuertemente contra su pecho, porque la despedida está cercana. Qué extraña sensación es ésta: Paul se va de viaje. Volveremos a vernos, sin embargo, el próximo fin de semana. Con toda seguridad. En París, en Normandía, quizás incluso ya el jueves. ¡Y vamos a llamarnos por teléfono todas las noches!
–Tizia -dice Paul y me observa con sus hermosos ojos oscuros-, has hecho de mí un hombre feliz. Me has sacado de la desesperación más profunda, para entregarme la felicidad más grande. Eres para mí lo más querido de este mundo, mi única felicidad. Ya no puedo vivir sin ti. ¿Me juras que te quedarás conmigo?
Caemos uno en brazos del otro, nos besamos durante largo rato. Y luego emprende el viaje de regreso a su casa.
Paul se ha ido. Y durante el resto del día es como si estuviera en trance. Me dedico a escuchar canciones de amor, llena de felicidad, mirando al vacío. Mi cuerpo arde. ¡Estoy llena de energía! ¡Escucho dentro de mí, donde todo ríe y baila, estoy llena de una alegría salvaje, podría morir de felicidad!
A la mañana siguiente salto de la cama. Me siento invadida por el entusiasmo. Y así se mantiene mi ánimo durante el resto del día. Se ha realizado un milagro. ¡Amo! ¡Sin embargo, no sufro!
Esta vez no anda de por medio el dinero. Ni hay una amante. No hay nada turbio que se esté fraguando en la oscuridad. Brilla el sol. El horizonte está limpio y diáfano. Me baño, me peino, tomo café con leche. Después me visto: un traje de chaqueta blanco ribeteado en color rosa en las mangas y en el reborde de la falda. Voy a llevar al joyero el nugget. Le encargaré que lo engaste y lo llevaré colgado de una cadena.
Y para Gloria voy a comprar un maravilloso y gran ramo de flores, de muchos colores. ¿Qué tal tiempo hará? Miro por la ventana. Ha empezado a llover. Los estanques comienzan a deshelarse.
Me envuelvo en un abrigo azul. Cojo un paraguas de muchos colores. Salgo de casa. Me siento absolutamente… increíblemente… ¡dichosa!
Y esta vez, lo sé, ¡voy a seguir así! He seguido siendo feliz. Durante treinta y tres años. Ya ha transcurrido todo ese tiempo. Apenas puedo creerlo.
Se han hecho realidad mis esperanzas más audaces. Tanto en el terreno profesional corno en el privado. Tengo setenta y seis años de edad y en toda Francia soy una persona conocida. Nunca tuve el éxito que tengo ahora.
He llegado a ser una figura señera. Lo que tan sólo unos pocos consiguen a lo largo de toda una vida. Me llegan visitas continuamente, me piden consejo, apenas puedo librarme, tantos son los encargos que me traen a casa. Me hacen entrevistas, me hacen la corte, sería fácil para mí aparecer todos los días en televisión. La prensa y la radio dan información de mí. Mis diseños están en todos los museos. He ganado tantos premios que ya he perdido la cuenta. Doy conferencias, seminarios, viajo, dirijo la empresa, mi actividad es mayor que nunca.
Me va increíble, excitante, desvergonzadamente bien. Todas las puertas de París se me han abierto. Sí, los franceses me llevan dentro de su corazón. ¡Pero también yo a ellos!
Resultan conmovedores en su fidelidad. Cuando aman a alguien, aman por entero. ¡Para toda la vida! No por una temporada. Puede uno volverse feo, malo, con una joroba o con bocio, para ellos uno sigue siendo la persona más bella, hasta el día en que se cierren los ojos para siempre.
¡En otros países eso no es así!
Allí se alcanza pronto la fama. Y con mayor rapidez aún se produce la caída. Con frecuencia, la persona es aclamada con entusiasmo y pisoteada con desprecio, todo ello encuestión de sólo un año. En Francia cuesta llegar, a veces décadas. ¡Pero una vez que te quieren, ese amor perdura!
También es verdad que doy lo mejor de mí misma. ¡Sin cesar! No proyecto para impresionar o para resultar original por todos los medios. ¡Yo diseño belleza! No me gusta lo que considero que no llega a merecer ese calificativo. Y cuando un bosquejo no sale perfecto, lo desecho. Sin embargo, con cada diseño que me sale irreprochablemente bien, con cada silla, cada mesa, cada vaso, cada tela, cada alfombra, cada habitación, he contribuido a que el mundo sea un poco más bello. Y me siento orgullosa de ello.
Y algo más se ha cumplido.
El deseo de seguir pareciéndome a mí misma. Apenas he cambiado de aspecto. Soy la que siempre fui. Soy de figura grácil, elegante, me veo lozana y me mantengo en mi peso. Tengo hilillos de plata en el pelo. Aunque eso, en las rubias, apenas estorba. Sigo una dieta muy saludable y eso vale la pena. Nada de carne. Y no fumo.
Resultado: Nunca estoy enferma. Ni gripe, ni catarro, ni cáncer, ni enfermedades del corazón, ni gota; sí, incluso me he salvado de tener varices. Mis piernas siguen siendo bonitas, mi piel es luminosa y suave, estoy sana y llena de energía.
Y me siento joven. ¡Y con razón! Ahora, en el umbral del siglo veintiuno, se ven las cosas de un modo diferente al de antes: ¿no han constatado los investigadores el hecho de que nuestras células están programadas para una vida de ciento cincuenta años? Asimismo, nuestros corazones podrían latir durante trescientos años. ¡Moisés llegó a tener ciento veinte! Hoy en día existen muchos individuos que alcanzan esa edad. Hay que ver lo joven que parece una persona de setenta y seis, vista desde esta perspectiva. Sí, por fin vivimos más tiempo. La gente centenaria ya ni se enumera. Con cincuenta años se es casi un niño todavía. Y a los sesenta, falta mucho aún para ser considerado un viejo.
Hoy en día tenemos mucha más disciplina. Se come poca comida a base de carne, cada vez hay menos personas que se busquen la muerte con el veneno de la adicción. También hay un mayor sentimiento religioso. El cuerpo es algo precioso, no impuro y malo. Es templo de Dios (no obra de Satanás). Y el amor es sagrado. ¿No es acaso el que mantiene a la persona joven y sana?
Paul y yo todavía a estas alturas, solemos tener de vez en cuando un sol en la tripa. Cuando regreso de un largo viaje, ¡es una fiesta cada vez! Paul apenas ha cambiado. Todavía es un hombre guapo, delgado y de maneras suaves. También él tiene mucho éxito. Es famoso por sus flores, árboles, matas, orquídeas y cactus. Y además cultiva las mejores hortalizas, las mejores frutas, que ya casi no se consiguen en ninguna otra parte.
Paul no quiso tener niños. Miriam mientras tanto, ha tenido tres. Por ese lado la descendencia está asegurada, y -con toda honestidad- no he echado de menos a los niños. Paul me bastó desde un principio. Él es mi amante, mi amigo, mi marido, mi hijo. Es también mi hermano, mi hombre de confianza, la niña de mis ojos.
La convivencia resulta mucho más fácil cuando no hay niños. Somos el uno para el otro, no hay nada más. Fausto fue un entreacto solamente. Dos años de mi vida. Con Paul en cambio, ya he pasado tres décadas felices.
¡Ay, mi vida es maravillosa!
Recuerdo el pasado: ¡desde que conocí a Paul todo ha sido hermoso! Gloria y yo recibimos por aquel tiempo la casa en Passy. Hoy sigue siendo el centro comercial de la empresa. La producción, los estudios, las oficinas, sin embargo, están aparte, en Normandía. Dirigimos juntas los negocios durante diez años. Luego, Gloria se fue a América con George. Ella tiene ahora noventa y un años. Y todavía está llena de curiosidad y energía. Justamente se encuentra ahora en Bali. Visitando a nuestros proveedores. Sus cartas contienen cantidad de ideas, están llenas de bosquejos, muestras de telas, diseños, y sé que será así por mucho tiempo, todavía Gloria siente la alegría de vivir. Supongo que llegará a los ciento veinte años.
Así que desde hace veintitrés años, dirijo la empresa yo sola. Y la llevo a mi manera. El trabajo que a uno le gusta hacer ayuda a mantenerse joven. En cambio las especulaciones que entrañan un riesgo, acortan la vida. ¡En cuántas ocasiones me han ofrecido hacer negocios sumamente arriesgados! Siempre me negué a ello. Siempre me decidí por aquello que me permitiera dormir tranquila. Hacía alguna ampliación solamente cuando podía realizarla sobre una base saneada. Ahorraba. Y si había dinero disponible, compraba. Ni un día antes. Lo que ganaba era mío. No del banco. Por eso no tenía que sentir temor por los malos tiempos que pudieran venir. Por eso el trabajo no me enfermaba nunca.
Además, existía un ejemplo desalentador: Fausto y Odile. Inmobiliaria Apoll. Gloria y yo seguimos de cerca el progreso, con verdadera curiosidad: oficinas elegantes en los Campos Elíseos, secretarias, telefonistas y demás personal. Ya sólo se agenciaban palacios, costosas casas de campo. O pisos enormes en París. Odile no tenía intención alguna de negociar con casas por debajo de los trescientos metros cuadrados.
Pero después vino el estancamiento. Los precios eran demasiado altos, nadie compraba nada, y los dos tuvieron que abandonar sus sueños de lujo.
Del resto se ocuparon los altos créditos bancarios.
–Menos mal que estás divorciada -me dijo en aquel entonces Gloria-, tengo la terrible sospecha de que van a ir a la quiebra.
–Como el amén en la oración -consiento-, Fausto y el dinero. ¡Adiós, muy buenas! Yo lo ganaba, él lo gastaba. ¡Ahora ninguno de ellos gana nada! Pero los dos siguen jugando a ser multimillonarios.
Tuvimos razón. Fausto quebró tres años después de mi divorcio.
Pobre tío Cronos. Hoy todavía debe de estar revolviéndose en su tumba. Y eso no fue todo. Poco tiempo después de la quiebra, que conmocionó a todo el ramo, vino el segundo escándalo: fue detenido el hermano de Odile. El hombre del sombrero. El desaeado rubio de la barba. Salió publicado en todos los periódicos. En la casa que había comprado Fausto, en la parte de atrás, en aquella habitación de la apestosa chimenea, administraba una oficina ilegal de apuestas.
El restaurante solamente servía de fachada. Por lo visto, había ganado millones. Y los había dilapidado. Ya que, además, era ludópata. Por eso estaba tan entrampado ya entonces, cuando aún estaba yo con Fausto.
Sea como sea (eso lo supe por Flore), el caso es que Melina era la amante del hermano de Odile. Lo fue durante muchos años. Y la flaca aquella de los cabellos negros que le sirvió las ancas de rana a Fausto, ¡era su mujer! ¡Y además había también una amiguita que participaba en el asunto! Chapeau! Por lo visto, se llevaba bien con todas ellas. Durante años y años. Pero ¿qué se puede decir? Nació aquí. Sabe cómo se hacen estas cosas.
Para no silenciar nada, el café Apoll languidece. Por cierto, papá Hermés llegó a cumplir cien años y se mantuvo activo hasta el final. Pero ahora es Helios quien está al frente de todo: enseguida recurrió a los créditos. Amplió el tostadero de café, construyó nuevas oficinas, ¿y qué pasó? El consumo de café bajó a nivel mundial, ¡y ahora se encuentra en la estacada! Según dicen, ha incorporado en la empresa a Cosma. Parece ser que ella vale. Eso dicen en los círculos del ramo.
Fausto nunca se llegó a casar con Odile; ¡cosa rara, pero cierta!
Sigue liado con ella, pero ahora tiene una esposa rubia, llamada Hortense. Es diseñadora, tiene mucho talento. En este momento los dos se encuentran en aquel punto donde yo lo dejé: con garconniéres pequeñas, que son renovadas y luego revendidas.
Hortense es muy competente. Es cliente mía. Me resulta simpática y siento pena por ella. Sólo tiene cincuenta años y mantiene a todo el clan: Fausto, Odile y los hijos, ¡es fantástico cómo se las arregla con todo! Pero ella es francesa y tiene la sartén por el mango.
Fausto pasa a verme a veces. Sigue siendo todavía un hombre apuesto: alto, con el pelo desgreñado y los ojos azules. Sólo que ya no lleva trajes hechos a medida. Ahora se viste como un artista que recorre el mundo. Pantalón bombacho de color azul. Botas altas de cordón, negras. Una camisa clara, un chaleco tejido a mano, de varios colores, con botones de plata. Y por encima, una levita azul, al estilo de los deshollinadores. De su bolsillo superior asoma una pipa. Le sienta bien.
Es extraño. Siempre que le veo, me alegro. Siento que me es familiar. Nunca nos hemos separado del todo. Y ahora, después de todos estos años, ahora que me siento más fuerte debido a Paul, que está detrás de mí igual que una roca frente al oleaje, veo muchas cosas de un modo más indulgente.
Sí, de pronto me parece bonita esa constancia típicamente francesa, esa fidelidad hacia aquellos a los que se quiere. De pronto me agrada que no decaiga ese apego, esa lealtad, sin más ni más, por el hecho de que aparezca otra mujer. Fausto tampoco me habría dejado plantada a mí. Eso me consta ahora. Durante toda la vida hubiera tenido un derecho sobre él,… ¡pero como la número dos!
¡Pero yo prefiero ser la número uno!
Fausto ya no anda en Rolls-Royce. Tiene un pequeño Renault blanco. La Casa de los abetos todavía le pertenece, sin embargo. Dice que debo ir a visitarle allí. Pero no tengo tiempo.
¡'Tengo otras cosas que hacer!
Tengo la sensación de comenzar ahora realmente. Aún queda ante mí una época larga y fructífera. Tengo entre manos grandes provectos: un hotel completo, en medio de París. Con un club de jazz en cl sótano y un restaurante en la última planta. ¡Y todo lo diseño yo, cada objeto en particular, desde un cenicero hasta el tálamo de la noche de bodas!
Sí, Lolo se fue de niñera a casa de Miriam. Grand y Petit están colocados en la empresa. ¡Somos una Lanilla grande y feliz y nos va de maravilla!
Todavía me pongo los pendientes de los soles de oro. ¡Me transmiten energía en fechas importantes! Son extravagantes, es cierto. Pero gris con gris acaba con el espíritu. tos artistas deben irradiar. ¡Las personas con coloratura ha en que la vida sea dulce! Todavía mantengo amistad con Lucifer y Tommy. (Tanto el uno como el otro reinciden una y otra vez en el matrimonio. Lucifer va por la quinta novia, y Tommy por la sexta). Con Brice ya he perdido el contacto.
Y ahora son las dos y media de la tarde. Tengo que darme prisa. Hoy vuelo a Ginebra. Se va a instalar un teatro de acuerdo con mis planos. Será completamente diferente a lo que se suele ver por ahí. De ningún modo negro y desnudo, sino resplandeciente, alegre y con mucho colorido.
Me cambio de ropa: un vestido blanco de punto que realza mi esbelta silueta. Un cinturón rojo. Los soles de oro. El pelo recogido con dos peinetas a los lados. Un ligero retoque con la barra de labios de color rosa. Perfume de claveles. Entra Paul.
–¿Estás lista, ma chérie?
Me rodea con el brazo y me estrecha junto a sí.
Paul va conmigo. Estamos en invierno, a principios de marzo, y todavía no tiene demasiado que hacer. Vamos a quedarnos unos días junto al lago de Ginebra. Él y yo solamente. ¡Al fin solos! En un hotel que hay en el castillo. ¡Ay, qué bonito va a ser!
A veces, todavía pasamos todo el día en la cama. Cuando tenemos tiempo. Muy cariñosamente estrechados uno junto al otro. Nos amamos. Vivimos el uno para el otro. Y quiero que siga siendo así. A pesar de los largos viajes, a pesar del gran éxito, a pesar de las innumerables personas extrañas, (periodistas, estudiantes, políticos, admiradores, etc.) que intentan entrar en mi vida.