2

Amaneció, y las previsiones optimistas de Caramon se confirmaron. El día, en efecto, era magnífico. La temperatura ascendió a un nivel muy agradable, templado para caminar, pero lo bastante fresco para no resultar molesto. El astro rey brillaba en un cielo despejado de nubes y derramaba sus rayos vivificantes sobre los compañeros.

Los cadáveres de los asesinos en ciernes yacían desplomados en el suelo. Earwig, para compensar su ausencia en la diversión nocturna, registró los cuerpos con el propósito, según él, de «buscar alguna pista que nos aclare quiénes eran estos tipos». En los bolsillos de uno de los asesinos encontró un broche realizado con hilos de oro entretejidos con forma de cuerda. Tras abrir un cierre disimulado que sólo un kender sería capaz de descubrir, Earwig encontró en el interior una colección de instrumentos musicales en miniatura hechos de plata, hueso y ébano, labrados con meticulosidad, listos para que los tocara una orquesta diminuta.

Cerró el medallón y lo tiró en una manta junto con otros «tesoros», y se acercó al siguiente cadáver. El bandido muerto llevaba en las manos tres anillos, todos de oro y diamantes relucientes que centelleaban a la luz del reciente amanecer. Sin embargo, lo que más llamó la atención del kender fue un objeto misterioso que había caído del bolsillo del ladrón, una especie de adorno realizado con alambre tejido.

Earwig cogió el cordoncillo metálico que se retorcía y se enroscaba sobre sí mismo sin propósito aparente y sin forma específica. Al sacudir el alambre, escuchó un sonido tenue originado en el interior del lazo, un sonido de cristal al repicar sobre metal. El kender levantó el objeto y lo puso a contraluz; en el centro del rollo de alambre se percibía un abalorio. Earwig lo contempló largo rato, fascinado por el misterioso objeto, hasta que por fin se cansó de mirarlo y lo añadió a la colección.

Fue de un cadáver a otro y reunió oro y muchos otros objetos preciosos que sostenía en la mano a fin de sopesarlos y palpar las formas, para un momento después dejarlos a un lado, olvidados por completo, al agacharse a recoger una vieja pluma de escribir con la punta de plata reluciente, o un pedazo de cristal purpúreo, o la figurilla tallada de una águila que no era mayor que la mitad de la palma de su mano. No olvidemos que el concepto que el resto de las razas tiene sobre el valor de las cosas no coincide con el de los kenders. Es su extremada curiosidad lo que despierta en ellos el deseo de poseer cualquier objeto que resulte atractivo a sus ojos sin reparar en los que tienen en su poder.

—¿Encontraste algo interesante? —preguntó Caramon.

—Ahí tienes —señaló con gesto ufano hacia la manta—. Bueno, ¿no vas a echar ni siquiera una ojeada? —lo apremió, al advertir la vacilación del guerrero.

—Supongo que sí. Aunque me produce escalofríos hurgar en las posesiones de los muertos. —El hombretón respiró hondo mientras se arrodillaba junto al kender.

—¿Por qué? Tú coges sus armas —objetó Earwig.

—Es diferente.

—¿En qué? No lo comprendo…

—¡Lo es, y basta! ¿De acuerdo? —bramó el guerrero mientras le dirigía una mirada furibunda.

—Eres muy escrupuloso, hermano —intervino Raistlin en voz baja. El mago estaba de pie tras ellos—. Si te apartas a un lado, lo haré yo. A mí no me afecta ese miedo supersticioso que inspiran los efectos personales de un muerto.

El mago se agachó. Sus manos, esbeltas y delicadas, tocaron con levedad los objetos esparcidos ante él. Levantó algunos y los examinó con ojo crítico. Earwig lo observaba con ansiedad.

—Ésos son los diamantes más grandes que he visto en mi vida. ¿Has visto tú alguno de este tamaño, Raistlin? —preguntó, incapaz de contener por más tiempo la impaciencia.

—Cristal —fue la escueta respuesta del mago, que arrojó a un lado los anillos con desdén.

Earwig se mostró algo cariacontecido, pero no tardó en recobrar su habitual alegría.

—La cadena de oro es bastante pesada, ¿no te parece, Raistlin?

—Tiene que serlo, ya que está hecha de plomo. ¿Qué es esto?

El mago alzó entre el índice y el pulgar un amuleto de plata. Lo colocó sobre la palma de la mano y se lo mostró a su hermano. Caramon torció el gesto.

—¡Puaj! ¿Quién se pondría una cosa así?

—¡Yo! —se apresuró a afirmar Earwig, en tanto contemplaba la baratija con ojos anhelantes.

La forma del amuleto imitaba la calavera de un gato, con dos rubíes diminutos engastados en los agujeros de las cuencas.

—¿Quién de ellos lo llevaba? —se interesó Raistlin.

El kender reflexionó un momento.

—Ninguno. Lo encontré caído en la hierba, por allí —respondió después, señalando hacia un punto cercano a las mantas de Raistlin, ya recogidas y enrolladas.

—El jefe —gruñó Caramon.

—Sí —se mostró de acuerdo el mago, sin dejar de examinar el amuleto. Un escalofrío estremeció su cuerpo, su mano tembló—. Es maligno, Caramon. Un objeto de las tinieblas. Y muy antiguo. Procede de un tiempo anterior al Cataclismo.

—¡Deshazte de él! —le pidió el guerrero con voz tensa.

—No, yo… —Raistlin vaciló, luego se volvió hacia Earwig—. ¿En verdad te gustaría ponértelo?

—¡Oh, sí! ¡Guau! ¡Un «objeto de las tinieblas»! —suspiró el kender.

—Raist… —comenzó a decir Caramon, pero enmudeció ante la mirada de advertencia que le dirigió su hermano.

El mago ensartó el amuleto en una cadena de plata que se encontraba en el botín y lo colgó al cuello del hombrecillo. Musitó unas palabras incomprensibles en tanto rozaba con los dedos la cadena. Earwig, radiante de satisfacción, contempló con arrobo su nuevo colgante.

El mago se levantó y se estiró para desentumecer el delgado cuerpo. El fresco aire del amanecer le provocó un nuevo ataque de tos. Giró sobre sus talones y se encaminó a la fogata; Caramon fue en pos de él.

—¿Qué hacemos con ese montón de chatarra?

—Dejarlo. No hay nada de valor.

El guerrero echó una mirada fugaz por encima del hombro y vio a Earwig que se afanaba por guardar en sus saquillos la mayor cantidad posible del «tesoro».

—Has convertido al kender en una diana, Raistlin —comentó el hombretón.

El hechicero se arrodilló junto a la hoguera y se arrimó al fuego en busca de calor.

—Una diana no, hermano. Un cebo —corrigió con fría indiferencia.

—En cualquier caso, corre peligro. Quienquiera que fuera el que lo llevara, puede que lo esté buscando. Deducirá que el kender fue testigo de su crimen. ¿Qué significaban las palabras que pronunciaste mientras tocabas el colgante? ¿Una especie de conjuro protector?

Raistlin resopló con fastidio.

—No seas estúpido, Caramon. Es un simple sortilegio para evitar que el kender se lo quite. En lo referente al riesgo, tú o yo correríamos más peligro que él si lleváramos el amuleto. Nadie toma en serio a un kender. Supondrán que lo encontró y se lo puso para hacer el tonto. Habrá que estar alerta y no perder de vista a aquellos que muestren un interés especial por el colgante.

—Esto no me gusta, Raist —reiteró el guerrero, con una testarudez impropia de él.

—¡Y a mí no me gusta que traten de asesinarme mientras duermo! —estalló su gemelo. Se puso de pie, apoyado en el bastón mágico—. Pongámonos en marcha; se nos ha hecho tarde. Quiero llegar allí antes de que anochezca.

—¿Allí? ¿Dónde? ¿A Mereklar? —Caramon pateó los rescoldos del fuego y les echó agua.

—No. A la posada El Gato Negro.

* * *

A Caramon, su hermano siempre lo sorprendía. Desde que se sometiera a aquella nefasta prueba, por la que debía pasar cualquier hechicero que aspirara a entrar en las más altas esferas de la magia (una prueba que en ocasiones resultaba mortal), la salud de Raistlin se había quebrantado. Había adelgazado hasta el punto en que su cuerpo se había reducido a poco más que huesos y piel. Lo martirizaba una tos persistente. En ocasiones, Caramon temía que su hermano no lograra aspirar otra bocanada de aire. Asaltado por pesadillas horrendas, Raistlin se removía, daba vueltas y, a menudo, lanzaba alaridos entre sueños. Había mañanas en las que apenas lograba reunir fuerzas para levantarse.

Ése día, sin embargo, el joven mago aparentaba encontrarse en buena forma. Sus pasos eran enérgicos, vigorosos, y apenas se apoyaba en el bastón. Había tomado (para lo que él acostumbraba) un copioso desayuno consistente en pan y frutas. No había bebido la infusión medicinal que le calmaba la tos, ni tampoco había inhalado los vapores del envoltorio de hierbas. Sus ojos brillaban resplandecientes a la luz de la mañana.

«Es a causa de este misterio», se dijo Caramon para sus adentros. «Le encantan las intrigas. Me alegro de que Raistlin se encargue del tema, porque yo… preferiría enfrentarme a un ejército de goblins. Detesto los disimulos y los embrollos».

El guerrero lanzó un suspiro. Se pasó el día con la espada corta en la mano, dirigiendo miradas penetrantes hacia todas partes, escudriñando el bosque, temeroso de sufrir otra emboscada en cualquier momento.

Su otro compañero de camino también lo pasaba bien. Earwig recorría el sendero dando brincos al tiempo que hacía girar en el aire el arma preferida de los kenders: la jupak. Se trata de un tipo de bastón con una honda acoplada a la parte superior ahorquillada, pero la de Earwig presentaba una variación que la hacía diferente, y que consistía en que la parte superior era desmontable, lo que convertía al bastón en una especie de cerbatana. Con él disparaba unos dardos pequeños, de puntas afiladas en forma de anzuelo, que el kender guardaba en el interior de la manga derecha de su indumentaria.

A decir verdad, a Earwig le entusiasmaban las armas de cualquier tipo y estaba orgulloso de su colección. Poseía un cuchillo arrojadizo poco usual, con cinco hojas curvas proyectadas en diferentes direcciones; después de la jupak, era su arma preferida. También portaba un invento de su propia cosecha, y que no era otra cosa que cáscaras de huevo rellenas con polvos y líquidos especiales que se expandían con el impacto. Aparte de éstas, el kender tenía muchas otras armas, aunque de forma habitual ocurría que se olvidaba de ellas, o, por despiste, las abandonaba para guardar otros objetos que le resultaban más interesantes.

No hacía mucho tiempo que Earwig conocía a los gemelos, pero se mostró dispuesto a seguirlos cuando emprendieron nuevas aventuras. Estaba fascinado con el mago de ojos extraños y piel dorada; se sentía feliz de encontrarse con una persona tan interesante y singular. Con todo, el kender se compadecía de Raistlin. ¡Era tan taciturno! Por consiguiente, Earwig se comprometió consigo mismo a alegrarle la vida con las divertidas historias y aventuras fantásticas ocurridas en lugares lejanos de Krynn, que le habían relatado amigos y familiares; con ello se proponía sacar al mago de la perpetua melancolía que lo envolvía con más agobio que sus ropajes rojos.

El hechicero, por su parte, se limitaba a ignorarlo o, si estaba de mal humor, lo apartaba de su camino con el bastón.

En esas ocasiones, el kender se alejaba a saltitos y se reunía con Caramon, que siempre estaba dispuesto a escuchar sus historias y que a su vez contaba con un repertorio de aventuras tan descabelladas que incluso al kender le costaba trabajo creerlas.

Earwig advirtió que esa mañana el mago mostraba un inusual buen humor y decidió contribuir con todos los medios a su alcance a mantener el animoso talante del hechicero. Así pues, acometió con entusiasmo el relato de una de sus anécdotas preferidas.

—Eh, Raistlin, ¿te han hablado alguna vez de Dizzy Lengualarga, el kender que lanzaba su jupak con tal maestría que conseguía que la vara volviera a su mano? Pues verás, en cierta ocasión apostó con un minotauro a que era capaz de lanzarla alrededor del perímetro de un bosque. «Apuesto el oro que guardo en mi bolsillo contra ese anillo que llevas en la nariz a que logro que mi jupak regrese a mí tras circunvalar el bosque», dijo Dizzy. El minotauro aceptó el envite, pero advirtió al kender que si fallaba, se lo zamparía de postre en la cena. Dizzy, por supuesto, accedió.

Earwig hizo una pausa, a la espera de alguna reacción por parte de Raistlin. Pero el mago, que tosía de tanto en tanto, no levantó la encapuchada cabeza y mantuvo la mirada fija en el camino. El kender se encogió de hombros y, por último, prosiguió con su relato.

—Dizzy retrocedió cien pasos para tomar impulso, echó a correr y arrojó la jupak, que salió disparada en el aire con un zumbido tremendo. —Earwig remedó el magnífico lanzamiento de Dizzy haciendo girar la vara sobre su cabeza hasta conseguir que la honda emitiera el sonido vibrante adecuado—. Dizzy y el minotauro aguardaron durante horas, atentos a cualquier ruido que anunciara el regreso de la jupak. Cuando hubo transcurrido un día entero, el minotauro dijo: «Bien, muchacho, parece que serás la guinda de mi pastel», y Dizzy respondió…

—Mira, Caramon, una posada. —Raistlin levantó el bastón y señaló al frente.

—No, creo que no fue eso lo que dijo Dizzy. —Earwig se frotó la cabeza—. «Mira, Caramon, una posada», no tiene sentido, ¿verdad? De hecho, las palabras de Dizzy fueron…

—No distingo el rótulo. —Caramon oteó entre los árboles.

—¡No, no, no! —chilló Earwig, exasperado—. ¡Tampoco dijo eso! Si te interesa saberlo, es una placa con un gato negro. Ahora, si os calláis, os contaré lo que dijo Dizzy al minotauro, que estaba a punto de zampárselo de cena. Dijo…

—Cena —susurró Raistlin—. Creo que sería una buena idea parar aquí para cenar y pasar la noche, hermano. ¿No estás de acuerdo? Después de todo, es lo que querías hacer.

—Claro, Raist —dijo Caramon sin mucho entusiasmo, tras dirigir una mirada sombría a la posada.

El guerrero envainó la espada ancha, pero dejó abierto el cierre de la funda. El kender, al reparar en la actitud del hombretón, abrió unos ojos como platos.

—¡Oh, Caramon! ¿Supones que habrá jaleo?

El aludido respondió con un gruñido. Raistlin se volvió despacio hacia el hombrecillo, con una sonrisa; alargó la mano y colocó con cuidado el colgante de modo que quedara bien visible sobre el menudo pecho de Earwig.

—Gracias, Raistlin. —El kender estaba encantado con la inusitada amabilidad del mago. «Eso es que disfruta con mis anécdotas», concluyó para sí—. Dizzy dijo al minotauro… —prosiguió en voz alta.

Pero tanto Raistlin como Caramon habían echado a andar y no lo escuchaban.

La posada, un edificio grande de dos pisos, se alzaba cerca de la calzada, en los linderos del bosque. Las paredes eran de estuco blanco, jalonadas con vigas de madera; se advertía el estrago de los años, aunque todavía se mantenían firmes. En torno a los alféizares y los repechos de las ventanas se veían unos adornos oscuros en forma de traviesas entrecruzadas. Todos los cristales relucían de limpios; en las ventanas del piso alto la luz dorada del ocaso relumbraba cegadora con los últimos haces del sol, antes de quedar atrapada entre los recovecos del bosque, la maraña de la maleza y las copas de los árboles.

Con la excitación del momento, Earwig olvidó por completo la inacabada anécdota y corrió hacia el establecimiento; en la carrera volvía una y otra vez la cabeza y gesticulaba con las manos para que los dos hermanos se apresuraran. Caramon habría acelerado el paso de buena gana, pero Raistlin mostraba una súbita y creciente dificultad para caminar. Apoyaba todo el peso del cuerpo en el bastón, encorvaba la espalda como si soportara una carga invisible sobre los hombros, y tropezaba.

Mientras sostenía a su vacilante hermano, Caramon se preguntó con desasosiego si tan repentina debilidad sería real o fingida. Con Raistlin, nunca se sabía.

Al fin, los tres llegaron a la sencilla cerca de tablones que rodeaba la posada y la cruzaron. El guerrero miró a través de la amplia ventana de cristales, engastados en tiras de madera verticales y horizontales en las que se habían tallado adornos que disimulaban su finalidad práctica. El ambiente del local resultaba cálido y acogedor; a pesar de que el sol apenas iniciaba su ocaso, eran muchos los parroquianos sentados a las mesas con jarras de cerveza y copas de vino.

Sobre las cabezas de los compañeros, el letrero chirriaba al mecerse con la suave brisa; el sonido recordaba el maullido suave de un minino. La ilustración dibujada en el tablero representaba a un gato negro plantado en una pose orgullosa, con la cabeza erguida y la cola arqueada sobre el lomo.

—Muy interesante —susurró Raistlin.

—Es un gato —dijo su hermano.

—Sí, y es negro. Los felinos de este color son los espíritus sirvientes preferidos por los hechiceros maléficos de los túnicas negras. Por regla general, cualquier representación de un gato negro es despreciable, ya que retrata en el animal la maldad de su amo. Por el contrario, el gato de este dibujo parece protector, benevolente. Muy interesante.

Caramon se abstuvo de hacer comentario alguno y abrió la pesada puerta de madera reforzada con barras de hierro y un cerrojo enorme del mismo metal. El interior de la posada estaba caliente como un horno. En el centro de la estancia había una gran chimenea en la que ardía un alegre fuego. El aire nocturno empezaba a ser frío y el resplandor de la lumbre suscitó en los compañeros una sensación agradable de bienvenida. El corpulento guerrero desentumeció los músculos estirando los brazos, arqueando la espalda, y flexionando las piernas.

Earwig, llevado por la curiosidad, cruzó a toda prisa el arco que separaba el vestíbulo de entrada de la taberna propiamente dicha, donde se servían comidas y bebidas. Raistlin se acercó con premura al fuego, apoyó el bastón en el hombro y extendió las manos frente a las llamas; la piel dorada reflejó mortecina la luz de la hoguera.

Caramon observó a su hermano para asegurarse de que se encontraba bien y luego buscó con la mirada al kender entre la concurrencia reunida en el local. Fue inútil; Earwig había desaparecido. El guerrero suspiró mientras se preguntaba cómo lo protegerían si la mitad del tiempo no tenían la menor idea de dónde se hallaba. Caramon no sabía bien qué esperaba encontrar: tal vez, a sujetos viles con capuchas negras que se abalanzarían sobre ellos desde su escondrijo bajo una mesa. Sus ojos agudos recorrieron el gentío. Ninguno de los presentes parecía peligroso. No obstante, la experiencia acumulada en infinidad de posadas alertó al guerrero de que algo no marchaba bien. Los parroquianos estaban demasiado… callados.

Caramon se acercó al desvencijado mostrador que ocupaba la mayor parte del lado izquierdo del vestíbulo. Aguardó paciente durante unos minutos, mirando de tanto en tanto a su hermano que aún seguía de pie frente al fuego. Raistlin no había movido ni un músculo; parecía que no respirara siquiera. El guerrero volvió la vista al comedor, esperando escuchar las maldiciones intempestivas y el estruendo de loza hecha añicos que de forma habitual denunciaban la presencia de Earwig en medio de una multitud. No oyó nada. Caramon tamborileó sobre el libro encuadernado en piel que estaba abierto sobre el mostrador y en cuyas páginas figuraban los nombres de los que se hospedaban en la posada.

Pasaron diez minutos y nadie se acercó a atender al guerrero. El hombretón, a punto de perder la paciencia, escuchó la ronca tos de su gemelo y temió que sus ya menguadas fuerzas se agotaran por completo. En el preciso momento en que se aproximaba hacia él para ayudarlo a sentarse en una silla, un hombre de mediana edad, con un delantal impoluto, salió del comedor.

El hombre caminaba con la cabeza inclinada, como ensimismado en sus pensamientos, sin plena conciencia del entorno. Se dirigió a la parte trasera del mostrador, sacó una vela de un cajón, la encendió, y penetró en una habitación oscura, anexa a la recepción; todo ello sin hacer caso del guerrero que esperaba de pie en medio del vestíbulo principal.

Caramon, que había observado en silencio la entrada y la salida del hombre, casi gritó llevado por la frustración, cuando el sujeto regresó de la habitación, ahora iluminada, y dirigió una mirada malhumorada al guerrero.

—Queremos una habitación con tres camas —pidió Caramon—. Que tenga chimenea —agregó después de lanzar una breve mirada hacia su hermano.

El guerrero le sostuvo la mirada al posadero, como si lo retara a afirmar que no disponía de semejante cuarto. Pero el hombre se limitó a empujar el libro de registro hasta Caramon y a entregarle una pluma.

—Firmad aquí, por favor.

El fornido guerrero se volvió para observar a su hermano, y en esta ocasión los ojos del posadero siguieron la misma trayectoria.

—¡Un hechicero! —exclamó el hombre, tan conmocionado que incluso olvidó su preocupación.

—Sí, ¿y qué? Es mi hermano.

—Lo siento, señor. No pretendía ofenderos. Es sólo que… hace mucho que no vemos hechiceros por estos contornos.

«Probablemente porque a todos los han asesinado en el bosque», pensó Caramon, aunque no lo dijo en voz alta. Cogió la pluma y firmó con su nombre; luego añadió un sencillo dibujo de una rosa con una estrella brillante en el centro justo del capullo: su interpretación personal del antiguo y olvidado dios Majere del que su padre tomara el apellido.

Caramon giró el libro de forma que el otro hombre pudiera inspeccionarlo; el posadero ni lo miró.

—Me llamo Yost. Si deseáis algo, dirigíos a mí, señor. —El posadero entregó a Caramon una llave y señaló hacia las escaleras—. La tercera puerta a la derecha.

Yost salió de detrás del mostrador y se encaminó al comedor sin dejar de lanzar miradas furtivas a Raistlin.

El guerrero frunció el entrecejo. Nunca se había hospedado en una posada tan singular. Bajó la vista a la llave, que iba unida a un círculo de cuero sobre el que estaba grabado el número 21. Sacudió la cabeza, se acercó a su hermano y le rodeó los hombros con un brazo, dispuesto a conducirlo a la habitación, pero Raistlin levantó el índice en un gesto de advertencia.

—¡Shhh! ¡Siéntate! —susurró, sin apenas abrir los labios.

Caramon se quedó perplejo.

—Cuando quieras subiremos a la habitación. Tiene chimenea y… —dijo.

—Sí, sí, lo he oído —lo cortó el mago con brusquedad, y le impuso silencio con un ademán imperativo de la mano dorada.

Caramon se encogió de hombros. Giró sobre sus talones para seguir las instrucciones de su hermano y al hacerlo casi chocó con Earwig, que en aquel momento regresaba del comedor.

—No te molestes en entrar —aconsejó el kender—. La gente está más callada que una tumba. Nadie se ríe, ni canta, ni nada. ¡Eh!, ¿por qué se dirá eso, Caramon?: «Callado como una tumba». En mi opinión, no es precisamente animación lo que falta en algunos panteones…

Raistlin resopló con irritación y de inmediato comenzó a toser. La violencia de los espasmos amenazó con romper el frágil cuerpo en pedazos. Se apoyó en el bastón, confiado en que la fuerza del cayado lo sustentara hasta que la respiración se le hiciera más fácil. Ésta vez a Caramon no le cupo duda de que su hermano no fingía.

—Llévame a la habitación —jadeó Raistlin, y alargó el brazo hacia su gemelo.

El guerrero sostuvo con toda clase de cuidados al maltrecho mago y lo ayudó a subir el tramo de escaleras que llevaba al piso alto. Al pasar frente a una ventana pequeña reparó en que ya había caído la noche. Las dos lunas asomaban por el oriente; tanto el satélite plateado como el rojo estaban en fase de cuarto creciente, mucho más amplios que unos días atrás.

En el preciso momento en que los gemelos llegaron a la habitación 21, Raistlin empezó a temblar y a toser con violencia, falto de respiración. Caramon abrió la puerta deprisa y acostó a su hermano en la cama más próxima a la chimenea. Había un poco de leña apilada junto al hogar. Con movimientos rápidos, el hombretón preparó la lumbre.

—Detente —ordenó Raistlin con voz estrangulada—. Baja y consigue un poco de agua hirviendo. ¡Apresúrate! —agregó al observar la vacilación de su hermano, remiso a abandonarlo en aquellos momentos de dolor.

Caramon salió corriendo del cuarto y bajó las escaleras como una exhalación.

Raistlin se sentó y se dobló sobre sí mismo, aferrado al bastón con las manos crispadas mientras observaba las chispas luminosas que centelleaban y se apagaban frente a él. La falta de aire y los espasmos musculares eran sin duda la causa de que su visión le jugara aquella treta. Cogió con torpeza el envoltorio de hierbas y lo sostuvo contra la boca. Inhaló… Se sumergió en su propio yo, en lo más hondo de su ser, en la profunda oscuridad donde las estrellas relucían con verdadera intensidad en su propio firmamento, donde el sol alumbraba la misma bóveda celeste, su propio mundo donde todavía gobernaba, donde sus designios eran firmes, donde sus anhelos no vacilaban.

Escuchó los pasos presurosos de su hermano que remontaba la escalera; recostó el bastón contra la cama y sacó de una bolsa las hierbas medicinales con que preparaba el brebaje. Caramon traía en la mano un cuenco con agua de la que emanaban volutas de vapor. El mago le indicó con un gesto que se acercara al lecho y le alargó un saquillo con las hierbas que aliviaban, aun cuando sólo fuera de forma temporal, la enfermedad que lo abrumaba.

Caramon vertió con precipitación el agua en una taza y no dudó en introducir el dedo en el líquido ardiente para remover la mezcla, con la esperanza de preparar el brebaje antes de que su hermano sufriera un nuevo golpe de tos.

—Recuerda, Caramon: agitar la mezcla, no removerla —advirtió el mago con un soplo de voz.

El acre olor de la infusión impregnó el aire. La madre de los gemelos acostumbraba a decir: «Cuanto más desagradable sea el gusto de una medicina, tanto mejor serán los resultados». Si el dicho tenía un fondo de verdad, a Caramon le sorprendía que este brebaje no levantara a un muerto de su tumba.

Raistlin bebió la infusión. Cerró los ojos y respiró hondo; por fin, se dejó caer hacia atrás y se recostó en la cabecera de la cama.

—Éste sitio es muy extraño, Raist. No me gusta nada. Hay demasiado silencio —dijo al cabo Caramon, en un susurro.

El mago inhaló hondo.

—Sí, tienes razón. Pero no es el cubil de ladrones y asesinos que había imaginado. ¿Reparaste en esas personas, hermano? Campesinos, granjeros de mediana edad, gente sencilla y trabajadora.

—Sí, es cierto. —El guerrero se pasó los dedos por el cabello—. Sin embargo, es tal como dijo Earwig. Todos están sentados en corrillos y hablan en voz baja. Ninguna canción, ninguna risa. Quizás haya una guerra —agregó esperanzado. Ojalá fuera ésa la explicación. «Todo tan simple y sencillo como aplastarle los sesos a un sujeto de un buen golpe», pensó.

—No, creo que no. Escuché retazos de las conversaciones que mantenían en la taberna hasta que llegaste con tus alborotos y me distrajiste.

—Lo siento. Supuse que te encontrabas mal. No imaginé que…

Raistlin prosiguió en un susurro, como si su hermano no lo hubiese interrumpido y hablase consigo mismo.

—Ésta gente está aterrorizada, Caramon.

—¿De veras? ¿Por qué? ¿Por los asesinos?

—No. Sus gatos han desaparecido.