13:20 horas. Tate Studen Center, Universidad de Georgia, Athens

 

Julia se sentó al otro lado de la mesa, frente a Veronica Voorhees, que se suponía que estaba compartiendo su ensalada pero ya se había comido más de la mitad. A Julia no le importó. Tenía el estómago un poco revuelto después de su encontronazo con el profesor Edwards: no el del principio de la clase, sino el de después.

Había sido la última en salir del aula. De pronto, Edwards había aparecido a su espalda, tan cerca que había notado su aliento caliente en el cuello cuando le había susurrado:

—Un crédito extra si la veo en mi conferencia de esta noche.

—Ah —había contestado ella, desconcertada momentáneamente por su cercanía—. De acuerdo.

—En el Campus Sur. Después podríamos tomar un café y quizás hablar un poco más de su trabajo.

—Cla-cla-claro —había tartamudeado como una idiota.

Y entonces había sentido la palma de la mano de Edwards deslizándose por la curva de su culo con la misma admiración que Julia había contemplando en las subastas de ganado, cuando los hombres pasaban la mano por el flanco de un animal.

Había bajado dos tramos de escaleras antes de que los remordimientos se le agolparan en la cabeza. Debería haberle apartado de un manotazo. Debería haberle preguntado qué se creía que estaba haciendo. Debería haberle dicho que la dejara en paz, que era asqueroso, que era cruel, que era un profesor estupendo y que por qué demonios tenía que enfangarlo todo comportándose como un cerdo.

—¿Por qué estás tan pensativa? —preguntó Veronica.

Se le salía la ensalada por la boca. Julia se acordó de la forma de comer de Mona Sin Apellido el primer día que se presentó en el albergue. Tragó tanta comida que le dieron arcadas.

Mona… Estaba tan absorta en sus mezquinos problemas con el profesor Edwards que se había olvidado de la indigente desaparecida.

¿De verdad había desaparecido? ¿La había secuestrado un hombre en plena calle para meterla por la fuerza en su furgoneta? ¿Habría parado esa misma furgoneta detrás de Beatrice Oliver cinco semanas antes? La persona que había secuestrado a una o a las dos sabía lo que hacía. No era el hombre del saco, ni un lobo de dibujos animados. Era un tiburón con dientes afilados como navajas que apresaba a mujeres indefensas en la superficie del agua y las arrastraba hacia el fondo, hasta un lugar turbio y oscuro donde poder devorarlas.

—¿Julia? —Veronica tocó en la mesa con los nudillos para llamar su atención—. Chica, ¿qué te pasa?

—Es solo que estoy cansada.

Mordió un trozo de sándwich de queso a la parrilla para tener algo que hacer con la boca. Intentó olvidarse de la imagen del tiburón dejando que sus pensamientos derivaran de nuevo hacia el profesor Edwards.

Podía denunciarle, pero la persona que tomara nota de su queja sin duda daría a Edwards la oportunidad de explicarse. Y no le cabía ninguna duda de que tendría preparada una buena respuesta. Marcó rápidamente todas las casillas: Está enfadada porque le puse una mala nota en un trabajo de clase. Es una revancha porque se me echó encima y la rechacé. Está loca. Es una zorra. Es una embustera. No es la primera vez que se mete en líos.

Esto último era cierto. El año anterior, la había detenido la policía del campus. Algunos alumnos veteranos del Red and Black la habían retado a hacer algo más que escribir un editorial sobre las incursiones de la facultad de Ingeniería Agrícola en el campo de los cultivos transgénicos. No se había dado cuenta de que ella era la única que no iba colocada hasta después de que irrumpieran por la fuerza en el laboratorio y destruyeran parte de los equipos.

—Tienen las pupilas más grandes que mi polla —le había dicho uno de los policías a su compañero.

Julia nunca había visto un pene al natural, pero no le cabía ninguna duda de que estaba en lo cierto. A la fría luz de las linternas de la policía, saltaba a la vista que sus compañeros de correría iban drogados hasta las trancas.

—¡Eh, preciosa! —Ezekiel Mann apareció detrás de su silla. Sus manos pegajosas le masajearon los hombros—. ¿Dónde te habías metido?

Julia no se había metido en ninguna parte, pero respondió:

—Perdona.

—No pasa nada. —Sus dedos se le clavaron en la piel—. ¿Tienes tiempo para esa partidita de billar?

Julia se levantó antes de que acabara la frase. Ya la habían manoseado bastante por un día.

—Las señoras primero. —Ezekiel le puso un taco de billar en la mano.

Julia lo agarró porque la gente los estaba mirando y no quería parecer maleducada. Se le daba muy bien el billar (le había enseñado a jugar su abuela), pero falló a propósito hasta las carambolas más fáciles para no avergonzar a Ezekiel. El único aliciente fue David Conford que, sentado en uno de los mullidos sofás de tweed, retransmitía la partida como si fuera Howard Cosell.

—Julia Carroll, una joven con brillo en la mirada, se inclina sobre la mesa. ¿Se decidirá por la bola seis o por la diez? —David se detuvo para beber de su botella de Coca-Cola. Abandonó un momento su personaje—. ¿Sabes, Julia?, esto se te da de pena.

—Es guapísima —dijo Ezekiel—. No hace falta que se le dé nada bien.

Julia cambió de ángulo y metió la bola seis y la diez por la esquina.

—¡Su rival muerde el polvo! —David aplaudió—. La niña asombra a la multitud en su debut.

Para deleite de David, Julia acertó las últimas cuatro bolas y a continuación metió la número ocho por la tronera lateral mientras Ezekiel la miraba boquiabierto, con el taco delante como un petardo apagado.

Julia se sentó en el brazo del sofá, al lado de David.

—Ha sido divertido.

Ezekiel dejó su taco en el soporte y se alejó hecho una furia.

David se rio cordialmente de su amigo.

—Oye, Gordo de Minnesota —le dijo a Julia—, la próxima vez avísame para que apueste por ti.

Ella también se rio, porque David era uno de esos chicos que tenían gracia de manera natural.

—Me han dicho que Michael Stipe va a pasarse esta noche por el Manhattan —le dijo David.

—Sí, ya. —Todos los días se oían rumores de que el cantante de R.E.M. iba a estar en este bar o en aquel la noche siguiente, o el fin de semana, o incluso que ya estaba allí—. Creía que estaba de gira.

—Yo solo repito lo que me han dicho, tesoro. —David se levantó del sofá—. A lo mejor nos vemos allí.

—A lo mejor —repuso Julia, pero solo por ser amable.

El centro de estudiantes se estaba quedando vacío. Julia agarró su bolso y su cartera. En lugar de montarse en la bici, se dirigió a pie a las oficinas del Red and Black, situadas unos edificios más allá. Se sentía eufórica por la partida de billar (¡por fin se había permitido ganar en algo!) y quería aprovechar aquel ligero repunte de su ego para presentar ante el equipo de redacción su plantemiento del caso de Beatrice Oliver.

Gracias a las veintiocho impresiones que su madre le había dejado en la cocina, había acabado de afinar el enfoque que quería darle a la historia. La gente decía siempre que quería noticias sólidas, pero lo que de verdad quería era asustarse. Todas aquellas chicas eran tan normales, tan inocentes, tan familiares… Podrían haber sido tu madre o tu prima, o tu novia. Una hija que desaparece en un cine. Una hermana que se esfuma sin dejar rastro en una feria. Una tía muy querida que sale en su coche y a la que nunca más se vuelve a ver. Julia sabía qué era lo que de verdad importaba en la historia de Beatrice Oliver: los mismos detalles que a ella la obsesionaban desde hacía semanas.

Una chica preciosa desaparecida mientras iba a comprar helado para su padre convaleciente

Sonrió. Se repitió la frase para sus adentros mientras avanzaba por el largo pasillo que conducía a las oficinas del Red and Black. Y luego tosió al sentir la perpetua bruma de tabaco que salía por la puerta abierta. Se suponía que eran todos periodistas, pero ninguno parecía inclinado a escribir un reportaje sobre los peligros que afrontaban los fumadores pasivos porque el consejero de la facultad preferiría pedir la jubilación anticipada a renunciar a sus Marlboro.

El señor Hannah llamaba a la sala de redacción su chiquero, lo que a Julia le parecía un modo retórico de afirmar que no pensaba hacer limpieza en las montañas de papeles que cubrían su escritorio, los rincones y especialmente las atestadas estanterías que cubrían por entero el perímetro de la habitación.

A ella le encantaba aquel desorden. Adoraba su espantoso olor a nicotina, a tinta y esa sustancia azul tan rara que expulsaba la multicopista. Le encantaban el tableteo del télex, el chirrido de la impresora, el susurro del Spray Mount, el bisbiseo del cúter al cortar el papel y el zumbido de los ordenadores Macintosh que había sobre la larga mesa del fondo de la sala. Y le gustaba especialmente el señor Hannah porque había trabajado para el New York Times, el Atlanta Constitution y el L.A. Times, hasta que cabreó a tanta gente que solo le quedó un sitio donde dar rienda suelta a su bocaza: los paraninfos de la universidad.

—La docencia —solía decirles— es el último bastión de la libertad de expresión.

A pesar de su apariencia desharrapada, al señor Hannah le había ido bastante bien al trasladarse a Athens. La Facultad de Periodismo de la Universidad de Georgia gozaba de renombre nacional, lo cual era fantástico si eras un padre o una madre que no quería pagarle los estudios a su hijo fuera del estado, y terrible si eras una estudiante de periodismo con aspiraciones que ansiaba abandonar la ciudad donde había crecido.

El señor Hannah sonrió cuando Julia entró en la sala.

—Ahí está mi chica guapa. —De algún modo se las ingeniaba para que sus palabras parecieran un gesto de cariño en vez de un comentario baboso—. ¿Dónde está ese impactante artículo sobre la privatización inminente del servicio de comedor de la cafetería?

Julia le entregó el artículo. El señor Hannah le echó un vistazo por encima mientras ella seguía allí parada. La luz del techo reflejaba las palabras mecanografiadas en las lentes de sus gafas.

—Sirve —dijo, que era lo máximo que podían esperar de él—. ¿Qué más tienes para mí? Necesito noticias.

—Estaba pensando —comenzó a decir Julia, y sintió que la entradilla de su reportaje, que tan hábilmente montada le había parecido momentos antes, se escurría de su cerebro y quedaba flotando en el éter—. Una chica… una chica preciosa… salió… y…

El señor Hannah juntó las manos.

—¿Y?

—Y… —Su cráneo era un tupperware vacío. Ni rastro de su cerebro. Tembló de angustia. Presintió que iba a romper a llorar.

—¿Julia?

—Sí. —Se aclaró la voz. Su lengua se había convertido en una bolsa de sal mojada. Se centró en los hechos, porque eran lo que importaba—. Hay una chica que desapareció. Vive, vivía, a unos quince minutos de aquí.

—¿Y?

—Bueno, desapareció. Fue secuestrada. El detective encargado del caso dijo que…

—Que seguramente se había escapado con un chico —la interrumpió alguien.

Julia miró por encima del hombro del señor Hannah. Greg Gianakos. Lionel Vance. Budgy Green. Sus cabezas asomaban por encima de la mampara del departamento de producción como si fueran perrillos de las praderas. Tenían cada uno un cigarrillo colgado de los labios e iban camino de volverse tan flácidos y ojerosos como su mentor. Su mirada, sin embargo, era mucho menos benevolente que la del señor Hannah.

—No les hagas caso, niña —la animó el señor Hannah—. Cuéntame una historia que pueda poner en primera plana.

—Muy bien —dijo Julia, como si fuera así de sencillo recuperar la certeza que había sentido poco antes.

¿Cuál era el meollo de la historia de Beatrice Oliver? ¿Cuál era el gancho? Pensó en el terror que se apoderó de ella al leer por primera vez en el télex la noticia sobre el secuestro de la chica, la sensación de peligro que había experimentado esa mañana mientras caminaba por calles que conocía tan bien como la casa de su niñez, el miedo que evocaban los artículos que había leído en la cocina de su madre. Tenía que destilar para el señor Hannah lo que de verdad la inquietaba sobre el secuestro de Beatrice Oliver. No se trataba únicamente de que la hubieran secuestrado en plena calle, ni de que la tuvieran retenida, sino de por qué se la habían llevado.

—Violación —le dijo al señor Hannah.

—¿Violación? —Pareció sorprendido—. ¿Qué pasa con la violación?

—Fue violada —afirmó Julia, porque ¿para qué, si no, iba a secuestrar un hombre a una joven a menos de dos manzanas de la casa de sus padres? ¿Por qué iba a retenerla?

—¿Te refieres a Jenny Loudermilk? —Greg Gianakos se levantó de su mesa y cruzó los brazos sobre el ancho pecho—. Es imposible que saques más de un párrafo de ese asunto.

Julia se encogió de hombros porque no tenía ni idea de quién era Jenny Loudermilk.

Al parecer, el señor Hannah tampoco.

—Ponme al día.

—Alumna de segundo curso —respondió Greg a pesar de que el señor Hannah había dirigido la pregunta a Julia—. Rubia, muy guapa. Se encontró en el sitio equivocado, en el momento equivocado.

—Tengo entendido que era bastante golfa —terció Lionel Vance—. Se pasaba las noches buscando el fondo de una botella de ginebra.

—Sí, todo el mundo sabe que los estudiantes de segundo son unos borrachos de garrafón. —Era evidente que a Greg le molestaba que le hubieran pisado la historia—. El caso es que la chica iba por Broad Street, pimplando por Broad Street y un tío la agarró, la metió en un callejón y la violó.

El señor Hannah se palpó los bolsillos en busca de su paquete de tabaco.

—Nadie quiere leer sobre violaciones. Si no le dieron una paliza, di «asaltada» o «agradedida» o «amenazada». ¿Esa es la historia que quieres contar? —le preguntó a Julia.

—Bueno, yo…

—No querrá hablar contigo —dijo Lionel—. La víctima. Nunca hablan. Además, ¿qué historia es esa? ¿Que una tía se emborracha y se va con el tipo equivocado? Como decía Greg, no sacarás ni un párrafo. Yo no lo pondría ni en la última página.

El señor Hannah encendió su cigarrillo.

—¿Estás de acuerdo? —le preguntó a Julia—. ¿No estás de acuerdo?

—Creo que…

—Es un caso aislado, una anomalía —los interrumpió Greg—. Si lo que quieres contar es que de repente el mundo está lleno de violadores, te equivocas. Y un campus universitario es uno de los sitios más seguros donde se puede estar, según las estadísticas.

El señor Hannah exhaló un soplo de humo.

—Las estadísticas, ¿eh?

—Mira, Julia —dijo Greg—, no dejes que las emociones te nublen el juicio. Sí, lo que le pasó a esa tal Jenny no debería haber pasado, pero un periodista solo informa de los hechos y de aquí no vas a sacar ningún hecho al que agarrarte porque la víctima se escabulló a su casa, el tío que lo hizo no va a hablar, por descontado, y los polis no querrán hablar de un caso que no va a ir a ningún lado.

Julia se clavó las uñas en las palmas de las manos. Pensó en el montón de hojas impresas que llevaba en el bolso. Quería arrojarlas a la cara engreída y satisfecha de Greg, pero solo servirían para darle la razón. Veintiocho mujeres no era un número significativo en un estado con una población de casi seis millones y medio de personas.

Él pareció leerle el pensamiento.

—Jenny Loudermilk es una chica de las cerca de quince mil que estudian en la universidad. Un caso marginal.

—Las violaciones no siempre trascienden —aventuró Julia.

—Eso es porque la mitad de las tías están borrachas y cambian de idea en el último momento.

—Me refería a que no aparecen en los periódicos. —Se acordó de que los artículos eran sobre mujeres desaparecidas, no sobre mujeres violadas. O asaltadas. O agredidas—. Ni se denuncian ante la policía. Ni ante nadie.

—Es lógico. —Greg encendió un cigarrillo—. La verdadera noticia es que el campus es más seguro para las mujeres ahora que nunca. Igual que el mundo en general.

—¿Ah, sí? —El señor Hannah cruzó los brazos. Sonreía como un demente—. Para el carro, chaval. Dame pruebas estadísticas de que el mundo es un lugar más seguro para las mujeres, aparte de que tenga una pinta genial a través de la lente de tus gafas de superhéroe.

—Eso está hecho. —Greg se acercó a uno de los Macintosh del fondo de la sala. Encendió el aparato y se sentó—. Tenemos en disquete todas las estadísticas delictivas de los últimos diez años.

—Me habré muerto de viejo antes de que se encienda ese chisme. —El señor Hannah se levantó y se acercó a las estanterías de metal que había detrás de su mesa. Pasó el dedo por los lomos de varios libros hasta que encontró lo que estaba buscando—. El Congreso de Estados Unidos obliga al FBI a recopilar al menos una vez al año los datos sobre delitos relevantes de un número fijo de cuerpos policiales de todo el país. —Sacó varios libros—. El informe más reciente que tengo es de 1989. —Le entregó un volumen a Julia—. Budgy —dijo dirigiéndose al único chico que no había intervenido en la refriega—. Ten la bondad de acercarte a la pizarra. Necesitamos un estudiante que no sea de letras para nuestros cálculos. Julia… —Le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. ¿Población de Estados Unidos en 1989?

Ella abrió el libro y buscó en el índice. Encontró el número de página y a continuación la página correcta y leyó en voz alta:

—Era de 252.153.092.

—Divídelo por la mitad, Budgy. Los hombres no cuentan en esta ecuación.

—No es la mitad —repuso Budgy—. Las mujeres constituyen casi el 51% de la población.

—Mejor me lo pones. —El señor Hannah echó la ceniza de su cigarrillo en un vasito de plástico—. Pero divide por la mitad lo que te salga de ese cincuenta y uno por ciento, porque no recogen datos por debajo de la edad de consentimiento.

Julia pensó que había oído mal. Miró el libro que tenía en el regazo y pasó el dedo por la sección de Metodología. La violación con fuerza incluye agresiones o intentos de agresión con el fin de cometer violación mediante el uso de la fuerza o la amenaza de fuerza. Sin embargo, el abuso sexual (sin fuerza) por debajo de la edad de consentimiento y otras agresiones sexuales se hallan excluidos.

—Deberías dividir por la mitad esa cifra por tercera vez —dijo Greg—. Al menos un cincuenta por ciento de esas mujeres se arrepintieron cuando ya estaban metidas en faena.

—Alto ahí. —El señor Hannah levantó la mano como un árbitro pitando una falta—. No se permiten suposiciones. Ciñámonos a los datos. —Se dirigió de nuevo a Julia—. Entonces, en tu artículo dirías «según los datos contenidos en los informes anuales del FBI, bla, bla, bla», ¿no es eso?

Julia asintió, aunque hacía tiempo que aquella había dejado de ser su historia.

—¿Número de agresiones denunciadas en 1989? ¿Julia? —preguntó el señor Hannah.

—Ah, perdón. —Miró la columna correcta—. Violaciones con fuerza: 106.593

—Muy bien. 106.593 —repitió él, asegurándose de que Budgy apuntaba bien el número—. Seguramente la cifra no habrá cambiado mucho en los últimos cinco años, pero habrá que comprobarlo.

Julia se quedó mirando la pizarra, aturdida por el número. La población del condado de Athens-Clarke no llegaba a los cien mil habitantes. Aquel dato superaba el de la población total de la ciudad, incluyendo hombres, mujeres y niños.

—Vamos, Budgy. Que se mueva esa tiza. —El señor Hannah dio unas palmadas para que Budgy se pusiera en marcha—. Redondea, hijo. No tenemos todo el día.

Julia miró el dato otra vez, convencida de haberse equivocado. Pero no, allí estaba: 106.593. Miró las cifras hasta que comenzó a verlas borrosas. Más de cien mil mujeres. Y solo estaban incluidas las que superaban la edad de consentimiento. Y las que habían denunciado la agresión. Y aquellas a las que sus agresores habían amenazado con emplear la fuerza. ¿Cuáles eran aquellos otros delitos sexuales que no se incluían en las estadísticas? ¿Qué había de las mujeres que no acudían a la policía? ¿Y por qué el delito solo aparecía en los periódicos si la chica no estaba presente para contar lo ocurrido?

—Ya lo tengo. —Budgy subrayó la cifra tantas veces que la tiza se partió en dos—. Según las cifras actuales, una mujer estadounidense tiene una posibilidad del 0,0434% de sufrir una agresión sexual. Lo que equivale aproximadamente a un 43 por cien mil.

El señor Hannah conocía tan bien como Julia el dato de población de Athens.

—Así pues —resumió—, trasladando ese porcentaje a nuestra hermosa ciudad, serían aproximadamente veintidós mujeres al año, lo que equivale a una agresión sexual cada dos semanas y media.

Julia cerró el libro. ¿Serían Beatrice Oliver y Mona Sin Apellido dos de aquellas veintidós mujeres? Con Jenny Loudermilk sumarían tres. Dejando a un lado que ya estaban en marzo y que seguramente había otras, restaban al menos diecinueve mujeres que serían violadas en Athens antes de que empezara 1992. Y luego el reloj se pondría de nuevo en marcha y la cuenta empezaría desde cero otra vez.

Greg apagó la colilla de su cigarrillo metiéndola en una lata de Coca-Cola.

—Menos de un 0,5% a mí me parece bastante excepcional. —Cruzó los brazos—. Sería más fácil que te cayera un rayo encima o que te tocara la lotería.

Budgy se rio.

—¿Estás seguro, Einstein?

—Era una forma de hablar. —Greg se sacudió el sarcasmo con un ademán y preguntó a Julia—: ¿Puedes explicarnos otra vez por qué quieres contar esa historia? Son como, no sé, cien mil personas entre casi trescientos millones. Una gota de agua en el mar. Eso a nadie le importa. No es noticia.

A Julia no le dio tiempo a responder.

—¿Qué me decís del asesinato? —Lionel le quitó el libro—. Vamos a calcular los asesinatos. Quiero saber qué probabilidades tengo.

—Muy altas si tus padres descubren que estás suspendiendo trigonometría. —Budgy agarró la tiza—. Muy bien, la población era de 252 millones…

—Sida —dijo Julia.

Se volvieron todos para mirarla.

—Has dicho que no importaba porque solo son cien mil personas. —Procuró que no le temblara la voz—. En 1989 se diagnosticaron más o menos esos mismos casos de sida en Estados Unidos, pero la noticia fue portada de Time, de Newsweek… Todos los periódicos del país publican alguna noticia sobre el sida a diario, el presidente da discursos sobre el tema, el Congreso celebra comisiones y la Ley de Personas Discapacitdas garantiza que…

—La gente no puede mentir sobre si tiene el sida o no —la interrumpió de nuevo Greg.

Julia sintió que un rayo de fuego cruzaba su cuerpo.

—Si quieres especular, especula que el puñado de mujeres que mienten queda invalidado por todas aquellas que no denuncian las agresiones, o por las que son menores de edad, o por las que no recibieron una paliza durante la…

—El Director General del Servicio de Sanidad Pública ha afirmado que el sida es una epidemia. —El tono de Greg era de una pedantería exasperante—. Y no se dice «diagnosticado de sida», se dice «diagnosticado de VIH», el virus que causa el sida.

Julia masculló un exabrupto en voz baja, cosa rara ella. Greg fingió no oírla.

—Y, además, la gente se muere de sida. Las mujeres no se mueren por una agresión sexual.

—Parte de su vagina sí —añadió Lionel.

—Oye —Budgy le lanzó el borrador a la cabeza—, no seas capullo.

—¿Cuál sería el planteamiento de la noticia? —preguntó el señor Hannah a Julia.

Esta vez, ella no tuvo que pensárselo.

—Algo horrible les sucede al menos a cien mil mujeres americanas todos los años, y a nadie parece importarle.

—Estoy seguro de que en Cosmopolitan no piensan en otra cosa —replicó Greg con un bufido.

El señor Hannah lo hizo callar con un ademán.

—Sigue con tu resumen —le dijo a Julia.

—En el mundo periodístico, cuando algo malo le sucede a un grupo de población predominantemente masculino, se convierte en una epidemia que merece la atención de todo el país, pero cuando algo malo les sucede a las mujeres…

—Venga ya —gruñó Greg—. ¿Por qué siempre se tiene que reducir todo a lo cabrones que son los hombres?

—No se trata de…

—Ya sabemos que eres una feminista —añadió Greg.

—Yo no he…

—Nos odias por tener polla.

—¡Deja de interrumpirme! —El ruido que hizo Julia al golpear la mesa con el puño resonó como un disparo—. No te odio porque tengas polla. Te odio por ser un gilipollas.

La sala quedó en completo silencio.

Julia tomó aliento entrecortadamente, como si acabara de sacar la cabeza del agua.

—¡Genial! —Lionel le dio un puñetazo a Greg en el brazo—. ¡La reina de las nieves se anota un tanto!

—No se ha… —dijo Greg—. No es que…

Julia giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. Le temblaban las manos. Se sentía trémula, enfadada y, en el fondo, ligeramente orgullosa de sí misma por aquella fantástica réplica de despedida.

—Espera. —El señor Hannah la alcanzó en el pasillo.

Julia se volvió.

—Siento haber…

—Los buenos reporteros nunca se disculpan.

—Ah —dijo, porque no se le ocurrió nada más inteligente.

—Quiero el borrador de esa historia en mi mesa el viernes a las diez de la mañana.

Julia se quedó boquiabierta. No le salió la voz. Otra vez se le había cortado al respiración. Tenía que respirar.

—¿Es factible?

—Sí —respondió—. También tengo… Quiero decir que también puedo…

—Ponlo todo en tu artículo. Mil doscientas palabras.

—Mil doscientas palabras es la…

—La primera plana. —Le guiñó un ojo—. Lo has conseguido, niña.

Julia lo vio atravesar la densa humareda al regresar al chiquero.

La primera plana.

El pánico se apoderó de ella en cuanto echó a andar por el pasillo. Se llevó los dedos al cuello. Su pulso hacía tictac como una bomba. Fijó la vista en la luz que entraba por las puertas de cristal, a treinta metros de distancia.

El señor Hannah decía que lo había conseguido, pero ¿qué había conseguido exactamente? La historia de Beatrice Oliver no entraba en el encargo, en realidad. Beatrice había desaparecido. Seguramente había sido secuestrada (eso decía el detective), pero todo lo demás era pura especulación. Y lo mismo podía decirse de las hojas impresas que llevaba en el bolso acerca de aquellas veintiocho mujeres desaparecidas. Se habían esfumado. Era lo único que podía decirse al respecto. Eran jóvenes, eran guapas, eran llamativas, y habían desaparecido. ¿En qué sentido era eso noticia?

—Dios mío —masculló.

No era noticia. Al menos, no lo suficiente.

Eso era lo que le pasaba por hablar sin pensar. Se había aturullado, se había enfadado, se había hartado de que hablaran de ella como si no estuviera presente y la desdeñaran, y Greg había aprovechado un comentario de pasada para empujarla a hacer un comentario político, cuando en realidad ella solo quería decir que, si algo les pasaba a cien mil personas todos los años, no había duda de que era noticia.

Pero ¿por qué demonios había dicho que el sida solo afectaba a los hombres cuando Delilah demostraba lo contrario?

No había dicho que solo afectara a los hombres. Había dicho que afectaba mayoritariamente a hombres, y en ningún momento había afirmado que la violación fuera peor que el sida, había dicho que era espantosa por sí sola, sin compararla con ninguna otra cosa, y que nadie escribía al respecto. Ni siquiera parecían dispuestos a llamarla por lo que era. Asalto. Agresión. Amenaza. Con razón Jenny Loudermilk se había ido de la ciudad. ¿Cómo iba a hablar una mujer de algo horrible que le había ocurrido si ni siquiera se le permitía llamarlo por su verdadero nombre?

Esa era la noticia. Un crimen sin nombre. Víctimas sin voz.

Sacó una libreta y un boli de su cartera. Tenía que anotar aquello antes de que se le olvidara.

—¿Cómo tú por aquí, muñeca?

Casi se le cayó el bolígrafo. Robin estaba apoyado contra la pared. Tenía las manos metidas en los bolsillos. Llevaba una camisa de franela, unos vaqueros desteñidos y el pelo revuelto.

Julia sintió que una sonrisa bobalicona se extendía por su rostro.

—Pensaba que esta semana estabas de acampada.

—A mi hermana pequeña se le olvidó el inhalador del asma. —Robin le devolvió la sonrisa—. Tiene lo justo para durar hasta esta noche.

—Qué bien. Quiero decir que me alegro de que hayas venido a buscarlo tú.

—Todavía no me he pasado por casa. —Se inclinó y dejó que su frente tocara la de Julia—. Confiaba en tropezarme contigo.

A ella le dio un vuelco el corazón.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—He preguntado por ahí.

—Ah.

—Estás muy guapa.

Debería haberse peinado. Y haberse lavado los dientes. Y haberse puesto algo más bonito. Y haber adelgazado tres kilos (maldita fuera la idiota de su abuela).

—Mira. —Robin le sostuvo la mano como si estuviera admirando una pieza de porcelana—. No sé si está bien que lo diga o no, pero toda mi familia está en el bosque y la casa está vacía, y no esperan que vuelva por lo menos hasta dentro de dos horas, y me gustaría muchísimo pasar un rato a solas contigo.

Julia asintió con la cabeza, y de nuevo le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de por qué tenía importancia que la casa de sus padres estuviera vacía y él tuviera dos horas libres.

Robin acercó la nariz a la suya.

—¿Te parece buena idea?

Se quedó muda otra vez, por motivos inesperados. Esa mañana había estado convencida de que estaba lista para dar aquel paso. Ahora, en cambio, sentía los temblores iniciales de un ataque de ansiedad. ¿De veras podía hacerlo? ¿Debía hacerlo? ¿Querría Robin que siguieran juntos si se entregaba a él? ¿Y podía llamarlo «entregarse a él» si ella también lo deseaba?

Porque lo deseaba. A pesar de su pánico, sabía que lo deseaba.

¿Significaba eso que era una golfa, o una mujer liberada, o una calientapollas, o una zorra? No era solo cuestión de sexo. Se trataba de dilucidar si hacía demasiado o no hacía lo suficiente, si sabía cómo funcionaban las cosas o no tenía ni idea de nada.

De acuerdo, eso era una exageración. Conocía los rudimentos básicos, como es lógico (sabía dónde estaba cada cosa), pero también había otras cosas que hacer, que usar, que tocar o meterse en la boca o chupar o morder (¿o le habría mentido su hermana en ese aspecto? Porque sonaba bastante doloroso), y la verdad era que tenía diecinueve años y no tenía ni idea de cómo manejarse en aquel terreno. Por amor de Dios, pero si escondía sus píldoras anticonceptivas dentro de un zapato, al fondo del armario, porque no quería que Nancy Griggs fuera diciendo por ahí que era un poco ligera de cascos.

—¿Estás bien? —preguntó Robin.

Se llevó la mano al corazón. Le latía con un insidioso redoble de pánico, porque aun tomando la píldora podía quedarse embarazada, y hasta usando preservativos podía agarrar alguna enfermedad horrible, y su vida se acabaría y ya nunca vería su nombre impreso debajo de la cabecera del Atlanta Journal, ni podría informar ante las cámaras de los destrozos de un tornado, así que ¿por qué demonios iba a asumir un riesgo tan desorbitado?

—No pasa nada. —Robin le dedicó una media sonrisa ladeada—. En serio, si no quieres…

—Sí —dijo ella—. Sí que quiero.