Cuando ha sonado el teléfono, Agnès le ha gritado a Éric que descolgara. Él está tumbado en el suelo, encima de la moqueta, con el Walkman en las orejas, siguiendo el ritmo con los pies. No lo ha oído. Cierra los ojos, con la cara inmóvil, pálida y tersa. Haciendo equilibrios sobre la escalera, con la gamuza en una mano y el líquido para los cristales en la otra, Agnès se ve obligada a vociferar para que él levante la cabeza y se quite los auriculares.
—¡El teléfono! ¡Contesta!
Él se arrastra hasta el aparato y descuelga con un gesto de cansancio, como si levantara pesas.
—Sí… No… No lo sé… Voy a preguntárselo…
Tapa el auricular con la mano y explica con tono apagado:
—Es la abuela… Quiere saber si viene a comer mañana…
Agnès asiente. Esta mañana ha telefoneado a su madre para proponerle una comida en familia. Ha decidido acabar con esos encuentros entre las dos. Demasiado dolorosos. Inútiles. Esta mañana ha pedido cita en el hospital Beaujon. Esta mañana ha decidido limpiar los cristales. Hacer la limpieza la tranquiliza. Los actos cotidianos vuelven a poner las cosas en su sitio. Ella necesita sentirse humilde, pequeña, necesaria. Aferrarse a gestos milenarios. Su madre limpiaba los cristales con papel de periódico, subida en una escalera. Ella leía Tintín, tumbada a sus pies. Un pasado íntimo, feliz, se cuela en ese gesto de abrir la escalera, de desdoblar el trapo de los cristales, de rociar la superficie que hay que limpiar, de frotar y frotar. El recuerdo vuelve a través de los gestos automáticos, una pequeña ráfaga relajante, un trocito de felicidad tranquila.
Éric cuelga el aparato y mira a su madre que se menea sobre él como un limpiaparabrisas. Ella trabaja toda la semana y los fines de semana se ocupa de la casa. Mañana, irá al mercado y preparará platos que congelará. El lunes, volverá al despacho. Por la noche, hojeará su cuaderno de ejercicios, verificará su trabajo, preparará la cena, les preguntará cómo les ha ido el día, pondrá en marcha una lavadora, sacará la tabla de la plancha, se quejará de dolor de espalda y se meterá en la cama suspirando que está reventada. Antes, habrá hecho su gimnasia para tener el vientre plano. Lleva el pelo recogido con un pañuelo, le brilla la cara y saca la lengua, allá arriba, sobre la escalera.
—¿Tú no paras nunca? —le pregunta él, rebobinando la cinta.
—¡Si parara, me quedaría sin fuerzas para volver a empezar y estaríais arreglados!
—Siempre piensas en nosotros…
—¿En qué quieres que piense? Vosotros sois toda mi vida…
Le ha hablado con un tono dulce y reflexivo. No hay el menor deje de enfado en su voz. Las madres de sus amigos siempre están enfadadas, con prisas, cansadas. Su madre está casi siempre del mismo humor. Lleva una camisa de cuadros que él no había visto nunca, un tejano viejo y unos calcetines blancos gruesos.
—Estás bastante bien para tu edad…
Agnès se para y le sonríe. Se aparta una mecha con el codo, se apoya en lo alto de la escalera, se seca la punta de la nariz con el dorso de la mano y reflexiona.
—Gracias, cariño. Me lo tomo como un cumplido…
Él también le sonríe. No con tanta franqueza como ella, mirándola de reojo. Como si le molestara demostrarle su cariño. Tira de las mangas de su jersey e intenta hacer un nudo. Está orgulloso de su madre. Ella le impresiona. Ayer tarde, se fijó en el sujetador que llevaba. No le gustó. No le gustó en absoluto. Él la prefiere vestida de andar por casa. Tiene ganas de hablar con ella. No sabe cómo empezar. No sabe bastantes palabras. O las apropiadas. Habla, porque hay que vivir en sociedad. Esta mañana ella no se ha puesto el sujetador. Esta mañana no va ni arreglada ni bien peinada. Le mira desde lo alto de la escalera.
—¿Tienes algún problema, cariño?
Él dice que no con la cabeza. Un problema no, toneladas de problemas.
—¿En el colegio?
Él suspira y retuerce el hilo del Walkman.
—¿Has tenido malas notas y no me lo has dicho?
Le dedica una sonrisita cómplice. Él sabe que puede confiar en ella. Ella no le tiende trampas.
—No…, la verdad es que no…
Agnès se sienta en lo alto de la escalera, muy atenta a no perder el equilibrio. A Éric hay que dedicarle tiempo. No se abre fácilmente. Hacerle hablar es un ejercicio delicado: hay que interrogarle con suficiente firmeza para que responda, pero sin exagerar, si no se bloquea y se larga. Es experto en escurrirse como una lagartija.
—¿Tienes problemas con un profesor?
—No, mamá… ¡Cosas peores!
Mueve la mano en el aire en un gesto de impotencia y traga saliva, como si estuviera a punto de llorar.
—Pues entonces ¿qué?
—Mamá…, ¿he de ir al colegio a la fuerza? ¿Y eso para qué sirve?
—Para aprender, cariño.
—¡Pero ya sé leer, escribir, sumar!
—Uno aprende durante toda la vida. Es la única manera de mantenerse joven. Si no el interior del cerebro se encoge. Se repliega sobre sí mismo… y todo lo que es extraño, desconocido, nos asusta.
Él se coge las zapatillas de deporte con las manos y dobla las rodillas acompasadamente. Se frota la barbilla con el tejano y se queda un momento en silencio, como si necesitara tiempo para digerir las palabras de Agnès.
—¿Como la abuela…?
—¿Por qué dices eso? —pregunta Agnès, asombrada.
—La abuela tiene miedo de todo… Odia a todo el mundo… Es mala. Es mala contigo. Yo lo veo perfectamente, ¿sabes…?
—Ah… —dice Agnès con voz cautelosa.
Agnès debería protestar, defender a su madre, pintar una imagen coloreada de buena abuela, pero inclina la cabeza y escucha a su hijo.
—¿Sabes, mamá?, lo contrario del amor no es el odio, es el miedo. Y cuando tenemos miedo unos de otros, empieza a apestar…
Se ha vuelto a poner los auriculares con gesto cansino y balancea la cabeza al son de la música. Ese ha sido el único sistema que se le ha ocurrido a Agnès para tener paz. Baja de la escalera, se sienta pegada a su hijo y le pasa un brazo sobre los hombros. Él se resiste un poco, intenta eludir las ganas de acurrucarse contra ella, pero Agnès le anima con un golpe de hombro y él se deja ir. Refugia su cuerpo larguirucho de adolescente en ella. Agnès le acoge como a un bebé, se retuerce un poco para hacerle sitio, redondea el cuerpo para que él se hunda en ella y le quita los auriculares.
—Tú siempre serás mi bebé, ¿sabes…?
Él frota el cabello contra su pecho.
—¿Y eso se te ha ocurrido a ti solo?
—¿El qué?
—Lo contrario del amor no es el odio, es el miedo…
—¿Por qué? ¿Es una tontería?
—Es bonito y no es una tontería…
—¿Cómo se sabe cuándo has dicho una tontería?
Agnès apoya la barbilla en la parte superior del cráneo de su hijo. Cierra los ojos y reflexiona. Cuando uno es tonto, ¿sabe que es tonto? ¿O hacerse esa pregunta es ya una muestra de reflexión, y por tanto de inteligencia? Ella se ha considerado tonta durante mucho tiempo. O más bien, no se atrevía a decir lo que pensaba porque no estaba segura de que fuera cierto. ¿Estar seguro es una muestra de inteligencia? ¿O, por el contrario, hay que dar palos de ciego? Es eso lo que deberíamos aprender en la escuela. Pensar por uno mismo, con contundencia, aunque al principio digamos tonterías… Llevar esas tonterías hasta el extremo…
—Está incluso escrito en las leyes del sentido común… Me siento orgullosa de ti cuando hablas así…
—A mí no me gusta la abuela. Lo empequeñece todo… Tú, tú me das alas…, incluso te diré que eres la única.
—Una madre está para eso.
—Lo sé…, pero las hay que lo olvidan…
—¿De verdad no van bien las cosas en el colegio?
—Me aburro. ¿Para qué sirve aprender la velocidad de la luz?
—Para aprender… Y si un día quieres ser astrónomo, descubrir nuevas estrellas, pasearte por la Vía Láctea…
—Apuntarme en la agencia nacional de empleo…
—¿Lo ves?, ahora eres tú el que tiene miedo, tú el que se volverá pequeñito…
Él suspira.
—Hay paro por todas partes, mami. Nos hablan de ello, aunque no nos hablen…
—Cuando eras pequeño, siempre me preguntabas cuánto ganaba. Todos los meses…
—Eso debía de tranquilizarme… ¡Era la paga de cada mes!
—¿Tanto miedo tenías?
—¡Eso parece!
Ella le abraza y le acuna. Mañana por la mañana, de camino al mercado, pasará por el hospital. Los resultados tardarán tres o cuatro días. Tres o cuatro días de espera. Le aprieta contra sí.
—¿Me dejas escuchar tu música de Zoulou?
Él levanta la cabeza y hace una mueca.
—No te gustará, seguro…
—¿Y si aprendo algo?
Él le pasa los auriculares y sube el volumen. Ella oye ruido, gritos, palabras en inglés y se abstiene de criticar. Se obliga a escuchar, pero sus pensamientos la llevan a otra parte. ¿Qué va a hacer Lucille? ¿Cuándo ha empezado a encogerse su madre? ¿Por qué tenemos todos miedo hoy en día, miedo del sida a los treinta y seis años, miedo de amar, miedo de vivir, miedo de decir sí, de decir no, de no gustar, miedo del otro cuando es diferente, miedo de perder el trabajo, miedo de noche, miedo cuando estamos solos? ¿De dónde le vienen a ella las ganas de salir adelante en la vida, de hacer algo alegre, aunque haya que sacrificarse? «“La sociedad solo existe a costa de los sacrificios individuales que exigen las leyes. Aceptar las ventajas, ¿no es comprometerse a preservar las condiciones que las hacen subsistir?”. Comentar esta frase de Balzac». Ese fue su tema de filosofía en la selectividad. Hoy en día ya nadie quiere sacrificarse. Todo el mundo exige la felicidad. Derecho al tiempo libre, a las vacaciones, derecho a sacar partido, derecho a la jubilación, a la Seguridad Social, al orgasmo, a la tele en color, pero ya nadie quiere dar nada a cambio. Dar es bueno. Ese debe ser su destino. En cualquier caso le proporciona felicidad. Aunque no sea espectacular, aunque no pueda exhibirla en las sesiones de diapositivas con amigos. Y el sida no puede nada contra esa felicidad. En el fondo no está nerviosa. En realidad, no. Un poquito en cualquier caso, tiene que reconocerlo. Tiene miedo por Clara, Rapha, Lucille, Joséphine… Se siente responsable de la felicidad de los demás.
—Entonces, ¿te gusta? —le pregunta Éric.
—¿La verdad? —contesta ella, mirándole con una gran sonrisa.
—Sí…
—No mucho. Pero es normal… ¡A mi edad! No tengo el oído educado para esto, ¿sabes…?
—¡Lo sé, mami, y no te lo tengo en cuenta!
Él también sonríe, intenta imitar su sonrisa, darle todo el amor que siente por ella, y para la música.
—¿Tú qué escuchabas cuando eras pequeña?
—Nada… Teníamos tres discos que mi padre se llevó cuando se fue. La radio, de vez en cuando. RTL, Stop ou encore, los domingos por la mañana… El juego de la maleta[13]. Yo soñaba que ganaba… No me atrevía a jugar. Me pregunto si habría tenido el valor de descolgar si hubiera sonado el teléfono. ¡Pero seguía soñando! Imaginaba todo lo que haría con ese dinero…
—¡Se lo habrías dado a la abuela!
—Muy cierto, querido… La felicidad hay que cultivarla, y ella no sabe.
—¡Ella más bien cultiva la desgracia!
Agnès suspira pensando en su madre, durante su infancia. Se dice que quizás Éric se acordará, más adelante, de esa mañana de sábado en que ella limpiaba los cristales y él descansaba a sus pies, con el Walkman en las orejas. Él lo recordará como un instante especial, un instante de amor, de complicidad, y eso le ayudará a superar una etapa, una prueba. Un pequeño instante de felicidad apacible, que te viene a la cabeza cuando eres mayor. No sabemos por qué, no es gran cosa, es ligero y sólido a la vez. La abuela Mata decía que uno se hace fuerte a base de buenos libros, de sinfonías bonitas, de pinturas bonitas. Y con el amor. Hay que darle tiempo para que se cuele en lo cotidiano. Nunca llega cuando lo deseas, siempre es por sorpresa, cuando menos lo esperas, cuando lo has esperado tanto que ya no lo esperas. Yo estoy hecha para esto, hay que aceptarlo, no para soñar con otros amores. Yo nunca conoceré los amores complicados de Clara, Joséphine o Lucille. Puedo lamentarlo, pero debo encontrar una felicidad a mi medida. Durante mucho tiempo me he tomado por otra. Yo soy Agnès, y está muy bien que sea así. Puedo hacer algo formidable con la pequeña Agnès. Puedo empezar queriéndola, ya. Mi felicidad viene de dentro, no de fuera. No radica en el consumo de hombres, de coches, de ropa, de bebidas fuertes. Está hecha de cosas insignificantes, de pequeños guijarros blancos. Rapha me indicó el camino ayer noche, con pocas palabras. Si no hubieran sido robadas, no me las habría creído. Habría sospechado que él quería ser amable, compasivo…
Sonríe, relajada. Algo ha cambiado en ella. Se ha distanciado de su infancia, de la vergüenza que le venía de la infancia, de las ganas de ser otra. Esa sensación de no estar nunca en el lugar adecuado. Toca su camisa de cuadros, la acaricia como un talismán. No se la devolverá a Clara.
—¿Qué haces esta tarde?
—Patinar con unos amigos…
Yves le ha prometido a Céline que repasarán las matemáticas. Ella levanta la mirada hacia la escalera, el trapo blanco abandonado, la botella de limpiacristales. Ya solo le queda un vidrio por limpiar, el último, uno pequeñito que está arriba a la derecha. El más difícil. Tiene que hacer equilibrios sobre la barandilla del balcón, con una mano apoyada en los postigos. Los postigos están oxidados, habría que repintarlos. Esta tarde irá a ver a Lucille y hablará con ella…
Cuando Clara le hubo contado a Philippe la historia de Chérie Colère y de Rapha, Philippe declaró que iría a hacerse la prueba con ella. Hoy en día es muy simple. Vas a un laboratorio con la petición y al día siguiente tienes los resultados. Él tenía un amigo médico que les haría la petición. Clara le pidió a Philippe que consiguiera una a nombre de Rapha.
—Por si…
—Volverá a llamar —le dice él—. Ten confianza.
—Pero ¿por qué me deja así…, sin noticias…?
—No lo sé. Yo no lo sé todo siempre, hermanita. La prueba, hace un rato…
Esboza una sonrisa forzada.
—¿Vas en serio con Joséphine?
—Es la primera vez que tengo ganas de vivir con una mujer. La primera vez que escojo yo, que no me dejo llevar, que tengo ganas de luchar… Sin duda no he escogido la buena…
Suelta una risita irónica, encoge los hombros y sigue acariciando con el pulgar el borde de la mesa de formica.
—Cada vez pienso más a menudo que yo casi nunca he escogido nada. La vida pasa, y ya está, y uno se adapta…, hace lo que puede…
Clara le pasa un brazo alrededor del cuello, le atrae hacia sí, por primera vez, por primera vez en todos esos años juntos la hermana cuida al hermano, la hermana abraza al hermano y le ofrece el calor de sus brazos.
—¿A Jo no la habías besado nunca cuando eras pequeño?
—Sí… Incluso es la primera a quien le metí la lengua…
Sonríe mientras habla. ¡Meter la lengua era muy importante! «¿Entonces le has metido la lengua o no?», se preguntaban los chicos entre ellos. A esa edad todavía intercambiaban confidencias. Ahora, ya no. Todos se hacen los interesantes y exageran. ¡Ah, la inútil y flamígera jactancia de esas reuniones de hombres que fingen! Solo las chicas se pasan horas hablando de chicos y de estremecimientos. Los hombres hablan del trabajo o de coches o de partidos de fútbol. La verdad es que es bastante menos interesante.
—¿Y después lo olvidaste?
—Fue ella quien se dedicó a otras cosas… ¡Y eso que yo solo le pedía eso!
—Y cuando Ambroise se casó con ella, ¿te enfadaste?
—Me dio igual… Ni siquiera fui a su boda… Ha sido hace poco cuando ha vuelto a empezar… Una noche que yo estaba en tu casa, ella vino a una de vuestras cenas de chicas. Me pareció excitante, ella lo debió de ver en mis ojos y ya sabes, ella no pierde el tiempo… Me devoró como a una chocolatina. Pero yo la sorprendí llevándola más allá…, y hoy estoy convencido de que duda entre el bello Ambroise y yo.
Exhibe una sonrisa vacilante de triunfador tímido.
—¿Tan seguro estás?
—En cualquier caso, quiero creerlo. Y me siento preparado para asumir la apuesta. Ya que estamos en el terreno de las confidencias, también hubo un breve episodio con Lucille…
—¡Lucille! —chilla Clara.
—No demasiado interesante… Fue cuando yo estaba en Londres… ¡Una noche, ella apareció en mi casa y se coló en mi cama! Nunca he sabido por qué… ¡Aquello duró unas cuantas noches y luego se fue como había venido!
—¿Tiene un buen polvo?
—Se aplica, pero no deja huella…
Él suspira.
—¿No como Jo? —dice Clara.
Él sonríe.
—Cuéntame más sobre Joséphine, para que me acostumbre…
—¿Tanto te cuesta?
—No, pero…
—¡… pero sí! Bueno…, fuimos a comer algo, hablamos de todo y de nada, y fuimos a parar al catre. Y yo no lo he superado nunca…
—¿Y ella tampoco?
—Eso me gustaría mucho saberlo… Yo no sé nada de su vida, aparte de lo que a ella le apetece decirme… No creo que eso sea un modelo de fidelidad, eso seguro…
Philippe le lanza una mirada, a modo de cable, a Clara.
—Pero eso es porque se aburre, porque es desgraciada —continúa él—. Tiene demasiada energía y no hace nada con ella… ¡Las hay que juegan al bridge o van de compras y otras fornican!
—¡No seré yo quien la juzgue! Te olvidas de que es amiga mía. ¡Te la presto, eso es todo!
—Tenía miedo de que te lo tomaras a mal, de que te sintieras abandonada…
—Eso seguro… Ahora, ya está… Quizás mañana me dará una rabieta…
Él la mira, preocupado. Ella le sonríe. Se dice que ha llegado el momento de dejar atrás la infancia. Es agradable, es cálida, es dulce, pero no conduce a ninguna parte.
—Cuando celebramos mis veintiocho años, ¿te acuerdas? Tú me cogiste en brazos y tuve la impresión de que querías lanzarme al aire y tirarme lejos, como si fuera una carga para ti. Eso se acabó. Ya nunca más seré una carga… No te preocupes más por mí. Ya soy mayor…
Le dice que tiene derecho a enamorarse de Joséphine, que ella le cede el sitio, que le querrá siempre de todas formas, que es su querido hermano mayor, que se siente con fuerza suficiente para seguir sola. Que ya no tiene de qué preocuparse. En realidad no está segura, pero se lo dice de todos modos. Él le suplica que pare, que si no va a ponerse a gimotear delante de todo el mundo.
—… ¡Y me jorobaría muchísimo soltar mis primeras lágrimas delante de estos imbéciles que hablan de cacas de perro mientras papean chucrut!
—¡Uf! ¡Vaya, vaya! —dice Clara con un suspiro enorme—. ¿Qué nos pasa? ¿Tú sabes lo que nos pasa?
Finalmente piden un chucrut y dos cervezas. Clara deja que se le forme un bigote con la espuma para animar a Philippe, sin conseguirlo. No está tan tranquilo como quiere aparentar. Esa historia de Chérie Colère no le gusta y esa brusca marcha de Joséphine le provoca unas ganas terribles de ir a buscarla. Su enfado ha desaparecido, sustituido por la angustia. Philippe es incapaz de no comprender, de no perdonar. Se aferra a las migajas que ella le deja. Quizás su vida no sea más que eso: migajas de amor que le dejan los demás. Yo soy una paloma como tantas en las calles de París. Eso le recuerda a un cliente inglés que, después de varios whiskies en un bar, le preguntó una noche, con voz pastosa, por qué todas las palomas que había en las calles de París estaban gordas; nunca veía ninguna enferma, nunca veía polluelos y eso le atormentaba. Nos pasamos la vida preguntándonos si lo que nos pasa es importante o no. Y siempre lo averiguamos cuando ya es demasiado tarde. Esta vez, él había comprendido rápidamente que no quería que ella se marchara. Quizás él era la única paloma aterida de París.
—Clara…
Se rasca el cuello y juega con el cuchillo sobre el mantel de papel.
—Nuestro padre y nuestra madre no murieron en un accidente de coche…
—Ah… —murmura Clara.
—Ella empotró el coche contra un árbol… Él quería irse con otra y llevarnos con ellos. Había contratado a un abogado muy bueno, muy caro, y ella tenía pocas posibilidades de conseguir la custodia…
—Habría podido luchar…
—No tenía fuerzas. Tenía una depresión crónica, un comportamiento muy raro. Nos dejaba olvidados en todas partes… Fue a una tienda a comprar leche y te dejó en el cuco al lado de la caja registradora. Volvió a casa. Dejó la leche en la mesa de la cocina y se preparó un chocolate. Aquel día, te recogimos en la comisaría. El tendero les había entregado el cuco con el bebé. La policía había hecho un informe…
—Eso puede pasarle a todo el mundo… —dice Clara.
Philippe la observa, conmovido.
—No, Clara. Eso no le pasa a todo el mundo…
—A mí me pasa que me olvido de cosas muy importantes que para mí significan mucho… ¡Siempre son ese tipo de cosas las que olvido, por cierto!
—No era solo eso…
A él no le gusta lo que está a punto de hacer, pero no lo puede remediar. Este secreto le pesa desde hace tanto tiempo…
—Se le insinuaba al de la compañía del gas, al fontanero o a un mensajero. La portera la pilló varias veces… Estaba escandalizada y quería declarar.
—¡No la habrían creído! ¡Solo contaba tonterías! ¡Las porteras se inventan de todo sobre las personas que son diferentes! Yo odio a las porteras —añade deslizando la barbilla bajo el cuello de su chaqueta de cuero negro.
—Ella nunca habría conseguido nuestra custodia, lo habría perdido todo, prefirió que murieran los dos…
—¿Por qué me lo cuentas ahora?
—No sé. Estoy harto de ser el único que lo sabe… Al fin y al cabo, también es tu historia…
Él busca la aquiescencia. La absolución, se dice Clara.
—¿Y tú cómo te enteraste?
—Por el tío Antoine… Cuando nos pegamos por lo de Brieux y los demás… me lo soltó de golpe.
—A lo mejor se lo inventó todo…
—No, Clara. Yo encontré unas cartas entre los papeles de nuestro padre… que decían lo mismo.
Suspira.
—Ahora estamos empatados…
—Tengo la impresión de crecer demasiado deprisa, de golpe…
—Es culpa mía. Te he protegido demasiado…
—Era agradable estar protegida…
Eso fue lo que se repitió ante el contestador que parpadeaba. Era verdad que tenía un mensaje, pero no era de Rapha. Lucille la invitaba a tomar el té en su casa a última hora de la tarde.
Pero ¿qué tiene ella que no tenga yo?, le pregunta Lucille al espejo.
La cinta de rizo le recoge el cabello rubio hacia atrás y, con la punta de los dedos, se masajea la cara con una crema hidratante. Ayer se acostó tarde, bebió demasiado champán, tiene la cara hinchada y una ligera migraña zumba en su cabeza. Siempre me he preguntado lo mismo… Cuando éramos pequeñas y yo veía la mirada de los chicos iluminarse a su paso…, cuando pasaba yo bajaban los ojos. Les intimidaba. Con ella los levantaban. Durante mucho tiempo creí que al final la vencería, tenía todas las armas para ganar. Pero él solo la veía a ella. Cuando estaba conmigo, cuando se quedó dormido sobre mi hombro en el avión que nos llevaba a Nueva York, creyó que era el hombro de ella y se despertó, asombrado, al darse cuenta de que era yo. ¡Oh! Aquella mirada en el avión justo antes de aterrizar… La decepción, el dolor, su vocecita educada diciendo: «¿Ya? Debo de haber dormido durante todo el viaje…» y su cuerpo que se despereza para ir a acurrucarse junto a la ventanilla y contemplar Nueva York desde las alturas. Y yo le observo de perfil. Sé que le hace infeliz que ella no esté en mi lugar. Pega la cara a la ventanilla para que yo no me dé cuenta de que la ausencia de ella le destroza, pero yo lo leo en su espalda, en esa espalda tensa, completamente torcida…
Ella no sabe si quiere a Rapha. ¿Cómo se sabe que uno ama con un amor puro y sin mentiras? ¿Cómo? Ella no lo sabe, pero sabe que él aporta algo a su vida, algo de lo que ella no es capaz de prescindir. Una luz, un calor, un fuego en el que ella se calienta, se deshiela poco a poco. Eso, el aprendizaje del amor, ha de empezar cuando eres muy pequeño. Eso se aprende como se aprende a andar, a hablar, a ser limpio, a no comer con los dedos. Uno descubre, asombrado, una luz en la mirada del padre, de la madre, y uno tiende la mano para atraparla y espera que vuelva a aparecer. Uno se mantiene derecho sobre los dos pies, y todo el cuerpo dice «mírame, mírame», uno emite sonidos que tienen un sentido, uno enseña, muy orgulloso, la sábana seca, los pañales intactos. Uno está dispuesto a hacer cualquier cosa. Tan solo para tener la luz una vez más, la luz en los ojos de otro. La luz que nos mantiene derechos, que nos hace crecer, que nos alimenta con una miel interior, la luz que nos inunda el cuerpo de felicidad y de gratitud.
Yo nunca he conocido eso, murmura Lucille al espejo. Yo he crecido sin luz y toda mi belleza, toda mi belleza perfecta, no ha estado nunca iluminada desde el interior. Solo he conocido la luz artificial que me iluminaba. Yo era iluminadora e iluminada a la vez. Yo no soy más que un bonito objeto de decoración…, una bonita puesta en escena. Yo no siento nada. Del amor, solo conozco la carencia y el dolor… El vacío, la ausencia. Al final soy como David, un David que no se habría cruzado con Rapha, de la calle Victor-Hugo, en Montrouge.
Y así, de pronto, lo que dijo Rapha sobre David y Chérie Colère le vuelve a la cabeza. Crispa los dedos sobre las sienes y hace una mueca. Eso es imposible, él se equivoca. Las palabras la golpean y reavivan unas imágenes que no quiere ver. Tiene ganas de echarse a reír, a carcajadas, de aullar con una risa terrible que hará pedazos esas imágenes que desfilan como una película mala, que le devolverá a su fantasmal marido, que conservará su prestancia frívola e inconsistente, que ella necesita a pesar de todo. David no puede engañarla. ¡Es imposible! Ella se las arregla para darle todo lo que él desea, todo ese vacío elegante y vano con el que él se llena el alma. Ese es el papel de ella. Él es una sombra que vaga en su vida y le recuerda a otra silueta que se escondía en su biblioteca. Aquel hombre que no le daba nada pero que, al menos, estaba ahí, esa presencia que no era tal, aunque ella había aprendido a nutrirse de ese vacío, a proyectar en él todos sus anhelos de amor nunca satisfechos. David no puede. David no puede… Rapha ha querido hacerme daño porque yo le amenacé con hacerle daño también.
Mira el reloj. Las dos y media de la tarde. La hora en que David se despierta. David no se duerme nunca antes del amanecer. Lee, escucha música, se da un baño caliente, pasea arriba y abajo en batín, telefonea a sus amigos al otro extremo del mundo. Cuando está en la mansión que su hermano posee en Chelsea, ocupa un apartamento destinado a los invitados. Ella sabe el número porque se ha alojado allí cuando va a Londres.
—Diga —dice una voz indolente, que ella reconoce inmediatamente.
—Soy yo… Quería darte una sorpresa…
—¡Lucille! ¡Qué buena idea! ¿Cómo estás, querida?
—¡Oh! David…
¿Cómo ha podido creer que hablarían? David no habla, diserta, ironiza, generaliza, trincha las palabras y las destila.
—Yes, my dear…
—¿Estás bien? ¿Ha ido todo bien?
—La caza ha sido excelente. ¡Hemos abatido más de mil faisanes! Los perros se han portado muy bien, y lady Balford ha resultado ser una anfitriona perfecta… Había organizado un picnic en una granja de su propiedad y me encantó encontrarme a lord Lowetts, a quien no veía desde hacía una eternidad. Me ha preguntado por ti y nos ha invitado a una cacería en febrero… P. C. también estaba, bien protegido de los paparazzi… Camilla ha cazado con nosotros. ¡Fornida mujer! Tiene encanto, ¿sabes?, un encanto campestre, es verdad, pero…
Cloquea. P. C. es el príncipe Carlos, como P. M. es la princesa Margarita o P. A. el príncipe Andrés. A David le pirran los cotilleos, se le ilumina la mirada cuando alguien le trae un chisme nuevo que llevarse a la boca.
—Eduardo está indignado: el futuro bebé es una niña, querida. Ese Ferrari seguirá oxidándose en el garaje…
—Ah…
—Padre está en Londres… Llegó a la vez que yo, de Buenos Aires, y nos ha dado una sorpresa: ¡acaba de volver a casarse! ¿Te das cuenta? A los setenta y cinco años, rehace su vida…
—¿Qué edad tiene ella?
—¡Veinticinco!
—Pero… —balbucea Lucille— ¿cómo ha podido esa chica…?
—¡Él le hizo creer que tenía noventa!
Se echa a reír y sus carcajadas resuenan con tanta fuerza en el auricular que Lucille lo aparta y espera a que él se calme. Tarda un buen rato en parar y cuando por fin se calla, es porque le sorprende que Lucille no disfrute de lo cómico de la situación y no responda como un eco a su buen humor.
—¿No lo entiendes? ¡Ella cree que a él no le queda mucho tiempo y que será rica dentro de poco! ¿No es tremendamente divertido?
—Sí —balbucea Lucille.
—¿Qué te pasa, querida? ¿Estás indispuesta?
—No…, no… Es solo que… ¿Cuándo tienes pensado volver?
—Iba a quedarme hasta mañana por la noche. La situación es muy cómica. Si vieras la cara de la recién casada… Controla todos los relojes de pared y de bolsillo, como si el tiempo no pasara bastante deprisa. Se aburre como una ostra con nosotros, y le cuesta muchísimo disimular su cansancio. A Eduardo y a mí casi nos da un ataque de risa… Deberías venir, te divertirías mucho. Es un cuadro costumbrista fascinante… Esta noche Eduardo da una gran fiesta en honor de papá. Nos divertiremos como locos… Mi padre está en una forma magnífica.
—No, no creo. Te esperaré aquí.
—Como quieras, querida. De todas maneras, la joven pareja tiene previsto pasar por París durante su viaje de novios. De modo que no tardarás en verles. Hasta mañana, Lucille, y descansa un poco… Tengo un proyecto nuevo del que quiero hablarte y tienes que estar en forma, en plena forma…
Se echa a reír otra vez y cuelga, después de que ambos intercambien las típicas frases de afecto entre marido y mujer.
Después de haber dejado a Clara y a Philippe, Joséphine se ha puesto a caminar hacia delante. Sin mirar los escaparates de las tiendas que atiborran las aceras y atraen al paseante tanto como las prostitutas descaradas y tristes, sin oler los aromas de la carne y las salchichas asadas que emanan de los tenderetes de comida griega o turca, sin preocuparse por los folletos pisoteados que se quedan pegados a los bajos de su abrigo, sin pensar siquiera en la banal brutalidad de ese incidente con Philippe. Eso tenía que pasar, tenía que pasar, martillea el compás de sus pisadas sobre el pavimento erosionado de la avenida de Clichy. Hunde la nariz en su gran chal rojo para protegerse del viento helado que se ha levantado y entra en un café.
Pide un expreso, coge el periódico que hay encima de la barra y va a sentarse. En la mesa vecina, una señora preside entre bolsas y paquetes. Vigila sus posesiones con sus ojos de clueca entornados, temiendo que alguien se las robe. Rectifica la posición de un bolso, acaricia el cierre de otro, los acerca. Observa a Joséphine a hurtadillas, la evalúa, la analiza, y se da la vuelta en cuanto ella levanta la cabeza de su periódico. De pronto se envalentona y le pregunta si puede vigilar sus cosas mientras ella va al lavabo.
—Estoy esperando a mi marido. Me ha dicho que le esperara mientras se iba a hacer un recado… ¡y hace más de tres cuartos de hora!
—A lo mejor la ha abandonado —dice Joséphine con una sonrisita.
La mujer le lanza una mirada de preocupación y temor a la vez.
—Es una broma —aclara Joséphine—. Vaya. Yo le vigilo las bolsas…
La vieja, suspicaz, ya no sabe qué hacer. Duda. Joséphine lee ese debate interior en la ansiedad de su mirada. O bien va a hacer pipí y deja sus cosas en manos de una desconocida que la toma por un perro en agosto, o bien se aguanta y espera que vuelva su marido, o bien se lleva todas sus cosas a cuestas, convirtiendo su visita a los lavabos en una expedición polar. Todo eso porque he querido hacerle una broma, se dice ella. ¡No hay que hacerle bromas a cualquiera! La vieja manosea el cordel de la bolsita de té que ha dejado en el platito y su mirada febril va y viene de sus paquetes a la puerta de los lavabos.
—Era una broma —dice Joséphine—. Vaya…
—No, no —contesta la anciana encogiendo los hombros—. Espero a mi marido. No tardará…
Cruza los brazos y se calla. Tiene la cabeza como una lechuza vieja y emperifollada. Su nariz se cierne sobre su boca, que se confunde con los pliegues del mentón arrugado. Un broche de brillantes cierra el cuello de astracán del abrigo de lana rizada. Un bolso de charol negro descansa sobre sus rodillas. Quizás yo seré así algún día, piensa Joséphine, si vuelvo a Nancy… Es ahora o nunca. Junta las manos, como si rezara. Eh, Vos, ahí arriba, ayudadme: guiadme, enviadme una señal y yo la seguiré ciegamente. Aunque sea difícil. No la eludiré. Pedidme lo imposible y yo haré lo que pueda. Sus ojos se vuelven atentos y se pone a buscar un indicio que le indique el principio de una solución. La vieja ha sacado una revista y pasa las páginas sin leerlas. Un artículo sobre microondas le llama la atención y acerca los ojillos a la página impresa. El periódico se abre y aparece una página de publicidad que afirma: «¡Philips, es más seguro!». Joséphine se sobresalta y los músculos de su vientre se contraen, como si hubiera recibido un puñetazo en el plexo. Eso es imposible. Nunca seré capaz. No tendré valor. Otra señal, Os lo suplico. No voy a jugarme toda la vida a una sola tirada de dados…
El marido ha vuelto. Va muy arreglado: chaqueta azul marino, pañuelo de lunares al cuello, parece más joven que su mujer. Lleva una bolsita de malla y L’Équipe enrollado bajo el brazo.
—¿Entonces ya has hecho las compras? —refunfuña la vieja, levantando la cabeza del artículo.
—Sí. He comprado filetes de pavo para esta noche…
—¡Filetes de pavo! No me parece bien… No me parece nada bien. Yo prefiero comprar pollo o chuletitas de cerdo…
—¡Costillas de cerdo, querrás decir! Ya sabes que me encantan las costillas de cerdo.
—¡No, costillas de cerdo no! Con las costillas de cerdo solo tienes para una vez. ¡En cambio, si compras un redondo de cerdo tienes para varias veces! Sale más a cuenta…
—Sí, pero si bañas las costillas de cerdo en salsa de tomate, queda la mar de bueno…
—¡Te digo que no sale a cuenta! En cambio con un pollo o un redondo, tienes para varias comidas…
El marido hace un gesto evasivo con la mano, con una manicura impecable, y llama al camarero.
—Entonces ¿qué les decimos a los chicos de Navidad? Voy a ir al lavabo y aprovecharé para telefonear a Jacques y decirle lo que haremos por Navidad…
—¿Tú qué quieres hacer en Navidad? —pregunta el viejo, que despliega ostentosamente el periódico.
—Precisamente eso es lo que te pregunto… A mí no me gustan las fiestas, ya lo sabes…
—Tú decides. A mí me da igual… Háblalo con Jacques…
—Pero tendré que ocuparme de mi madre si Jacques no se la quiere quedar. Y si me quedo con mi madre, no podremos ir a ver a los niños…
¡Dios mío!, piensa Joséphine, ¡esta vieja todavía tiene madre! ¡Los hay más viejos que esta vieja! Pero ¿hasta qué edad te obligan a vivir hoy en día?
—¿Has ido a buscar la receta para mamá? —pregunta la vieja, nerviosa, incómoda, pero sin ser capaz de dejar plantado a su marido.
—Lo tengo todo. Ha de tomar Prozac por la mañana y por la noche y un cuarto de Lexomil con las comidas… Lo he comprobado…
—¿Y mi Prozac lo has comprado? No te habrás olvidado, espero.
—No, no, me lo han dado todo…
—Entonces ¿qué le digo a Jacques?
—Dile lo que quieras. Yo no puedo ser más conciliador… Tráigame un escocés bien cargado —le pide al camarero que se ha acercado.
—Justamente, no me ayudas demasiado… ¡Aparte de que me has dejado aquí tirada una hora! —Baja la voz—. ¡Esta joven de aquí al lado creía que me habías abandonado, por si no lo sabes! ¡Y eso es de lo más agradable, es de lo más agradable!
—¡Pero en la farmacia había cola! He estado media hora esperando, por lo menos…
—… Así que no iba a dejarle mis paquetes para ir al lavabo… Con los filetes de pavo puedo recalentar el resto de las espinacas de ayer noche —sigue diciendo ella, levantándose y alisando su abrigo de lana.
El camarero ha puesto un vaso delante del hombre. Él lo coge y lo mueve para que los cubitos de hielo se fundan más deprisa. Después lo levanta a la altura de la cara y se moja los labios. Todos sus gestos son calculados, parcos. Una señal, pide Joséphine al cielo. Una pequeña señal sin importancia. ¿París o Nancy? ¿Nancy o París? Si tuviera cartas, haría un solitario y plantearía mi pregunta. Mi solitario favorito, ese que no termino casi nunca, ese al que le planteo preguntas sesgadas. ¿Debo seguir con Ambroise? Estoy casi segura de que la respuesta será no. Trece cartas dispuestas en hilera, boca abajo, encima otra hilera de trece cartas boca arriba, luego otra hilera de cartas boca abajo y una última boca arriba. Luego se colocan las cartas de la hilera inferior una encima de la otra, alternando rojas y negras y yendo del rey al as. Cuando ya no quedan cartas para colocar, se vuelven a poner trece, boca arriba. Y vuelta a empezar hasta que ya no quedan cartas. Cada vez que queda una columna vacía, se monta un rey y su serie. Cuando se han destapado todas las cartas y están todas ordenadas, con los reyes encabezando el séquito, has ganado. Ella se pasa horas haciendo este solitario. Napoleón I era un fanático de esos juegos. Planeaba sus batallas más terribles jugando con las cartas. Debió de perder en Waterloo porque no consiguió volver a encontrar el juego. Joséphine se fija en el reducido velador del café. Piensa en la larga mesa de madera del comedor de Nancy, que compraron Ambroise y ella en el mercado de viejo de Saint-Ouen para su primer apartamento. ¡Qué fácil era la vida entonces! Él la arrastró del brazo y sacó el talonario. Ella le besó y se pegó a él, feliz de ver que satisfacía sus menores deseos. Como con Philippe hace un rato. No aprenderé nunca, nunca…, suspira, desanimada.
El hombre retira un poco el vaso de whisky, se inclina, sopla sobre la superficie de la mesa para apartar las motas de polvo, extiende con cuidado el periódico, saca las gafas de un estuche marrón rígido, limpia los cristales, alisa la hoja del diario con la palma de la mano, se humedece el índice derecho y, colocándose la montura en la punta de la nariz, se dispone a leer, con la punta de la lengua asomando entre sus labios. Joséphine, asombrada ante tanta manía preventiva, baja la cabeza para disimular un ataque de risa. Entonces sus ojos topan con un titular en letras grandes, rectas y seguras de sí mismas, como soldaditos que van a la guerra, un titular que le provoca un vuelco en el corazón: «El PSG gana al Nancy: 3 - 0». El París-Saint-Germain… Nancy… Vuelve la cabeza para dejar de ver a esa maldita pareja que, tranquilamente, entre dos filetes de pavo y las ganas de hacer pipí, le revoluciona la vida. Al fondo del café, expuesto como un fresco multicolor, un anuncio inmenso con colores chillones ordena: «¡Vuele con Air Philippines!».