Capítulo 4

 

 

—¡Dios santo, no hay lugar más encantador en toda Escocia! —exclamó Cameron con alegría al tiempo que inhalaba una profunda bocanada de aire.

Alex contempló con la mirada perdida las enjalbegadas casitas perfectamente dispuestas sobre las montañas verdosas y púrpuras que se alzaban ante ellos. Los campos estaban cubiertos de rollizas vacas peludas, de cebados gansos y de niños de mejillas amanzanadas y piernas desnudas que gritaban de excitación mientras corrían para dar la bienvenida a su laird. Alex alzó los ojos al lúgubre castillo en la cresta de la montaña. El día que trajo a casa a Flora, había presumido orgulloso ante su reciente esposa del esplendor de la enorme fortaleza de piedra, que era testimonio de la simplicidad, el orden y el último avance en materia defensiva. Ahora, mientras lo observaba, sólo podía pensar en una cosa.

«Este es el lugar donde yace moribundo mi hijo.»

—¡MacDunn, MacDunn! —gritaban los niños con voz alegre—. ¡Ya has vuelto!

—Parecen felices —observó Brodick—. Es buena señal.

Alex asintió. Si David hubiera muerto durante su ausencia, el clan estaría de luto y temiendo el retorno de su señor. Sin embargo, su gente se estaba reuniendo para recibirle, agitando sus manos en pos de saludo, sus caras iluminadas con reservado optimismo. Ciertamente esperaban que hubiera encontrado a la bruja y que ésta fuera capaz de curar al joven.

—¡Vamos! —dijo, ansioso por ver a su hijo—. Démonos prisa.

Gwendolyn se aferró a Ned al pasar galopando junto a los MacDunn que les saludaban. En el instante que sus ojos se posaron en ella, sus sonrisas fueron borradas por la reserva y el miedo. Era una expresión que conocía bien. Ignorando sus miradas, alzó los ojos hacia el enorme castillo que emergía amenador ante ella. Era una impresionante estructura fría, de piedra negra toscamente cincelada, con cuatro torres siniestras y un muro macizo e impenetrable que se elevaba unos dieciocho metros en el aire. La fortaleza había sido construida con el mero propósito de defender a sus ocupantes. Desprovista de calor y gracia parecía más una prisión que un hogar. Al encontrarse más cerca observó que todas las ventanas de la torre principal estaban completamente cerradas, lo que le pareció peculiar ya que hacía un día espléndido y cálido.

MacDunn y sus guerreros hicieron sonar con estrépito las chirriantes abrazaderas de la puerta y entraron al patio. Hombres y mujeres fueron saliendo en tropel del siniestro castillo, ajustándose con premura tartanes y vestidos mientras corrían para saludar a su laird. Al salir a la luz resplandeciente del sol, entrecerraban los ojos y se los protegían, como si encontraran su brillo casi cegador. Varios hombres aspiraban grandes bocanadas de aire con ansiedad, lo que llevó a Gwendolyn a cuestionarse la pureza del aire en el interior del castillo.

—Bienvenido de vuelta, MacDunn —gritó un joven gallardo de pelo castaño que se acercó corriendo para hacerse cargo de su caballo.

—Gracias Eric —dijo Alex mientras desmontaba—. Hoy los caballos necesitan cuidados extra. Han cabalgado mucho e intensamente.

—De acuerdo —dijo el muchacho con voz solemne—. Me encargaré de ello. —Miró con curiosidad a Gwendolyn y a continuación se volvió para cumplir la orden.

Gwendolyn se deslizó del caballo de Ned, consciente de que todas las miradas estaban puestas en ella. Sus expresiones iban de la incertidumbre al miedo más absoluto. Los hombres se habían colocado delante de las mujeres, éstas delante de los niños, cada uno intentando proteger al otro de la perversidad de Gwendolyn. Ella devolvió las miradas de cautela de los MacDunn con calma glacial, sin dejar vislumbrar ni un ápice de las emociones que la aturdían. Después de haber sido tratada durante tantos años como algo vil y peligroso sus sentimientos no se habían endurecido, pero el tiempo le había enseñado a esconder su propio miedo y humillación. Por un breve instante, en el viaje, había pensado realmente que el hecho de que los MacDunn estuvieran buscando una bruja podría significar que su trato hacia ella sería diferente al de su propio clan.

Se había equivocado.

MacDunn se encaminó con determinación, dando grandes zancadas hacia el castillo, en apariencia ajeno al recibimiento frío que su gente le estaba dispensando. Al darse cuenta de que Gwendolyn no le seguía, se detuvo y se dio la vuelta.

—¿Vienes? —le preguntó con impaciencia.

Gwendolyn lanzó una mirada de desprecio a los MacDunn, y a continuación empezó a andar con lentitud en dirección al laird. Los MacDunn se apartaron enseguida, dejándole gran espacio para pasar. Brodick y Cameron se colocaron a ambos lados de ella y Ned detrás. Evidentemente, los guerreros estaban intentando reafirmar al clan de que se trataba de una prisionera y por tanto los MacDunn no tenían nada que temer. Con la cabeza erguida, la expresión serena, se dirigió al castillo con sosegada dignidad, rezumando lo que deseaba que fuera una irresistible aureola de poder. Sobre todo, no debía dejar que esta gente creyera que le preocupaba lo que ellos pudieran pensar de ella. De lo contrario revelaría debilidad, y la debilidad sólo incitaría a la persecución y al desprecio.

 Se unió a MacDunn ante la puerta maciza de roble que conducía a la torre principal. El arco de piedra que enmarcaba la puerta estaba festoneado con una guirnalda de ramas y bayas de serbal; había un saco pequeño y abultado atado con lana roja y clavado a las marcadas tablas de la puerta.

—¿Qué es esto? —Alex frunció el ceño y desgarró la bolsa de lino de la puerta. Un hedor repulsivo se introdujo al instante en su nariz, provocándole náuseas.

—¡Santo Dios! —perjuró, lanzando la bolsa a un lado—. ¿Qué significa esto? —Se volvió para mirar de frente a los del clan.

Los MacDunn se miraron entre sí nerviosos. Nadie contestó.

—La mezcla de la bolsa sirve para alejar a los espíritus malignos —repuso Gwendolyn con tranquilidad—. El clavo y el trozo de lana rojo son amuletos contra las brujas, y la guirnalda de serbal se supone que es para protegerse contra las maldiciones o para evitar que entre nadie con propósitos impíos.

Alex la miró sorprendido.

—¿Has visto estas cosas antes?

—Por supuesto. Los MacSween eran muy habilidosos preparando detalles de esta naturaleza.

Su voz era fría y la expresión de su rostro contenida, como si este intento para alejarla no la cogiera por sorpresa. Sin embargo, tenía las manos cerradas en un puño sujetando la tela gris de su vestido. Fue este gesto inconsciente lo que despertó la furia de Alex. Estirándose, arrancó el arco de ramas de serbal con un movimiento enérgico y a continuación se lo tiró a la multitud.

—Os pido que deis la bienvenida a Gwendolyn, anteriormente del clan de los MacSween, a las tierras de MacDunn. Durante su estancia, espero que se la trate con el debido respeto, el que le corresponde como invitada de honor. ¿Lo habéis entendido?

Los MacDunn intercambiaron miradas indecisas.

—Claro que sí —gritó un hombre de mala gana—. Bienvenida, milady.

Le siguieron unos cuantos saludos faltos de entusiasmo.

Satisfecho en parte por su obediencia, Alex abrió la puerta de par en par del castillo y entró.

—¡Dios maldito!

Le vinieron a la mente unas cuantas expresiones más propicias, pero tuvo que conformarse con aquella, ya que la nube de humo pernicioso en la que se introdujo le provocó un ataque violento de tos.

—Así es, así es, muchacho, échalo fuera, échalo fuera —le aconsejó una voz agradable.

Gwendolyn entró vacilante detrás de Alex y parpadeó hasta que se le acostumbraron los ojos al humo. La estancia a la que entraron estaba a oscuras, excepto por el rayo de sol que luchaba por introducirse por la puerta abierta tras ellos y un montón de antorchas de aceite que emitían más humo que llamas. Una ráfaga de aire fresco estaba arrastrando el pesado velo que cargaba la habitación y a medida que la nube se iba haciendo más fina, Gwendolyn fue capaz de descubrir un enorme vestíbulo. A ambos lados de la inmensa estancia crepitaban dos fuegos sobre los cuales había colocados numerosos calderos, cada uno de ellos vomitando acérrimas columnas negras. Las sólidas mesas de madera que rodeaban la habitación estaban llenas de marmitas, cuencos y jarras de todos los tamaños y formas, todos hirviendo con diversas sustancias acres. Las paredes y techo habían sido cubiertos con hierbas secas, elaborados amuletos y con más ramas de serbal, ofreciendo una extraña apariencia irreal; el suelo tenía también una capa de juncos en descomposición, Como consecuencia, el calor, el hedor y el humo eran prácticamente insoportables, aunque el hombre de cabellos del color de la nieve, que emergió de repente de entre la niebla, parecía soportarlo bastante bien.

—No te preocupes, muchacho, sólo lleva un minuto acostumbrarse —dijo golpeando con fuerza la espalda de Alex—. Venga, ahora, toma aire otra vez... Así..., ¿ lo ves ?

—¿En nombre de Dios, que está ocurriendo aquí, Owen? —preguntó con voz ronca Alex.

—Bueno, nos preparamos para la bruja —contestó Owen, como si la respuesta fuera obvia—. Y debo decir que ha sido una tarea desagradable. Condenadamente horrible, si te interesa saberlo. ¡Oh, disculpe, señora! —se excusó, advirtiendo la presencia de Gwendolyn—. A veces un anciano guerrero olvida cuidar su lenguaje delante de una dama. Perdóneme. Owen MacDunn, a su servicio. —Se inclinó hacia delante con una reverencia lenta y crepitante plantándole un beso galante en la mano—. Es muy atractiva, MacDunn —subrayó sonriendo mientras miraba a Gwendolyn de arriba abajo—. ¿Es de Brodick?

—No —interpuso Brodick entrando al vestíbulo con Cameron y Ned—. Dios, Owen, ¿qué es ese olor tan repugnante?

—Cuida tu lenguaje —le reprendió Owen, agitando un dedo retorcido—. Hay una dama presente y te rogaría que te comportaras como es debido, joven sinvergüenza. Es hora de que abandones tus costumbres libertinas y sientes la cabeza. Nuestro Brodick ha roto el corazón a más le una bella doncella —le confió a Gwendolyn—. Demasiado bien parecido para su propio bien, eso es. Ahora bien —continuó al tiempo que se acariciaba la barba—, no puedes ser de Cameron, ya que Clarinda tendría algo que decir al respecto. Ya lo creo. Estoy seguro de ello —rió entre dientes, claramente divertido por la idea. De repente, sus azules ojos se abrieron de par en par—. ¡Santo Dios! —exclamó al tiempo que tomaba aire, perplejo—. No eres...

Gwendolyn se contrajo.

—... la dama amiga de Ned, ¿verdad? Porque eso sería más que maravilloso, deliciosamente maravilloso.

Ella miró a Alex impotente.

—No es de Ned —aclaró Alex como irritado—. ¿Podemos, por favor, volver al tema del vestíbulo?

—Ya te lo he dicho, muchacho. —Owen le recordó—. Nos estamos preparando para la bruja. Perdona, querida —se disculpó, dando unas palmaditas en la mano de Gwendolyn—. Un desorden horrible, ya lo sé, y el hedor es absolutamente abominable. Pero tenemos que asegurarnos de que esa monstruosa bruja no pueda practicar sus conjuros contra nosotros, ¿no es así? Nosotros, los MacDunn debemos enseñarle que no seremos sometidos a su diabólica perversidad. Sí señor, recuerdo cuando yo era tan sólo una cosa insignificante, existía una bruja que vino e intentó convertir a nuestro laird en una cabra. El hechizo no funcionó del todo, pero durante años, después de aquello, el pobre anciano MacDunn adquirió el más terrible de los hábitos, que consistía en roer la mesa a la hora de la comida. Destrozó completamente una mesa magnífica en un año. ¿Lo recuerdas MacDunn?

—No había nacido.

Owen frunció el ceño, pensativo.

—No, claro que no —deslizó la vista por todos los presentes, calculando—. Ninguno de vosotros había nacido —concluyó—. Bien, no importa.

—¡Esta vez lo he conseguido!

Gwendolyn se volvió para ver entrar a un hombre pequeño y delgado de rostro adusto que llevaba una copa de plata burbujeando. Parecía tener aproximadamente la edad de Owen, tenía escaso y fino pelo blanco que le rodeaba la cabeza prácticamente calva; la cara profundamente marcada por las arrugas parecía estar atornillada a una permanente máscara de desaprobación.

—Ahora y aquí, MacDunn, debemos dar de beber esto a la bruja enseguida —informó señalando el brebaje verde oscuro que espumeaba de un modo repulsivo por el borde de la copa.

—¿Por qué, Lachlan? —preguntó Alex.

Lachlan lanzó una mirada de recelo a Gwendolyn, preguntándose si se podría confiar en ella. Considerando que así era, bajó la voz y les explicó.

—Este elixir que he preparado demostrará si la bruja es o no una bruja de verdad. Si lo es, sus poderes malignos la protegerán de los efectos del veneno. ¡Así es cómo lo sabremos con toda certeza! —terminó con tono triunfal.

—¿Y qué ocurrirá si no es bruja? —quiso saber Alex.

Lachlan lo miró sorprendido.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que qué ocurrirá si le das esa pócima a alguien que no está protegida con poderes malignos.

Lachlan se rascó su calva cabeza, desconcertado.

—Dijiste que ibas a conseguir una bruja, MacDunn —remarcó como a la defensiva—. Nunca dijiste nada sobre conseguir a alguien que podría ser una bruja. Poder y ser una bruja son dos cosas completamente distintas.

—Tiene razón, muchacho —suscribió Owen asintiendo—. No puedes discutirlo.

—¡Maldita sea! ¡Se acabó! —gruñó una voz furiosa desde el pasillo—. ¡Ya he aguantado más de lo que cualquier mortal puede hacerlo!

Gwendolyn se volvió y vio a otro hombre canoso irrumpir en el vestíbulo.

—Gracias a Dios que has vuelto MacDunn. Tienes que hacer algo al respecto, están convirtiendo el castillo en un tremendo estercolero —dijo con gesto airado dirigido a Owen y Lachlan—. ¡No puedes andar sin meterte en el fango, no hay luz y menos aún aire, ni siquiera la habitación de uno está a salvo! ¡Los vapores de mi habitación eran tan densos esta mañana que creí que me había quedado dormido indefenso en el maldito humero!

—Estás exagerando, Reginald —le reprendió una mujer sonriente de pecho grande y pelo gris minuciosamente arreglado, que entró en el hall tras él.

—No, por Dios, sabes que no, Marjorie —continuó Reginald—. ¡Y es un día triste en la vida de un hombre cuando su propia mujer intenta ahumarlo hasta la muerte mientras duerme!

En apariencia, sin perturbarse por su enfado, Marjorie pasó apresurada por delante del grupo con el brazo lleno de hierbas secas que a continuación lanzó con rapidez a una de las chimeneas. Una nueva cortina de humo densa comenzó a extenderse por la habitación.

—Ahí lo tienes, ¿lo ves? —preguntó Reginald—. Han estado día y noche con lo mismo. Quemando y colgando cosas, cociendo otras y enfangando todo, hasta el límite que este castillo y todo lo que hay en él apesta a arenques podridos. ¡Te lo digo yo, es suficiente para volver a un hombre loco de atar!

Los ojos de Owen y Lachlan se abrieron por completo.

—Mis disculpas, MacDunn —dijo Reginald—. Sólo es un modo de hablar.

—Lo sé —dijo Alex.

—Bien, ahora que todo está preparado, ¿dónde está la bruja? —preguntó Owen alegremente, frotándose sus sinuosas manos en anticipación. Echó un vistazo alrededor de la habitación con el gesto fruncido—. Te acordaste de traerla, ¿no es así, muchacho?

—Sí —le aseguró Alex—, lo recordé.

—Gracias a Dios —dijo Reginald—. Odiaría pensar que he soportado todo esto para nada.

—Manda a buscar a esa monstruosa bruja —ordenó Lachlan que estaba teniendo mucho cuidado en que aquella pócima no se derramara sobre sus manos—. Este elixir funciona mejor recién hecho.

—Ya está aquí —proclamó una aguda voz cascada.

El silencio se adueñó del vestíbulo mientras una aparición fantasmagórica comenzó a emerger a través del grueso manto de humo que aún se arremolinaba en el otro extremo de la estancia. Cuando el espectro estuvo más cerca, Gwendolyn vio que realmente se trataba de una anciana cuyo cabello cual velo plateado parecía flotar a su alrededor a medida
que avanzaba. Llevaba un magnífico vestido escarlata de seda bordado en oro y caminaba con la ayuda de un bastón oscuro exquisitamente tallado. A pesar de su porte encorvado y frágil cuerpo, emanaba de ella una energía sorprendente que parecía disipar el humo al traspasarlo. Su piel era pálida y estaba surcada por el tiempo, aunque tenía una suavidad y
luminosidad que Gwendolyn no recordaba haber visto en ninguna mujer de una edad tan avanzada.

Al llegar a la altura de Gwendolyn, se detuvo, se apoyó en el bastón y la observó durante un largo y silencioso instante. Los ojos de la mujer eran de un verde oscuro, su brillo era una fascinante combinación de sabiduría y alegría y de algo más, como si hubiera visto de la vida más de lo que podría haber deseado, pero que tuviera que ser aún vencida por ella.

—Lo has hecho muy bien, Alex —pronunció finalmente—. Tiene gran poder de espíritu. Pero debes tratarla con cuidado —añadió, su mirada aún clavada en Gwendolyn—. Es fuerte, pero ha sido lastimada. Sus heridas tienen que curar aún.

Gwendolyn contuvo el impulso de reír. ¿Durante cuántos años llevaba esta anciana excéntrica forjando historias fantasiosas y visiones para los MacDunn? Por supuesto, era ventajoso para Gwendolyn el que esta vidente la hubiera proclamado como bruja, ya que por la expresión de MacDunn advirtió que respetaba la opinión de la pobre criatura. Sin embargo, sintió la necesidad de corregirle en lo referente a haber sido herida,

—Me temo que no tengo ninguna herida —objetó.

La anciana la miró sosegada.

—Algunas heridas hacen cortes más profundos que aquellas de la carne, querida.

Owen, Lachlan y Reginald estaban ahora mirando fijamente a Gwendolyn, con la cara contraída por el asombro.

—Dios santo, ¿quieres decir que esta atractiva joven es la bruja? —balbuceó Owen, perplejo—. ¡Vaya, pero si es prácticamente una niña!

—Realmente creo que te equivocas, Morag —puntualizó Reginald—. Y no me extraña. ¡Con toda esta humareda enturbiando el vestíbulo, es extraño que puedas siquiera verla! —añadió irritado.

—Bueno, jovencita —dijo Lachlan, sonriendo—, debes estar destrozada después del largo viaje. ¿Por qué no das un buen trago a esta bebida especial que he hecho expresamente para ti? —la invitó, levantando el brebaje efervescente hacia su cara.

Alex le arrebató con rapidez la copa a Lachlan y arrojó el contenido en la chimenea. Una bola cegadora de llamas salió despedida del fuego, obligándoles a protegerse los ojos al tiempo que retrocedían.

—Realmente, Lachlan, me gustaría que dejaras las pócimas para mí —le reprendió Morag—. No sabes lo que haces.

Gwendolyn se quedó estupefacta mirando cómo los troncos gruesos la chimenea se disolvían con rapidez bajo los residuos en llamas del elixir de Lachlan.

—¡Si es una bruja de verdad, la pócima no le hubiera hecho daño! —protestó Lachlan.

—No sé que decir, Lachlan —musitó Owen—. Ese brebaje parece erriblemente poderoso.

—Creo que la muchacha nos tiene bajo algún tipo de hechizo —dijo Reginald—, que nos hace creer que ella es como la vemos, cuando en realdad es una vieja monstruosa. Lo que no quiere decir que todas las mueres mayores sean horribles, Morag —rectificó con rapidez.

—¿Por qué me dices eso? —le preguntó Morag, claramente sulfúrala—. Yo no soy vieja.

Alex desvió los ojos hacia Gwendolyn. Daba la impresión de estar llevándolo admirablemente bien, teniendo en cuenta que, después de haber escapado de la hoguera, su propio clan, ahora, parecía resuelto a ambas cosas: asfixiarla y envenenarla. Su expresión era sosegada mientras observaba a los ancianos discutir acaloradamente sobre cuándo, exactamente, uno podía ser considerado viejo. Por un momento pensó que ella podría apreciar el humor de esta ridícula recepción.

En ese momento advirtió que sus manos estaban aferradas de nuevo a su vestido, como si buscaran algo a lo que sujetarse.

Alex se movió para situarse junto a ella, tan cerca que sus desnudos brazos casi rozaron los suyos.

—Ella es Gwendolyn, en otro tiempo del clan de los MacSween —anunció—. Es la bruja a quien fui a buscar. Cuando llegamos a las tierras de los MacSween, descubrimos que había sido juzgada por brujería por su clan y sentenciada a morir en la hoguera —explicó, omitiendo intencionadamente que estaba acusada también de asesinato. No merecía la pena alarmar a su gente más de lo necesario—. Cuando rechazaron mi proposición para comprarla, decidí salvarla, despertando, por tanto, la ira del clan MacSween. Me temo que tendremos problemas de aquí en adelante.

—¿Estás diciendo que estamos en guerra con el clan de los MacSween, muchacho? —preguntó Owen incrédulo.

—¿A causa de esta atractiva bruja? —añadió Lachlan, mirando a Gwendolyn ofendido.

Alex asintió.

El reducido grupo asimiló la información conmocionado y en silencio. Sólo Morag aparentaba estar serena.

—¡Bien, yo lo encuentro fantástico! —declaró Owen, de repente radiante de felicidad—. Han pasado muchos años desde que nosotros, los MacDunn, estuvimos por última vez involucrados en una buena guerra de clanes.

—No veo lo fantástico del asunto —refunfuñó Lachlan con tono mordaz—. Es probable que nos abran a todos en canal y nos destripen aquí mismo.

—Iré enseguida a buscar mi espada y mi escudo —dijo Reginald—. Esos diablos astutos de los MacSween pueden atacar en cualquier momento.

—No creo que hoy necesitemos preocuparnos por un ataque —dijo Alex—. Nos encontramos con unos cuantos de camino aquí y nos ocupamos de ellos con rapidez. Pasará un tiempo antes de que los nuevos refuerzos aparezcan por aquí... si es que laird MacSween decide continuar con el asunto.

—Tendrá que hacerlo, joven —le aseguró Owen—. Es una cuestión de honor. Después de todo, le has robado su bruja.

—¿Estás segura de que es una bruja, Morag? —preguntó Lachlan, examinando a Gwendolyn con recelo—. No parece que le moleste todo este humo.

—Cameron, Brodick y Ned pueden los tres dar fe de sus poderes —repuso Morag—, ¿verdad?

—¡Ajá! —exclamó Cameron, asintiendo—. Una noche, de camino aquí, provocó la furia de los espíritus, ella misma.

—Nunca he visto nada parecido —añadió Brodick—. En el transcurso de dos minutos se desencadenó una tormenta violenta y acto seguido la noche se quedó en la calma más absoluta.

—¿Es cierto? —preguntó Owen claramente impresionado—. ¿Puedes hacer eso para nosotros, joven?

—No veo de qué nos puede servir eso —subrayó Lachlan, con ceño fruncido—. Provocar una tormenta en medio de un día perfecto.

—Pero sería divertido —dijo una voz suave.

La mujer que entró al hall sonreía, pero cuando fijó los ojos en Gwendolyn su boca se contrajo ligeramente, como si hubiera saboreado algo amargo. Sin embargo, se repuso con rapidez y procedió a atravesar la habitación. Era extraordinariamente atractiva, con cabellos dorados como la miel que le caían por su exuberante cuerpo curvilíneo. Sus movimientos reflejaban una elegancia serena, pero Gwendolyn percibió que su andar tenía que ver con el hecho de que todos los ojos estaban clavados en su persona y ella estaba disfrutando con ser el centro de atención.

—Bienvenido Alex —murmuró deteniéndose justo delante de él—. Te hemos echado de menos. —Arrugó la frente al ver el vendaje deshecho, que era lo único que le rodeaba su pecho desnudo—. ¿Te han herido gravemente?

—No, Robena —le aseguró—. Es apenas un rasguño.

Gwendolyn notó que el vestido que llevaba la mujer era escotado y una pizca demasiado apretado, de forma que la tela se ceñía con tirantez sobre la pálida redondez de su pecho. No obstante, no estaba desteñido ni rasgado, sugiriendo que ese efecto era intencionado. Por alguna razón esa observación la irritó. La invadió una imperiosa necesidad de agarrar un tartán y cubrirse.

—Así que esta es la bruja —observó Robena al tiempo que se volvía hacia Gwendolyn y sonreía, pero aquella no era una sonrisa abierta. Fijó sus ojos en los brazos desnudos de Gwendolyn, advirtiendo que la tela de su vestido coincidía con la del vendaje de MacDunn. Ahora que se encontraba más cerca, Gwendolyn pudo percibir unas finas líneas que se abrían como un abanico bajo sus ojos, revelando que debía estar más cerca de los treinta de lo que había pensado en un principio—. ¡Pobre criatura! —exclamó con un quiebro de voz reparando en el aspecto desaliñado de Gwendolyn—. Tienes aspecto de estar hambrienta. Alex, ¿no diste de comer a esta niña durante el viaje?

El tono jocoso de su reproche no impidió advertir a Gwendolyn que había algo en su aspecto que no agradaba a Robena.

—Ahora que está aquí comerá cuanto le sea necesario —repuso Alex—. ¿Cómo está mi hijo?

Se hizo el silencio en la habitación. Los miembros del clan se miraron entre sí indecisos, sin saber que responder. La única que permaneció serena Morag.

—Su estado continúa invariable, Alex —le informó Robena, con voz suave afectada por la pena—. Conseguí que comiera un poco anoche, pero su cuerpo expulsó enseguida todo. Elspeth dijo que era el veneno su cuerpo el que causaba esto, así que le purgó anoche mismo y esta mañana otra vez. Ahora está descansando tranquilo en su alcoba.

Alex asimiló la información en silencio. El informe no era diferente de lo que esperaba. Por ello había traído a la bruja. Además, las noticias podían haber sido bastante peores. Podrían haberle comunicado su muerte.

—Iré a verle ahora —anunció, dirigiéndose con grandes zancadas hacia la escalera, en el otro extremo alejado del vestíbulo—. El resto de vosotros encargaos de hacer algo para limpiar todo este desorden. No me agrada tener el vestíbulo oliendo como una caverna putrefacta.

Robena se agarró la falda y se apresuró tras él. De repente, Alex se detuvo para mirar expectante a Gwendolyn.

—¿Vienes? —le preguntó con tono impaciente.

El trío avanzó junto por las escaleras y a lo largo del pasillo, iluminado con la luz tenue de las antorchas. A medida que andaban, el aire se hacía más denso y viciado, al detenerse frente a una puerta de madera, Gwendolyn sintió que no podía respirar apenas. Incluso Robena había sacado un fino pañuelo de hilo de la manga de su vestido y se lo había colocado en la nariz para poder tolerar mejor el sofocante humo. Alex vaciló un momento, su mano enorme sujetando el picaporte de hierro, como insensibilizándose para lo que yacía al otro lado de la puerta. Finalmente, levantó el pestillo, abrió la puerta de par en par y entró.

La alcoba estaba oscura, caliente y sin aire debido a que las ventanas estaban cerradas a cal y canto y al calor que daba el fuego que crepitaba en la chimenea, a pesar de que en el exterior lucía un día cálido. La neblina acérrima, causada por las hierbas que ardían a fuego lento en innumerables marmitas, era tan espesa que hacía que el gran vestíbulo pareciera casi respirable en comparación. Pero en esta habitación se respiraba algo más; el olor cargado y acre de la enfermedad. Unas cuantas palmatorias emitían un débil destello en medio de la penumbra, ofreciendo la luz suficiente para que Gwendolyn pudiera distinguir una cama con un montón de mantas y pieles de animal apiladas. Una mujer delgada y de brazos larguiruchos estaba incorporada sobre ellas, arreglando con determinación un cobertor más. Al ver a Alex, la mujer se irguió e hizo una reverencia respetuosa con la cabeza.

—Bienvenido, MacDunn —lanzó una mirada a Gwendolyn, confundida—. ¿Es la bruja?

Alex asintió. La expresión de la mujer se contrajo.

—Discúlpeme, milord —empezó diciendo con un tono de voz mucho más condescendiente que el gesto rígido de su rostro cansado—, pero su hijo está en estos momentos bastante débil y realmente no creo...

—Lo verá ahora, Elspeth —le interrumpió Alex con firmeza.

Elspeth apretó los labios, como intentando reprimir cualquiera que fuera el argumento que quería exponer a su laird. Adivinando que no tenía otra elección, se apartó de la cama.

Alex dio un paso adelante como si se estuviera acercando a un ataúd. Reuniendo todo el coraje, miró hierático al rostro delgado y pajizo de su hijo. De no ser por la certitud de Elspeth de que el niño estaba descansando, hubiera pensado que estaba muerto. La piel de David era blanca, exenta de sangre, sus mejillas demacradas, sus párpados finos y frágiles  como el papel. Alex respiró profundamente, luchando contra la desesperación que amenazaba con embargarle. Primero su amada Flora, y ahora su único hijo. ¿Qué había hecho, se preguntaba exasperado, para que Dios le odiara de ese modo? Impresionado por la imagen de su hijo tumbado como un cadáver, alzó sus ojos a Gwendolyn, implorándole en silencio que le ayudara.

Gwendolyn miró fijamente a MacDunn. Era como si lo mirara por primera vez. En lugar del poderoso laird loco, del hombre que no temía a nada y se divertía provocando el miedo en los demás, vio de repente a un hombre con un insoportable dolor.

Bajó la vista hacia el pálido rostro bañado en sudor que yacía inmóvil sobre la almohada. Calculó que tendría unos nueve años, con seguridad no más de diez, aunque la enfermedad podría haber retrasado su crecimiento. Tenía una constitución muy frágil que le recordó a Gwendolyn a la cáscara de un huevo, fina, blanca y suave; temía que si posaba una mano sobre su frente febril se haría añicos de repente. Su respiración era tan débil que apenas se percibía... y no le extrañaba, pensó enfadada. Aquel terrible calor y el hedor corrompían el poco aire que pudiera haber en esa horrible habitación.

—No puede respirar apenas... ¿podríamos abrir una ventana? —sugirió, mirando esperanzada a MacDunn.

—¡No! —interpuso Robena—. El niño es débil y vulnerable a las corrientes.

—Se le debe mantener caliente —añadió Elspeth con aspereza—, un enfriamiento repentino lo mataría.

Gwendolyn reprimió el impulso de contestarles que entre el rabioso fuego y la insoportable montaña de mantas y pieles, había pocas posibilidades de que el muchacho cogiera frío. En cambio, con delicadeza posó la mano contra la ardiente mejilla, luego en la frente, preguntándose qué porcentaje de este calor sobrenatural era debido a la fiebre y cuál a la inaguantable temperatura de esta habitación. Los ojos del niño se entreabrieron lentamente con un parpadeo. La miró un momento, confuso, como si pensara que debía saber quien era pero no pudiera recordarlo. Y entonces, sus ojos se abrieron de par en par y comenzó a temblar, no de frío sino de miedo, se dio cuenta Gwendolyn.

—¿Eres la bruja? —preguntó con voz débil y asustada.

—Me llamo Gwendolyn —le contestó con amabilidad.

Interpretó su repuesta como afirmativa.

—Elspeth dice que eres perversa.

—Elspeth no me conoce de antes —repuso Gwendolyn—. Así que no me explico cómo puede saber eso.

El muchacho dio la impresión de reconsiderar su respuesta durante un instante. Luego miró a MacDunn y sollozó.

—¡No quiero a una bruja cerca de mí!

—Tolerarás su presencia —le ordenó Alex.

Los ojos del niño se cerraron como si el esfuerzo por mantenerlos abiertos ese breve periodo de tiempo le hubiera agotado por completo.

Gwendolyn lanzó una mirada de disgusto a MacDunn. Era evidente que el pequeño estaba enfermo y asustado. Podía imaginarse muy bien las historias espantosas que le habría contado esa tal Elspeth, y posiblemente otros, sobre brujas y lo que estas hacían con pequeños niños indefensos. La innecesaria brusquedad de MacDunn sólo conseguiría asustarle aún más. Mientras le fruncía el ceño, de repente notó el increíble parecido entre las facciones de MacDunn y su hijo. Las mejillas del pequeño y su mandíbula eran más suaves, casi más hermosas, y su aspecto era diferente, ya que su húmedo pelo oscuro que caía sobre la almohada y sus cejas eran pelirrojas. Sin embargo, la nariz era una copia exacta de la de MacDunn, más pequeña, pero perfectamente recta y estrecha; y su barbilla tenía el mismo hoyuelo distintivo.

—Le curarás —le ordenó Alex.

Su voz fue circunspecta y seca, dando a entender que lo que ordenaba era algo simple y sin grandes repercusiones. No obstante, Gwendolyn no se dejó engañar por su frío semblante. La agonía que había visto en sus ojos momentos antes le había revelado ya lo mucho que le importaba su hijo. Ese era el motivo por el cual la había llevado allí, descubrió. No porque quisiera usar sus supuestos poderes para proporcionarle riquezas, ni para hacerle invencible, ni destruir a otros clanes, como ella había creído. MacDunn había ido en su busca y la había secuestrado con descaro de manos de sus ejecutores porque tenía la esperanza de que fuera capaz de realizar un milagro y salvar a su hijo moribundo.

Por tanto, al seguir el juego pretendiendo ser una bruja, le había animado a creer que aquella hazaña imposible estaba al alcance de sus manos.

Bajó la vista.

—Puedes curarle —insistió Alex, inquieto por su silencio—, ¿verdad?

—Lo destruirá —advirtió Elspeth, lanzando una mirada de odio a Gwendolyn—. Es perversa y sólo puede hacer conjuros diabólicos. El alma de David es joven y pura y se la robará para sus espantosos fines, justo como sin duda ha hecho con las almas de otros innumerables inocentes...

—Basta ya, Elspeth —le ordenó Alex.

Elspeth apretó la boca, a continuación se dirigió a la chimenea y comenzó a echar más palillos de madera en ella.

Le empezaron a caer riachuelos de sudor por el rostro haciendo que Gwendolyn fuera plenamente consciente del calor insoportable de la habitación. La cabeza comenzó a darle vueltas, su respiración se redujo a profundos jadeos al rechazar su cuerpo el aire impuro que respiraba. Pudo imaginar el efecto que estas insufribles condiciones estaban teniendo en el pobre hijo de MacDunn.

—Discutiremos este asunto en otro lugar —pronunció MacDunn Icón aspereza. Cruzó la habitación, abrió la puerta de golpe y salió.

Una ráfaga de aire en cierto modo fresco entró en la estancia.

—Ten cuidado con las corrientes —ordenó Robena al tiempo que arrugaba el ceño a Gwendolyn.

Encantada de abandonar la habitación cargada, Gwendolyn se apresuró a salir, sintiéndose extrañamente culpable por abandonar a David al cuidado de esas dos mujeres.

 

—¿Puedes curarle?

Su actitud era sosegada al plantearle la pregunta. Si Gwendolyn no hubiera presenciado su dolor cuando miraba al niño hacía unos instantes, hubiera pensado que estaba vagamente interesado en su respuesta.

La habitación a la que había llevado a Gwendolyn se encontraba en la parte alta de una de las torres del castillo, donde estaría aislada del resto del clan. No sabía si esto era para protegerlos de ella o viceversa. Al igual que el resto de esta desapacible fortaleza, estaba en penumbra y falta de aire, cargada del humo que despedían dos vasijas con hierbas quemándose. Sintiéndose mareada y con náuseas, Gwendolyn se dirigió a las ventanas que se encontraban cerradas y las abrió de par en par, a continuación inhaló con ansia varias bocanadas largas y depurativas de aire puro. Una vez que se sintió lo suficiente restablecida del hedor a humo y enfermedad, se volvió hacia MacDunn.

—¿Va a ser esta mi habitación? —preguntó sin contestar su pregunta.

Él asintió.

Al ver que así era, fue hacia la mesa, agarró las dos vasijas humeantes con los brazos y las arrojó por la ventana.

—Está claro que tu clan me desprecia —comenzó a decir mientras se volvía hacia él—, pero si tengo que ganarme su confianza...

—¡Maldita sea! —rugió una voz furiosa desde abajo—. En nombre de Cristo, ¿qué estás intentando hacer, matarme?

Gwendolyn soltó un gemido y se asomó por la ventana. Un hombre bajo y rechoncho estaba mirándola con gesto airado al tiempo que se frotaba enfadado su dolorida cabeza..

—Lo siento —se disculpó con fervor—. No me he dado cuenta de que estaba ahí.

El ceño del hombre se fundió en una expresión de verdadero espanto.

—¡La bruja! ¡La bruja! —berreó, retorciéndose mientras se alejaba—, ¡Ha intentado matarme! ¡Me ha marcado con la muerte! ¡Ayuda, ayuda!

Gwendolyn observó frustrada cómo se alejaba corriendo, chillando al límite de sus pulmones.

—Creo que no deberías albergar esperanza alguna de que el clan llegue a confiar en ti —le sugirió Alex con ironía—. Son una manada de supersticiosos y no dados a creer que se pueda confiar en una bruja. Además, no me importa en absoluto si te haces amiga del clan o no. Te traje aquí por tus poderes. Y ahora quiero saber si puedes curar a mi hijo.

Gwendolyn lo miró en silencio. Era evidente que el chico estaba muy enfermo y ya había sido tratado por curanderos bastante más experimentados que ella.

—¿Cuánto tiempo lleva enfermo, MacDunn?

Alex alzó sus hombros desalentado.

—Realmente no lo sé. Desde que nació, nunca ha sido un niño sano. Se parece a su madre, tanto en el físico como en su delicada constitución. Su madre murió por ello —terminó diciendo con tono grave.

—Pero con seguridad no ha estado siempre así —replicó Gwendolyn.

—No —admitió—, comenzó a ponerse malo con más frecuencia hace unos cuatro meses. Al principio parecía una simple indisposición del estómago. Daba la impresión de que no podía retener nada dentro y, cuando intentaba comer, sufría un terrible dolor. Poco a poco su apetito disminuyó por completo. Iba perdiendo peso y fuerza. Elspeth es una magnífica curandera, pero no parecía capaz de ayudar al muchacho, así que mandé a buscar a dos curanderos de Scone. Permanecieron aquí cerca de un mes y atormentaron al pobre pequeño con repugnantes pócimas y medicamentos... sangrías, purgas y ampollas. A veces daba la impresión de que estaban resueltos a vencer la enfermedad forzando su cuerpo, pero mi hijo no mejoró con sus torturas. Al final no pude soportar sus gritos por más tiempo y los despedí. Elspeth asumió su cuidado de nuevo, ayudada por Robena. Recé por que se recuperara, pero no fue así. Había perdido toda esperanza. Y entonces, un día, oí que había una bruja que vivía entre los MacSween. Se decía que sus poderes eran enormes, aunque a menudo con fines perversos. Morag me dijo que te buscara y te trajera a mi clan. Y ahora dime, ¿puedes curar a mi hijo?

Gwendolyn vaciló. Ella no tenía poderes mágicos y, aparte de haber estudiado en secreto las notas de su madre, no tenía experiencia práctica como curandera. Todo parecía indicar que el niño iba ciertamente a morir, quizá antes de que acabara aquella noche. Pero si admitía esto ante MacDunn, se daría cuenta de que había arriesgado el bienestar de su clan por nada y ya no tendría ningún motivo para protegerla.

—La enfermedad del niño es grave —empezó—, y se le ha sometido a tratamientos que puede que le hayan debilitado más que reforzado. No puedo asegurar que pueda curarlo —reconoció con prudencia—, pero lo intentaré, MacDunn.

No vio ningún destello de esperanza cruzar su rostro. Quizá en otro tiempo experimentó esa sensación y sabía lo doloroso que podría ser. En lugar de ello hizo un simple gesto de asentimiento.

—Entonces, pongo a mi hijo bajo tus cuidados. Mientras estés aquí, puedes merodear por el castillo a tu antojo, pero no saldrás sin mi consentimiento ni escolta. Si el chico empeora o muere, o si intentas escapar mientras te confío su vida, entonces sufrirás las consecuencias. ¿Está claro?

—¿Y si se recupera?

—Si mi hijo se cura, se te perdonará la vida.

—¿Y seré libre?

—No. Te quedarás aquí para curar a aquellos que puedan caer enfermos.

—No es un intercambio muy satisfactorio, MacDunn —protestó Gwendolyn—. Si salvo la vida de tu hijo, entonces se me debe conceder la libertad.

—Te he salvado ya tres veces de la muerte —le recordó—. Dos de ellas de los MacSween y una de un jabalí. Tu vida me pertenece y la única recompensa, en caso de que la merezcas, será tu vida.

—Entonces mátame y acaba con ella —replicó enfadada, dándole la espalda—, porque no viviré como una prisionera toda mi vida.

Le embargó la irritación. ¿No se daba cuenta de que no tenía otra elección? La agarró con brusquedad por el brazo y le dio la vuelta. Ella gimió con furia e intentó deshacerse de él retorciéndose, pero él aferró su puño hasta que casi pudo sentir cómo su carne se hundía como una fruta madura bajo sus dedos. Atrapó su barbilla con la otra mano y la obligó a que le mirara, dejando claro que no toleraría su insolencia.

—No tienes elección, Gwendolyn —le dijo con aspereza.

—Eres tú el que no tienes elección, MacDunn —contraatacó; sus grises ojos encendidos en fuego—. Ya que a menos que accedas a liberarme, tu hijo morirá, y yo no haré nada para evitarlo.

Sabía que le estaba haciendo daño, pero su furia parecía superar la molestia. De repente, fue consciente de lo pequeña y frágil que era en sus manos. La delicada constitución de su mandíbula podría hacerse añicos bajo la presión de su garra, el magullado satén de su brazo le había calentado la palma de la mano. Su respiración era profunda y reflejaba su enfado, sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas bien por el calor de la habitación de su hijo o por su propia furia, no estaba seguro. La delicada curva de su pecho le rozaba al ritmo de su respiración, con la tosca tela de su vestido como única barrera entre ellos.

El deseo se apoderó de él, oscuro, ferviente, abrumador.

Incapaz de controlarse, soltó su barbilla y sumergió sus dedos en lo más profundo de su cabello mientras la envolvía con el otro brazo, la atrajo hacia sí y posó su boca sobre la de ella. Gwendolyn gimió encolerizada e intentó apartarle de un empujón, pero la ansiedad que le devoraba las entrañas era vertiginosa y le hacía perder el último vestigio de cordura. Ella luchaba contra él, sí, pero él no podía entenderlo, no podía creer que la necesidad que ahora hacía estragos en su interior no hubiera inflamado también la pasión en ella. Su lengua se sumergió en la suavidad de su boca, saboreándola, rogándole que se rindiera. Por un instante se mostró fría, como conmocionada, o quizá su cuerpo estaba recordando cuando él la besó de esta misma manera y cómo había reaccionado. Él gimió y su beso se hizo más profundo, acercándola, hasta que su figura esbelta y delicada se encontraba aprisionada contra su propio cuerpo, largo y poderoso. Y entonces, de súbito, su vacilación desapareció y ella se aferró a él, devolviéndole sus besos con un fervor que aparentaba igualar al suyo.

Era un error impensable, lo sabía muy bien, y aún así continuó tocándola, sujetándola, saboreándola, como si se tratara de un náufrago que encuentra finalmente una tabla a la que agarrarse. Dentro de unos segundos recuperaría la razón, estaba casi seguro de ello, pero hasta que eso ocurriera se dejaría arrastrar por esta maravillosa locura, este éxtasis robado, que nunca pensó volver a experimentar. En la época que Flora gozaba de salud la sangre le bullía en las venas, pero nunca de este modo, nunca hasta el punto de no poder apenas pensar, no poder casi respirar o recordar quién o qué era.

Era el marido de Flora.

Sorprendido por su cerril comportamiento, la liberó con brusquedad y se apartó. La miró con cautela, preguntándose si le habría hechizado. Aquel pensamiento le reconfortó, ya que explicaba, aunque no excusaba, el sorprendente deseo que sentía por ella. Sin embargo, Gwendolyn se había llevado sus dedos a los labios con los ojos fijos en él, desconcertada, como si tampoco pudiera comprender lo que estaba ocurriendo entre ellos.

—Muy bien —habló Alex con una extraña voz cavernosa—. Cura a mi hijo y te concederé la libertad.

Ella no dijo nada. Él interpretó su silencio como condescendiente.

—Esta noche cenarás en el gran salón con el resto del clan —le ordenó mientras se dirigía a la puerta. La alcoba se había reducido, en cierto modo, y le sobrevino la necesidad de alejarse de ella—. Ordenaré a mi gente que no intenten envenenarte mientras permaneces aquí.

—No deseo cenar con tu clan —le informó Gwendolyn, estremecida por lo que acababa de suceder entre ellos—. Ya que soy una prisionera, cenaré sola en mi habitación.

—Comerás donde y cuando yo lo diga —contraatacó Alex—, y te ordeno que te unas a mí en el gran salón.

Gwendolyn hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No bajaré.

Abrió la puerta de un tirón.

—Entonces mandaré a alguien para que te lleve.

Los rayos de sol se deslizaban por las ventanas abiertas, envolviendo su pequeña figura con una aureola brillante mientras ella lo miraba airada. Su luz trémula se reflejaba a través de su sedoso cabello negro, al tiempo que resaltaba el perfil esbelto de su cuerpo con oro, revelándole con dolor lo perfecta y femenina que era, incluso con aquel vestido hecho jirones y manchado por el humo. El deseo le vapuleó de nuevo, con tanta intensidad que casi le produjo dolor.

—Necesitarás otro vestido —murmuró con aspereza—. Me encargaré de ello.

Se marchó cerrando la puerta con fuerza.

 

—... El cuenco voló haciendo un gran círculo y entonces se detuvo allí, posado en el aire, como si lo sostuvieran unas terribles manos perversas —dijo Munro, ahuecando sus manos rechonchas para ilustrar mejor el relato.

Un murmullo de pavor recorrió el gran salón.

—¿Y qué hiciste? —le apremió Reginald.

—¡Toma, me quedé allí, de pie, mirándolo perplejo, paralizado por que las piernas se me transformaron en piedra, y cuando abrí la boca para gritar, no salió ningún sonido! Ahí fue cuando supe que la bruja me había hechizado y no había nada que pudiera hacer salvo pedir misericordia.

—¿Y qué sucedió luego? —preguntó Lachlan.

—Bien, la vasija se quedó suspendida un instante, proyectando su gran sombra negra sobre mí —continuó Munro, agitando las manos para causar más efecto—, y de golpe se me estremecieron hasta los huesos. Justo cuando estaba seguro de que no podía soportarlo, el cuenco empezó de repente a volar hacia mí, al igual que se abalanza, un halcón sobre la liebre. Solté un largo y terrorífico grito antes de que me golpeara con toda crueldad en la cabeza, dejándome inconsciente —inclinó la cabeza hacia delante y señaló el chichón del tamaño de un huevo que sobresalía de su cráneo.

Las mujeres del clan suspiraron de horror.

—Discúlpame, Munro, pero ¿cómo pudiste gritar? —se preguntó Owen—. Creo que dijiste que no podías emitir ningún sonido.

—Fue un grito silencioso —aclaró Munro. Sus ojos se entrecerraron y con tono ominoso bajó la voz para terminar—: el grito más aterrador de todos.

—Pero ¿por qué ha elegido la bruja herirte a ti? —preguntó Reginald—. Tú no le has hecho nada malo.

—No pienses ni por un momento que Munro va a ser el único que sufra los conjuros de la bruja —advirtió Elspeth con tono macabro—. Las brujas no necesitan motivos para hacer el mal. ¡Llevan la desgracia a los otros por puro placer!

—¡Dios mío —dijo Owen agitando la cabeza—, aparenta ser una joven tan agradable!

—Yo no creí que lo fuera —repuso Lachlan enfurruñado—. Una muchacha agradable hubiera probado por cortesía mi elixir.

—¡Santo Dios, Lachlan, esa pócima que hiciste hubiera disuelto el acero! —observó Reginald—. MacDunn se hubiera enfadado aún más si hubieras envenenado a su invitada nada más llegar.

—Puede que fuera una pizca fuerte —reconoció Lachlan—, pero he estado trabajando en otra, y esta vez tengo las medidas exactas —añadió dando un golpecito a la gran jarra que tenía al lado de la copa.

—Si es realmente una bruja, sus poderes deben ser increíbles, ya que no parecieron afectarle las hierbas y los amuletos del vestíbulo —se lamentó Marjorie, mientras dejaba una bandeja de carne asada sobre la mesa—. Ojalá MacDunn nos hubiera permitido dejarlos un poco más de tiempo.

—Prefiero que sea así —dijo Reginald—. El lugar tenía un aspecto horrible y olía aún peor.

—La bruja no estaba afectada -—aseguró Elspeth a Marjorie—. Sencillamente usó sus poderes para disimular el tormento. Pero en la habitación del muchacho no le fue tan bien. Pude ver cómo el humo le molestaba.

—¿Qué demonios demuestra eso? —preguntó Reginald impaciente—. Esa neblina fétida que vosotras habéis creado en todas las habitaciones, me importuna a mí mismo, y estoy seguro de que no soy una bruja.

—No es lo mismo —replicó Elspeth irritada.

—¿ Qué vamos a hacer ? —preguntó Robena—. El pobre David le tiene pavor, pero MacDunn está resuelto a que confiemos al pequeño a su cuidado.

—Lo matará con toda certeza —predijo Elspeth—. Si no con sus conjuros, ignorándolo. Hoy quería abrir una ventana de la alcoba.

—¿No se da cuenta la joven de lo peligroso que puede ser? —masculló Owen, claramente horrorizado.

—Diría que no —la expresión de Elspeth se tornó pensativa—. Por otro lado, quizá sí se dé cuenta.

—Eso es terrible —se lamentó Marjorie—. Alguien tiene que hablar con MacDunn.

—MacDunn no atenderá a razones —dijo Lachlan—, no cuando se trata de su hijo.

—Es cierto —asintió Owen—. El pobre muchacho no ha sido el mismo desde que nuestra querida Flora murió.

—MacDunn está mucho mejor ahora —señaló Robena—. Si tan sólo pudiéramos convencerle para que vea que esa bruja sólo puede usar sus métodos malignos para infligir miseria y sufrimiento...

—Buenas noches, jovencita —gritó Owen con alegría al tiempo que agitaba la mano—. Estábamos hablando de ti en este momento.

Sorprendido, todo el mundo en el salón se volvió y miró con miedo a Gwendolyn que se encontraba en la parte de arriba de las escaleras.

No debería haber venido, descubrió desconsolada. No quería. Fue la amenaza de MacDunn de enviar a alguien para que la trajera lo que finalmente la empujó a salir de su habitación. Junto con el agradable aroma a especias de la carne asada y el olor a pan recién hecho. La repentina y angustiosa pérdida de su padre la había dejado demasiado consternada para preocuparse de las necesidades de su cuerpo en estos últimos días. Pero al sentarse en su alcoba apenada, observando las cintas de luz púrpura de verano desvanecerse desde su ventana, de repente fue consciente del gran vacío casi doloroso que sentía. Las atormentadoras esencias que subían desde la cocina y el gran salón sólo intensificaron esa sensación, hasta que finalmente el hambre le estaba desgarrando con impaciencia el estómago. Fue en ese momento cuando dos hombres aparecieron en su puerta llevando una tina de metal, que colocaron con rapidez en la habitación. MacDunn pensó que podría querer darse un baño, le explicaron. Un desfile de hombres les siguieron con cubos rebosantes de agua, que vaciaron con premura en el baño antes de salir en una carrera de la alcoba.

Justo cuando estaba a punto de meterse en la tina, hubo otro golpe en la puerta. La abrió, y apareció una sirvienta extremadamente tímida que llevaba acunado un precioso vestido de lana carmesí. «Es un regalo de MacDunn», dijo con un tartamudeo y lo puso nerviosa en los brazos de Gwendolyn, desapareciendo a continuación de su presencia. Al principio, estuvo tentada de llamar a la chica para que volviera y decirle que no quería tal regalo. Pero la lana del vestido se deslizaba como el vino templado sobre la piel desnuda de sus brazos y se quedó fascinada por su suavidad, tan diferente de la tosca tela, tan familiar, de su propio vestido. Se colocó el traje por encima del cuerpo, maravillada por el complejo bordado de oro que adornaba el gran escote y los puños. Siempre se había hecho sus propios vestidos y sin una madre ni una amiga para guiarla, sus labores nunca habían progresado. De repente, su vestido no sólo parecía estropeado, sino también feo y mal cosido. Quizá no había nada de malo en aceptar ese regalo, consideró. Después de todo, si tenía que cenar en el gran salón con el clan, no podía presentarse allí con aquellas ropas poco mejores que un harapo.

Pero ahora, mientras se encontraba allí de pie en las escaleras, con los ojos clavados en las miradas desconfiadas de los MacDunn, deseó no haber bajado. Soportó su silencio, su escrutinio hostil con aire frío de distanciamiento, un ademán que había aprendido a mostrar desde que era una niña. Acordándose que MacDunn le había ordenado unirse al clan para la cena, comenzó a descender lentamente las escaleras.

Un murmullo de intranquilidad se adueñó de la sala. Al llegar abajo, Gwendolyn se dio cuenta de que no sabía dónde se suponía que tenía que sentarse. Owen, Lachlan, Reginald y Morag lo hacían a la mesa del laird, que estaba situada en una tarima elevada en medio del salón. Owen la había saludado con entusiasmo al entrar ella, pero se detuvo cuando Lachlan le dio un codazo de desaprobación en el costado. El resto de los miembros del clan que cenaban allí aquella noche estaban apiñados en bancos dispuestos alrededor de largas mesas cubiertas con manteles. Viendo un sitio libre en uno de ellos, Gwendolyn se dirigió a él. Tan pronto como los MacDunn de ese lado se dieron cuenta de su intención, movieron rápidamente sus posiciones de manera que el hueco existente antes desapareció. Gwendolyn se detuvo, enderezó la columna y comenzó a desplazarse con determinación hacia otra mesa. La gente de inmediato cerró filas, evitando con éxito que se sentara. Dudó un momento y luego se encamino a una tercera mesa. Los MacDunn le dirigieron una mirada fría a medida que se acercaba, dejando claro que su compañía no era grata.

Desconcertada y humillada, sintiendo de todo salvo hambre, Gwendolyn se dirigió con rapidez hacia el arco que conducía al pasillo, para encontrarse de lleno con MacDunn cuando éste giraba la esquina con Brodick y Cameron.

—¿Dónde vas? —le preguntó.

—Vuel... vuelvo a mi habitación —tartamudeó.

—Entonces tu sentido de la orientación está atrofiado —observó Cameron, divertido—Las escaleras que van a tu alcoba están al otro lado del salón.

Alex la examinó unos segundos. El vestido que le había enviado caía sobre su esbelta figura como una magnífica cascada dorada y eritrea, el brillo de aquel acentuaba la palidez de su piel y el matiz azabache de su pelo. Sin embargo, la tela no se ajustaba alrededor de la escasa anchura de cintura y de sus caderas, recordándole su fragilidad. Se preguntó si siempre había sido tan delgada, o si por el contrario la muerte de su padre y los días desapacibles en una mazmorra malsana y húmeda habían consumido su carne.

—¿Has comido algo? —le preguntó.

—No tengo hambre.                                    

—¿Estás enferma? —insistió, preocupado por su falta de apetito.

Con la vista agachada, Gwendolyn movió la cabeza, de un lado a otro.

—Entonces te quedarás y comerás algo —le ordenó—. No dejaré que te mates de hambre.

—Por favor, MacDunn —le imploró con suavidad—, deseo volver a mi habitación.

Su voz era débil y forzada, como si estuviera al borde de quebrarse. Alex arrugó el entrecejo. Aunque se había jurado no volverla a tocar, se sorprendió sujetando su barbilla y levantando con delicadeza su cabeza. Sus grandes ojos grises brillaban de dolor y su expresión era de súplica. Asombrado de verla tan herida, desvió la mirada al resto del clan. La expresión de culpabilidad de sus rostros le hizo entender de súbito que habían sido ellos los que la habían llevado a ese estado. Le embargó la ira; la ira y un extraño sentimiento protector, que le incitaba a querer envolverla con sus brazos y consolar su ultrajado espíritu con palabras amables. En cambio, le hizo una pequeña reverencia y le ofreció su brazo.

—Discúlpeme, milady, por llegar tan tarde —su tono contrito era premeditado, como si tuviera toda la razón para estar enfadada con él—. Pero ahora que estoy aquí, espero que lo reconsidere y acepte unirse a mi mesa.

Gwendolyn lo miró confundida. No había rastro de burla en el rostro de MacDunn. Por el contrario daba la impresión de sentir realmente remordimientos, dando a entender que su repentina huida del salón se debía en cierto modo a su imperdonable desconsideración hacia ella. Estaba intentando salvar su orgullo herido, advirtió Gwendolyn, al disculparse ante su clan y darle la oportunidad de elegir aceptar o rechazar su gesto.

Conmovida por la sensibilidad de MacDunn, alargó el brazo y posó la mano sobre el firme músculo de su brazo.

Alex la acompañó a través del salón hasta la mesa del laird donde apartó una silla y le ofreció asiento. A continuación tomó su lugar junto a ella y se dirigió a su clan con severidad.

—Gwendolyn MacSween es nuestra invitada. Durante su estancia aquí, tengo plena fe en que le tributaréis los honores que normalmente dispensamos a nuestros invitados y le ofreceréis la ayuda que requiera mientras atiende a mi hijo.

El clan permaneció en silencio. Satisfecho de haber dejado claras sus expectativas, se volvió y comenzó a apilar comida en el plato de Gwendolyn.

Aunque se sentía en cierta manera reconfortada por el apoyo de MacDunn, no había duda de la animadversión que se respiraba en el salón. Por el rabillo del ojo vio cómo Elspeth y Robena la miraban airadas y no eran las únicas. Los MacDunn temían y se resentían por su presencia. Una orden de su señor no podía cambiar sus sentimientos hacia ella.

—Bien, muchacha —empezó Owen, rompiendo el incómodo silencio—. Me pregunto si conoces a una bruja que se llama Fenella.

 Gwendolyn le respondió con un gesto negativo.

—Vamos, seguro que has oído al menos hablar de ella —insistió—. Era una criatura horrible y vieja, con un carácter peculiarmente antipático, lo cual era una pena, porque era una hechicera de poder inmenso —rió entre dientes—. Cuando era un chiquillo, un amigo mío se burló de ella a sus espaldas. Tan sólo era un niño estúpido y no tenía intención de hacer daño, pero Fenella le castigó haciendo que sus orejas y su nariz se alargaran de un modo ridículo, así aprendería cómo se siente uno cuando es el centro de las burlas. ¿Estás segura de que no la conoces?

—¿Por qué iba a conocerla? —preguntó Lachlan impacientado—. Fenella era tan vieja como una piedra cuando éramos chavales. Murió antes de que esta muchacha naciera.

—No sabemos la edad que tiene esta bruja —señaló Owen—. Quizá está usando sus poderes para mantener una apariencia joven. Si no, mira a Morag. Tiene cerca de ochenta y no parece que tenga más de un día pasados los sesenta y nueve.

Una mácula de color apareció en las mejillas de Morag.

—Gracias, Owen. No es la brujería la que mantiene mi aspecto joven, sino una crema especial que he elaborado.

Reginald ojeó a Gwendolyn con curiosidad.

—¿Estás usando tus poderes para mostrarte así?

Gwendolyn le contestó que no con la cabeza.

Owen parecía contrariado.

—Entonces, imagino que eres demasiado joven para conocer a Fenella. Bueno, no importa.

—Aquí tienes, joven —le invitó Lachlan, levantando la jarra grande junto a su copa—. Tengo un vino maravilloso que debes probar.

Alex alzó la ceja y lo miró con severidad.

Lachlan resopló de frustración y dejó a un lado la jarra.

—MacDunn mencionó que estabas condenada a morir en la hoguera—empezó diciendo Reginald con tono locuaz.

Gwendolyn asintió.

—Un asunto desagradable, ese —subrayó Reginald—. Como guerrero, preferiría morir con una espada en el estómago —dijo atravesando un gran trozo de carne con su daga—. Limpia y sencillamente.

—No veo lo limpio de que te trinchen las entrañas —observó Lachlan, su fina boca contraída de asco—. A mí me parece completamente repulsivo.

—Disculpa, Lachlan, pero creo que es mejor que ser atado a una estaca y que alguien te prenda fuego —repuso Owen, estirándose para coger una porción de salmón. Su codo golpeó accidentalmente la jarra de Lachlan y la volcó, derramándose el líquido marrón y espeso que contenía. Todo el mundo presente en la mesa observó estupefacto cómo la sustancia comenzó a borbotear, abriendo acto seguido un enorme agujero en el mantel que cubría la mesa.

—Francamente, Lachlan, no sabes lo que te haces cuando se trata de pócimas —le reprendió Morag—. De verdad debes dejar de hacerlas.

—Sólo me falta práctica —dijo mirando avergonzado a Alex—. Estaba seguro de que esta vez lo había conseguido.

—Estoy seguro de ello —le dio la razón Alex, revistiéndose de paciencia—, pero preferiría, Lachlan, que te abstuvieses de inventar bebidas especiales para Gwendolyn mientras se encuentra entre nosotros.

Lachlan bajó la vista al plato. Parecía tan avergonzado que hasta Gwendolyn lo sintió por él.

La cena continuó en un silencio incómodo. Gwendolyn consiguió comer un poco de la montaña de comida que MacDunn había apilado en su plato, pero cada bocado parecía instalarse en su garganta. Finalmente, incapaz de soportar la tensión del ambiente por un momento más, se levantó de la mesa.

—Estoy cansada —musitó—. Por favor, disculpadme.

Sin esperar al consentimiento de MacDunn, se volvió y se encaminó con lentitud hacia las escaleras, fingiendo una tranquila seguridad que ocultaba por completo la angustia que embargaba su corazón.

 

Tenía que escapar antes de que el muchacho muriera.

No existía ninguna duda de que moriría, pensó mientras contemplaba por la ventana el negro cielo. Daba la impresión de que nadie sabía la enfermedad que padecía, y, dado que Gwendolyn no era curandera ni bruja, no veía cómo podría ayudarle. En todo caso, su falta de experiencia en estos temas aceleraría su muerte, una posibilidad que le alarmaba. MacDunn le había advertido que sería castigada si el chico empeoraba o fallecía. Aunque no había especificado la forma de represalia, ella no deseaba averiguarlo. Vista la hostilidad con que había sido recibida esa noche en el gran salón, los MacDunn bien podrían decidir quemarla.

Se estremeció al recordar su terror mientras las llamas devoraban su vestido.

Al día siguiente por la noche cuando el clan durmiera se deslizaría fuera del castillo, robaría un caballo y escaparía hacia el bosque que lo rodeaba. A continuación se encaminaría de vuelta a las tierras de los MacSween y recuperaría la piedra. Luego buscaría a Robert para matarlo. Aquella idea animó en cierto sentido su espíritu cansado, así que se concentró en ella, imaginando los distintos métodos que podría utilizar. El veneno era una opción, pero tendría que ser un brebaje lo bastante fuerte para causarle un gran dolor, que le quemara de dentro a fuera. Quizá debería preguntarle a Lachlan sobre sus recetas. Acuchillarle era otra posibilidad convincente. Imaginó la expresión de asombro de Robert después de que le hubiera hundido el acero en el pecho. Sería un momento dulce, contemplar cómo su vida se extinguía y saber que nunca más lo amenazaría.

Una vez que la muerte de su padre estuviera vengada, abandonaría las tierras de los MacSween y buscaría un lugar donde poder vivir en paz. La idea de verse sola, sin nadie a quien temer o que se burlara de ella, era inmensamente sugerente. Encontraría una parcela de tierra y contrataría a alguien para que le construyera su casa de campo, donde tendría una vaca y unas cuantas gallinas. Naturalmente, todo esto requeriría una forma de pago. Durante la cena había observado que las colpas de la mesa del laird eran de plata, incluso algunas tenían piedras preciosas engarzadas. Decidió que se llevaría algunas cosas de valor del castillo cuando se marchara.

Un ligero sentimiento de culpabilidad la invadió al recordar la promesa hecha a MacDunn de que intentaría curar a su hijo. Era una traición vergonzosa incumplir la palabra dada al hombre que le había salvado tres veces la vida. Pero sería peor quedarse y fingir que podía curar al niño, cuando en realidad sólo podría estar poniendo aún más en peligro su ya precaria salud. No quería ser la causante de la muerte del muchacho. Una vez que se hubiera marchado, MacDunn lo pondría de nuevo al cuidado de las curanderas del clan, ellas harían todo lo que pudieran por él, se aseguró a sí misma y, con este pensamiento, apagó de un soplo las palmatorías al lado de su cama.

Pero al echarse contra las frías sábanas con los ojos cerrados, se sorprendió recordando el cuerpo pálido y bañado en sudor de David bajo un ataúd de mantas, luchando por respirar en su habitación con aquel calor y hedor insoportables. Era muy tarde cuando finalmente concilio el  sueño, aún atormentada por la imagen de su sufrimiento.