CAPÍTULO PRIMERO

—Buenas tardes —dijo una voz.

Di un respingo en la silla, despertándome. Apenas hacía diez minutos que me había dormido.

Observé al tipo que estaba delante. No, no lo había oído llegar, pero era tan pequeñajo que quizá se había filtrado por la ranura de la puerta. Debía andar por los cincuenta años de edad y conservaba muy poco pelo sobre la cabeza. Poseía cara de buen chico, ojos defendidos con gruesos lentes y bigotito recortado. Me recordó al perrito de mi vecina.

—¿El señor Wyler…, Peter Wyler? —Ladro.

—Está hablando con él en persona.

El hombrecito sonrió.

—Celebro conocerle, señor Wyler. Mi nombre es Hugh Graham —miró el sillón que había a la derecha—. ¿Puedo sentarme?

—Claro que sí, señor Graham.

Se sentó con mucho cuidado, como si temiese que el sillón no pudiese resistir sus sesenta kilos de peso. Luego alzó los ojos.

—Quiero contratar sus servicios, señor Wyler.

—Muy bien. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Pues verá —hizo una pausa y miró al suelo, quizá porque esperaba encontrar la solución en la alfombra. Luego volvió a mirarme—. Me quieren comprar mi negocio, pero yo no quiero venderlo.

Le ofrecí el paquete de cigarrillos y rechazó la invitación. Encendí y, mientras exhalaba la primera bocanada de humo, me retrepé en la silla.

—¿Qué es lo suyo, señor Graham?

—Fabrico ropa.

—Muy interesante.

—Es asunto que empecé hace tres años, después de la guerra. La fábrica pertenecía a un amigo, al que le fue mal la cosa. Me la vendió a mí y, bueno, yo resistí los malos tiempos y luego las cosas empezaron a ir mejor. Hoy es un negocio floreciente.

—¿Vende usted mismo la ropa que fabrica, señor Graham?

—No. Yo la distribuyo entre los almacenes.

—Explíqueme su problema.

Graham sacó un pañuelo, con el que se enjugó las palmas de las manos.

—Ocurrió ayer. Yo estaba en mi despacho de la fábrica cuando mi secretaria me pasó la tarjeta de un visitante, Marco Pisano. Creí que sería algún almacenista nuevo y di autorización para que pasase, pero Marco Pisano no se presentó solo. Iba acompañado por dos hombres altos, terriblemente fuertes. Uno podría jurar viéndolos que, en otro tiempo, fueron boxeadores.

—Conozco la fauna, señor Graham. Continúe.

—Empecé a pensar que algo extraño pasaba allí cuando el señor Pisano no me presentó a sus acompañantes. Ellos se quedaron junto a la puerta.

—¿Invirtió mucho rato Marco Pisano en entrar en materia?

—No, señor. Abordó el tema enseguida. Se inclinó sobre mi mesa y, muy sonriente, dijo que yo era un hombre de suerte porque la sociedad que él representaba estaba dispuesta a comprarme la fábrica.

—¿Qué sociedad es ésa?

—No lo dijo —se mojó los labios con la lengua—. Me hizo una oferta de treinta mil dólares.

—¿Cuánto vale su fábrica?

—Unos cien mil.

—Ese Marco Pisano no parece tonto.

—Naturalmente, rechacé su oferta, y él entonces dijo sin perder la sonrisa que me daría un día para pensarlo. Me advirtió que hoy a las cuatro vendría otra vez a la oficina para sellar el acuerdo. Dijo que lo traería todo preparado, la escritura, la copia y hasta los testigos.

—¿También los treinta mil dólares?

—Sí, señor. Me advirtió que me pagaría con dinero contante y sonante.

—¿Eso fue todo?

El hombrecillo sacó otra vez el pañuelo y se lo aplicó a la frente.

—Antes de despedirse, el señor Pisano dejó de sonreír. Cada vez que recuerdo su cara se me eriza el vello… No me da vergüenza confesar que siento miedo, señor Wyler. Lo mío nunca han sido las peleas. Desde pequeño fui el perdedor. Por ello me di cuenta de que, para abrirme paso en la vida, tendría que valerme de otra cosa que no fuesen los puños. Siempre he empleado la cabeza, señor Wyler.

—¿La ha empleado para venir aquí, señor Graham?

—No le comprendo.

—¿Por qué no acudió a la policía?

Graham empezó a carraspear otra vez.

—Usted me inspiró confianza, señor Wyler. He leído unas cuantas cosas de usted en los periódicos y sé que es un hombre que… ¿Cómo dicen ustedes?… Ah, sí, un hombre que no se achica ante nada.

—Y usted, señor Graham, espera que yo convenza a esos tipos para que lo dejen en paz. Usted piensa que yo soy el Superman que puede partirle la cabeza a Marco Pisano, hacer albóndigas con los dos ex boxeadores y hasta es posible que haya pasado por su mente la idea de que podría jugar a los bolos con las cabezas de los otros matones que le enviarían después.

Hizo una mueca muy triste y luego se puso en pie.

—Tiene usted razón, señor Wyler. Perdóneme. Me temo que esta vez no empleé la cabeza… Ellos son muchos y usted no deja de ser un hombre, uno solo. Dígame qué le debo por la consulta. Le pagaré el tiempo que le he hecho perder.

Estuve un rato contemplando su cara. Había cambiado de color. Sí; ahora estaba más pálida.

—¿Qué va a hacer, señor Graham? —pregunté.

—No lo sé. Supongo que no me quedará más remedio que vender. He oído hablar de los procedimientos que utiliza esa gente. Pegan a las personas, ¿sabe?

Lo dijo con la mayor ingenuidad del mundo y agregó para mi información:

—Y también emplean ácido corrosivo.

De buena gana hubiese soltado una carcajada en sus narices o le hubiera dicho: «No me lo diga a mí, hermano. Yo ampliaré sus conocimientos. También machacan huesos, y utilizan planchas al rojo vivo, que arriman a las plantas de los pies, y clavan estacas baja las uñas, y emplean cuñas de acero para aumentar a uno de tamaño, y a veces, cuando se aburren, cuelgan a sus víctimas del techo boca abajo para darles baños de cabeza…».

Sí; le podía haber dicho eso y otras muchas cosas pero, infiernos, él tenía el miedo metido en el cuerpo y se me podía caer redondo en el despacho.

—¿Cuánto he de pagarle? —insistió.

—Son cuarenta dólares diarios más los gastos.

Vi cómo la nuez le bailaba en la garganta. Arriba y abajo. Arriba y abajo.

—¿Quiere decir qué…?

Me puse en pie, consultando el reloj.

—No nos queda mucho tiempo, señor Graham. Ahora son las tres.

Tartamudeó nervioso:

—Sólo nos llevará treinta minutos llegar a la fábrica. Está en Queens, un poco más atrás de Jamaica, en Palisade Avenue.

Abrí el cajón de la mesa y saqué mi «Luger». Comprobé su perfecto funcionamiento y la introduje en el bolsillo. Al alzar los ojos observé que Graham estaba todavía más pálido.

—¿Va a utilizarla, señor Wyler? —dijo, señalando hacia la parte del saco donde había guardado el arma.

—Sólo es para amedrentarlos.

—Oh, sí, desde luego.

Echamos a andar hacia la puerta, pero antes de llegar lo tomé del brazo.

—Dígame el número de la Palisade Avenue.

—El 937.

—¿Trajo su coche, señor Graham?

—Sí.

—Muy bien. Usted viajará solo y yo iré detrás —enarcó las cejas y le expliqué—: Cabe la posibilidad de que le hayan seguido, y es preferible que dividamos nuestras fuerzas.

Le gustó aquello de que lo considerase como una fuerza.

—Sí, señor Wyler. Tiene usted razón. Las dividiremos.

Le concedí un poco de ventaja pero no mucha porque, ciertamente, podían haberlo seguido hasta mi oficina.

Graham partió en un «Ford» negro y fui tras él en mi convertible color cremoso.

Miré a un lado y otro de la calle y luego por el espejo retrovisor. Todo estaba en orden o, al menos, me lo parecía a mí.

Cuando estábamos cerca de la fábrica dejé que Hugh me tomase un poco más de delantera, porque pensé que quizá los matones de Pisano podían estar a la espera.

El 937 de la Avenida Palisade se componía de un edificio de dos cuerpos, el primero de ladrillo de tres pisos y el otro una gran nave que ocupaba muchos acres de terreno. La playa de estacionamiento estaba a la derecha y allí había un centenar de coches que debían pertenecer a los empleados. Probablemente Graham había sido muy modesto al valorar su negocio. Se llegaba al edificio de ladrillo por un camino de cemento bordeado de palmeras. Al pie de una escalera vi el «Ford» negro y al hombrecillo. Conduje el convertible a la playa de estacionamiento, donde estaban los otros coches.

Al llegar al lado de mi cliente, éste emitió un gruñido.

Subimos en el ascensor a la tercera planta y cruzamos una gran sala donde trabajaban cuatro mecanógrafas. Resultaba increíble que las cuatro monadas estuviesen con aquel tipo. Hubiesen lucido mejor como modelos de una casa de la Quinta Avenida. Había dos morenas, una rubia y una pelirroja. Me quedé coa la rabia porque justamente se estaba poniendo saliva en la media. Era un bonito espectáculo y me detuve para contemplarlo. Graham tuvo que soltar otro gruñido desde la puerta para que apartase mis ojos de aquel lugar. La rubia alzó los suyos. Eran grandes, enormes.

Le hice un saludo con la mano y también le dediqué una sonrisa, pero ella no me correspondió con nade.

Entré en el despacho de Graham. Era muy espacioso y la mesa, larga y reluciente, se ubicaba ante un gran ventanal.

En la pared de la derecha colgaba un lienzo de Diana Cazadora. Nunca he sido cazador pero me dieron ganas de subir a darle unas cuantas lecciones de tiro al arco.

—¿Quiere beber algo, señor Wyler?

Le dije que sí, y Hugh fue a un rincón, tocó un botoncito y apareció la cueva de Alí Babá en miniatura. Allí había botellas de todas clases.

—¿Gin? —preguntó.

—Prefiero whisky.

Me senté en un sillón con el vaso en la mano.

El hombrecillo también bebió un gran trago de su dosis y se puso a pasear de un lado a otro de la estancia.

—¿Cree que podrá arreglarlo?

Me encogí de hombros.

—Nunca se puede saber.

Cuatro tragos más tarde se oyó un zumbido. Graham frenó en seco y dio autorización para entrar. Aposté a que sería la rubia.

Pero entró la pelirroja.

—El señor Pisano —anunció.

Vi cómo las piernas de Graham flaqueaban.

—¿Viene solo, señorita Lodge?

—No, señor. Le acompañan los dos caballeros que ya vinieron ayer.

Graham me miró y yo le hice una señal afirmativa con la cabeza.

—Puede decirles que pasen —ordenó a su empleada.

La nena me envió una mirada de cien mil voltios y se marchó.

Graham se volvió rápidamente.

—Ya están aquí —dijo, como si yo hubiese caído de una nube.

—Siéntese tras su mesa y permanezca tranquilo.

Sabía que era mucho pedirle, pero él galopó hasta hallarse en su sitio. Tomó un papel, luego otro y se puso a leerlo.