CAPÍTULO VI

El maldito me estaba apuntando otra vez con su pistola y me preparé para saltar sobre él por si estaba dispuesto a freírme allí mismo.

—Anda, ven —dijo—. Nora quiere verte.

Se apartó rápidamente cuando yo pasé por el hueco.

El y Kitty vinieron detrás de mí.

Entramos en la habitación donde Tubby yacía en la cama. Nora estaba junto a la ventana mirando al exterior, pero se dio la vuelta al oírnos llegar.

MacLenad se había sentado en el borde del lecho coa la pistola en la diestra, mirando a Tubby.

Me agaché sobre el muchacho que había sido baleado.

Sí; había dejado de vivir. Eso había sido mucho mejor para él, pero mucho peor para mí.

MacLenad había esperado que me abalanzase y ya no estaba en la silla sino a cuatro pasos de distancia.

Nora dijo:

—Ya le advertí lo que pasaría si Tubby moría, doctor.

—Ustedes han visto que he hecho todo lo posible por salvarlo.

—Eso no nos importa a nosotros.

—Debería importarles, Nora. No tengo que ver nada con ustedes. Sólo llegué aquí por puro azar. Les saqué del apuro cuando Kitty estuvo a punto de caer en manos de la policía. Yo fui quien sacó el botín de Rapid City…

—Usted lo acaba de decir. Eso ocurrió por puro azar. No tenemos más remedio que liquidarlo. Ha tenido tiempo para aprenderse bien nuestras caras.

—No tengo ningún interés en denunciarlos. Me dedico a dar conferencias y cobro cuarenta dólares por cada una de ellas. Para mí significa un buen pellizco teniendo en cuenta que son muchas las que pronuncio durante el mes.

—No puedo fiarme de usted, doctor.

Era mi sentencia. No había salvación para mí.

Kitty se había quedado junto al hueco de la puerta y permanecía como testigo mudo de la escena.

—No te dolerá, chico —dijo Franky.

Miré el ojo del arma por donde iba a salir la bala.

Sonó un estampido pero ya no sentí nada y de pronto Franky se desplomó después de tambalearse. Habían disparado desde la puerta pero no había sido Kitty quien le había enviado la bala. Acababa de aparecer un hombre a quien yo no conocía, un tipo delgado, muy alto, efe cara huesuda.

—Baja la pistola, MacLenad —ordenó.

MacLenad obedeció sin pestañear porque supo que iba a correr la misma suerte que Franky.

Kitty se puso de puntillas y besó al recién llegado en la mejilla.

—Bienvenido, Ives.

Nora exclamó fuera de sí:

—Cuidado con ellos, Ives —dijo Kitty, y se apartó—. Voy por el botín.

Nora fue a interponerse en el camino y Kitty se le revolvió.

—Cuidado, Nora. Si das un paso más, Ives disparará contra ti. ¿Me oyes bien, Ives?

—Sí, nena.

—Ten cuidado, Nora. Ives es un chico que me obedece ciegamente.

—Traidora —dijo Nora—. Ahora me doy cuenta de que he estado amamantando a una víbora.

Kitty rió otra vez y entró en la habitación de Nora.

Miré el cuerpo de Franky. La bala le había entrado por la nuca sacándole parte de la masa encefálica que ahora ensuciaba el suelo. Junto a su diestra estaba la pistola que se disponía a utilizar contra mí.

Nora miró a Ives.

—¿Quién es usted?

—El tipo que se va a largar con Kitty.

—Un estúpido que la ha creído.

—Frena la lengua, rubia, o te doy lo tuyo.

Kitty reapareció con la valija negra.

De modo que al fin se salía con la suya. Comprendí cuál había sido su juego. No le gustaba Ives. Era un tipo sin ningún atractivo físico, de cabello revuelto, que parecía un loco, y por eso había pretendido que yo lo substituyese. Pero le fallé y ella no tuvo más remedio que atenerse a lo que había planeado con el esquizofrénico. Y de pronto recordé algo muy importante. Cuando me hizo su oferta, habló de que debería cargarme a todos para impedir que nos siguiesen. Estaba claro. Ahora Ives iba a rociar con plomo a Nora a MacLenad y a mí.

—Espera, Kitty —dijo Nora.

—¿Qué quieres, Nora?

—No me hagas esto.

—Ya está hecho.

—Tú sabes para qué quiero el dinero. Voy a comprar la libertad de mi marido y necesito repartir mucha plata entre alguna gente.

—No seas estúpida, Nora. Tu marido es un hombre de cincuenta años. Ya no te sirve. Búscate uno joven como yo.

—Eres una perdida.

Kitty no se inmutó por eso. Por el contrario, acentuó su sonrisa.

—Anda, Nora, desahógate.

Nora se arrojó sobre Kitty.

Ives titubeó por temor a herir a Kitty.

MacLenad empezó a levantar el arma y me arrojé al suelo en busca de la pistola de Franky.

Sonó un disparo y MacLenad lanzó un grito.

Atrapé la pistola al fin y disparé casi sin apuntar.

La bala chocó contra la madera, muy cerca de la cabeza de Ives, y el tipo saltó por el hueco.

En ese momento, Kitty propinó un empellón a Nora, la cual cayó sobre mí.

Ives gritó desde fuera:

—¡Cuidado, Kitty! ¡Tiene una pistola!

Nora estaba tan furiosa que, sin darse cuenta, me clavó el codo en el estómago dejándome sin respiración.

Kitty salió por la puerta llevándose la valija del botín.

Nora gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡No deje que se marchen, doctor…!

Me levanté tratando de recuperar el resuello y salté sobre el cuerpo de Franky que me interrumpía el paso.

Eché a correr cada vez con más velocidad y, cuando abrí la puerta de un tirón, tuve que meterme dentro porque una bala silbó cerca de mi oreja.

—Ande, salga, doctor —dijo Kitty—. Y le enseñaré cuál es mi puntería.

Asomé un trozo de cabeza y la muy condenada me envió un proyectil que no me acertó por escasas pulgadas.

Oí un motor que se ponía en marcha. Los muy granujas huían.

Nora llegó por detrás de mí con una pistola en la mano y fue a salir de la casa sin importarle el peligro. La atrapé del brazo y la atraje contra mí.

—¡Estese quieta, Nora!

—¡Maldito sea…! ¡Déjeme! ¡Esa mujerzuela no se puede llevar lo que no es suyo!

El coche pasó frente a la casa enviándonos una rociada de plomo.

Nora dio un tirón y salió al porche. Allí se puso a disparar pero sin ningún resultado práctico. El vehículo fugitivo se perdió a lo lejos por la curva.

Nora giró hacia mí.

—¿Qué está haciendo ahí, doctor? ¡Vamos, dese prisa!

—No voy a hacer nada, Nora.

—¿Por qué no?

—Eso debe ser cuenta de la policía.

—Pero ¿es que se ha quedado dormido? ¡Kitty se lleva los cincuenta mil dólares que eran míos…!

—No, Nora. No eran suyos.

Apretó los dientes con fuerza. Su escote se estremecía mientras respiraba entre jadeos.

—¿Ahora va a empezar con esas…? ¡Yo lo planeé todo! ¿Lo entiende?

Ambos nos apuntábamos con la pistola.

—Yo me marcho, Nora.

—¿A dónde?

—Seguiré mi camino. Si me doy prisa, esta noche a las siete podré dar mi conferencia en Saint Joseph.

—No está hablando en serio.

—Me haré cuenta de que todo esto sólo ha ocurrido en mi mente o que sólo lo vi en la pantalla. Eso es, me metí en un cine y vi una película de gangsters.

—Es absurdo…

—No quiero saber nada de usted, ni de Kitty, ni de los cincuenta mil dólares.

—Muy bien. Haga lo que quiera. Pero yo no dejaré que esa hija de perra se lleve el dinero… ¡No lo dejaré!

Entró en la casa y yo bajé del porche y me dirigí a donde estaba el coche.

Cuando llegué a la curva doblé la cabeza y miré la granja donde había pasado aquellos momentos que difícilmente podría olvidar.

Media hora más tarde corría por el asfalto en dirección a Saint Joseph.

Sólo faltaban cinco minutos para la hora anunciada para la conferencia cuando entré en el local donde me esperaban los socios de la Liga Femenina de Cultura.

Mi discurso fue mucho peor que el que pronuncié la primera vez, cuando inauguré la gira. Me interrumpí unas cuantas veces recordando a Kitty, a Nora y a todos aquellos bastardos que había conocido durante las últimas veinticuatro horas.

Volví a saber de ellos al día siguiente. Mientras desayunaba en un bar de Saint Joseph leí el periódico que acababa de adquirir. Estaba en primera página, La policía había recibido una llamada anónima de una mujer. Ésta anunció el camino que seguían los dos maleantes del Banco de Carson City dando la descripción de un hombre moreno y una pelirroja. La policía dio caza a los fugitivos en un hotel de Summerville. El hombre se hizo fuerte y tuvo que ser derribado por las balas. Pero la mujer se evaporó. Cosa rara. No era pelirroja, según había dicho el encargado del hotel, sino morena. El muerto había sido identificado como Ives Gonn, un tipo que había sufrido varias condenas en diferentes estados. Habíanse recuperado cuarenta y nueve mil quinientos dólares que fueron encontrados en una valija negra.

Hice una pausa para imaginar a Kitty con cabello negro. No; estaba mejor como pelirroja y recordé cómo su cabellera había destacado por entre todas las que vi en aquel salón de Rapid City.

De modo que ella había logrado huir. ¿Hasta cuándo?

El diario traía otra información. En una granja habían sido encontrados tres cadáveres. Uno de los tipos fue identificado como el individuo que había sido herido durante el asalto al Banco de Carson City y, naturalmente, se suponía que los otros dos eran sus compañeros de faena. La hipótesis de la policía era que la banda, al reunirse para hacer el reparto de los cincuenta mil dólares, se había puesto a discutir y el resultado fue una masacre.

Ése era el final de mi aventura, pensé entonces.

Pero yo estaba muy equivocado.