CAPÍTULO II
Fredd y Ronald se hallaban al día siguiente acodados en el mostrador del Cross Saloon. Eran las diez de la mañana. Se habían hecho servir dos vasos de whisky, con lo que sus disponibilidades monetarias se habían reducido a un solo dólar. Ambos daban vueltas al magín, en silencio, tratando de hallar una fuente de ingresos que viniese a mejorar su bolsa.
De pronto, el cliente que estaba junto a Fredd dio un respingo, exclamando:
—¡Que me emplumen si esto no es bueno…!
Fredd levantó la mirada, diciendo:
—¿Murió su abuelita dejándole el rancho de sus sueños?
—No, compadre —respondió el otro—. Mejor que eso. ¿Ve usted este diario? Pues él traerá el dinero.
Goulding echó una ojeada al periódico que su interlocutor mostraba en una mano.
—Hubiese apostado que no sabía leer —dijo Fredd, observando el rostro de facciones duras que tenía ahora frente a sí.
—Le rompería la crisma si no tuviese prisa, palabra de Joe Smith —murmuró el lector, haciendo una mueca.
—Un puñetazo se coloca rápidamente. ¿Por qué no se da el gustazo?
—Bueno —convino Joe Smith—. Usted lo ha querido, entrometido.
Se echó hacia atrás y disparó su puño derecho. El destino de éste no era otro que las narices de Fredd, quien se arqueó como un gato, dejando pasar el brazo de Joe por su hombro. La mano agresora perdió altura y chocó estruendosamente contra el mostrador, arrancando un aullido de dolor a Joe, el cual empezó a pegar saltos como un canguro. Fredd se agachó, recogiendo el diario que su contrincante había soltado. Era El Clarín de Kansas, y estaba doblado por la sección de anuncios clasificados, uno de los cuales aparecía enmarcado por un rectángulo dibujado a lápiz. Fredd leyó:
«Se necesita caballero no mayor de treinta y cinco años para trabajo corto y bien remunerado. Dirigirse sólo hoy al hotel Unión, habitación 35. Preguntar por el señor Lane».
—Paga y vámonos, Ronald —dijo, apartándose del mostrador.
—¿Qué pasa? ¿Ha estallado la guerra?
Goulding arrojó el diario a Joe Smith, que seguía lamentándose sentado en una silla, mientras su mano derecha adquiría por un momento dimensiones gigantescas. Ronald se unió a su amigo, ya en la calle.
—¿Qué es lo que te ha ocurrido, Fredd? —preguntóle.
—Habló de que el diario le proporcionaría dinero. No podíamos perder la oportunidad. En el hotel hay alguien a quien le sobra. Necesita un tipo para cierto trabajo.
Entraron en el vestíbulo del hotel en cuestión, y Fredd dijo:
—Es posible que haya competidores.
—Descuida —repuso Ronald—. Yo me quedaré por aquí un rato.
Goulding ascendió la escalera y llamó a la puerta marcada con el número 35, abriéndole un cincuentón de rostro simpático.
—¿Es usted el señor Lañe? —preguntó Fredd.
—Pase si viene por lo del anuncio —asintió el otro.
Fredd entró en una habitación donde había seis jóvenes cuya edad oscilaba entre los veinte y los treinta y cinco años.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó Lane, y cuando Fredd se lo dijo, añadió—: Tendrá que esperar su turno. De un momento a otro comenzaremos el examen de los candidatos.
—¿Puede adelantarme algo de lo que se trata? Si no me interesa, me marcharía.
—Tendrá que esperar, señor Goulding. El objeto del negocio sólo será comunicado al hombre que resulte elegido.
Al cabo de un rato, Lañe desapareció por una puerta interior. Fredd examinó a sus rivales. Cada uno de éstos miraba a los otros. Era un torneo de mirada. De repente se abrió la puerta que comunicaba con el pasillo, y en el hueco apareció Ronald Kendall con el rostro demudado.
—¡Fuego! —exclamó—. ¡Se ha prendido fuego al hotel…! ¡Tienen el tiempo justo para desalojarlo…!
Seis hombres se lanzaron vertiginosamente sobre Ronald, quien se apartó para no ser arrastrado. Cuando los pasos se perdieron escaleras abajo preguntó, guiñando un ojo:
—¿Te gustó, Fredd?
El aludido sonrió, contestando:
—Creo que la sociedad empieza a dar sus frutos. Pero lárgate ahora mismo.
Ronald obedeció, cerrando la puerta tras de si en el momento en que reaparecía Lañe.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió al ver que en la habitación sólo estaba Goulding.
—Alguien dijo que en el Cross Saloon hay un sujeto que invita a todo el mundo a una copa, y se marcharon como si el suelo quemase.
—Pues le han dejado el campo libre. ¿Quiere pasar, señor Goulding?
Fredd penetró en una habitación que contenía dos sillones, una mesa, tres sillas y una mujer. Ésta destacaba entre el conjunto con luz propia. Era esbelta, curvilínea, de amplias caderas, largas piernas y busto primoroso. Su rostro, de ojos negros brillantes, era un dechado de perfección.
—La señorita Debbie Roope —la presentó Lañe—. El es Fredd Goulding.
La hembra, que no tendría cumplidos aún los veinte años, examinó detenidamente a Fredd y finalmente dijo:
—¿Quiere sentarse, señor Goulding?
Todos tomaron asiento y entonces habló de nuevo Debbie:
—¿A qué se dedica?
—A nada especialmente —contestó Fredd—. Siempre es, pero ocasiones como ésta para embolsarme unos cuantos dólares.
—Es haragán de profesión.
Goulding clavó sus pupilas en las de la bella y se encogió de hombros, dando a entender que le tenía sin cuidado la opinión que le mereciese.
—¿Está casado?
—No.
—¿Tiene familia en la ciudad?
—Tampoco.
—Bien. En ese caso puedo decirle lo que se requiere de usted.
—Soy todo oídos.
—Que se case conmigo, señor Goulding.
La habitación quedó sumida en un profundo silencio durante largo rato.
—¿Quiere repetirme eso, señorita Roope? —dijo Fredd, frunciendo el ceño.
—Le estoy pidiendo en matrimonio, señor Goulding.
Tras otra pausa, el joven dijo:
—No sé si debo tomarlo a broma o pensar que desvaría, señorita Roope. Nunca creí que yo fuese tan fascinador.
La muchacha enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Es usted un estúpido presuntuoso, Goulding —replicó con el pecho agitado de indignación—. En mi vida lo he visto a usted antes de ahora.
—Eso es peor aún. Ahora comprendo. Su novio se pasó de listo y ahora quiere que yo…
Debbie se incorporó de un salto, acercóse a Fredd y le abofeteó la cara.
—¡Salga de aquí inmediatamente! —exclamó, iracunda.
Fredd se puso en pie y dirigióse hacia la puerta sin pronunciar una palabra. La voz de Lañe lo detuvo.
—¡Espere, Goulding!
—¿Qué te ocurre, Horace? —dijo Debbie—. ¿Es que no lo has oído?
—Es el único candidato que nos queda y ya hemos perdido demasiado tiempo. Confieso que está muy mal educado, pero para el caso no nos importa. Terminemos cuanto antes, Debbie. Recuerda que debemos regresar mañana si quieres evitar lo peor.
La joven pareció sopesar por unos instantes las consideraciones de Lañe.
—Está bien —concluyó—. ¡Pero me niego a hablar con él…!
—Déjalo en mis manos —aceptó. Lane.
Debbie dio media vuelta y desapareció por otra puerta interior.
—No le ha caído usted en gracia, Goulding —dijo Lañe a Fredd cuando quedaron solos.
—Quizá no, pero ella tampoco a mí. Es una de esas niñas que desean únicamente hacer su voluntad.
—Es preferible que corramos un tupido velo sobre esta escena. Usted ha ido muy de prisa en su imaginación.
—No todos los días me propone una mujer el matrimonio. Hasta ahora creí que eso era asunto de hombres.
—Se trata de un matrimonio de conveniencia. El trato es que usted y Debbie se casen, e inmediatamente cada uno tira por su lado. Usted no tiene que preocuparse por lo demás. Dentro de un par de meses conseguiremos el divorcio y ambos serán libres. ¿Me explico bien?
—Habrán de buscarse a otro payaso… —dijo Fredd, encaminándose nuevamente hacia la salida.
—Se ganará con ello doscientos dólares —dijo suavemente Lane.
Goulding se quedó inmóvil, con la mano en el picaporte. Al cabo de unos minutos giró sobre sus talones, preguntando:
—¿Cuándo es la ceremonia?
—Dentro de una hora en el despacho del juez Harris. Está aquí al lado.
—¿Y el pago del precio?
Lane sacó del bolsillo del pantalón un fajo de billetes, separó algunos y los tendió diciendo:
—Aquí tiene cien. La otra mitad se la entregaré cuando se hayan casado.
Fredd cogió el dinero y abandonó la habitación.
En el vestíbulo encontró a Ronald con un ojo amoratado y la camisa hecha pedazos.
—¿Qué demonios te ha pasado? —le preguntó, perplejo.
—Fueron esos tipos —exclamó Ronald—. No pensé que tomasen tan en serio lo del incendio.
—Bueno; tienes unas ocurrencias estupendas. Pelearte el día de mi boda…
—¿Eh? —exclamó Kendall, dando un respingo.
—Vámonos. He de ponerme un poco decente para el acto.
Ronald siguió a Fredd renqueante, sin salir todavía de su asombro.