CAPITULO IV

Ray acudió al bar «La Botella», que resultó ser una dependencia de la cantina del fuerte y, cuando llegó allí, vio que había acertado porque el comandante Morrow se hallaba en el local instruyendo a los soldados y atendiendo a Tom y a Dicky, quienes habían presentado las credenciales.

El comandante Morrow estaba despatarrado en un sillón:..

Era un sujeto de unos cincuenta años, muy grueso, cabeza poderosa y aspecto sucio, acrecentado por un descuidado bigote. Tenía una pierna enyesada hasta el muslo y el yeso estaba ya negruzco.

Despotricaba accionando con un botellón de whisky en la mano:

—¿Qué puedo hacer con esta pandilla, muchachos? ¡Díganmelo ustedes!

Se dirigía a Tom y a Dicky, que estaban libando a su lado en grandes vasos.

Ray lanzó una ojeada a los soldados calificados por el comandante como pandilla.

En realidad, era un conjunto de bisoños, desaseados, faltos de disciplina y con aspecto de labriegos. Otros parecían forajidos.

—Comandante —dijo Ray dirigiéndose a él por primera vez—. Creo que se puede sacar partido de estos chicos.

El comandante desvió hacia Ray los globos amarillentos de sus ojos. Apoyó una mano en el bloque de yeso que le inmovilizaba la pierna.

—Sí, ¿eh? —gruñó—. Usted debe ser el tercero del lote, ¿eh?

Ray se cuadró un segundo ante el comandante.

—Teniente Ray Forsyte.

Morrow se hizo cargo lentamente del aspecto de Forsyte.

—También me gusta usted, muchacho.

—Es un alivio, comandante Morrow

Morrow lanzó un salivazo que hizo tambalear la escupidera vertical.

—Ustedes tres son de lo mejorcito que me ha caído en suerte durante esta última temporada. ¿Pero qué ocurre con los soldados?

—Dígalo usted, comandante.

—Véalo por sus propios ojos, teniente Forsyte... ¡Fir...mes!

Los soldados se cuadraron tardíamente, como si estuvieran cansados.

Morrow aulló por un costado de la boca porque por el otro se acoplaba ahora la botella.

—¡En columna de a uno...! ¡Mar...che!

Los soldados salieron a trompicones, derribaron unas cuantas mesas. Un par de ellos se enzarzaron en una pelea que el cabo que los alineaba acabó con golpes de sable. Un viejo algo achispado se puso a cantar y alguien lo coceó y lo hizo salir por la ventana.

Cuando el establecimiento quedó vacío de soldados, el comandante Morrow se volvió hacia los tres oficiales recién llegados de West Point.

—¿Lo han visto, hijos? —Se interrumpió con un golpe de hipo—. Eso es lo que se suele llamar chusma, soldadesca, bazofia...

—Insisto en que mejoraremos su aspecto —dijo Ray, y también cazó un vaso para servirse licor.

—¿Para qué esforzarse, teniente Forsyte? —Morrow estiró las gruesas piernas—. De todos modos, hacemos demasiado permaneciendo en este agujero que se empeñan en llamar fuerte. La paga siempre llega con retraso, la comida es escasa y carecemos de casi todo lo que necesita un hombre civilizado. ¡Somos una avanzadilla de la civilización! ¿No les da risa? Estamos al otro lado del desierto para adecentar estos andurriales. Representamos a la brillante sociedad. ¡Ja!

—El whisky no está mal —intervino Tom.

El comandante le sonrió con una mueca.

—Lo robamos a los indios. Sí, muchachos. Se trata de una voluminosa partida que les confisqué a cien millas de aquí. Es bueno el condenado. Lo único bueno que tenemos.

—También hay buenas mujeres —apuntó Ray, pensativo.

El comandante deformó las facciones en una mueca de satisfacción.

—Ah, pillastre. Ya se ha dado cuenta. Sí. También tenemos hembras de rechupete. Los colonos que acampan aquí nos han traído eso además de la cochambre. Se les puede perdonar.

Tom removió el corpachón y eructó.

—Además estamos en una zona tranquila, ¿verdad, comandante? Aquí habrá pocos jaleos.

—Pocos, muchachos. Esto es un remanso de paz. En eso han tenido suerte ustedes. Mientras otros oficiales andan por el Sur tratando de contener los ataques de Frank Robertson, ustedes son castigados a permanecer aquí pierna sobre pierna. Bueno, todo no tiene que ser malo, muchachos.

Ray se rascó la barbilla.

—Sin embargo, debemos estar preparados para cualquier contingencia.

El comandante torció la cara.

—¿Se refiere a los soldados de Frank Robertson?

—Más o menos.

—¿Con cuántos hombres cuenta el general Robertson?

El comandante abrió los ojos.

—¿Ha dicho el general Robertson? Infiernos, teniente, usted se ha dejado influir demasiado por la leyenda.

—Tengo entendido que es un gran estratega.

—Sí —gruñó Morrow—. Sabe llevar adelante a la chusma que ha embaucado.

—¿Cuántos hombres, comandante?

Morrow se masajeó el mentón.

—Dice que lo acompañan unos trescientos. La mayor parte son forajidos. Entre sus filas hay desertores, salteadores, indios, mestizos, mexicanos y comancheros. Una buena colección de pajarracos.

—Que han arrollado a las fuerzas del general Culver más arriba de Texas —indicó Ray.

—Pura suerte —gruñó Morrow—, Robertson sólo es un fulano con agallas. Contagia a la gente con sus peroratas y todos mueren tan ricamente por él.

—No me parece tan estúpido.

Morrow rió broncamente.

—Le faltan todos los tornillos de la tapadera. ¿Qué se puede opinar de un tipo que ha reclutado gentuza de toda clase para llegar a Washington y hacerse nombrar Presidente de la Comisión de Asuntos Varios?

—Tal vez sea una treta para conseguir otras cosas.

—Ya. Se refiere a ir acumulando los resultados de sus rapiñas.

—Si amontona lo suficiente al paso, llegará un momento que desaparecerá para darse la gran vida al otro lado de la frontera.

Morrow rezongó pensativo. Se golpeó la pierna enyesada.

—No está mal pensado eso. Pero opino que Robertson está loco. Loco de remate. No parará de hacer daño hasta que el Ejército lo frene en seco. Hasta ahora ha tenido suerte. Lo repito. Pura suerte.

En aquel momento, las puertas del local se abrieron con ímpetu y por el hueco entraron los cuatro soldados de la partida de dados.

Morrow volvió el rostro y masculló:

—¿Qué infiernos pasa...?

El pelirrojo apuntó con el dedo a los tres recién llegados.

—Tenemos que ajustarles las cuentas a estos tipos.

Ray respondió antes de que pudiera hacerlo Morrow.

—¿De veras, chicos? ¿Qué hubo?

—El rubio puso un poco de resina de madera en las caras de los dados.

—¿Eh?

Dicky alzó las cejas con inocencia y protestó:

—¿Qué calumnia es esa?

El pelirrojo torció la cara lleno de rabia.

—No podía ser de otra manera, vivales. Confieso que uno de los dados tenía lastre, pero vosotros también podíais pedir esa puntuación. Sin embargo, siempre salió punto debido a la resina.

Morrow pegó un puñetazo en la mesa.

—¡Billy! —rugió—. ¡Volved a vuestros puestos!

—En cuanto apañemos a este trío de avispados.

—Son tres tenientes de West Point.

El pelirrojo Billy rió.

—¿También se la pegaron a usted, viejo? ¡A nosotros nos salieron con ese cuento pero era un truco para sacarnos la plata!

—¡Billy...!

Pero el pelirrojo y los otros tres ya estaban dispuestos a llegar a las manos.

—Ahora verá como dejamos a estos pajarillos. ¡Ya, chicos!

Se lanzaron en tromba sobre los tres oficiales.

Ray, Tom y Dicky apenas tuvieron tiempo de ponerse en pie.

Los cuatro soldados se arrojaron sobre ellos.

Morrow iba a decir algo, pero sus ojos brillaron, sonrió y pegó un buen metido al botellón de whisky. Se dedicó a contemplar la pelea con las piernas estiradas.

Los chasquidos sonaron de modo escalofriante.

Los cuatro soldados llevaban las de ganar.

Sin embargo, las cosas se torcieron de pronto.

Fue a partir de un derechazo de Ray que hizo impacto en la quijada del más forzudo.

El tipo aulló y llegó a la lámpara del techo.

Pero no pudo cazarla para sostenerse allí y se vino al suelo aplastando una escupidera con la cabeza.

Entretanto, Dicky impulsó al pelirrojo con un directo de respeto y lo hizo rebotar contra el mostrador.

Allí mismo lo cazó Ray y con un soberbio izquierdazo lo sacó por la claraboya que daba al callejón de al lado.

Tom se encargó él solito de los otros dos.

A uno lo clavó en el suelo de un serio mazazo en lo alto de la cresta y, cuando lo tuvo fijo, le propinó un mandoble en un lado de la cara que lo arrancó de cuajo de entre las tablas.

El tipo chilló un poco pero perdió el conocimiento mientras viajaba por el aire.

Ya dormía cuando embistió la vidriera que daba al soportal y desapareció por allí con gran estruendo.

El cuarto de los fulanos fue atrapado por la cintura por el gigantón de Tom, quien lo arrojó como un saco de papas a través del hueco que comunicaba con la cantina.

Ray se acercó al comandante, quien estaba con la boca abierta por la sorpresa.

—¿Dónde habíamos quedado, comandante?

—¡Demonios del infierno! —echó una ojeada al reloj de bolsillo—. ¡Han durado cincuenta y ocho segundos!

Ray guiñó un ojo.

—Un minuto con ellos habría sido excesivo, comandante.

—¡Y yo que creía que los novatos de West Point eran blandos como la manteca!

El comandante se echó a reír sacudiendo su enorme corpachón. Se sujetó la pierna para que no peligrara el enyesado.

Ray se volvió a medias hacia Tom y dijo:

—Recupéralos y ponles un arresto serio por abandonar la guardia. Ah, y otro por jugar a los dados en horas de servicio.

Tom rezongó, saliendo del local.

El comandante observaba a los nuevos oficiales con los ojos muy brillantes.

—Muy bien, muchachos. Me gustaron desde el primer instante y he visto que no estaba equivocado respecto a ustedes.

—¿Alguna cosa más, comandante? Necesitamos adecentarnos un poco.

El comandante Morrow sonrió de oreja a oreja.

—Nada más por ahora, caballeros. Quedan invitados a mi mesa al mediodía. Celebraremos su llegada con un estupendo pato en salsa verde. ¡Hum!

Ray y Dicky abandonaron el bar.

Cuando estuvieron afuera, Ray se detuvo de pronto y frunció el entrecejo.

—¿Ha dicho pato? —murmuró.

 

* * *

Una hora después, la oficialidad del Fuerte se hallaba reunida en el amplio comedor del comandante Morrow.

Ray, Tom y Dicky habían sido presentados a los otros tres tenientes del fuerte: El teniente Raúl Philipe, un tipejo de cabello engomado y cara muy afeitada; el teniente Jack Jackson, un fulano de ojos sagaces y cara cínicamente afilada, y el teniente Natán Smith, que contaba ochenta y dos años y poseía una larga barba blanca y dos ojos pequeños y ratoniles. Agregados a la oficialidad, sentábanse también a la mesa cinco sargentos, y el doctor Narrawe, un hombrecillo insignificante que se escudaba tras unos anteojos amarillentos.

El comandante Morrow abrió la bocaza y emitió una risotada, imponiéndose a las conversaciones.

—¡Recibamos a los estupendos patos en salsa con un brindis en pie, señores!

Todos aullaron de satisfacción y levantaron los vasos.

Jack Jackson, el teniente del rostro cínico, se quedó con el vaso en el aire y agregó:

—Quiero también que brindemos por la señora Morrow. La esposa de nuestro comandante que tan bien sabe preparar esos patos.

Los comensales se unieron al brindis de Jackson.

Ray lo estudió durante un rato y llegó a la conclusión de que aquel tipo no le gustaba ni pizca.

Estaba pensando en ello cuando la puerta del comedor se abrió dando paso a cuatro doncellas cargadas con bandejas.

Tras ellas apareció la señora Morrow, medio oculta tras la enorme bandeja donde reposaba el más gigantesco pato que nadie había visto.

La señora Morrow fue agasajada con aplausos y vivas estentóreos.

Se quedó atrancada en la puerta debido a la bandeja justo a espaldas de Ray, cuando pidió ayuda:

—Por favor, ¿quieren echarme una mano?

Ray se incorporó por estar más cerca y llegó antes que tres de los oficiales.

Ray forcejeó un momento con la señora Morrow, pato de por medio, y por fin pudieron sacar la bandeja, aunque se vertió un poco de salsa sobre la cabeza monda del ochentón teniente quien aulló de placer al encontrarla tibia y perfumada.

La señora Morrow dominó con ayuda de Ray la enorme bandeja y él y ella se quedaron frente a frente, sosteniéndola.

Ray contuvo un respingo al ver que la señora Morrow no era otra que la muchacha de las curvas. La preciosidad del pato.