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1.a edición: 2000
© Keith Luger
Impreso en España - Printed in Spain
ISBN: 84-406-301-0
Imprime: 3IGSA
Depósito legal: B. 22.029-2000
CAPITULO PRIMERO
Jeff Sutton quiso esconderse, pero antes de que pudiera hacerlo fue visto por Rose, una de las beldades del Abilene Saloon.
—¡Eh, tú, grandísimo bribón...!
Jeff se estremeció como si lo hubiesen azotado por la espalda. Levantó la mirada al cielo rogando una pronta inspiración, y luego giró sobre sus talones, distendiendo los labios en una forzada sonrisa.
—Caramba, tú por aquí, Rose...
La mujer, de rostro aún bello, lanzaba llamaradas por los ojos.
—¡Conque tú eres el tipo de más palabra al sur del Missouri...! —exclamó, con voz rabiosa, al llegar junto a Sutton.
Jeff pretendió establecer una barrera ante su cuerpo con las palmas de las manos.
—Yo te explicaré, querida Rose..,
—Más embustes, ¿eh...? ¿Crees que me chupo el dedo...? ¡Eres peor que la más traidora de las culebras... !
—Cállate, cállate... ya verás como todo se aclara.
—¡Ya no hay más aclaraciones...! ¡Dos años creyendo tus monsergas, tus súplicas, tus juramentos...! ¡Ahora todo se acabó!
—Eres injusta, adorada Rose...
—¡No empieces con tus halagos...! «Tu querida Rose, tu adorada Rose, tu pequeña Rose...» ¡Tengo agotada la paciencia...! ¡Y ahora mismo me vas a dar el dinero que te entregué para invertirlo en esos negocios de ganado que me iban a producir un doscientos por cien al año...!
—¡Pero sí el negocio va viento en popa!
—Sí, ¿eh...? ¿Dónde está el dinero? ¡No he visto una sola res en veinticuatro meses...! ¿Dónde están los dólares...? ¡Seguro que en tu bolsillo nó están!
—Claro que no, pequeña. Es mucho dinero para llevarlo en el bolsillo... está... está,., ¡en el Banco...! Eso es, en el Banco.
Rose puso los brazos en jarras.
—Conque en el Banco, ¿eh...? ¿En cuál, grandísimo sinvergüenza?
—En el de Kansas City. Un soberbio edificio. Ya te llevaré algún día para que lo veas. Allí no hay peligro. Jesse James y su banda intentaron asaltarlo, y después de tener a todos los empleados contra la pared, tuvieron que largarse porque no pudieron abrir la caja... Es a prueba de robos.
—Está allí, ¿eh?
—¡Claro que lo está! —Jeff sonrió más abiertamente. Pensó que con un pequeño esfuerzo más la convencería. Alargó las manos y cogió los desnudos brazos de ella—. ¿Qué creías, querida...? ¿No sabes que Jeff es un hombre...? Sí, señor, un hombre que mantiene sus promesas... Anda, pregunta por ahí quién es Jeff Sutton, y te contestarán... r
Rose apretó los labios, y se desasió de un tirón.
—íYa lo pregunté, embaucador...! ¿Y sabes cuál fue la respuesta...? ¡Que Jeff Sutton es conocido en toda la frontera del Oeste como el más fullero, tramposo y juerguista de los mortales...!
—¡No es posible! —repuso Jeff. —¡Desde luego que lo es ..! ¡Y ojalá lo hubiera preguntado antes...!
Sutton tragaba saliva. Veía la partida perdida.
Rose echó adelante la barbilla enérgica, y dijo, arrastrando las palabras:
—Y ahora me vas a devolver los cinco mil dólares, o te juro...
De pronto, antes de que la mujer pudiera terminar
la frase, se oyp un estampido, y una bala levantó tierra a unos centímetros de las botas de Sutton.
Este se volvió como un rayo en la dirección de donde procedía el disparo, y Rose lanzó un grito.
Un hombre de,uno ochenta de estatura, de rostro curtido, ojos azabaches y brillantes, se hallaba a unos cinco metros con un «Colt» en la mano. Vestía de negro, y cubría la cabeza con un sombrero tejano. Todo él estaba cubierto de polvo, y en las altas botas aparecían manchas de barro.
—Quiero mi dinero, Sutton, o te envío antes de una hora al infierno —dijo con voz fría.
Jeff detuvo el movimiento de sus dedos antes de que rozasen la culata de su revólver.
Rose dio un paso atrás, llevándose una mano a la garganta.
El de luto avanzó lentamente, hasta hallarse al lado de su víctima. Lo midió con la mirada, y después dirigió ésta hacia Rose.
—He oído parte de la conversación, señorita. Ya veo que este canalla gasta los mismos trucos en todas partes... Pero ahora le voy a arreglar yo las cuentas. No los volverá a repetir...
—¿Qué... qué le va a hacer? —preguntó Rose, con voz temblorosa.
—Lo voy a matar.
Jeff pegó un respingo.
—¿Matarme...? ¿Por qué...? No le conozco a usted... ¡En mí vida lo he visto...! ¡Dile quién soy, Rose..,! ¡Este hombre se confunde...! ¡Seguro que se confunde..!
—Se llama Jeff Sutton —repuso ella, moviendo afirmativamente la cabeza como si quisiera imprimir más verosimilitud a sus palabras.
—Y es a Jeff Sutton a quien he buscado durante dos meses —declaró el del «Colt»—. Y ahora no escaparás...
Del rostro de la mujer se había borrado el odio, la rabia, el deseo de venganza. En su lugar había un gesto de sorpresa, de preocupación,
—¿Qué le ha hecho Sutton, señor? —preguntó.
—Engañó a mi hermana como a usted. Le dijo que
se dedicaba a la compra de ganado en grandes manadas, y que luego lo vendía a los comerciantes del Este con un beneficio líquido de unos doscientos por cien. Por este procedimiento le sacó todos sus ahorros. Tres mil dólares. Eso fue hace un año. Desde entonces, este tipo no ha vuelto por el rancho de mi hermana a entregarle un solo ventavo...
—¿Y... y lo va a matar a sangre fría? —balbució Rose.
—Es un reptil. No merece otro trato. .
—Quizá con unos años de cárcel...
—No. Volvería a las andadas. Conozco bien a estos sujetos. Más vale que su cuerpo abone la tierra, muchas mujeres me maldecirían si lo dejase vivo... ¡Adelante, Sutton!
—¡No! —chilló Jeff—. ¡No me puede obligar...!
—¡Empieza a andar delante de mí, o te descerrajo un tiro aquí mismo...!
Sutton dirigió una mirada suplicante a Rose, y por fin se decidió a caminar.
La beldad del Abilene Saloon se movió de derecha a izquierda, nerviosa, y luego echó a correr hacia la calle principal, en la que desembocaba la que había sido escenario del encuentro.
Los dos hombres, uno tras otro, siguieron andando. Doblaron por una esquina, y entonces Jeff se volvió rápidamente, lanzando una carcajada.
—¡John Fleming...! ¡Si eres el viejo Johnny...! ¡No lo creían mis ojos!
El aludido enfundó el revólver, y acogió en sus brazos a Jeff con una ancha sonrisa.
—¿Adonde fue? —preguntó John, separándose.
—¿Quién? ¿Rose...? ¡En busca del alguacil...! ¿Te la imaginas presentándose en la oficina y diciendo que me están asesinando? —Sutton repitió sus carcajadas.
Fleming se frotó el mentón, quedó repentinamente serio, y preguntó:
—¿Qué le has hecho? Otra estafa, ¿eh...?
—Una tontería de nada. Es un pequeño préstamo. Se lo devolveré un día de éstos, con sus legítimos intereses...
—Cinco mil dólares. ¿De dónde los vas a sacar? ¿Engañando a otra mujer?
—¡Johnny! —exclamó Sutton, en tono ofendido.
—Quítate la careta, viejo zorro —indicó Fleming, con voz no carente de afectuosidad—. La última vez que te vi, hace cosa de tres años, tuve que salvarte de otro compromiso... ¿Cuándo vas a sentar la cabeza? Has cumplido ya los cincuenta, y te comportas como un chiquillo.
—¡Cuarenta y siete..-!
—Cincuenta, y no rebajo ni uno. Me llevas quince años, y hace seis meses que cumplí los treinta y cinco.
—Está bien, cincuenta —admitió Jeff, con pesar.
—Ahora supongo que te largarás de Abilene, Cuando esa mujer se entere de que todo ha sido una comedia, es capaz de clavarte un cuchillo en la espalda...
—El caso es que no sé dónde ir. He intentado trabajar...
—¿Intentado tú eso?
Fleming miró a Jeff con reconvención, y los dos acabaron riendo.
—Hablemos de ti, Johnny. Tenemos que celebrar tus éxitos. Aún me quedan unos dólares para invitarte a cenar esta noche. Eres casi un héroe nacional...
—Tonterías.
—No seas modesto. La gente se vuelve loca leyendo o comentando tus aventuras. John Fleming, el famoso detective de la Agencia Pinkerton... Cada vez que oigo eso, me hincho de orgullo, sí, señor... y a todos les digo que soy tu amigo... Bueno, casi nadie lo cree. Ya sabes, tengo esa fama de embustero... ¡Y por ello me gustaría que te viesen conmigo en todas partes...!
—Eso puede ser fácil ahora.
—¿Sí? ¿Por qué? ¿Vas a trabajar en Abilene?
—Voy a recobrar mi libertad. Cuando te he visto discutiendo con esa mujer me dirigía a la sucursal que tiene aquí establecida la agencia, para presentar la dimisión...
—¿Dimisión? ¿Qué mosca te ha picado?
—Estoy un poco agotado. Llevo unos cuantos años tragando millas... Creo que me he ganado un buen des-
canso. Tengo ahorrado algún dinero, y he pensado comprar un rancho y pasar el resto de mi vida viendo corretear a los animales...
—¿Quién es ella?
—¿Ella?
—Naturalmente. A Johnny Fleming sólo puede hacerle cambiar una mujer. ¡Y por cien mil búfalos que estoy deseando conocerla..,! ¡Debe ser algo que sólo se ve en sueños...!
—No hay ninguna mujer.
-¿No?
—Tienes mi palabra de que no existe. Ni la necesito para constituir un rancho.
Sutton se rascó el cogote, y dijo:
—¡Que me emplumen si te comprendo!
—Anda, acompáñame a la agencia y te convencerás...
En ese instante, procedente del lugar donde habían representado el drama, oyeron la voz alterada de Rose que parecía dar explicaciones. Luego siguieron voces varoniles.
Los dos amigos echaron a correr, doblaron por una calle transversal y salieron a la principal.
Pocos minutos más tarde entraron en una casa de ladrillo rojo, en cuya puerta había una placa en la que se leía: «Agencia de detectives Pinkerton».
Un hombre que había ante una mesa, en una habitación llena de fotografías, se levantó al ver a John.
—¡Fleming...! El jefe lo está esperando... ¿Qué tal el viaje?
—Bien, sin contratiempos... Espérame aquí, Jeff.
El detective abrió la puerta de cristales situada en la pared de la derecha, y penetró en un amplio despacho bien decorado. Un individuo de unos cuarenta años, de cabeza calva y gafas de miope, levantó los ojos de los papeles que consultaba en aquel instante, y al ver a su visitante se incorporó como impulsado por un resorte.
—¿Cómo está, Fleming? —Tendió una mano huesuda que el aludido estrechó, y dijo—: Lo esperaba desde la semana pasada... Siéntese, póngase cómodo... ¿un cigarro...?
Johnny se dejó caer en un sillón, y se meció al comprobar su blandura. Sonrió diciendo:
—No está mal esto. ¿Tiene muchos muelles...?
—Son comodidades de la civilización, amigo Fleming. Cada día se nos ofrece un avance... Bueno, ¿qué me dice de su trabajo? Pinkerton está impaciente... Diariamente me envía una carta... Yo ya no sabía qué hacer...
John, mientras el otro hablaba, sacó una cartera y extrajo un abultado sobre, que tiró sobre la mesa.
—Ahí lo tiene, Hudson...
—Hoy mismo le enviaré este informe a Pinkerton por correo especial. Le felicito; una vez más ha dado en el clavo. Lástima que el asesino se suicidase cuando usted lo tenía acorralado... Pero ese final demuestra que si se mató fue porque sabía que se enfrentaba con John Fleming, y que no tenía una sola probabilidad de escapar... El certificado de defunción del médico de Álamo Chico, y el dibujo que usted hizo del rostro del criminal, son pruebas suficientes para nuestro cliente...
Fleming arrojó sobre la mesa una pequeña bolsa de cuero.
—-¿Qué es esto? —inquirió Hudson.
—Por si el cliente no considerase bastante probada la muerte de James Nolan, ahí tiene unos cuantos objetos que le pertenecían.
—Está usted en todo...
Johnny se levantó, y declaró:
—Supongo que no habrá inconveniente en que me abone los dos mil dólares de recompensa...
—Claro que no. ¿Los quiere ahora?
—Sí.
Hudson dio la vuelta a la mesa, y abrió un cajón, de donde después de manipular un rato sacó un paquete de billetes que alargó a su interlocutor.
—Ahí lo tiene. Cuéntelos.
—No es necesario —repuso Fleming, guardándoselos en el bolsillo.
A continuación hizo un recibo por la cantidad.
—Bien, amigo. Tiene usted suerte —comentó Hudson, frotándose las manos.
-¿Sí?
—¡Seguro! Ya le he dicho que lo esperaba desde la semana pasada, y no crea que era por este asunto de James Nolan, no... Se trata de otra cosa... ¡Del caso más formidable que se le ha presentado a la Agencia Pinkerton! —habló como el director de un circo en el momento de presentar su número sensacional.
John no dijo nada.
—Ya le escribí a Pinkerton de lo que se trata —prosiguió el miope—. El está entusiasmado. Me contestó a vuelta de correo... por aquí tengo la carta —husmeó en una carpeta, y sacó una hoja de papel manuscrita—, escuche... «si hay un hombre en toda América capaz de descubrir el crimen de que me habla, ese hombre es John Fleming...» ¿Qué le parece? Pinkerton sabe perfectamente...
—No siga, Hudson —atajó Johnny.
-¿Eh?
—No me haré cargo de ese caso ni de ninguno más.
—¿Qué... qué dice?
—Que con el caso Nolan doy por terminada mi carrera de detective. Le presento la dimisión. No tengo tiempo de ir a la central para hacerlo personalmente, así es que haga traslado de ella al jefe...
Hudson estaba boquiabierto; los ojos se le agrandaban por segundos.
—No... no... —decía balbuciente.
John se dirigió hacia la puerta para salir.
El calvo pegó un bote, y se lanzó disparado.
—¿Está loco, Fleming? —exclamó, cogiendo al ex detective por un brazo.
—Dígale a Pinkerton que un día u otro nos veremos, y que le deseo suerte.
—¡Pero usted no nos puede hacer eso! ¡Usted no sabe que el cliente ha ofrecido una fortuna como recompensa...!
—Adiós, Hudson.
Johnny tomó la mano lacia del asombrado director, apretóla, y salió del despacho.
—Vamos, Jeff... —dijo, al pasar por la otra habitación.
Una vez en la calle, Fleming preguntó a su amigo:
—¿Qué hotel me recomiendas?
—Yo me alojo en el Ganadero. No es muy lujoso, pero está de acuerdo con mi bolsillo. Si quieres otro...
—Será bueno también para mí. Un baño es lo que necesito. Pero antes he de comprar ropa nueva...
Una hora más tarde, Johnny se hallaba instalado en un cuarto, un dólar por día, del hotel Ganadero. Se dio varios remojones metido en una cuba, y después se vistió con las prendas recién compradas.
Cenaron en el restaurante de Elias Brady, y como el ex empleado de Pinkerton manifestase tener una respetable dosis de sueño atrasado, regresaron al hotel, y cada cual se introdujo en su habitación, ya que tampoco Sutton quiso exhibirse por los locales nocturnos por temor a Rose.
Cuando Johnny despertó a la mañana siguiente, comprobó que el sol estaba ya alto.
Se lavó y cubrióse con sus galas pleno de optimismo, acompañando los movimientos con las notas silbadas de una canción vaquera.
Limpiaba sus botas con la camisa sucia, en el instante en que la puerta fue abierta de golpe. Alzó la cabeza, y vio a dos hombres en el umbral.
—El cuarto está ocupado, muchachos —advirtió—. Pero debe haber otros vacíos por ahí... —Es éste el que buscamos.
John arqueó las cejas y murmuró:
—¿Qué os pasa? ¿Estáis borrachos?
El cinturón de los ¡«Colt» colgaba de las patas de la cama y, al tiempo que preguntaba, dio un paso hacia él.
—No te muevas, zanquilargo —conminó el que estaba más cerca, pecho atlético y brazos largos.
Fleming se quedó inmóvil, maldiciéndose por no haber puesto a buen recaudo los dos mil dólares recibidos de Hudson. Aquellos tipos se debían de haber enterado de su opulencia, y lo iban a limpiar. No pu-diendo ofrecer resistencia al atraco, escrutó los rostros de los dos hombres para grabarlos a fuego en su memoría. Un día u otro les echaría el guante, aun cuando tuviese que seguirlos hasta el infierno.
—Anda ya, empieza a andar delante de nosotros...
Johnny frunció el ceño. Lo obligaban a salir. ¿Oué significaba todo aquello?
Al dirigirse hacia la puerta tenía que pasar junto al cinturón. Movió las piernas y de súbito se agachó, pero se mantuvo quieto porque dos cañones le apuntaban ya al corazón.
—Te crees listo, ¿eh, zanquilargo?
John se enderezó, y entonces el del pecho atlético disparó su puño derecho. Aquél recibió el golpe en el mentón y cayó hacia atrás, rebotando en la cama,
—Esto es para que aprendas. —Y cuando Fleming se incorporaba, con un hilillo de sangre bajándole de la boca, prosiguió—: Si haces otra barrabasada, vas a estar mil años sin moverte... Escucha ahora. Vamos a salir a la calle. Tú irás un paso delante de nosotros. Te señalaremos el camino, y si se te ocurre detenerte a hablar con alguien o hacer alguna señal, ya puedes rezar una oración por tu alma... ¡Ale, andando!
Johnny se tragó la rabia que le invadía y obedeció.
Caminaron por la acera, desplazándose en el sentido que los dos tipos querían.
Se apartaron de la arteria principal de Abilene, y dejaron otras secundarias,
El del puñetazo, al llegar a una casa rodeada de una empalizada, dijo:
—'Hemos llegado. Entra por esa puerta. Pisaron un estrecho sendero de tierra roja, y se introdujeron en la vivienda.
Otro hombre esperaba en el vestíbulo, y se unió a la pareja. Cruzaron un pasillo, al final del cual había una habitación.
Una mujer, que estaba de espaldas junto a una ventana, se volvió al oír los pasos.
Fleming contempló una esplendida belleza morena. El cabello azabache, los ojos negros, la piel tostada, el busto prieto y mórbido. Los labios eran rojos como la grana, frescos y sensuales»
—Podéis marcharos. Ya os avisaré —dijo la hembra.
Los tres sujetos abandonaron la estancia, cerrando tras ellos.
Johnny no salía de su asombro. Antes de que pudiera hacer la primera pregunta, la hermosa distendió su boca en una amable sonrisa e invitó, señalando un sillón ;
—¿Quiere usted sentarse, señor Fleming?
CAPITULO II
John se sentó, y ella lo hizo en otro sillón frente a él.
—Mi nombre es Teresa Jurado, señor Fleming, y antes que nada he de decirle que lamento que nuestro conocimiento tenga este carácter forzoso... Usted no me ha dejado elegir...
—¿Quiere ser más concreta?
—Yo soy el cliente de la agencia Pinkerton de que ayer le habló el señor Hudson.
Un rayo de luz penetró en la mente de Johnny.
—Esta mañana —prosiguió la mujer—, me ha comunicado el señor Hudson la decisión de usted de abandonar la agencia.
—Es cierto —ahora que la tenía más cerca le calculó unos veinticinco años de edad.
—He querido que viniese a verme para que supiese de qué se trata.
—Emplea b usted unos métodos muy convincentes —adujo, acariciándose la mandíbula dolorida.
—Le repito mis excusas.
—Y yo he de decirle, señorita Jurado, que cuando tomo una decisión la mantengo a todo trance.
—No obstante le ruego me escuche.
—He de recordarle que en la agencia Pinkerton no soy yo solo, señorita. Hay otros agentes, bastantes, que están tan capacitados como lo pueda estar yo para ayudarla a usted a resolver sus problemas.
—Me he informado bien. Yo quiero el mejor detective para que se ocupe de mi asunto, y el mejor es usted, señor Fleming.
—Lo siento, pero creo que ambos estamos perdiendo un tiempo precioso.
—¿ Puede dedicarme solamente unos minutos del suyo? Cuando me haya escuchado, sea cual fuere su determinación, comprenderá por qué insisto tanto...
—Está bien —convino John—. Puede empezar cuando guste. La escucharé...
Teresa Jurado se humedeció los rojos labios y dijo:
—Mi familia es oriunda de México, como ya habrá supuesto. Mi padre fue uno de los primeros hombres que se dio cuenta de las enormes perspectivas ganaderas de Texas, e instaló un rancho que en poco tiempo se convirtió en un buen negocio. Se casó y tuvo dos hijos. Un varón, Francisco Jurado y yo. Mi hermano, en cuanto cumplió los quince años, mostró lo que llevaba dentro. Era completamente distinto a mi padre. Estaba poseído por un espíritu de aventura que le hacía escapar de casa y permanecer fuera de ella durante semanas, hasta que regresaba muerto de hambre y de cansancio. Todos los esfuerzos de mi padre para domarlo eran inútiles. Apenas se^ había recobrado, volvía a marchar. La última vez lo hizo en compañía de uno de nuestros peones, Robert Steele. Esto sucedió hará cosa de unos trece meses. Creímos que, al ir acompañado, su ausencia sería más larga que las veces anteriores, pero no podíamos suponer que ya no lo veríamos jamás...
La joven hizo una pausa, y entrelazó los dedos sobre su regazo. Después prosiguió:
—Hace cuatro meses apareció Robert Steele en el rancho, y nos comunicó la fatal noticia. Mi hermano había sido asesinado aquí, en Abilene. El y Robert consiguieron ser contratados por un ranchero que traía su ganado a esta ciudad. Cuando llegaron, hicieron lo que hacen todos los vaqueros en idénticas circunstancias. Con los salarios cobrados, se dedicaron a pasarlo bien, a su manera. Al cabo de unos días mi hermano le dijo a Robert que se volvía a casa, y que compraría unos cuantos regalos con el dinero que le quedaba. Steele prefería quedarse en Abilene, porque, después de las lluvias, pensaba seguir hacia el Norte. Se despidieron, y Francisco se dirigió a un almacén para efectuar sus compras. Eligió una hora en que los establecimientos estaban semivacíos. Eran las tres de la tarde. En el almacén que entró se hallaban su dueño y un ciego de unos sesenta y cinco años de edad. Francisco empezó a ver baratijas, y estando en ello, un hombre se introdujo silenciosamente por la puerta y encañonó a los presentes. Pidió el dinero del tendero y el que tuvieran todos en sus bolsillos. Aquél abrió un cajón, y puso sobre el mostrador las ventas del día. Cuando el bandido se disponía a coger los billetes, el tendero pretendió sacar una pistola ele la caja, pero el otro fue más rápido y le descerrajó un tiro. Mi hermano saltó sobre el asesino, y forcejearon. De pronto, sonó otro estampido, y Francisco cayó al suelo herido de muerte. Su matador no se entretuvo más; echó a correr, saltó sobre su caballo y salió de estampida. Francisco sólo vivió unos segundos...
—¿El ladrón iba enmascarado? —preguntó John.
—No lo sabemos. El único hombre que asistió al doble crimen fue el ciego.
—En ese caso, el asesino debía saber lo de la ceguera. De lo contrario también lo hubiese matado. —Es posible.
—Y usted, señorita Jurado, pretende que yo dé con él...
—Para ello he venido a Abilene. Tenía referencias de la agencia Pinkerton, y concretamente de usted. Estoy dispuesta...
—No siga —la interrumpió Fleming—. ¿Se da cuenta de que lo que persigue es algo imposible? No ha habido testigos de los asesinatos, puesto que el ciego no puede ser considerado como tal... Ese hombre, el criminal, a estas horas puede estar en Nueva York o en San Francisco de California... ¡y no sabemos quién es! ¡Ignoramos su nombre, los rasgos de su cara, su estatura ! ¡ Lo ignoramos todo...!
—Todo no —arguyo Teresa introduciendo la mano en un bolsillo del vestido.
Johnny esperó. La joven sacó una armónica, que le alargó al tiempo que decía:
—Tenemos esto. Pertenece al asesino. Se le cayó cuando peleaba con mi hermano.
Fleming cogió el instrumento, y lo examinó atentamente. En una de sus bandas había una plaquita metálica con las siguientes palabras grabadas: «A E. Sum-ter de H. Taibot, Shefield.»
—Sólo tiene que echar una mano a E. Sumter —dijo Teresa—. Sé que no será tarea fácil y por ello le pagaré...
John se incorporó y devolvió la armónica.
—Lo siento, señorita Jurado. Comprendo que quiera castigar al hombre que mató a su hermano, y le deseo suerte, pero no puedo aceptar su trabajo. He tenido mucho gusto, señorita...
Fleming inclinó la cabeza y giró sobre sus talones dirigiéndose hacia la puerta.
—Le daré diez mil dólares si encuentra a ese hombre —anunció la joven arrastrando las palabras.
Johnny se detuvo como si hubiera encontrado de improviso una barrera. Tragó saliva... y volvióse lentamente.
—¿Diez mil dólares? —inquirió.
—Eso he dicho. Naturalmente, tal cantidad tendrá el carácter de recompensa. Por tanto abonaré los gastos y demás honorarios que señale usted...
—Es con la agencia con quien debe entenderse respecto a esos detalles...
Teresa dibujó en sus labios una suave sonrisa. —¿Acepta, pues?
—No estoy en disposición de perder esos diez mil. Déme la armónica.
Johnny volvió a coger el instrumento musical, observando nuevamente la plaquita grabada.
—Shefield —murmuró—. Eso queda muy lejos de aquí. Es un pueblo de la frontera, entre Texas y Lousia-na, cerca de la desembocadura del río Sabine. ¿Ha hecho usted alguna gestión antes de decidirse a solicitar los servicios de la agencia?
—No, ninguna. Creí más conveniente esperar y confiarlo todo a ustedes.
—De acuerdo. ¿Qué fue del amigo de su hermano, de ese Robert Steele?
—Está ahí fuera.
—¿Quiere hacerlo entrar? Ha de contestarme a unas preguntas.
Bob Steele era de estatura regular, moreno, de unos veinticinco años. Teresa hizo las presentaciones, y en seguida Fleming fue al grano.
—¿Por cuenta de qué rancho hicieron el traslado del ganado a Abilene, usted y el hermano de la señorita?
—El dueño de las reses se llama William Sheri-dan. Tiene el rancho un poco más arriba de Matagorda.
—¿Ocurrió algo anormal durante el viaje?
—Lo corriente. Un par de estampidas y algunas dificultades con los indios o los cuatreros.
—Me refiero a incidentes entre ustedes.
—Surgió una pelea el mismo día que emprendimos la ruta.
—¿Intervino en ella Francisco?
—No. Fue entre mestizos y el capataz de Sheridan. Este acabó con la riña despidiendo a los dos.
—¿Se había llevado bien Francisco con esos hombres?
—Apenas los conocíamos. Ya le he dicho que eso ocurrió cuando estábamos a pocas millas del rancho Sheridan.
—Está bien. ¿Y en Abilene? ¿Qué ocurrió?
—Nada extraordinario. Cobramos los salarios y la prima por haber llegado con un porcentaje insignificante de pérdidas, y cada cual se puso a divertirse.
—¿Se divirtieron juntos usted y Francisco?
—Eso no era posible —Steele tosió, mirando de soslayo a Teresa—. Ya me entiende.
—¿Dónde se encontraba usted cuando se cometió el asesinato?
—Francisco me despertó en la habitación que tenía alquilada en el hotel Ganadero, para decirme que se volvía a casa. Me preguntó que si me iba con él y yo le dije que estaba cansado de arrear ganado y que seguramente me iría al Norte.
—¿Por qué ha vuelto entonces al rancho de los Jurado?
—Porque quise darles la noticia personalmente, y pensé que, al fin y al cabo, podía enrolarme con otro convoy.
—¿No recuerda usted nada de lo que vio por aquellos días, que pueda servir de algo?
Steele arrugó la frente como si pensase en la pregunta, y luego repuso:
—No. Creo que no puedo ayudarle en su trabajo, y créame que lo siento.
El cow-boy salió de la habitación y John dijo a Teresa:
—Vaya a la agencia a ultimar los detalles. Yo pasaré por allí más tarde. ¿Sabe dónde encontrar a ese ciego?
—Lo hallará en la última casa de la calle principal, pero no le sacará nada. Ya le he hablado yo y resultaron infructuosos todos los intentos.
—De todas formas le haré una visita. ¿Quiere hacer el favor de avisar a los dos hombres que me han acompañado desde el hotel?
Teresa fue a la puerta, la abrió y llamó a Brian y a Abbot.
Los dos cow-boys penetraron en la habitación.
Fleming miró contemplativamente al más alto, mien; tras se le acercaba con lentitud. De repente, disparó el puño derecho y su víctima se desplomó fulminado. Ni se movió cuando sus anchas espaldas se estrellaron en el piso de madera.
La morena lanzó un grito.
El detective pasó al lado del caído, y dijo a la nueva cliente de la agencia Pinkerton:
—Enseñe mejores modales a sus hombres, señorita Jurado. La incorrección no trae nada bueno.
Y salió de la estancia, dejando a la mujer con los grandes ojos negros abiertos de par en par.
Cruzó la calle en dirección al lugar que ella había señalado. La persona que buscaba se encontraba fumando una pipa recostado en una vieja mecedora.
—Oiga, buen hombre —le saludó, deteniéndose a su lacjo—. ¿Conoce a un tipo que se llamó Slim Carpentier?
El ciego echó adelante el busto y repuso, con la mirada perdida en el vacío:
—¿Slim Carpentier? No me suena. Seguro que no he oído tal nombre.
—Me dijeron que andaba a la gresca por estos andurriales. Es inconfundible. Se lo describiré. Mide cerca de dos metros, moreno, poblado de cejas, con una cicatriz... —de pronto John hizo una pausa como si se diese cuenta en aquel instante de que hablaba con un hombre privado de la vista—. Oh, perdone, no me he fijado. Soy un perfecto idiota...
—No se excuse, amigo. No tiene importancia...
—Ha de perdonarme...
—Claro que sí, muchacho.
—¿Es de nacimiento? —preguntó el detective, con voz en la que había verdadero afecto.
—No. La perdí en «los siete días de Richmond» (1). Estalló un obús a dos metros de mí y me recogieron casi en pedazos, pero pudieron pegarlos... La vista no es tan importante como algunos creen. Para como está el mundo, es preferible no ver muchas cosas...
—Sí, hay algunas que, ciertamente, repelen a los ojos... En Fort Hall vi hace unos meses a un hombre en el instante de pasarle un carro por encima del vien^ tre. Fue espeluznante. Y la semana pasada contemplé la muerte de un joven que me erizó el cabello... Lo cogieron entre tres, y lo arrojaron por un precipicio. Eran unos bandidos que asaltaron la diligencia de Fer-guson, y aquel infeliz cometió el pecado de no llevar encima más que una moneda de cincuenta centavos. Los ladrones se enfurecieron por tal hecho y encañonaron a los pasajeros, entre
(1) "Los siete días de Richmond" fue una de las batallas de la guerra de Secesión, entre el Norte y el Sur. (N. del A.)
los que yo me encontraba, mientras cometían su fechoría.
John observaba el rostro apergaminado del ciego. Este movió la cabeza asintiendo, y dijo:
—También en Abilene ocurren cosas de ésas. Hace unos meses asesinaron a dos hombres en mi presencia... Fue en el almacén de Higgins. Estaba charlando con él cuando entró un comprador y pidió ver collares y pulseras. A los cinco minutos aproximadamente, una voz me dejó helado. Era un individuo que nos invitó a levantar los brazos y a darle el dinero que hubiese entre las cuatro paredes de la tienda, incluido el de nuestros bolsillos. Higgins hizo una tontería. Cuando puso sus dólares sobre el mostrador, quiso aprovechar el instante en que el salteador fuese a cogerlos. Echó mano a un revólver que tenía cerca, pero el otro fue más rápido, y lo dejó seco de un balazo. El de los collares se abalanzó sobre el asesino, pelearon, y también él recibió lo suyo.
—Lo cogerían, ¿eh?
—No. Logró escapar Sólo dejó un recuerdo suyo, una armónica...
—Le gustaba la música.
—Su pieza favorita era un vals.
John frunció el ceño e inquirió sorprendido:
—¿Un vals?
—Sí. Usted lo conocerá también. Ese que se titula Hay una chica guapa en el Mississippl —¿Es que conoce usted al criminal?
El ciego soltó una risita. -Sí.
—¿Y no lo ha denunciado al alguacil?
—Es que no sé cómo se llama. Le explicaré en qué consiste mi conocimiento. —El viejo se movió en la mecedora buscando una posición, cómoda, y prosiguió—: Usted sabrá seguramente o habrá oído decir que cuando uno pierde la vista, se desarrollan sus otros sentidos, como si la naturaleza le concediese una compensación. Eso me ha ocurrido a mí. Mi oído se ha ido perfeccionando de día el día, hasta el punto de que
conozco a muchas personas por su forma de andar, o sea por el ruido producido por sus botas. No hay una sola persona que ande igual que otra. Eso parece imposible de percibir para ustedes, porque tienen los ojos para diferenciarlas por su físico. Pero yo, desde que salí del hospital de campaña, me he esforzado por sustituirlos por los oídos. Dos días antes de los hechos que le he relatado, estaba yo en el Amigo del Cow-boy, uno de los sáloons a donde acude la gente que viene de Texas, cuando escuché ese vals del Mississippi, interpretado por una armónica. Me gusta también porque me trae recuerdos de la guerra anteriores a mi percance. El que lo tocaba, al terminar se movió hacia el mostrador, y pude distinguir perfectamente sus pasos porque en aquel instante el local se hallaba casi vacío. Eran pausados, lentos. Se puso a mi lado, pidió un whisky, lo tomó, pagó y salió del establecimiento. No volví a escuchar el taconeo de sus botas hasta el momento en que entró en el almacén de Higgins. Lo reconocí inmediatamente...
—¿Y por qué no contó eso al alguacil?
—¿A James? Porque es un bruto. Se hubiese reído de mí o no me hubiera hecho caso. Aparte de que, para conseguir algo, habría tenido que hacer desfilar ante mí uno a uno a todos los hombres de Abilene. ¿Cree que los cow-boys se hubieran prestado a tal prueba? Y aun en el caso de que yo hubiera identificado por sus pasos al asesino, usted debe suponer que esa prueba no hubiera sido tenida en cuenta por ningún jurado. Lo habrían dejado en libertad.
—Tiene razón —asintió Johnny—. Y naturalmente, desde entonces no habrá vuelto a «oír» a ese hombre...
—No debe encontrarse en Abilene porque desde aquel día he prestado atención a aquellos sonidos que tan bien mantengo en mi cerebro y jamás se han repetido.
Fleming dio por terminada su entrevista.
—¿Así pues, no conoce a Slim Carpentier?
—No, le aseguro que no.
—Tendré que seguir su busca. He pasado un rato agradable con ust#d. Ya vendré otro día para empalmar la charla.
—Cuando quiera, muchacho. Suerte.
Se encontró de nuevo con Teresa Jurado en el despacho de Hudson. Este sonreía de oreja a oreja al tiempo que se deshacía en lisonjas. La joven no apartaba su mirada del rostro atezado de Fleming.
—¿Puede decirme cómo iniciará su investigación? —inquirió la hembra.
—Ya la he iniciado —repuso John. Y luego se dirigió a Hudson—: Necesito que esté todo preparado para el atardecer. Salgo para Louisiana.
—¡Magnífico, Johnny! —exclamó el calvito, frotándose las manos—. Ya lo ve, señorita Jurado, apenas ha aceptado el asunto y ya está en acción...
—¿Cuándo cree que podrá coger al asesino, señor Fleming? —preguntó Teresa.
—Yo no he dicho que lo vaya a detener, señorita. Voy a intentarlo. De todas formas, es posible que tarde cinco meses, o seis u ocho... o más de un año. Usted puede suspender la investigación cuando quiera, pero seguirán devengándose los gastos y los honorarios diarios hasta que se me comunique formalmente la suspensión.
La morena enrojeció, y en sus ojos fulguraron chispas de rabia.
Contestó con voz enérgica:
—¡No pienso suspender la investigación hasta que usted entregue al asesino o se dé por vencido!
—De acuerdo —dijo él, mirándola fijamente. —¡ Quiero que me envíen los informes a Laredo!
—No se preocupe —intervino, meloso, Hudson—. Podrá seguir el curso del trabajo del señor Fleming a través de los boletines que periódicamente le enviaremos a su rancho.
—No pienso dar ningún informe mientras trabaje en este caso —declaró John, resueltamente.
Hudson emitió un gruñido y la señorita Jurado se levantó de la silla como si ésta quemase.
—¿Qué dice? —exclamó, más hermosa que nunca—. ¿No sabe que soy yo quien paga y por tanto tengo derecho a conocer sus investigaciones?
—Las conocerá cuando las haya concluido. Y ahora es el momento de decidir si he de continuar adelante o ha cambiado de idea.
Durante unos segundos Teresa se mordió el labio inferior manteniendo consigo misma una lucha, mas al fin, habló reflejando en sus palabras la furia que la poseía:
—¡Está bien! ¡Usted gana, señor Fleming! Esperaré en Laredo el día que se le ocurra informarme...
—Hasta la vista, señorita Jurado —despidióse el detective, yendo hacia la puerta—. Abur, Hudson...
Un poco más arriba de la sucursal de la agencia Pin-kerton, encontró John a Jeff, quien lo palmeó alegremente.
—¿A qué se debe tu felicidad? —inquirió Fleming.
—He visto a Rose. No te puedes imaginar lo contenta que se ha puesto al verme vivo. Casi se desmayó. Le dije que te liquidé de un balazo. Ha sido tanta su emoción, que ha prometido invertir quinientos dólares más en el negocio de las reses.
—No tienes remedio, Jeff.
—Esta vez te juro que es en serio. Con esos quinientos compraré ganado a unas cincuenta millas de Abile-ne. Como los cow-boys vienen cansados, es fácil hacerse con unas cuantas cabezas pagándolas medio dólar o un dólar más baratas. Luego las venderé aquí, y repetiré unas cuantas veces la operación.
—¿Y qué va a pasar cuando Rose me vea y compruebe tu nueva mentira?
—¡No! —exclamó Jeff llevándose la mano a la mejilla.
—¿Cómo lo arreglarás?
—No había pensado en ello.
Johnny esperó a que su amigo sudase preocupado por la inminente catástrofe, y luego dijo:
—Bueno, viejo zorro. No es necesario que lo tomes tan en serio. Te voy a dejar el campo libre. Me marcho de Abilene esta misma tarde.
—Así pues, sigues con la idea de montar un rancho.
—La he aplazado unos meses. Primero he de realizar un trabajo.
—Por cuenta de la agencia Pinkerton, ¿eh?
Fieming se acarició la barbilla y repuso:
—Sí, por cuenta de la agencia Pinkerton.
Sutton lanzó una carcajada.
—Ya te lo dije, muchacho —contestó temblándole los hombros mientras reía—. Sólo podrás convertir tu sueño en realidad, el día que encuentres en tu camino a una mujer que te produzca cosquillas en la garganta como el champaña.
Los dos amigos se despidieron, y cuando poco después, John se dirigía al hotel Ganadero, iba pensando en las últimas palabras de Jeff y en la hembra morena y excitante que era Teresa Jurado.
CAPITULO III
A los cincuenta y dos días de haber abandonado Abilene, John Fleming llegó a ShefiekL Era éste un poblado de triste aspecto compuesto por unas cinco docenas de casas de madera. La calle central aparecía desierta, circunstancia extraña, ya que en el momento en que el detective cabalgaba por ella eran las once de la mañana.
Un perro, al que se le podían contar fácilmente las costillas, empezó a ladrar girando alrededor de la montura. Johnny se echó el sombrero hacia atrás, y observó las puertas y ventanas vacías. Al fin distinguió una de aquéllas abierta, la que exhibía en su parte superior un cartel en el que se leía: La Alegría de Shefield. Las letras hacía mucho tiempo que habían sido pintadas.
El detective descabalgó, y el enflaquecido can salió disparado, aullando como si le hubiese pisado el rabo.
La Alegría de Shefield debía haber conocido tiempos mejores. Ahora no era más que un salón con un mostrador y varias mesas y sillas vacías. En el mostrador, acodados, había dos hombres y tras él, un viejo de barba descuidada que masticaba concienzudamente su ración de tabaco. Los dos clientes parecían contar con avanzada edad y se limitaban a dar cuenta, en silencio, del contenido de los vasos que tenían delante.
Al oír pisadas, todos doblaron la cabeza hacia la puerta.
—Buenos días, señores —saludó John.
La respuesta fueron tres gruñidos ininteligibles.
El detective se sacudió el polvo de las caderas, mientras el dueño del establecimiento lo observaba con el ceño fruncido.
—¿Qué va a tomar? —preguntó éste. —Me dijeron que en Shefield bebería el mejor whisky del Sur —contestó Fleming.
El viejo cogió una botella de cuello estrecho, y escanció en un vaso.
—No está mal —declaró John, bebiendo—. Ponga otro.
Transcurrieron varios minutos de silencio. —¿Dónde está la gente joven? —inquirió John, tratando de entablar conversación.
—En Texas —repuso, con sequedad, el dueño. —¿No hay trabajo por aquí?
—Poco y mal pagado. Luchamos con la Confederación y estamos sufriendo el castigo.
—¿Y los campos? Viniendo hacia aquí he visto que tienen la mejor tierra para algodón.
—Si usted nos dice quién lo compra, mañana mismo empezaremos a labrar.
—¿De qué viven, entonces?
—Nos hemos quedado unos pocos. Los que no estamos para aventuras y nos pilló con un poco de dinero yanqui. ¿Acabó las preguntas?
—No quiero que se moleste.
—Estamos cansados de contestar a los hombres que nos envían de Washington. Siempre desean saber lo mismo, y llevamos varios años sin ver ningún resultado. Dígale a quien le mande que sólo pedimos que nos dejen en paz. Ya nos arreglaremos nosotros como lo venimos haciendo desde que se acabó la lucha.
—No he venido a Shefield con ninguna misión del Gobierno —dijo, con voz afectuosa.
-¿No?
—Puede asegurarlo.
—Nos escaman los forasteros que se preocupan de nosotros.
--Me dirijo a Texas, y he pasado por este pueblo porque tenía que ver a un hombre que vivía aquí.
—¿Quién es?
—Se llama Sumter.
—¿Elmer Sumter?
—Ese debe ser. Su nombre empieza por E.
Los dos clientes y el dueño se miraron. Este preguntó :
—¿Para qué lo necesita?
—Para transmitirle un mensaje de mi hermano. El y Sumter se conocieron hace años.
—¿Dónde fue eso?
—No lo sé ciertamente. Mi hermano era un tipo aventurero. Debió recorrer medio país. Pudo ser aquí o en cualquier parte.
El viejo entrecerró los ojos, como si pensase su respuesta.
—Bueno —dijo al fin—, quizá sea verdad. Encontrará a Sumter en una casa que hay saliendo del pueblo. Está sola. No se confundirá. Vaya calle abajo.
—¿Qué le debo de su whisky?
—Medio dólar.
Johnny dejó un dólar sobre el mostrador, diciendo:
—Gracias por su información.
Se iba en dirección a la salida, cuando el dueño
indicó:
—Le sobra la mitad de su dinero.
—En cualquier sitio me hubiera costado un dólar. Acéptelo.
Ya en la calle, cogió al bayo por las bridas y echó a andar.
La casa de Elmer Sumter aparecía hecha una lástima. Las hojas de las ventanas chirriaban a merced del viento, y la puerta se había combado y estaba llena de parches los cuales dejaban pasar el aire por sus numerosos resquicios. *
Johnny se aseguró de que sus armas salían sin dificultad de las fundas. Ató el caballo a un poste, y llamó fuerte a la desvencijada puerta.
No oyó nada durante un minuto, y volvió a golpear con el puño.
Del interior partió el gemido de un somier, y después unos pies se arrastraron.
La puerta se abrió unos centímetros, y John vio un par de ojos verdes de mirada apagada en un rostro arrugado.
—¿Qué pasa?
—¿Es usted Elmer Sumter?
—Sí, ¿y qué?
—He de hablarle.
—Otro día. Ahora no tengo ganas de darle a la lengua.
Sumter fue a cerrar, pero el detective lo impidió metiendo la bota derecha dentro.
—Ha de ser ahora, Sumter. Las pupilas verdes se avivaron. —Quiere jaleo, ¿eh? —gruñó apretando los labios. —No, si usted se porta bien. He cabalgado durante siete semanas para verle, Sumter.
Elmer miró a su visitante con más atención y se decidió a abrir.
—Está bien. Pase.
Johnny se encontró en una habitación desordenada, en donde había una silla con el asiento roto, una mesa coja por la irregular superficie del piso de tierra, una cama hundida del lado izquierdo, y varias prendas de ropa sucia en un rincón. Al fondo había otra puerta, que conducía al interior. De un clavo de herradura que sobresalía de la pared, colgaba un cinturón, pero su funda estaba vacía. El arma que debía contener la tenía Sumter en la mano, apuntando con ella a Fleming.
—Conque quería hablarme y ha estado siete semanas sobre la silla para llegar hasta aquí...
—Así es —repuso John, con voz fría.
—¿Qué diablos quiere?
—Echar una parrafada con usted.
—¿Sobre qué?
—Podemos charlar, si le parece, sobre armónicas.
Elmer enarcó las cejas.
—¿Armónicas? ¿Qué dice? ¿Se le ha metido el sol en los sesos?
—Quizá no me haya explicado bien. Quiero que hablemos sobre una armónica especial. Una que le perteneció a usted hasta hace unos meses.
—No he tenido una de ellas desde hace años. Pero sigo sin entender una palabra.
John movió una mano hacia el bolsillo de su camisa.
—¡Quieto o será lo último que haga...! —conminó Sumter.
—De acuerdo. Cójala usted mismo. Está aquí arriba.
Elmer se movió, y sacó la armónica que había entregado al detective Teresa Jurado.
Cuando sus dedos rozaron la placa grabada, los ojos se le abrieron, denotando estupefacción.
—Ya le dije que le había pertenecido —le recordó John.
—¡Mi armónica! —Elmer levantó el instrumento, y dirigióle una mirada rápida. Después preguntó—: ¿Dónde la encontró?
—¿En dónde la perdió usted? —¡Soy yo quien pregunta!
Fleming clavó su acerada mirada en los ojos de Sumter, y manifestó:
—La hallé junto a dos cadáveres.
Hubo un profundo silencio. Luego habló Elmer.
—¿En qué sitio fue eso?
—Usted lo sabe tan bien como yo.
—¡No sé nada!
—La armónica es suya.
—Fue mía. Hace años que dejó de serlo.
—¿Quiere colocarme una historia?
Elmer miró con rabia a su interlocutor bajando la cabeza.
—Se lo voy a preguntar por última vez, ¿En qué lugar encontró la armónica?
John creyó llegado el momento de contestar. Aquel hombre se comportaba como si realmente no tuviese nada que ver con el doble asesinato.
A. continuación le relató los sucesos de Abilene. Elmer escuchó con atención, y luego masculló:
—Ha sido el puerco de Mortimer. No me cabe duda. —¿Mortimer?
—Butch Mortimer, un bandido a quien le vendí la armónica hace un par de años.
—¿Qué garantía me ofrece de que lo que dice es verdad? En esa placa está grabado su nombre...
—Si yo fuese ese asesino que busca, ahora le metería una bala entre ceja y ceja y me marcharía de Shefield silbando.
—Está bien. Hábleme de la armónica y de Butch, —Me la regaló Heriberto Talbot. Eso fue hace siete años u ocho. Heriberto tenía un hijo de seis meses y un día que vino a comprar a Shefield se lo dejó en el carro a la puerta del almacén de Mac Millan. El tronco de caballos se espantó y echaron a correr como almas perseguidas por el diablo. Yo monté sobre mi rucio y después de un gran esfuerzo conseguí saltar al carro y someter a los animales. Talbot compró la armónica, hizo ponerle la placa y me la regaló. Hace dos años me encontraba mal de dinero, como todos y como sigo encontrándome, y Butch Mortimer me ofreció cinco dólares por ella. Ya sabe lo que pasa cuando uno está a dos velas. Se la vendí.
—¿Dónde se encuentra actualmente Butch Mortimer?
—A unos cuantos centenares de millas de aquí. Al menos, ésas son las últimas noticias que tengo. Se trata de un pueblo muy metido en Texas, llamado Siempreviva.
—¿A qué se dedica Mortimer?
—A todo lo.que esté fuera de la ley. Pero su especialidad parece ser el robo de ganado. Forma parte de una de las bandas que se han constituido por allá después de la guerra.
—¿Quién le ha contado eso?
—Hace diez o doce meses vino por aquí un tipo enviado por Butch, reclutando gente. Se llevó a cinco jóvenes que estaban sin trabajo. Algunos de ellos han escrito y la mayoría de las cartas tienen el matasellos de Siempreviva. No hace falta pensar mucho. Butch Mortimer es su hombre.
Johnny movió la cabeza y dijo:
—Lo creeré, Sumter. Pero si me engaña, será mejor que me pegue ese balazo ahora que tiene oportunidad. Volvería por usted, y entonces no le daría tiempo a sacar la pistola.
—Vea mi respuesta.
Elmer sonrió, y arrojó el arma sobre el colchón.
—Tenga cuidado con Butch —advirtió Sumter—. No sé qué tal anda usted con el revólver, pero él es muy bueno. Si se huele que usted lo busca, hará bien en disparar primero y preguntar después.
—Gracias. Lo tendré en cuenta.
Sumter devolvió la armónica, y los dos hombres se estrecharon la mano. Cuando las separaron, en la palma de la de Elmer había un billete de diez dólares.
—No lo puedo permitir —protestó.
—No sale de mi bolsillo, Sumter. Es otro quien lo paga. Y su información lo vale.
Johnny salió de la casa, subió a la silla de su bayo y éste emprendió un trote corto en dirección al Oeste.
CAPITULO IV
Johnny dejó su caballo en un establo, y tras recomendar que le diesen un buen pienso, se dirigió al lugar donde le habían dicho se reunían los hombres de Siempreviva cuando querían matar el tiempo. Era un establecimiento de bebidas bautizado con el pomposo nombre de la Estrella Solitaria, en recuerdo de los días en que Texas fue una república independiente.
El local era similar a los que de su clase había visitado en sus correrías. Pero se diferenciaba, por ejemplo, del de Shefield en que la clientela era más numerosa y más amiga de hacerse entender dando gritos y soltando maldiciones.
El detective se acercó al mostrador y pidió whisky a un individuo bizco, quien con gran maestría llenó de licor un paqueño vaso.
Johnny lo bebió, y después lio un cigarrillo que fumó con lentas chupadas.
El salón se veía más concurrido por minutos. Los hombres entraban en grupos, riendo, gastándose bromas, a medida que trasegaban el whisky, el ron y la ginebra.
Junto a Fleming se colocó un joven imberbe que luego de cerciorarse de las monedas que llevaba en el bolsillo, solicitó un vaso de ron.
—¿Es día de fiesta, muchacho? —le preguntó John, mirándole amistosamente.
El aludido parpadeó y dijo:
—Casi.
—Habrá baile entonces.
—Seguro.
—¿Buenas chicas?
—De todo un poco.
Fleming comprendió que por aquel camino no llegaría a ninguna parte. Aquel joven tenía un vocabulario muy reducido y él necesitaba desatar su lengua. Así pues, decidió ir de lleno al asunto.
—Me han dicho que se cometen muchos robos de ganado por este lugar. ¿Es cierto, muchacho?
—No está mal informado.
—¿ Importantes ?
—Según qué banda sea.
—¿Qué tal se porta la de Butch Mortimer?
La mano que sostenía el vaso de ron tembló ostensiblemente.
—¿La de Mortimer? —dijo con voz vacilante, el barbilampiño—. Es la más audaz. —¿Por dónde opera?
—Por la región, pero preferiblemente por los ranchos más cercanos a las montañas del Oeste... Ahora me tendrá que perdonar. He de marcharme. —El joven bebió de un trago lo que quedaba en su recipiente, dejó unos cuantos centavos sobre el mostrador, y echó a andar con ligereza hacia la salida.
Johnny analizó la situación.
No tenía más remedio que dejar Siempreviva e internarse en aquellas montañas para encontrar a Mortimer. Al instante pensó en enrolarse en la banda de cuatreros como única posibilidad de llevar a buen fin la misión que le había confiado Teresa Jurado. Deseaba entregar a Butch con vida en Abilene. Le repugnaba matar a los hombres que perseguía ya que el cliente podía pensar, no obstante las pruebas que en su caso acostumbraba presentar, que él había falseado su informe por cobrar una recompensa.
De pronto, sus cavilaciones fueron interrumpidas por la presión de algo duro en su espalda.
—No se mueva, forastero —dijo una voz, e inmediatamente unas manos le despojaron de su «Colt».
Entonces giró lentamente, y vio a un tipo de complexión hercúlea y grandes bigotes. A su lado se hallaba el joven con quien había hablado minutos antes.
—¿Es éste, Larry? —preguntó el de los mostachos.
—<E1 es, señor Connolly —asintió el muchacho.
En la sala se hizo un silencio, y un gran número de clientes dejaron las mesas para acercarse al mostrador.
—¿Qué pasa, Connolly? —inquirió un pelirrojo de rostro salpicado de pecas.
—Es de la banda de Mortimer. Ya os dije que vendrían a rescatarlo.
—Conque de la banda de Mortimer... ¡Muy bien! Le haremos el recibimiento que se merece. —El pelirrojo se adelantó, y disparó su puño izquierdo.
Johnny ladeó la cabeza rápidamente unos centímetros, y el golpe se perdió en el vacío lo cual provocó que el agresor perdiese el equilibrio y cayese al suelo.
—¡Quieto, forastero! —ordenó nuevamente Connolly.
Pero tal advertencia no fue necesaria porque no estaba en el ánimo de Fleming el aprovecharse de la inferioridad en que había quedado su antagonista. Este se levantó apretando los labios con rabia, y fue a reanudar su intento de pegar.
—Ya está bien, Walter —habló Connolly—. Lo entregaremos al alguacil, y lo ahorcaremos con Butch. Si es que podemos probar que perteneces a su banda. ¿Alguno de vosotros lo ha visto antes? —preguntó, levantando la voz.
Todas las miradas convergieron en el rostro atezado del prisionero.
Un hombre carraspeó, y dijo:
—Juraría haberlo visto entre los tipos que se nos llevaron quinientas cabezas del Doble T hace un mes.. Pero no estoy seguro..., la verdad...
—Toma un whisky a ver si se te aclara la memoria —propuso Connolly.
—¿Puedo decir algo? —interrogó Johnny.
—Ya lo dirás en el juicio. Ahora vas a portarte como un buen chico, y te moverás en la dirección que te señale.
El detective salió de la Estrella Solitaria fuertemente custodiado.
La gente se detenía en la calle para ver pasar la extraña comitiva, y se preguntaba lo que ocurría. Cuando oían que el detenido pertenecía a la banda de Mortimer y que éste pretendía rescatar a su jefe, se apresuraban cautamente a desaparecer de la circulación en previsión de que las armas empezasen a cantar sus salmodias de muerte.
El alguacil de Siempreviva, un hombre de rostro simpático, esperaba a la puerta de la casa utilizada como cárcel.
—¿Qué ocurre, Connolly...? —preguntó, al llegar el grupo.
—Pescamos a uno de la pandilla de Butch —contestó el interrogado.
El alguacil miró atentamente al detenido.
—¿Cómo te llamas?
—Fleming.
—¿Fleming?... No hay entre los hombres de Morti-mer ninguno que se llame así.
—¡Estás mintiendo! —intervino Connolly—. ¡Eso es lo que estás haciendo!
—¿Cómo sabéis que se halla relacionado con Morti-mer?
—Dunn lo ha reconocido como uno de los tipos que limpiaron el Doble T, el mes pasado. ¿Quiere más pruebas, alguacil?
—No. Si eso es cierto, bastará para ponerle un nudo de cáñamo alrededor del cuello. ¿Dónde está Dunn? —En la Estrella Solitaria, reponiéndose.
Unas cuantas carcajadas acompañaron la respuesta de Connolly.
—Bebiendo, ¿eh? Os he dicho que no quiero testigos borrachos.
—Prohiba la venta de licores —sugirió el pelirrojo Walter, y levantó otra oleada de risas.
—¿Tiene miedo de encerrarlo? —gritó uno de las filas de atrás—. Nosotros podemos evitarle trabajo. Déjelo de nuestra cuenta, y le haremos un juicio legal.
El alguacil se decidió ante estas palabras. Cogió a Fleming por un brazo y tiró de él hacia arriba.
—De acuerdo —dijo—. Lo encerraré.
—¡Nada de dilaciones, Peter! —exigió Connolly—. Queremos uii juicio rápido. Ha de ser ahorcado mañana con su jefe.
Peter no contestó y empujó a Johnny al interior, mientras sostenía la puerta abierta.
Pasaron de largo por una pequeña oficina en donde había una mesa y un par de sillas, y se detuvieron ante la única celda de la prisión.
Peter abrió las rejas con la mano derecha. En la izquierda esgrimía un «Colt» para repeler cualquier agresión.
El detective de la agencia Pinkerton se introdujo en la celda y el alguacil cerró al tiempo que preguntaba:
—¿Tiene algo que alegar en su favor, Fleming?
Johnny miró al individuo que se hallaba tumbado en un camastro, y que había levantado la cabeza para no perderse detalle desde que oyó el ruido de las llaves.
—Luego hablaremos, alguacil —respondió al fin—. Vaya entretanto a charlar con ese Dunn, antes de que el whisky le haga jurar que asesiné a Lincoln.
Peter emitió un gruñido y desapareció. Desde la oficina llegó su voz dando órdíenes para que sus ayudantes extremasen la vigilancia.
Johnny metió los pulgares debajo del cinturón, contemplando con las piernas ligeramente abiertas al hombre por el que había viajado hasta Siempreviva y por quien se había dejado encerrar.
Butch Mortimer era de estatura regular, de rostro caballuno, nariz ancha y boca grande, de maxilar inferior pronunciado. Sonrió enseñando unos dientes sucios y separados.
—Sólo hay un jergón —dijo—. Tendrás que sentarte en el suelo.
—Aún no estoy cansado. Cuando lo esté, te tocará levantarte.
Mortimer borró de los labios la sonrisa.
—Me gustará ver la forma en que lo consigues —replicó amenazadoramente.
—Es lo menos que puedes hacer por mí, Butch Mortimer.
—Me conoces, ¿eh?
—Se han empeñado en que pertenezco a tu banda y me quieren ahorcar contigo.
El cuatrero frunció el ceño unos segundos y luego se echó atrás, chocando su espalda contra el muro mientras todo su cuerpo se bamboleaba al impulso de una soberbia carcajada.
—¡Esa sí que es buena! —exclamó sin cesar de reír—. Tú ahorcado por ser uno de mis hombres..., ja, ja, ja, es lo más gracioso que he oído en mi vida.
—Yo no le encuentro la gracia. En algunos lugares tienen motivos para colgarme bajo una encina, pero por estos contornos no he hecho nada que sea ilegal.
—¿De dónde eres?
—De Missouri.
—¿Y qué demonios has venido a hacer tan lejos?
—Busco a un hombre que asesinó a un amigo.
—¿Y él está aquí en Siempreviva? í.
—¿Lo has visto ya?
Johnny movió la cabeza afirmativamente.
—Pues tendrás que vengarte en el otro mundo.
—¿No vendrán los tuyos a rescatarte?
—Eso es lo que esperan esos idiotas. Pero no ocurrirá nada de eso.
—¿Por qué?
—Porque hay unos cuantos a quienes no les interesa que yo vuelva. Ya sabes lo que pasa cuando uno es el jefe. Tiene que tener mano dura y forzosamente ha de ser odiado por los que obedecen.
A Fleming le extrañó que el cuatrero se mostrase tan tranquilo. Más por otra parte ese estoicismo ya era una particularidad más de acuerdo con la idea que se había forjado del autor del doble crimen de Abilene. Ahora no tuvo duda de que se encontraba frente a «su hombre», y se dio cuenta de que la escena no había sido montada por él. Si Butch Mortimer era ahorcado al día siguiente, ¿qué prueba exhibiría de su muerte ante el cliente de la agencia? ¿Y cómo demostraría que era el asesino de Francisco Jurado?
Fue el propio Butch quien pareció facilitar su tarea al decir:
—¿Cómo se llama ese hombre que buscas? Puede que yo lo conozca.
—Eso es seguro.
—¿Trabaja conmigo?
Jonnny dio unos pasos hasta colocarse junto a la pared, en cuya parte superior había una pequeña ventana defendida también por barrotes. Giró la cabeza, y miró fijamente a su interlocutor.
—Se llama Butch Mortimer —declaró.
El cuatrero hizo una mueca, arrugando la nariz.
—¿Yo? ¿Yo soy ese tipo que mató a tu amigo?
—El mismo.
—Bueno, por ser el último día de mi vida, creo que me están ocurriendo cosas buenas. Oye, ¿cómo se llamaba ese amigo tuyo?
—Francisco Jurado.
—Francisco... Jurado —reptió Butch, dirigiendo la mirada al techo—. Jurado... Francisco Jurado... Oye si no me das más detalles, creo que no podré recordar ese fiambre. He matado a bastante gente, y tengo mala memoria...
—Esto ocurrió en Abilene.
—¿En Abilene? ¿Qué me dices? ¡Jamás he estado allí!
—Fue hace unos meses. Entraste en un almacén donde había tres personas, y les pediste el dinero. El dueño intentó...
—¡Que me ahorquen si sé una palabra de todo ese cuento! —le interrumpió Butch incorporándose del jergón.
—Te ahorcarán mañana.
—¡Pero yo no tengo nada que ver con ese crimen de Abilene! ¡Te digo que nunca he estado allí!
Johnny sacó la armónica y la tiró sobre el camastro, quedando visible la placa grabada. Butch la contempló asombrado.
—¡La armónica de Elmer! —exclamó, cogiéndola. —Y que el asesino se dejó olvidada en el almacén. —¿Quieres decir que esta armónica perteneció al hombre que buscas?
—¡Te pertenece a ti, Butch!
—¡Claro que sí! Se la cdmpré a Elmer en Shefíeld hace un par de años, pero apenas la tuve conmigo unos meses. Tengo muy mal oído y me cansé de estar siempre soplando.
—¿Y qué más?
—Por aquel tiempo yo formaba parte de la pandilla de Tex Maine. Quizá hayas oído hablar de él.
—He conocido a algunos de los hombres que él capitaneaba. Continúa.
—Entablé buena amistad con un compañero llamado Kurt Palmer. Eramos los mejores. tiradores de Tex, y ambos comprendimos que lo mejor era llevarnos bien, ya que, de enfrentarnos, ninguno podía asegurar que fuese a salir con vida. A él le gustó la armónica desde el principio, y, como a mí no me servía de nada, un buen día se la regalé.
—««Qué ha sido de ese Palmer?
—Nos independizamos los dos cuando mataron a Tex. Fue lo mejor que pudimos hacer, porque, al no tener por encima de nosotros una autoridad superior, tarde o temprano nos hubiésemos liado a tiros. Así, cada cual tiró por su lado y creó su banda. Antes de separarnos, quedamos de "acuerdo en que ninguno de los dos cruzaría la Sierra Perdida. El operaría al Oeste y yo al Este.
—¿No lo has visto desde entonces?
—He tenido mucho trabajo para dedicarme a hacerle una visita. Según mis noticias, él tampoco ha estado cruzado de brazos.
El alguacil volvió haciendo tintinear el manojo de llaves.
—Vamos, Fleming —dijo—. Tienes que salir. Abrió la reja y se separó de ella esgrimiendo el revólver. Cuando salió Johnny, cerró y murmuró: —Echa a andar.
El detective obedeció. En la pequeña oficina había cuatro hombres. Entre ellos se encontraba Dunn, el presunto testigo,
—¿Es él? —preguntó Connolly a Dunn, pegándole con el codo.
El interrogado, con unas copas de más, parpadeó varias veces, intentando fijar la mirada en el- rostro .del hombre que se pretendía juzgar.
—No sé... —declaró vacilando.
—{Idiota! —farfulló Connolly—. ¡Dijiste que era él! ¡Es el mismo de antes !b
—Señor Connolly —intervino el alguacil—, le ruego no trate de coaccionar al testigo. Y usted, Dunn, tómese todo el tiempo que desee para contestar. ¿Fue o no ése uno de los hombres que se llevaron quinientas cabezas de ganado pertenecientes al rancho Doble T?
Dunn miró nuevamente a Fleming, y luego sus ojos se desviaron hacia Connolly, quien le estaba asaeteando. Tragó saliva, y repuso:
—Sí, es uno de los cuatreros.
—¿Está seguro?
—¡Ya lo ha oído, Peter! —exclamó Connolly.
El alguacil fue a replicar, pero apretó los labios y se dirigió a Fleming.
—¿Qué dice usted?
—Que cuando ocurrió eso, yo estaba a muchos centenares de millas de esta región.
—¿Puede probarlo?
—Creo que sí. Coja usted mismo la cartera que llevo en el bolsillo trasero del pantalón, y saque lo que hay en el segundo departamento.
Peter hizo lo que le indicaba, y leyó el contenido mirando admirativamente al que acusaban de cuatrero.
—He oído algunas cosas de usted, Fleming. Tenía el presentimiento de que no era lo que me decían...
—¿De qué está hablando? —intervino Connolly. —Este hombre es John Fleming, detective de la agencia Pinkerton.
—¿Quién lo garantiza?
—-Lo que acabo de leer son sus credenciales. Puede verlo usted mismo.
El de los mostachos cogió el papel que le alargaban, y pasó rápidamente los ojos por encima. Al devolverlo, preguntó:
—¿Y quién nos asegura que es auténtico? Pudo robarlo, pudo asesinar a ese Fleming y tomar su identidad. Para nosotros no hay más prueba que la declaración de Dunn...
—Estoy seguro de que Dunn ha obrado en este caso algo precipitadamente.
--¡Y un cuerno! Todos los presentes hemos oído decir que reconoce a este hombre como uno de los cuatreros.
Peter, al lado de Johnny, echó el busto adelante, señalando a Dunn, el cual sudaba copiosamente.
—Oiga, me va a repetir su declaración —dijo el alguacil—, pero he de advertirle que el perjurio está condenado en este Estado...
—¡No lo amenace! —chilló Connolly.
—¡Me limito a ponerle al corriente de nuestras leyes! —gritó también Peter.
Dunn se humedecía los labios una y otra vez. —No sé. Estaba oscuro. Se parece mucho a uno de los ladrones. Quizá sea él...
—¡Diga si es él o no! —soltó Connolly. —Pues, sí... sí, debe ser.
En el rostro del que llevaba la voz cantante de la acusación apareció una sonrisa triunfal.
—Ya lo oyó, alguacil. Con credenciales o sin ellas tendrá que ahorcar a este tipo con Mortimer..,
De súbito, Johnny tiró del revólver que rozaba la cadera derecha de Peter, y retrocedió dos pasos al tiempo que hacía un movimiento semicircular con el cañón.
—No me conceden otra alternativa que ésta —declaró—. Si tienen apego a la vida, no intenten estorbar mi plan. Lamentaría darles motivos para ahorcarme, porque quiero salir de este pueblo tan limpio como entré... ¡Dense prisa en levantar los brazos! —Y cuando los cinco hombres obedecieron, prosiguió—: ¿Dónde está mi cinturón?
—En el cajón derecho de la mesa —dijo Peter, quien evidentemente, había querido dar una oportunidad a Fleming para que huyese.
—¿Y mi caballo? —inquirió el detective cuando, hábilmente, se hubo colocado el cinto.
—Lo dejamos en la puerta de la calle —contestó de nuevo el alguacil.
—¡No irá muy lejos! —vaticinó Connolly, con voz rabiosa.
—Escuche esto —le dijo Johnny—. Es usted más peligroso para la sociedad que cualquiera de esos cuatreros a los que pretende colgar uno a uno. Y le diré por qué. Es preferible dejar en libertad a cinco criminales, que enviar a la horca a un posible inocente. Aquéllos, tarde o temprano, recibirán su castigo, pero al inocente jamás se le podrá reparar el daño, porque nunca recobrará la vida.
Poco a poco se fue retirando hacia la puerta.
—Usted, alguacil, venga a mi lado —indicó—. Me servirá de parapeto.
Peter cumplimentó la orden.
—Y ahora arrojen las armas al rincón que hay tras la mesa. Uno a uno, de izquierda a derecha, y sacando el revólver con los dedos índice y pulgar. Él que toque el gatillo no tendrá posibilidad de arrepentirse.
Todos se desarmaron sin hacer un movimiento de más.
Johnny abrió la puerta, e invitó a Peter a que lo precediese.
Salieron ambos hombres, y el detective dijo: —Gracias por su ayuda. Encontrará su revólver a la salida del pueblo.
—No hay de qué —repuso el alguacil, sonriendo. Había algunas personas por la calle, pero se encontraban alejadas de la casa.
Johnny tomó carrera y subió de un salto al bayo que ya tenía las orejas levantadas.
El propio alguacil le ayudó a soltar las bridas del poste. E inmediatamente, Fleming levantó el brazo a manera de saludo, rozó con las espuelas los flancos del caballo, y éste salió disparado.
Cuando Connolly y los otros tres hombres salieron de la oficina, el jinete había desaparecido.
—¿No va a salir tras él? —preguntó Connolly, con rabia.
El alguacil echóse el sombrero hacia adelante y se dispuso a volver a su despacho, pero desde el umbral de ia puerta giró la cabeza y replicó:
—¿Por qué no piensa detenidamente en las últimas palabras que le dirigió ese hombre, Connolly? Yo, en su lugar, no perdería más tiempo.
Y cerró la puerta tras sí...
CAPITULO V
Hacía cuatro días que Fleming había huido de Siempreviva, cuando se encontró en la llanura con Barry Norton. Era éste un hombre que procedía del Norte del país y se dirigía a México, desde donde un hermano suyo le había comunicado el hallazgo de oro en las estribaciones de Sierra Madre.
Como ambos llevaban en principio la misma dirección, decidieron continuar juntos, llegando a establecerse entre ellos una mutua corriente de simpatía. John justificó su presencia en aquella apartada región diciendo que buscaba a un tío suyo que, impulsado por su carácter insociable, había elegido la vida solitaria, y al que ahora necesitaba encontrar por haber heredado en común un rancho.
El detective preguntó a su nuevo amigo sobre los hombres con quienes se había tropezado últimamente, y recibió la respuesta de que los únicos seres que había visto habían sido varios indios o mestizos y un blanco que hacía el servicio de correo entre el valle del Sa-bine y las primeras ciudades del sur de Kansas.
Se sucedieron las jornadas sin que se rompiese la monotonía del paisaje. Arena polvorienta, piedras, cactus, algunos matorrales de mesquite, lagartos de todos los tamaños, osamentas resecas de animales, y los cuervos con sus ominosos vuelos y graznidos.
Un atardecer, al sexto día de su encuentro, distinguieron en el horizonte los contornos esbeltos de las primeras «mesas». Imprimieron mayor velocidad a su avance y esa noche durmieron, turnándose, junto a las paredes verticales de uno de aquellos monumentos naturales que dan carácter épico a la tierra roja de Texas.
Al día siguiente, cuando los primeros rayos del sol se extendieron desde Oriente, reanudaron la marcha. No haría de ello dos horas cuando por un lado de una «mesa» vieron aparecer un remolino de polvo que fue acercándose a ellos lentamente.
Detuvieron el trote corto de sus caballos, contemplando la nube en movimiento.
—Es un grupo de jinetes —dijo Norton—. Y vienen hacia nosotros...
Johnny se limitó a mover la cabeza asintiendo.
—No me gusta —siguió manifestando su compañero—. Dicen que por ahí hay mucho bandido suelto. ¿Qué te parece si picamos espuelas y nos largamos?
—Sería peor. Ellos conocen el terreno y nos darían alcance echando por cualquier atajo. Algunas de las «mesas» son grandes, y no sabríamos elegir el camino más recto. Después de todo quizá nos dejen en paz, y hasta puede que entre ellos se encuentre mi pariente.
—Dios te oiga.
Aún tardaron quince minutos en llegar cerca de los dos viajeros, los desconocidos jinetes.
Johnny quedó estupefacto al distinguir entre ellos el cuerpo grácil de una joven. Su cabello despedía reflejos de oro, el cutis era sonrosado y sus ojos claros fulguraban plenos de vitalidad. Vestía un pantalón masculino ajustado que contorneaba las curvas perfectas de sus caderas, y una blusa blanca ^ que se henchía por encima del seno juvenil. No tendría más de veinte años de edad.
A cada lado de la joven había dos hombres de aspecto soez. Era un contraste violento.
—¿Adonde vais? —preguntó un individuo mal encarado.
—De paso para Río Grande —repuso Johnny.
—Esta no es la ruta más a propósito.
—Desconocemos el terreno. ¿Podéis darnos información?
—Desviaros hacia el sur sin meteros por entre las «mesas» —replicó el otro.
Fleming creyó observar una mirada extraña en los ojos de la muchacha.
—Eso haremos. Gracias.
El grupo hostigó los caballos, y se separaron de los dos amigos volviendo grupas hacia el Oeste,
Norton y el detective siguieron la dirección que se les había señalado.
Cuando la nube de polvo hubo desaparecido, Johnny detuvo su montura.
—¿Qué te pasa? —inquirió el buscador de oro.
—¿No te parece extraño que una mujer como esa rubia fuese en compañía de esos tipos?
—He visto cosas peores en las mujeres. Nada de ellas me extraña ya...
—Esta no es de la clase a que tú te refieres. Había algo en sus ojos... Si yo pudiera descifrar lo que es...
—Déjate de adivinaciones. Mi abuelo me dio un consejo antes de largarse al otro mundo. Me dijo que cuando no entendiese a una hembra, no tratase de comprenderla, porque sería peor. Siempre lo he seguido y me ha dado excelentes resultados. Olvida a la rubia y continuemos el camino.
Durante quince minutos siguieron cabalgando al paso. De pronto, John se detuvo nuevamente. —¡Ya sé lo que quería decirme!
—¿Qué te ocurre ahora, amigo?
—¡Quería indicarme que estaba a la fuerza con aquellos hombres! ¡Me suplicaba que la arrancase de su poder!
—Tonterías —murmuró Norton, escéptico. —¡No hay duda, Barry!
—Tienes demasiada imaginación. Este sol es malo para los cerebros. Los recalienta y uno suelta muchas fantasías. Una vez vi a un tipo...
—¡Te digo que me pedía que no la abandonase!
—Bien. Supongamos que sea así. Supongamos que la rubia está entre ellos porque no ha podido evitarlo;
¿qué posibilidad tienes tú de hacer algo en su favor?
—Mientras seguimos su pista, quizá se nos ocurra algo...
—¿Seguimos? ¿Es que crees que te voy a acompañar?
—Eso había pensado.
—Pues quítatelo de la cabeza. Yo continuaré hacia México. No pienso jugarme la vida por una mujer...
—Bueno, en ese caso nos despediremos aquí mismo.
—¿Es que te has vuelto loco? ¿Qué vas a hacer tú contra todos ellos? Te barrerán en cuanto asomes una oreja por su campamento.
—Intentaré que me vean la cara. Esta es mi mano, Barry.
El aventurero cambió el apretón de mala gana.
—Allá tú, John —dijo, con un rictus de amargura en los labios.
—Has sido un buen compañero, Barry. Deseo que encuentres toneladas de oro en Sierra Madre.
—Y yo deseo que salves a esa joven.. , ¡pero que ya esté casada!
Fleming rió la ocurrencia de Barry, palmoteo el cuello de su caballo, y éste salió como una bala en pos de los que pretendía hallar.
Empezó a devorar millas, y durante dos horas sólo se concedió unos minutos de descanso.
Por fin las huellas desaparecieron al llegar a un terreno duro, formado en su mayor parte por rocas calcáreas. Estaba junto a una de las gigantescas «mesas». Desmontó y dejó libre a su animal.
El examen concienzudo de los alrededores no le aclaró nada. Se diría que, al llegar a aquel punto, jinetes y cabalgaduras habían sido tragados por la tierra.
Se puso en cuclillas observando el suelo, yarda a yarda, y su tenacidad se vio recompensada al distinguir que las pequeñas hierbas que crecían entre los intersticios de las rocas habían sido pisadas recientemente. Ya sólo tuvo que seguir, poco a poco, el camino que ellas le blindaban. Este le condujo, alrededor de la «mesa», a un lugar en donde se iniciaba lo que parecía una escalera natural. Era necesario fijarse mucho en ella para diferenciarla del resto de la superficie lisa.
Cuidadosamente inició la ascensión asegurando bien el pie antes de impulsar cada vez su cuerpo hacia arriba. En una ocasión se le ocurrió mirar al vacío y estuvo a punto de caer; tal fue el vértigo que la impresión le produjo. Iba ganando altura, y no sabía cuándo llegaría a la parte superior. Sí, lo supo cuando oyó una voz que decía:
—¿Y si ahora le pegase un puntapié en la cabeza?
Levantó la mirada, y vio al hombre que le había indicado el mejor camino para dirigirse a Río Grande. Junto a él estaban otros dos de los que acompañaban a la muchacha.
Los tres sonreían sarcásticamente, y en sus ojos había un brillo de crueldad.
Johnny se aferró a los agujeros, clavando las uñas, sabiendo que con ello no evitaría ser lanzado al abismo, Pero el instinto se sobreponía a la razón.
—¿Qué te parece a ti, Smike? —preguntó el mismo sujeto ladeando la cabeza.
El llamado Smike, el más alto del trío, de ojos saltones y labio# inferior colgante, hizo una mueca de impaciencia, y dijo:
—Déjame hacerlo a mí, Kurt. He pasado horas enteras junto a este precipicio, imaginando el efecto de un hombre desplomándose... ¡Ahora puedo verlo!... ¡Yo lo empujaré, Kurtí...^ —Las últimas palabras las pronunció con vehemencia, acentuando el ritmo de su respiración, acompañando la petición con movimientos nerviosos de sus sarmentosos dedos.
—¿Y tú, Clark? ¿Qué dices tú? —inquirió Kurt Palmer, el otro personaje, de brazos largos y cara chupada.
—Será mejor que nos diga primero lo que venía a hacer por aquí, y dónde ha dejado a su compañero-Recordad que iban dos. Si el otro se escapa, tendremos que marcharnos, y no me gustaría. Este es un buen campamento, y no encontraremos otro mejor...
—Eso es pensar con la cabeza —convino Palmer—. Ya tendrás tiempo de divertirte luego, ¿eh, Smike? —Miró a John, y agregó—: ¡Ya lo has oído, héroe...! ¡Arriba y rápido, antes de que cambie de idea!...
Fleming subió tan velozmente como pudo.
—¿Qué buscas? —le preguntó, mientras Clark lo desarmaba.
—Me dijeron que hace años vivieron por aquí algunas tribus indias, y que al huir dejaron abandonados sus tesoros...
—Sí, ¿eh? —dijo Smike, enseñando los colmillos de un perro de presa, al tiempo que sacaba uno de sus «Colt».
—Compré un mapa a un anciano de Siempreviva. Lo perdí viniendo hacia acá, pero el lugar del tesoro coincidía con esta «mesa».
Smike descargó un alevoso culatazo en la mandíbula de Johnny. Este no esperaba el golpe, y se desplomó hacia adelante, lanzando un quejido de dolor.
—¿Crees que nos chupamos el dedo, idiota? —masculló Kurt—. Conque te ibas a México, conque lo que buscabas es un tesoro... ¡Vas a decir ahora la verdad, o darás tantas vueltas en el aire que apuesto a que llegas abajo borracho!
Johnny sintió en su boca el sabor acre de la sangre. Se puso en pie, zumbándole todavía los oídos.
De repente, Kurt clavó la mirada en el suelo, y exclamó :
—¿Qué es eso? —Se agachó, y recogió el objeto que había caído del bolsillo de Fleming—. ¡La armónica de Mortimer!...
Frunció el ceño, examinando pulgada a pulgada el instrumento, como si aún dudase de su autenticidad.
—i Es la misma! —'Miró al que ahora era su propietario, y preguntó—: ¿Cómo ha llegado a tu poder?
—La compré en Abilene.
—¿A quién?
—A un tipo que necesitaba dinero. —¿Cómo se llamaba? —No lo recuerdo. -¿No?
Smike fue a repetir su embestida, pero Palmer lo contuvo sujetándole el brazo armado.
—Espera, Smike... Esto me interesa. Quiero que se aclare. ¿Cómo te llamas?
—Fleming.
—Bien, Fleming. Tengo especial interés en saber dónde se halla el fulano que te vendió esta armónica.
—Ya le he dicho que fue en Abilene. ¿Nó ha estado nunca allí?
—Eso queda algo lejos de mi jurisdicción. Pero oye esto: ¿Se llama Spencer Look?
Johnny tardó varios segundos en contestar. Su mente estaba confusa. Acababa de saber que tampoco era Kurt Palmer el autor del doble asesinato.
—Spencer Look —oyó que le repetía.
—Look, eso es —afirmó—. Ahora recuerdo que alguien lo llamó así.
—¡Ese puerco está en Abiiene...! —dijo Palmer, con el más rabioso de los gestos—. Daría cualquier cosa por tenerlo un minuto cerca de mí... ¡Le retorcería el pescuezo como a una gallina...!
—Le pagué siete dólares por la armónica —le animó Johnny a que hablase—. Me dijo que había pertenecido a un hombre importante, y que él lo había matado y guardado el instrumento como trofeo...
—Dijo eso, ¿eh...? ¡El muy canalla...! Me robó la armónica y cinco mil dólares... ¡Si lo cogiese...! —Hizo un movimiento significativo con las dos manos.
Clark carraspeó, y dijo:
—Creo que nos olvidamos de lo que es más importante ahora, Kurt. El compañero de Fleming debe de estar abajo, esperándole...
—El siguió hacia México —manifestó el detective—. Tiene mi palabra de que es así.
—De todas formas lo comprobaremos —murmuró Smike—. Y ya puedes prepararte si nos has mentido...
Clark se alejó unos pasos, y volvió con una escalera de cuerda que aseguró por uno de sus extremos en unos garfios clavados en la roca desenrollándola luego sobre el abismo.
—¡Eh, muchachos! —gritó Smike, poniéndose las manos junto a la boca.
Johnny vio que tres hombíes salían por una abertura -de la piedra. Cuando estuvieron próximos, Clark y Smike bajaron por la escalera.
—Luego continuaremos hablando, Fleming —advirtió Palmer, pensativo—* Lleváoslo junto a la chica... ..—¿Me da mi armónica? —pidió John, extendiendo el brazo.
El jefe de la pandilla dudó unos instantes, pero optó por entregar lo que le pedían.
La habitación en que John fue recluido era de estrechas dimensiones. Tenía una ventana por la que se filtraban los suficientes rayos de luz para distinguir lo que hubiese dentro. Y lo que había dentro cuando el detective fue empujado desde el pasillo, era la joven de los cabellos de oro.
CAPITULO VI
La muchacha se mostró sorprendida al reconocer al nuevo huésped.
—¡Usted! —Y el estupor se trocó bien pronto en decepción. Johnny comprendió que la muchacha había puesto en él sus últimas esperanzas.
—Lo siento, pero reconozco que he fracasado —declaró.
—Yo creí que iría en busca de socorro antes de seguirnos...
—No conozco el país, y pensé que usted corría un peligro inmediato.
—¿Y su amigo, el hombre que iba con usted?
—No piense en él. A estas horas está a muchas millas de aquí.
—Entonces está todo perdido... —En la voz de la joven había rabia y desesperación.
—Ni nombre es Fleming. ¿Le importaría decirme por qué se encuentra en esta coyuntura?
La rubia lo miró comprensiva, y dijo: —Me llamo Lyn Appleton. Mi padre tiene un rancho, a unas cincuenta millas al oeste. Ya sabe lo que ocurrió con el ganado en Texas durante la guerra. Las reses corrían libremente, y nadie se preocupaba de someterlas, ya que los mercados estaban cerrados y no había posibilidad de llevarlas al Norte. Después, fue todo lo contrario. Al firmarse la paz la mayoría de los rancheros vieron el negocio que se abría ante ellos. Todo consistía en recoger las reses sueltas y transportarlas. Este último problema, que al principio fue esencial, quedó zanjado cuando los más audaces señalaron el sendero de Cherlshon como la mejor ruta a seguir. Entonces surgió un enemigo de los rancheros. El cuatrero. Estos hombres, carentes de escrúpulos, criminales natos casi todos, vislumbraron la oportunidad que se les presentaba. Podían recoger ellos también las reses que andaban sueltas, y venderlas a los propios dueños o a cualquiera que las quisiese comprar, si aquellos fallaban, ganando en la operación el cien por cien, puesto que no tenían invertido nada. Era un plan magistral. No corrían los riesgos del ranchero que se aventuraba a llevar el ganado a través de miles de millas y por otra parte, con la fuerza que se proporcionaban con pistoleros a sueldo, aseguraban su rapiña. Pero más tarde ocurrió lo que ya estaba previsto. Las reses nómadas se extinguieron. Cada rancho tenía las suyas bajo custodia, a las que se alimentaba, intensificando su reproducción. Con tal estado de cosas los bandidos no transigieron. No querían dar por terminado su negocio, y entonces se dedicaron abiertamente al robo y al saqueo. Claro que ahora no podían vender el género a los propios asaltados, pero entonces aparecieron profesionales que buscaban el lucro con el tráfico de las reses robadas. Ellos las compran a bajo precio, remu-nerador de todas formas para los cuatreros, y las revenden un poco más al Norte o las pasan a México para volverlas a introducir por California —Lyn hizo una pausa, y añadió sonriendo—: Creo que le estoy armando un lío...
—La comprendo perfectamente —protestó Johnny—. Puede ir todo lo de prisa que Quiera.
—Kurt Palmer es el cuatrero que tiene el monopolio de esta parte de Texas, porque también habrá de saber que entre ellos se reparten las zonas de operaciones, respetándose mutuamente. En las últimas sema-jias, y viendo que los robos iban en aumento, le dije a mi padre que reuniría todo nuestro ganado y llevaría el ochenta por ciento de él a Kansas.
—¿Usted?
—Mi padre cayó enfermo hace dos meses, y apenas puede moverse. En un caso de parálisis. Se negó a darme su autorización considerando la idea como una locura, pero poco a poco conseguí convencerlo. Palmer se enteró de mi propósito y, ¿cuál cree que ha sido su idea? Me ha raptado enviando un mensaje a mi padre, en el que le dice que si quiere volverme a ver le entregue todas las reses. ¿Se da cuenta? Ha estado esperando a que las hayamos reunido para dar el golpe...
La joven paseó por la habitación, apretándose las manos.
—¿No hay ninguna posibilidad de que alguno de sus cow-boys dé con este escondite? —preguntó John. —Es tan remota que no cabe hablar de ella. —¿Cuántos hombres obedecen a Palmer? —Una docena o quizá más.
El detective reconoció que la situación era realmente grave. Palmer habría adoptado las medidas oportunas para que su plan no fuese interferido mientras se estuviera desarrollando. Y cuando Lyn recobrase la libertad, los cuatreros se hallarían con el ganado muy lejos para poder evitar la expoliación.
¿De qué forma podría escapar de aquella celda? Por más vueltas que daba a su magín no conseguía dar con la solución del problema, porque éste ofrecía aspectos muy complicados. Porque aun saliendo al exterior, ¿cómo salvaría el terrible abismo? La escala de cuerda debería estar custodiada, y no había que pensar en descender por sus propios medios, tal como había subido.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la voz de Lyn.
—¿En qué piensa, señor Fleming?
—En un par de cosas sin importancia.
La joven se cruzó de brazos y dijo, frunciendo el ceño:
—Yo le he contado mi parte, ¿cuál es la suya?
Johnny se humedeció los labios, dándose tiempo para contestar. La muchacha lo miraba fijamente.
—Busco a un individuo que ha heredado una cuantiosa fortuna. El no lo sabe.
—¿Y está por aquí?
—Eso me dijeron. Se llama Spencer Look.
Lyn se llevó un dedo a los labios en actitud pensativa.
—¿Spencer Look...? Hace cosa de dos años trabajó en el rancho un cow-boy que se llamaba Look. No recuerdo el nombre ahora, pero a él sí. No tenía un aspecto muy agradable y sus modales eran los de un bruto.
Fleming sintió renacer la esperanza.
—¿Qué fue de él? —preguntó.
—Empezó a sentir por mí algo más de cariño del que un cow-boy pone en su patrón. A Nathan no le gustó.
—¿Nathan?
—Es nuestro capataz. El hombre más rudo que jamás habrá visto en su vida, pero leal como un perro. Se dio cuenta de que Look me miraba de una forma sospechosa, y lo despidió a la primera ocasión que se le presentó.
—¿Y no sabe adonde se fue?
—Quizá Nathan lo sepa. A mí, desde luego, me tenía sin cuidado. Cuando esto termine, tendrá oportunidad de preguntárselo.
Era una mujer animosa. Decía: «cuando esto termine» sin ningún pesar, siendo así que llegado ese instante se encontraría completamente arruinada.
Se oyó un ruido en la puerta, y ésta se abrió unas pulgadas, las suficientes para que una mano dejase en el suelo dos platos con comida. Después se cerró de nuevo.
—Nuestro banquete —comentó Lyn.
Johnny se acercó a los platos y se puso en cuclillas. Contenían judías mezcladas con harina de trigo. Todo había sido cocido, y era una masa capaz de quitar el apetito a quien lo tuviese.
—Será mejor que nos privemos de este manjar —opinó el detective.
—Mientras podamos —sentenció la muchacha.
—¿Cree acaso que Palmer no resolverá su asunto por todo lo que le queda de día?
—Es posible, pero se las arreglará para que mis hombres no nos encuentren en las cuarenta y ocho horas siguientes a su partida con el ganado. Necesita tener seguras las espaldas por un tiempo mínimo.
En la reducida estancia empezó a hacer frío. El sol estaría cerca de su ocaso. Johnny cogió la manta del .camastro y se la puso a Lyn sobre los hombros.
—¿Y usted? —dijo ella.
—Estoy acostumbrado a estas temperaturas.
La puerta chirrió de nuevo y Kurt Palmer entró en la celda seguido de Smike.
—Tenías razón, Fleming —asintió Palmer, poniendo sus dedos pulgares bajo el cinturón—. No hemos encontrado rastro de tu amigo.
—¿Y de mi caballo?
—Donde tú lo has dejado. Ahora quiero hacerte una pregunta. ¿Es cierto que viste a Look en Abilene?
—Tan cierto como que tú te llevarás el ganado de la señorita.
Los ojos de Palmer despidieron fulgores.
—¿Recibió ya respuesta al mensaje? —preguntó Lyn.
—-Hace un momento —contestó el cuatrero—. Todo está en orden. Nos haremos cargo de las reses esta noche.
—Supongo que a cambio de ellas, nos dejarán en libertad.
—Eso es delicado, preciosa.
—¿Quiere decir que no va a cumplir su palabra? —inquirió, rabiosa, la joven.
—¡Claro que sí, pequeña; claro que sí! He venido precisamente a hablaros de eso. Os dejaremos encerrados aquí con alimentos suficientes para una semana...
—¿Una semana? —le interrumpió Johnny, dando un paso hacia él.
Smike sacó el revólver.
—¡Échate atrás! —continuó torciendo la boca.
Fleming obedeció, diciendo:
—¡No podremos resistir en esta pocilga una semana!
—Bueno, quizá no sea exactamente siete días —repuso Palmer—. Puede que sean cuatro o cinco. Depende de lo listos que sean sus cow~boys, señorita Appleton...
—¿Qué quiere decir?
—Lo comprenderá en seguida. Dejaré el plano de la mesa en una lata vacía y arrojaré ésta a unas cuantas millas de aquí.
—¿Sí? —barbotó Flemirfg, apretando los dientes—. Y pueden transcurrir meses antes de que alguien sienta curiosidad por ver ia lata.
Palmer sonrió provocativamente.
—Eso te está bien empleado por meterte en donde no te llaman.
—¡Es usted un sucio canalla, Kurt! —apostrofó la joven—. Si mi padre le da el ganado, ya tiene lo que quería. ¿Por qué ha de dejarnos morir?
—Tengo una solución —intervino nuevamente John—. Puede aceptarla, Palmer, ya que con ella no corre ningún riesgo. Cuando se vayan a marchar, déjenos en libertad y llévese la escala. No podemos descender de la mesa sin rompernos la crisma.
—Pero podéis hacer señales desde arriba. ¿Crees que acabo de nacer? Entra eso, Smike.
El aludido salió de la habitación, y poco después volvió con un saco.
—Vuestro alimento —indicó Palmer.
Fleming examinó el contenido.
—Judías. ¿Y el agua para cocerlas? ¿Y la leña? ¿Y la olla?
Palmer dio unos pasos hacia la puerta, diciendo:
—Una vez un amigo mío se pasó tres semanas en el desierto. No comió más que raíces crudas, y se salvó. Lo que está en ese saco tiene más vitaminas que las raíces.
John sintió que la sangre le hervía en las venas, pero antes de que tuviera tiempo para abalanzarse sobre el cuatrero, la puerta se cerró.
—Creo que éste es el final —murmuró Lyn, apesadumbrada.
—Eso está por ver —objetó el detective, examinando la cerradura.
—¿Pretende descerrajarla?
—No tengo con qué.
Se acordó de la armónica y la sacó, pero era muy frágil y antes la destrozaría que conseguir su proposito.
Oyeron gritos fuera, y dedujeron que Palmer y sus hombres abandonaban la mesa.
Luego, el tiempo transcurrió lenta y silenciosamente. Johnny invitó a Lyn a que durmiera, pero ella, aun cuando estaba cansada y se echó sobre el camastro, no pudo conciliar el sueño.
Las tinieblas invadieron la celda, y por el ventanuco vieron las estrellas que parpadeaban en el firmamento. A lo lejos aulló un coyote.
Haría cuatro o cinco horas que la pandilla de Kurt se había marchado, cuando los dos prisioneros oyeron ruido procedente del exterior.
La joven saltó del jergón y John se aproximó a la puerta pegando la oreja a ella.
Sintió que Lyn le tiraba de una manga.
—¿Qué ha sido eso?
—No lo sé.
De pronto una voz gritó afuera:
—-¿Están ahí?
—¡Sí! —respondió, fuerte, Johnny.
—¡Pues apártense de la puerta!
El detective cogió a la joven por la cintura, y la llevó al rincón más alejado.
—¡Cuando quiera! —gritó nuevamente Fleming.
Retumbaron dos disparos y la cerradura saltó haciendo crujir la hoja.
A continuación, el que había apretado el gatillo dio una patada y la puerta se abrió de golpe.
—¡Buen trabajo, Barry! —exclamó John, gozosamente, yendo al encuentro de su amigo.
CAPITULO VII
John presentó a Lyn Appleton a Barry, y después éste contó su historia. Al separarse de Fleming, continuó hacia México, pero pronto empezó a remorderle la conciencia. Pensaba Que había dejado solo a su amigo, y que poco podría hacer él contra la pandilla que, según su teoría, tenía consigo por la fuerza a la joven rubia. Al fin, decidió retroceder, y al llegar a la mesa y ver el caballo solitario de Johnny, supuso que algo anormal ocurría. Oyó ruido, y tras refugiarse en el montículo más cercano vio, a distancia, a dos hombres explorar el terreno. Esperó con el revólver amartillado, creyendo que terminarían por descubrirlo, mas no fue así, y la pareja de cuervos tornó a subir sin molestar al bayo de su amigo. Se armó de paciencia, y dejó transcurrir las horas, ya que no podía hacer otra cosa sino confiar en que se presentaría una oportunidad para actuar. No erró en el cálculo, pues, avanzada la noche, ruido de cascos, gritos y carreras, le anunció que el baluarte era abandonado o, al menos, quedaría sin tanta vigilancia. Se acercó, comprobando que el caballo continuaba en el mismo lugar, y unió las cuerdas de su montura y la de Johnny, y emprendió la ascensión. No encontró dificultad en ella, pues, había combatido durante la guerra civil en el grupo montañero del coronel Sanders, y tampoco halló enemigos en la terraza. Fue sencillo después llegar hasta la celda donde estaban los cautivos y ponerlos en libertad.
Sobre una mesa de la habitación contigua, John encontró sus armas.
Bajaron rápidamente y Lyn subió al caballo con Johnny. La joven les señaló el Norte, y emprendieron una rápida galopada.
Haría poco más de una hora que dejaron la mesa, cuando se encontraron con veintidós hombres del rancho Appleton, capitaneados por Nathan Goldstein. Este había entregado, en nombre del padre de Lyn, las reses a Palmer, y el cuatrero les había indicado el lugar en donde hallarían a la joven, una cabana del Valle Seco. Descubierta la farsa, Goldstein se dirigía con los muchachos a la Llanura Amarilla, pensando que Palmer la atravesaría para llegar a Big Falls, ciudad favorita de los cuatreros y ventajistas para realizar sus transacciones.
El capataz y el propio Fleming trataron de convencer a Lyn para que se volviese al rancho, pero ella se mostró dispuesta a perseguir a los bandidos, y, tras conseguir un caballo en la posta de repuesto de la diligencia, El Paso-Nueva Orleans, continuaron la fulgurante carrera hacia la Llanura Amarilla.
Al claroscuro del amanecer dieron vista en el lejano horizonte a la nube polvorienta que levantaba el ganado. Hicieron un alto, y la tropa se dividió para atacar por los flancos a fin de que, si llegaba el caso, las reses siguiesen una sola dirección.
Los cuatreros se encontraban en minoría, pues no pasaban de dieciséis, pero a pesar de ello se aprestaron a defender lo que ya consideraban como suyo.
Lyn se quedó en retaguardia, mientras los hombres enviaban las primeras ráfagas de plomo a los forajidos. Estos cometieron un error. En lugar de abandonar su botín, para reunirlo más tarde si vencían, conservaron sus puestos, en grupos de tres, y de esta forma se convirtieron en presa fácil para los atacantes.
A los primeros disparos, el ganado se soliviantó, y tras media milla de variaciones hacia la derecha o izquierda, surgió la terrible estampida. Miles de cabezas se lanzaron a una carrera frenética, siguiendo a las reses guía. Daba la impresión de que habían estado encerradas hasta entonces y de que súbitamente habían hallado un agujero por donde escapar.
Los cuatreros, mermadas sus fuerzas por las continuas bajas que los «Colt» rivales les producían, y ante la perspectiva de que si continuaban luchando ninguno de ellos viviría para contar su aventura, optaron por la huida. Pero ni aun en ésta encontraron respiro,
pues los cow-boys picaron espuelas en su persecución, y sólo ocho de ellos pudieron salvarse, merced a que Goldstein consideró mas urgente dedicarse a recuperar las reses que cada minuto se alejaban más de la llanura. Tarea que no fue simple pero que pudo llevarse a cabo tras dos horas de denodados esfuerzos, en los que brilló la destreza de aquellos centauros téjanos.
Lyn Appleton acogió a Fleming y Norton con una afectuosa sonrisa. Los había visto participar en la recogida del ganado.
—¿También ustedes son cow-boys? —les preguntó.
—Algo he hecho de eso —repuso Johnny.
—Y yo me he pasado media vida en un rancho —manifestó Barry.
—No sé cómo agradecerles el favor tan grande que me han prestado.
—No hable de ello —murmuró Fleming.
—Al menos vendrán a pasar un par de días en el rancho.
—Yo no puedo aceptar —declaró el detective—, pero sí quisiera que interrogase a sus hombres sobre el paradero de Spencer Look. Puede que alguno lo conozca.
—Cuente con ello, ¿y usted, Norton?
El futuro buscador de oro se rascó la nuca, y dijo: —Bueno, yo aceptaré la invitación. La verdad, no he dormido en un lecho desde hace más de una semana... Nathan Goldstein se aproximó al paso. El capataz tendría unos cuarenta años, y era de frente estrecha,
ojos muy separados y barba cerrada.
—Seguimos hacia el rancho, Lyn —anunció. A Johnny no le pasó inadvertida la familiaridad del trato.
—El señor Fleming nos deja —indicó ella—, pero vendrá con nosotros su amigo Norton. He contraído una deuda con ellos...
—No era necesaria su colaboración —replicó Goldstein—. Hubiésemos acabado con los cuatreros de la misma forma...
Un silencio embarazoso siguió al ex abrupto del capataz. Lyn trató de paliar la desastrosa respuesta.
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—Nathan no entiende de modales —dijo tratando de sonreír.
Fleming miró fijamente a los ojos de Goldstein, y comentó:
—Eso es mala cosa cuando se tiene a un par de do-.cenas de hombres bajo su mano...
La joven vio el gesto de su capataz y adivinando que iba a contestar con otra grosería, intervino rápidamente.
—Nathan, el señor Fleming desea conocer el paradero de un tal Spencer Look. ¿No se llamaba así el hombre que despediste el año pasado?
—Sí, creo que sí. ¿Qué quiere de él?
—¡Basta ya de impertinencias! —ordenó Lyn.
—Déjelo, señorita Appleton —dijo Fleming. Y luego prosiguió mirando al capataz—: He de echar una parrafada con Look. Algo personal, si es que usted quiere entenderme...
Nathan tardó aún medio minuto en responder, con la consiguiente exasperación de la muchacha.
—Está muy lejos de aquí,
—¿Dónde? —inquirió Johnny, sin poder ocultar su emoción.
—En San Angelo.
—¿Cómo sabe que está allí?
—Uno de los muchachos lo vio el mes pasado. Hacía unos días que Look se había instalado en el pueblo.
—¿Instalado?
—Ha abierto un sáloon.
Johnny asintió con la cabeza, y preguntó:
—¿Cuál es el camino más corto para llegar a San Angelo?
Fue Lyn quien respondió:
—Cabalgue unas diez millas al noroeste, y encontrará el Cañón de Big Spring. Sólo tiene que seguir el curso ascendente, y a los tres o cuatro días atravesará un pequeño desierto. Un poco más allá de él está San Angelo.
El detective dio las gracias por los informes, estrechó la mano de Norton y después de tocarse el ala del sombrero mirando a Lyn, a guisa de saludo, se separó del grupo, siguiendo el punto cardinal que le había sido indicado.
Cuarenta y ocho horas más tarde tuvo que soportar un diluvio. El y su caballo quedaron empapados, y la tierra se convirtió en un lozadal. Bajó del noble animal, y continuó a pie llevándolo de las bridas, con el barro más arriba de los tobillos, y oteando en todas direcciones esperando encontrar un rancho o una cabana donde reponer las energías.
No halló ese refugio hasta que ya el sol secaba la superficie encharcada. Pero al menos comió caliente, y su bayo pudo descansar.
Un día después del tiempo previsto hizo su entrada en San Angelo. Fue en un atardecer sombrío. El viento soplaba fuerte, arrastrando a ras de tierra las espinas del cercano desierto.
El Look Saloon estaba muy concurrido. Johnny se acodó en el mostrador, y observó a los dos hombres que atendían a la clientela. Uno de ellos poseía una calva sudorosa y un cuerpo achaparrado, y el otro era de cara redonda y mofletuda. Este último fue quien le preguntó qué deseaba. Pidió ginebra, y cuando iba a coger el vaso, preguntó:
—¿Quién es Look?
El mofletudo le miró sin interés, y repuso:
—El que está sentado en el rincón. Chaleco floreado y bigote gris.
John dobló la cabeza, y distinguió a su hombre que se hallaba de charla con dos sujetos.
—¿Quiere avisarle? —indicó.
—¿No tiene piernas? Acerqúese a él. No se come a nadie.
Aceptó la sugerencia, y después de poner una moneda de medio dólar ante las narices del carirredondo, se dirigió a la mesa ocupada por Look.
—¿Spencer Look? —inquirió al llegar.
El del chaleco floreado giró lentamente. Vio a quien preguntaba por él, y enarcó las cejas.
—¿Y bien?
—Necesito hablar con usted.
—-Bueno, ya lo está haciendo.
—Es personal.
—Está bien. Luego nos veremos. Ahora no tengo tiempo de ocuparme de usted.
—El caso es que no puedo esperar.
Look hizo una mueca arrugando la nariz, y contestó:
—Pues tendrá que conformarse. Ni siquiera le conozco a usted. Sea lo que fuere no creo que requiera su negocio tanta urgencia.
Los dos hombres que acompañaban al dueño del establecimiento no habían perdido palabra de la conversación, y tenían los brazos colgando a ambos lados del cuerpo. Sus ojos no se apartaban de las manos del forastero vigilando sus movimientos.
—¿Cuándo, será, entonces? —dijo Johnny, batiéndose en retirada.
—Quizá más tarde o mañana... o pasado, ¿quién sabe?
—No soy vendedor.
—Ni yo compro. Oiga, no crea que me disgusta hablar con usted de lo que quiera. Se trata de que en estos momentos estoy interesado en otro asunto, ¿me entiende?
—Corriente. Esperaré.
Johnny volvió con paso lento al mostrador.
Un hombre había a su lado que miraba constantemente el reloj, contando los minutos y los segundos. Tenía el rostro pecoso, y un mechón blanco cruzaba de parte a parte su cabello.
—Oye, Nick —llamó al achaparrado—. Échame otro vaso, antes de que esto empiece.
Fleming creyó que se refería a un número musical que presentaba la empresa del saloon, pero al propio tiempo se dio cuenta de que los ojos de la mayoría de , los parroquianos tenían como objetivo el rincón en donde estaba situado Look.
De pronto, los batientes de la puerta se abrieron con violencia, dando paso a cuatro hombres que entraron resueltos. Instantáneamente acabaron las conversaciones. El que mandaba el grupo, un sujeto corpulento de tez morena, desparramó su mirada por el local hasta detenerla en la mesa del dueño. Al verle, sonrió
dirigiéndose a él. Los otros tres le siguieron, observando en su camino a los que quedaban a derecha e izquierda.
—¿Qué tal, Look? —saludó el recién llegado plantando sus piernas, calzadas con grandes botas altas, muy cerca de la silla en que se sentaba Spencer.
Este no pareció emocionado. Dio una larga chupada al cigarrillo que sostenía entre los dedos, y al arrojar el humo murmuró:
—Ya lo ves. De primera.
—Eso es lo que vas a tener..., un entierro de primera.
—Tonterías tuyas, Carpenter. Siempre has sido un buen chico, pero algo tonto.
Carpenter soltó un rugido.
—Te dije que San Angelo era demasiado pequeño para que tú y yo cupiésemos en él, Look...
—Eso he pensado yo también. Es tu única idea buena, Carpenter.
—¡Pues ya te estás preparando! ¡Te doy quince minutos para que salgas de tu madriguera! —exclamó, furioso, el gigantón—. ¡Te estaré esperando a la otra parte de la calle...! ¡Quince minutos...! ¡Recuérdalo...! ¡Si no sales, entraré yo a por ti...!
Pronunciada la amenaza, Carpenter dio media vuelta y salió del establecimiento como un torbellino, seguido por sus secuaces.
Entonces fue cuando todos reanudaron la conversación en voz alta, y los encargados del bar sirvieron más licor que nunca.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Johnny a su vecino.
—Ya lo vio, compadre —contestó el pecoso, temblán-dole el pulso y derramando el whisky que pretendía acercarse a la boca,
El otro bebió con apuros, y después de secarse la barbilla y la boca con el dorso de la mano, dijo:
—Un desafío. El más formidable desafío que se ha visto en San Angelo.
—¿Por qué?
—Carpenter era el dueño de la ciudad hasta que He-64 —
gó Look. Este es más listo, y ha conseguido que elijan como alguacil a uno de sus hombres. El alcalde ya era amigo suyo, antiguo camarada. El Ayuntamiento ha votado un acuerdo por el que se cierran los establecimientos que puedan hacer peligrar la salud pública, ¿y sabe cuál ha sido la faena...? ¡Ordenar que echen el candado al saloon de Carpenter! —El pecoso lanzó una explosiva carcajada.
Spencer Look ya se había incorporado, y examinaba sus armas.
Johnny corrió hacia él.
—¡Look, he de hablarle ahora...!
Spencer le miró con hastío.
—Déjeme en paz.
—¡Se trata de algo que usted puede ayudar a esclarecer...!
—Después.
—¡Tiene que ser ahora! ¡Luego puede ser demasiado tarde...!
Los dos guardias de corps de Look sacaron sus pistolas.
—¡Basta ya de monsergas, pelagatos! —chilló uno de ellos, dando un codazo a Fleming.
El detective se llevó instintivamente las manos a las caderas, pero cuatro cañones le hicieron comprender a tiempo la inutilidad de su pretensión.
—¡Apártate de nuestra vista! —ordenó el otro sicario.
Johnny reculó hasta confundirse con el resto de los hombres.
Spencer Look irguió la cabeza, y dio una última chupada al cigarrillo, tiró la colilla al suelo y la aplastó con el tacón. Después echó a andar serenamente hacia la salida.
La gente se alejó de la puerta y ventanas cuando desapareció tras las hojas oscilantes. e
El pecoso, de nuevo al lado de Fleming, tenía el reloj a la vista, y contemplaba estático la manecilla del segundero. Se oía el golpeteo del devenir del tiempo.
Dos estampidos casi simultáneos fueron el contrapunto de aquella escena silenciosa. A continuación siguió un quejido de dolor.
Johnny fue el primero en salir a la calle. Había tenido un presentimiento, y éste no le falló.
Carpenter estaba en pie en medio de la calzada, con el revólver aún humeante.
Y más arriba se hallaba Look. Tendido en el suelo, boca abajo, exánime.
Johnny corrió hacia el caído, le pasó la mano por la • espalda y le dio la vuelta. La sangre fluía de un agujero en el pecho, muy cerca del corazón. Pero éste aún latía, v el moribundo tenía los ojos abiertos.
—¡Óigame, Look...! Soy John Fleming de la agencia de detectives Pinkerton —habló rápidamente, porque sabía que el herido tenía pocos instantes de vida—. Se cometió un crimen hace cosa de un año en Abilene, ¡Un doble asesinato..,! ¿Fue usted,..? ¡Tiene que contestarme...! ¡Sólo ha de mover la cabeza!
Look miró a Fleming. Eran los mismos ojos de la muerte.
—¡Conteste, Look...! ¡En Abilene..-! Fue usted, ¿ver-'dad...? Intentó robar, se resistieron, y usted los mató en legítima defensa...
Johnny oyó los pasos de los hombres que se acercaban.
—¿Fue usted...? ¡Sólo tiene...!
Spencer movía la cabeza. ¡En sentido negativo!
—¿No fue usted? —Con la mano, libre Johnny extrajo del bolsillo la armónica—. ¿Y esto...? ¡Era suyo...! ¡Se le cayó mientras luchaba en el almacén!
Nuevo signo negativo.
—¡No es posible...! ¡Era suya! ¡Me lo dijo Kurt Palmer...!
Look abrió la boca para hablar y el detective bajó la cabeza para escucharle.
—Me... la... quitaron...
—¿Quién? ¿Quién se la robó...?
—Rancho... Appleton...
Y ya no dijo más Spencer Look. Fueron sus últimas palabras. Porque después, la sangre tiñó de rojo sus labios, y murió.
CAPITULO VIII
Bruce Appleton contempló a su visitante desde el sillón que ocupaba a causa de su parálisis parcial. Una manta cubría sus piernas.
—Mi hija me habló mucho de usted, señor Fleming... Y celebro tener esta oportunidad para darle las gracias...
—No tuvo importancia —contestó Johnny—. ¿Está ella en casa?
—Oh, no... Lyn se marchó ya hace cinco días.
—¿Se marchó?
—Sí, se empeñó en llevar las reses a Abilene. No se lo he podido quitar de la cabeza. Es una muchacha con mucho genio. Dicen que ha salido a mí, pero yo, la verdad, no sé de dónde saca ese valor para atreverse a seguir la ruta de Kansas. Confieso que soy el primer asombrado. Le pido a Dios que la guíe...
—¿Seguirán el sendero de Cherlshon?
—Sí, naturalmente. ¿Acaso piensa ir en su busca?
—Eso es lo que tendré que hacer, si usted no me ayuda a esclarecer lo que me ha traído por estas tierras.
—Cuénteme, muchacho —murmuró Appleton, interesado.
Johnny hizo el relato de la misión que le había sido confiada, dejando perplejo al padre de Lyn.
—¿Ya dice usted, Fleming, que Lookle declaró que la armónica le había sido sustraída aquí?
—Dijo exactamente, rancho Appleton. ¿Hay algún otro por esta región?
—No, ninguno. Y además Look trabajó con nosotros el año pasado.
—¿Han quedado muchos hombres con usted? —Los imprescindibles. Pero no siga. Ya sé por dónde va usted. No, muchacho. Su hombre no se encuentra actualmente en el rancho. Tengo media docena de hombres conmigo y le aseguro que son de absoluta confianza. El que menos, lleva diez años trabajando para mí. Y lo más importante es que a ninguno de ellos lo he visto tocar una armónica.
—¿Hizo usted algún envío de ganado a Abilene el año pasado?
—Pues verá, sí lo hice. Pero no fue tan importante como éste. Como el sendero aún era poco conocido, nos comprometimos cuatro rancheros a aportar cada uno un par de miles de cabezas, con el equipo de hombres correspondientes, y correr el albur de llegar a Abilene o quedar por el camino.
—¿Cuántos hombres envió usted?
—Doce.
—De esos doce, ¿tiene alguno de ellos aquí?
—No. Ninguno. Y solamente nueve de aquel equipo acompañan ahora a mi hija.
—¿Qué le ocurrió al resto?
—Uno de ellos murió en la ruta durante un ataque de los indios y los otros dos se quedaron en Abilene cuando llegó la hora de regresar a Texas.
—Así pues, tengo nueve sospechosos —comentó John-ny, pensativamente.
—Si entre mis hombres hay un asesino, deseo ardientemente que lo descubra.
—Gracias. Pondré todo mi afán en conseguirlo.
Fleming hizo ademán de despedirse, y Appleton lo atajó:
—¿No se queda a comer conmigo?
—Perdone que no lo haga. Quiero incorporarme al convoy cuanto antes.
—¿Sabe mi hija realmente quién es usted? No recuerdo que me dijese nada al respecto.
—No —negó Johnny, sonriendo—. Le conté una pequeña mentira.
Los dos^ hombres cambiaron un apretón de manos, y el detective abandonó el rancho.
Debido a la marcha lenta del ganado encontró a la caravana setenta y dos horas más tarde.
Nathan Goldstéin, que se hallaba inspeccionando la
retaguardia, fue el primero en reconocerlo. Como esperaba Fleming, no puso una cara muy alegre cuando se le acercó.
—¿No encontró a Look? —preguntó el capataz.
—Llegué a San Angelo demasiado tarde —mintió el detective—. Hacía dos días que le habían matado...
John tenía previsto su plan. Si el asesino de Jurado se encontraba entre aquel equipo del rancho Ap-pleton, debía silenciar todo aquello que pudiese relacionarlo con el doble crimen de Abilene.
—Mala suerte la suya —rezongó Nathan—. Y ahora se vuelve a casa.
—Me venía de paso el rancho y eché un rato de conversación con su patrón. Por él me enteré de que estaban ustedes en camino y he pensado que, puesto que también es el mío, podría haber una plaza vacante...
—Ya se cuenta con suficientes hombres.
—Uno más siempre viene bien. Hay que contar con las bajas.
—Las reemplazaré cuando se produzcan.
Los dos hombres cambiaron una mirada glacial. Nathan fustigó su caballo, y dijo:
—Le deseo un buen viaje de retorno.
E inmediatamente se alejó para incorporarse a la expedición.
Johnny vio que Lyn Appleton volvía la cabeza hacia atrás, y poco después se separó de los hombres que la acompañaban. El acudió a su encuentro.
—¿Qué tal, señor Fleming? ¡Menuda sorpresa!
El detective replicó en la misma forma que lo había hecho a Goldstein, pero silenció su ofrecimiento para trabajar en el equipo como cow-boy.
—¿Hacia dónde se dirige ahora? —le preguntó ella.
—Quiero llegarme a Abilene. He de resolver un par de asuntos allí.
—¡Estupendo! Puede venir con nosotros, si es que, naturalmente, no entorpece ello sus planes...
—No los entorpece en absoluto.
—Entonces, ¿quiere trabajar para el rancho Appleton?
—Cuente conmigo.
La joven le tendió la mano irguiéndose por encima de la cabeza de su alazán, y él la estrechó.
Goldstein acogió la noticia con el ceño fruncido.
—De acuerdo, Fleming —dijo con voz ruda, el capataz—. Vaya a ocupar su puesto en el flanco derecho.
Johnny se despidió con un hasta luego de Lyn, y fue al lugar que le señalaron.
Las reses caminaban cansinamente, levantando nubes de polvo al pisar con sus pezuñas la tierra reseca.
Los mugidos, el entrechocar de los cuernos y el olor que flotaba en la atmósfera, marcaba el paso de la carne movediza hacia el Noroeste.
Un joven de unos veinticinco años, de rostro simpático y ojos de mirada viva, se acercó a Johnny.
—Nuevo, ¿eh? —comentó en voz alta.
Había que gritar para que las palabras no se perdiesen entre los ruidos producidos por el gran rebaño.
—Mi nombre es Frank Winters —siguió diciendo el cow-boy—. Ya sé que eres Fleming. La señorita Apple-ton nos habló de ti después del jaleo con la banda de Palmer...
—Celebro conocerte, Frank...
—Hermoso, ¿verdad? —ponderó el joven, abarcando con su mano las reses que se extendían por la llanura.
—Es algo impresionante —convino John.
—En las ciudades no saben lo que es esto. No comprenden que un hombre pueda dedicar su vida a cuidar ganado. Pero yo no me cambio por ninguno de esos lechuguinos que se perfuman antes de salir a la calle. ¿Sabes qué me ocurrió una vez?
-¿Qué?
—Liquidamos un rebaño en Wichita. Nos pagaron el sueldo y la prima, y a mí se me ocurrió comprar un traje nuevo, y un frasco de esos que dicen que vienen de París. Me volqué media botella encima del cuerpo, y entré en uno de los locales de diversión. Fue grande la que se armó. Las mujeres se creyeron que yo venía de Boston, y que estaba forrado de billetes. Abandonaron a sus parejas y acudieron a mi lado, como si ellas fueran moscas y yo un panal. Todo hubiese ido bien si los muchachos se hubieran conformado. Pero no fue así. Acordaron darme un escarmiento. Me cogieron en volandas entre cuatro y me llevaron a un establo. ¿Y sabes lo que hicieron? Me arrojaron al lugar más sucio y me dieron vueltas sobre él como si fuera un rodillo. Cuando salí de allí no había quien resistiese mi proximidad, y todos corrían como si yo tu- ¦ viera la escarlatina...
Johnny reía con ganas.
—Desde aquel día —terminó Winters— juré no volver a probar suerte entre las damas con un perfume.
Otro cowboy se aproximó a ellos. Aparentaba tener unos cincuenta años de edad y bizqueaba del ojo izquierdo.
—Este es Hamon —lo presentó Frank—. Ha corrido una buena serie de aventuras. Ya se encargará él de ir soltándotelas una a una, y luego te las repetirá hasta que te den ganas de mandarlo al diablo...
Hamon enseñó unos dientes separados, riendo cavernosamente.
Uno de los vaqueros gritaba unas docenas de yardas más allá.
—Aquel que trata de volver a la fila la res desmandada —continuó Winters, señalándolo— es George Pecos, un buen muchacho, pero hay que temerlo cuando tiene delante una botella de whisky. Se la bebe en un abrir y cerrar de ojos, y luego se pega con su sombra. Tiene una izquierda capaz de desencuadernar un buey...
Durante el resto del día, Johnny tuvo oportunidad de conocer a Bill el Largo, Joe Perdonavidas, Ruskin Cuatro Dedos, y así hasta el último de sus nuevos compañeros. Era raro el vaquero que no tenía un apodo. El propio Winters era conocido por el Apolo, por su éxito con las mujeres; y en voz baja le dijo Hamon que a Nathan Goldstein lo llamaban, entre ellos, el sargento Heins, en recuerdo de un nordista que durante la guerra civil se distinguió por su ferocidad en todo el Estado.
La luna se escondía tras las nubes, dejando a las tinieblas el señorito de la tierra.
El ganado dormía sumergido en el silencio.
Johnny, después de cenar, ocupó el lugar que le correspondió en el primer turno de guardia.
Lió un cigarrillo y mientras fumaba se entretuvo en recordar los acontecimientos sobrevenidos, desde que Teresa Jurado se había atravesado en su vida. Hasta entonces, la suerte estaba de su parte. La pista de la armónica lo había conducido inexorablemente tras los hombres que, de una forma u otra, la poseyeron. Aquella cadena tenía un fin, y se preguntaba si se hallaría ante el último eslabón o, por el contrario, habría de continuar buscándolo. El se inclinaba por la primera hipótesis, ya que el factor tiempo debía ser tenido en cuenta, y partiendo de la base de que los asesinatos se cometieron un año antes, era muy improbable que la armónica hubiera salido de las manos del hombre que la robó a Spencer Look.
El ruido de unos pasos interrumpió sus cavilaciones.
—¿Quién va...? —preguntó, llevando una mano al «Colt».
—Soy yo, señor Fleming.
Era la voz de Lyn Appleton. Esta siguió andando hasta que su rostro fue visible a la pálida luz de la luna que por un momento dejó entrever una nube.
—La creí acostada —dijo John—. Hemos cabalgado mucho hoy...
—Y mañana será también una jornada dura. El terreno empezará a ser accidentado. Pero no tengo sueño...
—Pues habrá de acostumbrarse a dormir cuando puede hacerlo. Aún no ha llegado lo peor.
—Parece un auténtico cowboy —rió ella.
—Solamente hablo por referencias.
Lyn lo miró a la faz y después desvió sus ojos hacia el oscuro horizonte. Una ligera brisa agitó sus cabellos.
—¡Qué maravilloso es esto! —murmuro.
—Sí lo es.
—Usted quizá no lo comprenda. No ha nacido en esta tierra.
—Pero entra en mis cálculos que algún día pueda vivir aquí.
—Y sus hijos pertenecerán a la llanura.
Johnny carraspeó, diciendo:
—En eso ya no había pensado.
Ella lo miró nuevamente, y repuso:
—Estoy segura de que hará un buen marido.
El detective bendijo que la oscuridad de la noche impidiese ver su sonrojo.
—Entonces, ¿piensa regresar con nosotros? —preguntó Lyn.
—No es precisamente eso. Tengo algún dinero ahorrado, y creo que lo invertiré en la adquisición de un rancho.
—¡Oh, un competidor!
—Hay sitio para todos. Texas es grande.
—¿Le ha hablado acaso mi padre de vender su rancho?
—Ni una sola vez. ¿Es que piensa venderlo?
—Dice que ahora que él ha caído enfermo, no será buen negocio para nosotros continuar la cría de ganado. Cree que para ello es preciso la mano fuerte de un hombre.
—Es posible que tenga razón. Usted no puede estar siempre correteando de un lado a otro vigilando el trabajo de los cow-boys.
—¿Que no? ¿Por qué?
—¿Que por qué...? Pues porque, al fin y al cabo, es usted una mujer.
—Y usted opina, como mi padre, que la mujer debe dedicarse a barrer la casa, hacer la comida, coser la ropa...
—Yo no digo tanto, pero hay cosas que son más propias de hombres.
La voz de Lyn había subido de tono. Era fácil percibir en ella cierta hostilidad.
—Muy bien, señor Fleming. Aconséjeme, pues, lo que debo hacer. Mi padre fundó el rancho pensando en que algún día yo sería su heredera. Ahora, al caer enfermo, sus sueños se han venido abajo. Debemos vender, ¿no es eso? ¿0 es más sensato que me case con Nathan Goldstein?
—¿Goldstein? —repitió Johnny.
—Sí, nuestro capataz. Me ha pedido varias veces que le acepte por marido. Así se arreglaría todo. Ya habría un hombre fuerte al mando del rancho, y la frágil mujercita podría dedicarse a las labores propias de su sexo...
Las palabras de la joven rezumaban sarcasmo.
El detective permaneció silencioso.
—¿Qué me contesta, señor Fleming?
—Lo siento. No puedo decirle nada al respecto, señorita Appleton.
—No, ¿verdad?
—Es la primera vez que una mujer me solicita corno consejero sentimental.
Joímny se arrepintió al instante de haber proferido esa frase.
—¿Conque ésa es su respuesta?
—Perdóneme —quiso rectificar él—, no ha sido mi intención,..
—No tiene por qué disculparse. La culpa ha sido mía por confiarme a usted. ¡Buenas noches, señor Fleming...!
—No se marche enfadada, señorita Appleton... —John quiso atajarle el camino, pero Lyn hizo un quiebro y, separándose, se internó en la oscuridad inmediata.
El detective quedóse solo, lamentando para sus adentros su falta de tacto.
Al día siguiente, cuando reanudaron la marcha, se acercó varias veces a la joven, precurando interceptar su mirada para dirigirle la palabra, pero ella ignoró su presencia en todo instante, y espoleó su caballo huyéndole.
El paisaje sufrió un brusco cambio en relación con el que habían contemplado durante los días anteriores. Colinas pobladas de pinos achaparrados; lechos secos de arroyos, cubiertos de guijarros; montes formados por rocas gigantescas^ y algún que otro pequeño manantial que no era suficiente para originar una corriente de un par de millas, y se agostaba en la tierra sedienta.
Así siguieron durante dieciocho días. Al mediodía del vigésimo sexto de la salida del rancho, Johnny estaba liando un cigarrillo sobre su montura, cuando se le aproximó Frank Winters.
—¡Eh, Fleming...! ¿Has visto a Cuatro Dedos?
—Lo vi dirigirse hacia adelante hará cosa de media hora. ¿Pasa algo?
—Estamos en territorio apache. Ruskin conoce esto, y el sargento Heins lo necesita para que eche un vistazo por donde hemos de cruzar. Voy a buscarlo. Hasta luego.
Winters lanzó su ruano a un rápido galope,
Más tarde, Nathan Goldstein envió a Ruskin con una misión explorativa, y dio orden a los cow-boys que disminuyesen el ritmo del avance hasta que el vigía volviese.
Llegó la noche, y Ruskin no se había incorporado al convoy.
El capataz dio orden de acampar. No se encendió fuego, haciéndose una cena en frío, y todos los hombres aguardaron la llegada de su compañero manteniendo sus sentidos al acecho.
Al amanecer, ni una sola mente dudaba que Ruskin debía haber sufrido un contratiempo.
El sol difundió sus rayos, y Nathan no supo qué hacer en principio. Los vaqueros vigilaban en todas direcciones, esperando todavía lo que les parecía ya un milagro: el retorno de Cuatro Dedos.
Fue la voz de Frank Winters la que rompió el mutismo en que se desenvolvía la espera.
—¡Eh, mirad allá...! ¡Al Este!
Todos los ojos convergieron en el punto que señalaba Apolo.
En lo alto de una lejana colina se levantaban a intervalos nubes de humo.
—¡Apaches! —exclamó Goldstein.
CAPITULO IX
Durante unos minutos las miradas se mantuvieron observando el ominoso mensaje ancestral. Después, éste cesó. Pero al poco rato, de otro monte situado al Oeste, frente por frente de aquel de donde había partido el humo, se elevaron al cielo otras nubes.
Contemplaban inmóviles las señales, cuando llegó a sus oídos el ruido producido por los cascos de un
caballo.
Por una cercana cañada hizo su aparición Ruskin Cuatro Dedos. De algunas gargantas se escaparon gritos de triunfo, pero pronto éstos se cortaron en flor. El jinete se desplomó de su montura al hallarse a pocas yardas del campamento. Quedó boca abajo mostrando una flecha en la espalda bañada en sangre.
Todos corrieron a su lado y Nathan lo volvió cara
al cielo.
—¡Ruskin...! ¡Ruskin...!
El explorador movió los labios resecos.
—Agua..., agua... —pidió con voz apenas audible.
Goldstein hizo ademán de quitarle la flecha. —¡Ño! —dijo el herido—. No la toque. Es asunto perdido. El final... Quiero agua...
Alguien trajo una cantimplora, y Nathan la aplicó a la boca de Ruskin, quien bebió con avidez. El mismo la apartó de un manotazo.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Goldstein, bajo la expectación general.
El interrogado hizo una mueca de dolor, estremeciéndose. Respiró lanzando roncos estertores, y murmuró :
—Los apaches... A seis millas detrás de las primeras colinas... Ya habíamos sido descubiertos... Me acerqué lo posible... Les atacarán.... Hay sequía, una gran sequía... La hierba no crece,.. Los búfalos han emigrado al Norte... Nosotros tenemos carne... Retrocedan... Es imposible..., imposible pasar...
Ruskin dobló la cabeza, y entregó su alma a Dios.
Sucedió un largo minuto de silencio. Nathan depositó la cabeza del muerto en el suelo, y se incorporó frotando las palmas de las manos en sus muslos.
—¡Ya no hacen señales! —exclamó Hamon—. ¡No tardarán en atacarnos...!
El capataz miró a Lyn, que había asistido a la escena, dando una prueba de su entereza.
—Usted tiene la palabra —le dijo.
La joven se humedeció los labios, e instintivamente sus pupilas fueron al rostro de John Fleming. Este comprendió lo que se debatía en su interior.
—¿Qué haría usted, Nathan? —preguntó al fin ella, volviendo la mirada al jefe del equipo.
—Es difícil de contestar. Esos condenados indios deben ser varios centenares. Nos jugamos la vida si pretendemos seguir adelante...
—¿No hay otro camino?
—Perderíamos tres semanas atravesando el desierto de Elliot, y quizá esta prueba sea peor que la de los apaches. Hay una tercera solución, la que ha sugerido Ruskin antes de morir: volver a casa.
—¡Eso nunca! —replicó Lyn con decisión.
—Si ustedes me permiten... —empezó a decir Fleming.
Goldstein se opuso inmediatamente a la pretensión del detective de ser oído.
—¡Cállese, Fleming...! ¡Esto lo tenemos que resolver entre la señorita Appleton y yo!
John apretó los dientes, conteniendo a duras penas su rabia.
—Creo que no es momento para tener en cuenta las jerarquías, Nathan —advirtió Lyn—. Y yo escucharé gustosa cuantas sugerencias puedan hacerme mis cow-boys.
El capataz encajó el golpe alargando la cabeza y frunciendo el ceño. Pero ya la joven interrogaba a Fleming.
—¿Qué es lo que tiene que decir?
—Se trata de que si usted decide seguir adelante, yo creo que se nos ofrece una solución para salvar el obstáculo de los apaches.
—¿Cuál?
—Provocar una estampida y conducir las reses por la cañada.
Los expedicionarios parecieron vislumbrar el alcance de la idea expuesta. Tan sólo Goldstein conservó su irritada actitud. Fleming continuó hablando:
—Podemos apretar el ganado cuanto nos sea posible y esperar el ataque de los indios. Cuando éste se produzca, tiraremos sobre el ganado bolas de hierba encendidas. Sólo tenemos que poner de nuestra parte la máxima diligencia para que las reses sigan un solo camino. Nosotros pasaremos entre ellas vaciando nuestros revólveres sobre los apaches. En primer lugar lo harán los dos carros. Esto nos ocasionará algunas bajas, pero no hay donde elegir, a menos que se decida por la ruta del desierto. Pero tengo entendido que jamás ha llegado por ella una expedición a Abilene...
—¡De acuerdo! —convino Lyn—. Me parece factible la idea, ¿Y a vosotros, muchachos?
Los cow-boys dieron su conformidad.
—Ya lo oíste, Nathan —dijo la muchacha—. ¡Manos
a la obra!
El capataz asintió, tragándose la ira que le invadía.
En pocos minutos algunos hombres recogieron hierba seca, mientras los otros reunían estrechamente al ganado.
Cuando todo estuvo preparado, esperaron con la vista puesta en la cañada, por donde se debía producir la embestida apache.
Fleming puso su caballo junto al de Lyn.
—Un ruego, señorita Appleton.
—Dígame.
—No se detenga por nada cuando empiece a correr. Continúe siempre adelante, sin volver la cabeza.
—De acuerdo.
—Prométamelo que lo hará así.
—Prometido.
—Y otra cosa. Olvide la impertinencia de anoche.
—Está olvidada —sonrió, animosa, la muchacha—. ¿Me da usted también su palabra? —¿De qué?
—De que también se cuidará.
—Eso debiera pedírselo a los apaches--.
Las últimas palabras de Fleming apenas fueron audibles, porque un clamor multitudinario se levantó de la cañada. Un enjambre de indios montados sobre veloces potros hizo su aparición simultáneamente al otro extremo de ella.
—¡Prended fuego a las bolas y arrojadlas sobre el ganado! —gritó Nathan.
La orden fue obedecida. Una lluvia ardiente cayó encima de los animales, los cuales se movieron tratando de huir, no consiguiendo otra cosa que chocar entre sí. Los mugidos de terror se mezclaron a unas trescientas yardas. Los cow-boys disparaban al aire corriendo por los flancos del rebaño a fin de obligar a éste a que siguiese el camino de la cañada. Fueron unos minutos de angustia. Las vidas de aquellos intrépidos seres dependían del éxito de la estratagema. De pronto, las cabezas guías, se lanzaron hacia el ejército indio. Las demás reses, enloquecidas, sintiendo muchas de ellas el fuego en su carne, hicieron temblar la tierra en una fiera carrera. Los apaches acudían a la batalla a galope tendido y los que se hallaban en el centro de la formación no pudieron desviar a tiempo sus monturas. Se produjo un choque siniestro. La ola formada por los bovinos hendió con fuerza irresistible el grueso de los indios y lo partió en dos mitades, pisoteando, destrozando y pulverizando los que cogió a su paso. Los alaridos de muerte se elevaron por encima del caos.
Los cow-boys descargaron sus armas sobre los sorprendidos apaches que aún cabalgaban sin saber la causa de aquella imprevista catástrofe.
Johnny seguía con la mirada a Lyn, quien, conforme a lo prometido, agachaba la cabeza hasta rozar con su cabello de oro el crin del potro, mientras éste galopaba como una centella.
Los indios se repusieron, dieron la vuelta, y volvieron a la carga lanzando con más ferocidad sus alaridos de guerra.
Los dos carros y las tres cuartas partes del ganado habían salido por el ancho valle.
Media docena de hombres, entre los que se hallaban Johnny y Winters se detuvieron para pasar cuando la última res lo hubiese hecho.
Los indios se aproximaron velozmente disparando rifles y arcos. Los cow~boys replicaron con una descarga cerrada que produjo claros en las filas enemigas. pero como contrapartida, dos de ellos cayeron de sus monturas para no levantarse jamás.
—¡Ya han pasado! —gritó Fleming—, ¡Vamos! ¿Qué esperáis?
Los cuatro supervivientes siguieron a las últimas cabezas de ganado. Pero, simultáneamente, el caballo de Winters fue alcanzado por una bala y se desplomó como herido por un rayo. El jinete salió despedido, rebotando en tierra.
Fleming se dio cuenta del percance, frenó a su bayo, y lo condujo rápidamente al lugar donde Frank se encontraba de rodillas disparando contra los indios, que ya estaban a escasas yardas de él.
—¡Sube, Frank! —chilló Johnny, sin dejar de hacer fuego.
Apolo miró a su compañero y dijo;
—Es lo más emocionante que he visto en mi vida. ¡Ahora que esto se ponía bueno!
Un apache bajó de su corcel a la carrera^ y se lanzó sobre el joven esgrimiendo su tomáhawk. Winters apretó el gatillo, pero del cañón no salió ningún proyectil. En el instante en que el brazo armado caía sobre el indefenso cow-boy, Fleming acertó a colocar una bala entre ceja y ceja del agresor.
Frank lanzó una carcajada nerviosa y saltó detrás del hombre a quien debía la vida.
—¡Arrea, Johnny! —exclamó—. ¡Ya está bien por hoy...!
El detective no necesitaba consejos. Era cuestión de segundos el morir o lograr escapar. Picó espuelas, y el buen alazán salió disparado.
Proyectiles y flechas siluetearon sus contornos con silbidos siniestros. Al llegar al otro lado de la montaña, diez cow-boys esperaban con los «Colt» preparados y les defendieron las espaldas con una cortina de plomo. Después, iodos juntos, siguieron corriendo en pos del rebaño y los que les antecedían, que ya les habían sacado un par de millas de ventaja.
CAPITULO X
—Tienes que tener cuidado, Johnny —advirtió Frank Winters, que cabalgaba al lado del detective en un caballo comprado a un mestizo dos días antes.
—¿Con qué?
—Con el sargento Heins. Te odia a muerte. Es un buen tirador, y al menor motivo querrá probar su puntería contigo.
—Yo tampoco lo hago mal.
—No lo dudo. Te vi actuar frente a los apaches, ¡y de qué forma...! Pero, la verdad, Goldstein es zorro viejo y sólo se atreverá cuando vea las de ganar. No caigas en la trampa y no intentes nada que no puedas acabar felizmente.
—Gracias por el consejo —sonrió Johnny.
—Me lo dio mi abuelita.
—Y te ha servido, ¿eh?
—Un hombre prudente «puede» en este país llegar a morir en la cama.
—Te has despertado hoy filósofo, Frank.
—Y muy optimista. Cada vez que pienso que de aquí a una semana estaremos en Abilene, siento deseos de hacer el resto del viaje volando.
—¿Qué te espera allí?
Winters arqueó las cejas en un gesto cómico.
—¿Y lo preguntas, Johnny? ¿Qué clase de tipo eres? ¿Cuántos meses hace que no vemos a una mujer? ¿Son meses o años? ¿O quizá siglos?
—Esta mañana has visto una —siguió riendo Fleming.
—¿La señorita Appleton...? ¿Cómo puede pensar un hombre «cosas» así de su patrona...?
—Pues no está nada mal la patrona.
—¡Claro que no...! Pero no es de mi clase. Bueno, tú ya me entiendes. —Winters levantó las manos trazando curvas en el aire y diciendo—: A mí me gustan así... de esta forma... con un poco de esto... y otro poco de aquí... y lo demás, ya sabes, bien surtido...
—Comprendido, comprendido.
La voz de Lyn Appleton, a sus espaldas, les hizo dar un respingo.
—¿Y de qué color prefieren ustedes el cabello?
Los dos hombres giraron la cabeza y contemplaron el rostro serio de la joven. Esta siguió preguntando:
—¿Negro...? ¿Rubio? ¿Rojizo...? ¿Castaño?
Winters tragó saliva un par de veces y balbució algo sin pronunciar una sola palabra inteligible. Johnny tampoco pudo hilvanar la más simple respuesta.
—'Bueno —dijo ella—, deben decidirlo antes de llegar
a Abilene. Si esperan a estar allí, pueden armarse un
lío...
Y a continuación se separó de los sorprendidos cow-boys.
Frank se rascó el cogote y comentó:
—Siempre le pasan a uno cosas por hablar demasiado.
—La patrona es buena chica —le consoló John—. Quizá no tenga en cuenta eso de que ella no es tu tipo...
—Después de todo terminará casándose con Golds-tein.
Fleming sintió la sensación de que algo frío y puntiagudo le arañaba el corazón.
—¿Tú crees? —inquirió.
—Seguro. A menos que haya alguien con agallas y se cruce en el camino del capataz.
El detective guardó silencio, y durante media hora se dedicó a prestar atención a la conducción del ganado, atrayendo a la manada los novillos jóvenes que se salían de ella.
Después, se encerró en sus pensamientos. El viaje estaba tocando a su fin. Siete días más, y todo habría terminado. ¿De qué forma? Continuaba sin saber quién era el hombre por el que se había enrolado en la expedición. Tampoco había tenido mucho tiempo para desarrollar la investigación. A los diez días de haber burlado a los apaches, fueron atacados por una banda de cuatreros. Estos les ^ prepararon una encerrona en un desfiladero, pero salieron de él a tiro limpio, después de dejar entre las piedras los cadáveres de otros dos cow-boys. Soportaron jornadas de calor asfixiante, días de interminable lluvia; vadearon ríos crecidos, y sofocaron tres estampidas. Él camino del norte se convirtió en una pesadilla. Los hombres apenas tenían tiempo para descansar unas horas, y muchos de ellos se dormían sobre las monturas. Era realmente una labor de titanes transportar aquellas miles de reses desde lo más hondo de Texas. Y ni uno solo de los vaqueros se arredró, ni pasó por mente alguna la idea de abandonar la misión que libremente habían aceptado.
Lyn Appleton no quiso gozar de cualquiera de los privilegios que por razón clara le asistían. Convivió con sus muchachos, participó en gran parte de sus tareas, y cuando hubo que velar, ella fue la primera en hacerlo animando a los hombres con su palabra sencilla y cordial.
Una noche, faltando cuatro jornadas para llegar a Abilene, Johnny dio un paseo antes de acostarse. El campamento estaba tranquilo, no se había señalado peligro inminente alguno, y su guardia no empezaba hasta las dos de la madrugada. Pero se hallaba nervioso ante la proximidad del término de la aventura. Fumó un par de cigarrillos, tratando de concebir un plan que le acercase al asesino. Mas sus esfuerzos resultaban baldíos porque en su mente aparecía, con rara frecuencia, la imagen de Lyn, echando a perder la concatenación de las ideas. ¿Qué le pasaba con la rubia? Mujeres bonitas las había conocido a docenas, y hasta con alguna de ellas había tenido cierta intimidad temporal. Todas habían pasado por su vida sin dejar la menor huella. ¿Era Lyn distinta a las demás? Rechazó tal posibilidad porque en sus relaciones femeninas siempre había obrado colocándose en un plano superior. Ese lugar que le permitía considerar a la mujer como una joya de la Creación y que, como tal alhaja, había que contemplar a distancia para evitar el deseo de poseerla y, por ende, las complicaciones posteriores.
Terminó por arrojar al suelo la colilla del segundo cigarrillo y dejar su raciocinio para otro momento. Cuando se hallaba a unas treinta yardas de la fogata alrededor de la cual estaban los cow-boys, oyó el silbido de unas notas y se detuvo sobrecogido. Eran los primeros compases del vals Hay una chica guapa en el Mississippi. ¡La pieza favorita del asesino de Abilene! Reanudó su camino con pasos rápidos, pero de pronto los silbidos cesaron. Se incorporó al grupo de los hombres que descansaban cerca del fuego y esperó pacientemente que unos labios prosiguiese la canción. Pasaron los minutos y tal hecho no se produjo. Entonces observó con atención a sus compañeros. Eran demasiados para sacar algo en claro. Allí estaban Hamon, Kasketa, Lañe, Goldstein, Winters, Auterfield, Mac Cronin, Gómez y Ap-pel. Estudió uno a uno los rostros que las llamas hacían destacar entre sombras danzantes. Rostros de piel atezada de músculos duros como el acero, de ojos fríos. No, no podía señalar al criminal con aquel simple examen.
A esa noche sucedieron otras dos, y llegó el gran día.
Al amanecer, entre gritos y disparos de pistola, levantaron el penúltimo campamento. Harían el alto a media tarde, a seis millas de Abilene, donde quedaría el rebaño hasta su posterior venta.
Después de cinco horas de marcha, Lyn esperó a que Johnny se pusiese a su altura.
—¿Qué le pasa, señor Fleming? —No sé a qué se refiere. —He observado que me huye.
Era cierto pero John no quiso reconocerlo a fin de no dar la explicación que ello llevaría consigo. —Suposiciones suyas, señorita Appleton.
La rubia sonrió mostrando unos dientes nacarados, y dijo:
—Más vale así. Desearía que nos separásemos amigos.
—No hay motivo para hacerlo de otra forma.
—Al fin y al cabo, si persiste usted en la idea de ser granjero, es posible que nos veamos.
—¿Persiste usted en la suya?
—¿Cuál?
—La de casarse con Goldstein.
—Anoche acepté su propuesta matrimonial.
A Johnny le anonadó la respuesta. No por lo que significaba, sino por el tono desenfadado, casi alegre, que la joven empleaba para referirse a lo que en otra ocasión había considerado como un sacrificio o un mal menor.
La pregunta le vino a la punta de la lengua, y dejó que saliese a flor de labios.
—¿Cuándo se casarán?
—Después que haya vendido el ganado.
—¿En Abilene?
La joven pareció distraerse un minuto, como si la conversación careciese de trascendencia.
—¿Decía usted, señor Fleming? —inquirió al fin, parpadeando.
—Que si se casaban en Abilene. —¡Oh, sí! Da lo mismo en un sitio que en otro. Cuanto antes mejor.
Transcurrieron cinco minutos," durante los cuales cabalgaron en silencio. Al fin dijo él:
—Bueno, no me queda más que desearle mucha felicidad.
—¡Oh, qué amable €5 usted, señor Fleming!
—Con su permiso —murmuró el detective, tocándose el ala de su sombrero. Y se alejó hacia el este de la manada.
Llegaron al lugar elegido para establecerse, e inmediatamente se formó el primer turno de hombres que podían ir a la ciudad. Johnny fue uno de ellos. Pero en cuanto los cascos de su bayo trotaron por la calle principal, se separó de sus compañeros dirigiéndose a la casa del ciego.
Le encontró, como la otra vez, sentado en la mecedora.
—Buenas tardes —saludó el detective.
El viejo levantó la cabeza, como si pudiera mirar con sus ojos, y pasados unos segundos preguntó:
—¿Qué hay, muchacho? ¿Encontró a Slim Carpen-tier?
Johnny quedóse perplejo.
—Entonces, usted... —pudo balbucir,
—Le he reconocido por sus pasos. ¿No me creyó aquel día?
—Oh, sí. Lo creí pero de todas formas resulta sorprendente. ¡Y hasta recuerda el nombre de la persona por quien le pregunté!
—Ya le dije que cuando faltan los ojos, otros sentidos se encargan de superarlos.
—Precisamente yo quería pedirle a usted un favor.
—Diga, muchacho.
—El asesino de Higgins se halla en Abilene o está a punto de llegar,
El ciego adelantó el torso. —¿Qué me dice?
—Puede estar seguro de ello.
—¿Cómo lo sabe? Yo era la única persona que estaba presente en el almacén cuando ocurrió aquello.
Johnny relató al anciano las vicisitudes por que había pasado desde que Teresa Jurado le había confiado la armónica y el caso a que estaba unida. Cuando terminó, el ciego dijo:
—Realmente le admiro a usted. Parece increíble eso que me cuenta, pero ¡que me maten si dejo de ayudarle! Dicen que soy renegón y tengo mal genio, pero no debió dar crédito a esa superchería. Igualmente le hubiera informado sin el subterfugio de la busca de Carpentier. Porque no me negará que esa historia era falsa.
—Lo era —confesó Fleming.
—Bien, ¿qué quiere que haga?
—Que me señale al criminal cuando lo reconozca por sus pasos.
—¿En dónde desea que me coloque?
—En el Saloon Ganadero. Quisiera que fuese ahora.
—¿Cuándo calcula usted que estará allí el asesino?
—Entre este momento y las doce de la noche.
—De acuerdo.
Cuando Johnny se dirigía hacia la agencia Pinkerton, una voz le llamó por detrás.
—¡Señor Fleming...!
Al volverse vio en la acera a Teresa Jurado.
—¿Usted aquí, señorita? —dijo él, acercándosele—. La creía en Laredo.
—Como no tenía noticias suyas, me impacienté, y, bueno, aquí me tiene —repuso ella, sonriendo.
Estaba terriblemente hermosa, y él la comparó con la hermosa rubia Lyn Appleton.
—¿Qué me dice de su trabajo? —le interrumpió la joven.
—Esta noche le entregaré al culpable.
Los grandes ojos negros se abrieron atónitos.
—¿Ha descubierto...?
—No, aún no —la interrumpió Fleming—, pero espero que eso ocurra antes de que termine el día...
—¿No será peligroso para usted? —insistió ella, como en una súplica.
—Su dinero lo vale.
Teresa esperaba una respuesta distinta, y no habló hasta que de su rostro desapareció el rubor que ella le había producido.
—Me alojo donde usted ya sabe, señor Fleming. —No dejaré de verla esta noche. —Vaya a cualquier hora. Permaneceré despierta hasta que usted llegue.
—Hasta luego, pues, señorita.
Después de separarse de su cliente siguió hacia la agencia. Llegó a ella en el instante en que Hudson se disponía a cerrar la puerta.
—¿Es cierto lo que ven mis ojos...? ¡Fleming...! ¡El gran Johnny Fleming...! ¡Pase, muchacho!
Los dos hombres cambiaron un apretón de manos dentro del local, y Hudson dijo:
—¿Cómo le fue lo de Jurado? ¡Otro éxito...! ¿Es así?
—Hoy lo sabremos.
—¿Tiene al asesino?
—Es posible que lo tenga. He venido a fin de que lo prepare todo. Quiero cobrar la recompensa y mar^ charme.
—¿Marcharse? ¿Qué dice? ¿Sabe que Pinkerton viene la semana próxima? Quiere abrir otra sucursal en San Francisco y, naturalmente, ha pensado en usted...
—Yo estaré muy lejos de Abilene cuando llegue Pinkerton.
—¡Tonterías! Usted se quedará aquí. No va a desperdiciar la gran ocasión de su vida. ¡Un sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios...! ¿Qué le parece?
—Que no aceptaré.
—¿Se ha vuelto loco, muchacho?
Fleming hizo un saludo con la mano y se dirigió hacia la puerta.
—No lo olvide, Hudson. Tenga a mano el importe de la recompensa.
—Pero...
John salió sin oír la respuesta del nervioso calvito.
En el Saloon Ganadero había más de cincuenta alegres clientes. El ciego se hallaba arrimado a la esquina del mostrador más cercana a los batientes de la puerta.
—¿Hay novedad? —inquirió el detective en voz baja.
—Su hombre no está aquí.
—No se preocupe. Ya vendrá.
John volvió a la calle, y como sentía apetito, incrementado éste por la posibilidad de comer algo distinto a los monótonos alimentos de los vaqueros, se metió en el restaurante Chino, que estaba un poco más arriba del saloon.
A las nueve debía regresar al campamento, pero dejó pasar esa hora fumando un cigarrillo, después de haber dado cuenta de tres platos escrupulosamente condimentados y un buen trozo de tarta de manzana.
A las diez regresó al Ganadero y recibió del anciano una segunda respuesta negativa.
Hamon y Jasket se encontraban entre los parroquianos y abandonó el local para que no lo viesen.
Paseó por las calles oscuras, consultando de vez en cuando el reloj.
A las once y cuarto pisó nuevamente el suelo del establecimiento.
—¡Está aquí! —le dijo el ciego en cuanto traspuso el umbral.
Johnny tragó saliva tratando de serenar sus nervios.
—¿Hace mucho? —preguntó.
—Cosa de media hora.
Deslizó su mirada lentamente, escrutando las caras a través de la espesa neblina formada por el humo de los cigarrillos.
Ninguna de ellas le era conocida. Ninguno de los hombres pertenecía al equipo del rancho Appleton. ¡No era posible!
¿Es que se había equivocado? ¿Quién de los dos? ¿El ciego o él?
Y de pronto, un hombre que había de espaldas hablando con una rubia, al otro extremo del mostrador, se volvió riendo para coger un vaso.
Aquel hombre era Nathan Goldstein.
CAPITULO XI
-Buenas noches, Goldstein —saludó Johnny. El capataz volvió la cabeza y frunció el ceño, —¿Es usted, Fleming? ¿Qué hace en Abilene? Hace unas cuantas horas que debiera estar en el campamento. —Tenía aquí un asunto pendiente.
—Conque sí, ¿eh? —Goldstein había bebido. Se le notaba en el brillo de los ojos y en la torpeza de la lengua—. ¿Sabe que todavía continúa bajo mis órdenes?
—Me enrolé hasta llegar a Abilene. Ya hemos llegado, y ahora me dedico a solventar mi negocio.
—¡Pues se quedará sin cobrar! Si no vuelve inmediatamente al campamento, dése por despedido.
—Usted es el que ha hecho su último viaje desde Texas, Goldstein.
—¿Yo? ¿De qué está hablando?
—De crímenes.
Nathan entrecerró los ojos.
—Oiga, Fleming, ¿no habrá bebido más de la cuenta?
—Menos que usted.
—Pero le sienta peor. Acuéstese un rato y se le pasará.
El capataz fue a girar para reanudar la conversación con la rubia, pero Johnnv interrumpió su movimiento reteniéndolo por un hombro.
—¿Qué demonios le pasa, Fleming?
—Quiero que me acompañe.
—¿Con usted yo?
—Haremos una visita de cortesía al alguacil.
Goldstein se puso furibundo.
—¡Escuche esto! Siento ganas de darle gusto al gatillo y tumbarle patas arriba... ¡No soportaré más una sola de sus bromas! ¡Así que largúese antes de que cambie de idea!
—Tendrá que venir conmigo le guste o no le guste.
—¿Cómo lo va a conseguir? —Goldstein esbozó una ominosa sonrisa.
—Así —repuso Fleming, sacando con velocidad me-teórica un revólver.
El capataz llegó a rozar la culata de una de sus armas, pero al ver el cañón que le apuntaba apretó los dientes y murmuró:
—¿Cuál es su juego, Fleming?
—Quítese la máscara. No íe valdrá ninguna treta. Está cogido como un novillo.
—¿Va a asesinarme a sangre fría?
—Voy a entregarle a la justicia. Sus representantes se encargarán de darle su merecido.
—¿A mí?
Los hombres que estaban próximos a la escena habían callado y el silencio se extendía poco a poco por la sala. Algunos curiosos se acercaban para no perderse detalle del suceso.
—Creo que no está usted bien de la cabeza, Fleming —decía el capataz.
—¡Vamos, diríjase hacia la puerta! —ordenó el detective,
Nathan soltó un gruñido, pero obedeció y echó a andar pasando por delante de Johnny. Este lo siguió sin dejar de apuntarle con el «Colt».
En aquel instante, una armónica emitió las# notas alegres del vals Hay una chica guapa en él Mississippi.
Johnny se detuvo arqueando las cejas. Cuando se volvía para mirar al interior de la sala, una mano le tiró de la manga. Era el ciego.
—Eh; oiga —le dijo—. Ese hombre que ha detenido no es eí asesino. Se ha equivocado. Tiene que creerme. Sus pasos no coinciden.
El detective giró la cabeza y allá, ante una mesa, a unas tres yardas de él, vio a Frank Winters tocando la armónica. Había un hombre y una mujer haciéndole compañía ante una botella de whisky y tres vasos. Frank sonreía, y sus ojos se movían con una viveza extraordinaria. La hembra lo miraba encandilada.
Johnny empezó a andar paso a paso hacia el cow-boy. Sentía una sensación extraña en el pecho. No podía admitir aún que aquel joven que había conseguido su afecto a través de las semanas de viaje fuese el asesino que buscaba desde hacía meses.
Frank lo vio, y le guiñó un ojo sin dejar de soplar el instrumento. Llevaba el ritmo del vals golpeando el piso de madera con el pie izquierdo.
Ahora fue cuando Johnny deseó en lo más profundo de su corazón equivocarse de nuevo.
Súbitamente, Frank apartó la armónica de sus labios y se arrojó sobre Fleming, al tiempo que gritaba: —¡Cuidado, Johnny!
Sonó un disparo detrás del detective, y éste giró y apretó el gatillo.
Nathan Goldstein recibió el proyectil en la mano y soltó el arma mientras lanzaba una maldición. Winters perdió el equilibrio, pero Fleming lo sostuvo abarcando su cintura con el brazo izquierdo.
—¡El otro revólver, Goldstein! —gritó Johnny—. Tíralo al suelo y acerca los dos con la bota.
El capataz cumplió el mandato. Su rostro se contraía en una mueca de dolor.
El alguacil de Abilene entró en el sáloon y miró a un lado y a otro extrañado.
Johnny atendió a Winters. Este sonreía, pero sabía que estaba herido de muerte. Había recibido en el estómago la bala destinada a su amigo.
—Déjame en el suelo... Johnny..., por favor..., pero sujétame la cabeza.
Y después, cuando estuvo como él quería, dijo:
—Ya te lo advertí, Johnny. No tenías que descuidarte. Goldstein es peligroso.
Al detective se le hizo un nudo en la garganta y no pudo articular palabra.
Winters exhaló un gemido y se contrajo. En su frente empezaron a formarse gotas de sudor.
—Johnny, quiero contarte algo.
—Ya tendrás tiempo —dijo al fin Fleming—. Ahora lo importante es que te vea un médico.
El herido sonrió nuevamente.
—No hay remedio... Me muero... Esto se acabó... Por eso quiero tranquilizar mi conciencia... —Céllaie, Frank.
—No podría. Hace poco más... de un año... maté a dos hombres... aquí, en Abilene... Me ganaron el dinero... al póquer... y me desesperé y..., ¡oh, cómo duele esto, Johnny...! Quise recuperarlo pronto... robando..., no era mi intención... matar, pero se pusieron las cosas feas y tuve que... hacerlo...
¡Y él había cabalgado miles de millas para llegar a aquello! Allí tenía a su hombre, al hombre que valía para él diez mil dólares de recompensa.
Frank Winters no lo sabía, pero él se lo podía decir. ¿No era honrado? Confesión por confesión.
—Oye, Frank...
Pero a Frank lo llamó el Señor, y cerró los ojos marchándose de la tierra sin conocer el secreto de su amigo.
El detective dejó reposar la cabeza en el suelo y se incorporó.
—¿Qué es lo que ha ocurrido? —le preguntó el alguacil.
—Una muerte casual —repuso Johnny con voz ronca—. Aquel hombre disparó sobre mí, y éste se interpuso. Tiene testigos que lo acreditarán, si no le basta mi declaración...
—Entonces, ese cow-boy que está herido.
—Usó su arma justificadamente. No tengo nada contra él.
El alguacil miró el rostro del detective, aún emocionado, y dijo:
—Está bien, Fleming. Le creo, pero pásese mañana por mi despacho para firmar la declaración. Si no hay ningún cargo contra ese hombre, no tengo más remedio que dejarlo en libertad.
—Es lo que procede, Thuncan. Gracias.
Johnny pasó junto a Goldstein, que había oído toda la conversación, y salió a la calle.
CAPITULO XII
—Usted ha hecho su trabajo —decía Teresa Jurado—. Tiene ^ derecho a los diez mil dólares.
—Le repito que no he intervenido en la muerte de ese hombre —repuso Fleming—. Renuncio por tanto a la recompensa.
El diálogo se desarrollaba en la misma habitación en que se conocieron, al día siguiente del tiroteo en el saloon Ganadero. El detective había iniciado la entrevista excusándose por no haber acudido la noche anterior.
—No lo comprendo, señor Fleming.
—Es cuestión de principios, señorita. Limítese a abonar la factura corriente que le presente al cobro la agencia Pinkerton.
—Si usted insiste...
—£s una decisión irrevocable.
—Bien, no me da oportunidad más que para manifestarle mi agradecimiento. Y déjeme que lo haga porque estoy segura de que, pese a lo que usted dice, nadie en su lugar hubiese hecho más en un caso como el que le confié.
—He tenido mucho gusto en conocerla, señorita Jurado.
La joven se le acercó, diciendo:
—Y para mí ha sido un placer, aun cuando hubiera deseado que el motivo inicial fuese distinto.
John apretó la cálida mano que ella le tendía.
Teresa entreabrió los labios y miró profundamente las pupilas del detective. Este se mantuvo unos segundos inmóvil, y al fin dirigióse hacia la puerta y salió de la habitación.
Ya en la calle, echó a andar, sumido en hondas reflexiones.
—¡Señor Fleming!
Rodó la mirada y vio a Lyn Appleton subida en el pescante de uno de sus carros. ,
—Buenos días, Lyn...
Se dio cuenta tarde de que la había llamado por su nombre. Pero ella no pareció darle importancia. —¿Sube conmigo?
Johnny subió, sentándose a su lado.
—Ya me he enterado de lo que sucedió anoche —dijo la muchacha, fustigando los caballos—. He hablado con el señor Hudson y he quedado enterada de que es usted un personaje...
Fleming no contestó.
Lyn lo miró por el rabillo del ojo, y prosiguió: —También me han dicho que ha presentado la dimisión. ¿Es cierto? —Sí.
—¿Y no habrá nada que le haga cambiar de parecer? —Nada.
La joven empezó a silbar por lo bajo. De pronto preguntó:
—¿Sigue pensando en ser ranchero?
—No.
—¿No?
—Creo que no sirvo para ese género de vida.
—Bueno, es curioso.
—¿Qué es curioso?
—Que los dos hayamos cambiado de idea. Yo también he desechado la mía.
—¿Quiere decir que ya no se casa con Goldstein?
—Aja.
Siguieron otros dos minutos de silencio. El carro pasó a la altura del Ganadero. Lyn continuaba silbando.
De improviso la muchacha detuvo otra vez los caballos. Johnny preguntó:
—¿Pasa algo?
—Estaba pensando... —murmuró ella, mordiéndose el labio inferior.
—¿Qué?
—Después de todo., no es nada de importancia... ¡Adelante, caballitos!
El carro se puso en movimiento. John quitó las bri-^_o de las manos de Lyn, y una vez más las ruedas dejaron de chirriar.
—¿Quiere decir de una vez lo que pensaba?
Ella hizo un mohín parpadeando, y balbució:
—Pues era... era que... en fin, se me había ocurrido que los dos podíamos realizar nuestra idea... o sea que usted podría ser ranchero... y yo podría casarme...
Fleming atrajo hacia sí violentamente a la muchacha y la besó en la boca durante medio minuto. Al separarse, sonrió, y dijo:
'—Pero habrás de quedarte en casa.
—Cuenta con ello, Johnny..., salvo en circunstancias excepcionales.
Los dos rieron.
El vehículo se puso en marcha. Súbitamente se oyeron dos disparos. Johnny miró hacia el lugar de donde procedían. De una casa situada al lado del Ganadero salió un hombre pidiendo socorro. Al ver a Fleming en el carro corrió a grandes zancadas gritando;
—¡Eh, Johnny, espérame...! ¡Espérame!
De la casa emergió ahora una mujer, Rose, empuñando un grueso revólver. Vio a Jeff correr y le disparó un tiro que levantó tierra junto a las botas del / fugitivo. Este dio un salto tirándose de cabeza, por la parte trasera, en el interior del carro.
Al poco rato estaba a salvo de la furia de Rose. í —¡De buena me he escapado! —jadeó Jeff, asomando la cabeza por entre los dos jóvenes.
—¿Le devolviste el dinero? —inquirió Johnny.
—¡Claro que sí! Tuve dos días de racha buena con el faro y me hice con diez de los grandes. Pero las mujeres ya sabes cómo son. Está empeñada en que me case con ella.
Lyn miró de soslayo a su futuro marido y sonrió.
—Pues es raro que no lo haya conseguido —dijo el ex detective—. Por regla general, cuando una mujer se empeña en una cosa así...
—¡Johnny! -—exclamó la muchacha.
—¿Quién es? —preguntó Jeff, mirando a Lyn.
—Mi inminente esposa —presentó Fleming—. Lyn, éste es Jeff Sutton, el trapisondista número uno de los seis Estados del Oeste.
—Entonces, ¿vamos a un rancho? —gimió Sutton.
—Puedes apostar a que así es.
—¿Y no hay mujeres?
—Verdaderas bellezas, amigo Jeff.
—Menos mal... Bueno, si me permitís, voy a echar una cabezadita.
Se metió dentro y entonces Lyn dijo a Johnny en voz baja:
—¿Qué dirá cuando vea que las únicas mujeres del rancho son indias y viejas?
—Es una de las cosas que no me perderé por nada del mundo —rió Johnny—, ¡Adelante, caballitos!...
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