CAPÍTULO VII
La orquesta, formada por un piano y dos violines, atacó un vals y Lidya Russell ofreció su cintura a Bill Harrow diciéndole:
—¿Me promete poner más entusiasmo que en la última polka?
Bill sonrió, contestando:
—Cuente con ello.
Era cierto que hasta entonces no había prestado mucho interés a la fiesta. Estaba preocupado. Hacía cuarenta y ocho horas que no tenía noticias de Rex Winter. Durante dos tardes consecutivas, Rex había acudido a su despacho para hacerse cargo de la dosis de mercurocromo que debía inyectar a su madre, y de pronto había interrumpido sus visitas. ¿Por qué? ¿Quería decir ello que Ruth Winter había muerto? En ese caso, ¿por qué no le había avisado? Él dejó pasar el primer día de ausencia y cuando transcurrieron otras veinticuatro horas sin que Rex apareciese, pensó ir otra vez al rancho maldito. Mas en el instante en que se iba a poner en camino, le llegó un recado urgente. Uno de los ciudadanos de Jaysenberg había recibido en la frente la coz de un caballo. Tuvo que hacer una delicada cura y cuando terminó, era casi la hora de ir a recoger a Lidya, como había prometido. Sólo tuvo el tiempo justo para cambiarse de ropa.
—¿En qué piensa, doctor?
Bill enrojeció. De nuevo había perdido el compás, pensando en lo que podría haber ocurrido.
—Perdóneme, Lidya…
—¿Acaso marcha algo mal?
—No es nada que pueda inquietarle a usted.
—¿Por qué no olvida, pues, aunque sólo sea por una noche, sus enfermos y trata de divertirse, Bill?
—Lo procuraré a partir de este instante.
Pero entonces vio entrar en el salón a Peggy Blake y volvió a dar un traspié.
Lidya siguió su mirada, descubriendo la causa del estropicio.
—¿Conoce a nuestra leñadora?
—Sí; la asistí de una caída.
—¿Muy grave?
—No; ya ve que no le impide acudir al baile.
—Es raro que una chica venga aquí sin compañía. Parece que ha entrado sola.
Bill miró a Peggy, comprobando que la observación de Lidya estaba bien hecha. Había pensado por un momento que Rex Winter se habría quedado atrás.
—Si quiere comprobar su estado, podemos acercarnos a Peggy —dijo irónica la hija del juez Russell.
—No es necesario. Desde aquí puedo observar que se encuentra bien.
—Demasiado bien, a juzgar por las miradas varoniles que convergen en ella. Es muy bonita nuestra leñadora, ¿no le parece, doctor?
Bill no respondió a la sugerencia. Sus ojos se encontraron con los de Peggy y quedáronse ambos mirándose fijamente. Luego, Bill inclinó levemente la cabeza y ella le replicó, muy seria, con el mismo saludo.
La orquesta terminó la interpretación del vals y los músicos dejaron sus instrumentos para remojar la garganta.
El sheriff se acercó donde se hallaba Lidya y Bill, entablándose entre ellos un diálogo. Pasados unos minutos, el médico se disculpó, dirigiéndose hacia el lugar en que Peggy se encontraba.
—¡Por fin ha venido, doctor…! Empezaba a impacientarme…
Bill frunció el ceño y preguntó:
—¿Sucede algo?
—En la calle le aguardan. Ha de salir ahora mismo. Es urgente.
—¿Rex Winter?
—Sí. Pero, por favor, dese prisa, no se quede parado.
—Está bien; venga conmigo.
Los dos jóvenes cruzaron el salón, y después de recoger Bill en el vestíbulo su sombrero, salieron a la calle.
—¿Dónde está su novio? —inquirió Bill, viendo que por las inmediaciones no había nadie.
—Está a la vuelta de la esquina.
Echaron a andar, preguntando Harrow:
—¿Le ha dicho algo de su madre?
—Él se lo contará todo.
De súbito, al doblar la calle transversal que estaba envuelta en la oscuridad, Bill sintió que le aplicaban el cañón de un revólver en los riñones y se detuvo.
—¡No grite ni resuelle, matasanos! —le amenazó una voz desconocida.
Unas manos le desarmaron hábilmente en menos de dos segundos.
—¿Qué es esto? —dijo roncamente—. ¿Un atraco?
—No se haga esas ilusiones, compadre, y tire para su casa.
Bill miró a Peggy, que continuaba a su lado sin abrir la boca.
—De modo que la han utilizado de gancho…
El hombre que le tenía prisionero dejó oír de nuevo su voz:
—Si le oigo hablar otra vez, tendrá motivos para arrepentirse, doctor. Vaya derechito a casa sin hacer preguntas, y seguirá gozando de una salud de hierro…
Bill decidió que nada podía hacer por el momento y obedeció. Minutos más tarde llegaban a la meta señalada por el de la pistola, quien, entonces, dijo:
—¿Donde tiene su maletín, doctor?
—En la primera habitación a la entrada.
—Vamos a pasar al interior. Usted cogerá el maletín y volveremos a salir…
—¿Qué padece el enfermo que he de reconocer? Necesito saberlo por si requiere cualquier cosa especial.
—Va a ver a la señora Winter. Está muriéndose.
Bill sacó la llave, abrió la puerta, entró seguido del otro y cogió el maletín. Al volverse, vio por primera vez al pistolero. Tendría unos veinticinco años y era de estatura regular, con ojos pequeños y barba cerrada. La camisa y el pantalón necesitaban un buen lavado y planchado. En cuanto al pañuelo que le rodeaba el cuello, su mejor destino hubiese sido el estercólelo. Estaba deshilachado y sucio.
—Para que su curiosidad quede totalmente satisfecha, doctor, le diré que me llamo Barry Curtis y que estoy considerado como un buen tirador de pistola. ¡Y ahora, en marcha!
—He de recoger mi caballo.
—Se lo tengo ensillado en las afueras. Ya sabe el camino.
Salieron al exterior y Peggy se les unió, encaminándose hacia la carretera por la que se llegaba al rancho de los Winter.
La leñadora también tenía preparada su cabalgadura y poco después los tres jinetes emprendían un galope rápido.
Cuando llegaron al cobertizo que Bill conocía, era medianoche. Desmontaron y, acercáronse a la gran puerta de la hacienda. Curtis llamó, y al instante, alguien que había oído el ruido producido por su llegada, les franqueó la entrada. Era otro hombre que Harrow no había visto nunca. Tenía en la mano la lámpara de aceite. Era rechoncho, carirredondo, de brazos muy cortos. No había aprendido a reír y sus labios dibujaban una mueca.
El cuarteto dejó atrás el corredor, pasando a la habitación en que Bill había estado con Rex. Éste se hallaba también allí, sentado en el sillón próximo a la ventana.
El de la lámpara, luego de dejar esta sobre la mesa, se volvió hacia el médico, que se había quedado inmóvil en el centro de la habitación, y díjole:
—Soy Oscar Winter, doctor. Mis dos hermanos y yo hemos tenido noticias de que usted no ha visitado a mi madre durante su enfermedad…
—¡Te he dicho que estuvo aquí! —gritó Rex—. ¡Y vino por su propia voluntad!
—Será mejor que tú te calles, hermanito. —Oscar miró fieramente a Rex y éste resopló vencido.
Bill dijo entonces:
—¿Sabe que su madre se ha negado a aceptar toda clase de ayuda…?
Oscar apretó los dientes, replicando:
—No me importan esas monsergas, doctor. Lo trascendental es que usted va a evitar que ella se muera si no quiere acompañarla en su último viaje.
—No existe remedio que la pueda salvar, señor Winter.
—¡Pues tampoco lo habrá para usted!
Peggy saltó de pronto:
—¡Esto no es lo que me dijiste, Oscar Winter!
El aludido hizo otra mueca, mirando a la joven.
—¿Que quieres? ¿Que le regale bombones después que no ha hecho nada por mi madre?
—¡Pero ya has oído a Rex…! El doctor vino y ella se negó a que la viese…
—Veo que el doctor tiene muchos defensores. ¿Tan simpático es usted a esta pobre gente, señor Harrow?
—No puedo apreciarlo. Será mejor que reconozca a su madre.
—¡Estupendo, muchacho! Eso se llama tener ganas de trabajar.
Bill pasó al dormitorio y Oscar lo siguió revólver en mano. Peggy entró con la lámpara.
Ruth Winter se hallaba postrada en la cama. Hubiese parecido muerta a no ser por la débil respiración que agitaba su pecho.
Harrow la auscultó, tomó el pulso y la temperatura. Luego dijo a Oscar:
—Le queda muy poco que vivir. Pueden ser minutos.
—¡Bien, ahí la tiene…! ¿Qué va a hacer por ella? ¿O es que piensa dejarla morir como un animal?
—Le repito que no puedo hacer nada. Ha vivido tres o cuatro días gracias a unas inyecciones de mercurocromo.
—¡Póngale una!
—La inyección sólo hizo demorar su muerte. Pero ahora todo es inútil.
Oscar Winter taladró con la mirada los ojos del doctor. Su frente se arrugó mientras sus labios se entreabrían en una mueca feroz.
—¡Si usted no es capaz de curar, está de sobra en el mundo, matasanos!
Peggy se puso delante de Harrow.
—¡Eres un bruto, Oscar…! ¡Eso es lo que eres…! Yo me encargué de sacar al doctor del baile y yo seré quien lo devuelva a la fiesta…
El forajido emitió una risita.
—Sudarías mucho si él se muriese, ¿verdad, idiota? ¡Métete en tus cosas, Peggy…! ¡Esto es sólo para hombres…!
De pronto, Ruth Winter abrió los ojos, murmurando palabras ininteligibles. Oscar se inclinó ansioso sobre su cabeza.
—Soy yo, madre… Oscar…
La mujer lo miró como si tratase de reconocerlo, pero su cara no indicó que lo consiguiese.
—Madre… pronto te curarás… Te llevaremos con nosotros y podrás ver a Glen y a Edmund… Somos poderosos, tenemos una fortuna, nos conocen en todas partes… Es lo que tú querías, ¿te acuerdas…? No hay nadie que se ría de los Winter…
Ruth cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—¿Me oyes, madre? —seguía diciendo Oscar, zarandeándola suavemente de un hombro—. ¡Estarás orgullosa de nosotros! ¡Somos invencibles…! ¡Tenemos bajo nuestro mando a docenas de hombres…! ¡Y les damos órdenes y ellos obedecen…! ¡Es nuestro ejército…! ¡Si quisiéramos, llegaríamos a tomar Kansas City…!
Hizo una pausa, y entonces dijo Bill:
—Su madre no le puede oír.
Oscar levantó la cabeza con un movimiento brusco.
—¿Qué dice?
—Está muerta.
—¿Muerta? —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Eso es imposible…! ¡Ella no puede morir!
Bill se dio cuenta de que la mente desequilibrada de Ruth había dejado huella en la de sus hijos, a través de la ley de herencia. Tan sólo Rex parecía haberse librado de aquella maldición atávica. Pero no era momento para sacar conclusiones científicas. Los ojos de Oscar brillaban como carbunclos. Su labio inferior colgaba en Una expresión infrahumana.
Rex entró lentamente en el dormitorio y al ver el cadáver de su madre dio un sollozo, ocultando el rostro entre las manos.
Peggy se acercó a la cama, cogió la punta de la sábana y cubrió la cabeza de Ruth.
Bill fue metiendo su instrumental en el maletín, y luego lo cerró, produciendo un chasquido que en aquel lúgubre silencio equivalió al disparo de un rifle.
Oscar apuntó nuevamente al doctor con su arma, ordenándole:
—¡Sal fuera…!
Él obedeció, pero la joven no se apartó de su lado.
Barry Curtis estaba sentado en el sillón con la cabeza apoyada en el respaldo como si dormitase.
Bill, al trasponer la puerta, se ladeó unos centímetros, y cuando Oscar pasó tras Peggy, le lanzó un terrible puñetazo en el estómago.
El forajido lanzo un aullido y se dobló. El doctor lo cogió por la cintura y desarmóle.
Todo sucedió tan rápidamente que Curtis, cuando dio un salto, echando mano a un revólver, se encontró encañonado por Bill.
—Estese quieto, celebridad —dijo el médico, con voz cortante—. ¡Entregue la artillería a Peggy…!
La joven se hizo cargo de los «Colt» y apartóse del bandido. Bill empujó a Oscar, mandándolo con su compañero.
—Bien —declaró—. Ahora me van a escuchar a mí.
Oscar lanzó un salivazo, que cayó junto a una bota de Harrow.
—Si vuelve a repetir esa grosería le descerrajo un tiro en la boca para que no pueda hacerlo más —le advirtió.
—¿Qué va a hacer con ellos? —preguntó Rex a sus espaldas.
—Debiera entregarlos al sheriff, pero no lo haré porque me repugna la idea. Su hermano ha venido a ver morir a su madre. ¡Márchense!
Oscar sonrió glacialmente, preguntando:
—¿Espera que le tenga en cuenta su gesto, doctor?
—No espero nada de usted.
Curtis tocó el brazo de su jefe.
—Vámonos… Aquí ya no hacemos nada. ¿Nos da nuestras armas, doctor?
—Se quedan aquí como garantía de que se largan. No estarían mucho tiempo desarmados por estos contornos sin caer en manos de la justicia…
Los dos forajidos echaron a andar y Bill fue tras ellos, hasta que montaron en los caballos.
—No tendrá tanta suerte la próxima vez —dijo Oscar y lanzó su animal al galope, emprendiendo también la carrera Curtis.
Bill los vio perderse envueltos en las sombras de la noche y luego regresó junto a Peggy y Rex.
Ella dijo:
—Tendrá que irse del valle, señor Harrow.
—Estoy bien en él.
—Esos dos tratarán de tomarse el desquite. Los ha puesto en ridículo y jamás se lo perdonarán…
—Quizá sea peor para ellos…
Rex contó que diez días antes había mandado una carta a sus hermanos, comunicándoles el grave estado en que se encontraba su madre. Al anochecer habían llegado Oscar y Curtis, y el primero se empeñó en ir a buscarlo a él, Harrow, para que atendiese a Ruth, a cuyo objeto se valió de Peggy para sacarlo de la fiesta.
Luego, el menor de los Winter manifestó el deseo de enterrar a la muerta y Bill se ofreció a ayudarle.
Cavaron la fosa cerca de un ciprés y dieron descanso al cuerpo de Ruth. Rex dio las gracias a Bill y éste se despidió.
Peggy propuso a su novio:
—¿Por qué no te vas a vivir a Jaysenberg? Esto será un infierno de recuerdos para ti a partir de ahora…
—Me quedaré, Peggy… No te preocupes por mí. Vete con el doctor.
Bill y la joven montaron en sus respectivas sillas y se alejaron de Rex. Ninguno de los dos rompió el silencio hasta llegar ante la casa del doctor. Entonces, dijo éste:
—Entre conmigo, Peggy.
—¿Para qué…? Debo volver junto a mi hermano.
—Necesito hablar con usted.
La leñadora lo miró un rato y, finalmente, asintió con un movimiento de cabeza.
Al entrar en la casa, Helen Dugan, que se encontraba sentada en una silla, se incorporó, exclamando:
—¡Al fin, es usted, Bill…! ¡Creí que le había ocurrido algo!
—¿No sabía que había baile?
—El baile terminó hace dos horas —contestó la buena mujer dirigiendo una mirada escrutadora a Peggy, que no había despegado los labios.
Bill masculló unas palabras, recordando que había dejado a Lidya Russell excusándose por un instante… ¡y no había vuelto a su lado…!
—Helen —dijo—. Prepare un baño bien caliente para la señorita Blake…
—¿A estas horas…?
—¡No! —gritó Peggy, y dio un tirón de Harrow para enfrentarlo con ella—. ¿Es otra de sus bromas?
—Nada de bromas. Usted se bañará porque Ruth Winter ha muerto de una enfermedad contagiosa.
—¡Es cuenta mía, entonces!
—Se equivoca. Soy el médico del valle y no puedo consentir una epidemia —Bill bajó la voz al añadir—: en lo que dependa de mí…
—¿Y si no le hago caso? —inquirió Peggy, con fiereza.
—¡La bañaré yo, si me obliga a ello!
La hembra puso de pronto una cara compungida, y dijo a Helen:
—Prepare el baño, señora Dugan… ¡pero jamás volveré a poner un pie en esta casa…!