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1.a edición: 2002
© Keith Luger
Impreso en España - Printed in Spain
ISBN: 84-7735-012-4
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CAPITULO PRIMERO
—Hija mía, éste es el momento más amargo de mi vida.
—¿Qué te pasa, padre?
—Estamos arruinados, Iris.
—¡Oh!, no, padre. Dime que es una broma.
—Eso quisiera yo. Pero los libros no mienten.
—Padre, no puede ser. La familia Russell ha sido siempre la más ilustre de la comarca.
—Seguiremos siendo ilustres, pero sin un centavo.
—Esta casa vale una fortuna.
—Está hipotecada.
—Tienes un rancho.
—Está hipotecado.
—Tienes tres plantaciones de algodón.
—Están hipotecadas.
—¿A quién has hipotecado todo lo que poseemos?
—Al galante caballero de Jericó.
—¿Quién has dicho?
—Lo llaman también Joe el Mulero.
—¿Vas a decir que se llama así? ¿Joe el Mulero!
—No, hija. El se llama Joe Connors. Pero le llaman Joe el Mulero porque vendía caballerías al ejército, especialmente mulos.
—Me voy a desmayar, padre.
—Pues arréate una ración del frasquito de sales.
—¿Qué forma de hablar es ésa, padre? Has dicho que me arree.
—¡Oh!, perdona, me he disparado hablando de ese mulero.
—Padre, ha sido el whisky. ¡Confiesa que ha sido el whisky! Has bebido demasiado, a pesar de que te lo prohibió el doctor.
—Admito que he bebido lo que me ha dado la gana, a pesar de la prohibición del doctor.
—Pero te puede dar un ataque al corazón.
—Te lo dijo el matasanos, ¿eh?
—Me lo dijo el doctor Garner.
—Será todo lo doctor que él quiera. Pero mata más que el verdugo.
Iris Russell tenía veintitrés años y era bellísima, de cabello negro y ojos claros, azules. Tenía cintura de avispa, y senos pronunciados además de largas piernas y unas caderas de ánfora.
Era tan hermosa que en el condado de Diamont City se decía que Iris Russell era lo más comestible de la comarca, incluidos los hermosos melones que se cultivaban en su pródigo valle.
Douglas Russell ya había cumplido los cincuenta años. Tenía el pelo y el bigote blancos, y casi siempre una botella de whisky escondida en el bolsillo trasero del pantalón.
—Hija mía, para los Russell ha llegado el momento de las vacas flacas. Y espero que estés a la altura de las circunstancias.
—Entonces, ¿es en serio que estamos arruinados?
—Completamente en serio.
—Pero ¿cómo hemos llegado a eso?
—He hecho malas inversiones. Compré azúcar porque esa mercancía estaba convirtiendo en millonarios a muchos tipos del Este. Y resulta que el azúcar bajó a la mitad de precio. Compré reses porque en los mataderos de Chicago estaba la carne por las nubes. Y la carne se ha puesto por el suelo. Compré tabaco de Cuba para hacerle la competencia a los trust de Boston y este año ha habido un cosechón en Virginia. Estoy vendiendo el tabaco casi regalado... Soy un desastre para los negocios, Iris. Un verdadero desastre.
—¿Y por qué ese mulo tiene hipotecadas nuestras posesiones?
—Porque es muy listo.
—No hay ningún mulo listo.
—Pues éste lo es, hija. Tiene una vista que ya la quisiera tener yo. Compró azúcar.
—Y se arruinó.
—Que te crees tú eso. Se lo vendió a los franceses al triple precio que le costó.
—Ese tipo es un granuja.
—Compró reses. Y las vendió a los rusos. Los hombres del Zar le han llenado las arcas porque le han pagado a un precio cinco veces superior a como Connors las compró en Texas.
—No me digas que compró tabaco y también ganó dinero con el tabaco.
—Se lo preguntaré cuando le vea.
—Yo odio a ese tipo que no conozco.
—Pues lo vas a conocer, hija.
—¡No, no quiero tener ese disgusto!
—Hija mía, será mejor que te acerques el frasquito de sales.
—¡No necesito el frasquito de sales!
—Lo puedes necesitar por lo que te voy a decir a continuación.
La hermosa Iris levantó la barbilla.
—Después de oír que estamos arruinados, estoy preparada para escuchar algo peor, si es que hay algo peor.
Douglas dio un suspiro.
—Iris, Joe Connors quiere casarse contigo.
Iris agrandó los ojos y se tambaleó.
—¡Las sales, padre! ¡Las sales!
—Sí, hija mía. Ya te advertí que las tuvieses a mano.
Douglas buscó a un lado y a otro.
—¿Donde está ese condenado frasquito?
—¡ Ya no me hace falta, padre!
—¿Estás segura?
—Estoy segura. Mírame bien a los ojos.
—Ya te estoy mirando, Iris.
—Has hipotecado nuestra casa.
—Cierto.
—Has hipotecado nuestra rancho.
—Cierto.
—Has hipotecado nuestras plantaciones de algodón.
—Cierto.
—Ahora contéstame. ¿Me has hipotecado también a mí?
—Verás, hija...
—¡Nada de rodeos, padre! ¿Estoy hipotecada o no estoy hipotecada?
Douglas Russell se sacó el frasco del bolsillo trasero del pantalón y se atizó un trago. Luego rezongó:
—Hija mía...
—¡Dilo, padre! ¡Dilo!
—Hija mía, estás hipotecada.
—¡ Ah, no, eso sí que no! ¿Qué te crees que soy yo? ¿Una canasta de algodón?
—Joe Connors está dispuesto a devolvernos la casa si te casas con él.
—¿La casa nada más?
—La casa nada más, hija.
—De modo que las plantaciones y el rancho seguirán hipotecados.
—Sí.
—Dime inmediatamente el valor de la hipoteca de la casa.
—Es mejor que no lo sepas.
—Claro que lo quiero saber. ¡Necesito saber cuántos dólares valgo yo para, para...!
—El galante caballero de Jericó.
—¿Galante? ¡Y un cuerno! ¡Joe el Mulero!
—Hija mía, no digas esas frases que me has costado mucho dinero. Te educaste en París, en Londres...
—Y en Sebastopol.
—¿También allí?
—¿Es que no lo recuerdas, padre? Estuve dos semanas en Sebastopol, Rusia.
—¡Oh!, sí, ahora recuerdo que me trajiste vodka.
—Te acuerdas del vodka, pero no te acuerdas del caviar. ¡Pero al infierno con el caviar y con el vodka! ¡Te he preguntado cuánto sube la hipoteca de la casa!
—Diez mil dólares.
Los hermosos ojos de Iris se agrandaron más.
—¿Yo valgo diez mil dólares para el Mulero?
—Sí, hija mía.
—¿Y cuánto es la hipoteca del rancho?
—Veinte mil.
—¿Y la hipoteca de las plantaciones?
—Treinta mil dólares.
—¡Te dije que ese tipo era un granuja! Pero ahora quiero rectificar.
—Bien hecho, hija mía.
—¡Es un sinvergüenza como la copa de un pino! ¡Un miserable!
—Cariño, no hace falta que lo tomes así. Después de todo, ya sabía que tú no estarías dispuesta a casarte con Joe Connors. De modo que yo le dije: «Señor Connors, puede usted tomar posesión de la casa, de las plantaciones y del rancho porque mi hija no se vende.»
—¡Bien dicho, padre! ¡Fueron las más hermosas palabras!
—A la salud de mis hermosas palabras —dijo Douglas y se atizó un trago más largo que el de antes.
Iris paseó por la habitación, nerviosa, gesticulando.
—Ese hombre merecía que tú le hablases así, padre. Seguro que no está acostumbrado a que alguien le responda negativamente cuando él trata de hacer un negocio.
—Hija, será mejor que nos preparemos.
—¿Para qué?
—¿Cómo para qué? Para salir de casa. Joe Connors quiere tomar posesión de ella mañana.
—¿Y adonde vamos a ir?
—Lo mejor es que nos marchemos a Diamont City. Convenceré a Dick Bresson, el dueño del hotel Gardenia, para que nos alquile un par de habitaciones durante unos días.
—¿Y luego? ¿Qué vamos a hacer luego, padre?
—Escribiré a mi primo George.
—¿Te refieres al repugnante George Russell?
—Sí, hija, no me podía referir a otro George. Ya sabes que a él le han ido muy bien los negocios. Se dedicó a construir barcos en Nueva York y hoy día está considerado como uno de los millonarios de más clase de nuestro país. Espero que me ofrezca trabajo. Aunque espero que no sea como cargador del muelle. —Douglas se cogió los ríñones—. Levantar sacos no me convendría a mi edad.
—¡Padre, no quiero que cargues sacos!
—Quizá, con un poco de suerte, el primo George sienta un arrebato de cariño y me destine a pintar uno de sus barquitos.
—¿Tú pintor de barcos?
—Hay que subir a unos andamios muy altos y, según he leído, de vez en cuando algún pintor se cae y se rompe el cráneo. Pero no te preocupes, Iris. Mi deber como padre es protegerte.
—¡No consentiré que pintes un solo barquito para el primo George! ¡Ni siquiera de papel...!
—Cariño, alguna salida hemos de tener. Y si no nos arrimamos al primo George, ya me dirás. ¿O me vas a proponer que coja la guitarra y me ponga a tocar y a cantar en una esquina de la calle?
—No seas cruel conmigo, padre. Tú sabes que antes de eso sería capaz de...
—¿De qué, hija?
—De cualquier cosa.
—Si eres capaz de cualquier cosa te podrías casar con Joe Connors.
—¿Yo casarme con el Mulero? ¿Estás loco?
—Entonces, a la esquina con la guitarra, o con mi primo George.
—Padre, ¿está Joe Connors en Diamont City?
—No.
—¿Cuándo llega?
—Esta noche.
—Yo hablaré con ese granuja. Tengo ganas de echármelo a la cara y decirle cuántas son dos y dos.
—Tengo la sospecha de que él sabe perfectamente que dos y dos son cuatro.
—¡Pues esta vez serán cinco! ¡Palabra de Iris Russell!
CAPITULO II
Joe Connors tenía veintiocho años y era alto, moreno, de ojos claros, verdes, el rostro bronceado. Vestía con elegancia un traje Príncipe Alberto de chaleco floreado.
Su secretario y hombre de confianza Robert Meller se metió en la boca un trozo de tarta de manzana. Era un tipo gordito y simpático.
—Ya has despachado casi un kilo de tarta de manzana, Robert. Tu ración y la mía.
—Es que estoy creciendo.
No era verdad porque Robert Meller ya había cumplido los treinta y cinco años y era mucho más bajo que Joe Connors.
—¿Por qué hemos adelantado el viaje, Joe?
Connors encendió un largo cigarro y después de arrojar una bocanada de humo contestó:
—He venido a hacer algo muy importante a Diamont City.
—¡Oh!, sí, has venido para ajustar cuentas con ese aristócrata de Douglas Russell. No comprendo cómo has podido prestarle tanto dinero.
—Es la mar de sencillo, Robert. Me voy a casar con su hija.
Robert se atragantó con el pastel de manzana.
Joe le alargó un vaso de agua.
—Bebe y no te ahogues. Vas a ser mi padrino.
Robert bebió un trago de agua. Pero todavía estaba congestionado. Se introdujo un dedo en la oreja y empezó a sacudirlo allí.
—¿He oído algo de suicidio?
—Matrimonio. Ma-tri-mo-nio, Robert.
—¿Tú te vas a casar?
—Sí.
—No puedo creerlo, Joe.
—Pues créetelo porque será realidad.
—¿Y qué va a decir Laura?
—Le regalaré un collar de perlas auténticas.
—¿Y qué va a decir Judy?
—Le regalaré ese caballo que tanto le gustó en el hipódromo de San George.
—¿Y qué le vas a comprar a Patricia, a Shirley, a Margot...?
—Basta, Robert. Cada una de ellas tendrá un muy buen recuerdo mío.
Robert sacudió la cabeza.
—De acuerdo. Se acabaron todas las mujeres para ti. Vas a tener una.
—La señora Connors.
—¿Cómo se llama ella?
—Iris.
—¿Y cómo es Iris, Joe?
—Preciosa. Con unos ojazos sensacionales. Y una figura que quita la respiración.
—¿Más bonita que Laura?
—Sí.
—¿Más ojazos que Patricia?
—Los tiene mucho más grandes.
—¿Mejores piernas que Shirley?
—Oye, Robert. No la he visto sin cascara. Cuando la vi por primera vez, ella estaba a unos treinta metros, pero pude juzgar bien.
—¿Y la segunda vez a qué distancia estabas?
—A veinte metros.
—Imagino que la distancia habrá ido disminuyendo conforme ha pasado el tiempo.
—Sólo llegamos a los diez metros.
Robert parpadeó.
—Joe, no me digas que es cierto lo que estoy pensando.
—¿Qué estás pensando?
—Que tú todavía no conoces a esa mujer.
—Pues has acertado. La señorita Iris Russell y yo nunca fuimos presentados.
Robert hizo un gesto de asombro.
—¿Y te vas a casar sin haber hablado una palabra con ella?
—Espero hablar más de una palabra con Iris antes de que nos casemos.
—¿Y cuándo te vas a casar? ¿El próximo verano? ¿En el otoño?
—Quiero que sea mañana, porque pasado quiero estar en Kansas City para solucionar el asunto de los mataderos. Ese canalla de Michel Toland me quiere apartar del negocio de la carne. Y está dispuesto a todo.
Robert Meller se cogió un pedazo de carne del brazo y se pellizcó.
—¡Ay! —saltó de la silla.
—¿Qué estás haciendo?
—Me he tenido que pellizcar para cerciorarme de que no estoy soñando.
—No, no estás en la cama, Robert. Te encuentras en Diamont City, como yo. Y éste es el comedor del hotel Gardenia, el mejor de la ciudad.
—Gracias por quitarme todas las dudas. Ahora ya están las cosas claras. De modo que conociste a esa chica de lejos, y pediste información sobre ella.
—Es lo que siempre hago. Informarme de todo lo que pienso adquirir.
—¡Oh!, sí, después de todo, se trata de una operación más. El mes pasado compraste cincuenta mil kilos de cocos, diez mil kilos de naranjas y cincuenta yeguas irlandesas. ¿Por qué no comprar también una partida de mujeres aristocráticas?
—Déjate de eso, Robert. A mí sólo me interesa Iris Russell.
—¿Y qué opina ella?
—No lo sé.
—Veamos si lo entiendo. Te gustó esa mujer y supiste que su padre se encontraba en apuros.
—Un tipo romántico el padre.
—¿Por qué accedió a venderte a su hija?
—No digas tonterías. Yo no le he comprado a su hija. El señor Russell se encontraba en apuros económicos y durante el último año le presté dinero. Le dije durante nuestra primera entrevista que mi bolsa estaba a su disposición.
—¿Cuánto te debe?
—Unos sesenta mil.
—¿Le has prestado sesenta mil dólares con la garantía de su hija?
—Robert, eres pesado. Claro que no tenía la garantía de su hija. Hipotecó a mi favor sus propiedades. Una casa, un rancho y unas plantaciones de algodón. Pero nuevamente se encuentra sin dinero.
—Caramba, con el señor Russell. ¿Dónde mete tanta plata?
—Hizo algunos negocios que le salieron mal.
Joe se levantó.
—El señor Russell no me espera hasta mañana. Pero como teníamos una fecha disponible, decidí que viajásemos hasta Diamont City. Ahora voy a ir a su casa, Robert. Volveré en un par de horas.
—Si lo has previsto todo, sólo me queda decirte que tengas suerte.
—¿Me salió alguna vez una cosa mal?
—No, que yo recuerde. Pero alguna vez tendrá que empezar la mala racha.
Joe sonrió.
—No, Robert, voy a salir de Diamont City con la señora Con-nors. Y aprovecha el tiempo para telegrafiar a mi casa de Jericó. Quiero que lo tengan todo preparado.
—¡Oh!, sí, la tarta de los novios.
—Nada de tarta de novios. Me refiero a la alcoba. Que quiten la cama y la quemen.
—¿La cama? Pero si es de matrimonio.
—Robert, no quiero esa cama, ¿lo entiendes?
—¡Oh!, sí, eres muy respetuoso con tu mujer.
—Y tú muy irónico.
Joe salió del hotel.
Había llegado en el tren y por ello decidió ir a un establo para alquilar un caballo y dirigirse hacia la casa de Douglas Russell.
Una joven salió de una casa cargada con paquetes. Iba de espaldas.
Joe se detuvo de pronto y no pudo evitar que ella golpease contra él.
La joven perdió el equilibrio y gran parte de sus paquetes cayeron al suelo.
Pero Joe no quiso que ella se cayese y la cogió por la cintura.
Iris Russell dio un grito porque pensó que ella también se caía, pero aquel fuerte brazo se lo impidió.
Miró con sus grandes ojos la cara que tenía muy cerca. Una cara que le sonreía.
—Perdone, señorita —dijo Joe Connors.
—No tiene que disculparse. Creo que he sido yo la culpable.
—El culpable he sido yo.
—Insisto en que no debí salir de la casa de espaldas.
—¿Espalda? ¿Tiene usted espalda?
—¿Cómo dice?
—Que usted es muy atractiva desde cualquier ángulo que se la mire.
—Oh, sí, ¿le parece a usted?
—Estoy seguro, señorita. Con permiso, voy a recoger los paquetes.
Iris se dio cuenta de que habían estado mucho tiempo juntos, casi respirando el mismo aire.
Y ella se fijó en él mientras recogía los paquetes. Además de elegante, parecía guapo. Y era alto. Caracoles, hombres como aquél no los había en Diamont City, ni en cien millas a la redonda.
Ya le estaba sonriendo.
—¿Adonde vamos, señorita?
—¿Cómo dice?
—Quisiera llevarle los paquetes. Es demasiado peso para usted.
—Tengo el coche al lado de la acera —contestó Iris como una sonámbula.
Joe se acercó al carruaje y dejó los paquetes en el asiento trasero.
Pero ella continuaba en el mismo sitio porque estaba escuchando su voz interior: «Iris, qué hombre, ése sí que es un caballero. Con qué delicadeza te ha sostenido. Con qué simpatía te ha tratado. Con qué galantería te ha recogido los paquetes y te los ha puesto en el coche. Pero ahora ese hombre va a desaparecer de tu vida.»
Iris dijo en voz alta:
—¡Ah!, eso sí que no.
—Perdone, los he puesto aquí, pero si usted prefiere que los ponga delante...
Iris se dio cuenta de que había cometido una torpeza al responder a su voz interior.
Se acercó al joven y él, haciendo una leve inclinación, la asió de la mano.
—Qué "lástima —dijo él.
—¿Lástima? ¿A qué se refiere?
—A este encuentro.
—¿Lo lamenta?
—Lamento que no haya sido más largo.
Ella sentía una extraña sensación. Oyó otra vez a su voz interior: «Iris, este hombre te sugiere que está dispuesto a acompañarte. Pero, naturalmente, él es un forastero y como sois dos desconocidos no puede invitarse a sí mismo. De modo que, como tú no lo invites, lo vas a perder de vista, y quizá para siempre.»
—Es usted muy gentil... Imagino que se dirige usted a alguna parte. Yo regreso casualmente a mi casa.
—No iba a ninguna parte.
—¿Ah, no?
—No, señorita. Si usted quisiera..
—Continúe...
—Quizá lo juzgue como un atrevimiento.
—¡Oh!, no, de ninguna forma —casi gritó Iris.
—Entonces me atrevería a ofrecerme para acompañarla a su casa.
—Encantada.
Entonces él la cogió un poco más arriba, del brazo, y la ayudó a subir. Y mientras él daba la vuelta para subir por el otro lado la joven se dijo:
«Iris, lo has conseguido. Ese hombre tan alto, tan guapo y tan elegante, te va a acompañar a casa. ¿No crees que podía ser el comienzo de algo? Recuerda, Iris. Estás a punto de caer en manos de un aventurero, de ese miserable que se llama Joe Connors. ¿Has dicho Joe Connors? ¡Joe el Mulero\ Ese es el nombre que se merece. En cambio aquí tienes a este joven. ¿Cómo se llama? Bueno, un poco de paciencia.»
El ya estaba a su lado.
—¿Dónde es, señorita?
—Siga por la calle Mayor. Luego debe tirar por un camino de la izquierda. Mi casa está en una colina, a sólo media milla del pueblo.
Joe Connors movió las bridas y el carruaje se puso en marcha.
CAPITULO III
Iris Russell miró por el rabillo del ojo al hombre que viajaba a su lado.
Demonios, cada vez le gustaba más. Aquello sí que era un hombre. ¦ —No lo he visto nunca por aquí —rompió el silencio Iris.
—Esta es la segunda vez que piso Diamont City. Soy un hombre de negocios.
—Entonces ha venido a Diamont City para realizar un negocio.
—Sí.
—¿Y cuándo se irá?
—Probablemente mañana.
El le sonrió y la joven sintió un escalofrío por la espalda.
«Caramba, Iris, ¿has visto a alguien sonreír como él? Qué dientes tan blancos y tan parejos. Qué boca, Iris, qué boca. Caracoles, no sigas pensando tales cosas porque está feo. Pero que muy feo. Después de todo, no sabes ni siquiera su nombre. No, señor. No lo sabes. Y se va a ir. Iris. Se va a ir de tu lado. Ya lo has oído. Mañana mismo. ¿Qué harás, Iris? ¿Vas a dejar que un hombre como éste se te escape? Se nota que tiene mucho dinero. Seguro. Y él podría ser tu salvación. Pero tienes que inventar algo.
Muy pronto llegaréis a tu casa y él se despedirá. Lo primero que tienes que adivinar es si es casado. Eso es importante. Pero tienes que preguntarlo con delicadeza.»
—¿Cómo está su mujer?
Joe la miró con el ceño fruncido.
—¿Mi mujer?
—Quise decir esposa.
—No hay esposa.
—De modo que todavía no se casó.
—No.
—¿Por qué?
—Me he considerado demasiado joven para ello.
—Opino lo mismo que usted. Un hombre y una mujer no se deben casar demasiado jóvenes. Aquí, donde me ve, yo también soy soltera. Y ya tengo veintitrés años.
—Una edad maravillosa para contraer matrimonio.
A Iris le dio un vuelco el corazón.
—¿De verdad cree usted que tengo una edad maravillosa para contraer matrimonio?
—La mejor.
Iris sintió que se le resecaba la garganta.
«Magnífico, Iris. No te detengas ahora. Llevas el asunto muy bien. Pero tienes que atacar. Recuérdalo. No puedes retroceder ahora.»
—Usted debe estar por los veintiséis.
—He cumplido veintiocho.
—Pues también es una edad maravillosa en un hombre para que contraiga matrimonio.
—Lo mismo opino.
—¿Opina igual que yo?
—Estoy completamente convencido de que me ha llegado la hora de tener en mi casa a una esposa.
«¿Por qué no le haces la siguiente pregunta, Iris? No tiene nada de particular que la hagas.»
—¿Tiene usted novia?
Joe la miró a los ojos.
—Sí, y no.
Iris se sintió por primera vez desconsolada. Tenía novia. La tenía.
—¿Qué quiere decir sí y no?
—Es un poco complicado, señorita.
—Todavía falta un poco para llegar a mi casa. Puede contármelo.
—¿Quiere que le abra mi corazón?
—¡Oh!, sí, desde luego. Me gustaría mucho —se apresuró a decir ella.
Joe tiró de las bridas y detuvo el carruaje a un lado del camino.
«Bravo, Iris. Estás consiguiendo mucho más de lo que podrías esperar. Ahora tienes más tiempo que antes.»
Joe se volvió hacia ella con las bridas en la mano.
—Verá, señorita, yo la vi...
—¿A quién vio?
—A la que es mi novia y no es mi novia.
—¿Y qué pasó cuando la vio?
—Me gustó con locura... He conocido a muchas mujeres. Pero ninguna de ellas me produjo un impacto tan fuerte.
A Iris se le había hecho un vacío en el estómago y en el pecho. Sí, ella había querido tender sus redes para atrapar a aquel hombre, pero su maniobra había resultado un fracaso. Aquel hombre le estaba haciendo una confesión, como si ella fuese su hermana o quizá su abuelita.
Joe siguió hablando.
—Señorita, no sabe usted la clase de impresión que me produjo esa maravillosa joven. Su figura angelical, su rostro bellísimo, sus maneras elegantes. Todo en ella me encantó.
—Perdone, pero ahora recuerdo que mi padre me está esperando. Siento no poder seguir escuchándole.
—¡Oh!, sí, como usted quiera —dijo él.
Otra vez el carruaje se puso en marcha.
Iris movía las manos nerviosa en su regazo.
«Bien, Iris. Ganaste y perdiste. Eso fue lo que pasó. Está claro que ese hombre quiere a la mujer del rostro bellísimo, de la figura angelical y de las maneras elegantes. Al infierno con ella y con él.»
Se quedó muy seria durante el resto del viaje.
—Ya hemos llegado —dijo.
Joe detuvo el carruaje ante la casa.
—¿Me permite? —dijo él y la ayudó a bajar.
—Le llevaré los paquetes.
—No es necesario que se moleste.
—Le aseguro que no es ninguna molestia.
Iris echó a andar y él la siguió con los paquetes. Un criado negro estaba junto a la puerta e hizo una reverencia.
—El padre de la señorita está en la biblioteca.
Entraron en la casa y en aquel momento Douglas Russell salió de la biblioteca.
Iris le notó inmediatamente que había bebido y no le gustó nada.
Douglas parpadeó mucho mirando al hombre que acompañaba a su hija.
—Caramba, es usted... Y ya conoce a Iris. Lo celebro, señor Connors. Espero que haya tenido un buen viaje.
Iris se quedó rígida. Miró a su padre y luego al desconocido, que tenía una sonrisa en los labios y continuaba con los paquetes en la mano.
—Padre —dijo sin apartar los ojos del rostro del joven—. ¿Qué nombre has dicho?
—Connors.
—Dime el nombre completo.
—Joe Connors.
—¿El Mulero?
—Hija mía. No digas esas cosas. Es el galante caballero de Jericó. ¿No es verdad, señor Connors?
Joe respondió mirando también a la joven.
—En algunos ambientes me siguen llamando Joe el Mulero.
Iris dio unos pasos hacia Joe y quedóse muy cerca de él.
—Señor Connors, espero que se haya divertido mucho.
—Ha sido un encuentro muy simpático.
—Para mí no.
—Creí que sí.
—Se equivoca. Ha sido de lo más desagradable.
—Por su forma de reaccionar, no deduje lo mismo que usted.
—Ahora le diré algo más, señor Connors. ¡Se ha burlado de mí!
—No.
—¡Se ha burlado de mí! Confiese que tropezó conmigo intencionadamente.
—No, señorita Russell, fue una simple coincidencia.
—No le creo una palabra.
—Siento no saber convencerla.
—Usted pensó que yo era su conquista. Que tenía derecho a tratarme como a usted le diese la gana.
—La he tratado como a una señorita. ¿O cometí alguna impertinencia con usted?
—Todo lo suyo fue una una impertinencia, desde el principio al fin.
—Creí que me había comportado como un caballero.
—Lo primero que suele hacer un caballero es presentarse a una dama.
—Pensé que eso lo podíamos demorar un poco.
—Sí, ya sé que todo lo suyo ha sido una broma. Pero entérese, señor Connors. Su broma no ha tenido ninguna gracia. Me tomó el pelo descaradamente, cuando le pregunté si tenía novia.
—Yo le contesté que sí, y no. Y era verdad. Le dije que la primera vez que la vi me impresionó.
—¿Por mi rostro bellísimo? ¿Por mis maneras elegantes y por mi figura angelical?
—Eso era verdad.
—De modo que ha venido decidido a casarse conmigo.
—Desde luego.
—Y espera que yo consienta en ese matrimonio.
—Sinceramente, me decepcionaría mucho que me diese una respuesta negativa.
—Entonces va a oír mi respuesta ahora mismo, señor Connors.
—La espero con ansia.
—¡No me casaré con usted!
-¿No?
—No, señor Connors. No me casaría con usted ni aunque fuese el único hombre sobre la Tierra. Y ya terminé de hablar con usted. Lo voy a perder de vista ahora mismo. Y no quiero volverlo a ver en mi casa ni en el pueblo. De modo que hágame un favor, señor Connors. ¡Largúese cuanto antes!
Iris echó a andar rápidamente hacía la escalera que conducía al piso alto.
Joe Connors dijo:
—Es usted la que se tendrá que ir de aquí, señorita Russell. De modo que ya que sube a su alcoba, prepare las maletas.
Ella se detuvo bruscamente y se volvió. Douglas continuaba allí aunque no decía nada.
—¿Has oído, padre?
—Sí, hija. Lo he oído.
—¡Ha dicho que prepare las maletas!
—Y tiene todos los derechos, desgraciadamente.
—¡Acude al alguacil, padre!
—Ya hablé con el alguacil.
—¿Y qué te dijo?
—Que si el señor Connors presentaba su demanda contra mí, no tendría más remedio que proceder en consecuencia. Esta noche no podremos dormir en esta casa.
—Muy bien. Nos iremos al rancho.
Joe dijo:
—No puede ir al rancho, señorita Russell. Esta noche también será mío.
Iris cruzó los brazos bajo los pronunciados senos y avanzó otra vez hacia Joe.
—Se cree muy listo, ¿eh?
—Esto es un negocio, señorita Russell.
—¡El negocio de un canalla!
—Estoy acostumbrado a oír esos insultos. Y resbalan por mi piel.
—Resbalan por su piel porque la debe de tener muy dura. ¡Usted ha engañado a mi padre!
—No, señorita Russell. Su padre acudió a mí en busca de dinero. Y yo le di todo el que necesitaba. La operación se repitió tres veces. En virtud de esos préstamos, su padre contrajo obligaciones que no ha podido cumplir. Yo procedí de acuerdo con la ley. El dinero no se presta gratuitamente. Son necesarias ciertas garantías. Y su padre hipotecó a mi favor sus propiedades. Y como no ha podido pagar, yo debo cobrarme.
—Lo ha arreglado todo muy bien, señor Connors. Nos tiene atrapados. ¿Qué somos para usted? ¿Un par de ratones? ¿O es tan humano que nos considera sólo como conejos? ¿Sabe lo que está usted haciendo? ¡Está cometiendo un chantaje! ¡Un sucio chantaje!
Joe se acercó a un sillón y dejó los paquetes.
—Señor Russell, siento que usted tenga que acabar así. Señorita Russell, a sus pies.
Se dirigió hacia la puerta y, mientras iba caminando, oyó la voz de Iris Russell.
—Me casaré con usted, señor Connors.
CAPITULO IV
El juez David Norton carraspeó.
—Estamos aquí reunidos para celebrar el acontecimiento más importante en la vida de este hombre y de esta mujer.
Ante él se encontraban los contrayentes, Iris Russell y Joe Connors, y cada uno había llevado su testigo. El a su secretario, el gordito Robert Meller, y ella, a su padre.
Joe no había vuelto a hablar una sola palabra con Iris.
El juez Norton, un hombre de unos sesenta años, pequeñito y de piel arrugada, sonrió con benevolencia.
—Permítanme decirles que estoy emocionado. Siempre me he emocionado ante una boda. No lo puedo remediar, hijos míos.
Una voz dijo desde la puerta:
—Pues se va emocionar más, juez.
Todos se volvieron.
Allí había dos tipos altos que llevaban la vestimenta sucia, llena de polvo. Pero lo que más llamaba la atención en ellos era su barba crecida y la pistolera baja, que sujetaban al muslo con tiras de cuero.
Iris no había querido ponerse el vestido blanco que Joe Connors le había traído de Kansas City. Lo rechazó con desprecio.
Llevaba uno que también era elegante, pero que no era blanco, sino rosa, de escote en V. Por su parte, Joe Connors se cubría con otro traje Príncipe Alberto de color gris.
El juez Norton tartamudeó al ver a los dos desconocidos.
—Caballeros, ¿son invitados a la boda?
—No.
—Entonces, si me necesitan para algo, tendrán que esperar a que termine esta ceremonia.
—Somos los músicos.
—¿Cómo ha dicho?
—En esta boda hacía falta un poco de ruido. Y mi amigo Ted y yo lo armaremos.
—No les veo el instrumento musical. ¿Cuál de ellos tocan? —preguntó ingenuamente el juez.
-—El revólver.
El juez Norton encogió la cabeza y ya no dijo nada.
Robert Meller, el secretario de Joe, gimió:
—Joe, son dos pistoleros.
Douglas Russell aprovechó aquel momento para sacar su frasco del bolsillo trasero y beber un trago.
Iris miraba a los intrusos con las cejas enarcadas.
—¿Son amigos suyos, señor Connors?
—No los he visto en mi vida, señorita Russell.
El hombre llamado Ted soltó un salivazo a la alfombra. Tenía los ojos fijos en la novia.
—¡Eh!, Dean —dijo—, el señor Connors tiene muy buen gusto. He oído decir muchas veces que elegía las mejores fulanas. Pero nunca pude imaginar que las eligiese tan bien.
—El señor Connors no se priva de nada. Por algo tiene tanto dinero.
Joe intervino en aquel diálogo.
—¡Eh!, payasos. ¿Quién os envía?
—Debió de quedarse quietecito en Jericó y renunciar al mercado de la carne en Kansas City. Pero usted no ha renunciado a nada. Ha vuelto a aparecer por Kansas City.
—Seguiré operando en Kansas City.
—No, señor Connors. Usted ya acabó de operar en Kansas City y en cualquier otra parte.
Robert Meller dio un respingo.
—Joe, será mejor que aceptes.
—Yo no acepto imposiciones de nadie y menos de dos vulgares pistoleros.
Dean soltó una risita.
—¿Has oído, Ted? Somos dos vulgares pistoleros para Joe Connors.
—Para Joe el Mulero.
—¡Oh!, sí, Joe el Mulero ha prosperado mucho en los últimos años. Y se cree un tipo con muchas agallas.
—Y yo digo que no tiene ni pizca de agallas.
Joe se desabrochó la chaqueta. Tenía un revólver en la funda.
—Con permiso, señorita Russell —dijo.
—¿Qué va a hacer?
—Acompañar con mi instrumento la pieza musical que quieren interpretar estos hombres en nuestro honor.
—¡Oh!, no.
Pero Joe ya se había apartado de ella. Se detuvo a unos cinco pasos de los pistoleros que continuaban junto a la puerta.
—Muchachos, ¿qué pieza vamos a interpretar?
—Una sinfonía para dos pistolas.
—¿Dos nada más? Yo sumo tres. Las vuestras y la mía.
—La tuya no sirve porque está desafinada.
—Vamos a ver si tenéis razón.
—Cuando quieras, Joe.
—Vosotros primero.
—¿Nos das preferencia?
—Es mi boda. Y se supone que debo ser generoso con todo el mundo.
Ted y Dean hicieron un gesto afirmativo y tiraron del revólver.
De la mano de Joe Connors pareció brotar fuego.
Los pistoleros no llegaron a disparar una sola bala. Pero estaban recibiendo las de Connors.
Los dos escaparon aullando por la puerta abierta y se derrumbaron en el porche.
Todo había empezado y terminado en unos segundos.
El gordito Robert Meller había volado por encima de su sillón. Y Douglas Russell se había dejado caer como una rana.
El juez no cayó como una rana, sino sentado sobre los cuartos traseros.
Sólo Iris estaba en pie y su rostro tenía ahora la blancura del yeso.
Joe sonrió mientras iba a su lado.
—Señor Connors —dijo Iris—, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Hágala, señorita Russell. Está en su derecho.
—¿Es siempre su vida tan tranquila?
—No.
—Menos mal.
—La última vez me tuve que enfrentar con cuatro pistoleros de una sola vez... Lo de hoy no tuvo importancia. Al fin y al cabo, sólo me mandaron dos.
Iris lo miró con asombro.
—Señor Connors, creo que tengo grandes probabilidades de enviudar muy pronto.
—¿Lo siente?
Ella levantó la barbilla.
—Ni lo sueñe, señor Connors.
—¿Sabe una cosa, señorita Russell? Que la estoy viendo de negro y casi me dan ganas de morirme porque estaría de una hermosura que asusta.
—¿Ya ha sacado a relucir sus maneras de Mulero?
—¡Oh!, perdone. Debo ser fino con usted.
—Sí, señor Connors. Tráteme como si yo fuese de porcelana.
Joe sonrió al juez.
—Señor Norton, ¿quiere continuar la ceremonia?
—Desde luego —contestó el juez con un hilillo de voz.
Joe señaló a Robert Meller.
—¡Eh!, Robert, no te pago quinientos al mes para que te escondas detrás de un sillón en el momento en que me estoy casando. Te quiero como testigo a mi lado.
—Sí, Joe, pero pensé que te dejarían casar tranquilo.
—Michel Toland no respeta nada. La próxima vez que le vea, le voy a tirar de una oreja... Adelante, juez. Y perdone por la interrupción.
Norton carraspeó.
—Estamos aquí reunidos para celebrar...
—Sáltese eso, juez. Ya lo dijo.
—¡Oh!, sí, es que me he puesto un poco nervioso... Iris Rus-sell, ¿quieres a este hombre como legítimo esposo y prometes amarlo y respetarlo y guardarle fidelidad hasta que la muerte os separe?
—Sí, quiero.
—Joe Connors, ¿quieres a esta mujer como legítima esposa y prometes amarla y respetarla hasta que la muerte os separe?
—Sí, quiero.
—En virtud de los poderes que tengo concedidos, yo os declaro marido y mujer.
Joe atrapó a Iris por la cintura.
Ella le ofreció la mejilla para que él la besase. Pero Joe la hizo girar bruscamente y la besó en la boca.
La joven le apartó de un tirón.
—No abuse, señor Connors.
—Es el beso de ritual, señorita Russell.
Iris se volvió hacia su padre, el cual estaba llorando.
—¿Por qué lloras, padre?
—Es por la emoción. A tu salud, hija mía.
Y Douglas Russell empinó la botella.
Robert Meller estrechó la mano de Joe.
—Esta es la boda más extraña que he asistido en mi vida, Joe.
—Entiendo, no es frecuente que un hombre y una mujer se casen con el acompañamiento de dos pistoleros.
—No lo decía por los pistoleros, sino por la forma en que os tratáis. Seguís siendo dos desconocidos.
Joe le guiñó un ojo.
—Todo se arreglará esta noche.
—Menos mal que para estas cosas siempre existe una noche de bodas.
—¿Has encargado la suite matrimonial como te dije?
—Y la llené de rosas.
Joe cogió del brazo a Iris, la cual estaba besando a su padre.
—Señorita Russell, vamos al hotel.
—Cuando usted quiera, señor Connors —dijo ella.
CAPITULO V
Ya estaban ante la suite matrimonial. Un botones les había acompañado, un muchacho de unos dieciséis años.
Joe abrió la puerta y, cuando Iris fue a entrar, él la detuvo.
—Espere, señorita Russell.
—¿No es nuestra suitel
—Lo es.
—¿Entonces?
—Es que debemos entrar como corresponde.
—¿Se refiere usted quizás a cogerme en brazos?
—Exactamente.
El botones estaba con la boca abierta. Se llamaba Jim.
—Señor Connors, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Sí, hijo, la puedes hacer.
—¿Está seguro de que se ha casado?
—Sí.
—¿Con esa señora?
—Sí.
—Si usted lo dice...
—Jim, ya no te necesitamos —dijo Joe y le dio un dólar.
—Enseguida le traigo el champaña.
—Pero no hace falta que te des mucha prisa.
Jim le guiñó un ojo.
—Felicidades, señor Connors. Y también a usted, señora Connors, quiero decir señorita Russell.
Jim hizo un gesto de lástima y se retiró por el corredor.
—Señor Connors —dijo Iris—. Me ha sacado los colores.
—¿Por qué?
—Por haber dicho que me va a entrar en brazos.
—Es justo lo que voy a hacer.
—¡No se lo permitiré!
Sin embargo, Joe la cogió en brazos.
Iris pataleó.
—¡Suélteme! ¡Suélteme!
Joe entró con ella en la suite y cerró la puerta con el pie.
—Señor Connors, ¿quiere, por favor, dejarme en el suelo? ¡Y le advierto que es una orden!
—Como usted quiera —dijo Joe y abrió los brazos.
Iris cayó en la alfombra y se golpeó en la cadera.
—¡Bruto! ¿Qué es lo que ha hecho?
—Soltarla como usted ordenó.
Iris estaba furiosa.
—Ya me está demostrando sus modales. Ahora es Joe el Mulero.
—Quiero ser para usted el galante caballero de Jericó.
—¿Usted galante? ¡Usted no sabe el significado de esa palabra!
Iris se levantó frotándose la cadera.
—Señor Connors, ya somos marido y mujer.
—No me dice nada nuevo. Somos marido y mujer.
—Ha llegado el momento en que hablemos de nuestras futuras relaciones. Y eso incluye nuestra noche de bodas.
—¿Qué tiene que decirme?
—Que usted no me va a tocar.
-¿No?
—¡No!
—Muy bien. Estableceremos una barrera en la cama. Pediré una cuerda y un par de mantas extra.
Ella agrandó los ojos.
—¿Cree que yo voy a dormir en ese lecho, con usted?
—Es lo natural entre dos esposos.
—¡Ni lo piense, señor Connors!
—Muy bien. No pondré la cuerda con las mantas. En su lugar pondré un par de sillas. ¿O quiere también un sillón?
Ella levantó la barbilla.
—Señor Connors, para que usted y yo pasásemos la noche en el mismo lecho, necesitaríamos un muro de ladrillo.
—De acuerdo, llamaré a un albañil.
—; Ah, no, tampoco lo consentiré!
—¿En qué quedamos?
—Usted sería capaz de derrumbar ese muro de ladrillo con sus coces. Por algo le llaman el Mulero.
Llamaron a la puerta y entró el botones Jim diciendo con voz alegre:
—¡El champaña, pum...! ¡El champaña, pum!
Traía un cubito en donde estaba la botella de champaña.
Lo dejó sobre la mesa y luego de hacer una reverencia alargó la mano.
—El señor está servido.
Connors le dio una moneda de a dólar.
—Gracias, Jim.
—No hay de qué, señor Connors... Que pase una buena noche, señora Connors.
Se retiró hacia la puerta y Joe le acompañó.
—Es usted un suertudo, señor Connors. Cómo le envidio.
—Jim, te vas a ir al infierno —dijo Joe y le pegó un empellón hacia el corredor.
Después de cerrar la puerta, se volvió, pero Iris ya no estaba allí. Oyó que cerraba el pestillo del cuarto de baño.
—Señorita Russell, ¿se va a lavar los dientes?
—No traje cepillo.
—Hay dos. El verde es para usted.
—¿Por qué el verde?
—Porque es el color de la esperanza.
—Sepa que mi favorito es el rosa.
—Muy bien. Coja el mío. Es rosa.
—¿Está usado?
—Un poco.
—No usaré nada que le pertenezca a usted, señor Connors.
—Es usted muy dueña.
Joe se puso a silbar mientras se desvestía. Poco después ya estaba en pijama.
Como Iris todavía no había salido, cogió la botella de champaña del cubo.
Cuando salió el tapón, escanció en dos copas.
La puerta del cuarto de baño se abrió bruscamente.
Iris estaba todavía vestida con el cepillo de dientes de color verde en la mano.
—¡Dios mío! Menos mal. No fue un disparo.
—¿Pensó que me habían matado?
—Creí que un pistolero se había metido en nuestra suite, señor Connors.
Joe la repasó con la mirada.
—Cámbiese. Yo ya estoy en pijama.
—¿Qué espera, señor Connors? ¿Que me desvista delante de usted?
—Bueno, no tiene nada de particular que lo haga delante de su marido, señorita Russell.
—Señor Connors, no pienso quitarme mi vestido, ni después, ni a la madrugada, ni mañana por la mañana.
—¿Es que tiene frío? Le advierto que las mantas son muy buenas. De lo mejor.
—Usted ya sabe la clase de frío que tengo. El que me inspira usted.
—Entiendo, está usted un poco vergonzosa. Después de todo no se ha casado ninguna vez.
—Da la casualidad de que ésta es la primera.
—Beba una copa de champaña y se sentirá un poco mejor.
—Ya sé por qué trajo el champaña. Para emborracharse.
—No, señorita Russell. Lo traje para que usted y yo brindemos por nuestra felicidad.
—¿Piensa que voy a encontrar la felicidad al lado de usted?
—Es justamente lo que espero.
—¡Oh!, sí, también la botella tiene el color verde de la esperanza. Pues se equivoca señor Connors. Le voy a decir algo que quiero que se meta muy adentro de su cabeza. ¡Le odio!
Joe bebió un trago de champaña y sonrió a Iris, mostrando sus dientes blancos y parejos.
—¿De qué se ríe, señor Connors?
—Me río de sus palabras. Usted no me odia, señorita Russell.
—¿Cómo se atreve a llevarme la contraria? ¿Es que quiere saber más que yo con respecto a mis sentimientos?
Joe echó a andar hacia la joven.
—Punto primero: usted y yo nos conocimos en la calle y le resulté simpático. Punto segundo: usted me invitó a que la acompañase a su casa porque me encontró atractivo. Punto tercero: me preguntó con mucho interés si estaba casado o tenía prometida, porque pensó que yo podía ser el hombre de su vida. En resumen, señorita Russell, que yo la atraje sin que supiese siquiera quién era yo. No se puede volver atrás y borrar esos sentimientos por la simple razón de que yo sea Joe Connors, el galante caballero de Jericó.
—Joe el Mulero.
—Muy bien. Soy Joe el Mulero, si usted lo prefiere. Pero sigo siendo el hombre que usted consideró apetecible.
—¿Ha dicho apetecible?
—He dicho apetecible, señorita Russell.
—¡Es usted el tipo más vanidoso que he conocido en toda mi vida!
Joe siguió andando hacia ella.
—Es usted mi esposa, señorita Russell. Y la voy a tratar como a una esposa.
—¡Si me toca me pongo a chillar!
—Puede chillar lo que quiera.
—¡Le morderé, le arañaré!
—He soportado arañazos y mordiscos con anterioridad.
—¿Qué mujer le hizo eso?
—No fue una mujer. Fue un puma salvaje. Y resultó ser una hembra.
Iris llegó hasta la pared y ya no pudo retroceder.
Joe le alargó la copa.
—Beba.
Iris le pegó un manotazo y la copa salió disparada, estrellándose en el suelo.
—¿Cuáles son sus modales, comparados con los míos, señorita Russell?
—¡Sólo soy una mujer que quiere defender su honor!
—¿Se da cuenta de que está hablando con su esposo?
—Me doy cuenta de que estoy hablando con el hombre con el que me he tenido que casar a la fuerza.
—¿Es eso lo que piensa de mí?
—No puedo pensar otra cosa.
—¿Y si me hubiese enamorado de usted y hubiese procedido como un hombre que no quería perderla? ¿Y si todo lo que he hecho ha sido porque me di cuenta de que usted era la mujer de mi vida?
—En tal caso, también pensó que yo pensaría que usted tenía que ser el hombre de mi vida.
—Es posible.-
—¡Pues se equivocó! ¡Usted no es el hombre de mi vida!
—La convenceré de lo contrario.
—¿Y cómo me va a convencer?
—Ahora lo verá.
Se abalanzó sobre ella, la sujetó por los dos brazos y la besó fuertemente en la boca.
Iris forcejeó para librarse de él. Pero Joe la siguió en todos sus movimientos y la continuó besando en los labios.
Al fin ella se pudo librar del beso y del abrazo y se apartó de él tambaleándose. Cuando se detuvo, se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¡Mire lo que hago con su beso, señor Connors!
Joe estaba inmóvil, muy serio, mirándola.
—De acuerdo, señorita Russell
—¿En qué está de acuerdo?
—En que usted y yo somos tan distintos que no nos podremos entender.
Joe se dirigió hacia el sillón en donde había dejado su ropa y empezó a cogerla.
—Puede iniciar mañana mismo los trámites del divorcio, señorita Russell. Yo a primera hora saldré para Jericó. Dígale al juez que me puede enviar todos los documentos allí. Se los firmaré y los mandaré a vuelta de correo.
Caminó rápidamente hacia la puerta. Y al llegar allí se volvió.
—En cuanto a su casa, a su rancho y a sus plantaciones, no tiene que preocuparse. Se las devuelvo a su padre.
—Pero usted no ha cobrado los sesenta mil dólares.
—Claro que los he cobrado. En especie.
—¿En especie?
—Le di dos besos, señorita Russell. Uno en casa del juez y otro aquí.
—¿Va a pagar treinta mil dólares por un beso?
—Es poco, señorita Russell.
Iris levantó la barbilla.
—Estoy segura que usted no ha pagado treinta mil dólares a ninguna mujer por un beso.
—No, señorita Russell. No he pagado treinta mil dólares por un beso, ni diez mil, ni mil. Yo he dado siempre mis besos gratuitamente porque la mujer que tenía en mis brazos ha estado deseosa de recibirlos. Hasta podría haber cobrado esos besos, pero no va con mi forma de ser. Los dos besos que le he dado a usted son baratos porque he aprendido una cosa.
—¿El qué, señor Connors?
—Que usted no era como yo creía... Cometí un error. Pero, si por volver a la realidad, debo pagar sesenta mil dólares, me parece un buen precio. Sí, señorita Russell. Todos debemos pagar nuestros errores. Usted no es la mujer que yo había soñado. Usted es sólo un espejismo que encontré en mi camino. No quise ganarla con mi dinero, sino con mi cariño. Pero usted no ha sabido establecer una diferencia entre ambas cosas. Sólo ha visto en mí al prestamista, al hombre que le dio el dinero a su padre para organizar una jugada maestra. ¿No se da cuenta de que si yo no hubiese prestado el dinero a su padre lo habría hecho otro? Quise ayudar a Douglas Russell porque, al fin y al cabo, iba a ser de la familia. No, señorita Russell. Yo no compré a una mujer. Yo me enamoré de usted. Yo la quise a usted. Si mi objetivo hubiese sido aprovecharme de las circunstancias para hacerla a usted mía, jamás me hubiese casado. Y ya terminé mi discurso, señorita Russell. Le deseo más suerte con su próximo marido —salió de la habitación pegando un portazo.
CAPITULO VI
Joe Connors caminaba hacia la habitación de Robert Meller.
Oyó un siseo a su espalda y se volvió.
Era Jim, el botones.
—¡Eh!, señor Connors, se va a equivocar de habitación. La suite matrimonial es la 33.
—Ya me cansé de la suite matrimonial.
Jim sacudió la mano.
—Caramba, es usted rápido.
—La señora Connors y yo no nos comprendemos.
—¿Ah, no? Qué bien. Tengo una rubia en la dieciocho con la que se llevará de primera.
—No, gracias.
—¿Una pelirroja, señor Connors?
—¡Al infierno con tus planes!
—Eso quisiera yo. Irme también al infierno de vez en cuando.
Joe continuó su camino y llamó en la habitación número 14.
Le abrió Robert Meller bostezando.
—Hola, Robert —dijo Connors pasando al interior.
—¡Eh, Joe!, ¿qué haces aquí?
—Vengo a dormir contigo.
—¿Conmigo? Muchacho, ¿es que estás borracho? Debe de haber sido el champaña. Te casaste, chico. Juro que te casaste. Yo fui testigo.
Joe dejó la ropa en un sillón y se tendió en la cama.
—He reñido con ella.
Robert se rascó detrás de una oreja.
—Bueno, no es la primera vez que ocurre entre recién casados. Seguro que no ha sido culpa tuya.
—No, Robert. Iris no me puede ver ni en pintura.
—Son suposiciones tuyas, muchacho. Apuesto a que ahora mismo ella está llorando porque te has ido. Oye, algunos recién casados se ponen nerviosos la noche de boda. Y por eso las cosas no marchan como ellos quisieran.
—Pero ése no es mí caso. Ella me odia y me considera un aventurero, un tipo sin escrúpulos.
—Cambiará de opinión muy pronto.
—No tendrá esa oportunidad.
—¿Por qué no?
—Porque mañana iniciará el divorcio y tú y yo nos marcharemos a Jericó. Quiero estar cerca de Kansas City para hacer frente a Michel Toland. Sé que esta vez él va a poner toda la carne en el asador para apartarme de su camino. Buenas noches, Robert.
Meller se quedó perplejo, cuando vio que Joe se ponía de lado en la cama y cerraba los ojos.
Poco después él también se acostaba al lado de su amigo. Y entonces murmuró:
—La de cosas que uno tiene que ver en este mundo. ¿Quién me iba a decir que pasaría la noche con un recién casado?
Joe Connors había llegado a Jericó con su secretario. La casa de Connors era enorme, con veinte habitaciones. Robert dio un suspiro. —Y pensar que la compraste para casarte.
—La venderé.
—Hombre, no se han terminado las mujeres en el mundo.
—Tardaré en casarme. Soy todavía demasiado joven.
—Entonces, no hace falta que vendas la casa.
—Oye, me casaré dentro de diez años. Y ya no me gusta esta casa. Cuando elija a la futura señora Connors, compraré otra casa. De modo que te doy una orden. Pon ésta en venta.
—Tú mandas, Joe.
—Voy a Kansas City.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—Hay dos horas de viaje y estás cansado.
—Quiero hablar cuanto antes con Michel Toland.
—Es mejor que esperes a mañana.
—No, Robert. Sabes que no me gusta dejar las cosas para el día siguiente.
—Está bien. Te acompañaré.
—No, Robert. Este es un asunto que debo resolver yo solo.
—¿Esperas resolver el negocio con Michel Toland simplemente hablando con él?
—No, pero quiero decirle unas cuantas cosas. Volveré al anochecer.
—Entonces, hazme un favor, Joe. No cometas una equivocación.
—¿Nueva?
—Recuerda que te dije que estabas en la racha mala. Y se comprobó en Diamont City que acerté. Te casaste y ni siquiera tuviste noche de bodas.
Joe le golpeó con el dedo índice en el pecho.
—Robert, no me vuelvas a recordar a esa mujer. ¿Me oyes? Para ti como si no hubiera existido. Fue sólo un incidente en mi vida.
—De acuerdo. Está olvidado el incidente de Diamont City.
Lo que quería decirte es que, al llegar a Kansas City, pásate por nuestra oficina y elige a los tres mejores hombres con revólver para que te acompañen en tu visita a Michel Toland.
—No me haré acompañar por nadie. Iré solo.
Poco después, Joe Connors galopaba en un caballo hacia Kansas City.
Al llegar a la ciudad, dejó el caballo en el establo y se encaminó al edificio en que se ubicaban las oficinas de Mataderos Reunidos, la firma que dirigía Michel Toland.
Un hombre al que conocía, Rock Collins, el capataz de Toland, lo recibió.
—Buenos días, señor Connors.
—Ya veo que no esperabas verme por aquí.
—Creíamos que estaba de viaje.
—Estaba, pero ya volví. Quiero hablar con el señor Toland.
—Me temo que no lo podrá recibir.
—¿ Ah, no? —dijo Joe y se miró la punta de las botas.
Y de pronto le disparó el puño derecho a la mandíbula.
Rock Collins voló por el aire y se estrelló contra la pared.
Ni siquiera soltó un quejido, porque se desvaneció.
Luego Joe echó a andar y abrió la puerta del fondo.
Michel Toland estaba de pie, a la cabecera de una mesa, y dirigía la palabra a cuatro hombres.
—Caballeros, muy pronto seremos los dueños de los mataderos de esta ciudad. Y dominaremos todo el mercado de la carne en una extensión de diez mil millas cuadradas.
—Yo diría que no.
El hombre que había hablado era Joe Connors.
Toland y sus cuatro oyentes se volvieron para mirar a Connors.
—Caramba —dijo Michel Toland—, si tenemos aquí a nuestro rival. ¿Como estás, Joe?
Connors entró en la habitación señalando con el dedo hacia la puerta.
—Tu capataz no quiso dejarme entrar y tuve que enseñarle un poco de educación.
Toland sonrió.
—Espero que no le hayas pegado demasiado fuerte.
—Quizá tengas que comprarle una dentadura. Pero no te arruinará.
—No, Joe, haría falta que yo comprase muchas dentaduras para que me arruinase.
Michel Toland tenía dos años más que Joe, pero era tan alto y tan fornido como él, rubio, con un rostro que parecía tallado en granito.
Los cuatro hombres que estaban sentados en la mesa eran mayores que Toland. Estaban por los cincuenta o sesenta años. Joe los conocía. Eran cuatro ricachones. Cuatro oportunistas que colocaban su dinero en el negocio que más beneficios les pudiese rendir.
—Joe —dijo Michel Toland—, mis socios y yo estamos celebrando una reunión.
—¿Tema secreto?
—No. Tú también lo puedes oír.
—Adelante. Ya sabes que gusta escuchar tus bonitos discursos.
Michel tosió suavemente y prosiguió:
—Caballeros, les decía que dominaremos el mercado de la carne. Sólo tenemos un rival al que debemos respetar porque es un hombre listo, inteligente y astuto. El se llama Joe Connors.
Joe, hizo una reverencia.
—Gracias, Michel.
—Ya sabes que a mí me gusta reconocer las condiciones del enemigo.
—Sigue. No te detengas ahora.
—Caballeros —dijo Toland a sus socios—, estoy seguro de que Joe Connors sabrá que no tiene nada que hacer contra nosotros y que, por tanto, se retirará del negocio.
Joe sonrió.
—No, Michel, no voy a hacer tal cosa. Y tú lo deberías saber porque también eres listo, inteligente y astuto.
—He pensado en que no te retirarías tan fácilmente.
—Y por eso me mandaste dos pistoleros a Diamont City.
—No sé de qué me hablas.
—De Ted y de Dean.
—No los conozco.
—Estoy seguro de que me los mandaste tú.
—No, Joe, no tengo nada que ver. Pero la explicación es fácil. Te has granjeado muchos enemigos a lo largo de tu vida. Hay muchos que querrán cobrar tu pellejo. Quiero hacerte una oferta, Joe.
—¿Cuál es?
—Cincuenta mil dólares y te largas de Kansas City.
—No.
—Es el mejor precio.
—Mis instalaciones valen ya los cincuenta mil dólares. Y apuesto a que en tu oferta has incluido mis rebaños.
—Desde luego.
—Hay dos mil reses listas para ser sacrificadas. Y otras dos mil que esperan turno y que estamos engordando.
—Cincuenta mil y ni un centavo más.
—Tú compras muy barato.
—El negocio es el negocio. Tú lo sabes Joe. Se compra barato para vender caro.
—¡Y tú quieres ganar dinero a mi costa!
—Hoy por ti y mañana por mí.
—No, Michel. Lo malo que tú tienes es que has cambiado ese lema, porque tú dices: «Hoy por mí, mañana por mí y pasado por mí.»
Michel se echó a reír.
—Es bueno, ¿no te parece?
—Será bueno para ti. Pero es malo para todos los que comer-cialmente se relacionan contigo.
—¿Has venido aquí para criticar mi forma de dirigir esta sociedad?
—Quiero ser más concreto, Michel. No te venderé una res ni un solo tablero de mi instalación. Y si insistes en ignorar mis palabras, te mato.
En la sala se hizo un silencio impresionante.
Pero Michel Toland seguía riendo, aunque ahora su sonrisa era glacial.
—¿Es todo, Joe?
—Es todo.
—En tal caso, ya puedes marcharte.
—Sí, Michel. Acabo de llegar de Diamont City y me apresuré a venir a verte. Te repetiré la advertencia para que quede bien grabada en tu mente. Si no me dejas en paz, te mato.
El también sonrió y antes de salir dijo:
—Buenos días, caballeros.
E] capataz Rock Collins ya se había incorporado y se lanzó sobre Joe como una tromba.
Y Joe le recibió pegándole un nuevo puñetazo en el mentón. Rock Collins volvió a rodar por el suelo y a perder el conocimiento.
Toland apareció en el hueco de la sala. Joe le sonrió diciendo:
—Sí, Michel. Decididamente le tendrás que comprar una dentadura a tu capataz.
Y luego se marchó.
CAPITULO VII
—Lo siento, señor Connors. Pero éste es el último rebaño que le vendo.
—¿Por qué, señor Manners?
—No llovió mucho en mis pastos de otoño y las reses están muy delgadas. No me conviene venderlas en el estado en que se encuentran.
Joe Connors y Spencer Manners se encontraban en uno de los corrales.
Spencer Manners era un hombre de unos sesenta años.
Connors dio un suspiro.
—Señor Manners, sé que llovió mucho en su comarca poco antes del otoño y, por lo tanto, tiene pastos abundantes. Fue una mala excusa para justificar que no me quiere vender más reses.
Spencer Manners enrojeció.
—Lo siento, Connors. Usted cuenta con todo mi aprecio.
—¿Entonces?
—Tengo mujer y tres hijos.
—Ha sido amenazado, ¿eh?
—No quisiera hablar de ello.
—Está bien, señor Manners. Aquí tiene su dinero.
Joe pagó diez mil dólares al ranchero y éste se apresuró a retirarse.
Robert Meller llegó al lado de Joe.
—Estoy enterado de todo, Joe. Manners tampoco nos venderá.
—Así es.
—Es el cuarto ranchero que perdemos como abastecedor... ¿Te das cuenta, Joe?
—Me doy cuenta.
—En treinta días nos quedaremos sin reses para sacrificar.
—También he hecho yo mis cálculos. .
—Si no sacrificamos, tendremos que seguir pagando a un centenar de hombres a cambio de nada.
—Ese es el problema.
—Sólo hay un modo de resolverlo, Joe. Vender a Michel Toland.
Joe lo atrapó por el cuello de la camisa.
—Robert, no quiero oírte decir eso.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
—Encontrar reses.
—¿Dónde?
—Donde sea.
—Tendrías que ir muy lejos. Lo menos al Pecos para encontrar rancheros que te vendiesen. Y eso sería antieconómico. Los rebaños te saldrían caros.
—No pienso ir al Pecos. Compraremos los rebaños como siempre.
—¿Vas a esperar que lleguen los rancheros con sus reses?
—Sí.
—Pero ya has visto el resultado.
—Las cosas cambiarán, Robert.
—Me echo a temblar cada vez que te oigo decir eso. Ya sé lo que vas a hacer. Usar el revólver.
—Hay momentos en que uno tiene que usar el revólver para impedir que se lo coman.
Joe Connors estrechó la mano de Ray Parker, un ranchero que acababa de llegar a Kansas City.
—Celebro conocerle, señor Parker. Me han dicho que trae ocho mil reses.
—Ni una menos, muchacho.
—¿Hizo un buen viaje?
—Demasiado duro. Si no instalan un apartadero de ferrocarril en la mitad del camino, será mi último viaje.
—Quiero comprar sus ocho mil reses, señor Parker.
—¿Cuánto paga?
—Quince dólares la res.
—Muy poco, señor Connors.
—Ponga precio.
Ray Parker, un hombre de piel atezada, se rascó la cabeza.
—Veintitrés, señor Connors.
—Que sean dieciocho.
—Déjelo en veinte y son suyas las ocho mil reses, Connors.
—Trato hecho.
—¿Hace el trato sin ver las reses?
—Ya las vi, Parker. Cuando llegaban.
Parker se echó a reír.
—Entonces, no es usted un tonto.
—Creo que no lo soy. ¿Quiere que le pague ahora, señor Parker?
—Es demasiado tarde y estoy rendido. Además no podría meter el dinero en el banco. Y no me gusta tener mucha pasta a la intemperie.
—Ya entiendo. ¿Le parece bien mañana a primera hora? ¿Pongamos a las siete?
—Estoy de acuerdo. Nos veremos mañana a las siete. Esta es mi mano, Connors. Un apretón vale para cerrar el trato.
—También para mí es bastante.
Los dos se estrechaban la mano y Joe Connors se despidió.
Ray Parker dio unas órdenes a su capataz para que estableciese el turno de guardia.
—Estaré en el hotel de Las Tres Rosas por si me necesita.
Poco después Ray Parker se alojaba en el hotel. Le dieron la habitación 12.
Se estaba desnudando cuando llamaron a la puerta.
Acudió a abrir y vio en el corredor a dos hombres.
—Buenas noches, señor Parker —dijo uno de ellos, que era pelirrojo.
—¿Qué desean?
—Hablar con usted de su ganado. Queremos comprárselo.
—Lo siento, amigos. Llegaron tarde.
Los dos hombres del corredor cambiaron una mirada y el pelirrojo clavó sus ojos en el huésped de la habitación 12.
—¿Vendió ya sus reses?
—Sí.
—¿A quién?
—Oiga, no es asunto suyo.
Los dos hombres empujaron a Ray para meterlo en la habitación.
—¡Eh!, no les invité a que entrasen.
El pelirrojo le soltó una bofetada en la cara.
Ray trató de sacar el revólver, pero recibió un nuevo puñetazo en la cara y cayó al suelo.
—¿Qué significa esto? —chilló.
Su agresor le pegó otra bofetada.
—Le estamos dando el tratamiento.
—¿Es que se han vuelto locos?
—Es usted el que estará loco si no nos vende sus reses.
—Ya les he dicho que las vendí.
—¿Cobró él dinero?
—No.
—Entonces no las vendió.
—Oiga, di mi palabra.
—Aquí eso no vale nada para decidir una venta. ¿Me oye, señor Parker?
El ranchero respiró entrecortadamente.
—¿Qué clase de gentuza son ustedes?
—¿Aprecia su vida, señor Parker?
—Claro que la aprecio.
—Entonces venderá a Mataderos Reunidos, o a Michel To-land, como prefiera.
Ray Parker se tomó algún tiempo para pensar.
El hombre que no decía nada movió la mano hacia el revólver.
—Eh, ¿qué va a hacer?
—Convencerle de que le conviene escuchar a mi amigo.
—Está bien. No hace falta que saque el revólver. Venderé a Mataderos Reunidos.
—El señor Toland le pagará a quince dólares la res.
—¿Quince dólares? ¡Eso no es posible! ¡El señor Connors me iba a pagar a veinte dólares!
—El señor Connors no es un hombre de fiar. Probablemente le dijo veinte dólares para confiarlo. Y mañana lo hubiese estafado. ¿Lo ve, señor Parker? Hemos llegado a tiempo para impedir que Connors lo defraudase.
—No me dio esa impresión el señor Connors.
—¿Qué sabe de Connors, señor Parker?
—Nada. Vine de lejos.
—Pues yo le diré lo que es. Un caradura, un sinvergüenza. Tiene suerte, señor Parker. Sí, señor, la tiene porque gracias a nosotros cobrará a quince dólares la res y se podrá marchar a su rancho feliz y contento.
—Es un precio de ruina para mí.
—Es un precio maravilloso para usted.
Ray Parker vio cómo el otro hombre volvía a mover la mano hacia el revólver.
—¡Venderé a quince dólares! —gritó.
—Usted sabe lo que le conviene, señor Parker. Esté mañana a las siete en la oficina de Mataderos Reunidos. El señor Toland tendrá mucho gusto en recibirlo y pagarle en el acto, al contado.
—No faltaré.
Los dos hombres salieron de la habitación.
Ray Parker se puso a pasear de un lado a otro. Al fin tomó una decisión: ir en busca de Joe Connors.
CAPITULO VIII
—Lo siento, señor Connors. Pero no le puedo vender mi rebaño.
—Parker, ¿qué te pasa? Nos dimos la mano, ¿recuerda? Y usted me dijo que era un trato.
—No sabía que estaban las cosas tan mal en esta ciudad. Pensé que uno podía elegir el comprador que más le interesase. Como comprenderá, prefiero vender mis reses a alguien que me ofrece veinte dólares por unidad que a quince.
—¿Mataderos Reunidos?
—Sí.
—¿Cómo ocurrió?
—Vinieron dos hombres a mi habitación del hotel. Empezaron a pegarme. Yo quise defenderme, pero me amenazaron con el revólver. Creo que me habrían matado sin contemplaciones.
—Sus nombres.
—No lo sé. Son altos y fuertes. Uno es pelirrojo con pecas en la nariz. El otro tiene dos orejas como coliflores.
—No hace falta que me diga más. Conozco a la pareja. El pelirrojo se llama Alan Zimmet y el otro es Norman Holmes. Hizo bien en romper el compromiso conmigo.
—¿Usted dice eso?
—Me refiero a que le habrían pegado una paliza de la que no se hubiese repuesto en el resto de su vida. La especialidad de Zimmet es romper huesos. Una vez me amenazaron. Me dijeron que algún día me convertiré en un inválido. —Joe hizo una pausa—. Y les voy a dar la oportunidad de demostrar sus habilidades conmigo.
—¿Se va a enfrentar con ellos?
—Es necesario.
—¡No lo haga, señor Connors!
—Oiga, Parker, usted se dedica a criar ganado. Y ya hizo bastante con traerlo hasta aquí. Merece vender sus reses a buen precio. Pero no está obligado a dejarse matar. Lo mío, por el contrario, consiste en hacer lo posible para que ustedes lleguen con los rebaños y vendan. Y yo debo defender mis intereses.
Parker había encontrado a Connors en el saloon El Dorado después de preguntar en varias partes por él.
—Quédese aquí, señor Parker. Y si no vuelvo en una hora, regrese al hotel y venda mañana sus reses a Mataderos Reunidos.
—Por lo visto, está decidido.
Estaban al lado del mostrador. Joe apuró de un trago su whisky.
Al llegar Parker una girl se había apartado discretamente de Joe. Ahora éste se acercó a la joven, que era muy bonita, y le palmeó la mejilla.
—Nena, tengo que resolver un negocio urgente.
Salió del saloon y poco después entraba en otro que se llamaba La Alegre Sherry.
Una mujer dio un chillido y corrió hacia él. Era una mujer de treinta y cinco años y bastante gruesa.
—Eh, Joe, debería azotarte.
—¿Por qué?
—Me han dicho que estabas en otro saloon.
—Ya sabes que no me gustan las peleas. Y de un tiempo a esta parte, tu local se ha convertido en el centro de reunión de cierta gentuza.
—Nunca oí hablar así antes a Joe el Mulero.
—Es que me he puesto una capa de educación.
Sherry se frotó la cadera.
—¿No te acuerdas de los pellizcos que me tirabas?
—Sherry, ahora soy un chico seriecito.
Sherry, que todavía resultaba hermosa, lanzó una carcajada.
—¿Como cuánto de seriecito, Joe?
—Ahora lo comprobarás.
Joe ya estaba mirando las mesas. Por fin descubrió a Alan Zimmet y a Norman Holmes. Estaban en compañía de dos girls.
—Con tu permiso, Sherry.
—Adelante, gran hombre.
Joe se dirigió a la mesa de los matones.
—Hola, chicos. ¿Recreándose un poco después de haber comido la bazofia?
Los dos matones se quedaron embobados.
Las girls estaban riendo, pero al oír las palabras de Joe se pusieron muy serias.
El pelirrojo arrugó la nariz y dijo:
—Norman, ¿has oído un moscardón?
—¿Lo espantamos?
—Será mejor que lo llevemos hasta el abrevadero y que lo metamos allí para que se ahogue.
Joe sonrió con los dientes apretados.
—Sois un par de canallitas, puercos.
Alan y Norman también sonrieron.
—Por fin te arrancaste, Joe. Le estaba preguntando a Norman cuándo sería el día que te decidieses.
—Ya llegó.
—Te advertimos que te íbamos a dejar para pedir limosna.
—Lo recuerdo bien. Quedaría inválido después de pasar por vuestras pezuñas.
—Pues ahora vas a saber que nosotros no amenazamos gratuitamente. Al trabajo, Norman.
Los dos se levantaron a una.
Pero un segundo después el pelirrojo ya no estaba en el mismo sitio.
Se oyó una terrible explosión. El puño derecho de Joe había chocado contra la mandíbula de Alan Zimmet y el resultado fue que el pelirrojo voló por el aire y se abrió paso hacia la calle desparramando clientes a un lado y a otro.
Norman Holmes soltó un rugido mientras se abalanzaba contra Joe, pero éste le detuvo con un golpe seco en la frente y luego le metió la izquierda en la boca.
El resultado fue que Norman Holmes cayó y dio dos vueltas de campana.
El pelirrojo Alan volvió a la carga.
—¡Te voy a destrozar, Joe! ¡Juro que te voy a destrozar!
Joe le sacudió con la izquierda y luego con la derecha. Alan boqueó mientras retrocedía. Echó el puño atrás y se quedó al descubierto. Fue un momento bueno para que Joe no lo desaprovechase. Le pegó un directo entre los dos ojos, y Alan Zimmet se desplomó para no levantarse en un buen rato.
Norman llegó tambaleándose hacia Joe.
—¡Te dejaremos para pedir limosna...!
Joe le pegó una sacudida en el pómulo. Puso en el golpe todas sus fuerzas. Varios dientes salieron volando desde la boca de Norman y luego éste se derrumbó. Y a punto desmayarse, con los ojos bizcos, dijo:
—Para pedir limosna... —ya no pudo decir más.
Joe se apartó de la mesa.
Sherry le estaba esperando con las manos en las caderas.
—Joe, ¿no dijiste que te habías cubierto con una capa de educación?
—Sí. eso dije.
—Pues para mí no has cambiado, hijo. Sigues zumbando que es un primor.
—Es que ésos me mojaron la oreja.
Sherry se mojó el dedo con la punta de la lengua, y lo apoyó en la oreja izquierda de Joe.
—Cariño, yo también te mojo la oreja para un combate de desafío.
Joe la besó.
—No hay combate, Sherry.
En aquel momento entró Michel Toland. Se detuvo al ver a sus dos hombres en el suelo. Sherry perdió la sonrisa. Conocía la rivalidad entre Joe y Michael Toland.
—Joe, te invito a un trago.
—Ahora no, Sherry.
Michel Toland avanzó hacia Joe.
—Buenas noches, Sherry.
—Buenas noches, Michel.
Ninguno de los dos rivales se saludó pero seguían mirándose a los ojos.
—Parece que estás fuerte, Joe.
—No me puedo quejar.
—¿Por qué les pegaste a Alan y a Norman?
—Son un par de sabandijas. Figúrate, quisieron quitarme a un cliente.
—¿De veras?
—Contraté un rebaño a veinte dólares unidad. Y ellos ofertaron quince dólares en tu nombre. Y ganaron ellos porque amenazaron al tipo.
Michel sacudió la cabeza.
—Debiste dejar el agua correr.
Joe se quitó la chaqueta y la dejó en una silla.
—Va por ti ahora, Michel.
—¿Quieres pelear conmigo?
Joe se desabrochó los gemelos de los puños de la camisa y empezó a subirse las mangas.
—Sí, Michel. Quiero pelear contigo para que sepas, de una vez por todas, que en nuestro negocio se debe jugar limpio.
Michel también se quitó la chaqueta.
Sherry gritó:
—Muchachos, ¿por qué vais a pelear por una res más o menos? Sherry os invita a un trago.
—Sólo podrá beber el vencedor —dijo Joe.
—Lo mismo digo —repuso Michel y le tiró el puño izquierdo aprovechando que Joe se estaba subiendo las mangas.
Joe cayó, tocado en la mejilla.
Michel quiso conservar su ventaja y avanzó sobre Joe para derribarlo otra vez cuando se levantase.
Pero Joe conocía bien a Michel. Saltó hacia delante pegándole un testarazo en el estómago.
Michel retrocedió lanzando un aullido.
Los clientes que estaban en los alrededores se dispersaron para no ser alcanzados.
Ya estaban los dos contendientes enfrentados.
—Eres un traidor, Michel —dijo Joe—. Y desaprovechaste tu oportunidad de ganar esta pelea.
—Todavía no sabes lo más bueno.
—¿Qué cosa, Michel?
—Me he estado entrenando un par de meses para nuestra pelea. Sabía que tú y yo acabaríamos de esta forma. Tomé lecciones de un boxeador profesional.
—¿Y qué te costó el profesor?
—Diez dólares lección.
—¿Muchas lecciones?
—Treinta.
—Así que invertiste trescientos dólares.
Los dos hombres daban vueltas, los puños levantados, vigi-lándose, mientras dialogaban.
—Resultó barato, Joe. ¿Sabes que hay un golpe en boxeo que se llama uno-dos? También le llaman doble. Pegas con un puño y luego golpeas con el otro.
—Vaya, cada día uno aprende más.
—Te haré una demostración práctica.
Michel atacó con el puño izquierdo y logró tocar la mejilla de Joe y enseguida agregó un derechazo.
Joe se tambaleó, pero no llegó a caer.
Michel soltó una carcajada.
—¿Te gusta, Joe?
—Sí, pero veamos si lo he aprendido.
—No has tenido tiempo para aprender.
—He sido siempre un buen alumno —dijo Joe y, después de pegarle con la derecha, le tiró la izquierda como un rayo.
Michel se levantó dos palmos del suelo y se derrumbó sobre una mesa, que convirtió en astillas.
Se levantó arrojando sangre por la boca. En sus ojos se reflejaba la mayor furia del mundo.
Joe le dijo:
—¿Lo ves, Michel? Sin gastarme dinero en lecciones, ya aprendí el uno-dos.
—¡ Voy a acabar contigo!
—¿Y qué lección vas a emplear ahora?
—Eso no te lo diré. Pero dentro de un minuto serás un despojo. Te alcanzaré con los puños en todo el cuerpo. Te pondré la cara como un mapa. Serás el hazmerreír de Kansas City.
CAPITULO IX
Todos los clientes del saloon estaban pendientes de aquella pelea. Un viejo gritó:
—¡Tres a uno a favor de Michel Toland!
Fue el comienzo de las apuestas.
Enseguida se cruzaron varias en el local.
Michel estaba bailoteando otra vez alrededor de Joe Connors.
—¿Apuestas tú también, Joe?
—¿Por qué no?
—¿Cuánto, Joe?
—Cien dólares a que gano.
—¿Tan poca confianza tienes en ti que te apuestas esa miseria? ¿Cuánto llevas encima?
—Unos quinientos.
—Yo llevo más. De modo que te aceptaré los quinientos.
—Trato hecho, Michel.
—Pero no podrás pagarme, Joe. De modo que yo seré quien te deje limpio una vez que hayas quedado sin conocimiento.
Joe dio un suspiro.
—Qué se le va a hacer.
Michel dijo jactanciosamente:
—Es lo bueno que tienes Joe. Que te conformas rápidamente.
—Se te está yendo el aire por la boca, Michel —dijo Joe y le pegó un puñetazo en el maxilar.
Michel retrocedió, pero esta vez logró encontrar el apoyo de una columna.
—¡Maldito seas, Joe! ¡Casi me has partido un diente!
—Eso te pasa por ser un niño malo.
—¡Ya me cansé de ti! ¡Se acabó la pelea!
Michel atacó lanzando los dos puños, pero Joe lo burló una y otra vez y replicó con un golpe al hígado.
Michel retrocedió nuevamente mientras su cara se ponía verde.
El viejo de antes dijo:
—Tres a uno a favor de Joe Connors.
—Parece que cambiaron las cosas, Michel.
—El viejo Leo no sabe lo que dice. Antes hizo la apuesta bien. No necesitaba cubrirse.
—Yo creo que la hizo bien ahora, Michel —dijo Joe y le sacudió con la izquierda.
Michel dio una vuelta como un trompo y, cuando empezaba a estarse quieto, Joe le pegó otra vez en el mismo sitio y le volvió a dar impulso.
Michel se apartó hacia el mostrador, evidentemente mareado, pero Joe lo siguió colocándole puñetazos en la cara y en el plexo solar.
Michel chocó contra el borde del mostrador y volvió hacia Joe y entonces éste lo cazó con un terrible gancho.
Michel saltó limpiamente el mostrador y se derrumbó a la otra parte. Pero se levantó porque era un hombre muy fuerte. Tenía un ojo que se le empezaba a ennegrecer y arrojaba sangre por la boca y por la nariz. Subió al mostrador para seguir la pelea, pero le fallaron las fuerzas y se derrumbó desde lo alto, cayendo a los pies de Joe.
Joe vio a su enemigo inmóvil y entonces caminó hacia donde
había dejado la chaqueta. Le sacó la cartera, extrajo un fajo de billetes y contó quinientos dólares, que guardó en el bolsillo de su pantalón, dejando el resto del dinero en la cartera de Michel Toland.
Sherry se acercó a Joe contoneándose.
—Joe, decididamente, sigues estando muy fuerte.
Joe le pegó un pellizco en la mejilla
—Hasta otro día, Sherry.
—¿No te quedas a beber ese trago?
—Después de esta pelea, necesito descansar. Y tú eres mucho enemigo.
Joe se marchó mientras Sherry reía a carcajada limpia.
Joe regresó al saloon El Dorado, donde le esperaba Ray Parker.
—Demonios, señor Connors. Esos hombres le pegaron bien.
—Tenía que haber visto a los otros tres.
—¿Tres?
—Peleé también con ese jefe de los matones, Michel Toland.
—¿Y cuál fue el resultado?
—Que puede venderme sus reses.
—Lo haré con mucho gusto.
—Yo también tengo una oficina en Kansas City, señor Parker. Si le parece, vamos allí y haremos la operación. Le pagaré al contado porque tengo dinero en la caja fuerte.
—De acuerdo.
—Pero usted tendrá que abandonar la ciudad inmediatamente. No debe quedarse aquí. Esa gentuza podría vengarse y lo eligirían a usted como víctima.
La operación se llevó a cabo en la hora siguiente. Y enseguida Ray Parker preparó las cosas para regresar a su rancho de Texas.
Joe dejó el rebaño comprado en los corrales y, ultimado el negocio, decidió regresar a su casa de Jericó.
Al saltar del caballo vio luces en las habitaciones del primer piso, la alcoba de los invitados.
Recordó entonces a su amigo Sean Moore, que se ganaba la vida ofreciendo reses pertenecientes a rancheros del norte de Texas. Justamente esperaba a Sean Moore por esos días. Y cuando Sean llegaba, se alojaba siempre en su casa.
Ahora necesitaba las reses más que nunca.
Entró en la casa.
Todo era silencio porque sus empleados dormían.
Subió la escalera y abrió sin llamar a la habitación de los invitados.
—Hola, Sean.
No había nadie en la alcoba.
En el cuarto de baño también había luz.
—Eh, Sean, ¿estás ahí?
Oyó pasos y vio salir del cuarto de baño a Iris Russell.
Ella se detuvo en el hueco. Se cubría con una bata y llevaba debajo el camisón.
—¿Usted, señorita Russell?
—Buenas noches, señor Connors.
—¿Qué hace aquí?
—Le traje eso.
—¿Eso? ¿A qué se refiere?
—Los papeles del divorcio.
—Le dije que me los enviase por correo.
—Pensé que podrían perderse.
—Comprendo.
—Hacía mucho tiempo que no venía a Kansas City. Tengo aquí amigos. De modo que le dije a mi padre que podría traer yo los papeles del divorcio y así usted y yo los rellenaríamos.
—Y usted vería a sus amigos y luego se volvería a Diamont City para entregarle al juez Norton los documentos.
—Exactamente, señor Connors... Pero ¿qué le pasa en la cara?
—Tropecé con algo.
—¿Una mujer?
—¿Por que piensa que fue una mujer?
—Usted dijo que había soportado arañazos y mordiscos de ciertas mujeres.
—Es posible.
—¿Quién es ella?
—¿Le importa a usted?
—Oh, la verdad es que no me importa casi nada..., quiero decir nada.
—¿Y por qué vino a mi casa, señorita Russell?
—¿Cómo dice?
—Que por qué vino aquí habiendo hoteles en Kansas City.
—¿Cómo quería que una mujer sola se hospedase en Kansas City? Yo habría corrido un grave peligro de caer en manos de un...
—¿Un aventurero, señorita Russell?
—Sí, eso.
—Yo también soy un aventurero y está en mis manos.
-¿Eh?
—Que estamos a solas.
—Hay criados. Uno de ellos me recibió al llegar. Se llama Sam.
—Pero él ya duerme.
Iris se ahuecó el cabello.
—Pero usted...
—Continúe...
—Pero usted es el galante caballero de Jericó.
—Y también soy Joe el Mulero.
—¡ Ahora será el galante caballero!
—¿Qué se supone que debe hacer el galante caballero?
—Lo primero ofrecerme una copa de champaña.
—Muy bien. Voy a por la botella.
—Le espero, señor Connors. Dése prisa.
—Me daré toda la prisa que pueda, señorita Russell.
—Es que tengo mucha sed, ¿sabe?
—La entiendo.
Joe salió de la habitación.
Al quedar a solas. Iris se palmeó la mejilla y se dijo en voz alta:
«Caracoles, Iris. Qué calor tienes.»
Corrió a la ventana y la abrió. Respiró a pleno pulmón.
Luego se metió en la habitación nerviosa y se miró en el espejo.
Se pasó el dedo por el escote y ensanchó éste un poco más. Pero mostraba demasiado el profundo valle de sus senos y lo subió un poquito.
«Así, Iris.»
Se mordió el labio inferior e hizo un gesto de echarse a llorar. Oyó su voz interior:
«Iris, has cometido la mayor tontería de tu vida. Pero todavía estás a tiempo. Coge la maleta y lárgate. ¿Por qué se te ocurrió traer los papeles del divorcio para que Joe los firmase? ¿Por que no los mandaste por correo como él te sugirió?»
No se pudo contestar porque en aquel momento se abrió la puerta.
Se volvió dando un grito.
—¿La he asustado, señorita Russell?
Era Joe con la botella de champaña y dos copas.
—Oh, no.
—Entonces, está un poco nerviosilla.
—Sí, señor Connors.
—¿Por qué?
—Soy una tonta.
—¿Por qué es una tonta?
—Le prohibo que haga preguntas, señor Connors.
—De acuerdo. No habrá preguntas.
Joe descorchó la botella con un fuerte taponazo y escanció en las copas.
Joe le entregó la copa a Iris y, después de coger la suya, preguntó:
—¿Por qué brindamos, señorita Russell?
—Dígalo usted.
—Por nuestro próximo divorcio y porque nos separemos amigablemente.
—Me parece muy bien.
—Gracias, señorita Russell.
Los dos bebieron.
Y Joe vio con gran asombro cómo Iris apuraba la copa y se la tendía.
—Más champaña, señor Connors.
—Oiga, esto se sube a la cabeza.
—Señor Connors, tengo mucha sed.
Joe le llenó otra vez la copa.
-—¿Por qué brindamos ahora, señorita Russell? Usted dirá. Le toca a usted.
—Por un futuro en el que usted no me necesite a mí y yo no lo necesite a usted.
—Magnífico.
—Gracias, señor Connors.
Los dos bebieron y ella volvió a vaciar su copa.
—Más.
—¡No hay más!
—¿Es que ahora me va a negar una miserable copa de champaña?
—No quiero que se emborrache, señorita Russell.
—Si no me da la botella, se la quito.
—¡Eh!, la botella es mía.
—¡Ahora verá!
Iris se lanzó sobre Joe para quitarle la botella, pero él se la puso a la espalda.
Prácticamente, ella lo estaba abrazando, tratando de quitarle la botella.
Y de pronto Iris se quedó quieta. Tenían las caras muy juntas, mirándose a los ojos. Entre boca y boca no había más de un dedo.
CAPITULO X
—Señor Connors, ¿qué está esperando? —murmuró Iris.
—No hay botella.
—No me refiero a la botella.
—¿A qué se refiere entonces?
—¿Es usted tonto también?
—Soy tonto.
—¿Es que no ve mi boca?
—Sí.
—¿Y qué le parece?
—Una boca como otra cualquiera. Tiene dientes.
—¡Bese esa boca con dientes, bandido!
—No hay beso.
—Entonces lo voy a besar yo.
—¿Usted, señorita Russell? ¿Usted se atrevería a eso?
—Sí, señor Connors. Yo me atrevería a eso.
—No lo creo.
—Conque no, ¿eh?
Ella aplastó su boca contra la de él. Pero Joe no hizo nada. Continuó con las manos en la espalda, sujetando la botella. Iris le subió las manos a la nuca, besándole con verdadera pasión.
Al fin, Iris terminó y dijo:
—¿Por qué no trabaja con sus manos?
—Sujeto la botella y vale muchos dólares. Se rompería si la dejase caer.
—¡Granuja! ¿Va a comparar uno de mis besos con una botella de champaña? ¡Recuerde que mis besos son muy caros!
—Lo recuerdo bien. Pagué treinta mil dólares por unidad.
—Este le resultó gratuito, señor Connors.
—¿Por qué?
—¿Ya va a empezar con sus malditos porqués?
—Esta vez es importante que me conteste. ¿Por qué me dio ese beso gratis?
—Quise probar.
—¿A qué prueba se refiere?
—A si me gustaría.
—¿Y cuál es la respuesta?
—Me gusta, señor Connors. De modo que le ordeno que me bese otra vez.
—Cuidado, yo no la he besado. Fue usted quien me besó.
—¡Lo haré yo de nuevo si no se decide!
—No me decido.
Iris aplastó su boca contra la de él.
Y tampoco en esta ocasión Joe hizo nada. Todo lo tuvo que hacer ella.
—¿Qué infiernos es usted? —gritó Iris al apartarse—. ¿Un trozo de hielo?
—Es posible.
—¡ Ah, no, eso sí que no! ¡Usted no es un trozo de hielo! ¡Usted es mi marido, señor Connors! ¡Debería saberlo!
—Recuerde que ha traído los papeles para divorciarnos.
—Sí, pero no están firmados. Seguimos muy casados y podemos continuar.
—¿Se refiere a que quiere llevar hasta el final la prueba? ¿A que no se conformaría usted con besos?
—¿Cuál es el final de la prueba, señor Connors?
—¿No lo sabe?
—Dígamelo usted.
—¡No se haga la ingenua! ¡Sabe lo que es el final de la prueba!
Iris parpadeó.
—¿No cree que vale la pena para usted?
—Lo ignoro, señorita Russell.
—¡Señor Connors, es usted terriblemente antipático!
—Lo siento.
—Usted dijo que se había enamorado de mí.
—Esto ocurrió hace un millón de años.
—No presuma de viejo.
—Usted sabe en qué sentido lo digo, señorita Russell.
—¿Quiere decir que ya no está enamorado de mí?
—Supóngalo.
Iris se apartó de él. Tenía los puños apretados contra los muslos.
—Míreme bien, señor Connors.
—Ya la estoy mirando.
—¿No me encuentra atractiva?
—Sí.
—¿Bella?
—Sí.
—¿Hermosa?
—Sí.
—Y soy su mujer.
—Sí.
—¿Entonces?
Joe dejó la botella en la mesa y abrió la boca pegando un bostezo.
—¡Oh!, perdone —dijo y se la cubrió.
Iris lo miró asombrada.
—¿Es que le produzco sueño, señor Connors?
—Creo que sí, señorita Russell. Adiós.
—¿Se está despidiendo?
—He dicho adiós, señorita Russell. Y que yo sepa es una despedida.
—¿Y adonde va?
—A mi habitación. A dormir.
—Señor Russell, ¿ésa es su forma de tratar a los huéspedes?
Joe cogió la botella de champaña y se dispuso a salir.
Algo voló por el aire y chocó contra la puerta.
Era un cepillo del cabello que Iris le había arrojado.
Joe se volvió.
—Señorita Russell, no comprendo por qué está tan furiosa.
—¡Me ha despreciado y yo no consiento que nadie me desprecie!
—¿Quién despreció a quién?
-¿Eh?
—Usted me despreció a mí.
—Pero usted se comportó de una forma...
—¿Qué diferencia hay entre mi forma de comportarme y la suya? Acordamos el divorcio y se presenta usted en mi casa simulando.
—¿Yo simulando?
—¿Cree que me he tragado eso de que trajo personalmente los papeles porque tuvo miedo de que se perdiesen? ¿Cree que me he tragado que viajó a Kansas City para ver de paso a sus amistades?
Los ojos de Iris centelleaban con más furia.
—¿Y por qué vine, sabelotodo?
—Por mí.
—Ja.
—¡Por mí!
—¿Supone que me he enamorado de usted, señor Connors?
—Si no lo creyese pensaría algo peor.
—Ande, diga qué es eso de algo peor.
Joe levantó la barbilla.
—Ha venido para aprovecharse de mí, señorita Russell.
—Explíqueme eso.
—No hace falta que se lo explique porque usted lo ha entendido bien.
—¡Explíquemelo o me lo como!
—¿Comerme, señorita Russell? Hay otras mujeres antes que usted, y tendrá que ponerse en la cola. Vino porque yo no le parecí mal del todo. Ha pensado que, al fin y al cabo, usted tenía un marido con mucho dinero y que, mirándolo bien, resulta atractivo, varonil y guapo.
—No tiene abuela.
—No, no la tengo. Pero usted también la perdió hace mucho tiempo.
—Ande, continúe. ¿O ya terminó de soltarlo todo?
—Usted me ha besado, señorita Russell. Pero usted deseaba que yo la besase. Que yo la estrechase entre mis brazos. Que yo la...
—¡No continúe!
—Dijo que continuase.
—Pero ahora no quiero que lo haga.
El avanzó sobre ella.
—De modo que me quiere, ¿eh, señorita Russell?
—¡No!
—No puede vivir sin mí.
—¡No!
—Soy el hombre de su vida.
—¡No! ¡Y mil veces no!
—Ha debido ser muy duro para usted decidirse a hacer este viaje. La humillé. Le dije unas cuantas cosas la última vez que estuvimos juntos en aquella suite matrimonial del hotel Gardenia
en Diamont City. Le canté las verdades y eso le escoció. ¿No es verdad, señorita Russell?
—¡No!
—Después de marcharme yo, usted se dijo que aquello no se podía quedar así. Que usted tenía que ganar nuestra pelea. Está acostumbrada a ganarlas todas. ¿A cuántos hombres ha rechazado a lo largo de sus últimos años?
—A seis.
—Estoy seguro de que los rechazó porque ellos se le mostraron como rendidos enamorados. Todos estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por usted, desde la más insignificante a la más grande. Para ellos, sus deseos eran órdenes, ¿verdad, señorita Russell? Y ha pensado que yo caería rendido en sus brazos. ¿Hasta cuándo, señorita Russell? ¿Por una hora? ¿Por un día? ¿Por una semana?
—¡Es usted el hombre más insoportable que he conocido!
—Lo soy para usted porque le estoy cantando más verdades —Joe la parodió—. ¿No me encuentra atractiva, señor Con-nors...? ¿Bella...? ¿Hermosa...? Y además soy su mujer. ¿Sabe lo que me recordaba, señorita Russell?
—Dígalo.
—Una girl.
—¿Cómo a dicho?
—A una girl que se estuviese ofreciendo por un par de dólares.
—¿Tan barata? ¡No me diga que soy tan barata porque lo dejo marcado para toda su vida! —levantó las manos como si fuesen garras.
—¿Lo deja en cinco dólares?
—¡Ahora es cuando lo mato!
Se lanzó sobre él.
Joe tuvo que dejar caer la botella para defenderse. Apartó la cara a tiempo para librarse de las uñas de Iris, que se clavaron en
la madera de la puerta. Luego sostuvo a la joven contra sí, sujetándola férreamente.
—¡Granuja! ¡Sinvergüenza! ¡Mal marido!
Joe la besó.
Iris siguió diciendo:
—Glu-glu... glu-glu.
Pero también aquellos sonidos acabaron.
Joe la soltó, pegándole un empujón.
Iris se tambaleó, pero no llegó a caer. Y logró apoyarse en una silla.
El cabello le caía por delante de un ojo y se lo apartó con un resoplido.
—¡Me ha besado, señor Connors! ¡Ha terminado por fin besarme!
—No saque ahora conclusiones erróneas. Lo hice para defenderme.
—¿Se defiende siempre así de una mujer?
—No estoy acostumbrado a pegarles.
—¡Usted me quiere, señor Connors!
—No.
—¡Usted me adora, señor Connors!
—No.
—¡Recuerde que soy la mujer de su vida!
—No, señorita Russell. No me haga cambiar de opinión. Usted ha venido para que firmemos los papeles del divorcio. ¡Y los firmaremos! Y luego usted se irá a Diamont City. Y presentará los papeles al juez Norton. Y él dictará una sentencia de divorcio. Y se habrá acabado la historia de nuestro matrimonio, ¡ Y ahora es cuando me voy!
Joe abrió la puerta y cerró tras de sí.
Iris buscó algo para arrojarlo contra la puerta, pero no lo encontró. Entonces apuntó la puerta con el brazo extendido y gritó:
—¡ Vendrás a mí a rastras, Joe Connors! ¡Te humillaré! ¡Serás unaovejita!
Se arrojó sobre la cama y se puso a patalear mientras iba gritándole:
—¡Te odio...! ¡Te odio, Joe Connors!
CAPITULO XI
Un puño se estrelló contra la cara de Robert Meller.
Era Michel Toland quien lo había golpeado.
—Se está vengando, señor Toland. Se venga en mí por la paliza que le pegó Joe Connors anoche.
—Eres un chico que sabe mucho —dijo Michel y le volvió a golpear en la cara.
Robert no se había podido defender.
Era demasiado pequeño para Michel Toland, y por ello estaba recibiendo la gran paliza de su vida. La sangre le brotaba de la boca y de las narices.
—Robert, me gustaría destrozarte, pero quiero que estés vivo para que le des mi mensaje a tu patrón.
—¿Qué mensaje es?
—Dile que lo espero a las doce. Que no traiga ningún pistolero con él.
—¿Y a qué tiene que venir aquí, cerdo?
Michel le pegó otro puñetazo que casi hizo perder el conocimiento a Robert.
—Un vaso de agua para el gordito.
Uno de sus empleados arrojó agua en la cara de Robert, el cual se recuperó un poco.
—Robert, dile a Joe Connors que a las doce de hoy tendrá que estar en esta oficina.
—Eso ya lo dijo, cerdo.
Michel sonrió, aunque le costaba un poco de trabajo porque su rostro estaba también maltrecho.
—Tu patrón me venderá de una vez por todas sus mataderos, sus rebaños, sus corrales. ¡Todo! ¿Lo oyes? Y lo hará por el precio que le dije. Cincuenta mil dólares.
—¿Y qué pasará sí no lo hace?
—Le pegaré fuego a lo que él posee. Yo preferiría ser el propietario de todo ello. Pero si no me deja opción, le reduciré a cenizas sus mataderos, sus corrales y hasta su casa de Jericó. ¿Me oíste bien Robert?
—Sí, cerdo.
Michel le soltó otra bofetada.
—A mí se me dice señor.
—Sí, señor cerdo.
—Eso estuvo chistoso —dijo Michel y le pegó entre los dos ojos.
Robert Meller se desplomó sin conocimiento.
—Muchachos, ponedlo en la silla, y su propio caballo lo llevará hasta Jericó.
Joe Connors estaba desayunando en el salón cuando entró Iris.
—Buenos días, señorita Russell.
Ella no le contestó.
Sam, el criado, hizo una inclinación. *
—Buenos días, señorita Russell.
—Buenos días, Sam.
El criado le apartó la silla para que se sentase.
—Gracias, Sam.
Joe preguntó mientras se ponía la mantequilla en el pan:
—¿Durmió bien, señorita Russell?
—Sam, cuéntale a tu patrón que yo no hablo con ciertas personas.
—Señor Connors, de parte de la señorita Russell que no habla con ciertas personas.
—Dile que sólo quería ser amable.
—Señorita Russell, mi patrón dice que sólo quería ser amable.
—Pues dile a tu patrón que se vaya al cuerno.
—Patrón, que se vaya...
—Sí, Sam, ya la oí a ella.
—Entonces, con el permiso de ustedes me retiro.
—No, no te retires o no podremos hablar. Tengo que preguntarle a la señorita Russell cuándo se piensa marchar.
—Señorita Russell, pregunta mi patrón que cuándo se va a marchar.
—Dile a tu patrón que cuando me dé la gana.
—Patrón...
—Sí, también lo he oído, Sam. Y será mejor que te retires porque con las frases que se están soltando aquí, vas a pensar que se está perdiendo la educación.
Iris dio una palmada en la mesa.
—¡Sam, dile a tu patrón que aquí el único mal educado es él!
—Sam, dile a la señorita Russell que la única que no tiene la menor idea de la educación es ella.
—Sam, dile a tu patrón que me importa un rábano lo que él piense de mí.
—Sam, dile a la señorita Russell que estoy de ella hasta la coronilla.
Sam se marchó despacito, cerrando la puerta con suavidad. Lo pudo hacer sin que lo notasen porque los dos jóvenes se miraban desafiantes.
Joe alargó la mano y cogió el tarro de mantequilla.
Iris protestó.
—¡Sam, dile a tu patrón que las damas se sirven primero!
Los dos buscaron con la mirada a Sam al no oírle.
—Se fue —dijo Joe—. Hizo bien en marcharse. Porque hay cosas que un criado no debe escuchar.
—A palabras necias oídos sordos.
—¿Cómo dijo?
—¡Palabras necias!
—¡ Señorita Russell...!
—No se dirija a mí, por favor.
—¡Me dirijo a usted porque nos hemos quedado sin nuestro telégrafo!
—Señor Connors, ¿le interesa saber cuándo me voy a marchar? Le diré que saldré inmediatamente, en cuanto termine de desayunar. ¿O es que esperaba ponerme de patitas en la calle con el estómago vacío?
—No olvide los papeles.
—¿Cree que los puedo olvidar? ¡Los tengo en mi bolso! ¡Los firmaremos en cuanto terminemos de desayunar!
—Lo haré con mucho gusto.
—¡Y yo lo haré con mucho más gusto que usted! ¡Y entérese, señor Connors! En cuanto el juez Norton haya dictado nuestra sentencia de divorcio, me pienso emborrachar.
—¡Oh!, sí, se pondrá a beber y a beber para olvidar.
—No se haga ilusiones. Cuando llegue a Diamont City ya me habré olvidado de usted, señor Connors, porque habré dejado de ser la señora Connors.
—Usted no ha sido nunca la señora Connors.
—¡Lo he sido! ¡Lo pone en los papeles!
—Pero no lo ha sido auténticamente. Para ser la señora Connors, tenía que haber pasado una cosilla importante entre los dos. Y esa cosilla no pasó.
Iris alzó la cara y dijo con mucha dignidad:
—Ni pasará, seflor Connors.
Se abrió la puerta y apareció tambaleándose Robert Meller.
—A mí sí que me ha pasado.
—¿Qué cosa?
—Una apisonadora — dijo Robert.
Joe corrió hacia él para que no cayese.
—Robert, ¿quién te ha puesto así?
—Se admiten apuestas.
—Los hombres de Toland.
—Perdiste. Fue el propio Toland.
—¿Michel Toland te hizo eso?
—Ese canalla se quiso lucir conmigo, ya que no se pudo lucir contigo. Me dirigía hacia el matadero cuando me atraparon dos de sus hombres. Me llevaron a la oficina y empezó el zarandeo. Madre mía, qué tortazos me soltó el maldito de Toland.
—No te preocupes, Robert.
—No, si yo no me preocupo. El que tiene que preocuparse eres tú.
—Quiero decir que me las va a pagar.
—Olvídalo, Joe. Tienes que venderle.
—¿Venderle?
—Te espera a las doce en su oficina para que firmes el contrato. Te dará cincuenta mil dólares por todo lo que te pertenece. Tienes que ir solo. Y si a las doce no has ido allí para realizar la operación, Toland ha prometido que convertirá en cenizas todo lo que posees, incluida esta casa.
Iris pegó un golpe en la mesa.
—¿Nuestra casa, Robert? ¿Quién ha dicho que va a convertir en cenizas nuestra casa?
—Un cerdo llamado Michel Toland.
—¿Qué clase de amigos tiene usted, señor Connors?
—Toland no es mi amigo. Todo lo contrario.
Robert intervino:
—Sí, todo lo contrario, porque Toland quiere ver a Joe metido en la fosa.
—Eso no llegará a ocurrir —dijo Joe.
—Ocurrirá inevitablemente si no le vendes.
—¡No le voy a vender!
—Señorita Russell —dijo Robert—. Trate de convencerlo.
—¿Convencerlo de qué?
—De que venda a Toland.
—¡De ninguna manera pienso convencerle! Nadie puede ser obligado a hacer algo en contra de su voluntad. No, señor Me-11er. No espere que convenza a mi marido para que acepte la imposición de una persona, por muy poderosa que sea. El mundo no es de los cobardes. Nunca lo ha sido.
Joe la estaba mirando atentamente.
—¿Qué está esperando, señorita Russell? ¿Quedarse viuda para heredarme?
—Según he oído, sólo heredaría un montón de cenizas. Incluidas las suyas. De modo que le voy a dar una orden, señor Connors. ¡Pelee y gane!
Joe se echó a reír y ella exclamó:
—¿Encuentra graciosas mis palabras, señor Connors?
—Hasta para enfrentarse con una situación como ésta emplea sus palabras ordenancistas. Usted me da la orden de que pelee y de que gane.
—¿Y qué quiere? ¿Que me ponga de rodillas en el suelo? ¿Que empiece a gritar diciendo: «¡Oh!, por favor, señor Connors, no quiero que muera. Es usted muy importante para mí. Lo prefiero a usted vivo antes que muerto, y por ello debo acceder ante los deseos de ese hombre»? ¿Es eso lo que quiere escuchar?
—No.
—Me alegro, porque yo prefiero dar rienda suelta a mis sentimientos.
—¿Y cuáles son sus sentimientos?
Ella se mojó los labios con la lengua.
—Señor Connors, plantee la batalla a ese hombre. No se deje avasallar por él. Pero por favor, impida que lo maten porque lo necesito a usted, señor Connors. Empecé a quererlo cuando usted me dio aquella lección en nuestra suite matrimonial, cuando me dijo de qué forma era yo.
Robert Meller estaba con la boca abierta escuchando.
Joe se apartó de su secretario y, dando la vuelta a la mesa, fue al encuentro de ella.
Y la joven prosiguió:
—Sí, señor Connors. Yo emprendí un viaje desde Diamont City hasta Jericó con los papeles del divorcio. Pero mi idea no era llegar aquí para pedirle que usted los firmase. Vine decidida a pelear. Por mí y por usted. Por nuestro matrimonio, porque ya empezaba a sospechar que me había enamorado de usted...
Joe se detuvo ante la joven y ella guardó silencio. Y permanecieron mirándose todavía unos instantes.
Y de pronto él la rodeó por la cintura y la besó en la boca. Al separarse, Joe dijo:
—Tengo que marcharme, Iris. —Demonio, Joe. Ahora tengo miedo. —¿De qué?
—¿De qué va a ser? ¡De que le pase algo a usted! Joe sonrió y le acarició la mejilla. —Descuide, Iris. He sabido siempre cuidarme. —Pero ahora le podría fallar. El la besó otra vez.
—Robert —dijo—, cuídala hasta que yo vuelva. —Sí, Joe, la cuidaré. Pero no se te ocurra ir solo a la oficina de Toland. Elige a nuestros mejores empleados.
—Ellos no son pistoleros, Robert. Si los llevase conmigo, sólo servirían para que los pistoleros de Toland matasen más. No, Robert, no quiero tener sobre mi conciencia la muerte de personas inocentes.
Joe echó a andar rápidamente y salió de la estancia.
CAPITULO XII
Joe Connors no podía pelear contra todos los pistoleros de Toland.
Tenía que mermar la fuerza a de su rival. Y sabía dónde encontrar a algunos de aquellos matasietes. En el saloon La Alegre Sherry.
Entró en el local y se detuvo desparramando la mirada.
No se equivocó. Descubrió a cuatro pistoleros al servicio de Michel Toland. Estaban en el mostrador bebiendo whisky. Ellos también vieron a Joe.
El más famoso de los cuatro pistoleros era Mark Carey, un individuo muy alto, de casi dos metros, que parecía delgado porque tenía las caderas escurridas y las piernas largas. También poseía largos brazos y eso era una ventaja para su rapidez en el «saque».
—¿Qué hace aquí, señor Connors?
—He venido a beber un trago.
Mark Carey señaló el reloj que había en la pared.
—¿No sabe la hora que es?
—Faltan diez minutos para las doce.
—Ya sabe que está citado en la oficina del señor Toland.
—No lo puedo olvidar.
—Entonces, beba el whisky cuanto antes.
Joe no dijo nada. Terminó de acercarse al mostrador.
En el local se había hecho un silencio tras las palabras intercambiadas por Mark Carey y Joe Connors.
El barman estaba nervioso y derramó un poco de whisky al escanciar en el vaso.
Los cuatro pistoleros no apartaron la mirada de Joe. Este cogió el vaso y bebió un trago.
—Mark —dijo Joe—, te vas a largar de Kansas City.
—¿Cómo has dicho?
Joe se miró las uñas.
—Me he cansado de verte la cara.
Mark sonrió.
—¿Qué le encuentras a mi cara, Joe?
—Tus rasgos son de caballo. Eres muy feo, hijo.
Mark Carey se echó a reír y también rieron los clientes. Pero Mark se quedó muy serio.
—¿Quién es el imbécil que se está riendo de mí?
Todos dejaron de reír al instante. Luego Mark se volvió hacia Joe.
—Me alegra que me hayas dicho eso, Joe.
—¿Ah, sí?
—Ya sabes que te tengo ganas desde que impediste que mi primo Lou y yo hiciésemos el negocio con aquel ganado.
—Oh, sí, lo recuerdo. Un ganado que robasteis a un pobre viejo que venía de Texas. Lo asesinasteis y pretendiste que yo te comprase el rebaño.
—Nadie dijo que el viejo muriera asesinado.
—Oh, sí, lo mató una bala desconocida. Pero a mí no me la pudiste pegar, Mark. Tú o tu primo Lou os cargasteis al viejo. Por eso os amenacé con denunciaros al sheriffy llevaros a la celda si no me entregabais el rebaño gratis, sin pagar un centavo.
—En aquellos tiempos mí primo y yo éramos un par de ingenuos. Te tomamos miedo y por eso te entregamos el rebaño. Y tú te aprovechaste.
—Te equivocas, Mark. El viejo tenía una hija. Le pagué a ella el precio de la carne en el mercado.
—Conque te portaste como un buen chico...
—Siempre he hecho lo posible para que nadie me llame ladrón o asesino.
—Pues te voy a llamar otra cosa.
—Dilo, Carey.
—Eres un primo.
—¿Tú crees?
—Eres un primo porque has trabajado durante años y ahora todo lo tuyo se lo va a llevar Toland.
—Antes tendrá que pasar por mi cadáver. Pero tú no lo vas a ver, Carey.
—Michel Toland te está esperando en su oficina con su gente y yo estaré allí para ver tu humillación.
—No, Carey, tú no saldrás vivo de aquí si no aceptas largarte ahora mismo de la ciudad.
Carey se echó a reír.
—Joe, ¿crees que si hay un duelo entre tú y yo mis tres amigos se van a estar quietos?
—¿Me estás sugiriendo que tendría que enfrentarme con los cuatro?
Carey movió la cabeza en sentido afirmativo.
Joe dio un suspiro y terminó de beber su whisky.
—La de cosas que le pasan a uno. ¡Qué decepciones, Carey! Me he preguntado muchas veces cuándo nos veríamos la cara tú y yo a solas. Y ahora me sales con que me tienes miedo.
—Cállate, Joe.
—Estás temblando, Mark.
—Estoy temblando porque deseo meterte un plomo por la boca.
—Toca el revólver y te aso.
—Muchachos —dijo Carey.
Sus tres amigos se apartaron del mostrador y se pusieron en línea, los cuatro enfrentados a Joe, quien seguía apoyado en la barra.
—Llevaremos tu cadáver hasta la oficina de Toland.
—No podrás, Mark. Los muertos no pueden transportar nada. Y tú vas a estar muerto.
—¡Ya!
Carey y sus hombres tiraron del revólver.
Joe ya no estaba en el mismo sitio. De su mano brotaron llamaradas.
Carey soltó una espantosa maldición mientras volaba tratando de asirse a algo que no existía porque sólo encontró aire.
A dos de sus empleados les estaba pasando lo mismo.
En cuanto al cuarto hombre, dejó caer el revólver y gritó:
—¡No me mates, Connors!
Joe había ido a parar lejos del mostrador en su largo salto. Dejó de hacer fuego, pero su revólver apuntaba al hombre que estaba con los brazos levantados.
—¡No me mates, Connors! —repitió.
—Lárgate ahora mismo de la ciudad.
—Me largaré.
—No te detengas ni para beber agua.
—No me detendré.
—¡Fuera!
El superviviente salió corriendo del local.
Joe se acercó al mostrador.
—Otro whisky, Luigi.
El llamado Luigi, cuya cara estaba bañada en sudor, llenó el vaso.
Joe lo cogió y lo bebió de una sola vez.
—Hasta luego, muchachos.
Un hombre se interpuso en su camino porque entró por la puerta.
—Párate, Joe.
Era el sheriffde Kansas City, John Tucker.
—Hola, John, ¿cómo te va?
—Muy mal. Por culpa de ciertos tipos que se dedican a comprar ganado.
—Qué lástima que la gente sea así, ¿verdad, John?
—Fuera tonterías, Joe. Sólo hay dos fulanos en esta ciudad que me producen dolor de cabeza. Uno se llama Michel Toland y el otro Joe Connors.
—Qué casualidad. Uno de ellos soy yo.
—¿Te divierte?
Joe señaló a los muertos.
—Pregúntaselo a ellos, John.
Tucker se pasó el dorso de la mano por la mejilla.
—¿Por qué lo has hecho Joe? ¿Para abrir la boca?
—Oye, John, si tienes alguna duda de lo que pasó aquí...
—No sigas por ese camino. Si tengo alguna duda, debo preguntar a los testigos, y ellos me dirán que disparaste en defensa propia.
—Es cierto.
—Ese cuento apesta.
—¿Dudas de mí, John?
—No, Joe. Sé que dices la verdad.
—Gracias.
—¡Pero a mí no me sirve!
—¿No te sirve la verdad, John? ¿Qué quieres? ¿Una mentira? Entonces viniste a un mal sitio para escucharla. Yo no digo mentiras.
—Sé lo de Michel Toland. Te quiere comprar tus negocios. Imagino que no quieres vender.
—Imaginas bien.
—Muy bien. Te vas a tus corrales o a tu matadero, y se acabó.
—Y debo esperar a que él me pegue fuego a los corrales, al matadero y a todo lo que se le ocurra. Puede que hasta me pegue fuego a mí mismo.
—Si lo hace, se las tendrá que ver conmigo.
—Si lo hace, no habrá nadie en la ciudad que pueda culparle. Tú lo sabes bien, John. Toland no es ningún idiota. Nunca lo ha sido, y no lo será ahora que está en juego el monopolio del negocio de la carne. Se ha asociado con cuatro buitres que sólo piensan en los beneficios que les reportará cada dólar que inviertan. Esta es una operación de envergadura y Toland no la puede fallar. Hemos estado compitiendo durante muchos años, pero ya Toland perdió la paciencia y me quiere barrer de Kan-sas City para siempre.
John no respondió nada. Joe le puso una mano en el hombro.
—John, sé lo que has hecho por esta ciudad y por limpiarla de gentuza. Pero ni tú ni nadie puede con los lobos cuando se esconden bajo la piel de oveja. Es lo que ha pasado con Toland, y para tal situación sólo hay un remedio.
—El revólver.
—Sí, John. Voy a ir a la oficina de Toland.
—Te liquidarán, Joe, y no podré meterles mano. Ellos dirán que fuiste allí para asaltarlos.
—¿Lo ves? Tú siempre sabes la clase de coartada que se prepara Toland. Pero haré lo posible para que esta vez le salga mal. Quédate aquí a esperar el resultado.
—No seas ingenuo, Joe. Tú conoces el resultado. Toland va a ganar.
Joe apretó los maxilares.
—Eso está todavía por ver.
Luego echó a andar y salió a la calle.
CAPITULO XIII
Joe Connors se estaba aproximando al edificio donde se ubicaban las oficinas de Mataderos Reunidos.
En la puerta había un hombre que consultó su reloj.
—Llega a tiempo, señor Connors.
—Sqlo falta un minuto para las doce.
—Pasará ese minuto mientras sube la escalera.
—Seguro, muchacho.
Joe subió la escalera y abrió la puerta de la oficina.
En la habitación vio a cinco hombres con pistola. Demonios, no había matado a demasiados en el saloon porque todavía le quedaba a Toland mucha gentuza.
Uno de los pistoleros, dijo:
—Pase al despacho del señor Toland. Lo está esperando.
—Gracias.
Joe pasó por delante de los pistoleros y entró en la habitación.
Toland se encontraba en compañía de los cuatro buitres. Los cinco estaban sentados ante la mesa.
Michel se puso de pie. En su cara mostraba las huellas que le habían dejado los puños de Joe. Sin embargo, sonrió.
—Este es un momento solemne, caballeros... Aquí tenemos a
nuestro visitante, el hombre que nos va a vender sus mataderos, sus corrales, sus rebaños, y hasta su casa de Jericó.
Joe pensó en Iris. Ella estaba en su casa de Jericó. Sonrió recordando sus palabras: «Le ordeno que pelee y que venza.»
—Toland, te voy a dar mi respuesta. Y será definitiva.
Toland señaló un papel que había en la mesa.
—No me gustan los lloros, Joe. De modo que no pienses que te voy a dar más de cincuenta mil dólares. Ahí tienes la pluma. Firma, te daré el dinero, y te largarás.
Joe hizo un gesto afirmativo.
—Si tú lo dices...
Los buitres estaban conteniendo la respiración. Sabían la cantidad de dinero que ganarían con aquella operación y, sobre todo, tenían en cuenta los grandes beneficios que obtendrían tras conseguir el monopolio de la carne en Kansas City.
Joe se inclinó sobre la mesa y cogió la pluma. La mojó en el tintero y, de pronto, utilizó la pluma como cuchillo y la lanzó sobre un retrato de Michel Toland que colgaba de la pared.
La pluma fue a clavarse justamente en el pecho del hombre pintado.
Los buitres saltaron en la silla.
Toland no podía saltar porque estaba en pie, pero su rostro se desfiguró por la ira.
—¿Qué has hecho, Joe?
—Ya que no me dejaste hablar, te he dado mi respuesta con un gesto.
—¿Te vas a atrever a desafiarme?
—Sí.
—Hay cinco hombres fuera.
—Sí, ya vi a tus cinco asesinos.
—Y Carey está en la calle con otros cuatro.
—No, Carey, no está en la calle. Ni tampoco otros dos de ellos. Los maté en el saloon de Sherry.
Toland forzó una sonrisa.
—Debí figurarme que tratarías de luchar hasta el fin.
—Sí, ése es mi defecto.
—Quieres morir matando.
—Mira, Michel. Hay una gran diferencia entre tú y yo. Empecé mis negocios muy pequeño. Apenas tenía nueve años y ya estaba vendiendo periódicos en San Luis. Y a los catorce vendía algodón en Nueva Orleans. Respeté las reglas del juego. Yo era un buen negociante, como se debe ser. Compraba a un precio y luego vendía a otro superior, pero conformándome con unos razonables beneficios. Así he seguido. Pero tú no te has conformado con las reglas. Las has querido vulnerar desde que te conozco, y apuesto a que las vulneraste desde mucho antes. No, tú no te conformas con unos razonables beneficios. Lo quieres todo para ti. Si te dedicas a vender carne, quieres ser el único que venda carne. Y si te hubieses dedicado al petróleo, habrías querido barrer a todos tus competidores.
—¿Qué tiene de malo ser el único en todo?
—Tiene algo de malo, Michel. Y es que no vivimos solos. Hay miles de personas compartiendo este pequeño globo al que llamamos Tierra. Y ellos también tienen derecho a vivir porque se casan y tienen hijos. Sí, Michel, ellos también tienen sus necesidades, pero, si de ti dependiese, ellos estarían pidiendo limosna o reptando por el suelo como orugas —miró a los hombres que estaban sentados—. Y lo peor de eso es que hay otros tipos como tú, gentuza que no trabaja y que se limita a especular con su dinero, pajarracos que están esperando un cadáver para picotearlo, para llevar carroña a sus puercos estómagos. Ustedes se consideran grandes financieros, tipos muy astutos que saben colocar su cochino dinero, pero algún día serán puestos donde deben estar. En el estercolero. Allí disfrutaran más porque todo es porquería.
—¡Basta, Joe! —gritó Michel—. ¡Te doy un minuto para firmar! ¡Sólo un minuto!... ¡Ahí tienes otra pluma!
—No hay firma.
—¡Luke! —gritó Toland al mismo tiempo que tiraba del revólver.
Joe sacó y disparó. Sabía que tenía que ser muy rápido, más rápido que en otro momento de su vida. No podía dedicar más de una bala a Michel Toland.
Le acertó entre los dos ojos.
Michel se desplomó.
Luke y los otros cuatro pistoleros entraron disparando alocadamente.
Joe se apartó de la mesa en el momento justo cuando caía sobre él una granizada de balas.
Dos socios de Toland saltaron de los sillones, pero ahora lo hicieron impulsados por los proyectiles.
Joe siguió disparando mientras rodaba por el suelo.
Tres pistoleros se derrumbaron aullando maldiciones.
La voz del sheriffJohn Tucker sonó en la otra habitación.
—¡Alto el fuego!
Los dos pistoleros supervivientes dejaron de usar el arma.
Joe se levantó del suelo y sonrió a John.
—Esto estaba por ver, sheriff.
Joe saltó del caballo ante la casa de Jericó. Robert salió a su encuentro. —Muchacho, estás vivo. —Y Toland está muerto. —¿Ganamos, Joe? —En toda la línea. ¿Y mi mujer?
—Te vio llegar y se marchó a su habitación. La pobre ha pasado unas horas terribles. Estaba Ja mar de nerviosa. Joe le dio una palmada. —Robert, es la mejor noticia que me puedes dar.
Sam apareció con un cubo donde había una botella de champaña, y con dos copas.
—¿Va a pedir esto, señor?
—Sí, Sam. Y puedes abrir otra para que la toméis entre tú yRobert.
—Gracias, señor.
Joe subió la escalera y entró en la habitación de Iris.
No vio a la joven.
Descorchó la botella de champaña y escanció en las copas.
Iris salió del cuarto de baño,
Se cubría con un camisón muy atractivo.
Joe se acercó a ella con las copas en la mano. Los dos se miraron a los ojos.
Ella cogió su copa y los dos la levantaron
—Esta vez me toca a mí el brindis, señor Connors
—Adelante, señorita Russell.
Los dos bebieron mientras seguían mirándose a los ojos.
Luego Iris arrojó la copa vacía contra la pared y Joe hizo lo mismo. Y entonces ella, levantando los brazos y ofreciéndose a el dijo: —Señor Connors, es su turno.
FIN