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1.a edición: 2002

© Keith Luger

Impreso en España - Printed in Spaín

ISBN: 84-406-0932-9

Imprime: BIGSA

Depósito legal: B. 49.869-2001

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO PRIMERO

 

El alguacil Nick Fadow dormía en el sillón de la barbería acariciado por la navaja que más bien parecía el cosquilleo de una pluma.

Despertó bruscamente al escuchar una voz bien timbrada cerca de su oído:

—Servido, alguacil.

Fadow abrió los ojos y vio en el espejo a un desconocido que afilaba la navaja en la palma de la mano.

—¿Quién es usted? —exclamó.

El desconocido frisaría los veintiocho años, era moreno, de elevada estatura, y ojos negros que no resultaban nada cálidos porque tenían la frialdad del hielo.

—Ben Craig, alguacil. Ese es mi nombre.

—¿Dónde está Reginald?

Ben Craig tardó unos segundos en responder, los precisos para cerrar la navaja con parsimonia.

—Tuvo que servir a un cliente a domicilio. Al ranchero Osear Trent.

—i¡Si Trent murió anoche!

—Por eso tuvo que acudir a su domicilio, alguacil. Los herederos opinaron que no era posible traerlo a la barbería.

—Muy gracioso —masculló el alguacil.

Ben emitió una tosecilla.

—Deseaban que el difunto Trent luciera la barba ondulada a la tenacilla. Conque Reginald fue quien le enjabonó a usted y, en el interludio, recibió el aviso para la barba rizada y tuve que sustituirlo.

—¿Desde cuándo está al servicio de Reginald?

 

—No estoy a su servicio, alguacil.

—No me diga que ha comprado la barbería con el viejo Reginald incluido.

—Soy su nuevo socio.

El alguacil achicó los ojos volviendo a repasar al joven, ahora directamente, sin valerse del reflejo del espejo.

—Socio, ¿eh?

—Reginald y yo nos conocemos de hace mucho tiempo.

—La verdad es que esta vez no me enteré de que me afeitaban.

—Tengo mano izquierda, que se llama.

—Ya —rezongó el alguacil—. Oiga, ¿cómo le dio por venir a un poblado como éste?

—Se lo dije, alguacil. Soy un viejo amigo de Reginald. Me pidió por carta que le echara una mano en el negocio y aquí me tienen.

—No maneja mal la navaja, inflemos —pasó el alguacil la mano sobre su pellejo recién rasurado—. Nada mal.

—Con la tenaza de ondulación hay quien dice que soy un diablo.

El alguacil pestañeó, la boca abierta.

Ben agregó, tras una tos aparentemente natural:

-^Por un solo dólar podría hacerle una demostración en el bigote.

—¡Agh! —batió el alguacil una manaza al aire;

Ben lo dejó llegar hasta la puerta y carraspeó:

—Me debe los cincuenta centavos, alguacil.

Fadow alzó las cejas, al girar en redondo.

—¿Cómo cincuenta centavos, Craig? ¡Reginald sólo me cobra veinticinco y algunas veces nada! ¡Soy la autoridad de Gregorville!

—Pero el pelo le crece igual, alguacil. Conque tendrá que pagar sus cincuenta centavos.

—No me está gustando nada, Craig.

—Sólo duele la primera vez, alguacil. A la segunda vez que uno paga, todo parece tan natural.

—También habla demasiado, Craig.

—Pude hablarle de la marcha del rodeo en Houston

y en cambio me limité a canturrear entre dientes para respetar su sueño.

El alguacil abrió y cerró la boca un par de veces, gruñó sacando el importe del servicio y, a continuación, dio la vuelta en la puerta para salir.

—'Su rostro no me resulta desconocido —dijo ligeramente vengativo—. ¿Nunca tuvo líos con la ley?

—Estuve tres veces condenado a la horca, pero recibí las oportunas conmutaciones firmadas por el gobernador. ..

—¡Basta, infiernos!

—Bueno, sólo era un chiste, alguacil.

Fadow le dirigió una mirada amenazadora, un ojo entrecerrado.

—A pesar de sus bromas, insisto en que su rostro no me es desconocido. Lo clasificaré en el momento oportuno en mi mente, Craig. Sabré quién es usted. Y si hizo algo malo, no escapará. Vive Dios que no escapará.

—Lo que pasa es que me encuentra cierto parecido con el famoso cantante de ópera Vittorio Fenduchi. No es la primera vez que lo he oído decir. Míreme de perfil.

El alguacil comenzó a examinar a Ben Craig, pero pronto se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo. Masculló una imprecación y gritó sacudiendo un dedo amenazador:

—¡Yo lo ubicaré en mi cabeza, Craig! ¡Recordaré por qué me resulta familiar! ¡Lo recordaré!

—Si le interesa, puedo recomendarle un jarabe contra la amnesia.

Nick Fadow adquirió un color cárdeno y, tras lanzar un resoplido, desapareció por la parte derecha de la acera.

El viejo Reginald entró unos segundos más tarde, evidentemente alarmado.

—¡Eh, Ben! ¿Apuraste demasiado la barbilla del alguacil?

—No, Reginald.

—¡Entonces le cortaste la verruga de junto a la oreja! ¡Debí advertírtelo, infiernos! ¡Esa verruga es sagrada!

 

—Su verruga sigue perfectamente, Reg.

—¡Debes haberlo molestado en algo, muchacho! ¡Parecía un basilisco cuando me crucé con él frente a su oñcina!

—¦Le cobré cincuenta centavos.

El anciano Reginald brincó sobre las tablas del suelo.

—¡Cincuenta centavos..., al alguacil!

—La autoridad debe ayudarnos a pagar los impuestos, abuelo.

El anciano cubrió sus ojos con las arrugadas manes dando un gemido:

—Buena la has hecho.

—Creo que tienes demasiado miedo a ese sabueso.

—No conoces bien a Padow, muchacho. Cuando un tipo se le atraganta, pronto se ve envuelto en dificultades. No es bueno desafiar a la ley.

Ben palmeó la espalda del anciano.

—Si estás arrepentido, podemos romper nuestro contrato.

—¿Qué estás diciendo, Ben?

—-Hemos de dejar bien aclaradas las cosas desde el principio.

—¡Estuve rogando años y años que vinieras a echarme una mano en la barbería! ¡Y ahora que lo he conseguido, no permitiré por nada del mundo que nos volvamos a separar!

—Son las mismas palabras de una pelirroja que dos días más tarde se me casó con el doctor del pueblo.

—Te hablo con el corazón en la mano, Ben. Tú y yo podemos ganar dinero en Gregorville. Pero sólo será el principio. Compraré tres barberías más en los pueblos de alrededor. Montaremos una cadena de negocios que tú y yo supervisaremos. ¡Llegaremos muy lejos, Ben!

—Cuando los acreedores se organicen para lincharnos, como ocurrió en Kansas City, cubriremos quinientas millas con facilidad.

—¡No me recuerdes aquello, Ben! —gritó el anciano, al tiempo que se cubría los oídos—. ¡Prométeme no hablar más de Kansas City! ¡Júralo!

—Cuando venga el alguacil, lo juraré sobre su bigote.

 

Reginald dejó escapar un gemido, los ojos cerrados con fuerza.

Ben lo palmeó para animarlo.

—¿Qué te pasa, Reginald?

—No has cambiado nada.

—¿A qué te refieres?

—Eres  demasiado  peleón,  descarado, buscarruidos.

—En, Reginald...

—Debes tomarte en serio el negocio o nunca prosperaremos.

—Desde hoy afeitaré a los clientes sacudiendo mis hombros con los sollozos.

—No quieres entenderme, Ben. Hay que ser más blando, más ceremonioso, más... Bueno, ya me entiendes, infiernos.

Ben sonrió dando un pescozón al viejo.

—Sé por dónde vas, abuelo.

—Espero que te corrijas.

—Lo esencial es que los clientes confiesen que soy buen barbero. El alguacil cantó como un ángel, hasta que le pedí el medio dólar.

—También hablé con Sam, el almacenista, y debo decir que el tipo estaba encantado.

—Tocamos el tema «mujeres» y el condenado lo pasó en grande. Es un pillastre.

—Cuidado con mezclar a damas del pueblo, Ben.

—Tomo nota. ¿Viste el rizo del dueño del saloon

—Me bastó con la feliz expresión de su cara, muchacho. Fue un corte de pelo excepcional.

—Usé la técnica del barbero de Saint Louis que deja las cabezas como la de Apolo.

Los ojillos del anciano brillaron risueños.

—Infiernos, el corazón me dice que, si no te sales del tiesto con uno de esos embrollos que sueles buscarte, pronto tú y yo nadaremos en oro.

—Espera a ver los productos que traigo en mi baúl y ratificarás tus propias palabras. He reunido la mejor colección de artículos de barbería, producto de la más moderna ciencia cosmética.

—Por favor, hijo —Reginald tuvo un conato de alarma—.

Que no tenga nada que ver con las drogas, porque está muy perseguido en el condado.

Ben rió con ganas.

—Cosmética es el arte del cuidado de la piel, del cabello...

—Ah, bueno.

—La ciencia que afecta tanto a la estética como a la salud.

Reginald pestañeaba perplejo.

Ben abrió la pequeña valija negra, semejante a la de un doctor, y comenzó a extraer frascos y recipientes con líquidos y polvos.

—Aquí tenemos una combinación de goma laca y melaza adecuada para el engomado del cabello.

—Demonios.

—Los polvos de arroz son ingredientes químicos incorporados para evitar el sarpullido en el pescuezo después del rasurado a fondo, desinfectantes en seco, jabón que ablanda el pelo de la barba en treinta segundos, cauterizador de verrugas decapitadas y el casquete polaco.

—¿Cómo? —exclamó Reginald completamente mareado por las innovaciones del joven.

—El casquete polaco es una tintura muy solicitada por los clientes de Saint Louis. Después del corte de pelo, se agrega una o dos rociadas de esta sustancia negruzca que garantiza la completa ocultación del pelado que se produce en la coronilla. Es todo un invento.

Ben apretó la pera de goma y el pulverizador largó un chorro negruzco que formó una nube.

Tras la negra nube surgió el vozarrón del alguacil Fadow:

—¿Qué demonios...? ¡No voy a permitir...!

Fadow interrumpió sus gritos acometido de unos estornudos que interpoló con maldiciones.

—¡Alguacil! —exclamó el viejo Reginald, espantado.

Fadow recuperó el resuello y se llevó las manos al rostro, de donde las retiró tiznadas.

—¡Van a pagar esto muy caro! ¡Juro que lo van a pagar!

Ben se aclaró la garganta arrojando el pulverizador al interior de la valija.

—Lo lamento, alguacil. Pero usted entró tan impensadamente...

—¡Yo haré que lo lamente de veras!

Ben frunció el entrecejo.

—Advierto una doble intención en sus palabras, alguacil.

Fadow pasaba el pañuelo sobre su avinagrado rostro, en el cual dejó ver una sonrisa maligna.

—Creo que ya lo tengo localizado, Ben Craig.

—¿Sí?

El alguacil entrecerró un ojo.

—Usted antes era rubio.

Ben dio un respingo.

—Oiga, alguacil. Jamás golpeo a las autoridades.

—Sin duda ha conseguido el cabello oscuro gracias a uno de sus mejunjes.

—Reginald —dijo Ben, ahora el rostro convertido en granito tallado.

—¿Sí, hijo?

—Dile al alguacil cuál ha sido siempre el color de mi cabello.

—Negro, alguacil Fadow —cabeceó Reginald, muy serio.

—Lo comprobaré, barberos.

—¿A qué viene ese tono tan reticente, alguacil? —inquirió Ben.

Fadow sonrió emitiendo un sonido sibilante.

—Usted podía ser muy bien Luke Yugular.

—¿Qué está usted diciendo, autoridad?

—Ahorre el tono dramático, Craig. Averiguaré la verdad de todos modos. Luke Yugular era un barbero de Yuma. Pero realmente se dedicaba al asesinato como profesión. Se combinaba con ciertas damas para despachar a los ricos esposos de un solo tajo en el cuello. Luego, repartía las ganancias con la viuda de turno.

—Alguacil, usted me está produciendo risa. Luke fue detenido hace cinco años.

 

—Pero las autoridades hemos ocultado al público una gran verdad.

—No es la primera vez que lo hacen.

—Menos sarcasmos, Craig. Ocultamos la verdad porque resultaría probable que estallara el pánico en Yuma. Luke Yugular escapó de la prisión para delincuentes mentales. Estaba loco y es posible que un día salga de su escondrijo y vuelva a las yugulares.

—Y usted sospecha que Luke y yo seamos la misma persona, ¿eh?

—¿Quién puede asegurar lo contrario además de usted, Craig?

—Halle pruebas y luego venga a rasurarse, alguacil —dijo Ben, truculento.

El alguacil emitió unos sonidos de rabiosa impotencia y gritó:

—¡Removeré en el asunto, Craig! ¡Lo removeré hasta el fondo!

—Bébalo después.

Fadow pegó un rabioso manotazo al aire y salió convertido en un ciclón.

Ben contempló el espacio vacío que había dejado.

—Este Fadow es un sádico. ¿Lo oíste reír, Reginald?

Reginald enjugaba el sudor de su rostro con su paño del servicio.

—No, hijo. Es un pobre hombre. En el fondo, claro.

—¿Qué hay de esos dientes de lobo?

Reginald chascó la lengua.

—Lo que ocurre con Fadow es que hace años fue un sabueso de renombre.

—Y ha sido relegado a Gregorville, pueblo de tercera clase, ¿eh?

—Aún hay más, Ben. Fadow era un tipo respetado, temido, admirado.

—Pero un día tuvo líos de faldas, ¿eh? Cherchez la femme.

—No, no fue por culpa de ninguna mujer. Pasó a la reserva, eclipsado, ignorado.

—¿Por qué?

 

—Por el tipo más excepcional de todo el territorio: su ayudante Duke Randall.

—¿Qué clase de tipo es Duke Randall?

—Yo se lo diré, Craig —dijo una voz bien timbrada en la puerta.

Ben y Reginald dieron la vuelta al mismo tiempo.

Duke Randall, ayudante del alguacil, penetró en la barbería y todo el local pareció llenarse con su poderosa personalidad.

 

CAPITULO II

 

Duke Randall estaba alrededor de todo. Alrededor de dos metros de talla, alrededor de los treinta años y alrededor de los cien kilos de peso.

Su cuerpo era una síntesis de músculo y hueso, sin un gramo de grasa. Tenía las pupilas negras como las cabezas de las tachuelas de los ataúdes. Sus facciones eran correctas, la nariz ligeramente aplastada.

—¡Ayudante Randall! —exclamó Reginald, y agregó adulador—: ¡Cuántos días sin verlo por mi negocio..., que es el suyo!'

—Calla, Reginald.

—Seré una momia, Randall —quedó el viejo en posición de firmes.

Duke lo estuvo mirando unos cuantos segundos, que a Reginald le parecieron eternos.

Luego, desvió la mirada hacia Ben.

También lo observó en silencio, con una deliberada pausa.

Ben estuvo a punto de dar la vuelta para que el ayudante lo viese por todas partes, pero se abstuvo porque la broma podría traer serias consecuencias, debido a la dureza del ayudante.

—Yo le diré quién soy, Craig.

Ben no dijo nada.

 

El ayudante pareció atender a los cabellos sueltos por el suelo.

—Soy un encargado de hacer cumplir la ley por encima de todo.

—Eso está muy bien, porque así uno se siente protegido —dijo Ben.

—También estoy encargado de que nadie se ría de la ley.

—Excelente, Randall.

—Barbero —agregó el ayudante, en un tono casi tenue—. No vuelva a ridiculizar al alguacil.

—Nadie lo intentó, ayudante.

Randall pareció esbozar una sonrisa porque las comisuras de sus labios se movieron ligeramente.

—Estoy seguro de que no lo intentó, barbero.

Ben esperaba la segunda parte, y como Randall tardaba en soltarla, lo animó con una sonrisa:

—Continúe, ayudante.

—Si lo hubiese intentado, usted y yo nos estaríamos viendo las caras.

—Estoy seguro, ayudante.

Duke Randall alargó la mano y dio unos secos golpes con el dedo en el pecho de Ben.

—Nunca se le ocurra hacerlo, barbero. Nunca se le ocurra poner en ridículo al viejo Nick Fadow. O le romperé la quijada.

Ben descendió la mirada para observar el dedo dei ayudante que seguía dando golpecitos de amonestación en su pecho.

Randall volvió a contraer las comisuras y apartó el dedo.

Dio la vuelta con parsimonia y se tocó el ala del sombrero a modo de despedida.

Ben se aclaró la garganta:

—Un momento, ayudante.

Reginald estaba esperando aquello desde hacía rato y ahora cerró los ojos y encogió la cabeza al estilo de las tortugas.

Duke Randall se volvió en el hueco de la puerta.

 

Alzó la ceja derecha, al tiempo que depositaba su dura mirada en Ben Craig.

—¿Decía algo, barbero?

Ben sonrió con todos los dientes, confiriendo a su rostro una expresión de simpatía.

—Nunca me vuelva a golpear con el dedo, ayudante.

Randall pareció meditativo y un poco soñador, como hacía siempre que algo despertaba su interés.

—¿De veras, Craig?

Ben agregó sin perder la simpática sonrisa:

—Jamás me vuelva a tocar así con el dedo, o...

—¿O qué, barbero?

Ben levantó una barra de jabón y la partió en dos de un navajazo.

El trozo de jabón rodó por el suelo y los ojos de los circunstantes lo observaron en medio de un silencio sepulcral.

—Podría ser un trozo de dedo —agregó Ben.

Alargó la pierna y con el tacón aplastó el trozo de jabón.

Luego sus ojos fueron al encuentro de los del ayudante.

Reginald rompió la tensión lanzando una carcajada agudizada por el espanto, al tiempo que tomaba un cepillo y se disponía a cepillar las mangas del ayudante.

—¡Me hicieron creer que estaban hablando en serio! ¡Seré tarugo! ¡Llegué a impresionarme y ustedes me embromaron de veras!

Rió alargando el pescuezo y dando traspiés entre los dos hombres. Consiguió impedir el desastre.

Cepilló las mangas de Randall y éste se dejó hacer hasta que, de repente, sacó el cepillo de manos del viejo.

Tomó el cepillo entre las manos y empezó a doblarlo hasta que estalló partido por la mitad, como si fuera un mondadientes.

Luego, arrojó los trozos al suelo y abandonó la barbería.

Reginald quedó con la risa petrificada en su vieja cara, una pierna en el aire, y en actitud de cepillar con la mano vacía.

Ben lo sacó de su parálisis con una palmada en la espalda.

—Vuelve en sí, Reginald.

El anciano dio un grito y se movió como una centella por el local.

—¡Se disolvió la sociedad, Ben!

—Eh, ¿qué estás diciendo?

—¡Acabo de recordar que estoy en la ruina y no es justo que trate de aprovecharme de ti!

—Saldremos adelante, abuelo.

—¡Soy un Judas! ¡Te embauqué! ¡Te he timado! ¡Quise sacarte partido! ¡Que me libraras de la quiebra! ¡Pero he reaccionado y no consentiré que pierdas tu tiempo en este poblacho! ¡No, señor!

Ben lo miró con el entrecejo fruncido.

El abuelo extrajo un papelón que resultó ser el contrato que había redactado.

—¡Lo romperé y quedas libre de tus obligaciones! ¡Soy un traidor, Ben! ¡Conseguí engañarte con la cadena de barberías, pero la verdad es que es mentira! ¡Nunca podremos ahorrar un solo dólar en esta cochambrosa barbería! ¡Debo hasta los pantalones! ¡Adiós, hijo!

Ben lo vio aproximarse dando cepillazos al sombrero.

Tomó el sombrero, pero no se lo caló.

Lo arrojó de nuevo al armario de la ropa y atrapó al viejo por el cuello de la camisa.

—Eres un farsante, Reginald.

—¡Claro, Ben! ¡Te engañé con falsas promesas...!

—No estaba hablando del negocio, abuelo.

-¿Eh?

—Lo que pasa es que tienes miedo.

—¿Yo? —rió el anciano poniendo mucho énfasis.

—Miedo de Randall.

Reginald cambió la risa por la furia.

—¡No es miedo, es pánico! —chilló.

—Procura calmarte o lo pagará el cuello de algún cliente.

 

—¡No podré calmarme hasta que estés a cien millas de aquí, Ben! ¿Lo estás viendo? ¡Te lo dije! ¡No eres humilde, servicial, bonachón! ¡Eres el mismo de siempre! ¡Y tenía que ocurrir tarde o temprano! ¡Has desasado a Randall! ¿Sabes lo que significa eso, Ben?

—La horca.

—¡No te burles! ¡Significa que te verás en serios enredos si continúas en Gregorville! ¡No debiste hacer eso con la barra de jabón! ¡Randall lo tendrá en cuenta! ¡Ya ves lo que hizo con el cepillo! ¡Es algo fuera de serie! ¡No es un hombre, Ben! ¡Es un superhombre!

—Lo que ocurre es que el cepillo estaba minado por la carcoma, abuelo. Conque deja de impresionarte por los alardes de fuerza.

—Por todos los santos del cielo, muchacho. Abandona este lugar y busca empleo en un local de la gran ciudad.

—La verdad es que Gregorville me entró por el ojo derecho.

—¡Y puede salirte por el cogote, Ben!

—Estoy seguro de que Gregorville me aceptaré por ciudadano modelo.

—¿Modelo de qué? —dijo Reginald con voz quejumbrosa.

—Para ser un hombre modelo —dijo una voz cálidamente femenina—,, primero tiene que atender a las damas.

Ben sonrió a la mujer que acababa de aparecer por la puerta.

Era una pieza de un metro de busto, otro tanto de caderas y apenas treinta centímetros de cintura, rubia, con una peca junto a la comisura del labio indudablemente postiza.

—¿Le parece bien hacerme esperar tanto tiempo, señor Craig?

—Quedamos de acuerdo en que me llamarías por mi primer nombre, Diana.

Diana alzó la barbilla simulando enfado. Se ayudó arrugando la naricilla.

—Primero tiene que colocarme el postizo, barbero.

Reginald dio un brinco.

 

—¿Qué significa esto, Ben?

—La señorita requirió mis servicios para la colocación de un peluquín adicional en su peinado.

—Es imprescindible para mi baile, en el cuadro Las locuras de María Antonieta.

Reginald movió los globos de los ojos en sentido circular.

—¿Peluquín...? ¿María Ant...? ¡Ben, esto ya es demasiado!

—¿Te parece demasiado que quiera incrementar nuestros ingresos con trabajos extra, muy propios de un barbero?

Diana miró al viejo.

—Pienso pagar bien al señor Craig.

—¿Cuánto, Diana? —inquirió Reginald con codicia.

Diana acarició con la mirada al joven barbero y suspiró hondamente.

—Ajustaremos el precio en mi apartamento. No se olvide de traer el postizo, Benny.

—De acuerdo, señorita. Vaya soltándose el pelo.

Diana se humedeció los labios con la lengua y abandonó la barbería, tras una larga mirada a Ben.

Ben abrió la valija y extrajo un pequeño peluquín de tono rubio y unas extrañas horquillas.

Reginald lo observó horrorizado.

—¡Ben!

—¿Sí, abuelo?

—¿Sabes que Diana es intocable?

—Explícate, Reginald. No parece afectada de enfermedad contagiosa, como paperas, sarampión o resfriado crónico.

—¡Randall está enamorado de ella!

Ben empezó a volverse poco a poco.

—No.

— ¡El hombre que tiene el atrevimiento de acercarse a Diana, pronto empieza a tener dificultades en la ciudad y al fin ha de abandonarla de mala manera!

—Eh, Reg. Sólo voy a colocarle el peluquín que confeccioné esta mañana a base de trabajosos tintes.

—Hijo —gimió Reginald—. Te conozco muy bien.

 

—¿Qué estás insinuando, viejo cocodrilo? Observo cierto brillo malediciente en tu mirada, que no me gusta nada,

—¡Menos me gusta lo que ocurrirá si Randall te sorprende en la habitación de Diana! ¡Trata de colocarle alguna pestilente excusa! ¡Inténtalo cuando os sorprenda! ¡Anda!

Ben resolló con fuerza, acariciando el peluquín que agregaría al cabello de la girl.

—Te gusta dramatizar, abuelo. Siempre te gustó.

—¡Ben!

El joven fue a atravesar la puerta.

No llegó a salir porque tropezó con otra mujer que entraba con precipitación.

—Oh, dispense —dijo la mujer.

Ben se tocó el ala del sombrero.

—No tiene importancia, preciosa. Siempre se agradecen estos tropezones.

La mujer percibió el tono admirativo del joven barbero, pero, en vez de parecer satisfecha, reveló una íntima angustia, como si su belleza fuera la causa de sus desgracias en la vida.

—¿Puedo servirla en algo, señorita? —dijo Ben, ahora serio.

—Señora —rectificó la bella dama—. Señora Pleasant.

—Bien, señora Pleasant. Creo que me fui por las ramas demasiado pronto. Conque acepte mis disculpas.

La señora Pleasant esbozó una sonrisa que, sin duda, era la primera en muchas horas porque deshizo un rictus que tenía grabado en las comisuras de los labios.

Frisaría los veintiséis años, poseía un cabello castaño susceptible de ser ondeado a la tenacilla del cuatro, según el ojo profesional de Ben diagnosticó en el acto, a causa de la suavidad y brillo del pelo. Los ojos de la señora Pleasant eran grandes, pero todavía lo parecían más debido a las profundas ojeras azules que los embellecían de modo misterioso.

—Quiero hablar con Reginald —dijo.

Ben suspiró audiblemente.

—Sabía que mi suerte no podía durar tanto.

 

La señora Pleasant sonrió algo más, aunque en su rostro perduró la angustia.

—Es usted muy galante, señor...

—Ben. Puede llamarme Ben.

—Reginald se lo contará más tarde, Ben. Pero necesito quedarme ahora a solas con él.

—Colocaré el cartel de «Cerrado mientras almuerzo», y nadie les molestará.

—Gracias, Ben.

El joven sopesó el peluquín, lo acarició y abandonó la barbería, colgando antes de alcanzar la acera el letrero de «Cerrado mientras almuerzo».

Helen Pleasant clavó sus profundos ojos en el anciano Reginald, quien estaba con el alma en vilo.

—Mi marido vive.

—¿Vive? —respingó el viejo—. ¡Naturalmente que vive...! ¿Por qué había de estar muerto si Link goza de una salud a prueba...?

Se interrumpió quedando con la boca muy abierta.

Helen cabeceó asintiendo al pensamiento del anciano.

Este brincó hacia atrás.

—¡Lon! ¡Lon Prince..., vivo! ¿Tu primer...?

—Sí, Reginald.

— ¡Es imposible!

—Está vivo, Reginald.

—¿Conoces a alguien que haya resucitado después de quedar convertido en cenizas...?

—Calla, Reginald... Por favor.

—Perdona, Helen. Soy un bestia. Pero no consigo meterme en la cabeza de dónde puedes haber sacado esa fantástica noticia.

—Es cierto, Reginald.

—¿Te encuentras bien, muchacha?

—No estoy loca, si eso quieres insinuar.

—¡No es posible que Lon esté vivo! ¡Sabemos muy bien lo que ocurrió hace cinco años! ¡Todo el mundo lo sabe!

—También sabrán dentro de pocas horas que Lon nunca murió porque vendrá a Gregorville por su propio pie.

 

Reginald se sujetó la cabeza con ambas manos y dio unas sacudidas para comprobar que la tenía firme.

—Hoy me va a pasar algo, infiernos. Cuando amaneció debí cubrirme con el embozo de la cama, dar media vuelta hacia la pared y seguir roncando. Pero, ¿qué estupidez cometí? La estupidez fue ponerme las botas, echarme a la calle y abrir la barbería. Esa fue mi burrada.

—Tienes que ayudarme, Reginald.

—Primero dime cómo te enteraste.

—Lo leí hace un par de días en un periódico atrasado de Yuma.

—En la Trompeta del Noticiero. Siempre publican falsedades para atraer a los lectores. Conque olvida el asunto, Helen.

—No, Reginald. Leí efectivamente la noticia en la Trompeta del Noticiero. También pensé que podía ser una falsa noticia. Una historia de mal gusto, dado que el periódico apetece los sensacionalismos.

-¿Y...?

—¿Cuál es mi trabajo, Reginald?

El anciano agrandó los ojos poco a poco.

—¡El telégrafo! ¡Como telegrafista del pueblo tienes oportunidad de confirmar ciertas noticias lejanas!

—Has acertado, Reginald.

—Por todos los santos. Sigue, muchacha.

Helen cerró los párpados unos segundos y, cuando los abrió de nuevo, sus pupilas estaban empañadas por una pátina húmeda.

—Me puse en contacto con el redactor de la Trompeta del Noticiero. No cometí el error de decirle que yo era la esposa de Lon Prince.

—Hiciste muy bien.

—-Habría pagado el error viendo mi nombre en grandes titulares. Así ocurre cuando un delincuente vuelve a la vida.

—Un momento, Helen —masculló el viejo—. No es posible que Lon escapara del accidente de ferrocarril.

—Escapó.

 

—Randall lo llevaba preso a la capital. Iba a ser juzgado por sus tropelías. Se le pondría en manos de una corte justa. Nuestras autoridades lo trataban como a un asaltante. Pero no lo odiaban. Incluso lo atendieron con cortesía mientras estuvo en nuestra cárcel del pueblo.

—Me enteré de todo eso cuando llegué a Gregorville por primera vez, después de la muerte de tu marido. Y la prueba de ello es que nadie te miró como la esposa del pistolero Lon Prince. Tuviste simpatías en todos, Helen.

—Sí, Reginald.

—Luego, el bueno de Link se enamoró de ti y os casasteis. Hubo su campanillazo por ello. La viuda del pistolero muerto acogida con amor por una ciudad justa.

—Así rezaban los titulares de los periódicos del Este.

—De modo que todos supieron que te casabas. Ahora dime por qué diablos Lon no asomó el hocico si estaba vivo.

—Lo sabré algún día.

—Insisto en que Lon te habría avisado. Si estaba vivo, se habría puesto en contacto contigo para reuniros en un punto y pasar la frontera.

Helen no dijo nada, los ojos cerrados, como atormentada por el pasado.

La cascada voz de Reginald martilleó:

—Las atenciones de Randall llegaron al punto de que permitió a Lon viajar con relativas comodidades, en un tren especial. Randall preparó un vagón con un par de camas para que los dos viajaran sin fatigas. Lon quedaba encadenado a la cama cuando Randall salía a la plataforma para tomar el aire. En uno de esos momentos ocurrió el accidente.

—Ya conozco la historia como si la hubiera vivido, Reginald. Por favor, no hace falta que la repitas.

—Está bien, canastos. Sólo quiero demostrarte que resulta imposible que Lon siga vivo. Murió abrasado a la cadena de Randall.

—Ya basta, Reginald. Es una horrenda historia.

 

—Un accidente ferroviario siempre es horrendo, Helen.

—Lon sobrevivió.

—No, Helen.

—El periodista afirmó que el propio Lon visitó su periódico para cobrar unos dólares a cambio de la noticia.

—Es imposible.

Helen clavó ahora una profunda mirada en el rostro del anciano.

—A ver si te convences con esto.

—Ya me estás poniendo los pelos de punta por el tono de tu voz, pequeña Helen.

Helen extrajo un telegrama y lo extendió ante los ojos del anciano.

—«Helen. Stop. Iré a buscarte. Stop. Reanudaremos nuestras vidas. Stop.» —repitió con un chillido—. ¡Y firma Lon Prince! Ya sé que vas a decirme que al otro lado del hilo había un impostor. Pero nadie sería capaz de una broma de esta clase, después de cinco años que ocurrió todo.

—Siempre hay payasos por el mundo, Helen —se rascó el viejo el cogote— Pero confieso que ya estoy menos seguro de que Lon esté muerto.

—¿Me ayudarás, Reginald?

—¿Qué quieres que haga, muchacha?

—Quiero huir de Gregorville.

—¿Largarte?

—Nunca volvería con Lon.

—Todos saben que quieres a Link.

—Pero Lon sería capaz de matarlo.

—¿Me lo dices o me lo cuentas, pequeña? Lon no andaba con rodeos cuando quería conseguir algo.

—Ahí tienes el porqué de mi huida.

—No te lo aconsejo, Helen —dijo una voz ronca.

Helen y Reginald giraron hacia la puerta.

Dos sujetos de aspecto escalofriante irrumpieron en la barbería a pesar del letrero que decía: «Cerrado mientras almuerzo.»

 

CAPITULO III

 

Reginald tuvo un acceso de furia aunque no daba diente con diente:

—¡En! ¿No saben leer?   .

El sujeto que había hablado primero era alto, de rostro huesudo, sienes hundidas, y ojos vacíos.

Reginald rectificó la impresión de los ojos vacíos porque, forzando la vista, alcanzó a ver dos especies de pupilas apagadas en el fondo de cada cuenca.

Cuando aquellos ojos como pozos se posaron largo rato sobre él, sintió que se le ponía carne de gallina.

—¿Dijo algo, vejete?

Reginald forzó una sonrisa.

—¿Yo?

—Sí, vejete.

—Me pareció oírles preguntar si no sabían leer. Pero perdonen que sea tan estúpido. Está claro que no saben leer.

—¿Sí, vejete?

Reginald estaba horrorizado por el desliz que acababa de cometer.

—¡Oh, no quería...!

—¿Morir? ¿No quería... morir, vejete?

Reginald galleó:

—¿Quién mencionó morir? ¡Yo no fui, caballeros!

—Fui yo, vejete. Rart Hawkins. Ese es mi nombre.

Reginald alargó la zarpa para estrechar la del individuo.

--Encantado, señor Hawkins. Ahora dígame qué clase de aseo facial quiere que le haga.

—Si abre la boca otra vez, vejete —sonrió Bart—, si la abre, juro que se arrepentirá.

Reginald proyectó los labios hacia delante para demostrar que, a partir de aquel instante, los tendría cosidos a perpetuidad.

Bart desvió los ojos hacia Helen y dijo:

—¿Vamos, preciosa?

Helen agitaba el busto al compás de su tumultuosa respiración.

—No iré con ustedes a ningún lado.

—No queremos raptarte, preciosa. Sólo queremos custodiarte hasta que venga Lon. ¿Comprendes?

Helen permaneció en silencio.

Bart chascó la lengua.

—Lawrence y yo vinimos a eso, primor. Para cuidarte y conservarte. Lon nos lo pidió, ¿eh, Lawrence?

Lawrence parecía haber nacido dentro de un tonel y luego crecido hasta los treinta años sin salir del interior. Daba aquella impresión porque su gordo cuerpo simulaba a la perfección el perfil del barril.

—Seguro que el jefe nos lo pidió, Bart —dijo.

—Las damas primero, preciosa —dijo Bart sin mover un solo músculo del rostro porque en realidad solamente tenía huesos—. Volveremos a tu cabina del telégrafo.

Helen observó la agitación del anciano y dedujo que, si intentaba gritar, los dos individuos serían capaces de matarlo allí mismo.

Recogió el vuelo de la falda y alcanzó la puerta.

Reginald dio un paso adelante, pero el dedo de Bart tuvo suficiente fuerza para detenerlo en seco.

—Volveremos a vernos, vejete.

Reginald quedó esculpido en mármol. Ya no pudo mover ni una ceja.

Un rato más tarde, Ben lo halló en aquel estado y pasó la mano por delante de sus ojos.

—¿Quién te hipnotizó, abuelo?

Reginald pataleó en el aire, volviendo en sí.

—¡Ha ocurrido algo terrible, Ben!

Ben lo cazó en uno de los revoloteos y lo inmovilizó.

—Lo sé todo.

Reginald giró la cabeza acompañado de un ruido de vértebras cervicales.

-¿Qué?

 

—Tuve la oreja pegada a la puerta de atrás.

—¡Infiernos, era una conversación privada, Ben!

Ben chascó la lengua.

—La verdad es que fui a incorporar el peluquín al peinado de Diana. No esperé encontrarme todavía con Helen Pleasant.

—¡Ya estás de regreso! ¡Tan pronto!

—¿Qué esperabas, viejo intrigante?

—Demonio, conque le probaste el peluquín a Diana y regresaste como un buen chico.

—Me dio cinco dólares por el postizo.

—¿Habrás cambiado, infierno? —se preguntó Regi-nald, mirándose al espejo del sillón—. ¿O me estarás tomando el pelo?

—Nadie quiere engañarte, Reginald. Volví de inmediato y no tuve más remedio que escuchar un poco. Luego me retiré.

—Lo sabrás todo, Ben.

—Lo sé todo porque, aunque me retiré, la oreja derecha se me quedó enganchada en la puerta, negándose en redondo a volver a su lugar.

—Caradura...

—Nada de insultos, Reginald. Helen no se opuso a que me lo contaras más tarde. Conque no violamos ningún secreto. Además, pronto se enterarán todos de que su primer marido, Lon Prince, está vivo como tú y yo.

Reginald arrugó el rostro y se rascó tras la oreja.

—No acabo de comprenderlo, Ben.

—¿El qué?

—¿Cómo pudo escapar?

—Hay diversas maneras de esquivar la muerte.

—Lo grande del caso es que Lon no la esquivó. Murió. ¡Murió, Ben!

—Nos ocuparemos de averiguar la verdad.

—¿Nos? ¿Qué quieres decir, muchacho?

—Debemos ayudar a Helen.

—¡La única ayuda que podemos prestarle es avisar a Randall para que la saque de las garras de esos pistoleros!

 

—Mientras permanezcan en la cabina del telégrafo nos concederán un tiempo precioso para investigar.

—¿Investigar? ¡Nuestra obligación es rapar barbas, Ben! Deja las investigaciones para Randall.

—Silencio.

—¿Qué pasa?

Ben no tuvo que decírselo porque la puerta del negocio se abrió dando paso al alguacil Nick Fadow.

El amargado alguacil apuntó con un dedo al joven barbero.

—Ya está.

—¿El qué, alguacil?

—Usted es Peter Morgan, el ladrón de joyas.

Ben dio un respingo. Luego apretó los maxilares.

—Oiga, alguacil. Le advertí que cuando tuviera pruebas contra mí...

—Pronto me mandarán su prontuario desde Abilene, señor Craig... ¿O debo llamarlo Morgan Guante Blanco?

Ben compuso una mueca, cerrando los ojos con fuerza.

Fadow sonrió triunfal.

—Acaba de delatarse. Su expresión es toda una revelación, Morgan.

Ben tomó la puerta y salió violentamente de la barbería porque tuvo tentaciones de sentar a Fadow en el sillón y afeitarle en seco el bigote.

El guardaagujas era un hombre de unos cincuenta años, cabello canoso y fuerte como las locomotoras a las que daba paso.

—¿Nó me voy a acordar del accidente, señor Craig?

—¿Me lo puede contar por dos dólares?

—Por dos dólares le contaré todos los desastres que he presenciado en mi vida de ferroviario, incluyendo mi matrimonio con Mónica.

 

Ben se echó a reír, premiando el chiste del amargado guardaagujas.

—Me dijeron que fue hace cinco años.

—Debió ver a medio Colorado reunido en la estación más pequeña del país. Todo para despedir a Lon Prince en su viaje a la cárcel de Yuma.

—Me hago una idea, Sam.

Sam, el guardaagujas, suspiró hondamente.

—Randall hizo habilitar un vagón especial para la conducción del célebre pistolero. Consistía en un vehículo normal, al que desprendió asientos para instalar un par de camastros. Luego enganchó el vagón al pequeño convoy consistente en otros tres vagones con legumbres secas, forrajes, y otros productos que se crían en Gre-gorville.

—¿Cómo ocurrió el accidente? —interrumpió Ben.

Sam lanzó un salivazo de mal humor.

—El maquinista era un tal Jim. Buen chico, pero un loco. Le había dicho muchas veces: «Jim, no tomes la Curva del Muerto en directa.» Pero el muy burro nunca hacía caso y, apenas llegaba a la pendiente, apretaba a fondo la válvula de acelerar y ponía la locomotora a treinta millas.

—Aquel día le salieron mal las cosas.

—Me cansé de decírselo. Podía entrar cómodamente en la Curva del Muerto metiéndole la marcha número seis. Pero tenía que usar la directa, el burro. Cuando lo que procedía era apretar el freno antes de entrar en la curva y pasar a una marcha más baja.

—Apuesto a que lo hizo todo al revés.

—Justo. Un par de labriegos que araban en el valle pudieron ver el accidente. Jim les dedicó un par de silbidos y saludó con la mano. Luego, apretó lo suyo y lanzó a «Mercedes», la máquina, a todo gas.

—Lo estoy imaginando, Sam.

—Está fuera de la imaginación. El tren entero voló. Sí, señor Craig. Así lo afirmaron los testigos. El convoy entero abandonó la vía y se precipitó en el valle. Un par de empleados, Eandall y el fogonero, pudieron saltar a tiempo.

 

Ben observó la furia de Sam ante aquella imprudencia del muerto llamado Jim.

Sam agregó soltando un salivazo:

—El fogonero murió al pegarse contra una roca. Randall y los dos empleados cayeron por buen sitio y rodaron por la ladera, con algunas contusiones en el cuerpo. En cuanto a Jim, hubo que rasparlo de entre los hierros retorcidos al rojo. Sí, señor Craig. La máquina estalló allá abajo y todo lo que se pudo encontrar de Jim fueron unos restos que alguien descubrió al azar, Insistiendo en que no eran pintura, sino el mismo Jim convertido en una capa de revestimiento.

—¿Y Lon Prince?

—Hallamos bastante más de Prince. Lo necesario para llenar una caja de zapatos. En cambio, de Jim apenas si había para llenar un cazo.

—¿Cómo supieron que aquellas cenizas pertenecían a Lon?

—El sacamuelas ambulante identificó la funda de oro que colocó en una muela de Lon Prince. También se encontró el anillo de boda convertido en un goterón, el reloj de bolsillo y, naturalmente, las esposas cerradas en torno a un hueso calcinado.

—Ya.

—¿A qué viene la pregunta, señor Craig?

Ben pareció no escuchar, debido a la coincidencia de un silbido del tren que sonó en aquel instante, y preguntó a su vez:

—¿Dónde está la Curva del Muerto?

Sam le dio los detalles.

Cuando Ben se separaba, lanzó una exclamación:

—¡Usted dijo que me daría dos dólares!

—Le daré uno y el derecho a dos rasurados gratuitos en la barbería, valorados en un dólar.

Sam recogió el único machacante y se arañó filosóficamente la crecida barba, pensando que, de todos modos, no había hecho mal negocio.

*   *   *

 

Helen Pleasant accionaba el manipulador del telégrafo con habilidad, aunque ahora no podía evitar cierto titubeo porque la presencia de los dos individuos en el fondo de la cabina la ponía suamemente nerviosa.

El fulano de los ojos como pozos, llamado Bart, la miraba sin pestañear desde hacía mucho rato.

El compinche del cuerpo de barril entró pasando una botella de whisky de una mano a la otra.

—Eh, Bart, ¿hace un trago?

Bart desvió sus ojos hacia el tipo con cuerpo de barril.

—Te dije que olvidaras el whisky, gordinflón.

—Me prohibiste que lo bebiera en la cantina, Bart. Por eso compré la botella. Para bebería aquí.

—Odio los borrachos, gordinflón.

—Escucha, Bart. No soy un borracho. Tú lo sabes. Lo único que necesito es chupar de vez en cuando para no aburrirme demasiado.

—Un día chuparás una bala.

—¡Bart!

—No quiero decir que te la mandaré yo, gordinflón. Pero te sorprenderá una autoridad con cualquier cargo y no tendrás pulso para defenderte y enviarle la ración.

—Escucha, Bart...

—Los borrachos son los peores tiradores del mundo.

El gordo empezó a abrir la boca para justificarse, pero decidió mantenerla cerrada.

No por demasiado tiempo, porque descorchó el frasco y trasegó produciendo un brillo inusitado en sus pupilas.

Bart seguía con la mirada fija en la bella Helen.

El gordinflón comenzó a reír sin previo aviso.

—Apuesto a que estás pensando lo mismo que yo, Bart.

—¿Sí, gordinflón?

—Piensas que el jefe tiene razón al no poder olvidar a esta fulana.

Bart se revolvió y descargó un revés en la boca del compinche.

—Sé más comedido, Lawrence. Si Lon supiera que llamas «fulana» a su esposa, seguro que te mandaba al infierno de un balazo.

—Oh, no quise decir...

—Pero lo has dicho, gordinflón. Lo has dicho.

Helen había dejado de accionar el manipulador.

Bart se inclinó y esbozó una sonrisa.

—Continúa, primor.

—Terminé la sesión de mensajes.

—Oh.

Helen giró aprovechando la rotación del taburete.

—¿Es cierto que Lon está vivo?

Bart cambió una mirada con Lawrence.

—¿Qué te parece, gordinflón? La señora Prince pregunta si su esposo está vivo.

Lawrence sonrió con sus gordos labios.

—Señora Pleasant, nosotros fuimos los primeros sorprendidos cuando vimos a Lon, después de mucho tiempo. Creímos que era un fantasma, señora Pleasant.

Bart descargó otro revés en la cara del gordo.

—¡¡No es la señora Pleasant, estúpido! ¡Es la señora Prince! ¡Si vuelves a equivocarte te echo los dientes abajo!

—Yo no quería...

—Pero lo has dicho, animal.

Helen observó sobrecogida a los dos hombres.

—¿Por qué han de permanecer aqu1", Bart?

—Ya lo aclaramos, primor. Lon ordenó que nos adelantáramos en el camino. Quiere que no cuidemos de ti, mientras él regresa.

Helen sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No —dijo tensamente—. Ustedes han sido enviados por Lon para que maten a mi actual esposo. A Link Pleasant.

—Vamos, primor. Tu verdadero amor es Lon. No tienes otro. La ley desestima el segundo matrimonio cuando aparece el primer marido.

 

—Valientes sujetos son ustedes para invocar la ley.

Bart rió por primera vez y fue muy alarmante porque emitió un ronquido que más bien parecía un estertor en vez de una risa.

—Primor, eres muy chocante. Por eso Lon está todavía por tus huesos.

—Cállese, Bart.

—¿De qué, primor? Sé poner el dedo en la llaga. También puedo leer en tus ojos las ganas que tienes de estar en los brazos de tu primer marido.

—Usted es un ser despreciable, Bart.

—Ah, qué doloroso es oír una verdad que no se quiere escuchar. Lo sabemos todos por experiencia, primer.

Helen alargó la mano para tomar el chai.

Bart la sujetó por la muñeca.

—Espera, primor. No puedes marcharte.

—El telegrafista de la tarde llegará dentro de un rato para relevarme.

Bart sonrió.

—Ya está advertido. Hoy harás doble jornada.

—¦Voy a salir de aquí, antes de que Link venga a buscarme.

—Quieta, muchacha.

Helen intentó tomar el chai y sobrevino un forcejeo entre ella y el sujeto de los ojos hundidos.

>De repente, la puerta de la cabina se abrió y una voz exclamó:

—¿Qué significa esto? ¡Suelte a mi esposa o lo mato!

Bart dejó libre a Helen y dio la vuelta para observar al esposo actual de Helen.

Era un hombre de unos cuarenta años, cabeza y hombros poderosos, de cara redonda y cabello entrecano. Vestía uniforme de factor de estación.

Bart entrecerró los ojos y observó largamente a Link Pleasant.

-Conque éste es tu marido, ¿eh, primor?

Link avanzó resueltamente.

—Le voy a romper los huesos quienquiera que sea.

Tropezó con el pie que el gordinflón acababa de estirar.

32 —

Rodó por el suelo y los dos pistoleros rieron con ganas.

¡Helen acudió al lado de su esposo, pero éste rehusó la ayuda y comenzó a ponerse en pie.

—No crean que les tengo miedo porque sean dos, canallas.

—¡Espera, Link! —exclamó Helen—. ¡Son dos pistoleros!

Bart sacudió la cabeza.

—Quizá ahora lo pienses mejor, ¿eh, Link? Pero no te va a valer de nada. ¿Verdad, gordinflón?

Lawrence se sujetó el corpachón en forma de tonel.

—No —sonrió—. No le valdrá de nada porque lo vamos a liquidar aquí mismo.

Bart y Lawrence sacaron las armas.

 

CAPITULO IV

 

—¡Esperen! —gritó Helen.

Bart y Lawrence la miraron interrogativos.

Helen cerró los párpados y manifestó:

—No hace falta que lo maten. Pueden decirle a Lon que volveré con él.

—¿Lon? —Link Pleasant acabó de ponerse en pie—. ¿Dijiste Lon?

—Vive, Link. Te habrías enterado de todos modos.

—Es imposible —dijo Link, completamente aturdido—. Tiene que ser una broma.

—Todos nos reiremos mucho —dijo Bart, sopesando el revólver—. Y ya puedes dar gracias al difunto Lon, ahora resucitado, que te concede una oportunidad.

Link no dijo nada.

Bart agregó respirando hondo:

—El jefe nos dijo que te metiéramos un poco de miedo. Esperaba que fueras comprensivo y te largaras.

 

—Jamás me apartaré de Helen. ¡Pueden decírselo a Lon!

Bart chascó la lengua.

—Entonces no tendremos más remedio que meterte una bala en el cráneo.

—Ustedes son una pandilla de cobardes, Bart. Eso son.

Bart miró al gordinflón, quien rió sacudiendo los hombros.

—¿Lo estás viendo, Lawrence? El jefe quiso ser magnánimo. Pero hay tipos que prefieren morir.

—¡No disparen! —gritó Helen.

-Aparta o podrías salir lastimada, muchacha —aconsejó Bart.

—¡No pueden asesinarlo fríamente! ¡Tendrán que matarme a mí también!

—Si Lon te oyese hablar así, tendría un celos y te sacudiría con una estaca, primor.

Link se arrancó de pronto.

Embistió de cabeza, torpemente.

Sonó un disparo.

Y se encontró con una bala a medio camino

Helen chilló agudamente.

El gordinflón la sujetó por el talle y le boca.

—Ya estás viuda otra vez, Helen —rió.

Bart se echó atrás y ocultó el cuerpo en el panel del telégrafo.

—Cuidado, gordinflón. Ahí viene Randall.

—¿El ayudante del alguacil?

Bart apretó los maxilares.

—No debiste hacer fuego, estúpido. Menos mal que todavía tenemos la sartén por el mango y enviaremos a Randall al infierno en cuanto trasponga la puerta.

Randall abrió la cabina.

Pero demostró ser un lince porque asomó el cañón del revólver y dijo conminatorio:

—Soltad las armas o juro que tiraré a las tripas.

 

El gordinflón Lawrence se asustó un poco, aunque repentinamente rompió a reír, chillonamente.

—¡Usted es quien va a morir con una bala en las tripas, Randall!

Randall no dijo nada.

El gordinflón prosiguió, obedeciendo a una señal que Bart le hizo con la cabeza:

—Usted va a arrojar el revólver y entrará aquí en este invernadero con las manos bien altas, Randall.

—Estoy perdiendo la paciencia, pistoleros.

—Nosotros ya la perdimos, ayudante —fanfarroneó el gordinflón—. Conque si no tira el revólver, apretaré el gatillo y la chica recibirá un plomo en el espinazo que la dejará jorobada.

—Lon los mataría por eso, amigo.

—Pero si no lo hacemos, será usted quien nos mate, Randall. De modo que muertos por muertos, siempre viviremos algo más.

El revólver de Randall no descendió una sola pulgada a pesar de las amenazas del forajido.

Bart apuntó con cuidado al extremo del arma de Randall.

Si acertaba, lo desarmaría de un balazo. En caso contrario, sólo perdía un cartucho.

Accionó el gatillo e hizo blanco.

El «Colt» saltó de manos de Randall impulsado por el proyectil de Bart.

Este salió del escondrijo y mostró una doble hilera de dientes que era justamente igual que las de las calaveras. Sonreía triunfal.

—Lo empezaré a balear por abajo y subiré poco a poco, ayudante.

Randall se limitó a mirarlo en silencio, inalterable.

La verdad era que no se daba por vencido. Pensaba echarse a un lado en el último instante, extraer un «Derringer» de emergencia que siempre llevaba en el chaleco y colocar las dos postas que contenía la pequeña pistola, una en cada forajido.

El dedo de Bart se curvó poco a poco.

 

Randall tomó impulso y dio un salto lateral.

Sin embargo, le faltó tiempo para extraer el «Derringer».

Bart salió de la cabina haciendo fuego y pespunteando al cuerpo del ayudante del alguacil, aunque sin tocarlo.

De repente, ocurrió algo inesperado.

El barbero Ben Craig llegó corriendo y haciendo eses.

levantó una peluca que llevaba en la mano.

—¡Esperen, muchachos! ¡Debo probar esto a un cliente! ¡Paso, por favor!

Bart suspendió el fuego un instante.

Entonces la peluca que portaba Ben en las manos produjo un trueno.

También escupió una bala acompañada de un chorro de fuego.

El proyectil se estrelló en la cara de Bart, quien dio la vuelta de campana muriendo en el acto.

El gordinflón quiso escudarse con Helen y hacer fuego al mismo tiempo.

Pero la extraña peluca del barbero escupió fuego por entre los rizos y el gordinflón sufrió un relleno.

Fue arrancado materialmente del cuerpo de Helen, quien lo vio chocar contra el fondo de la cabina, donde produjo un cortocircuito. Pero no corrió peligro de electrocutarse porque ya estaba bien muerto.

El silencio duró un siglo.

Ben Craig tenía una severa mirada, en contraste con su aparente bufonada de antes.

Dejó caer la peluca sobre la cara espantosamente deshecha de Bart, para que no resultara tan impresionante.

Luego, enfundó el arma humeante.

Entró en la cabina donde Helen se hallaba junto al caído, Link.

Link vivía porque el disparo que le hiciera el difunto gordinflón sólo le había rozado el cráneo, según Ben comprobó.

 

Helen levantó los ojos, anegados de lágrimas, hacia el barbero.

Sus labios temblaban sin poder articular palabra.

Randall se aproximó lentamente.

—No sé cómo darle las gracias, barbero.

Ben se incorporó.

Sostuvo la mirada del ayudante.

Randall sacudió la cabeza y añadió:

—No sé cómo hacerlo, pero tendré ocasión de pagarle, barbero. Algún día se lo pagaré...

Se interrumpió porque, al mismo tiempo que hablaba, intentó percutir con el dedo el pecho del barbero para dar mayor énfasis a sus palabras.

Pareció pensarlo mejor porque abatió el dedo y también cerró la boca,

Ben gruñó aprobatoriamente y acto seguido salió de la cabina.

Media hora más tarde, el anciano se sujetaba la cabeza con las manos, danzando alrededor de los sillones de barbero.

—¡Lo sabía! ¡Dios mío, lo sabía! Adiviné que pronto te buscarías dificultades!

Ben afiló la navaja que acababa de usar con un cliente, que salió piando de placer a causa del rasurado a base de crema reblandecedora del bulbo piloso.

—Sin embargo, Randall está de nuestro bando.

Reginald emitió una carcajada de amargura.

—¡Eres un iluso, Ben!

—¿Por qué?

—Randall estará cociendo alguna represalia escalofriante en estos momentos.

—No te entiendo, abuelo. Le salvé la -vida y quieres que encima me busque las cosquillas.

—Es un tipo orgulloso, Ben. Sabe que quedó eclipsado  un   instante  ante   el   vecindario.   No  ignora  que todos hablarán del barbero Ben que le salvó el pellejo.

-¿y...?

—Estrujará su retorcido cerebro para quedar compensado.

—No me digas.

—Apuesto a que pronto te ves con un lío encima y Randall alargando su mano protectora para resarcirte del favor prestado.

—Quizá.

Reginald aumentó las arrugas de la mueca que dibujaba en su cara.

—Pero lo peor vendrá después.

—Tú no acabas nunca, abuelo. No tienes precio como ave de mal agüero.

—Sesenta y cinco años proporcionan más sabiduría que un título recibido en la Universidad de San Francisco. Estoy viendo venir a Lon Prince.

—Ya salió.

—Y también le veo hacerse un tirabuzón con nuestros huesos.

—No es tan fiero el león, abuelo. Un muerto que regresa, siempre viene muy cambiado.

—¡Je! ¿Y qué me dices de los dos pájaros que envió como heraldos? Eran de la piel de Santanás.

—Estamos de acuerdo, Reginald.

—Lon te ajustará las cuentas por haberlos enviado al infierno. No sabes bien cómo las gasta.

Ben se pellizcaba el  mentón, pensativamente.

—Estuve en la Curva del Muerto.

—¿Tú? —galleó el anciano—. ¿Qué diablos tenías que hacer en el lugar del accidente?

—Quería estudiar la geografía de los alrededores.

—Lo que tenías que hacer es estudiar la geografía del camino de vuelta para largarte antes de que sea demasiado tarde.

—Necesitaba averiguar las posibilidades de que un tipo desaparezca de aquel lugar.

—¿Y bien?

—Observé   suficientes   recovecos,   grutas,   erosiones y otros caminos ocultos en la ladera. Ahora estoy seguro de que Lon pudo escapar con facilidad. Saltando lo mismo que lo hicieron Randall y los otros dos empleados.

—¿Encadenado con las esposas? ¿Crees que pudo sacar un duplicado de la llave cuando volaba la máquina por los aires? ¿Crees que abrió las esposas, colocó un hueso calcinado dentro y luego bajó moviendo las alas hasta una gruta de la ladera? Cuéntame ahora el de la Cenicienta, Ben.

Ben pestañeaba al ritmo de sus pensamientos.

—Probablemente, Lon tenía las esposas abiertas cuando se produjo el accidente. Lo más seguro es que se preparaba para escapar en un momento dado. Cuando la máquina voló hacia el valle, se dijo que no tenía que esperar más tiempo.

Reginald gruñó pegando un manotazo al aire.

Ben inquirió, obligando al anciano a dar la vuelta:

—¿Quién fue el primero en llegar al lugar del accidente?

—Los labriegos se aproximaron los primeros. Pero el alguacil no tardó en llegar, junto con los empleados de la estación. Entonces el fuego pudo ser apagado y todos pudieron acercarse realmente al tren siniestrado. Fue cuando empezaron las pesquisas.

—Quieres decir que, antes de la llegada del grupo oficial, no hubo manera de aproximarse al tren.

—Estaba al rojo.

—¿Y  Randall?  ¿Qué  hizo  Randall  entretanto?

—Estaba desvanecido.

—Un tipo como una torre desmayado como una dama.

—¿Qué insinúas?

Ben sacudió la cabeza.

—Nada, Reginald. Pensaba en voz alta,

—Escucha. No sé qué cueces en tu sesera. Pero puedes tener la seguridad de que el alguacil Padow y los empleados fueron los primeros en abordar los restos del tren. Fueron ellos los que hallaron los fragmentos de los cuerpos, de la mercancía, del dinero...

 

Ben iba a salir por la puerta para tomar un whisky en la cantina, pero giró sobre los talones.

—¡Repite eso, Reginald!

—¿El qué?

—Dinero. Dijiste dinero.

—Sí, infiernos. ¿Hice algo malo?

—¿Qué dinero era aquél?

—No tiene importancia, Ben. Era el botín de Lon Prince.

—Continúa.

Reginald se rascó la nuca.

—Lon fue detenido cuando estaba de paso por esta ciudad. En el momento de su detención, se le ocuparon veinte mil dólares que escondía en la silla del caballo

—Hola.

Reginald pestañeó.

—¿A quién saludas, hijo?

—A nadie, Reginald. «Hola», es una expresión de sorpresa que lanzo cuando una noticia me produce un campanillazo en el cerebro.

—¿Un campanillazo?

—Hablemos del dinero, Reginald.

El anciano cabeceó con un gesto de desagrado, a causa de lo ingrato del tema.

—El dinero fue conducido a la capital, junto con Lon Prince... Eh, ¿por qué te brillan así los ojos?

—Estoy pensando que habría sido la jugada del siglo si Lon escapaba y además se llevaba su fortuna particular.

—Eres el rey de la fantasía, Ben.

—No tan fantástico, abuelo. Supon que Lon tenía preparada su fuga. ¿Iba a ser tan tonto de huir durante el accidente y dejarse la plata?

—Olvidas una cosa.

—¿El qué, abuelo?

—El dinero fue encontrado... Es decir, los residuos del dinero. Algunos trozos de billetes quemados, varias gotas de oro fundido... El dinero también se lo llevó el diablo.

 

 

Ben encajó la noticia frunciendo el entrecejo.

Reginald alzó el rostro.

—En, ¿a dónde vas, muchacho?

—Tú dijiste que el dinero se lo llevó el diablo, ¿eh?

—Sí, Ben.

—Quiero averiguar qué diablo fue.

Reginald pestañeó sin comprender.

Y como no comprendió a pesar de su pestañeo, se dedicó a maldecir la hora en que se le ocurrió escribir a Ben Craig para que fuera su socio.

 

CAPITULO V

 

Ben entró en la pequeña estación, pero ahora se dirigió al edificio que servía de vivienda al factor del ferrocarril.

Cuando llamó a la puerta, ésta se abrió para dejar paso a un hombre de unos cincuenta años, que resultó ser el doctor, porque estaba dando instrucciones a Helen.

—...Y respecto a la comida, bastará hoy con un caldo de pollo y toda la fruta que quiera. Mañana revisaré el vendaje.

Helen asintió ante las instrucciones del facultativo.

—¿Es grave, doctor Porgess? —preguntó.

—El proyectil le abrió una brecha en el cuero cabelludo. Pero no hay lesiones internas porque la pupila reacciona a las pruebas del disco de Molowsky.

Porgess tropezó con el barbero. Alzó las cejas.

—Vaya, me han hablado mucho de usted, Craig.

—No sabía que conocía usted a mis acreedores, doctor.

El médico premió el infame chiste con una risita.

—Usted vale lo mismo para afeitar con jabón que para afeitar en seco. Gracias a su intervención no hemos tenido una mortandad en Gregorville.

 

—No tiene importancia.

El doctor le observó con fijeza.

—¦Dicen por ahí que Randall sigue vivo porque usted metió cucharada en el tiroteo.

—Tiene suerte, ¿verdad?

—Sí, canastos. Cuando lo del accidente, también se salvó por pelos.

Ben sonrió para sus adentros, porque el doctor acababa de tocar un tema que tenía en la mente.

—Aquella vez sufrió fractura del cráneo y...

—¿Fractura? Oh, no. Salió con simples arañazos del gran salto al abismo.

Ben pestañeó, simulando desorientación.

—Oí decir que fue hallado inconsciente.

—Despertó inmediatamente que llegó la patrulla de socorro que componíamos el sheriff, yo, y los empleados de la estación.

—Inmediatamente, ¿eh?

—Revisé su cabeza y su cuello y los tenía en buen estado.

—¿Chichones?

—¿Cómo dice, Craig?

—Pregunto si halló chichones, hematomas o lesiones en su cabeza que justificaran el desmayo.

Los ojos del doctor se achicaron.

—Es curioso.

—¿El qué?

—Su desmayo fue debido a la impresión. No había ni un chichón.

—Esos tipos duros siempre tienen su punto flaco, doctor. Los sobresaltos les arrugan como un calcetín mojado.

El doctor estudió la expresión del barbero.

Indudablemente estaba pensando en algo, pero decidió mantener el silencio.

Ben señaló su patilla derecha.

—Venga por el negocio y Reginald le cortará esa patilla a mi gusto. Tiene un aspecto que no me satisface.

 

—Acudiré más tarde.

Porgess se despidió con un gesto.

Cuando descendía la escalera, dio la vuelta mirando disimuladamente hacia arriba.

Encontró la dura mirada del barbero quien sonrió para matizar la expresión.

Helen regresó al vestíbulo.

—¿No quiere pasar, señor Craig?

—Prefiero no molestar a Link, ahora que ya sé cuál es su estado.

—Es usted muy amable, señor Craig.

—Celebraré que se restablezca pronto.

Helen mantuvo la puerta abierta.

Ben llevó dos dedos al ala del sombrero para despedirse y bajó el primer escalón.

Helen dijo entonces:

—¿Qué más venía a preguntarme?

—¿Cómo?

—Ya sabe, señor Craig. ¿Qué quiere saber además del estado de Link?

Ben la miró con fijeza y se dijo que Helen era un lince.

—¿Le habló usted a Randall del telegrama de Lon? Helen pestañeó.

—No. No recuerdo haberle dicho nada. —Entonces,  ¿cómo   sabía  Randall  que  Lon estaba vivo?

—¿Lo sabía antes de enírentarse con los dos pistoleros?

—Recuerdo que el jaleo me sorprendió en la esquina de la calle. Randall entró en la cabina y gritó: «¡Lon les mataría si lo hicieran!»

—Fue cuando Bart y Lawrence amenazaron con matarme si no soltaba su arma.

—Luego Randall ya lo sabía. —Ben se pellizcó el mentón—. Hay cosas muy curiosas en este enredo.

—Pudo leer la noticia en uno de los números atrasados de La Trompeta del Mensajero.

 

—Tal vez. Pero es posible que Lon le enviara una carta aparte y le anunciara su llegada.

—No insinuará que están en combinación los dos, señor Craig.

—No insinúo nada, señora Pleasant. Lo que puedo asegurar es que Randall no se sorprendió mucho de la resurrección de Lon.

—Tengo que darle la  razón, señor Craig.

—Pasemos otra vez al telegrama, señora Pleasant. ¿Desde dónde lo recibió usted?

—Desde Olmedo.

—Olmedo está a doscientas millas de esta ciudad —dijo Ben, pensativo.

—Estoy segura de que Lon no tardará en llegar. Recibí el telegrama esta mañana a primera hora.

Ben miró por encima del hombro a la mujer.

Esta pareció adivinarle el pensamiento porque dijo:

—Puede seguir hablando. Link está durmiendo, bajo los efectos de un sedante que le administró el doctor.

—¿Cree usted capaz a Lon de volver a Gregorville a por usted?

Helen acogió la pregunta con un estremecimiento.

Dejó perder la mirada en la oscuridad de la escalera.

—Lon y yo nos quisimos mucho.

Ben mantuvo pegados los labios.

Helen agregó, ahora contemplando el ruedo de la falda.

—Nos casamos seis meses antes de su detención. Nunca sospeché cuál era su verdadera profesión. Cuando le detuvieron en esta ciudad, vine corriendo. Pero llegué tarde, porque el accidente había ocurrido dos días antes.

—Conque usted habría llegado tarde de todos modos.

—¿Qué quiere decir, Craig?

—De no haberse producido el accidente, usted tampoco habría hallado aquí a Lon. Ya se lo habían llevado.

—Sí.

—Estoy pensando si no lo sacaron de Gregorville demasiado aprisa.

 

Helen observaba perpleja al barbero.

—Oiga, Craig. ¿Quiere decirme en qué está pensando?

—En el dinero.

—¿Dinero? —Helen entrecerró las pestañas.

—Nadie ignora que se perdieron veinte mil dólares en el accidente. Los veinte mil dólares que componían el botín de Lon. El y el dinero fueron llevados a la capital. Pero nunca llegaron. Lon dejó unos restos que han resultado ser los de otro. Y el dinero también voló y dejó unos restos de los que no me fío demasiado.

—Siga, Craig.

—He tratado de indagar si usted es un buen motivo para que Lon regrese a un avispero donde sería detenido en el acto.

—Estoy segura de que Lon me sigue queriendo.

—Bien, señora Pleasant, bien. Pero cuando estaría todo plenamente justificado es si Lon volviese a por usted y a por el botín.

—Usted insinúa que el botín no se perdió.

—No se perdió para todos, Helen —Ben la observó con fijeza—. Es como una corazonada. Y nunca me engañó el corazón.

Helen parecía ansiosa por saber más del asunto, pero Link debió recuperar el conocimiento porque emitió unos gemidos.

—Nos volveremos a ver, señor Craig.

—Seguro.

Ben se despidió de la mujer y descendió la escalera.

Alcanzó a escuchar unos pasos apagados y se aprestó a saber quién estaba allá abajo.

El doctor Porgess surgió de la oscuridad de la escalera.

Ben frunció el entrecejo.

—Creí que se había marchado, doctor.

Porgess tosió.

—Me marché, pero regresé, después de pensar que Link dormirá mejor con una dosis más alta de somnífero.

 

Ben observó con fijeza a los ojos grises del facultativo.

Eran inexpresivos como dos gotas de hielo.

Y Ben no pudo averiguar si mentía y había permanecido en el rellano de abajo, con la oreja tendida para escuchar su diálogo con la esposa de Link Pleasant.

Ben fue a entrar en la barbería y sintió que le clavaban un «Colt» entre los ríñones.

—No se mueva, Craig.

Ben pestañeó, perplejo.

—¿Es usted, alguacil Fadow?

—¿Quién quiere que sea, barbero?

Ben chascó la lengua.

—Escuche, alguacil. Si su ayudante Randall le está eclipsando, no es motivo para que usted vaya al otro extremo y ahora quiera dedicarse al asalto por las esquinas.

—¿Qué estás diciendo, Hutchinson? —rugió Fadow.

Ben dio un respingo.

—¿Hutchin...? Eh, alguacil. Soy Ben Craig. El nuevo barbero de Gregorville. ¿Qué le pasa?

—Usted es Hutchinson.

—Ya. Ahora ya no soy Luke Yugular. Ni Morgan Guante Blanco. Ahora soy Hutchinson.

—No sé cómo pude equivocarme, maldición, su rostro me resultaba familiar. Pero no hacía más que dar palos de ciego. De repente, me ha venido la inspiración y lo he visto todo claro.

—¿El qué, alguacil?

—Cuando usted disparó con aquella tremenda habilidad sufrí como un martillazo en el cerebro y me di cuenta. Entonces me dije sin titubear: «Alguacil, estás ante el mismísimo Jim Hutchinson, el hombre de la ráfaga infalible.»

Ben compuso una mueca de cansancio.

 

—Y como siempre, habrá buscado las pruebas para acusarme, ¿eh?

—Vuélvase, Hutchinson.

Ben dio la vuelta, las manos en alto, lo que ocasionó un pequeño tumulto de curiosos.

El alguacil sonrió como una fiera con su presa a punto de estrujar entre las uñas.

—Usted lleva las pruebas encima, Hutchinson.

—No me diga, alguacil.

—He recordado las instrucciones de los pasquines. Hutchinson es escurridizo. Pero no puede borrar una marca en el pecho, un tatuaje que le identificaría entre un millón.

—Ya.

—Enséñeme el pecho.

Ben giró la cabeza vertiginosamente.

—¿Aquí en público?

—¡Hutchinson, usted se la va a ganar!

—Hay damas delante, alguacil.

—¡Abrase la camisa o le pego un balazo en el codo!

Ben asintió, irritado.

Desabrochó los botones de la camisa.

El alguacil introdujo la cabeza dentro de la camisa del barbero como si se tratara de la máquina de un fotógrafo.

—¿Dónde está? —masculló.

—Olvidé decirle que a veces el tatuaje me resbala y lo recupero en la rodilla derecha.

Fadow sacó la cabeza revelando un intenso estupor.

—¡Debió borrar el tatuaje en forma de calavera! ¡Debió hacerlo con algún líquido especial ¡Ha desaparecido y tenía que estar!

Ben abotonó la camisa y se aproximó a la puerta de la barbería.

—Cuidado con revelar los tres lunares en forma de media luna que ha visto, alguacil. Son el secreto que tenemos en común una tal Mercedes y yo.

Los curiosos rieron con ganas y Fadow lanzó un rugido de impotencia, rojo de rabia.

 

Ben entró en el negocio y tropezó con un gigantón que parecía una columna de granito.

—¡For íin llegó el artista! —rugió el gigantón, riendo de modo que la barbería entera vibró de modo alarmante.

Ben dio la vuelta mirando detrás de él, aunque sabía que no había nadie.

—¿Se reftere a mí, pequeñajo?

El gigantón volvió a abrir la boca, pero esta vez Beginald y Ben no estaban desprevenidos y se apartaron mientras vomitaba una risotada que les habría lanzado al suelo con la onda expansiva.

—¡Me hablaron de ti y no podía creerlo hasta que me enseñaron el trabajo de una cabeza y una barba!

—Usted viene a arreglarse, ¿eh?

—Mi nombre es Anthony Orrin, muchacho.

Reginald llegó pegando saltitos.

—Anthony es un caballero muy temido... Infiernos, quería decir muy respetado en toda la comarca. Un gran hombre por su buen corazón, su bravura, su cretinismo, su...

—Has dicho bien, abuelito —golpeó Anthony las espaldas del viejo, tomando lo de «cretinismo», por algún don especial.

El anciano tuvo un acceso de tos a causa del golpe y acabó pegándose de cabeza contra la pared.

Ben guió al hombrón hacia el sillón en evitación de algún desastre como, por ejemplo, que tumbara el edificio.

—¿Cómo lo quiere, señor Orrin?

Orrin tuvo de pronto una expresión angelical, aunque estaba despatarrado como un animal antediluviano, el brazo derecho arrastrando por el suelo a causa de la enorme longitud.

—Voy a casarme.

—Enhorabuena, señor Orrin.

—Voy a casarme con la muchacha más bonita de todo el condado.

—Estoy seguro de que serán muy felices si ella despierta de la droga que le dio usted.

 

Anthony pestañeó medio enfurecido. Consultó al anciano Reginald.

—¿Qué quiere decir este pillastre, abuelo?

Reginald sonrió forzadamente, evidenciando su temor por el hombrón.

—Ha sido un chiste para que te rieras, Anthony. Ahí donde lo ves, Ben era el barbero más chistoso de Saint Louis, Abilene y Houston.

Anthony acabó por gruñir aprobatoriamente.

—Si quieres que me ría, tendrás que contar chistes que yo pueda entender, o con estos dos dedos haré un nudo en tu cuello que tardarás una semana en poderlo deshacer.

Reginald cerró los ojos porque sabía que Ben nunca se dejaba hablar de aquel modo.

El joven sonrió, señalando la mano del hombrón.

—¿Dijo dedos? ¿Se refiere a esa especie de trompas rematadas por losas que hacen el papel de uñas?

Por el contrario, Anthony no se enfureció. Rompió a reír como si aquello tuviese mucha chispa.

—¡Infiernos! ¡Tienes buenas ocurrencias, pillastre! ¡Trompas! ¡Lo mismo dijo un tipo al que le rompí el cuello con el pulgar y el índice! ¡Llevó escayola un año y repetía que no lo hice con los dedos, sino con dos cosas como trompas!

Reginald abrió la boca para reír aduladoramente, aunque todo era forzado.

Ben empujó la cabeza del cliente.

—Deje resbalar el resto de lo que sobre hacia el suelo, míster.

—¿Estoy bien así para afeitado y corte de cabello, pillastre? —cerró los ojos beatíficamente. —Reginald, trae el serrucho. Anthony abrió los ojos que acababa de cerrar. —¿Cómo?

—Ben le llama serrucho a la navaja especial para barbas distinguidas, Anthony. Son cosas suyas.

—Quiero que Betty me vea bien afeitado, peinado... —¿Así se llama la víctima? —dijo Ben.

 

Anthony fue a soltar una Imprecación, pero comprendió que era una broma y la celebró con una carcajada que aventó el paño que Ben acababa de colocarle alrededor del cuello.

—Quiero que me encuentre atractivo, guapo, arrebatador.

—¡No. Ben! —gritó Reginald, aterrado, porque el joven estaba a punto de replicar con algo que habría enfurecido al hombrón.

—¿Qué está pasando aquí? —dijo Anthony—. Se les ve raros, muchachos.

Reginald carraspeó:

—Acabo de protestar, porque Ben tenia intenciones de usar el vulgar Jabón para barbas corrientes. He traído una crema que hace reblandecer la barba de un modo que la navaja parece el ala de un ángel.

—¡La crema! ¡Quiero la crema!

Ben soltó un chorro en las fauces del hombrón, quien escupió, pero tuvo que cerrar aprisa los labios porque la aplicación de la crema resultó a dosis masivas.

El viejo tomó la brocha y pasó a extender la crema muy aprisa, para dar a entender que todo el personal se ocupaba del ilustre visitante.

De repente, Anthony cayó en un profundo sueño y emitió ronquidos que sugirieron el principio de un temblor de tierra.

—Con el asunto de la boda en ciernes, debe de estar sin pegar ojo varias noches —rió el anciano dándole a la brocha.

—O quizá el bastardo se hace el dormido con algún propósito —agregó Ben, esperando una reacción del cliente.

Reginald se apartó alarmado, pero Anthony dormía efectivamente porque sus ronquidos fueron más profundos.

Ben acudió al armario de los instrumentos para buscar una losa de afilar.

Y de repente, se llevó la sorpresa más grande del mundo.

En el pequeño cuarto de enseres de la barbería había algo más que cremas, correas de afilar y frascos.

 

También había una mujer.

Lo que dejó a Ben de una pieza no fue solamente hallar «aquello» en el armario.

 

Además, la chica era una preciosidad.

Tenía los ojos más grandes del mundo, las curvas más esbeltas del mundo y la cintura más estrecha del mundo.

Su rostro quedaba encajado en un óvalo perfecto gracias al cabello que cubría sus orejas, un cabello negro y brillante, revelador de una raíz sana y el cepillado constante, según el ojo profesional de Ben dedujo de inmediato.

La muchacha movió los rojos labios y anunció:

—Soy Betty Sunday, la chica que tiene que casarse -con ese animal.

 

CAPITULO VI

 

Reginald se puso tan nervioso que empezó a enjabonarse él mismo.

Betty! ¿Qué estás haciendo aquí?

 

La muchacha empezó a salir del armario.

—Estoy huyendo de esa bestia, Reginald.

—¿Te has vuelto loca?

Betty levantó una pierna para salvar las botellas del suelo, y Ben tuvo oportunidad de ver un trozo que le causó serias dificultades respiratorias.

—¿Quiere ayudarme, barbero? —sonrió Betty—. No sé cómo pude entrar aquí.

Ben la sostuvo por el talle y la colocó en el suelo de la barbería.

Los dos quedaron un momentos juntos.

—Gracias, señor Craig. Usted sí que sabe tratar a una dama.

—Porque  anteriormente  fui  peluquero  de   señoras

 

—replicó Ben, mareado por la fragancia que emanaba de la bella Betty.

Se separó de ella dificultosamente y señaló a Anthony.

—Fue usted quien le drogó, ¿eh?

—¿Cómo lo supo?

—Tenía todos los síntomas del que ha sido drogado con aceite de cacto.

Betty reflejó cierto dramatismo en sus pupilas.

—Me vi obligada a hacerlo.

—Va a ser su marido, Betty.

—Vinimos a Gregorville para casarnos. Durante el trayecto que separa a Gregorville de nuestros ranchos, Anthony se portó bastante bien. Pero cuando llegamos al hotel, insistió en que quería besarme. Fue cuando me di cuenta de lo espantoso de mi situación.

—Ya. No lo quiere.

—¿Quererlo? Me da horror sólo de mirarle.

—¿Por qué le dio pie allá en el valle?

—Nadie le dio pie, barbero. Anthony es el cacique del valle. No pide nada. Lo toma. Un día fui a vivir allí con mi hermana y me vio. Desde aquel día dijo que yo sería su esposa.

—No tiene mal gusto.

—Gracias por la participación, barbero. Pero tenía que verse en mi situación para saber lo terrible que resulta todo esto.

—De modo que decidió casarse con usted.

—Mi hermana y mi cuñado estaban sobrecogidos y lloraron a coro para que aceptara. Anthony les arruinaría, les aniquilaría, les... En ñn, no sólo ellos. Los vecinos también me rogaron por mi propio bien. Aquella pesadilla se resolvió cuando de pronto me vi viajando con este hipopótamo contrahecho.

Reginald siseó espantado e intervino:

—¡El efecto del aceite de cacto puede durar menos de lo corriente en un tipo como Anthony! ¡Huye de aquí! ¡Huye antes de que te sorprenda y tengamos un desastre!

Betty asintió:

 

—El aceite me lo dio una buena vecina por si me vela en dificultades con él. Cuando lo del hotel, Insistió tanto en lo del beso que tuve que abrir la puerta.

—¿Y? —Inquirid Ben en suspenso.

—Le pedi que bebiéramos un  refresco antes.

—Antes.  Eres lista, pequeña.

—Deslicé el contenido del frasco de aceite de cacto en el vaso. Bebimos. No tardó en dormirse.

—Entonces  huiste, ¿eh,  Betty?

—Uno de sus hombres debió ser el encargado de despertarlo. Interrumpió el efecto del narcótico. Comenzaron a buscarme por todas partes. Entonces pensé que no me encontraría aqui...

—¿Qué infiernos te hizo pensar en ello? —interrumpió el viejo Reginald. cada vez más alarmado—. Nos vas a buscar un buen lio, muchacha.  ¡Debiste huir!

—Sus hombres están registrando la ciudad de arriba abajo, Reginald.

—¿Crees que me consuelas? —galleó el anciano.

Ben alzó la mano, interrumpiendo la discusión.

—Un momento, amigos. Betty tiene que esconderse en algún sitio.

— ¡Pero no será en mi barbería!

—Creí que era «nuestra», barbería, abuelo.

—¡No quiero más jaleos! ¿Lo oyes, Ben? ¡Es demasiado para mis viejos huesos!

En aquel instante todos quedaron rígidos al escuchar un bostezo  descomunal  del cliente.

—¡Nena! —aulló, los ojos fuera de las cuencas.

Betty sonrió con una mueca en su lindo rostro.

—Hola, Anthony.

El gigantón pasó la mano por su rasurado rostro y exclamó:

— ¡Consiguieron el milagro, muchachos! ¡Betty me huia como una gacela y ha venido mansamente a buscarme a la barbería!

Ben controló sus ansias de soltar la derecha y aplastar aquellas narices del tamaño de una berenjena. Anthony rió, felicitó a los barberos y finalmente asió del brazo a Betty Sunday, quien tenía todo el aspecto de una oveja camino del matadero.

—¡Esta propina es para los dos, muchachos! —rugió Anthony lanzando un dólar al aire—. ¡Volveré más tarde para cortarme el cabello! ¡No tardaré, muchachos!

Guiñó un ojo y se llevó a Betty.

Ben apretó los labios, dando un paso adelante.

El viejo Reginald lo sujetó.

—¡No tienes derecho a intervenir, muchacho! ¡No lo tienes! ¿En qué diablos estás pensando? ¿Tienes la cara como el granito tallado! ¡Me das miedo, Ben!

—Estoy pensando en que Betty ya apuró el narcótico.

—Eh, cálmate. Acaban de entrar en la sombrerería de damas. No la lleva al hotel.

—Eso nos da una tregua para poder pensar en sacarla de las zarpas del dinosaurio.

—¡Lo que tienes que hacer es ocuparte de la clientela o pronto tendremos que practicar la mendicidad!

—Es un buen consejo, amigo —dijo una voz bien timbrada—. Acéptelo.

Ben y Reginald dieron la vuelta sobre sus talones.

Un individuo alto, de anchos hombros, ojos de fuego y barba muy crecida, penetró en el local y tomó asiento en el sillón.

Reginald corrió haciendo reverencias.

—Usted no es de estos andurriales, caballero.

El recién llegado alzó su mirada de fuego hacia el anciano.

—¿Cómo lo sabes, Reginald?

—Regí... Conoce mi nombre, ¿eh, míster? Ya veo que la fama de mi negocio llega muy lejos después que Ben Craig está trabajando aquí. Es el genio. Es el artista. Es...

—Es el hombre que liquidó a dos sujetos que venían en mi nombre, Reginald. Por eso tenía ganas de conocerle.

Ben y Reginald cambiaron una mirada intensa.

Reginald farfulló varias veces antes de poder exclamar :

 

—¡Lon Prince!

Lon Prince estiró las piernas en el sillón.

—Veo que me recordaste, a pesar de la barba.

—¡Lon Prince!  ¡Es... increíble!

—No me esperabas, ¿eh? Nadie me esperaba. Hasta que ordené publicar aquel artículo para que todos supieran que seguía vivo.

Reginald sudaba copiosamente.

—Señor Prince... Nosotros no tenemos nada contra usted... Nosotros... Bien, el chico sólo hizo que defender la vida de Randall cuando sus pistoleros..., quiero decir, sus muchachos.

—Cierra la boca, Reginald.

—Seré un mudo para el resto de la sesión.

Lon asintió con un gruñido y observó al joven.

—Hizo bien en liquidar a aquellos dos manazas, muchacho.

Ben se aclaró la garganta.

—De modo que fueron heraldos de su llegada...

—Fueron simples entrometidos. Un par de viejos socios a los que abandoné hace muchos años. Quisieron simpatizar conmigo. Por eso llegaron aquí sin autorización de nadie.

—Hablaban de proteger a su esposa.

—Helen —dijo Lon, con un tono de voz como un murmullo.

Ben y Reginald no dijeron nada, aunque se miraron.

Lon Prince agregó,  observando al muchacho: -;.No va a afeitarme, muchacho?

—Eso está hecho.

—Si quisiera, podría cortarme el cuello, ¿verdad?

—No estaba pensando en eso, Lon.

Lon esbozó una sonrisa.

—Tengo unos cuantos hombres repartidos por la calle, barbero. Les advertí que si me ocurría algo, ustedes serían rociados con petróleo y quemados vivos.

—Gracias por el consejo.

—Tenía que aclarar el punto, barbero.

Lon se acomodó y Ben procedió a enjabonarlo.

 

—Cuando me afeite la barba, ya podré aparecer en público.

—¿Y Randall?

—¿Qué hay con él?

—Querrá detenerle otra vez.

Lon emitió un gruñido, risueño, los ojos cerrados ante la caricia de la brocha.

—Estoy muerto, barbero. No lo olvide. ¿Puede detenerse a un muerto?

—No hay precedentes. Pero siempre hay posibilidades, Prince.

—Randall no me detendrá.

—¿No, eh?

—Intentará matarme esta vez.

Ben se aclaró la garganta.

—¿Por qué tiene que hacerlo, Prince?

—Nos odiamos.

Ben carraspeó ahora algo más fuerte.

—¿No será por el dinero, Prince?

Lon Prince abrió ahora los ojos.

—¿Qué sabes del dinero, barbero?

—Que desapareció.

—Sigue, barbero.

—Se hallaron restos de él entre las cenizas del accidente. Naturalmente, no se pudo aprovechar un sólo dólar.

—No. No se pudo aprovechar. Y no se pudo porque alguien lo escamoteó. Se lo embolsó y echó al accidente la culpa de su desaparición.

Ben continuó pasando la brocha por el rostro del pistolero.

—¿No se lo quedaría el propio Randall?

—Hablas demasiado, barbero.

—Los barberos hablan mucho.

—Y también son valientes, ¿eh? Lo que hiciste con Bart y Lawrence fue algo fuera de serie. Me lo han contado. No eres malo con el revólver, infiernos.

—Me enseñó a disparar un fraile mexicano.

Lon Prince lanzó una carcajada.

—Ese chiste estuvo muy decente.

 

—Lo dije porque usted debe de haber conocido a muchos frailes mexicanos.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Usted estuvo en México.

—¿Eres adivino, barbero?

—No, pero me gusta jugar a las adivinanzas.

—Un juego peligroso.

—Según con quién uno juegue. ¿No le parece, señor Prince?

Los labios de Lon Prince esbozaron una sonrisa.

—Afeita, muchacho. El jabón me pica.

Reginald, que llevaba mucho tiempo callado, intervino :

—Le daré otro pase con nuestra crema suavizadora.

—A callar, abuelo. Tú te vas a estar quieto.

Reginald se quedó de muestra, con un pie en el aire.

—Sí, señor. Yo me voy a estar quieto.

—Si entra alguien a afeitarse, dile que le afeite su padre.

—¿Y si viene a pelarse?

—Reginald, no soporto cierta clase de bromas.

—Perdón, señor Prince.

—Recuerda tus palabras, eres mudo.

—Sí, señor Prince. No, señor Prince... Maldita sea, señor Prince, tengo mucho miedo en el cuerpo y es lo que me hace decir las palabras.

Lon Prince le fulminó con la mirada y el abuelo se puso una mano en la boca.

Ben empezó el afeitado de Prince.

—¿Puedo hacerle preguntas, Prince?

—Yo no puedo darte respuestas mientras me afeitas, porque podrías cortarme.

—Sí, es cierto. Se me podría ir la navaja. Por menos de nada le degollaría.

Ben adoptó un aire puramente profesional, pero, cuando estaba afeitando el cuello, dijo:

—Yo veo así las cosas, señor Prince... Aquello fue, en realidad, un accidente, pero ha habido momentos en que pensé que pudo ser un sabotaje. Se me metió la idea en la cabeza que usted y el ayudante Randall se habían puesto de acuerdo. Randall le salvaba a usted la vida dejándole huir, y él se quedaba con el dinero.

Lon Prince cogió la mano de Ben armada con la navaja y la apartó de sí.

—Otra vez las adivinanzas, ¿eh, muchacho?

—Dígame si me equivoqué.

—Fue un sabotaje.

—Gracias.

—Y el ayudante del alguacil fue un bastardo.

—Usted se libró, Prince.

—Sí, tuve esa suerte, lo mismo que el hijo de perra de Randall.

—¿Y cuál de los dos se llevó el dinero?

Lon Prince se echó a reír.

—¿Quién crees tú?

—Randall.

—Barbero, te estás ganando un hoyo.

—¿Por qué dice eso?

—Porque es la verdad. Entérate de una vez por todas, Ben. He pasado muchos años fuera de nuestro país, en México, como tú dijiste. He esperado cinco largos inviernos, pero al fin llegó mi día. ¿Lo entiendes bien, muchacho? Mi día —guardó un silencio y agregó con voz enérgica—: Ahora afeita como es tu obligación, y calla.

Ben Craig le continuó afeitando.

—¿Un poco de loción? —dijo cuando terminó.

—No, gracias. Me gusta oler a hombre.

—Mi loción es de hombre. Tiene un título muy sugestivo, «Encantos de las Viudas».

Lon Prince rió de buena gana.

—Sí, creo que me va a gustar la loción. Es justamente la que me conviene, porque pronto veré a mi viuda.

 

 

 

 

 

CAPITULO VII

 

Las últimas palabras de Lon Prince provocaron en Reginald un acceso de tos.

—Te conviene el jarabe, abuelo —dijo Prince.

—Me voy a tomar un litro, señor Prince. Se lo prometo. En cuanto usted se vaya.

Ben dio la loción a Prince, que en seguida saltó del sillón.

—¿No le arreglo el cogote? —dijo Ben Craig.

—No.

—Lo tiene feo.

—No me importa que esté feo.

—¿Las patillas? Están demasiado espesas.

—Está bien. Las patillas —dijo Lon y se volvió a sentar en el sillón.

Ben cogió las tijeras y el peine y se puso a trabajar en la patilla derecha.

—Señor Prince —dijo—, ¿qué va a hacer con ella? Ya sabe, su viuda.

—¿Es asunto tuyo?

—Ella es una mujer.

—Qué gran sorpresa. No lo sabía.

—Hablé con Helen un par de veces. Dijo que le quería a usted.

—Oh, sí, me quería tanto que, cuando le dieron la noticia de mi muerte, se apresuró a casarse con otro hombre.

—Ocurrió mucho después de su supuesta muerte. Helen no me parece una mujer de la clase que usted sugiere, de esas que hoy están por un hombre y mañana por otro. Debe tener en cuenta sus circunstancias. Estaba sola, y cuando pasó mucho tiempo, se cruzó en su camino Link Pleasant... Y...

 

—Y ella pensó que era el hombre con el que podía rehacer su vida.

—"Más o menos, es eso.

Lon Prince cogió otra vez la mano de Ben con la que sujetaba las tijeras.

—Barbero, quiero que sepas algo. No me gusta el melodrama. Lo aborrezco con todas mis fuerzas. Una vez, en México, capital, estaban poniendo en escena un lacrimógeno folletín. Estaba allí con mis hombres, y les di una orden. Que los siete actores que componían la compañía, cuatro hombres y tres mujeres, fuesen arrojados al abrevadero... Sí, señor, eso fue lo que hice porque no me gustó aquel melodrama... Y tú me estás resultando lo mismo que uno de aquellos actores. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que me eche a llorar? Si es eso, estás corriendo el peligro de que mis muchachos te tiren al abrevadero.

—No se atreva.

—¿Qué?

—No me dejaré meter en el abrevadero.

Los dos hombres se miraron a los ojos en silencio.

Reginald sufrió otro violento ataque de tos, pero no esperó a calmarse porque echó a correr y salió de la barbería.

Aquel suceso sirvió para que se rompiese la monotonía de la escena.

Lon Prince rompió a reír en carcajadas.

—íEse abuelo es un cobarde y tú parece que tienes muchas agallas.

—Lo único que pasa es que no consiento que me pisoteen.

—No he venido a Gregorville a discutir contigo, barbero. Continúa con tu oficio. No te metas en negocios que no te interesan. Ese es el mejor consejo que te puedo dar, muchacho. He vivido mucho y sé que a nada conduce tratar de arreglar los problemas del prójimo. Uno tiene bastante con arreglar los suyos... Y ahora basta de charla y termina de arreglarme la otra patilla.

Ben Craig hizo un esfuerzo para contenerse, pero se dijo que, después de todo, no era buen momento para solucionar aquel asunto, porque en él estaban implicadas demasiadas personas.

Un hombre entró en la barbería. Era tan barbudo como Lon Prince antes del afeitado, y sus ropas olían a sudor y estaban llenas de polvo. Su cabello era negro como el alquitrán y sus ojos como los de la víbora antes de atacar.

—Patrón.

—¿Qué hay, Zarco?

—Todavía no encontramos a Randall.

—¿Qué clase de inútiles sois?

—Patrón, le hemos buscado por todas partes, pero todavía no dimos con él. Sólo encontramos al alguacil.

—¿Está ahí?

—Sí, te lo trajimos.

—Está bien. Hazlo pasar.

Zarco Adams se apoyó en el marco de la puerta, y con un brazo en jarras, volvió la cabeza hacia la calle.

—Eh, muchachos, mandadme acá al hombre de la estrella.

Se oyó un grito y el alguacil entró dando traspiés.

—¡Prince! —grito—. ¡Esta no es forma de tratar a una autoridad!

Prince se enderezó en el sillón.

—¿Qué le hicieron mis hombres, alguacil?

—Me pegaron una patada en salva sea la parte.

—Lo podrá resistir. Estoy seguro. Hay otras muchas cosas que no se pueden soportar. ¿Quiere que le ponga un ejemplo?

—Como usted quiera —dijo el alguacil, conciliador.

—No se puede resistir ser atrapado por un par de representantes de la ley aficionados, y permanecer en una celda con una cama llena de insectos y comer comidas apestosas... Ni tampoco resulta soportable los escupitajos a la cara y los jarros de agua fría, porque un ayudante de alguacil intenta sacarle a uno el escondite del dinero...

—Eh, Lon, yo no tengo nada que ver con eso.

—¿No estuve encerrado yo en su comisaría?

—Sí, eso es cierto, pero le dimos buen trato.

 

—Usted me metió en una cama llena de chinches.

—Hemos luchado contra ellas mucho tiempo, pero pueden con nosotros. Nuestro presupuesto es muy pequeño.

—Claro, y por eso también me daban aquella bazofia para comer. ¿La comían ustedes?

—Tengo el estómago delicado.

—Oh, sí, seguro. Y también lo tenía delicado su ayudante. Ustedes iban a comer a la cantina. En cuanto a los baños de agua helada...

—¡No fui yo!

—Usted estaba presente cuando Randall me dijo que me arreglaría las cuentas y que me sacaría uno por uno mis secretos. Usted estaba en la comisaría mientras Randall iba a por el agua helada, cuando el termómetro en ese momento marcaba los dos grados. Me arrojaba los cubos de agua a través de la reja y yo daba diente con diente.

—Usted sabe que yo traté de impedir eso.

—Pero Randall no le hizo ningún caso. Dijo que aquél era el mejor medio para que yo hablase.

—Soy un viejo sin autoridad.

—Entonces debió presentar su renuncia. Pero ya basta de discusiones. Sólo tiene una oportunidad de salvación, alguacil. Le voy a dar una hora para que encuentre a Randall.

—¿Qué pasará si no le encuentro?

—Es usted un ingenuo —rió Prince ferozmente—. Le mataré.

—¡No puede usted hacer eso!

—Lo haré, alguacil, y usted lo sabe. Búsqueme a Randall, y lo mataré a él en su lugar.

—Pero usted no puede cometer un asesinato.

—Lo que voy a hacer con Randall no se puede llamar asesinato... ¡Largo de aquí ahora! Y busque a Randall. Ya sabe, si no lo encuentra en sesenta minutos, me cobraré con la piel de usted.

—Espere, yo...

—Ya ha perdido unos cuantos segundos de su tiempo, alguacil.

 

El de la placa salió precipitadamente de la barbería.

En el silencio que se produjo, Lon Prince miró a Ben Craig.

—¿Ya terminaste con la otra patilla?

—Falta un poco.

—Acaba de una vez.

Ben se puso a trabajar en la otra patilla.

—De modo que, se ha hecho el amo de este pueblo.

—Sí, eso soy. El amo de Gregorville. ¿Algo que oponer?

—Creo que está cometiendo un error.

Los ojos de Lon Prince chispearon intensamente.

—Yo te voy a demostrar lo contrario, barbero. Entérate bien. Vine aquí por todo lo que me pertenece. Algunas cosas las recuperaré, otras las desecharé. Pero soy yo quien va a decidir.

Pegó un manotazo a Ben y, al mismo tiempo, saltó del sillón.

—¦Aún no acabé con la patilla.

—Yo sí terminé contigo.

Zarco soltó una risita desde la puerta.

—Eh, jefe, este tipo se cree alguien importante porque se cargó a Bart Hawkins y a Lawrence Blood. Y no sabe que tú los mandaste precisamente para quitártelos de encima.

—Déjalo que viva con esa ilusión... Ahora, tengo ganas de comer, Zarco.

—¿No vas a visitar a tu viuda?

—Más tarde, cuando coma.

—Tú eres el que manda.

Lon Prince se puso el sombrero y, se disponía a salir de la barbería, cuando Ben Craig dijo:

—Eh, se olvida de algo.

—¿A qué te refieres, barbero?

—Al dinero. No me pagó.

Zarco puso la mano en el revólver.

—Jefe, él tiene razón. No le pagaste. Pero eso va a ser cosa mía. Le daré su precio en plomo.

Ben endureció las facciones.

—No lo intentes, Zarco.

—En, ¿oíste eso, jefe? El gallito de pelea ha enderezado la cresta, pero yo se la voy a arrancar.

Lon le puso una mano en el brazo.

—No, Zarco. Ya sabes que no me gustan los duelos con el estómago vacío. Y él tiene derecho a cobrar. ¿Cuánto es, barbero?

—Dos dólares cincuenta.

Zarco dio un respingo.

—¿Has oído, jefe? Este tipo se cree que está en Saint Louis, o en Nueva Orleáns.

—La loción «Encantos para la Viuda» es cara —repuso Ben.

Lon Prince sacó unas monedas del bolsillo y arrojó una tras otra, hasta tres, hacia Craig, que las cazó en el aire.

—El medio dólar sobrante te lo quedas de propina, barbero —dijo Prince—. Nunca me divertí tanto en un sillón mientras me trabajabas la barba y las patillas. Te lo aseguro. Fue un diálogo divertido, a pesar de que hubo momentos en que me aburriste con tu melodrama.

Lon Prince hizo una señal a Zarco y los dos salieron de la barbería.

Ben estaba haciendo sonar las monedas, pensativo, cuando Reginald entró en el local.

—Dios mío, por fin se fueron... Creí que te mataban, muchacho. No sé de qué barro estás hecho.

—Del mismo que tú, Eeg.

—Ni hablar. Yo soy un cobarde..., pero hay otros que son iguales que yo y no deberían serlo. Ahí tienes al alguacil. Parece que haya envejecido treinta años en una hora... Hasta le he visto el pelo más blanco.

—Tiene motivos.

—Oh, sí. Ya me habló de su problema... Ha de encontrar a Eandall o Lon Prince le matará. He visto al pobre alguacil arrastrar los pies como si llevase plomo en las botas. No hacía más que repetir dos palabras cuando me separé de él: «Estoy acabado, estoy acabado.»

Ben descolgó la funda con el revólver y se la puso alrededor de la cintura.

 

—Eh, muchacho, ¿qué haces?

—Voy a buscar a Randall.

—¿Por qué?

—Porque no quiero que maten al alguacil. Y tengo también otra razón,

—¿Cuál?

—Ya te la diré, Reg.

—Pero, ¿tú sabes dónde está?

—Tengo una idea.

—Ben, ¿por qué no te estás quietecito? Después de todo, te libraste de Lon Prince. ¿Por qué buscarte complicaciones?

Ben le sonrió desde la puerta, cuando ya se disponía a salir a la calle.                              ,

—Quizá sea porque me gustan.

 

CAPITULO VIII

 

Ben Craig llamó a la puerta que tenía delante.

Oyó pasos y le abrió Diana Corcoran, la rubia de curvas pronuncidas y ojos verdes de largas pestañas.

—Hola, preciosa —dijo Ben y fue a entrar, pero Diana se lo impidió.

—Ben, no te puedo recibir ahora.

Ella asomaba sólo la cabeza.

—¿Y por qué no, preciosa?

—Me estaba vistiendo.

—Bueno, eso no es impedimento —dijo Ben y empujó la puerta.

Ben ya estaba dentro de la habitación y Craig pudo comprobar  que Diana estaba vestida.

Le pellizcó la barbilla mientras le decía:

—Vas a ir al infierno por decir esas mentiras, ricura.

—Es que tengo jaqueca.

—No. Tampoco tienes jaqueca. ¿Dónde está Duke Randall?

 

—¿Quién?

—El hombre a quien escondes.

—No está aquí... ¡Te juro que no!

—Pequeña, tú no ganarías un premio como actriz —dijo Ben y se dirigió hacia la puerta del fondo.

—Por lo que más quieras, Ben, sal de aquí.

Corrió ella detrás, pero Ben se la quitó de en medio. Sacó el revólver y puso la mano en el tirador de la puerta.

—Randall, soy yo. Ben Craig. No dispare.

Hizo girar el tirador y dio un envión a la puerta.

La habitación estaba vacía, pero la ventana aparecía abierta, y los visillos flotaban.

Ben corrió hacia la ventana y asomó la cabeza. Vio desaparecer a un hombre por la esquina y supo que era Randall.

Se volvió hacia Diana que estaba en el hueco, perpleja, porque para ella también era una sorpresa que el ayudante se hubiese largado.

—¿Sabes dónde va él, Diana?

—Quiere marcharse a Inglaterra.

—Eso queda a unos cuantos miles de millas. Espero que antes se detenga en alguna parte para hacerse con el dinero.

—Le oí hablar del establo de Mattew Parring. Según me confesó Randall, la mitad del negocio le pertenece a él.

—Vaya, eso sí que no lo sabía.

Ben se dispuso a salir cuando ella echó a correr y se le colgó del cuello.

—Ben, no me dejes ahora. Estaba deseando librarme de Randall. ¿Te das cuenta? Ya se fue.

Antes de que Ben pudiese responder, Diana aplastó su boca contra la de él.

Pero él se desasió de la rubia diciendo:

—Nena, no es momento para efusiones. La cosa está que arde.

Ella hizo una caída de pestañas y, con una gran seducción, dijo:

—¿Me lo dices a mí? No tardes.

 

Ben se pasó el dedo por el cuello de la camisa y salió de la habitación.

Poco después, caminaba por el callejón del Esqueleto, donde se ubicaba el establo de Mattew Farring.

Entró allí, pero no vio a nadie.

—¡Eh, Randall!

Nadie contestó, pero oyó un ruido en el fondo.

Tomó otra vez precauciones y avanzó con el revólver en la mano.

Unos sacos se movieron en el fondo.

—¡Sé que está ahí detrás!  ¡Salga!

La persona que estaba allí salió, pero no era Randall, sino Betty Sunday.

Ben, contrariado, exhaló el aire de sus pulmones.

—¿Qué diablos haces ahí, Betty?

—Logré escapar otra vez de Anthony.

—Eh, muchacha, ¿te vas a pasar toda la vida huyendo?

—No puedo casarme con Anthony.

—¿Por qué?

—¿Es que no le viste?

—Sí, le vi.

—Pues ahí tienes la respuesta... Pero existe otra más.

—¿Y cuál es esa razón?

—Tú, Ben...

—¿Yo? ¿Qué tengo que voy con ese jaleo tuyo?

—Me he enamorado de ti.

—¿Eh?

—Ya lo has oído. Me he enamorado de ti.

Ben se echó a reír y lo hizo con bastantes ganas.

—Eh, Betty, no hace falta que inventes nada. Hace un rato que me separé de una embustera y no quiero oír más mentiras...

—¿Por qué te parece una mentira?

—Por lógica. Para que un hombre y una mujer se enamoren, necesitan tiempo, y nosotros sólo hemos estado juntos un rato.

—Para mí fue bastante. Sí, Ben. Tuve tiempo suficiente para enamorarme de ti.

—No,  pequeña.  Agradezco   tus  palabras,  pero   soy zorro viejo. Sé cuál es tu intención. Quieres utilizarme como instrumento para que te libre de Anthony...

—Oh, no, Ben... Bueno, quiero decir que me gustaría librarme de Anthony, pero, si al mismo tiempo te consigo a ti, sería doblemente feliz...

—Voy a hacerte una pregunta muy importante, Betty.

—Ya estoy dispuesta a contestarla.

Ben hinchó los pulmones de aire y dijo:

—¿Estás bien de la cabeza?

Los ojos de la joven llamearon y su pecho se agitó.

—Debería tirarte algo, Ben.

—Hazlo, si eso te va a tranquilizar.

—Es que no tengo nada a mano. Y estos sacos pesan mucho.

—Está bien, Betty. Continúa ahí escondida.

—¡Eh, Ben, no me puedes dejar aquí!

—¿Quién dice que no? Tengo mis problemas y no puedo ocuparme de uno más.

—Hablas de que me quede como si me fuese a pasar aquí varios días, o el resto de mi vida.

—Eso es cuenta tuya.

—Me moriría de hambre y de sed.

Ben dirigió una mirada a su alrededor, mientras chasqueaba la lengua, y entonces ella dijo:

—No soy una yegua para comer lo que ellas...

—No te preocupes, Betty. Te traeré comida de vez en cuando.

—Eh, no puedes hablar en serio... No puedo vivir aquí.

—Pequeña, te he dicho que he de resolver muchas cosas.

—La mía será una de ellas.

—Ni lo pienses.

Ben dio media vuelta para marcharse.

La joven dio un grito y saltó por entre los sacos, pero tuvo que hacer la gata, y rodó desde lo alto hasta el suelo.

—¡Ben, ayúdame...!

Ben no la ayudó y fue a salir del establo, pero recordó a lo que había ido allí y se detuvo.

 

—Eh, Betty, ¿cuánto tiempo llevas escondida en este lugar?

—Una media hora.

—¿Viste llegar a alguien?

—Sí, llegaron tres o cuatro personas, pero luego se marcharon.

—Estoy buscando al ayudante Randall.

—No pude verlo, porque cada vez que oía llegar a alguien me escondía. Además, yo no conozco a Randall. De modo que, no te hubiese podido decir quién era él.

—Sí, eso es cierto... Buena suerte.

Betty corrió y, antes de que él lo pudiese evitar, le echó los brazos al cuello.

—¡Eh, Betty, es la segunda vez que en pocos minutos una mujer me atrapa así...!

Ella lo besó.

—¡Y también la otra hizo eso! —gritó Ben.

—Pero no te besó con el mismo cariño que yo.

—Ella dijo que sí, y creo que estoy dispuesto a creerla.

—Ben, tienes que protegerme.

—Ahí está explicado tu beso. Sólo necesitas que alguien se juegue la piel por ti. Sí, ésa es la razón de que, supuestamente, te hayas enamorado de mí. Si yo te librase de Anthony desaparecería tu amor. Dirías que yo había sido un hermano para ti.

—Oh, no, Ben. Yo no podría decir eso porque soy una mujer muy agradecida.

—Me estás dando la razón. Sólo sientes por mí agradecimiento adelantado porque piensas que te voy a sacar del apuro, pero estás perdiendo el tiempo.

—Ben, estoy loca de amor por ti... Te quiero, te adoro —lo besó otra vez.

Pero se apartaron en seguida al oír un rugido.

Betty chilló con toda la fuerza de sus pulmones porque a unos pasos de ella se alzaba la mole humana que era conocida por el nombre de Anthony Orrin.

—Eh, amigo, no es lo que usted cree —dijo Ben.

Anthony era lo más parecido a un oso hormiguero al que hubiesen apartado de su ración de hormigas. Estaba realmente furioso y lo pregonó de forma ostensible soltando otros dos rugidos y levantando las manos.

—Barbero, te voy a hacer pedazos.

—Anthony, no seas así, hombre... Te aseguro que lo que ella y yo hacíamos no tiene la menor importancia.

—¿No tiene la menor importancia y te la estabas merendando?

—Eso no lo debías decir. —Ben pasó un brazo por los hombros de Betty y la apretó contra sí mientras agregaba—: Ella es pura y te quiere.

—¡Soy pura, pero no lo quiero! —chilló Betty.

Ben habló por la comisura de la boca:

—No lo eches a perder, muchacha.

Pero ya era tarde porque Anthony se lanzó contra ellos.

Ben arrojó a Betty al suelo y él saltó hacia el otro lado.

El oso Anthony pasó por entre ellos sin ocasionar daño a nadie.

Se revolvió un poco más allá y mucho más furioso que nunca.

—¡No os libraréis de mí! ¡No os libraréis de mí!

—Frena, Anthony, frena y acepta los consejos de un hombre experimentado con las mujeres... La más buena, colgada no paga.

—Yo te voy a colgar a ti, mequetrefe, y va a ser ahora mismo.

'Anthony atacó de nuevo.

Ben saltó hacia adelante golpeándole con la cabeza en el pecho.

Creyó que su cráneo se iba a resquebrajar. Recordó que le había producido lo mismo que aquella vez, en Abilene, cuando estrelló la cabeza contra un muro.

Anthony había caído sobre los cuartos traseros, y le costaba trabajo levantarse.

Eso resultó bueno para que se recuperase del mareo.

—Anthony, démonos las manos como dos buenos amigos.

—Aquí está la mía —dijo Anthony, lo cual quería decir que tenía las intenciones de convertir la mano de Ben en pulpa y para eso le bastaría un apretón.

Ben no cayó en la trampa, porque atrapó a Anthony por la diestra y saltó hacia adelante.

Anthony dio una vuelta de campana muy bien ejecutada pero que pudo producir efectos desastrosos porque, al golpear con su corpachón en el suelo, pareció como si todo el establo se fuese a venir abajo.

—Cuidado, Anthony, te puedes hacer daño —dijo Ben con sentido del humor.

El oso se levantó, aunque lo hizo con más dificultad que antes.

Se escupió en las manos.

—No voy a dejar de ti ni los restos, barbero.

—¿Y qué vas a hacer para ello?

—Te voy a meter en la machacadora —dijo Anthony y extendió las manos haciendo cuenco con ellas.

—Eh, yo soy muy grandecito para caber ahí.

—Ya verás cómo cabes. Te lo digo yo. He machacado a otros más grandotes que tú.

Betty dio un chillido.

—¡Sí, Ben, es cierto! Alguien me dijo que Anthony redujo la cabeza de un hombre.

—No sabía que Anthony tuviese sangre india.

—¿Yo sangre india, puerco? Ahora verás.

Ben había dicho aquello para sacar a Anthony de sus casillas. Estaba acostumbrado a pelear con tipos que le aventajaban en peso y talla, y la mejor forma de enfrentarse a ellos consistía en ponerles furiosos.

Anthony perdió el control y atacó ciegamente.

Ben lo paró con un izquierdazo en el plexo solar y, a continuación, le colocó la derecha entre los dos ojos.

Anthony volvió a caer, arrastrando seis sacos y dos balas de paja, y arrancando de cuajo dos varas de un carro. Quedó en una extraña posición, como si fuese a tirar del carro en sustitución de la acémila. Por último soltó un ronquido y quedó de bruces, inmóvil.

Betty corrió al lado de Ben. Le echó los brazos al cuello y volvió a besarlo en la boca.

 

Ben se ahogaba porque después de la pelea se había quedado sin respiración. La apartó y dijo:

—Eh, nena, yo necesito aire.

—Ben, eres el único hombre en mi vida. ¿Ves cómo me correspondes? Me lo decía el corazón. Tú también te enamoraste de mí a primera vista.

—Párate, muchacha. No hayjiada de eso.

—Claro que lo hay. Te has jugado el físico por mí.

—Lo jugué porque no tuve más remedio que hacerlo. Ese bruto no quería avenirse a razones.

—No hace falta que seas tan modesto.

—Aquí no hay ninguna modestia —señaló a Anthony Orrin—. Si ese hombre hubiese tenido dos dedos de frente, no habría sobrevenido la pelea.

Vio algo que no había visto antes. Anthony, en su carrera desenfrenada y al apartar la bala de paja, había dejado al descubierto una trampilla.

—Tú me quieres, Ben —dijo Betty.

—Anda, sigue hablando.

-¿Eh?

—Sigue diciendo eso de que me quieres. No te interrumpas...

—Hemos nacido el uno para el otro. ¡Pero no es forma de escucharme...!

Ben no le hacía caso. Se había detenido ante la trampilla. Sacó el revólver y cogió la argolla, mientras Betty decía:

—Soy una magnífica cocinera, Ben. Sé coser y otras muchas cosas. No encontrarás una mujer como yo en todo el mundo...

Ben tiró de la trampilla.

Vio una escalera ante sí y al fondo la cara asustada del ayudante Randall.

—Hola, ayudante —dijo Ben.

Randall estaba temblando de pies a cabeza. No era el mismo hombre que Ben había conocido, el jactancioso, el hombre dispuesto a comerse a los hombres crudos.

—¡No quiero morir...! ¡No quiero morir, Ben! —dijo.

 

CAPITULO IX

 

Ben bajó la escalera. Fue a cerrar la trampilla, pero Betty se lo impidió.

—Eh, muchacha, déjame en paz por un rato.

—¿Es que quieres que me quede ahí arriba?

—Sí. Tengo que hablar con Randall.

—No puedo quedarme. Anthony volverá en sí, y me atrapará de nuevo.

Ben había guardado el revólver y ahora oyó la voz de Randall:

—Baja, muchacha, o te pego un tiro ahora mismo.

Betty miró al ayudante del alguacil y lo vio empuñando el «Colt».

—Eh, Randall, no mezcle a ella en esto.

—Yo no la mezclé. Fue ella quien se mezcló. No puedo consentir que vaya por ahí diciendo dónde estoy. ¡He dicho que baje, muchacha!

—Sí, ahora mismo —dijo Betty.

—Cierra la trampilla —le recordó Randall.

Betty la cerró y terminó de bajar la escalera, pero en el último peldaño tropezó y cayó sobre Ben.

Randall se echó atrás.

—Bien. Ya os puedo matar.

—No aprietes el gatillo, ayudante —dijo Ben.

La cara de Randall se había transformado. Ahora sonreía aunque lo hacía nerviosamente.

—¡Nadie sabrá que estoy aquí...! Yo no os llamé a ninguno de los dos. Estoy esperando que llegue la noche para huir.

—No podrás huir, Randall —repuso Craig.

—¿Por qué no?

—Lon Prince y los suyos han tomado el pueblo. Te están buscando y vigilan todas las salidas. —¡Lograré escapar, maldita sea!

 

—Suponiendo que salgas del pueblo, te darán alcance con facilidad. Ellos son rastreadores, hombres acostumbrados a perseguir a un fugitivo. Son profesionales, Randa 11.

—Yo también soy un profesional.

—Pero, en esta ocasión, te encuentras en inferioridad de condiciones. No hay salvación para ti, Randall. Estás perdido.

—¡No digas eso! ¡Maldita sea, no lo digas...!

—Tranquilo, Randall, tranquilo. Trataré de ayudarte.

—Mentira. Nadie me quiere ayudar. Tú has venido para cobrar la recompensa que Lon Prince ha ofrecido por mí...

—Te equivocas, Randall. Sólo trato de echar una mano a las autoridades... Lon Prince amenazó de muerte al alguacil. Le dio una hora para que te encontrase y ya ha pasado la mitad del tiempo.

—Lo siento por Nick Fadow, pero no puedo hacer nada por él.

—Claro que puedes.

—¿Qué cosa?

—Hacer frente a Lon Prince.

Ante aquella sola mención, Randall se estremeció.

—¡No puedo luchar contra Lon Prince y sus forajidos...!

—Tú eres un hombre que maneja bien el revólver, Randall.

—Sí, lo manejo bien, pero no tanto como Lon Prince. Y esos forajidos son demasiados para mí. No, barbero. No me convences. Hiciste mal en buscarme, pero, ya que me encontraste, te voy a matar. Y también la mataré a ella.

Betty dio un chillido de terror.

—Silencio, nena —dijo Randall—, o serás tú la primera víctima.

Betty se puso la mano en la boca para no chillar otra vez.

—Randall, estás loco —dijo Ben.

—Sí, es posible que lo esté. Pero se me pasará cuando esté lejos de Gregorville.

 

Ben saltó pegando un puntapié en la mano armada de Randall.

Obtuvo un gran éxito porque el revólver se fue contra el techo, donde golpeó otra vez, cayendo al suelo.

Randall se arrojó sobre el arma para recuperarla, pero Ben pegó un puntapié a la pistola, mandándola al fondo del sótano. Entonces atrapó a Randall por el cuello de la camisa y lo abofeteó dos veces.

Randall lo miró con los ojos agrandados, la boca entreabierta.

—¡Tienes que ayudarme, Ben...! ¡Tienes que ayudarme!

—Es lo que pretendo hacer.

—Sólo puedes hacerlo de una forma. Sacándome del pueblo.

—No, no te voy a sacar del pueblo, Randall. Tú y yo vamos a hacer frente a esos forajidos.

—¡No!

—¿No recuerdas quién eres? Duke Randall, el ayudante del alguacil de Gregorville, el hombre que los chicos quisieran imitar cuando fuesen mayores... Sí, todos ellos te admiran porque eres fuerte con los puños, rápido con el revólver, todo un tipo.

—Fachada. Pura fachada. No he sido nunca nada de eso. Sé cómo manejar un «Colt», pero tengo miedo. Si, Ben, siempre he tenido miedo y la forma de luchar contra ese pánico que me invadía era parecer un hombre importante. Eso resultaba fácil para mí porque tenía una placa. Sí, Ben, era mi estrella la que daba ánimos para disimular mi verdadera personalidad... ¡Pero soy un condenado miedoso...! ¡Tengo terror de morir!

—¿Por qué no huíste antes de que llegase Lon Prince?

—Pensé que era una broma. Sí, una broma de algún amigo de Lon Prince. Si hubiese sabido que Lon estaba verdaderamente vivo, habría echado a correr sin parar hasta el océano Pacífico.

—Habíame del accidente.

-¿Qué?

—Del accidente que costó supuestamente la vida a Lon Prince.

 

—¿De qué sirve eso ahora?

—De mucho, porque tú te quedaste con el dinero.

—El dinero —repitió Randall—. Es verdad. Tengo el dinero. Está aquí... Sí, Ben, esperé mucho tiempo. Algún día saldría de Gregorville y entonces me gastaría la plata... Pero ahora tú y yo lo vamos a repartir. ¿Te das cuenta, Ben? Soy un buen amigo. Tú me vas a ayudar a salir de esta ratonera, yo me voy a repartir contigo los veinte mil dólares. Déjame que te enseñe los fajos...

Ben dejó libre al ayudante y éste dio unos pasos hacia la derecha, se agachó y levantó una piedra. Sacó una bolsa del agujero y la volcó sobre la rústica mesa donde estaba la vela que iluminaba la estancia.

De la bolsa cayeron muchos fajos de billetes.

—Cuéntalos, Ben. Falta muy poco. Todo lo más dos mil dólares. Sí, Ben, hay dieciocho mil. Nueve mil para cada uno.

Ben miró los billetes, pero no dio un paso hacia la mesa.

—Randall, ¿qué fue lo que tramaste con Lon Prince, aquel día, cuando te lo llevaste en el tren para entregarlo a las autoridades que debían juzgarlo?

 

CAPITULO X

 

El ayudante del alguacil se mojó los labios con la lengua.

—¿Qué es lo que te ha contado Prince?

—Te estoy preguntando a ti. Habla.

—Nos pusimos de acuerdo.

—Sí, eso ya lo sé. Pero, ¿en qué consistía el acuerdo?

—Maldita sea, ¿qué importa eso ahora?

Craig se dirigió hacia Randall y éste gritó:

—¡No me pegues más, Craig! ¡No me pegues!

—Pues habla, infiernos.

 

—Está bien, hablaré. —Randall se tomó algunos segundos para llevar aire a sus pulmones y por último agregó—: Yo debía dejarlo en libertad a cambio de los veinte mil dólares.

—Pero el trato no era provocar el accidente.

—No, no lo era. Se escaparía más allá de la Curva de la Muerte, antes de que el tren tomase velocidad. La máquina, al acercarse a la Curva de la Muerte, siempre aminoraba la marcha...

—¿Cómo pasaron las cosas?

—Yo cumplí, pero no del todo.

—Le abriste las esposas a Lon Prince.

—Sí, le abrí las esposas.

—¿Y luego qué hiciste?

—Salté del tren con el dinero.

—Y después ocurrió la catástrofe.

—Sí, hubo un fallo.

—No, no pudo ser un fallo. Me explicaron bien lo que es la Curva de la Muerte y el maquinista conocía el peligro. Antes de que el tren se pusiese en marcha en la estación, tuviste que hacer algo, por ejemplo desarreglar los frenos.

—¡No! —gritó Randall, pero en la misma exclamación había un titubeo.

—Fue eso lo que hiciste... Tú dejaste sin frenos a la máquina. Antes de llegar a la Curva de la Muerte hay una bajada, y cuando el maquinista trató de frenar se encontró con que no podía hacerlo. Así se provocó el desastre. Tú lo provocaste, Randall.

—¡He dicho que no!

Ben lo abofeteó de nuevo. Randall se puso a llorar.

— ¡Sí, está bien, lo hice! Pero tenía motivos para hacerlo.

—¿Qué motivos?

—Lon Prince no se habría conformado. Habría vuelto a Gregorville a por mí. Me habría quitado el dinero y dado tormento. Lo leí en sus ojos cuando llegamos al acuerdo. El pensaba romper el pacto. Me odiaba con

todas sus fuerzas porque lo había sometido a un duro trato durante su estancia en la cárcel. Le di baños de agua fría para hacerle cantar. Pensé que tendría escondido más dinero en alguna parte. Sí, yo no creí que su botín fuese sólo los veinte mil dólares. En tres años había robado más de cincuenta mil dólares.

—¿No tuviste en cuenta que te podía decir la verdad? En cinco años tenía que gastar mucho dinero, y pagar a sus hombres.

—De todas formas me iba a matar. ¡Lo juro...! Yo tenía que acabar con Prince antes de que él acabase conmigo, y entonces se me ocurrió lo del accidente... Lon Prince merecía eso. Después de todo, yo cumplía con mi deber impidiéndole que se fugase.

—Eres un canalla, Randall. Primero hiciste un pacto con Prince, le sacaste los veinte mil dólares, y luego decidiste prescindir de él porque era un estorbo.

—Pesaba sobre mi cabeza una amenaza de muerte. ¿Es qué no lo entiendes, Craig...?

—Mataste a personas inocentes.

—Lo siento. No era ésa mi intención. Yo sólo quería cargarme a Prince.

—Pudiste recurrir a otro medio y no provocar una catástrofe ferroviaria. Podrían morir varias personas. No digas que lo sientes. Sabías perfectamente lo que iba a ocurrir, pero a ti te tenía sin cuidado. Te daba lo mismo que muriesen seis personas que doce. Sólo te importaba tu propia seguridad... Pero ahora vas a rectificar.

—¿Rectificar? ¿De qué forma?

—Sólo existe una. Impedir que Lon Prince cometa unos cuantos crímenes en Gregorville.

—¿Quieres decir que debo entregarme...? ¡No lo haré! ¿Lo oyes...? ¡No lo haré...! ¡Sé lo que haría conmigo Lon Prince! No se conformaría con partirme el corazón de un balazo. Me daría tormento, me sacaría los ojos, las uñas, o quizá me cuelgue de los pies y me meta la cabeza en un cubo de agua, o es posible que me mate como a una res con un hierro al rojo vivo...

 

Se le pueden ocurrir muchas cosas, pero todas ellas serán horribles formas de morir... ¡Tienes que comprenderlo, Ben! ¡Tienes que comprenderlo...!

Lon Prince estaba comiendo en el restaurante de Lola Harrison.

La propia Lola le hacía compañía. Era una pelirroja de curvas pronunciadas y rostro bello.

—¿Qué hay de postre, Lola? —dijo Prince, que había terminado ya con un par de filetes y abundante guarnición de patatas.

—Lo que tú quieras, querido —le contestó ella, moviendo sinuosamente el hombro.

Lon se echó a reír.

—Eres una muchacha con mucho brío.

—Dicen que soy dulce.

—Eso no lo pongo en duda. Lástima que no te conociese cuando estuve en Gregorville.

—Entonces yo estaba muy lejos de esta ciudad. Pero ya ves cómo es la vida. Si dos personas se tienen que reunir, el destino las junta en el lugar más insospechado y en las circunstancias más inesperadas.

En aquel momento se oyó un grito.

El alguacil de Gregorville entró de cabeza en el restaurante y derribó una mesa.

Zarco Adams y otros dos hombres aparecieron a continuación. Ellos eran los que le habían empujado.

Nick Fadow se levantó y, al ver a Lon Prince al fondo, con Lola Harrison, se movió hacia allí. El alguacil gritó:

—¡Prince, no puedo encontrarlo! ¡Pero lo seguiré buscando...! ¡Se lo juro...!

—¿Cuánto tiempo pasó desde la última vez que hablamos, alguacil?

-Oreo que una hora. Lon consultó su reloj. —Yo te lo diré exactamente, alguacil. Pasaron sesenta y tres minutos. Tres minutos más de los que te marqué para buscar a Randall.

—¡Lo be estado buscando por todas partes! ¡Se lo aseguro, señor Prinoe! No he descansado desde que usted dio su orden... No sé dónde puede haberse metido. Seguramente se ha largado, pero sus hombres lo encontrarán. ¿Verdad, señores? —el alguacil se volvió hacia Zarco y los otros dos forajidos, que sonreían satisfechos ante la escena.

—Respóndele. Zarco —dijo Lon Prince.

Zarco movió la cabeza en sentido negativo.

—Randall no salló del pueblo.

—¿Cómo lo saben? —gritó el alguacil.

—Tenemos una buena vigilancia y unos magníficos rastreadores. Coloqué tres hombres en los puntos estratégicos y ninguno de ellos dio la menor noticia de que Randall haya salido de la ciudad. Su ayudante está aquí, alguacil.

Nicle Fadow se habla quedado con la boca abierta-

Lon Prince se echó a reír.

—¿Lo has oído, alguacil? Pallaste.

—Continuaré buscando-

—No. alguacil. Ya pasó tu oportunidad.

—Lo encontraré.    ¡Le aseguro que lo encontraré!

—Lon Prince sólo tiene una palabra. Lon Prince le concedió una hora para que tú salvases tu cochina vida. Es culpa tuya. Desaprovechaste los sesenta minutos.

—¡No los desaproveché, señor Prince! ¡Se lo aseguro! Pul de un lado a otro... Hasta ful a casa de Diana Cor-coran, la chica de Randall... y dijo que habia estado allí, pero se marchó... ¡Seguro que se fue del pueblo...!

Lon Prince sacó el revólver e hizo rodar el cilindro.

Nlctc Fadow Interrumpió su lloriqueo:

—¿Qué va a hacer, señor Prince?

—Matarte. Eso es lo que voy a hacer.

—No, señor Prince... ¡Una hora más!

-No.

—¡Me conformaré con treinta minutos! ¡Se lo prometo! Ya verá cómo con media hora lograré encontrar a Randall.

 

—No, alguacil. Si con una hora no lo encontraste, tampoco lo encontrarás ahora... Te llegó el momento, alguacil... Anda, dedica un minuto a recordar los buenos tiempos de tu infancia.

Prince levantó el revólver y arqueó el dedo en el gatillo.

El alguacil tenía las piernas ligeramente flexiona-das, clavada la mirada en el revólver de Lon Prince.

—Ya pasó el minuto —dijo Prince y apuntó sobre el alguacil para disparar.

 

CAPITULO XI

 

—No dispare, Lon —dijo Ben Craig desde la puerta.

Prince miró hacia allí.

—Ah, ¿eres tú, barbero? Espera un momento. En seguida estoy contigo. En cuanto haya liquidado al alguacil.

—Le traigo lo que busca, de modo que no hace falta que mate al alguacil.

Lon Prince bajó la mano con la que manejaba el revólver.

—¿Quieres decir que traes a Randall?

Ben no contestó a esa pregunta. Echó a andar hacia la mesa. De su mano colgaba una bolsa que puso delante de Prince.

Lon Prince, en silencio, metió la mano en la bolsa y sacó unos cuantos fajos de billetes.

Se echó a reír.

—Barbero, ¿es lo que yo me supongo?

—Sí, su botín. Sólo faltan un par de miles...

—¿Quién los gastó?

—¿No se lo imagina?

—Randall, ¿eh?

—Sí, claro. Randall.

—Bravo, barbero. Hiciste un buen trabajo.

 

—Gracias.

—Te falta entregar algo para completar el servicio que me acabas de prestar. En el lote falta Randall.

—No está incluido.

Lon Prince se echó en el respaldo de la silla y miró con más atención a la cara de Ben. Seguía jugueteando con el revólver, pero sin apuntar a un sitio fijo.

—Tú me vas a decir dónde está Randall.

—No, no te lo voy a decir, Lon —lo tuteó Craig.

—Has hablado muy precipitadamente, barbero.

—Fue el trato que hice con Randall.

—¿Qué trato?

—Que me daría el botín y que yo no lo traicionaría. He cumplido. He traído esos dieciocho mil dólares. Tú no querrás que yo falte a mi palabra, que me comporte como un tipo indecente...

Zarco habló por detrás de Ben.

—Jefe, tenemos el revólver en ia mano.

—Ya lo sé, Zarco, ya lo sé.

Ben ni siquiera se volvió para dirigir una mirada a los hombres que lo amenazaban.

Los ojos de Lon Prince brillaban mucho.

—¿Cuál es el objeto de tu acto, barbero?

—Ninguno.

—Mientes ahora. Todos los actos que un hombre realiza tienen un fin. El tuyo también lo debe tener.

—Muy bien. Quiero evitar una masacre.

—Conque es eso, ¿eh? Quieres impedir que mate a Randall.

—A Randall y al alguacil.

—Sí, al alguacil lo salvaste. Pero no vas a salvar a Randall.

Zarco intervino:

—Jefe, deje al muchacho de nuestra cuenta. Le sacaremos el escondite de Duke Randall en unos minutos.

Se hizo una pausa tan profunda que hizo daño a los oídos.

Por último, Lon Prince movió el revólver hacia Ben.

—Zarco —dijo—, no quiero que hagáis ningún daño al barbero. El se portó bien. Nos trajo el botín. No sería justo que le pagásemos con mala moneda.

—Pero él acaba de decir que sabe dónde está Randall.

—Sí, seguro que lo sabe. Pero vamos a respetar su pacto.

—Es una tontería, jefe —dijo Zarco.

—No pregunté tu opinión.

—Yo sólo quería ayudarlo y creo que lo mejor es hacer cantar a este rapador de barbas.

—He dicho que el muchacho cumplió. No podemos exigirle más. Sería comportarme de un modo muy desagradecido con él. ¿De acuerdo, Ben?

Craig movió la cabeza en sentido afirmativo.

—Ya puedes marcharte, Ben —dijo Prince.

Craig dio media vuelta y emprendió la marcha hacia la puerta. Tenía que pasar entre Zarco y los otros dos hombres.

El alguacil dejó oír su voz:

—¿Puedo marcharme con Craig, señor Prince?

—Sí, vete con él, ratón.

—Muchas gracias...

—¡Silencio o hago lo que no hice antes!

El alguacil echó a correr hacia la puerta de la calle.

Ben pasó entre Zarco y los dos forajidos, quienes le dirigieron miradas amenazadoras, pero no hicieron nada por obstaculizar su paso.

Llegado a la calle, Ben vio al alguacil, que estaba apoyado en la pared, a punto de desmayarse.

—Ben, me salvaste la vida.

—No tuvo importancia.

—La tuvo para mí... Si no llegas a entrar tan a tiempo, a estas horas estaría convertido en un fiambre... Cielos, ¿qué va a pasar aquí, Ben?

Craig se echó a reír.

—¿De qué te ríes, Ben? —preguntó el alguacil.

—De sus equivocaciones conmigo.

—Perdóname, muchacho. Sí, es cierto. Te confundí con unos y con otros... Y me empeñé en meterte en la cárcel. Eso significa que soy más estúpido que cualquier otro. Estoy dispuesto a hacer algo honrado.

—¿Qué cosa va a hacer?

—Presentaré mi dimisión.

—¿Eso es lo honrado para usted?

—Claro. Soy un inútil y en mi ciudad se ha metido un pandilla de forajidos. ¿Y qué es lo que hago yo? Suplicar por mi vida a Lon Prince. Soy incapaz de imponer el orden, de hacer respetar la ley... ¿Qué hago yo aquí, Ben? ¡Dimelo tú!

Craig se pasó el dorso de la mano por la mejilla.

—Sí, es un asunto complicado, pero usted no puede renunciar a ser el representante de la ley porque nadie querrá ocupar su puesto. Mientras usted tenga una estrella en el pecho, habrá un alguacil.

—Pero, ¿qué clase de alguacil soy yo...? Pensé siempre que Randall sabría hacer frente a una emergencia como ésta. Pero, ¿qué ha pasado? Que él se ha escondido también. Debe tener tanto miedo como yo.

—No, alguacil.

—¿No?

—Tiene mucho más que usted.

—Demonios, ¿eá posible?

—Está tan aterrorizado como un niño de siete años.

—Entiendo. Se puso de acuerdo con Lon Prince y luego lo traicionó.

Ben le contó la historia del accidente de ferrocarril. Cuando hubo terminado, el alguacil dijo:

—Dios mío, tengo un título para eso. La caída de un héroe.

—Y hay también una moraleja, alguacil. Muchas veces el héroe sale rana. Hay mucha superchería en el supuesto valor de un hombre.

—Cuando más falta nos hacía, Randall ha resultado un gusano como yo.

—Usted es viejo, pero su ayudante es joven. Aunque debo reconocer que usted no debió continuar siendo alguacil de Gregorville si no se consideraba con fuerzas para ello.

 

Padow gimió:

—Por eso quiero renunciar.

—Ahora sólo haría que empeorar las cosas.

El alguacil se pegó una palmada en la frente.

—¡Tengo una ideal

—¿Cuál?

—Tú serás el alguacil, Ben.

—Ni hablar.

—¿Por qué?

—Porque sería un desafío a Lon Prince y acabarían conmigo en seguida.

—Pero tú eres el único que no les tienes miedo.

—Claro que lo tengo. Lo que pasa es que se me nota menos que a ustedes. Ya se lo dije, Fadow. No se deje impresionar por la fachada de las personas o se llevará muchas decepciones, como le ha pasado en el caso de Randall..., Y ahora adiós, tengo que hacer en otro sitio.

Ya se iba cuando Betty llegó corriendo.

—Eh, Betty —dijo Ben—, te dije que te fueses al hotel.

—Estuve un rato en la habitación, pero me encontraba demasiado nerviosa. Anthony o cualquiera de sus hombres me puede encontrar allí... Estoy mucho más tranquila a tu lado.

—No puedo llevarte a todas partes.

—¿Por qué no? Me portaré bien.

—Betty, me estoy convirtiendo en un barril de pólvora. En cualquier momento puedo estallar y, si tú estás cerca, también saltarás.

—No me importará.

Ben titubeó unos instantes.

—Está bien. Ven conmigo.

—¿A dónde vamos?

—A visitar a una supuesta viuda.

 

CAPITULO XII

 

Helen Pleasant estaba preparando su maleta.

Se abrió la puerta y Helen dio un grito. Era su marido.

—Perdona que te asustase, Helen.

—No te preocupes. Soy yo la que está nerviosa...

—Tienes motivos. Pero dentro de unas horas estaremos muy lejos de aquí. ¿Estás ya dispuesta?

—En seguida termino.

—Date prisa.

—¡Me estoy dando toda la que puedo! —casi gritó Helen.

—Los caballos ya están enganchados al carro. No hace falta que lleves mucha ropa. Lo importante es que salgamos cuanto antes.

—Sí, tienes razón. Sólo pondré lo indispensable.

Link le sonrió para confortarla y salió de la habitación.

Fue al establo, en la parte trasera de la casa.

Al entrar, se quedó inmóvil como una estatua. Allí había tres hombres.

El más alto, de pómulos altos y mejillas hundidas, sonrió.

—'Hola, Pleasant.

—¿Me conoce?

—Usted es un tipo muy famoso. Le quitó la esposa al jefe.

—No le quité la esposa a nadie. Ella era una viuda cuando yo la conocí.

—Pero resultó que era una viuda muy particular porque su marido no estaba muerto.

—Yo no lo podía saber... ¿Qué es lo que quieren?

—Estamos esperando a su mujer.

—Van a esperar mucho.

 

—¿Qué quiere decir eso?

—Ella se marchó.

—¿A dónde se marchó?

—Tuvo miedo a Lon Prince y escapó.

—Claro, y usted se iba a reunir con ella.

—Sí, ya preparé el carro. Lo siento, pero no me puedo entretener.

Pleasant fue hacia el carro y se dispuso a subir ai pescante.

Zarco lo atrapó por el hombro, lo hizo girar bruscamente y le pegó un puñetazo en la cara.

Pleasant estrelló la espalda contra la rueda del carro y se vino abajo.

Zarco soltó una risita.

—¿A quién quieres engañar, estúpido?

Pleasant se puso de rodillas en el suelo y mostró la cara. Tenía partido el labio inferior por donde arrojaba sangre.

Zarco le pegó un patadón haciéndolo rodar por tierra.

—¿Crees que no sabemos que ella está aquí?

Link se levantó trabajosamente. Tenía un revólver en la funda, pero sabía que si acercaba la mano a la culata sería hombre muerto.

—Oiga, debe ser comprensivo.

—Nosotros somos comprensivos, ¿verdad, muchachos?

Los muchachos a los que se refería sonrieron

Pleasant prosiguió:

—Oigan, tengo dinero...

—¿Cuánto? —preguntó Zarco.

—Trescientos dólares.

—¿Nos ofrece trescientos dólares?

—Sí, son suyos.

—¿A cambio de qué?

—De que nos den un poco de ventaja.

—¿Cuánta ventaja, Pleasant?

—Diez minutos, sólo diez minutos. Será fácil para ustedes. Le pueden decir a Lon Prince que, cuando llegaron aquí, ya nos habíamos ido.

—Está bien.

 

Pleasant sonrió mientras sacaba los billetes del bolsi-. lio interior de la chaqueta. í     —Aquí tienen.

Zarco cogió el dinero y se puso a contarlo.

Cuando terminó dijo:

—Sí, son trescientos dólares —los guardó en el bol-i sillo—. Pero no hay trato

—¡Usted ha aceptado! '  

Es tu pago para que no le hagamos daño a tu mujer. Pero tú no entras en el trato.

—¿Qué quiere decir?

—Es la mar de sencillo." Que te mataremos. Y ése es un favor que nos deberás. Si el jefe te echase la mano encima, te convertiría en una piltrafa. ¿Sabes lo que haría? Empezaría por sacar el cuchillo y luego te sacaría los ojos lentamente. Bueno, te haría otras cosas, pero son pequeños detalles comparados con eso de dejarte ciego.

—No puede ser un hombre tan cruel.

—Claro que puede ser, porque tú le robaste la mujer.

—¡He dicho que no se la robé!

—Para él como si lo hubieses hecho, y es lo que cuenta...

Oyeron pasos y Zarco dijo:

—Silencio.

Link identificó aquellos pasos. Era Helen.

—¡No entres, Helen! ¡Huye! —gritó.

Zarco le pegó un puñetazo en la boca.

Sus dos compañeros cruzaron la puerta. Hubo un forcejeo fuera y, poco después, los dos hombres entraron arrastrando a Helen.

—¡Suéltenme! ¡Suéltenme...! —al ver a Pleasant en el suelo gritó—: ¿Qué te han hecho, Link...?

Pleasant estaba desmayado y Zarco dijo:

—Quiso ser un buen segundo marido y quiso librarte del primero, pero el muy estúpido debió imaginar que tenía que callarse.

—Son ustedes unos miserables.

—Sí, nena. Nosotros seremos miserables. Pero  ¿qué

 

eres tú...? Eh, muchachos, decidle qué clase de mujer es la que tiene dos esposos al mismo tiempo.

—Una cualquiera —contestó uno de los tipos que era rechoncho, de cara cerduna.

Helen levantó la barbilla en un gesto de orgullo.

—No me hacen efecto sus insultos.

—Bravo, pequeña —rió Zarco—. Así es como debes ser. Lon Prince nos habló de ti muchas veces. Nos dijo qué clase de mujer eras. Algo serio, y parece que no se equivocó. ¿Sabes una cosa, Helen? Le voy a pedir al jefe que me traspase su linda viudita.

—¡Puerco!                                                                 

—Después de todo, él no te va a poner la mano encima después que otro hombre ha estado viviendo contigo. A ti te debe interesar mucho que yo niegue al jefe por ti. Ya puedes imaginar que él no te quiere ver ni en pintura...

Zarco dio unos pasos hacia Helen.

—Dejadla libre, muchachos.

Sus dos compinches soltaron a la joven.

Ella fue a echar a correr para ayudar a Link, pero Zarco se lo impidió sujetándola por un brazo.

—¿Adonde vas, querida?

—Mi marido está echando sangre por la boca...

—No te preocupes por él. No es nada comparado con lo que le van a hacer.

—¡No consentiré que Lon lo mate!

—Oh, claro. Tú podrás pedir muchas cosas a Lon, pero él no te las va a conceder. Quiere vengarse de vosotros y lo primero que se le ha ocurrido es matar a tu marido. Pero yo le voy a hacer un favor, ya se lo dije a tu esposo. Lo mataremos nosotros y, de esa forma, se podrá librar del tormento. ¿Ves como soy un tipo comprensivo? Pero tú me lo vas a pagar más tarde. Y quiero que me lo pagues de la mejor forma, dicién-dome que me quieres mucho.

Helen escupió a la cara de Zarco y éste se tambaleó como si hubiera recibido un puñetazo.

—Maldita, yo te voy a enseñar —la abofeteó.

Helen cayó en el suelo, junto a su esposo.

 

—Ven aquí —dijo Zarco, señalando sus pies—. Quiero que te arrastres para que te acostumbres pronto a saber quién es el amo.

Ella respiraba aguadamente y sus ojos estaban llenos de ira y de lágrimas.

—Son ustedes unos tipos repugnantes. ¿Cómo pueden humillar tanto a un ser humano?

—¡He dicho que vengas!

—¡No iré!

—Muy bien. Yo iré a por ti y te atraparé por el cabello y te arrastraré hasta donde debiste venir por tus propios medios.

Zarco echó a andar.

Ella trató de correr a gatas, pero Zarco la atrapó por la cabeza.

—Vamos, nena. Arrástrate si no quieres que me quede con tu linda cabellera en las manos.

En aquel momento se oyó una voz procedente de la puerta:

—Déjala, Zarco.

Era Ben Craig.

 

CAPITUILO XIII

 

Zarco y los otros dos hombres miraron hacia allí.

Ben Craig no tenía el revólver en la mano, sino en la funda.

A sus espaldas se encontraba Betty Sunday.

Zarco había soltado a Helen porque creyó que el hombre que lo amenazaba le estaría apuntando con el revólver, y ahora, al verlo con las dos manos vacías, se echó a reír.

—Eh, pero si es el barbero...

Helen aprovechó aquella oportunidad para escapar y acudir al lado de su esposo, que continuaba sin sentido.

—Craig, me alegro que te hayas metido en esto —dijo Zarco.

 

—¿Por qué?

—Porque te voy a matar. Sí, muchacho. Tuve muchas ganas de hacerlo en tu propio negocio, mientras afeitabas al jefe. Se me comían las ganas de mandarte al otro mundo porque nunca oí hablar a nadie a Prince como tú lo hiciste. Varias veces pensé que Prince sacaría el revólver para meterte mucho plomo en el cuerpo. Pero eso nunca llegó a ocurrir. Y yo sé por qué. Le resultaste simpático.

—Lo celebro.

—Pero no eres simpático para mí.

—Ya lo deduje.

—Y ahora te voy a meter una bala en el corazón. Debiste conformarte con ser barbero y no meterte en los negocios de Lon Prince.

Zarco tiró del revólver. Sus dos hombres no lo secundaron porque pensaron que para Zarco sería muy fácil abatir a Ben Craig.

Sólo se produjo un disparo. El «Colt» que había puesto en camino la bala era el que manejaba Craig.

Zarco recibió el impacto en el centro del pecho y se fue hacia atrás, golpeando contra el carro. Sus ojos se agrandaron mucho.

—¡Asadlo! —gritó.

Sus dos compinches tiraron del arma, pero Ben giró rápidamente y apretó dos veces más el gatillo.

La cabeza del rechoncho reventó y el otro recibió el impacto en la garganta y, en lugar de llevar aire puro a sus pulmones, lo transportó con un chorro de sangre y eso le ahogó.

Zarco, que todavía continuaba en pie, aunque ya había perdido el revólver, dijo:

—Lon Prince se va a ocupar de ti, barbero...

Luego se derrumbó.

Betty continuaba detrás de Ben y estaba más blanca que la pared.

—Ben, creo que me voy a desmayar.

—Pues espera un rato, porque todavía no pasó lo más grave.

Helen le sonrió a Craig.

 

—Gracias, Ben. Lo que usted acaba de hacer con nosotros no se lo podremos pagar nunca.

—Le tengo que responder lo mismo que a Betty. No ha pasado el peligro.

—Ya sé que no ha pasado, pero me estoy conformando con la idea de que no me podré librar de Lon Frince —se puso en pie—. Sólo hay una forma de hacerlo.

—¿Cuál?

—Iré a su lado y le imploraré.

—No, no conseguirá nada con eso, Helen.

—No tengo dónde elegir.

—Déjelo, Helen. Yo hablaré con Prince... No traten de escapar, al menos hasta que yo esté muerto. Imagino que pretendían marcharse cuando llegaron estos hombres. Les aseguro que no habrían llegado muy lejos. Todos los caminos de salida están vigilados.

—Dios mío, ¿qué vamos a hacer?

—Ya se lo he dicho, Helen. Déjelo de mi cuenta.

Betty intervino:

—¡Y un cuerno lo va a dejar de tu cuenta! Eres un loco, Ben.

—¿De qué hablas, muchacha?

—Estoy hablando de un barbero llamado Ben Craig... Tú no podrás con todos.

—Nena, me pediste que te librase de Anthony y entonces no pensaste en el riesgo que yo podía correr.

—Claro eme lo pensaba, pero pensé que tenías alguna probabilidad y no me equivoqué. Lo de ahora es distinto. Son asesinos, pistoleros, y tú estás solo.

—Quédate aquí, Betty. Te veré luego.

—No te voy a dejar salir —dijo Betty, y cruzó los brazos delante de la puerta.

El dio unos pasos hacia ella, la enlazó por la cintura y dijo:

—Betty, debo hacerte una confesión. Me gustaste.

—¿Eh?

—Sí, creo que a mí me pasó lo mismo que a ti. Me enamoré a primera vista.

—¡Ben, eso es maravilloso...!

El la besó en los labios, con suavidad y, de pronto le soltó un puñetazo en la mandíbula inferior, todo seguido. Betty se desmayó en sus brazos y entonces él la dejó en el suelo.

—¿Qué ha hecho, señor Craig? —dijo Helen.

—Sólo así me podía librar de ella. Cuídela, Helen.

Dicho esto, Ben salió del corral.

Estaba cruzando la calle Mayor, hacia el restaurante, cuando oyó una voz a su espalda:

—Párate, barbero.

Se detuvo y volvió la cabeza.

Un hombre lo estaba apuntando con un rifle de cañón aserrado. Otro hombre salió de las sombras y manejaba un «Colt».

—¿Qué pasa, muchachos? —preguntó Craig.

—Vimos por la ventana lo que hiciste con Zarco, con Paul y con Donald...

—Oh, sí, sostuve un duelo con ellos.

El tipo que empuñaba el rifle de cañón aserrado, soltó una risita por la comisura de la boca:

—Eh, Bill, ¿has oído eso? Habla del duelo como si hubiese sido una amistosa partida de naipes.

El otro rió también.

—Le daremos lo suyo, Norman.

—Lo llevaremos ante el jefe. Lon quería mucho a Zarco. Cuando sepa que este fulano se lo cargó, querrá convertirlo en picadillo para albóndigas... Andando, muchacho.

Ben no tenía nada que decir porque lo llevaban adonde él quería. Sin embargo, en un momento determinado, uno de los tipos le quitó el revólver. Entonces no le gustó la situación porque, sin el arma, estaría perdido entre aquellos pistoleros.

Entraron en el restaurante.

Ben se detuvo al ver al hombre que estaba atado a una columna del centro. Tenía la barbilla hundida en el pecho. La sangre le goteaba de la cara. Era el ayudante del alguacil, Duke Randall.

Lon Prince Seguía en la mesa, en compañía de la rubia Lola, cuyo bonito rostro expresaba ahora un gran horror.

 

Sin embargo, Lon Prince observaba a Randall con uní» fría sonrisa.

Dos hombres se habían ocupado en dar tormento a la victima.

Ben se acercó a Randall. Por fortuna, ya estaba muerto, pero su final debió ser horrible porque su cara aparecía mutilada. Se volvió lentamente hacia Prince.

—¿Estás satisfecho, Prince?

—Casi.

—¿Qué le falta?

—Helen y su querido esposo.

—Creí que era usted un ser humano, pero ya veo que es una fiera.

—Cuidado, barbero. Estás a punto de agotarme la paciencia.

El hombre del rifle de cañón aserrado dejó oír su voz:

—Jefe, el barbero nos resultó un gun-man muy especial.

—¿Sí?

—Se cargó a Zarco, a Paul y a Donald...

La sonrisa desapareció del rostro de Lon.

—¿Es cierto, barbero?

—Sí.

—Los matarías a traición.

—No, cara a cara.

—¿Por qué los mataste?

—Zarco desmayó al esposo de Helen y se había adjudicado a la muchacha.

—¿Y qué? —preguntó Prince con una gran dureza.

—Zarco la estaba humillando, arrastrando por el cabello. Interrumpí su juego, hubo unas palabras y se armó.

—Así de sencillo, ¿eh...? Muy bien, Ben. Desde que te conozco te he estado dando consejos —lo apuntó con la mano derecha—. Te dije que te dedicases a tu negocio de rapar barbas y de pelar... Pero tú no has querido hacer ningún caso. Hay tipos estúpidos como tú que tienen prisa por morir. Si eso es lo que deseabas, ya lo has conseguido. Vas a morir, barbero.

—¿No crees que merezco un trato especial, Lon?

—¿A qué te refieres?

—A usar el revólver.

Prince arrugó el ceño.

—¿Te refieres a un duelo conmigo?

-Sí.

—Barbero, te lo creíste demasiado. Ganaste a unos cuantos de mis hombres. Pero nunca podrías conmigo... Soy el hombre más rápido del país... ¿No te lo han dicho?

—Sí, me lo dijeron.

—Es la verdad.

—Prefiero morir viendo lo rápido que eres, Prince.

Hubo un silencio en la estancia.

—Muy bien, muchacho. Creo que mereces que sea yo quien te mate, ya que me hiciste un favor traiéndome el dinero. En la bolsa había paja y, cuando tú te marchaste, ordené a mis hombres que buscasen en los corrales. Fue así como encontraron a Randall... Ponedle el revólver en la funda.

El hombre que había desarmado a Ben le puso el revólver en la pistolera.

Lon Prince se levantó de la silla.

La rubia echó a correr para evitar ser alcanzada por una bala perdida.

—¿Listo, barbero? —preguntó Prince.

—Preparado,

—Saca cuando quieras.

Los dos hombres dejaron colgar los brazos.

Se oyó una mosca zumbar contra los cristales de una ventana.

Ben tiró del revólver y la mano de Lon voló hacia la culata.

Se produjeron dos disparos.

Lon Prince se había tambaleado en la última fracción de segundo porque recibió el impacto en el pecho, cerca del corazón. Por ello, su proyectil rompió un trozo de la lámpara que colgaba del techo.

Luego, Ben retrocedió abarcando con el revólver a los hombres que se encontraban allí.

 

Lon Prince cayó sobre la mesa y luego al suelo.

Pudo medio incorporarse y se miró el agujero del pecho.

—Barbero, tú ganaste —dijo, y se derrumbó, expirando.

Ben se dirigió hacia los hombres que quedaban allí.

—¿Tienen algo que hacer ustedes en este pueblo o prefieren pasar a la cárcel?

El del rifle de cañón aserrado movió la cabeza en sentido negativo.

—No nos gusta la cárcel, Craig, y, faltando nuestro jefe y Zarco, se acabó nuestro trabajo en Gregorville.

Hizo una señal con la cabeza a los otros y fueron saliendo de la estancia.

Ben dio un suspiro y se sentó en una silla, pero continuó con el revólver en la mano, por si alguno de aquellos forajidos volvía.

Sin embargo, ninguno regresó y poco después oyó una cabalgada.

Ben entregó su navaja de afeitar y sus tijeras a Re-ginald.

Se estaba celebrando un acto honorífico. Ben Craig ya no sería barbero en Gregorville porque ahora ostentaba en su pecho una estrella de alguacil.

El viejo Reg dijo:

—-Espero que seas tan buen alguacil como barbero.

El alguacil saliente, Nick Fadow, dijo:

—No habrá otro mejor representante de la ley en Gregorville.

Había una mujer en la reunión que sonreía orgullosámente. Era Betty Sunday, quien el día anterior se había casado con Ben Craig.

La nueva autoridad se acercó a su esposa y ella le echó los brazos al cuello y dijo:

—Te encuentro hasta más guapo.

Luego, los dos unieron sus labios en un beso y los presentes se pusieron a aplaudir

 

 

 

El barbero fue un valiente
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