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1.a edición: 2000

© Keith Luger

Impreso en España - Printed in Spain

ISBN: 84-406-0295-2

Imprime: BIGSA

Depósito legal: B. 419-2000

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO PRIMERO

 

Marty Down desenfundó el revólver con presteza y gatillo tres veces consiguiendo un triple blanco en la nariz, el pómulo y la oreja del hombre. Luego añadió un cuarto disparo y la bala dio justo en la sien.

Marty entornó los ojos y sonrió al ver las cuatro perforaciones en la cabeza del hombre dibujado en la esquina. Si el tipo hubiese sido de carne y hueso habría caído como un saco.

De pronto la puerta de la oficina del sheriff Kendall se abrió de golpe y el representante de la Ley salió por el hueco con el rifle en las manos.

—¡Quieto todo el mundo en nombre de la Ley! —gritó mirando hacia todas partes de la calle.

Marty soltó la carcajada.

—Cálmese, sheriff. Soy yo.

Kendall achicó los ojos, enfocándolo con el arma.

—¿Tú?   ¡Rayos,   Marty!   ¡Debería   encerrarte   por  esto...!

—¿De veras, sheriff?

—¡Sí, condenación! ¡Has aaustado a todo el pueblo! ¡Un escándalo...!

Marty volvió a reír. Era un sujeto delgado, de cara estirada y ojos menudos y juntos que le daban un aspecto desagradable.

—Frene, sheriff. Apuesto a que el susto se lo ha llevado usted —dijo. Y adoptó al mismo tiempo una actitud jactanciosa—. ¿Verdad, sheriff?

Kendall movió las mandíbulas con energía al acercarse a él y soltó un escupitajo negro de jugo de tabaco.

—¿Te crees un gracioso, eh?

—¿Le pasa algo, sheriff?

 

—¡Maldia sea! ¡No voy a tolerar que me hables así, Marty! ¿Lo oyes? ¡No voy a...!

—Cierra la bocaza, vejete.

Kendall aspiró aire con fuerza y finalmente se desmadejó con un quejido.

—Canastos, Marty. ¿Qué diablos quieres? Estábamos muy tranquilos sin ti esta temporada.

Down dejó que el revólver le humeara un poco más y su sonrisa se agrandó.

—Así me gusta, sheriff. Verlo manso como un cordero. No me gustó nada aquella vez que me encerró aprovechándose de que tenía una buena melopea. ¿Recuerda?

El sheriff compuso una mueca de desagrado.

—Marty...

—Cuando venga por este agujero lleno de moscas que la gente se empeña en llamar Iron Creek, quiero que se me trate a cuerpo de rey. ¿Lo oye bien, vejete?

Kendall apretó con fuerza el rifle y miró la mano del sujeto, dejó escapar el aire y observó su rostro alargado y demacrado.

—Sí, Marty.

—Y otra cosa, sheriff. Abra bien las orejas.

Kendall tragó saliva con los dientes apretados.

—¿Qué más, Marty?

—Quiero que prepare las cosas para que yo reciba los dos mil pavos que dan por ese bastardo.

Marty señaló la cabeza del hombre reclamado en el pasquín.

Kendall siguió el movimiento con la mirada y entornó las pestañas.

—¿Tú  vas a echarle  mano al  tipo?  ¿A  Ken  Halakay?

Marty echó una ojeada alrededor y observó a los hombres que  se   iban   acercando  atraídos   por   los  disparos.   Sonrió.

—Sí —dijo ostentosamente—. Yo soy el hombre que descubrirá a ese farsante.

Un desconocido de los que escuchaban renqueó apoyado en una pata de palo.

—Oiga, amigo. Hacen falta muchas agallas para hacerse

 

con ese sujeto. Dicen que ni esa cara del pasquín es la suya propia. Tiene una para cada ocasión.

Marty se fijó en el individuo.

—Escuche, pata coja. Cuando le pregunten, hable.

—Oh, yo...

—Si he dicho que voy a por ese tipo, es como si ya lo tuviese en la mano. Sólo me falta apretar.

Marty consiguió arrancar algunos murmullos de admiración, a pesar de su aspecto escuálido.

Kendall, el sheriff, carraspeó.

—Bien, Marty. Adelante con el negocio. Pero procura no darle gusto al dedo y alarmarnos a todos con tus estampidos.

Marty le dedicó una sonrisa desagradable.

—Un día, sheriff, le voy a mojar la oreja delante de todos. Procure que tarde.

Kendall enrojeció de ira e impotencia.

—¿Qué te has figurado? ¡Soy el sheriff! ¿Lo oyes, Marty?

—Tome infusiones de hierba de la colina para los nervios...

—¡Puedo arrojarte del pueblo! ¡Puedo encerrarte! ¡Puedo...!

Marty inició un bailoteo como en los juegos infantiles.

—¡A  que  no   me  coge,   sheriff!...   ¡Una,  dos  y   tres...!

Kendall quiso abalanzarse sobre él, pero Marty le hurtó el cuerpo,   arrancando   unas   carcajadas   de   los   congregados.

—¡Un día lo pagarás todo, Marty! ¡No lo olvides!

El sujeto continuó saltando burlescamente y de pronto tropezó con alguien.

Era un ciego.

Marty entornó los ojos.

—Dispense, abuelo.

El ciego se ajustó los anteojos negros con una mano mientras la otra empuñaba el bastón y tanteaba el bordillo de la acera de madera.

—No   es   nada,   hijo.   ¿Quieres   pasarme   al   otro   lado?

Marty hizo una mueca de desagrado.

—No soy un lazarillo. ¿Oye, abuelo? Soy el tipo que va a cargarse a Ken Halakay.

—¡Oh, perdón!

 

Uno de los reunidos se prestó a pasar al ciego al otro lado de la calle.

Marty volvió la cara hacia el grupo que rodeaba al sheriff y sonrió a todos.

—Hasta la vista, labriegos —extrajo el revólver y disparó una sola vez, consiguiendo un impacto en el ojo de Ken Ha-lakay dibujado en el cartel.

Luego, sonrió con jactancia y dio media vuelta, encaminándose por la acera.

Antes de llegar a la otra esquina vio el paso interceptado por un cochecillo de inválido.

—¿Quiere bajarme, por favor? —dijo el ocupante del pequeño vehículo.

Marty ahogó una exclamación.

—¿Qué infiernos...? ¿Es que tengo cara de protector de huérfanos? ¿De dónde sale tanto lisiado?...

El hombre inválido sacudió la cabeza amargamente.

—Ya me bajará otro, hermano. Dispense...

Marty levantó el labio superior, enseñando unos incisivos en punta.

—¿Sí? ¡Yo le ayudaré, hermano!

Empujó el carrito con la bota.

El lisiado soltó un gemido de angustia al verse precipitado hacia la calzada.

—¡Por todos los santos...!

Marty soltó la carcajada.

El carrito empezó a cobrar velocidad debido a la pendiente que daba al valle.

El hombre del carro emitió un alarido al verse proyectado sin control y tiró con las dos manos del freno.

Entonces las ruedas se atascaron y el vehículo dio un cuarto de vuelta hacia el callejón donde estaban las ventanas de la barbería de Evans.

Marty corrió detrás gozándola en grande. Quería ver dónde iba a parar el carro y el tipo que iba encima.

Vio como el inválido trataba de mantener la marcha sin estrellarse contra las paredes del estrecho callejón y, finalmente, dobló la esquina que daba a los viejos almacenes.

Marty apareció jadeante y riendo, esperando ver al tipo amasado con las astillas del vehículo.

 

El hombre del coche había conseguido detener el impulso, chocando contra unas pilas de sacos de virutas de corcho.

—¡Usted es un tipo sin corazón!

Marty alzó las cejas sorprendido y de pronto rompió a reír.

—¡Canastos, paralítico! ¡Si venía a contarle los huesos! ¿No le enternece?

El inválido lo miró por debajo de unas cejas negras y gruesas. Sus pupilas parecían de fuego.

—De modo que usted es el que va a capturar a Ken Halakay.

—¿Le duele algo, cuello tieso?

—Merecía que Halakay le diera un balazo.

—Eh, cuidado con lo que dice. No soy de los que se ablandan porque un tipo vaya con ruedas.

—¿Cómo piensa coger a Halakay?

Marty chascó la lengua, envanecido.

—Por el instinto. Asi cazaba visones arriba, en las montañas.

—Nadie sabe la cara que tiene Halakay.

—Todos hemos oído que se pone pelucas y cosas por el estilo. Pero mi olfato lo descubrirá. Abur, tipo desencuadernado.

El inválido lo miró fijamente.

—Espere.

Marty ladeó la cabeza.

—Escupa antes de que se me acabe la paciencia. No piensa sacarlo otra vez a la calle.

—No se trata de eso.

—Ya caigo. Usted quiere unos centavos. Lo siento. Bús-quese otro primo.

Marty echó a andar hacia la salida del almacén.

Oyó otra vez la voz del paralítico:

—Vuelva  un  poco  la cara antes de marcharse,  Marty.

El aludido se dio vuelta y al mirar hacia el coche soltó un respingo.

El inválido había desaparecido y ahora estaba junto al vehículo un tipo distinto. Era el sujeto de la pata de palo.

—¿Co...cómo diablos? —masculló Marty.

—Le advertí allá en la calle que coger a Halakay no sería muy fácil —sonrió el hombre de la pata de palo—. Usted me mandó callar.

Marty tenía los ojos fuera de las órbitas.

De pronto echó a correr, pero tropezó con un madero del suelo y se vino abajo.

Al incorporarse se dio vuelta hacia el maldito sujeto y ahora sí que estuvo a punto de lanzar un alarido de estupor.

El inválido no estaba. Y tampoco el tipo de la pata de palo.

Ahora avanzaba hacia él el ciego de los anteojos negros.

Marty se llevó una mano a la garganta.

—¡Santo cielo...! ¡No es posible

El ciego rió con un tono potente y, de camino, se desposeyó de las gafas.

Sin dejar de caminar hacia el petrificado Marty, el ciego se arrancó el bigote y una verruga rojiza del pómulo.

Entonces se estiró mostrando toda su corpulencia.

—No eres un tipo muy caritativo con los desgraciados, Marty —dijo, irónico.

Marty Down boqueó varias veces, fijos los dilatados ojos en el hombre que se le acercaba y de pronto gritó:

—¡Usted es Ken Halakay!...

El hombre de los disfraces soltó una estruendosa carcajada.

—¡Miren al tipo listo! ¡Acertó al fin!

Marty cerró los ojos al notar que el suelo parecía moverse bajo sus pies. Hubiera deseado con toda el alma que un agujero en la tierra lo hubiese tragado botas y todo.

Ken Halakay dejó caer la peluca de la mano y alió mostró un «Colt» brillante y siniestro.

Marty Down aspiró aire con fuerza y gritó:

—¡No, señor Halakay!

—De modo que cuatro perforaciones en mi cara. ¡Mírala, Marty! ¡Es mi cara! ¡La de Ken Halakay! ¡Y está intacta!...

La carcajada irónica del hombre de los disfraces resonó en el almacén.

Marty se vio acometido de un temblor que le empezaba en   los  hombros  y  se  le  transmitía   hasta  las  pantorrillas.

—¡Pe...perdón, señor Halakay! —retrocedió a trompicones.

 

Ken sonrió enseñando sus dientes fuertes y blancos y avanzó implacable.

—Y además dijiste que te prepararan la recompensa por mi piel... Dos mil pavos aquí, otros mil allá..., mil quinientos ...

—¡Soy un bastardo, señor Halakay! ¡Tenga piedad de mí!

—Bien, Marty. Tú decías que ya me tenías en la mano y sólo te faltaba apretar. Es cierto. Anda, cógeme y entrégame a las autoridades.

Marty tropezó en su retroceso y estuvo a punto de irse

abajo.

—¡Soy un puerco, fanfarrón! ¡Olvídelo, señor Halakay! ¡Pero no me mate!...

—¿Quieres vivir, eh?

—¡Sí, señor Halakay! ¡Yo en el fondo le tenía admiración! ¡Infiernos, en otras condiciones me alegraría de conocerlo...!

Halakay ladeó la cabeza con expresión burlona y lo estimó con la mirada.

—Eres un renacuajo con recursos. Vaya que sí.

—¡No, señor Halakay! ¡Soy un gusano, un cochino gusano! ¡Escúpame!...

Ken rió a gusto.

—Y además tienes labia. Un tipejo inmundo que haría vomitar al mismo diablo, pero que puede llegar a ser tan listo como él. Eres un caso, hijo.

Marty cayó de rodillas al ver que Halakay amartillaba el revólver.

—¿Qué espera, señor Halakay? ¡Déme la ración! ¿Por qué me tiene que atormentar de ese modo? ¡Ah, cielos!

Halakay rió con fuerza, parpadeando, sorprendido, ante un bribón de aquella clase. No se encontraba con gente así todos los días.

—Te voy a colocar el plomo en el nacimiento del pelo. Cierra los ojos, pequeño.

Marty entornó los ojos.

—¡Todo lo merezco, señor Halakay! —de pronto se interrumpió dando un salto y lanzándose hacia un agujero de las tablas en la pared.

Halakay saltó sobre Marty, quien le dio un poco de trabajo para atraparlo, pues ya tenía la cabeza fuera, en el patio.

 

Ken lo incorporó, a pesar de los gritos y le dio un revés en la cara.

Marty saltó hacia atrás y golpeó con el cogote en el esqueleto de un carromato en desuso.

—¿Por qué, señor Halakay?

—No te dije que te marcharas.

Marty se puso en pie y gritó histéricamnte.

—Máteme de una vez, señor Halakay! ¿Qué le detiene? ¿Por qué no aprieta el gatillo?

El hombre de los disfraces le cerró el pico de una bofetada.

Sonrió, envolviéndolo en una mirada estimativa.

—¿Tienes mucha prisa por morir?

Marty estaba al borde del derrumbamiento.

—¿Qué se propone, Halakay? ¡Usted es muy valiente porque me lleva un palmo de estatura y además sostiene un «Colt»!

Ken  entrecerró  un  ojo  y  observó   incrédulo  al  sujeto.

—Vaya con el charlatán.

—¡Y yo no tengo ningún arma en las manos!

Ken lo miró irónico, mordiéndose el labio inferior.

De pronto le lanzó el «Colt».

—Toma.

Marty cazó el arma en el aire y la empuñó nerviosamente.

Apuntó a Halakay en el centro del pecho.

Ken chascó la lengua, con la curiosidad pintada en las pupilas.

—Bien, Marty. ¿Qué esperas?

El «Colt» tembló en la mano del renacuajo.

Marty se humedeció los labios. Tenía el rostro desprovisto de color.

Ken volvió a chascar la lengua.

—Vamos, muchacho. ¿No te atreves?

—¡Condenación, no sé qué me pasa!

—Recuerda que, a cambio de mi cuerpo, te darían varios miles de dólares. Incluso para revender, te darían un buen

pellizco.

Marty curvó el dedo sobre el gatillo.

Ken carraspeó, al tiempo que sacudía la cabeza.

—Recuerda que si fallas, te quitaré el arma y te meteré un plomo en el hígado. Es cosa de ver a un tipo morir en esa forma. Se pone verde, y finalmente cae sin madurar.

—¡No diga eso, Halakay! —la mano de Marty temblaba ostensiblemente.

Ken gruñó y se le acercó.

—Tal vez necesitas que te den la arrancada.

De repente soltó la mano derecha y le pegó en la boca.

Marty irguióse con los ojos muy hundidos y el labio inferior   tembloroso.   El   revólver  se   sacudía   entre   sus   dedos.

Repentinamente, dejó caer la mano y se llevó la otra a los ojos.

—¡No tengo agallas, Halakay! ¡Le juro que no puedo! Soy un escarabajo.

Ken rompió a reír estruendosamente.

Marty lanzó el revólver y su dueño lo atrapó en el camino.

La carcajada de Halakay resonó otra vez en el almacén.

—Que me emplumen si no eres el mayor bastardo que me he echado a la cara. Tú no estás llorando. Estás riéndote en mis narices. Sabes tan bien como yo que el revólver está descargado.

Marty levantó la cabeza y, al encontrar los ojos de Halakay, empezó a sonreír.

Bruscamente los dos sujetos prorrumpieron en grandes risotadas.

Ken dejó de reír poco a poco, mientras Marty todavía se retorcía en su hilaridad. Le puso una mano en el hombro.

—Bien, Marty. Eres el tipejo que yo necesitaba desde hace tiempo.

—¿De veras, señor Halakay?

—Sí, muchacho. Necesitaba un ayudante y que me ahorquen si tú no das el pesco.

Marty procuró combar el angosto tórax.

—No se arrepentirá de darme faena, jefe.

Ken frunció las espesas cejas y luego las levantó hacia el nuevo ayudante.

—Si yo me arrepintiera algún día, Marty, tú serías el primero en darte golpes en el pecho. Métetelo bien en la mollera.

Hizo una pausa y agregó:

—Y ahora en marcha, pequeño. Tenemos mucho trabajo por delante.

 

CAPITULO II

 

Geo Steve, de sesenta años, de cuerpo menudo y ojillos pequeños y brillantes, empujó los batientes del local de bebidas  y  asomó  la  cabeza,  observando a  los pocos  clientes.

—¿Alguien de ustedes ha visto a Alan Baxter?

El dueño del local dejó de barrer y se apoyó en la escoba.

—No me suena por el nombre.

Steve se aclaró la voz.

—Es un tipo alto, de veintinueve años, ojos negros y casi dos metros de talla.

El dueño del local observó el cepillo de la escoba unos segundos y movió finalmente la cabeza.

—No puedo darle la razón.

Geo profirió un gruñido y, después de tocarse el ala del sombrero, abandonó los batientes.

Entró en el local de enfrente.

—¿Han visto a un tipo alto, joven y fuerte como una res?

Los adormilados clientes levantaron la cabeza y lo miraron con expresión estúpida. Un tipo que salía del lavabo, ladeó la cabeza.

—¿Cómo se llama su amigo?

—Alan Baxter.

El tipo del lavabo pegó un puntapié a uno de los que dormitaban y lo derribó en el suelo.

—¡No sé nada, Rocky!

El llamado Rocky sonrió al viejo.

—Por este lado no dará con él, abuelo. Estos locales tienen hecha la clientela. Véalo. Es muy lucida.

Uno de los borrachos soltó un eructo.

Geo arrugó la nariz y salió del local.

 

Alcanzó uno de los establecimientos que estaban en la encrucijada de la calle Mayor. Allí repitió la pregunta. El encargado del mostrador se rascó la cabeza. —¿Tiene un primo en Tuscalosa? Geo hizo una mueca. —No, infiernos.

—Entonces, no lo conozco. ¿Por qué no pregunta al sheriff?

Geo sufrió un estremeciemiento al mencionar al representante de la Ley.

—Claro que lo haré —dijo—. Por telégrafo.

Soltó una hueca carcajada y salió del local.

De pronto tropezó con un hombre recio que ostentaba una estrella de metal en el pecho.

—¿Quería algo de mí, abuelo?

Geo ahogó un respingo.

—¿Yo? —galleó—. ¡Nada de nada, sheriff! ¡Estoy en paz con la Ley!

El sheriff lo miró detenidamente.

—Oí que preguntaba por alguien.

—Se trataba de una rubia —Geo guiñó un ojo.

El sheriff soltó la carcajada y enseñó sus dientes cortos como los de los lobos que no pasaron desapercibidos a la mirada del viejo.

—Usted está para cuidarse mucho, abuelo.

Geo rió con un agudo involuntario en la voz.

—Ujú. ¡Precisamente voy a comprarme embrocación para los dolores! ¡Adiós!

Geo imprimió cierta velocidad a las piernas.

El sheriff se lo quedó mirando con la sonrisa en los labios hasta que desapareció por una esquina.

El sheriff cortó de pronto la sonrisa en los labios y profirió una maldición entre dientes.

Entonces echó a correr por donde había desaparecido el viejo.

Este lo vio pasar corriendo desde el escondrijo que le ofrecía unas cajas de envases apilados.

Cuando el sheriff se perdió corriendo a lo lejos, Geo cruzó la calle acometido de una súbita prisa. Entró de cabeza en el saloon principal del pueblo.

—¿Han visto ustedes a un sujeto alto, moreno, fuerte y joven que se llama Alan Baxter?

El tahúr que ensayaba juegos de manos en la mesa del centro levantó la cabeza para contestar.

En aquel momento, se escuchó con claridad un estropicio ensordecedor de cristales rotos.

Geo alcanzó a ver desde la puerta a un tipo que acababa de salir por la vidriera del saloon de enfrente.

Dentro del local sonaron dos disparos.

Geo dio un salto.

—¡Ya sé dónde está! —gritó, y se precipitó hacia un vehículo que estaba detenido en la esquina de la calle.

Justo en aquel momento apareció por el hueco de la vidriera un joven alto, de anchos hombros, moreno, de rostro risueño y anguloso.

Llevaba una hermosa rubia en los brazos y se las componía para mantener en la mano un «Colt» humeante.

Geo profirió una exclamación:

—¡Santo cielo, Alan! ¡Por aquí, rápido!

Alan hizo fuego por tercera vez.

Un sujeto malcarado que atravesó el hueco de la puerta gimió de espanto al ver que le volaban el sombrero y retrocedió a toda prisa.

Geo profirió una sarta de lamentos.

La rubia gorjeó como un pájaro entre los fuertes brazos de Alan, quien corría hacia el vehículo.

Geo se cubrió los ojos al ver aparecer a más perseguidores.

—¡Por todos los santos, Alan! ¡Suelta el lastre!

Pero el joven saltó al vehículo con la mujer en los brazos como si se tratara de una pluma.

Geo ya tenía el carromato en marcha.

Sonaron varias descargas desde el local.

Los ocupantes del vehículo rieron alegremente, excepto Geo que emitió una especie de sollozo, al tiempo que se parapetaba en el pescante.

—¡Esto nos costará caro un día, muchacho! ¡Tus aventuras tendremos que lamentar hasta caernos de viejos!

El vehículo atravesó disparado las calles del pueblo bajo el manejo diestro de Geo Steve.

Alan Baxter apartó las lonas y mostró un rostro sonriente al anciano.

—Procura alcanzar el viejo ferrocarril justo en la curva.

Geo se levantó del asiento con el temor pintado en el rostro.

—¿En el ferroc...? ¡Infiernos, Alan! ¿Te has vuelto loco?

Alan chascó la lengua.

—Tenemos que dejar a la chica en el tren en marcha. Ya tiene su billete.

—¡No, Alan!

—No, te hagas rogar, viejo —Alan retornó al interior del vehículo cuando oyeron la pitada del tren.

Geo ensartaba una ristra de quejidos y denuestos, mientras el carromato crujía por el exceso de velocidad.

El tren apareció en el recodo y silbó con fuerza.

Geo  aproximó  el   vehículo  y   lo  puso  paralelo  al   tren.

De pronto soltó un graznido al ver un grupo de jinetes que se les acercaban.

—¡Mira eso, Alan!

Pero el joven ayudaba a incorporarse a la bella rubia dentro del tambaleante vehículo.

Geo se las compuso para quedar al mismo nivel del último vagón.

La rubia se lanzó en brazos de Alan.

—Necesito verte pronto. Muy pronto, cariño.

Alan la besó en la boca.

—Ya tengo tu dirección, muñeca. Me la voy a tatuar en...

La rubia le cortó en seco con un largo beso de despedida.

Luego saltó a la plataforma del vagón, ayudada por los fuertes brazos de Alan.

Geo exclamó, temblando:

—¡De prisa, muchacho!

Alan estaba de pie, sonriente, saludando con una mano a la  muñeca  rubia,  mientras ésta  le mandaba  besos al  aire.

Con   los  besos  de  ella   llegó   una   andanada   de   plomo.

Geo hizo algo raro con el carromato porque de repente le sacó ventaja al tren. De pronto dobló un recodo y aulló de contento al pillar una pendiente. El tren se alejó.

Alan movió el sombrero hacia la hermosa rubia que se empequeñecía con el vagón del convoy, y continuó haciéndolo hasta que se perdió de vista.

—Estupenda —dijo extasiado.

Geo le tironeó de la manga.

—¡Condenación, muchacho! ¡Otro lío de faldas! ¡Debí figurármelo!

Alan observó que los jinetes trataban de dar un rodeo para alcanzarlos.

—Dales una lección, viejo.

Geo manejó el látigo y los dos caballos relincharon casi desbocados.

Viajaron un buen trecho sobre las dos ruedas de un costado, en un alarde de equilibrio, y dieron la vuelta a la colina, hacia un bosque.

Geo respiró tranquilizado al verse envuelto en la maraña de pinos.

—¿Estarás satisfecho, eh? —gruñó—. Otra fulana como ésa y no lo contamos.

Alan soñaba despierto, mirando al cielo.

—¿Cómo   dices,   abuelo?   ¿JVle   preguntabas   la   hora...?

—¡No, condenación! ¡Te decía...! ¡Oh, infiernos! ¿De qué pasta estás hecho, muchacho? ¡Un día vas a lamentarlo de veras!

Alan sacudió la cabeza con expresión evocadora.

—Teníamos que hacer algo por ella, Geo —dijo—. Ese tipo del saloon la engañó en el Este con un contrato de pega. «Cantatriz», decía pomposamente el contrato. Luego, tenía que hacer de todo menos cantar. La tenía esclavizada.

—¡Canastos, Alan! —gimió Geo—. ¡Todas tienen que contarte su vida!

—Esa pequeña tenía una larga historia. Muy larga.

Geo rió con triste sarcasmo.

—¡Dímelo a mí! ¡La fulana ha tardado dos días en ponerte al corriente!

 

—Ya te digo que tenía mucho... y tiene. Todo muy interesante.

Geo detuvo el  vehículo y soltó  un salivazo con  rabia.

—Y yo, entretanto, buscándote dos días por todos los rincones para hablarte de un buen negocio que se ha presentado.

—Vacía la cacerola, viejo.

Geo volvió a escupir. Dijo entre dientes:

—Se trata de un tipo que conoces también como yo. Su cabeza ha alcanzado un precio fabuloso y podríamos llenarnos los bolsillos de dólares si le echáramos mano.

—¿Quién es la pieza de caza?

—¡Maldita sea! Esa rubia te ha echado a perder la sensibilidad. Me refiero a Ken Halakay. El asesino de los disfraces.

 

CAPITULO III

 

Alan alzó la cabeza y entornó los ojos mirando fijamente al viejo.

—¿Qué tenemos que ver con ese bastardo? Geo tosió un par de veces.

—Ya te he dicho que la piel de ese tipo se ha convertido en un negocio.

—Oigo desde aquí como te hierve la cabeza, pero no sé qué te cueces en concreto.

Geo   se   humedeció   los   labios   y   aclaróse   la   garganta.

—Para que recobres la sensibilidad que te ha hecho perder la fulana, será mejor que examines el asunto conmigo a vista de pájaro.

—Bien, ya estoy volando en la misma nube. Puedes iniciar, abuelo. «Erase una vez...»

—Todo empezó a cocerse en mi cacerola cuando vi nuestras caras en los papeluchos pegados en esa comisaría. No nos han sacado muy favorecidos en los pasquines. Además, ofrecían sólo diez dólares por información nuestra. Yo me moriría de vergüenza. ¡Diez dólares por tipos de valía como tú y yo!

Alan hizo una mueca amarga.

—Aquella basura que nos endilgaron en Poney City ha producido eso. Pero nadie quedará convencido de que somos puros como palomas.

Geo escupió rabiosamente.

—Pues bien, hijo. Al grano. Cuando vi la miseria que nos habían puesto de recompensa, tropecé con otro letrero donde habían cifras con ceros por el pescuezo de Ken Halakay. Dos mil pavos por el tipo de los disfraces.

Alan emiió un corto silbido.

—Eso pesa.

 

—Espera, hijo. La paciencia es una virtud. Al pie del pasquín de ese bastardo había otras cantidades que eran las ofrecidas por distintos Condados por la cabeza del bastardo disfrazado. Yo no sé más que sumar con los dedos. ¡Pero la cuenta daba diez mil pavos por la cabeza de Ken Halakay, vivo o muerto!

Ahora Alan dejó escapar un larguísimo silbido.

Empalmó la nota con un estribillo de la canción: «Lupita vale su peso en oro».

Geo asintió con un par de cabezadas.

—El pájaro de los disfraces es el que se cotiza más alto en el mercado. ¿Empiezas a funcionar?

—Sí, pero quisiera una ayudita.

—Únete conmigo en espíritu y lo verás todo más claro que el agua. ¿Sabes dónde podemos encontrar al tipo de las pelucas?

—Estoy leyendo un libro de radiestesia. Pero voy por el principio.

Geo gruñó:

—Yo también estoy limpio en cuanto a eso. El sujeto de las pelucas aparece aquí y allá y nunca deja rastro. Ni su madre, que viniera al mundo, lo reconocería ni lo podría encontrar.

—En el supuesto de que el tipo tuviera madre.

—Aja. Puedes preguntar a la gente más metida en el fango, que nadie te sabrá dar razón por el «máscaras». Un día sale a la luz disfrazado de juez y en el mismo juicio liquida al tipo que le encargan. Otro día entra en una casa con los atuendos de una vieja limosnera y, cuando tiene a la víctima delante, le suelta el plomo sin tacañería.

—Estoy enterado de todo eso, pero continúa hablando. Eso me ayuda a pensar.

Geo se af'ojó el pañuelo sudado del cuello.

—La vez que Halakay dio más que hablar fue aquella en que un tipo que iba a casarse se rodeó de guardaespaldas. El pretendiente rechazado contrató a Halakay para cargarse al novio y éste se olió la tostada a tiempo. Por eso fue al despacho del juez rodeado de tipos bravos. El novio fanfarroneó respecto al anónimo de «Tú morirás antes de desposar». Entonces se armó el lío.

Alan pestañeó.

 

—Ahora recuerdo el estofado. La novia llegó corriendo y, al quedar junto al novio, se levantó el velo. El novio casi se desmaya. Vio el rostro de Halakay debajo del velo blanco. Y fue  lo  último  que  vio.   Luego  el  balazo  entre  los  ojos.

Geo cabeceó.

—Encontraron a la chica amordazada en la casa. Halakay le birló los atuendos.

Alan entornó los ojos, el rostro lleno de gravedad.

—Sería para reírse si no se tratara de un crimen repugnante.

—Así son los trabajos de Halakay. En fin, tú ya le viste la cara a aquel otro tipo asesinado por el bastardo de los disfraces. Me refiero al viejo doctor.

Alan apretó las mandíbulas.

—Por eso sólo ya me gustaría sentarle la mano al de las pelucas y los velos.

Geo lo miró con un ojo entrecerrado.

—No te pongas sentimental, muchacho. Eso es lo que nos pierde. Sólo los tipos que carecen de sentimientos usan una pala para amontonar los dólares.

—Por desgracia, es cierta esa condenada filosofía.

Geo carraspeó.

—Al meollo del asunto, muchacho. Nosotros dos tenemos suficiente cacumen para coger del pescuezo a Ken Halakay. ¿Por qué despreciar ese montón de dólares? De paso, quitamos de la circulación a un hijo de perra hecho de artesanía.

—Ahora tú eres el que se ablanda, Geo.

—No creas. Soy duro como los garbanzos de Nuevo México.

Alan se mantuvo pensativo unos instantes.

—¿Cómo podríamos encontrar un rastro, aunque fuera tan leve como la bondad de un prestamista?

Geo se rascó la coronilla y, al hacerlo dentro del sombrero, imitó una extraña caja de resonancia.

—Por el pillo se saca el ovillo.

—No estoy para alegorías, Geo.

El vejete sonreía enigmáticamente.

—Espera y verás, muchacho. Los únicos que han pensado en atrapar a Halakay no somos nosotros.

—Diez mil dólares tienen mucho magnetismo.

—Has dado en el clavo, hijo. La verdad es que unos cuantos sujetos ya van detrás de Halakay, empujándose unos a otros para arrancarle la peluca a tiros. —Explícate.

Geo escupió a un moscardón que atormentaba la cola de uno de los caballos.

—No necesito decirte que los que quieren cazar a Halakay son peores que él..., con la honrosa excepción de nosotros.

—Déjate de ceremonias.

—Varios individuos diestros con el revólver se han puesto en marcha tras los pasos del hombre de los disfraces. Cada cual pretende sacarse la ventaja uno al otro con tal de ser el que le siente la mano al «Pelucas». Es como si Halakay fuera un botín ambulante y la gente de avería se lo hubiese dicho uno al otro. Halakay ha perdido su calidad de asesino de categoría para convertirse en una mina para el que lo atrape. Para ciertos tipos diez mil dólares por la cabeza de Halakay es como si asaltaran un pequeño Banco de préstamos.

—Entiendo.

—Ahora prepárate para que te recite la galería de individuos que quieren compartir con nosotros en la caza de Halakay, «Montón de Dólares».

—Primero.

Geo carraspeó despejándose la garganta pastosa de polvo.

—En primer lugar, tenemos a Roury O'Malley y sus chicos.

Alan se incorporó instintivamente.

—¿O'Malley? ¡Ese forajido!

—Sí,   hijo.   Y   eres   muy   sobrio  de   llamarle   sólo   eso.

Alan entornó los ojos mirando a la lejanía.

—De modo que Roury O'Malley va detrás de Halakay para ponerlo en manos de la Ley. Roury le hace puntas a Halakay en cuestión de desalmado.

—Y ahora se pone de parte de la Lay por alcanzar esa pasta y se convierte en tipo honrado. Daría risa si las nauseas fueran menos.

—Yo no me he notado la risa.

—Apuesto a que si Roury coge vivo a Halakay lo retendrá hasta que pueda ordeñar a las autoridades con algo más de diez mil pavos.

—El segundo de la comparsa es Han Muller.

 

Alan entreabrió la boca perplejo.

—¿«El Alemán»?

Geo se rascó la pelambrera.

—Es mestizo. Yo diría que es un cruce entre alemán y rata de acequia.

—¡Que me cuelguen, Geo! Casi me caigo del pescante! —El joven lo miró con un gesto de fingida prevención—. Oye, Geo. Avísame cuando tengas que soltarme noticias de ese cariz para que me agarre bien de estas asas.

—Pues cógete fuerte y haz trenza con la pierna en esa barra, por si te vienes abajo.

—¿Hay más? —se asombró Alan.

—Te lo diré todo de un golpe para que hagas la digestión de una vez —dijo Geo, y agregó rápidamente—: Además de Rory O'Malley y «El Alemán», tras las pisadas de Halakay van Anthony Hopping y Mitch Darrave.

—; Infiernos!

—Como lo oyes. Eso sin contar a la gentuza que irá por otro lado y de la que no tengo noticias exactas.

—¡Y todos detrás de Ken Halakay!

—Di mejor detrás del montón de dólares que ofrecen por la osamenta del «pelucas».

Alan parpadeó, admirado.

—Oye, abuelo. Tú debes tener contacto con la Oficina de Información de Saint Louis.  De otro  modo no se explica.

Geo rió cascadamente, pero de pronto cesó de hacerlo y gruñó entre dientes.

—También habrías podido enterarte de no haber estado encerrado con esa chica un par de días en plan de confidente. Ya sabes. Todas esas cosillas se ven y se oyen en la escoria que pulula por los bares. Durante estos dos días he tenido las orejas tan abiertas a las noticias que se comentaban respecto a Halakay, que ya me duelen de tenerlas tiesas... Eh, muchacho. ¿Me estás escuchando?

Alan volvió en sí.

—No mucho, abuelo. Le daba vueltas al asunto aquí dentro del cráneo.

—Ya te veo el humo.

—Por lo que observo, Halakay se tendrá que peinar cuando se vea a esa horda detrás de sus pasos. Apuesto a que ha adquirido un nuevo juego de disfraces para burlarnos a todos.

 

El viejo rompió a reír y señaló al joven con un dedo en ademán burlesco.

Alan frunció el entrecejo.

—Eh. ¿A qué viene tanta rechufla?

El viejo se le carcajeó en la cara sin dejar de señalarlo entre los ojos.

—¡Estás copado si piensas así, muchacho! ¡Lo que decía yo! ¡Tienes el cerebro lleno de telarañas, de tanto palique con la rubia!

—Escupe de golpe, abuelo. Aún te quedan muchas cucharadas dentro.

Geo sacudió la cabeza comprensivamente.

—Es fácil, muchacho. —Alzó el rostro—. ¿Qué dirías si a Halakay le importáramos todos nosotros un pepino?

—No descarto la cosa.

—Pues bien, hijo. Puedes apostar doble contra sencillo que al tipo de las «pelucas» le tenemos sin cuidado. Ni caso de los que le persiguen, ¿entiendes?

—Ahora  quita  la  cascara  para  que  vea  lo de  dentro.

—Ya te he dicho que es elemental, muchacho. Halakay va a lo suyo. Es decir, se ve que tiene entre manos un trabajo de importancia. Por lo visto cuenta con una lista de nombres para liquidarlos por encargo de alguien. Halakay ya ha borrado algunos nombres sobre la marcha. En otras palabras, ya se ha cargado a parte de las víctimas que le han señalado. En Iron Creek mató al secretario del alcalde y al día siguiente eliminó a un agente de forrajes de Sun City. Antes de esto ya había tumbado a otros tres en la Ruta.

—¿Has dicho Ruta, Geo?

El anciano sonrió jactancioso.

—Ya te dije que por el «Pillo se saca el ovillo». Los crímenes del «Pelucas» y los tipos como Roury que quieren echarle  el   guante,   marcan   un   itinerario  sin   proponérselo.

—¡Sigue ahora que está candente!

—Allá voy, muchacho —Geo carraspeó—. Ken Halakay ha empezado esta cadena de asesinatos junto al norte de Texas. Si te trazas un mapa imagino verás que Iron Creek y Sunville marcan dos puntos en un camino que está claro. Halakay se ha distribuido el trabajo de eliminación de tipos siguiendo un orden geográfico. Ha matado a los más alejados y ahora parece que se aproxima a un lugar bien poblado donde realizará la parte grande de la matanza. Se ve que algún sujeto de importancia está empeñado en que varias personas mueran sin decir pío y por eso ha encargado al hombre que puede hacerlo mejor que nadie: Ken Halakay.

La explicación de Geo fue cortada en seco por un fuerte estampido cuya bala aulló peligrosamente cerca de su cabeza.

Geo y Alan se aplastaron contra el vehículo.

Se escuchó una risotada desde detrás de un árbol.

—¡Ya has hablado bastante, viejo!* —dijo una voz bronca.

Alan asomó un poco la cabeza junto a la boca de su propio «Colt».

—¿Dónde anda ese bribón?

—¡Aquí, ricura! —Desde detrás de un árbol muy grueso surgió una llamarada y la posta zumbó en el aire, sobre el carromato.

Geo gimió.

—¡No  creí  que  darían  con   nosotros  en  este  bosque...!

El tipo que había disparado carraspeó iniciando que iba a tomar la palabra.

—Bien, chicos. Las cosas claras. No tenemos nada que ver con los tipos que os persiguen por la rubia.

—¿No? —dijo Alan y observó las posibilidades que tenía de salir con vida.

—No, muchachos. Eso es harina de otro costal. Se trata de que no queremos que vayáis en busca de Halakay.

—¡Vaya! —exclamó Geo.

—Sí, muchachos. Halakay será para nosotros. Por eso hemos decidido actuar en la sombra y liquidar a los competidores que tenemos en la cacería. Hemos acordado empezar por vosotros, que estáis más a mano. Luego CTMalley, Muller, Hopping...

Alan observó que los tiradores eran dos. El que hablaba asomaba un canto de cabeza por el grueso tronco. El otro estaba trepando a una rama alta para darles alcance por arriba.

Alan rió para ganar tiempo.

—Mucha fanfarronería me parece eso. ¿Con quién hablo?

—Aquí Chuck y Eleazar. No nos conocéis.

 

—Siempre es buen tiempo para hacer nuevas amistades.

El llamado Chuck rió.

—Tienes humor, chico. Pero te lo voy a quitar en seguida. Precisamente, me alegro de haberos pescado porque el viejo Geo estaba dando en caliente.

Alan se aclaró la garganta, y fingió no ver al tipo que trepaba.

—De modo que Halakay va a una gran ciudad a terminar su gran trabajo de matarife.

—Se lo ha quitado el vejete de la boca, Halakay va a Santa Fe. Está claro el camino que sigue. Pero a vosotros ya no os va a hacer falta el dato.

Alan curvó el dedo sobre el gatillo.

—Por favor, Chuck. Tú eres un tipo que no se anda por las ramas...

Chuck se carcajeó.

—Pero   Eleazar,   sí.   Ahora   llega   a   ellas...   ¡Ya   Ele!...

Alan disparó al tiempo que el sujeto que estaba en lo alto hacía fuego sobre ellos.

Eleazar soltó un alarido y abandonó el rifle que empuñaba.

Chuck se destacó.

—¡Maldito puerco! ¡Ahora veréis! —Empezó a correr hacia ellos.

Alan cruzó dos plomos con él en rápida sucesión.

Chuck siguió andando, pero de pronto se vino abajo. Justo al tiempo que el tipo de arriba caía como un saco lleno.

Geo alzó la cabeza y observó los dos cadáveres con los ojos muy abiertos.

—¡Madre mía, Alan! —exclamó.

El joven recargó el arma antes de que dejara de humear.

—Estos dos no entraban en tus cuentas.

—¡Ya te dije que me faltan dedos para contar los tipos que van detrás de Halakay! ¡Canastos, Alan! ¡Vamos a tener una excursión muy movida!

—Necesitamos un par de caballos para ponernos en marcha. ¿De dónde has sacado este carromato?

Geo se llevó una mano a la boca y miró el vehículo como si fuera la primera vez.

 

—¡Madre mía! —exclamó—. ¡Es lo que me pregunto! ¿De dónde...?

Alan rió con ganas.

—Bien, abuelo. Será necesario que sepamos lo que nos hacemos para atrapar a Halakay.

—¡Ya funcionas, Alan!

El joven entornó los ojos al someter a su cerebro a una intensa actividad.

—Acabo de ponerme en forma. Ahora vamos a Santa Fe con una sola manía entre ceja y ceja. Coger al tipo de las pelucas por encima de todo.

—¡Y nada de rubias, Alan!

—Nada de rubias, abuelo.

 

CAPITULO IV

 

La linda muchacha rubia evolucionó por el interior de la :ienda de sombrillas y paraguas de la calle Mayor de Santa Fe.

La chica estaría por los veintidós años, era de estatura mediana, bien formada, y su cintura era la más estrecha que nabía visto Alan Baxter en todo el recorrido por tierras del 3este.

Ella tenía unos ojos grandes, rasgados, de puplias azules, 3rlados por larguísimas pestañas curvadas hacia arriba. Su laricilla era respingada, lo que le confería un aspecto travie-»o y, para postre, tenía la piel salpicada de pecas que le quejaban maravillosamente.

Alan tenía la cara pegada al cristal del pequeño escapara-:e sin quitar ojo a los movimientos de ella.

De pronto, a la chica se le ocurrió revisar las sombrillas colgadas en los ganchos de exposición, y comenzó a trepar x>r una pequeña escalera de mano.

Alan se contuvo a duras penas mientras la muchacha llegaba al úlimo tramo, y al darse la vuelta allá arriba para ilcanzar un paraguas plegable, Alan se desplazó del cristal y ;ntró en la tienda.

—Buenos días —dijo y levantó la cabeza contemplando os torneados tobillos de la chica.

Ella se percató de la observación, debido seguramente a ín sexto sentido, y se volvió con el ceño fruncido.

—¿Qué se le ofrece, caballero?

—Se me ofrece ante la vista un bonito muestrario.

—¿Cómo?

—Me refiero a esos paraguas que tiene al lado.

La chica empezó a descolgarse.

—Los paraguas, ¿eh?

 

—Por favor, no se moleste en bajar. Los ángeles tiene que andar por esos altos.

—Oiga... —la muchacha respiró con fuerza—. ¿Qué quie re de la tienda? Le advierto que tengo bastante trabajo. Si s trata de una broma...

Alan rió de pronto.

—Verá —dijo y ladeó la cabeza, cerciorándose de que L rubia era endemoniadamente bella—. Lo que tengo es un; manía incurable. Me apasionan los paraguas.

La muchacha se contuvo a duras penas.

—Mire, forastero. Como usted los hay a docenas. Entrar de pronto y quieren pegar la hebra. Lo malo es que me ha cen perder un  tiempo precioso.  Entonces llamo al sheriff

Alan celebró la salida de la chica con una breve carcajada

—Usted tiene sentido del humor, preciosa —dijo, y agre gó alzando las cejas—: La verdad es que lo de los paraguas es cierto. Siempre me atrajeron. De pequeño andaba cargadc de chismes de esos para desarmarles las varillas. Hoy todavía me quedo alelado mirándolos.

—iLárguese! —gritó la rubia de pronto.

Alan saltó un poco hacia atrás.

—No se lo cree, ¿eh? Me llamaban en el pueblo Jim «El Paraguas».

La chica se le quedó mirando con los ojos entrecerrados,

De pronto ocurrió un fenómeno en la expresión de su be lio rostro.

Fue cambiando el gesto ceñudo y súbitamente se tornó irónico y radiante.

—¡Mike! —exclamó—. ¡Ahora caigo! ¡Tú eres el hermano de Edna! ¡El bromista de Mike!

Alan se quedó con la boca abierta, pero reaccionó en el acto ante la confusión de la muchacha.

Rió con fuerza.

—¡Muñeca! —gritó—. ¡Por fin diste en el clavo!

Ella bajó aprisa por la escalerilla de mano.

—¡Oh, debí darme cuenta en seguida! Edna me escribió que vendrías como agente de la casa de sombrillas «La buena sombra».

Alan chascó la lengua, sonriente, pero preguntándose dónde diablos iría a parar aquel lío.

—Y eso que de chicos hemos andado juntos —dijo, y se juró que había dado en el blanco.

 

La   rubia   abandonó  el   último   peldaño  con   expresión isueña. —¡Oh, Mike!

Alan la vio remisa al acercarse, pero la ayudó con un ígero tirón.

Ella quedó un poco laxa y Alan se dijo que ya era hora.

La besó en la boca.

La rubia separóse un poco sofocada, pasado el tiempo.

—Has... has crecido mucho, Mike —dijo entrecortada-nente.

—Me dieron papillas, mitad de leche y mitad de harina de naíz.

Ella rió con ganas. Se las ingenió para liberarse de él con acto.

—No te hubiera recordado nunca. ¡Entonces eras un zan-[uilargo delgado!

Alan se retorció en una carcajada y la apuntó con el dedo.

—¡Y tú, mocosa de trenzas largas y rociada de pecas!

Los dos jóvenes rieron a coro.

De pronto, escucharon un fuerte carraspeo en la puerta.

Se volvieron hacia allí y vieron a un sujeto bien vestido, le cara hosca y bigotes enormes, muy negros.

Llevaba en la mano unas cuantas sombrillas con etiquetas.

—¿Señorita Murphy? ¿Gracie Murphy?

La rubia se arregló un poco el pelo.

-¿Sí?

El tipo de los bigotes tosió con fuerza y levantó el atado le sombrillas.

Alan notó un ligero estremecimiento.

Quiso abrir la boca para decir algo con urgencia, pero no >udo.

—Soy Mike Forrester —dijo el recién llegado—. El herma-10 de Edna.

La rubia Grace arrugó  la naricilla  y- boqueó un  poco.

—¿Cómo dice...?

El   tipo  de   las  sombrillas  entró   atusándose   el   bigote.

—Creo que mi hermana ha debido escribirle acerca de mí. Represento a «La buena sombra», la mejor fábrica de som-rillas de todo el pais. Aquí llevo las muestras que solicitó en u carta.

Al mismo tiempo, mostró una carta firmada por Gracie durphy.

 

La rubia tartamudeó.

—¿Us...usted es el hermano de Edna?

—Mike Forrester, como le dije.

Gracie emitió un respingo y se volvió vivamente hacia el joven moreno.

—¿Quién es usted? —gritó.

Alan tosió tocándose los labios ligeramente.

—Baxter. Alan Baxter.

La rubia le apuntó con un dedo.

—¡Pero usted dijo que era Mike Forrester! —exclamó agudamente.

—De Forrester no se habló nada.

—¡Usted se hizo pasar por Mike!...

Alan chasqueó la lengua.

—Verá señorita. En realidad, me llamo Mike Alan Baxter. Pero lo de Mike no lo gasto más que con las amistades íntimas.

—¿Có...cómo ha sido capaz...?

—Usted me llamó Mike. Y lo soy —Alan tosió de nuevo—. Lo demás vino gratis.

Las palabras se atropellaron en la linda boca de Gracie. Su busto se agitó en tumultuosa respiración.

—¡En mi vida he visto a un sujeto más desaprensivo que usted! ¡Salga de aqui inmediatamente!

Forrester se despejó los bronquios.

—Un momento, señorita Murphy. ¿Insinúa que este individuo me ha querido suplantar? Se están dando casos de supuestos agentes de «La buena sombra», que colocan falsas marcas haciéndolas pasar por las nuestras...

—¡Cielos, cállese, Mike! —interrumpió Gracie. Fijó los ojos llameantes en Alan Baxter—. ¿Qué hace aquí todavía con ese descaro?

—Me ha dado una rampa en el pie. Ya pasa.

—¡Salga de una vez! ¡Inmediatamente!

Alan saltó ágilmente hacia la puerta.

Guiñó un ojo desde allí.

—He auedado encantado de sus existencias —dijo. Y abandonó la tienda.

En   la   acera   tropezó  con   Geo,   que  exclamó  al   verlo:

— ¡Condenación, muchacho! ¡No estás cumpliendo tu palabra!

Alan siguió andando.

—¿Qué quieres, Geo?

 

—¡Apenas vuelvo la espalda y te lanzas sobre la primera rubia que encuentras!

El viejo danzó alrededor de él mientras caminaban.

—Estoy muy apenado, Geo. Empiezo a creer que nunca me curaré...

Geo dejó escapar un gemido.

—¡Y yo buscándote por ahí para darte la gran noticia!

—¿Qué noticia, abuelo? —Alan se detuvo.

—¡Ken Halakay ha empezado a actuar! ¡Acaba de cargarse a un agente de tierras en su despacho de la plaza Mayor!

—¿Disfrazado?

—¡Con uniforme de capitán de goleta! ¡Como un viejo lobo de mar!

 

CAPITULO V

 

Ken Halakay se arrancó la gorra de marino y gritó con fuerte voz:

—¡Escoramos a babor!

Marty Down pegó un brinco desde el camastro y se acompañó de un grito.

—¡Que me ahorquen, jefe! ¡Precisamente estaba soñando con un barco!

Halakay soltó la carcajada.

—Te ha impresionado mucho la preparación de este disfraz. Ya vi que te quedabas con la boca abierta cuando me vestía.

Marthy se frotó los ojos todavía soñoliento.

—Supongo que el tipo ya está a pique, ¿en, jefe?

Halakay   sonrió  despojándose   de   la   casaca   de   capitán.

—Se quedó tieso cuando me vio aparecer por la puerta falsa.

—¿Dijo que era un agente de tierras?

—Y además parecía olerse algo. Tenía una pareja apostada en a puerta para no dejar pasar a nadie. Pero me colé de todos modos. Me presenté al agente como el capitán Ken Halakay. Entonces abrió de par en par la boca. Yo lo dejé abrirla bastante, y entonces le metí allí dos plomos. Cayó como una res apuntillada.

Marthy rió como un conejo.

—Jefe —dijo—. Si vale la pena trabajar con usted es por lo que se ríe uno. ¡Y pensar que toda mi carrera la hice matando viejas! ¿Por qué tardamos tanto en encontrarnos?

Ken le dedicó una mirada de simpatía.

—¿Estás contento, pequeñajo?

 

—i Mucho, jefe! ¿Cuando le damos el susto al próximo fiambre?

Halakay acabó de quitarse los pantalones blancos,

—Ahora   mismo,   Marty.   Hay  que  apresurar  las  cosas.

Marty protestó enfadado.

—¡Usted no puede fatigarse de ese modo, jefe! ¿Es que quiere caer enfermo?

Halakay alzó las cejas y sacudió la cabeza.

—El hombre que me ha encargado el trabajo de eliminación en este pueblo, me ha pasado recado que me apresure.

—Es un tipo de alturas, ¿no, jefe?

—Sí, Marty. Un bastardo con dinero que emplea a otros para que maten por él y quedar en buen lugar. Pero para nosotros es un cliente. Un excelente cliente.

Marty afirmó muy serio.

—Sí, jefe. El cliente siempre tiene razón.

Ambos rieron.

Ken miró hacia el techo.

—El próximo tipo está ahí arriba.

—¿Ahí, jefe?

Ken asintió dando un pescozón a Marty.

—¿Para qué crees que nos hemos aprovechado de este sótano?

—Creí que sólo era un vestuario, patrón.

Ken rió.

—Procuro combinar todas las cosas, pequeño. Hemos venido a este sótano porque además de olvidarlo por la gente de arriba, resulta un buen escondrijo. Ahora le daré la ración al dueño y luego nos trasladaremos a otro lado.

—Usted no desaprovecha una, jefe —se rascó Marty la cabeza.

Ken sonrió satisfecho.

—No, muchaho. Y para que te empapes de cómo llevo los trabajos, escucha esto.

—Soy todo orejas, jefe.

—Me presenté en la comisaría del sheriff Red para presentarle  mis respetos en  nombre de  la  marina  mercante.

—¡Canastos! —rió Marty, alborozado.

—El sheriff me ha puesto al corriente del revuelo que un tal Ken Halakay está causando. Además de las matanzas, un batallón de gentuza va detrás del tipo de los disfraces para cobrar la recompensa.

 

Marty escuchó sin parpadear la relación de personajes que iban a la caza de Halakay y que habían sido vistos por el sheriff de la localidad. Cuando llegó a nombrar a Roury, Marty interrumpió el relato con una exclamación.

—¡Infiernos, jefe! ¡Ese Roury es muy peligroso! ¡Tiene gran olfato para los botines!

Ken rió pacientemente.

—Encontré a Roury en el saloon principal y le tiré de la lengua sobre los acontecimientos del día. No me reconoció de marino y hablamos de muchas cosillas.

Marty se partía de risa.

—¡Muy bueno, patrón! ¡Menuda cara habría puesto Roury si llega a saber que el marino era Halakay!...

Rieron unos instantes. Luego, Ken impuso silencio, atendiendo al departamento de arriba.

—Voy a darle el susto a ese individuo, muchacho. Trae la escalerilla.

Marty siguió riendo mientras apoyaba una escalera en la trampa del techo del sótano.

Entretanto, Halakay vistió una camisa y unos pantalones y finalmente se dedicó a la caracterización de su rostro.

Extrajo una nariz aguileña de un estuche y la acopló sobre la propia. Con un pedazo de tiza se dio unos toques canosos en las sienes y finalmente se ajustó una tira transparente y blancuzca junto a la boca para simular una cicatriz. Se volvió.

—¿Qué te parece, Marty?

El aludido parpadeó.

—¡Canastos, señor Halakay! ¡No lo reconocería ni su propia madre!

—Ahora no soy Halakay. Soy Doc Adams.

Dicho esto, Halakay trepó por la escalera. Empujó la trampa del techo y pasó a un largo corredor.

Cerró el pasadizo y escuchó las voces que provenían del otro lado.

Entonces se puso en marcha sigilosamente.

Vio a un sujeto de nariz aguileña que era de un parecido asombroso con su disfraz y se le acercó.

Le dejó caer el revólver sobre la cabeza y el tipo se desplomó,   sin   que   escapase   de   su   garganta   ni   un   gemido.

Halakay lo arrastró detrás de unas gruesas cortinas y, después de titubear, le atizó otro golpe.

 

Se incorporó y caminó por el pasillo retocando algunos detalles de su indumentaria.

De repente apareció un sujeto delgado por el recodo del pasillo.

—¡Caracoles, Doc! ¡El patrón te busca como loco!

Halakay profirió un gruñido.

—¿Qué le duele ahora?

—¡Tiembla como un flan porque espera a Ken Halakay! ¡Ha ordenado a todos los chicos que rodeen la casa y disparen al primer tipo raro que se acerque! ¡Aunque sea una vieja!

Halakay sonrió despectivamente.

—El jefe es un cobardón de marca mayor. ¿No sabe que está seguro mientras todo esté bajo mi control?

Tres hombres se acercaron prestando atención a las palabras del que creían Doc Adams.

Uno de ellos carraspeó.

—Lo mejor será que vayas a hacerte cargo del desaguisado. El patrón se sube por las paredes y está dando órdenes contradictorias. Lo mismo te dice que mires bajo la cama, como te manda que inspecciones la chimenea.

Halakay rió.

—Andad por afuera, chicos. Yo lo calmaré.

Dicho esto, continuó por el pasillo y finalmente llegó a la puerta del fondo. La empujó pasando a un amplio despacho.

—¡Doc! —exclamó un sujeto de unos cuarenta años de aspecto nervioso—. ¿Dónde estabas? ¡Mi vida en peligro y tú de vacaciones! ¡Halakay puede aparecer en cualquier instante!

Ken chascó la lengua y sirvióse un whisky de un frasco de cristal cincelado.

—Señor  Miller.  ¿Por qué  no  prueba a echar  un  trago?

—¡No  me calmará  nada  mientras ese  loco ande suelto!

Ken se llevó el vaso a los labios.

—Ese hijo de perra no tiene por qué inquietarle, patrón.

Miller danzó alrededor de él.

—¿No? —graznó—. ¡Apuesto a que no te has enterado de que acaba de liquidar al agente de tierras! ¡Lo ha matado como si fuese un perro! ¡Y eso que tenía encima una vigilancia constante!

Ken lo miró por encima del vaso.

—Usted está mejor guardado que nadie, señor Miller. Los corredores y el patio están llenos de gente en pie de guerra.

 

Ahí afuera liene a diez de los muchachos con el «C'olt» en la mano. Por si fallaba poco, estoy yo para hacerle compañía. ¿De qué se asusia, señor Miller?

til aludido descargó un puñetazo en la mesa, pero su voz tenía un agudo histérico.

—jNo me asusta nada. Doc! ¡Quiero reírme de ese bastardo! ¿Has leído el anónimo que me mandó?

Ken rió entre dientes,

—Lo hace para sacar a sus víctimas de sus casillas. Así los al rapa mejor.

—¡No digas la palabra vícuma, Doc! ¡Basianie malo es pensar en ello!

La puerta se abrió con ímpelu y aparecieron varios hombres armados hasta los dientes.

-  ¿Ocurre algo, jefe? —preguntó un pelirrojo. Ken Halakay hizo un gesio.

—Largaos, muchachos. Ll patrón y yo leñemos una voz muy sonora. No pasa nada.

Los muchachos apañaron las cabe/as y cerraron la puerta dando dos vueltas con la llave.

Halakay sorprendió un gesio raro en el rostro de Miller.

-  ¿Qué le pasa ahora, patrón? Miller alargó el cuello.

—¿Qué te ocurre en la voz? ¡Infiernos, apuesto a que te has resfriado! ¡Sólo falta que cayeras enfermo ahora que te necesito tanto!

Ken se llevó la mano a la garganta,

-  Un poco de ronquera, patrón. Pero ya se me va con este whisky suyo.

-  ¡Doc! - gritó de pronto Miller.

Halakay se sobresalió y bajó la mano al revólver .

—¿Qué sucede? - dijo, al observar que le apuntaba con un gesto despavorido.

—¡Tienes un dedo de más!

Halakay solió un respingo y se miró la mano.

—¡Canastos, patrón! ¡Tengo cinco dedos como todo el mundo!

Miller retrocedió instintivamente..

—¡Te faltaba un dedo en la mano derecha!

Ken rió de improvisa.

-  Ls de cera - dijo—. Me lo vendió un ortopédico reco-

mondado por Beatriz: A ella le desagrada que me faite un dedo.

Miller boqueó.

—¿Có...eómo es posible? ¿Hay dedos de repuasto?

Halakay rió con su propio tono.

—Sí, señor Miller. Hoy se puede encontrar de todo en el mercado. Incluso venden narices de repuesto. ¿Ve?... lista es posti/a también.

Ken se arrancó la nariz aguileña.

Miller   tragó   aire,   con   los   ojos   fuera   de   las   órbitas.

Retrocedió tambaleándose como un borracho.

Ken continuó riendo, mientras sacaba el revólver.

—Cálmese, señor Miller. Pienso enseñarle otras cosillas de recambio. Muchas cosillas..., menos el modo de sustituirse un pellejo agujereado.

Miller abrió la boca y aulló de modo infrahumano.

—¡Halakay! ¡No!...

Ken apretó el galillo varias veces, y el despacho se llenó de un estruendo ensordecedor.

 

CAPITULO VI

 

Alan Baxter releyó por décima vez el contenido de la nota que acababa de recibir, y a pesar de sabérsela de memoria, experimentó un cosquilleo agradable en la nuca.

La nota decía:

«He pensado bastante en usted. Un beso es algo que une extrañamente a un hombre y a una mujer, a pesar de que se produzca en sorprendentes circunstancias. Si tiene dudas acerca de mi teoría, me gustaría discutirla a solas con usted en mi propia tienda. Le anticipo que quedará convencido. La chica de las sombrillas.»

Alan suspiró roncamente y bebió whisky de un largo trago.

En aquel momento llegó Geo atropellando a la clientela del local y galopó hacia él con la alarma pintada en el rostro.

—¡Por todos los demonios, Alan! ¡Quema esa nota, muchacho! ¡Es una trampa!

Alan hizo una mueca.

—¿Qué estás diciendo?

—¡Te repito que ese mensaje es de pega! ¡Se trata de una trampa preparada a tu medida!

El joven parpadeó y sirvió un whisky al abuelo, quien lo apuró en el acto.

—Cálmate, Geo. ¿Cómo diablos sabes que tengo una cita?

—¡Ya podemos dar gracias al cielo de que voy husmeando por ahí! ¡He descubierto la preparación del cepo! ¡Y por lo que veo, has estado a punto de caer!

Alan sintió que el papel se le marchitaba entre los dedos.

—Empieza a explicarte antes de que me caiga a plomo.

 

—¡Lo he visto todo! —exclamó el viejo sin poder contener la excitación.

—¿Qué es lo que has visto, abuelo? Ordena las noticias.

Geo apuntó entrecortadamente hacia la calle.

—Fue cuando me paseaba disimuladamente por la calle. ¡Entonces los vi dentro de la casa de sombrillas!

—Los viste, ¿eh?

—Sí, muchacho. ¡Vi a Hans Muller! ¡A Hans Muller y a los bastardos de Anthony Hopping y Mitch Darrave! ¡Están en combinación!

—Ahora salió —suspiró Alan.

Geo se pasó una mano por la boca.

—Asomé las narices por la tienda cuando atisbé al rubio dentro. Entonces me di una vuelta por el callejón y pegué la oreja a la puerta trasera. ¡Muller estaba convenciendo a la rubita de los paraguas para la trampa!

—¿Convenciendo?

—¡Infiernos! ¡Capta la alegoría! ¡Quiero decir que Muller amenazaba con degollarla allí mismo si no te escribía la nota.

—¡Canastos!

—Por lo que he sacado en limpio, Muller nos seguía los pasos apenas llegamos aquí. Debió presenciar la escena que tuviste con la rubia de los paraguas, incluyendo el beso, y se olió un romance. Entonces puso en práctica una de sus canalladas. Apenas ha tenido ocasión, se ha dejado caer por la tienda y le ha planteado el asunto a la chica. ¡La pobre rubia habrá tenido que redactar la nota bajo la amenaza del cuchillo de Muller!

Alan apretó las mandíbulas.

—Ese hijo de perra...

—¡Pero cuando me caí de espaldas fue al dar la vuelta para ponerte al corriente! ¡Allí dentro estaba Anthony Hopping. Su inseparable forajido Darrave monta guardia en la acera.

Alan se ajustó el cinto.

—Vamos a la cita, nunca hago esperar a una dama, sobre todo si es la rubia.

—¡Rayos, Alan! ¡Te coserán apenas asomes las narices por allá!

Pero el joven ya no le escuchaba, poseído de una sorda rabia.

 

Cruzó el local con Geo pegado a los talones rezando por lo bajo.

Una vez fuera, atravesaron la calzada de la calle mayor.

Alan pensaba cómo desembarazarse momentáneamente de Geo, y cíe pronto se le ofreció la solución al ver a un ciego con anteojos negros que esperaba la guía de alguien para cubir la calzada.

—Ayúdalo, Geo —dijo.

El anciano inició una protesta, pero se acercó al invidente para ayudarle a pasar la calle, cruzada a intervalos por vehículos y jinetes.

Cuando  Geo  lo  pasó  al  otro  lado,  el  ciego  carraspeó.

—Gracias, jovenzuelo.

Geo desvió la mirada hacia Alan que estaba cerca de la tienda de paraguas.

—No soy un joven, amigo. Soy más viejo que usted y, para postres, muy desgraciado.

El ciego chascó la lengua.

—El mundo está lleno de sinsabores.

Geo   se   apartó   pesaroso   murmurando   algo   inconcreto.

El ciego rió entre dientes cuando Geo ya no lo podía oír.

—Así os asen a los dos, viejo bastardo —dijo con la voz de Ken Halakay.

Gracie  empalideció al  ver  entrar  a  Alan  en   la   tienda.

—Señor Baxter —empezó sin saber qué decir—. Us...usted debió recibir la nota que le envié...

Alan observó los alrededores por el rabillo del ojo mientras reía.

—¡Canastos, nena! ¡Se ve que es la primera cita! ¡Vaya nervios!

Gracie tragó saliva y sus ojos se agrandaban cada vez más ante la inminencia del peligro.

—Alan, yo...

—¿Qué, cariño? —murmuró el joven, y a pesar de las circunstancias, lo dijo sinceramente.

—Nunca he hecho esto.

 

—¿Te refieres a mandar una nota a un hombre? —Alan rió en falsete—. ¡Infiernos, nena, es el flechazo! ¿Qué le vamos a hacer?

El rostro de  la mujer se crispó y gritó  histéricamente.

—¡Oh, no puedo!... ¡Cuidado, Alan!...

El joven la derribó detrás del mostrador en un brusco movimiento.

Al mismo tiempo sonaron dos disparos.

Alan gatillo desde el suelo hacia la figura que salía de la trastienda.

El rubio Hans Muller trastabilló con los ojos muy abiertos.

—¡Perra! —gritó. Y se vino al suelo pesadamente.

Alan se incorporó al oír una carcajada en la puerta, y mantuvo el «Colt» humeante mientras observaba el  hueco.

Por allí vino la conocida voz de Anthony Hopping. Era característica  porque  ceceaba  como  los  de   Nuevo  Méjico.

—¡Has sido listo. Alan! ¡Pero ya puedes darle las gracias a la chica!

El joven notó que la rubia se desmadejaba en un acceso de nervios y sollozaba de cara al suelo.

—Cálmese, pequeña. Todo saldrá redondo.

Hopping habló de nuevo.

—Te doy treinta segundos para salir, Alan. Te advierto que Mitch tiene tomada la calle y nadie puede ayudarte. Ni el viejo Geo. ¡Sal y pelea como un hombre!

Alan rió sarcástico.

—Como vosotros, ¿en? ¡Bien Hopping, por lo menos enseña la cara!

—¡Basta de chachara! ¡Te quedan quince segundos o Mitch tirará los cartuchos de dinamita ahí dentro! Lo sentiré por la muñeca.

—Voy —dijo Alan.

Gracie lo sostuvo por la manga.

—¡No salga, señor Baxter! ¡No serán capaces de hacer esto en la calle Mayor de Santa Fe!

—Usted no les conoce bien, encanto —sonrió Alan con pesar.

Bruscamente, embistió al aire y salió disparado del pequeño local.

Mientras caía hacia la calzada hizo crepitar el «Colt» en la mano.

Los disparos se entrecruzaron.

 

Alan se revolvió en el polvo siluetado por las balas, buscando a Mitch con la mirada.

Lo vio cuando hizo impacto en el cuerpo de su compinche Anthony.

Este graznó de dolor y cayó muerto al lado de la puerta de la tienda.

Mitch disparó desde una columna con la sonrisa en los labios.

De pronto lanzó un grito en mitad de los estampidos y salió de costado.

Alan lo baleó para cerciorarse y los impactos empujaron a Mitch hacia una tienda de marcos para cuadros.

La populosa calle Mayor de Santa Fe había quedado desierta.

Alan incorporóse con el revólver husmeante y recargó el cilindro a toda prisa, volviendo la mirada hacia varios lados.

Entonces vio salir a Gracie con el rostro pálido.

Pero ella soltó un respingo de alivio y se tambaleó contra el escaparate al verlo vivo.

Alan   corrió   hacia   ella   y   la   sostuvo  entre   sus   brazos.

—Todo ha pasado, pequeña.

La rubia movió los labios varias veces, y al fin sólo pudo decir:

—¡Oh, Alan! —entonces se desmayó.

Geo llegó coriendo con el «Colt» en ristre, recién disparado.

—¡Alan, estás vivo de milagro!

El joven no respondió y entró en la tienda con la chica en los brazos.

La  gente  comenzó  a  aparecer  por  puertas  y   ventanas.

Un corro de curiosos se agolpó alrededor de Geo, quien bloqueaba la entrada de la tienda de paraguas.

Un obeso caballero de larga barba y rostro venerable alzó los brazos y protestó lleno de indignación en medio de los comentarios.

—¡Es inconcebible que estas cosas pasen en la calle Mayor de Santa Fe! ¿Es que hemos dejado de ser una ciudad civilizada?

Luego esperó los comentarios aprobatorios y, cuando percibió el murmullo unánime, se apartó de la gente.

El hombre era Ken Halakay.

 

CAPÍTULO VII

 

Marty Down se pasó la lengua por los labios y de pronto atrapó a la pelirroja por la cintura.

Ella gritó de sobresalto.

—¿Qué hace?

Marty la apretó contra sí.

—No disimules nena. Desde que apareciste en la puerta y te vi ahí enfrente, no has dejado de guiñarme un ojo... Tenemos suerte porque el jefe tardará en venir a este escondrijo. Vamos, no niegues que me has seguido los pasos.

La pelirroja escondió la cara simulando rubor.

—¡Atrevido! —lo empujó por el pecho.

Marty rió, con los ojos fuera de las órbitas. La hembra era cuarentona,  pero en el  hueso  había  mucho que  roer.

—Entra, ricura. Vaya si me gustas —Marty empezó a contarle los deditos.

De pronto la pelirroja le dio un fuerte empujón y lo coló dentro de la cabana.

—Debías de conocerme por el olor, pequeñajo —dijo ella con la voz de Ken Halakay.

Marty abrió los ojos y la boca.

—¡Jefe! —gritó.

Ken Halakay soltó una risotada y se arrancó la peluca pelirroja.

—Vamos,  muchacho.  Vuelve en sí.  No es  para  tanto.

—¡Jefe! —resolló Marty todavía incrédulo.

—Sí, hijo. Los disfraces femeninos son los que mejor me salen. Los empleé mucho en mi vida de actor en los grandes teatros.

Marty boqueaba perplejo.

 

—¡Pero..., pero si yo me tragué el anzuelo! ¡Ya tenía la boca echa agua!

Ken rió a gusto.

—Me han llamdo muchas cosas por ahí debido a mi habilidad. En Kansas era Ken «Carcamal»; en Dallas, Halak «El actor»; más el Este, «El hombre de los cien rostros». Ahí está el secreto de mi valía con el «Colt», muchacho. Puedo convertirme en cosa de segundos. Nadie ha podido advertirlo. Ahora he querido probarte con este disfraz para ver si me ha salido bien.

—¿Bien, jefe? ¡Yo diría fantástico! Pero..., ¿cómo es posible? Esas... Eh... esos...

—Es goma porosa.

—¡Canastos, pues dan el timo a cualquiera!

—Las caderas me las fabricaron especialmente para mí. Según   un   molde   de   la   famosa   Berta   «La   Empanadilla».

—¡Infiernos, yo me parto, jefe! —rió agudamente Marty.

—Donde fui más exigente fue en el busto.

—Ya puede decirlo, patrón. ¿Otro molde famoso?

Halakay guiñó un ojo, y atizó un pescozón a su ayudante.

—Te lo contaré algún día, bribón. Ahora tengo que largarme a donde está el tipo que requiere plomo.

Marty echó la cabeza hacia atrás.

—Apuesto a que es un tipo que tiene una colección de fulanas. Usted se colará por la puerta falsa cargado con la goma porosa.

—Estás aprendiendo mucho, pequeñajo.

Marty rió.

—Yo era un analfabeto cuando tropecé con usted. El día que me licencie daré mucho que hablar. Usted es muy grande, jefe.

—Coba no te falta —gruñó Halakay—. Alárgame esa ca-jita de perfumes.

Marty revolvió la maleta de los disfraces.

—Aquí hay una que se titula «Efluvios antes del escándalo».

Halakay se ajustó el disfraz delante del espejo.

—Es demasiado penetrante y luego cuesta de quitar. Dame una que dice en la etiqueta: «Aromas irresistibles», o la de al lado que se llama: «Ahora soy tuya».

Marty se carcajeó.

—Es usted grande, jefe. Palabra que me gustaría presenciar esta ejecución. Oiga, ¿qué le parece si  me distozo yo también de fulana?

—Marty, cada uno ha nacido para una cosa en esta vida, y no creo que tú sirvas para esto del disfraz. Tendrás que conformarte con la explicación que te dé después del trabajo.

—Sí, jefe. Tiene razón.

Halakay se puso el perfume llamado «Ahora soy tuya», y' después de echarse  una nueva ojeada en el espejo, caminó hacia la puerta.

—No invertiré mucho tiempo, Marty.

Luego salió cerrando tras de sí.

Alan Baxter se encontraba en la estancia que Gracie Murphy utilizaba como salita de estar.

La joven se había ido a hacer café a la cocina, y Alan aprovechó el momento para escudriñar por todos los rincones. Encontró una caja de cigarros y encendió uno de estos encontrándolos de su gusto. Luego ocupó una mecedora y balanceóse suavemente.

Al aparecer Gracie portando una bandeja con el servicio del café, se puso en pie.

—Me gusta la vida del hogar.

Gracie puso la bandeja sobre la mesa.

—No le creo una sola palabra, señor Baxter.

—¿Cómo dice?

— Usted es un vagabundo, un nómada.

—¿En qué me lo ha conocido?

—Basta escucharle unos momentos para saberlo. Los vagabundos tienen una forma única de hablar.

—Bueno —sonrió Alan—, suponiendo que le dé la razón, a veces, los vagabundos se cansan de su vida y deciden tener un hogar.

—Lo veo un poco difícil.

—Todo depende de una mujer.

—¿De una mujer?

Alan  dio  tres  pasos  hacia  ella  y se detuvo  muy cerca.

—Sí, Gracie, yo creo que todo depende de eso... Del amor.

 

—Si ha pensado que voy a caer en sus redes, está completamente equivocado.

—¿Qué redes, Gracie? Soy un hombre que se acerca a usted con el corazón en la mano. —Alan mostró la diestra donde tenía el cigarro.

—Ya descubrió la caja. Se la dejó olvidada mi tío Nicolás.

—Su tío Nicolás es un hombre de gusto. Fuma los mejores cigarros. Pero, ¿de qué diablos estábamos hablando, Gracie? No descendamos a la prosaica vida cuando nos hemos elevado sobre una nube esponjosa y espiritual.

—Señor Baxter...

—Diga, cariño.

—Es usted incorregible.

—Perdone —dijo él y dejó el cigarro en un cenicero para poder atrapar la mano de ella, la cual apretó suavemente—. Gracie, me estoy enamorando de usted.

—Pues enamórese.

—/,Por qué he de hacer tal cosa si me gusta?

—Usted no me conviene. Es un hombre sin oficio ni beneficio.

—Tendré muy pronto tal manada de dólares que necesitaremos un gran corral para cobijarlos.

—¿Va a vender el matadero municipal de Santa Fe a algún primo?

—¡Gracie! Usted no debe decir eso...

—Pues dígame entonces de qué fuente le van a manar esos dólares.

—Es la mar de sencillo —Alan respiró profundamente enarcando   el   pecho—.   Voy   a   capturar   a   Ken   Halakay.

La joven retrocedió como si le hubiesen golpeado con un mazo.

—¿Se refiere a Halakay, el asesino a sueldo?

Alan atrapó otra vez el puro, cruzó las piernas, apoyó la mano libre en la mesa y compuso una figura que parecía la estatua del general Grant en la plaza Mayor.

—El mismo, Gracie —asintió.

—No está hablando en serio.

—Claro que sí.

—Todo aquel que ha intentado echar mano a Halakay ha ido derecho al cementerio.

—Era gente sin inteligencia.

—No es usted un hombre modesto que digamos.

 

—Oh, no, Gracie. Ahí se equivoca. No me gusta pavonearme.

—Cualquiera lo diría viéndolo con esa pose.

Alan se acercó otra vez a ella.

—Oiga...

La joven dio rápidamente la vuelta a la mesa.

—No se me acerque.

—Está  bien, Gracie,  pero le  tengo que decir  una cosa.

—Dígala desde ahí. Sin moverse.

—Atraparé la bolsa que dan por la captura de Halakay para cambiar de vida.

—Lo felicito.

—No me ha dejado terminar. Para cambiar de vida a su lado.

Empezó a acercarse otra  vez a ella rodeando la  mesa.

—¿Qué es lo que intenta sugerir, señor Baxter?

—Gracie... Es usted maravillosa. Hasta sería capaz de casarme con usted... Me tiene loco desde que me dio aquel beso.

—Eh, más despacio. Yo no se lo di. Usted me lo robó.

—Muy bien. Se lo devuelvo.

Alan tiró de la cintura de ella y sus bocas se juntaron.

De  pronto,  se  oyó   un   carraspeo junto  a   las  cortinas.

Gracie se apartó de Alan lanzando un grito.

Alan se volvió también hacia aquel lado. Abriéronse las cortinas y surgió un hombre de unos cuarenta y cinco años de rostro bien parecido, bigote recortado y ojos azules que brillaban como luciérnagas. El tipo vestía un Príncipe Alberto de corte impecable y lucía en la solapa una rosa blanca. Con su mano derecha esgrimía un bastón de bambú.

—Perdón, ¿molesto? —dijo con voz bien modulada.

—De ninguna manera, señor Drumond —contestó Gracie—. Usted nunca molesta.

—¿Cómo está, Gracie? —contestó el señor Drumond sonriendo y tocó la mano que ella le tendía y la besó en los nudillos con suma delicadeza—. Me comunicaron que había sobrevenido un tiroteo en su negocio y he venido a interesarme por su salud.

—Oh, a mí no me ha ocurrido nada. Sólo ha sido el susto.

—Al parecer, un gun-man se nos coló de rondón en la ciudad... Casualmente, el sheriff Keller se encuentra fuera y, como siempre, ese inútil de ayudante suyo, Matt Astor, se ha presentado demasiado tarde en el lugar de los hechos —hizo una pausa—. Me imagino que el gun-man ha tenido tiempo de poner pies en polvorosa.

La joven, mientras Drumond hablaba, había mirado nerviosa hacia Alan, quien sonriente, dijo:

—Creo que se equivoca, señor Drumond.

El recién llegado miró al joven arrugando las nances como si Baxter despidiese mal olor.

—¿Quién es, Gracie?

— Yo mismo me presentaré, señor Drumond —dijo Alan—. Soy el gun-man de quien ha habido y que. por tanto, no ha puesto pies en polvorosa. Alan Baxter.

—¿Cómo?

—Lo que oye, señor Drumond. Y para que termine de conocer el asunto, ya que sus informadores lueron bastante parciales, maté en legitima defensa.

—Es lo que se dice siempre —replicó Drumond.

—¿Duda de mi palabra?

Drumond sonrió.

—¿A qué se dedica, señor Baxter?

—A lo que sale.

—¿Y qué es lo que le ha salido en Santa Fe?

—He acometido una benemérita acción.

—¿Sí? ¿Acaso vino a fundar un asilo de ancianos?

—No, señor Drumond. Eso lo dejo para usted. Seguramente lo necesita para que lo consideren como un gran hombre. Lo mío es un poco más delicado. Cazar a Ken Halakay.

—¿Eso va a hacer? - Drumond sonrió--. Confieso que su tarea es muy ambiciosa.

—Gracias.

—Pero no creo que la lleve a efecto —Drumond giró ha; cia la joven—, Gracie, estoy intentando decorar de nuevo mi casa, y conociendo su gusto exquisito, me gustaría que usted eligiese el color de los terciopelos y todo lo demás.

—Es usted muy amable, señor Drumond, pero yo...

—No se excuse, Gracie. Me entristecería mucho. ¿Vendrá por casa?

—Desde luego, señor Drumond.

—Magnífico, Gracie. ¿El martes?

—Sí, el martes.

—La espero a las once. Almorzará conmigo.

El señor Drumond tomó otra vez la mano de Gracie y la volvió a besar.

 

A continuación, el elegante se dirigió hacia la puerta, pero al llegar allí se volvió, depositando una fría mirada en el rostro de Alan.

—Ah, señor Baxter, espero que tenga mucho éxito en su empresa.

—Gracias.

Drumond hizo otra reverencia a Gracie y salió definitivamente de la estancia que comunicaba con la tienda.

Los dos jóvenes permanecieron callados hasta que la puerta que daba a la calle se hubo cerrado con un campanilleo.

—¿Quién es ese lechuguino? —preguntó Alan con voz malhumorada.

—No es un lechuguino, sino la persona más caballerosa de la ciudad.

—¿Llama a eso caballerosidad? Destila veneno por la boca y fuego por los ojos. Todas sus palabras están almibaradas de hipocresía.

—Le prohibo que hable así del señor Drumond.

Alan entrecerró los ojos.

—En, oiga, ¿es qué existe algo entre él y usted?

—Si lo hay, no le importa.

—Adivino que ese tipo está podrido de dinero. ¿A qué se dedica?

—Ferrocarriles.

—Ya, revisor.

La joven alzó la barbilla.

—No diga tonterías. Es el principal accionista de la «Nordeste Pacific», y se dice que tiene intereses también en otras líneas del Este.

—Y, naturalmente, es soltero.

-Sí.

—Ya voy comprendiendo.

—¿Qué es lo que comprende?

—La ha invitado a que dirija la redecoración de su casa. ¿Por qué, Gracie? Está claro como el agua. Ese hombre piensa en usted como esposa.

—¿Qué hay de malo en ello?

Alan señaló las cortinas con el dedo.

—¿Sería capaz de casarse con un bicho así? Sólo tendría bichitos.

Las mejillas de la joven enrojecieron.

 

—Ya ha hablado bastante, señor Baxter. Sólo le invité a entrar aquí para que tomase una taza de café.

Alan miró la cafetera.

—Apuesto a que ya se enfrió.

—Sí, creo que sí.

—Entonces, será mejor que me vaya —caminó hacia la puerta y se volvió—. No. no me dé la mano. Yo no sé besar como el señor Drumond.  Fue un placer, señorita Murphy.

Sin esperar respuesta, el joven salió de la estancia y luego de la tienda.

Entró en tres saloons en busca de Geo. Lo halló en el tercero junto al mostrador, despachando un vaso de whisky.

—Eh, abuelo. Vamos a ponernos a la faena, y ya sabes lo que quiero decir. Cazar cuanto antes a Halakay.

—¿Por qué esa prisa de pronto? Bueno, ¿para qué lo pregunto: Es ella, la rubia.

—Cierra el pico, Geo, y vamonos de aquí. Tengo que pensar en esos crímenes y decidir por dónde tenemos que meterle mano.

Fueron a retirarse del mostrador cuando de pronto oyeron una voz.

—¡Eh, alto ahí!

El tipo que daba la orden era de cara estrecha, nariz larga y cabello rojo como el azafrán. Sobre su chaleco de piel de becerro exhibía una estrella.

A Geo empezaron a temblarle las piernas.

—Madre mía... Ya la hemos armado.

—Soy Matt Astor, el ayudante del sheriff.

Geo trató de congraciarse y dijo sonriendo:

—Ya conozco su apodo, señor Astor. Le llaman «Muy tarde».

El ayudante lo fulminó con una mirada y Geo retrocedió como si lo hubiesen golpeado.

Alan Baxter se frotó la mejilla.

—¿Qué quiere, ayudante?

—Usted ha liquidado a unos cuantos tipos de nuestra ciudad.

—¿Y se acuerda usted ahora? Creo que empiezo a comprender por qué le han puesto el apodo.

—Estaba en el otro extremo de la ciudad interrogando a un tipo relacionado con un robo. Pero eso no es cuestión suya, Baxter.

—¿Ya se informó de mi nombre?

 

—Sí. Y también sé unas cuantas cosas de usted. Lo voy a detener.

—Oh, no, ayudante —sonrió Alan—. Usted no puede hacer eso. Tengo un montón de testigos para demostrar que disparé en defensa propia.

Geo saltó.

—Entonces será mejor que nos deje en paz. Vamos, muchacho.

Echó a andar, pero Matt Astor, alias «Muy tarde», alargó la mano y se la puso en el hombro.

—Usted también queda detenido, abuelo.

-¿Yo?

—Están requeridos por el sherifí de Poney City.

—Hubo un error —rezongó Geo.

—Sabía que me iba a salir con ésa.

Alan sacudió la cabeza.

—Oiga, ayudante. Geo dice la verdad. En Poney City ocurrieron cosas.

—Las puedo imaginar después de lo que han hecho aquí.

—Está cometiendo un error.

—Vengan conmigo a la celda. Es el lugar más a propósito para ustedes.

—¿Lo dice en serio, «Muy tarde»? —dijo Alan.

El ayudante enrojeció hasta la raíz del cabello.

— Maldita sea... Eso es otro delito. Calumnia a la autoridad.

—Oiga, yo no le inventé el apodo.

—No se librarán de mí como lo han hecho en otras partes. Y palabra que me gustaría saber de qué truco se valieron.

—¿De veras que le gustaría, ayudante? —preguntó Alan.

—Claro que sí.

Baxter hizo un movimiento rápido con la mano y, de pronto, entre sus dedos apareció el «Cok» 45.

—Así, Matt.

El ayudante empezó a hacer una mueca.

—¿Có... cómo lo ha hecho?

—Ande, pase junto a mí, y cuando llegue a la pared no se mueva.

—Esto le costará caro.

—Obedezca, ayudante.

El público había quedado silencioso, observando la escena.

 

Matt Astor echó a andar, y al pasar junto a Alan, éste le quitó el revólver y lo sopesó en la zurda.

—Arreando, abuelo.

Los dos amigos salieron escapados por las puertas de vaivén y doblaron por el primer callejón que encontraron en su camino.

Reinaba ya la oscuridad.

De pronto, oyeron a lo lejos la voz del ayudante «Muy tarde».

—¡Eh,   muchachos,   seguidme!...   ¡Hemos   de   atraparlos!

Geo soltó un gemido.

—¡Mi madre! ¡Esta vez sí que no lo contamos!

Al doblar la esquina siguiente se detuvo con la mano en el pecho.

—No puedo más, Alan. Huye tú. Deja a tu pobre y viejo socio   que   caiga   en   las   garras   de   nuestros   perseguidores.

—No   dramatices,   abuelo.   No   estás   en   ningún   teatro.

—Ojalá estuviese —repuso Geo, y echó a correr de nuevo al oir más cercano el vocerío de los que iban detrás.

Corrieron por la parte trasera de las casas y salieron a otro callejón.

—¡No lo puedo resistir más! —repitió Geo.

—Eh, allí hay una ventana abierta, abuelo. Vamos a colarnos.

Al llegar ante la ventana oyeron notas musicales y risas que llegaban desde una habitación interior.

—Están de juerga —dijo Geo.

—Es justo lo que nos conviene. Anda, entra.

—No salimos de un lío y nos metemos en otro —se lamentó Geo, mientras Alan lo empujaba por el hueco.

Tras   el   abuelo   entró   Alan,   el   cual   cerró   la   ventana.

La habitación estaba iluminada con un candelabro, pero no se veía ninguna persona.

Los dos amigos, sentados en el suelo, respiraron jadeantes.

—Oye, Alan, yo no sabía que el dar caza a Halakay nos trajese tan malas consecuencias.

De pronto, se abrió una puerta dando paso a una pelirroja cuarentona de rostro sonriente.

—¿Qué hacen ustedes ahí?

Alan se puso en pie y pegó con la puntera del zapato a Geo para que lo imitase.

—Estábamos descansando un poco.

 

—Son ustedes también invitados del señor Burt Ormond, ¿verdad?

—Desde luego.

—Entonces, vengan a divertirse. Hay mucha comida y bebida. Vamos, cuélguense de mi brazo y pásenlo bien.

Alan y Geo se miraron guiñándose un ojo. Fueron hacia donde los esperaba la pelirroja, y después que cada uno de ellos se le colgó de un brazo, pasaron al salón donde estaba el resto de los invitados, unos veinte.

Y lo que no sabían Alan y Geo era que en aquel momento estaban flanqueando justamente a Ken Halakay, el hombre que trataban de capturar y que se había dejado caer en aquella casa para perpetrar otro de sus crímenes.

 

CAPITULO VIII

 

Burt Ormond soltó una risotada palmeando la espalda de Daniel Brumond.

—Me alegro mucho que hayas venido, Daniel. Tú eres uno de los tipos con los que se pueden hacer migas.

Drumond sonrió halagado.

—Tú ya sabes que yo te aprecio mucho, Burt, y que cuando puedo, te hago un favor.

—Desde luego, desde luego, muchacho.

Burt Ormond estaba por los cincuenta años y era de mediana estatura, abultado vientre y cara sonrosada de grandes mofletes.

De pronto, Drumond alzó la mirada y quedó muy serio al descubrir al otro lado de la sala, junto a una mesa, a Alan Baxter, el joven que acababa de conocer en casa de Gracie Murphy.

Baxter hacía compañía a un viejo y los dos parecían tener hambre porque estaban atacando de firme el contenido de las bandejas. Cerca de ellos, una pelirroja reía con buen humor.

—Eh, Ormond, ¿conoces a aquellos tipos?

—¿A quiénes?

—Los que están con la pelirroja.

Ormond miró hacia aquel lado y frunció el ceño.

—No los he visto nunca, pero seguramente deben formar parte del personal del capataz. Le dije que mandase a los muchachos que mejor se portaban en el trabajo. Me habló de dos tipos que son dos hachas doblando el espinazo. Justamente he preparado un discurso en honor a ellos. Y ya que están aquí, voy a soltarlo. Acompáñame, Drumond.

 

El dueño de la casa echó a andar hacia la cabecera de la mesa. Cogió una campanilla y la agitó en el aire.

—¡Silencio, amigos! ¡Silencio!

Los   invitados  fueron   apagando   sus   voces   y   sus   risas.

—Amigos todos —empezó a decir Ormond—. La vida es sacrificio y trabajo. Contemplad las hormigas... Van y vienen, pero siempre llevan algo en la boca. Trabajan como nadie y estoy seguro de que sudan. ¿Cuántas veces nos han dicho que hemos de imitar a las hormigas?...

Geo pegó con el codo a su amigo mientras engullía un trozo de tarta.

—Eh, ¿qué está diciendo ese loco?

—Chifladuras.

Ormond terminó con las hormigas, echó abajo a las cigarras y prosiguió:

—Hoy, fiesta de mi cumpleaños, he querido que me rodeasen mis mejores amigos, pero también he querido que no faltase a esta cita una representación de los obreros que trabajan en mi empresa. Le dije a mi segundo de a bordo, Up-per, que me enviase a los dos tipos que más se habían distinguido por su constancia en el trabajo. Sí, señor. Yo quería darles un premio a su tenacidad, a su honradez. Y aquí los tenemos. Y me siento orgulloso de que ellos estén en mi casa. ¡Amigos todos! Ahí tenéis a los dos hombres que deben servir de ejemplo al mundo —Ormond alargó la mano señalando hacia el lugar donde se encontraban Baxter y Geo, cada uno de ellos engullendo una ración descomunal de tarta.

Los dos a una volvieron la cabeza en busca de los trabajadores modelo, a que Ormond aludía, pero detrás de ellos no había nadie.

—¡Mi madre, Alan! —exclamó el viejo—. ¡Se está refiriendo a nosotros.

—Nos confundieron, Geo.

—¡Ya está otra vez el lío armado!

Los invitados les aplaudían con la sonrisa en los labios.

—Saluda, Geo, saluda —dijo Alan, doblando la espina dorsal un par de veces.

Geo también tuvo que sonreír con la boca manchada de crema, tratando de engullir el bocado que no le pasaba por la garganta.

Ormond se llegó ante ellos.

 

—Magnífico, muchachos. Este es un gran día para mi, y quiero que lo sea también para vosotros...

—Gracias —dijo'Alan, y pegó un puntapié en el tobillo de Geo para que también las diese.

De pronto, Ormond observó la cara de una pelirroja que le estaba guiñando un ojo.

—Ya hablaremos después, ¿eh, chicos? —dijo apartándose de Alan y Geo.

A Ormond le gustaban las pelirrojas. Siempre le habían gustado y justamente ahora encontraba una en su casa que no conocía. Indudablemente, debía ser la esposa de uno de los presentes. Pensó que lo bueno de las fiestas es que uno se encuentra con sorpresas.

Ormond siempre había sido un tipo mujeriego, pero, infiernos, aquella pelirroja tenía unos ojos que desorbitaban picardía.

—Hola —dijo acercándose a ella.

La pelirroja sonrió.

—Tenga cuidado, señor Ormond. Hay alguien a quien disgustaría mucho que usted me requebrase.

—Tu marido es celoso, ¿eh?

—No sabe usted cuánto.

Ormond miró a un lado y otro.

—Bueno, esto se puede arreglar en seguida.

—¿Cómo?

infiernos, se dijo Ormond. Aquella mujer era atrevida, pero él no estaba para despreciar. Después de todo, era el día de su cumpleaños.

—Voy a retirarme a mi habitación. Diré que me duele un poco la cabeza. Se llega a ella por la escalera del vestíbulo, segunda puerta a la derecha.

—Oh, señor Ormond, es usted un atrevido.

—¿Vendrás, querida?

—Ya veremos.

Burt la miró a los ojos y vio en ellos una promesa. Claro que iría.

—Hasta luego, querida —dijo en voz baja, y se alejó de ella   rápidamente,   para   preparar  su   salida   de   la   estancia.

Alan y Geo bebían ahora champaña.

—Da gusto vivir como los ricos —dijo Geo.

—Estoy contigo.

—Y  pensar que  nosotros  también  podríamos  beber este mejunje todos los días... Sólo falta que sentases un poco la cabeza. ¿Quién hay más listo que tú. Alan?

En eso, una voz contestó tras él.

—Hasta los más listos se equivocan.

Alan se volvió observando la figura de Daniel Drumond.

—Caramba, a usted lo tengo repetido.

Drumond enarcó una ceja, la derecha. Era un gesto que ensayaba todos los días en el espejo. En su opinión, le favorecía.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí, señor Baxter?

—Por la ventana —exclamó el viejo, y se interrumpió mordiéndose el labio inferior.

Drumond sonrió.

— Un lugar un poco inapropiado. ¿No le parece, señor Baxter?

—Oiga, Drumond, me gusta que queden las cosas claras desde el principio.

—  Sí?

—Yo no le soy simpático a usted.

—Acertó.

—Pero usted tampoco me es simpático a mí.

—No lo siento.

—Ahora pasemos al segundo tema.

—¿Cuál es?

—Graeie Murphy.

—Muy interesante.

—Ella le gusta a usted.

—Desde luego.

—Y también me gusta a mí.

—Lo lamento.

—Así pues, nuestros intereses son contrapuestos, señor Drumond.

—¿Sabe una cosa, señor Baxter? Yo no lo hubiese resumido tan concretamente. Y ahora, déjeme que hable yo, señor Baxter, para poner el colofón a su discurso. No vea más a Graeie Murphy. Apártese de su lado.

Alan dejó la copa de champaña sobre el mantel y cruzó los brazos mirando risueñamente a su elegante interlocutor.

— Usted es grande, Drumond. Se cree que porque tiene dinero puede ir dando órdenes por ahí a quien le dé la gana. Conmigo no vale eso. Veré a Graeie Murphy siempre que quiera, o al  menos  hasta que ella  lo consienta.   Y  cuando usted se dirija a mi, recuerde que soy un tipo igual a usted. Exactamente igual.

La cara de Drumond se había empezado a tornar verde. Fue a decir algo, pero las palabras se le atropellaron en la boca y de pronto dio media vuelta y se alejó rápidamente de Baxter.

Geo soltó una risita.

—Le diste una buena lección, muchacho, pero creo que es un mal enemigo.

—Este tipo me importa un rábano.

—Entonces, bebamos más champaña ahora que podemos.

En aquel instante, Ormond subía ya la escalera después de excusarse ante sus amigos.

Al llegar a su dormitorio se puso a silbar alegremente. Demonios, aquella pelirroja no era una jovencita, pero tenía lo suyo, a juzgar por su orografía.

Extrajo de un cajón un espolvoreador de perfume y se atizó dos raciones por pecho y hombros. Aspiró fuertemente y observó la cara en el espejo, mientras tarareaba la canción «Soy un tipo imponente».

Oyó pasos que se deslizaban por el corrador y guardó el espolvoreador.

La puerta se abrió dando paso a la pelirroja que le dirigió una sonrisa.

—¿Alguna dificultad, encanto? —preguntó Ormond estirándose la chaqueta por detrás.

—Hubiese sido capaz de cualquier cosa por venir.

Ormond sintió que el corazón le daba un vuelco. Infiernos, debería estar arrebatador. Había tenido muchas mujeres, pero ésta se le rendía en un abrir y cerrar de ojos, sin necesidad de desplegar su ataque.

Empezó a acercarse a ella.

—¿Cuál es tu nombre'?

—Sara.

—Sarita... Qué bonito. Tiene música.

La pelirroja se alejó de la puerta hacia un rincón.

—Eh, ¿qué haces, Sarita?

—Me da vergüenza.

—No me digas. Yo soy un tipo la mar de educado. Te trataré   muy   bien.   No   debes   tener   miedo   de   mí,   Sarita.

—Atrápame, si puedes.

—¿Quieres jugar?... Qué encanto de criatura.

 

La pelirroja corrió por la habitación. Ormond estaba muy gordo, demasiado para aquellos trotes, pero se afanó de un lado a otro para atrapar a la pelirroja, pero ella siempre se le escapaba de las manos. Al cabo de un rato resoplaba como una locomotora, y ríos de sudor le resbalaban por la cara, empapándole la camisa.

—Por lo que más quieras, Sarita, me rindo...

Se dejó caer en la cama.

—No seas mala. Ven a mi lado.

La pelirroja se detuvo al borde del lecho.

Ormond la miró sonriendo.

—Tienes fuego en los ojos... Fuego en los labios... Anda, Sarita, abrásame con tu boca...

—Sí, Ormond. Te voy a abrasar.

—Eres maravillosa.

La pelirroja se inclinó hacia un lado, y con un movimiento rápido, se levantó la falda y extrajo un revólver.

Ormond  vio  el  arma  y  se  quedó  con   la  boca  abierta.

—¿Qué es eso, Sarita?

—Más fuego.

— Pero..., pero... No lo comprendo... ¿Qué quieres? ¿Quién eres tú?

Ken Halakay apretó el gatillo dos veces.

En la blanca camisa de Ormond aparecieron dos flores rojas. Trató de decir algo, pero por la comisura de la boca se le escapó un hilillo de sangre y quedó allí inmóvil, los ojos muy abiertos, fijos en la cara de la pelirroja.

Halakay corrió hacia la ventana, abrió ésta y se descolgó en el jardín.

Transcurrieron todavía unos segundos antes de que la puerta se abriese bruscamente y entrasen los invitados que habían oído los estampidos. A la cabeza de ellos estaba Drumond.

—¡Dios mío! —exclamó al ver el cadáver sobre la cama—. ¡Han matado a Ormond!

Alan Baxter y Geo se abrieron paso por entre los hombres que se habían quedado junto a la puerta.

—¿Quién subió con él? —preguntó Alan.

—Vino solo —contestó un tipo de cabello blanco—. Dijo que no se sentía bien.

Drumond dijo de pronto:

 

— Yo vi subir hacia aquí a una pelirroja. Justo la que estaba con ustedes. ¿Sabe algo de ella Baxter? '

-  ¿Nosotros? No la habíamos visto en nuestra vida. Drumond miró a los invitados.

-—¿Alguno de ustedes la conocía?

Los invitados contestaron con gestos negativos.

Geo tironeó de la manga de Baxter.

—Oye, Alan, será mejor que nos marchemos. Una voz interior me dice que nos van a hacer responsables de esto.

—Creo que tienes razón. Larguémonos.

Dieron media vuelta para marcharse, pero la voz de Drumond los detuvo.

—¡Quietos, ahí!

Baxter y Geo se volvieron. Drumond esgrimía un «Derrin-ger» con la zurda.

—¿Qué le pasa, Drumond?

—Creo que ustedes tendrán que explicar algo relacionado con este asesinato.

—Oiga, Drumond. Usted sabe que esta noche veíamos por primera vez al dueño de esta casa.

—Desde luego. Y también sé que se llegaron con una pelirroja que ahora ha desaparecido. Lstoy seguro de que el ayudante del sheriff sabrá sacar las oportunas conclusiones de todo eso...

—¿El ayudante del sheriff?

—Esperarán aquí hasta que él venga. Deben haber ido a avisarle.

Alan Baxter suspiró mientras daba unos pasos por la estancia.

—Está bien, Drumond. Geo y yo no tenemos nada que esconder, de modo que nos complacerá hablar con la autoridad.

Geo danzaba a un lado y otro nervioso, con una mano en el estómago, porque al parecer le había sentado mal la tarta.

Algunos invitados se retiraron de la habitación porque la vista del cadáver les resultaba desagradable.

De repente. Alan saltó sobre Drumond golpeándole la muñeca armada con el filo de la mano. El «Derringer» cayó en el suelo y, cuando Drumond se fue a agachar para recogerlo. Alan ya se había sacado su «Cok».

—Basta, señor Drumond.

Drumond esbozó una sonrisa.

—Así que  las cosas están claras ahora.  Di en el clavo.

Jstedes y la pelirroja se introdujeron en la easa para elimi-lar al señor Ürniond.

—Antes me era usted antipático, Drumond, pero ya he :ambiadóde opinión. Ahora me resulta repulsivo.

Alan soltó un tralla/o con la izquierda en el mentón de >umond, y éste se derrumbó en el suelo donde quedó prívalo del conocimiento.

Luego, Alan movió el revólver en abanico hacia los invi-ados que se encontraban junto a la puerta.

—¡Salgan de aquí!

Los invitados salieron precipitadamente y Geo cerró la )uerta.

—Vamos,   abuelo.    Penemos   que   huir   por   la   ventana.

—Condenación. Siempre nos pasa lo mismo. Entramos y alimos por la ventana. ¿Te has dado cuenta? Para nosotros 10 existen las puertas...

—No rechistes si no quieres caer en manos de «Muy larde».

El viejo se descolgó utilizando la enredadera que por allí .e elevaba. Dejóse caer a la tierra húmeda del jardín y tras él o hizo Baxter.

—¿Sabes lo que te digo. Alan? Que lo único que nos in-eresa ahora es escapar de este pueblo.

— No podemos.

— Es obligatorio. Alan. Si nos cazan ahora, no tendremos ¿al v ación.

—¿Qué es esto? —dijo Alan y cogió del suelo una mara-ía de cabello.

—Alguna mujer se cortó el pelo por aquí.

—¡Geo!

—;,Qué pasa? ¿Ya está ahí el ayudante?

—Fíjate en este pelo... lis rojizo.

—Eso quiere decir que la mujer que se cortó el pelo era pelirroja... ¡Pelirroja!

—Sí, Geo. Está claro como el agua. La pelirroja era Ken Halakay.

—¡Me desmayo!...

—No, ahora no, abuelo.

Sonó un disparo desde la esquina de la casa y una bala pasó por encima de sus cabezas.

Los dos compañeros echaron a correr y saltando por la verja del jardín, se sumergieron en la oscuridad de la noche, mientras oían a su espalda otros estampidos.

 

 

 

CAPITULO IX

 

Gracie Murphy oyó que llamaban a la puerta.

Se encontraba en la cama leyendo un libro y frunció el entrecejo preguntándose quién sería. Finalmente dejó el libro sobre la mesilla de noche, saltó del lecho y se cubrió con un batín.

Al llegar ante la puerta preguntó:

—¿Quién es?

—Soy yo, Alan Baxter.

—¿Qué le pasa, señor Baxter? ¿Es que se ha vuelto loco? Son las diez de la noche... Vayase a su casa.

—Me  persigue  el  ayudante  del  sheriff...   ¿Quiere  abrir?

—¿Por qué lo persigue «Muy tarde»?

—Me acusa de asesinato, pero yo no he sido. Abra. ¿O es que prefiere que me conduzcan a la mazmorra?

La joven se mordió el labio inferior y finalmente se decidió a dar la vuelta a la llave.

Por el hueco entró Alan seguido de Geo.

—Eh, ¿quién es este hombre? —preguntó Gracie.

—Es mi amigo Geo, más bueno que el pan. Saluda a la señorita Murphy, abuelo.

—¿Cómo está, señorita Murphy?

—Bien, ¿y usted?

—Hecho un flan. ¿No me ve?... Ojalá no hubiésemos perdido aquel tren que nos hubiera conducido a la costa del Pacífico.

—¿A quién han matado? —preguntó Gracie.

—A Burt Ormond.

—¡Santo cielo! ¿Y por qué lo mataron ustedes?

—No sea chiquilla, Gracie. ¿De verdad cree que tenemos cara de asesinos?

 

Ella miró el rostro de Geo y luego a Alan.

—No, creo que no.

—Se   agradece,  señorita   Murphy   —rezongó   el   abuelo.

—Vengan conmigo a la salita.

Fueron a la estancia donde Alan ya había estado, y la joven se cruzó de brazos, preguntando:

—Si no han sido ustedes, ¿quién mató a Ormond?

—La pelirroja —contestó Geo.

—¿Una mujer?

—No. Un hombre.

La joven se apretó las sienes con la mano.

—Creo que no desperté todavía.

—Está bien despierta, Gracie —dijo Alan—. Fue una pelrroja. Era el nuevo disfraz de Ken Halakay.

—¡Ken Halakay! ¿Es posible?

—Como lo oye —Alan sacó del bolsillo el moño que a Ken Halakay se le había caido al saltar de la ventana de Ormond —. Y aquí tiene la prueba.

Alan hizo un relato de lo que había ocurrido desde que abandonó la casa de la joven. Cuando hubo terminado, Gracie dijo:

—Creo que se encuentran ustedes en  un buen aprieto.

El abuelo dijo rápidamente:

—Si nos presta cincuenta dólares tendremos bastante para llegar hasta el desierto de Utah.

—¿Qué íbamos a hacer nosotros en el desierto de Utah? —preguntó Alan.

—Dicen que allí abunda la sal como en Amarillo el polvo. Sólo hay que cogerla. ¿Qué te parece, Alan? Apenas hay que trabajar. Seremos exportadores de sal...

—Hay que inclinarse para recogerla.

—Bueno, olvídalo.

Alan se puso a dar paseos por la habitación mientras decía:

—Ahora estoy más cerca que nunca de Halakay y no puedo dejarlo escapar.

—Ese hombre es como el agua —comentó Geo—. Se le escurre a uno de entre los dedos.

—Opino igual que Geo —terció Gracie—. Todo lo que oído acerca de Halakay lo señala como un hombre habilidoso para el disfraz. Eso convierte su captura en algo muy difícil.

 

Alan interrumpió el paseo haciendo chasquear los dedos.

—¡Usted lo acaba de decir, Gracie!... ¡Me ha dado la solución!

Gracie y Geo se miraron frunciendo el ceño.

—No, no estoy loco —prosiguió sonriente Alan—. Escúchenme y verán. Usted, Gracie, ha dicho que Halakay es un hombre muy habilidoso para el disfraz. ¿No es eso?

-Sí.

—Pues ahí lo tiene.

Geo retrocedió dos pasos asombrado mientras señalaba con la mano a Gracie.

—¡Ya sé! ¡Ella es Halakay! ¡Ahora es rubia!

—No delires, abuelo.

—¡Maldición! ¡Entonces no te sigo el rastro! ¿Por qué no eres de una vez claro?

—Para disfrazarse, Halakay necesita potingues, cremas...

—Bueno, ¿y qué?

—Halakay tiene que comprar esos productos cuando se le acaben.

-Sí.

—Todo consiste en vigilar las casas sonde se expenden esos productos...

—¡Por todos los santos del cielo! Podíamos vigilar toda la vida sin dar con él.

—¿Quién sabe? Lo demás consiste en utilizar la inteligencia.

Geo sacudió la cabeza en un gesto de desconsuelo.

—No servirá de nada, porque antes de todo eso, «Muy tarde» nos atrapará por el cuello.

Alan se volvió hacia la joven.

—Usted nos puede ayudar, Gracie.

—¿De qué modo?

—Vive aquí y sabe dónde se expenden las cremas que las mujeres utilizan.

—Sólo hay dos lugares.

—Mañana, en cuanto abran, yo me dedico a uno y usted a otro. Indague, pregunte acerca de las personas que han comprado productos que podrían servir para maquillar la cara.

—De acuerdo, Alan.

Geo soltó un gemido.

 

—Y, ¿dónde vamos a dormir? —Iremos a cualquier parte.

—Oh, no lo puedo consentir —repuso Grade—. Uno de ustedes puede acostarse en el diván, y el otro en la mecedora. Traeré mantas.

—No quisiéramos molestarla...

—No es molestia alguna.

La joven salió de la habitación.

—¿Qué dices ahora de ella, Geo? —preguntó Alan.

—Es una chica que vale su peso en oro.

—Celebro saber que todavía conservo pupila.

La joven regresó con las mantas y Alan dijo:

—Para ti el diván, abuelo. Yo estoy bien en la mecedora.

Gracie dispuso una manta sobre el diván y entregó otra a * Geo.

—Buenas noches —dijo.

—Que descanse, Gracie.

La joven se introdujo en el dormitorio, y despojándose del batín, se tendió en la cama. Trató de reanudar la lectura en el punto en que la había suspendido cuando oyó que llamaban a la puerta de su dormitorio.

—¿Qué pasa?

—Soy yo, Alan. ¿Quiere abrir otra vez?

—Está mejor en esa parte.

—No es lo que usted se figura.

La joven encendió las mejillas, pero finalemnte, se puso el batín. Al abrir la puerta, Alan se fue a colar en el dormitorio, pero ella le puso una mano en el pecho.

—En, más despacio.

—Muy bien, Gracie, me quedaré aquí como un buen chico.

La joven escuchó los ronquidos que soltaba Geo desde el diván.

—¿Qué es lo que quiere, señor Baxter?

—Acabo de recordar una cosa y quiero preguntarle.

—Está bien. Pregunte.

—Tengo entendido que Halakay ha matado aquí a tres individuos. A un agente de Bienes Raíces, a Conrad Miller y a Burt Ormond.

—No sé nada del agente.

-¿Y de Miller?

—Era un maderero.

 

—No he visto muchos bosques por aquí.

—Traía sus maderas del Norte.

—¿Por qué supone que lo han matado?

—La verdad es que todos lo ignoramos.

—¿A qué se dedicaba Burt Ormond?

—Era contratista de obras.

—¿Qué clase de obras realizaba?

—Hacia muchas cosas, puentes, casas, tendidos de ferrocarril.

—¿Tendidos de ferrocarril?

-Sí.

—Para hacer un tendido se necesitan traviesas de madera. ¿Sabe si Conrad Miller aprovisionaba de traviesas a Burt Ormond?

—Imagino que sí. Caramba, señor Baxter, no había pensado en eso. ¿Cree usted que las dos muertes están relacionadas?

—No lo puedo asegurar. ¿Por cuenta de quién o de qué entidad se quedaba las contratas Ormond?

—Burt contaba con diversos clientes.

—¿Entre ellas la «Nordeste Pacific»?

—Sí. Era un buen amigo del señor Drumond, pero, ¿dónde quiere ir a parar?

—¿Se acuerda del ejemplo de las cerezas? Saque una y sacará ciento. Ya tengo otra cosa que investigar mañana aparte'de lo de las cremas para el maquillaje.

—¿Cree  usted que  va a tener tiempo para todo, Alan?

—Me las arreglaré como pueda para que «Muy tarde» no se salga con la suya.

La joven sonrió.

—Quisiera que todo le saliese bien.

—¿Por qué, Gracie?

—Quizá porque creo en usted.

—Es lo más maravilloso que me han dicho en mi vida.

Alan dio un paso hacia el interior del dormitorio, pero ella le puso otra vez la mano en el pecho.

—Eh, señor Baxter. Su sitio está ahí fuera.

—Perdone, por un momento me había confundido. Es culpa de usted. Me marea.

Ella sonrió con jovialidad.

—No me maree usted a mí.

 

—¿Cree que lo conseguiría?

—Me temo que sí.

El la tomó de un brazo y la besó en la comisura de la boca.

—No, no diga nada ahora, Alan. Sería peligroso.

—¿Para quién?

—Para los dos.

Gracie le dio un pequeño empujón y cerró la puerta dándose mucha prisa en girar la llave.

Cuando estuvo en la cama, decidió apagar el candelabro para  dormir.   Pero   invirtió   mucho   tiempo  en   conseguirlo.

 

 

 

CAPITULO X

 

Daniel Drumond pegó tres golpes con el puño del bastón en la puerta que tenía delante.

Poco después, ésta se abrió, y un hombre dijo desde dentro:

—¿Usted aquí, señor Drumond?

—Sí, Halakay. Yo aquí.

—Es   demasiado   riesgo   para   usted.   Han   podido   verle.

—He tomado todas las precauciones.

Los dos hombres fueron a parar a un sótano donde estaba Marty.

—¿Quien es ese tipo? —preguntó Drumond.

—Mi ayudante. No se preocupe, señor Drumond. Puede hablar lo que quiera. Está entre amigos.

—Le felicito por su trabajo, Halakay. Ha sido rápido y eficiente.

—Gracias, señor Drumond. Ya estamos haciendo las maletas. Nos iremos en seguida. Llevo una temporada muy cargante de trabajo.

—Quiero que se quede todavía un poco aquí.

—Oh, no, señor Drumond. Mañana mismo hemos de estar en otro pueblo para hacer los preparativos de uno de mis números.

—Quiero que se encargue de un tipo que ha aparecido súbitamente.

—Oiga, señor Drumond, usted quería que me cargase a esos fulanos para usted quedarse con sus negocios. Los herederos de las víctimas no entienden esa clase de asuntos y usted podrá ofrecerles un precio muy inferior al que tendría que haber pagado si los tipos continuasen vivos. Debe estar contento de mí, pero ahora he de seguir mi ruta. No soy partidario de quedarme mucho tiempo en un mismo lugar.

—¿Tiene miedo, Halakay?

—Halakay no tiene miedo. Es lo suficientemente listo para librarse de todos los peligros.

—Justamente aquí ha encontrado la horipa de su zapato.

—¿De qué está hablando?

—De un joven que lo busca para atraparlo.

—Me busca mucha gente para eso —sonrió Halakay—, y si se trata de un joven, debe ser bastante inexperto.

—Creo que se equivoca. Es Alan Baxer.

—Baxter —repitió Halakay—. Ese nombre lo tengo ya oído muchas veces.

—Estuvo con usted en la fiesta, mejor dicho, creo que usted lo ayudó a entrar por la ventana.

—Sí, me encontraba solo en la casa de Ormond, y al oir ruido en una habitación me dejé caer por allí. Ellos huían de algo y decidí que me acompañasen para disimular un poco.

—No le hacía falta la compañía de Baxter. Los invitados supusieron que aquella pelirroja sería la esposa de cualquiera.

—De modo que es Baxter el que le preocupa.

—Se ha interpuesto en mi camino.

—¿Por qué?

—Está interesado en la mujer que yo amo.

—Vaya, pero eso no es un motivo para que yo intervenga.

Drumond sonrió con ironía.

—Sí,   Halakay.   Ahora   comprendo   que   le   tiene   miedo.

Halakay se alzó endureciendo los músculos de su cara.

—Puedo despachar a Baxter en cuanto quiera.

—Fanfarronadas suyas, Halakay.

—Muy bien. ¿Cuánto está dispuesto a pagarme?

—Lo mismo de siempre.

—No. Este es un trabajo extra que demorará mis planes.

—El doble. Quinientos dólares.

—Aceptado.

—¿Cómo lo va a hacer?

—Lo voy a freír an su propio jugo.

—Ya lo supongo. Me refería al disfraz. ¿O lo va a hacer a cuerpo limpio, tal como usted es?

—Usted me ofende, señor Drumond. Todos mis trabajos los hago bajo un disfraz. Es mi deporte, y creo que no sabría hacerlo de otra forma.

—Está bien. ¿Qué disfraz va a utilizar?

 

Halakay se pellizcó el mentón.

—Requiere algo especial.

—Puede estar seguro de ello. Ese muchacho ha demostrado ser un gun-man de clase extra. En un abrir y cerrar de ojos se ha cargado a Hans «El Alemán», Anthony Hopping y Mitch Dará ve.

—Basura.

—Yo no lo creo así.

—Usted no es un profesional, Drumond. Calle la boca cuando se hable de un asunto del que ignora todo.

Drumond empezó a enrojecer. De buena gana hubiese estrellado el puño contra la cara de aquel impertinente, pero él no había ido a eso, sino a conseguir su colaboración para que Baxter se fuese a criar gusanos.

Halakay empezó a dar vueltas por la estancia.

—Jefe —dijo Marty Down.

—¿Qué hay, pequeñajo?

—¿Por qué no utiliza ese bonito disfraz que tenemos de Napoleón?

—Eres un cretino, Marty. ¿Como voy a ir de Napoleón yo por ahí?

—Entonces, no comprendo su utilidad.

—Lo empleé en un baile de disfraces que dio cierto gobernador hace cosa de un año. Me cargué a un tipo que iba disfrazado de Robespierre. ¿Y sabes cómo lo hice? Segándole la cabeza con cuatro balas. Ni el propio Robespierre quedó mejor.

Marty rió cogiéndose los ríñones.

—Jefe, usted tiene la gracia a chorros.

—¡Silencio! Estoy pensando.

Halakay continuó sus paseos de un lado a otro de la estancia.

De pronto se detuvo, los ojos convertidos en ardientes grietas.

—Creo que ya lo tengo... ¡Claro que sí! ¿Cómo no lo he pensado antes? Está decidido, y además, resultará sencillo... Me voy a disfrazar de Geo.

—¿Geo?  —interrogó  Drumond con   las cejas  enarcadas.

—Sí, el viejo que acompaña a Alan Baxter. Tengo entendido que son inseparables.

—¿Se da cuenta del peligro? Alan debe conocer bien a ese Geo. Un fallo cualquiera y usted estará en peligro.

 

Halakay sonrió.

—Usted no me conoce todavía, Drumond.

—Preferiría, sinceramente, que el disfraz fuese otro.

—Espere un momento y decida después. ¡Vamos, Marty! Crema para un hombre de cincuenta años; nariz romboidal con un ligero declive a la izquierda; peluca de estropajo con cuatro greñas a la derecha, camisa a cuadros con mugre en el cuello...

Halakay siguió haciendo la petición de los objetos que necesitaba para su disfraz, y Marty se movió febrilmente entre un baúl y dos maletas.

Halakay se sentó frente al espejo y empezó su transformación.

Drumond ocupó una silla y sé puso a fumar tranquilamente.

Al cabo de una media hora, Halakay había terminado su disfraz.

Drumond quedó estupefacto.

—Demonios, parece usted el viejo que vi en la casa de Ormond.  Pero me  parece que él era  un  poco  más bajo.

—Ya  lo sé  —dijo  Halakay,  sonriendo—.  Fíjese ahora.

Relajó los miembros y su estatura decreció unas pulgadas, las suficientes para que su parecido con Geo fuese absoluto.

Marty cloqueó.

—¿Qué arma va a emplear, jefe?

—«Colt» 45 con cachas oscuras.

Marty le sirvió el arma y Halakay la depositó en la funda.

Drumond se puso en pie sonriendo satisfecho.

—Ahora me he convencido. Realmente, es usted el tipo más grande que he conocido.

—Escupa los quinientos dólares.

—Lo haré con mucho gusto.

Drumond sacó un fajo de billetes que entregó a Halakay, el cual los arrojó sobre una de las valijas. Luego acompañó a Drumond hasta la puerta.

—¿Irá en busca de Baxter en seguida?

—Ahora mismo. Quiero salir de Santa Fe cuanto antes.

Cambiaron un apretón de manos y Drumond se despidió con una sonrisa.

—Hasta la vista, señor Drumond. Ah, y si tiene cualquier otro asunto, será mejor que lo demore hasta el año próximo que haré otra vez la ruta.

 

—Lo tendré en cuenta —dijo Drumond, y salió de la estancia.

* * *

Alan Baxter entró en el establecimiento de Gracie Murphy.

—Buenos   días,   muchacha.   ¿Qué   tal   esa   investigación?

—He preguntado a Marión sobre las personas que han comprado recientemente crema para maquillarse la cara y aquí tengo la lista. Eran tres mujeres y dos hombres.

—¿Quién es Tenny Sankey? —inquirió.

—El herrero. Celebrará un día de estos su aniversario de boda y quiso darle una sorpresa a su mujer.

—¿Llevan mucho tiempo aquí?

—Toda la vida.

—Hábleme de William Red.

—No sé quién es.

—¿Cómo incluyó Marión su nombre?

—El cliente encargó que le llevasen los potingues al hotel «Nevada», donde se hospeda.

—Bueno, me dejaré caer por el hotel «Nevada» para echar un vistazo a ese Red.

—¿Y a usted? ¿Qué tal le ha ido?

—Fui al establecimiento de Viridiana. Sólo ha habido tres personas que ha comprado crema de maquillaje durante los cuatro últimos días, y las tres eran mujeres. Y todas ellas conocidas de Viridiana.

—Entonces, si le falla Red, estará como antes.

—Sí. ¿Ha visto a Geo por ahí?

—Salió por la puerta trasera hace un rato porque quería beber un trago de whisky. Hace cosa de quince minutos estuvo aquí «Muy tarde», preguntando por ustedes. Le dije que no los había visto. El tiene la impresión de que han huido del pueblo.

—Mejor así —Alan la miró a la cara—. ¿No le he dicho que esta mañana está más bonita que ayer, Gracie?

—Deje los requiebros y vaya a hablar con el desconocido.

—Está bien, está bien. Ya me voy. Pero déjeme que le diga algo al oído.

 

Alan dio un salto y sentándose en el mostrador se agachó sobre ella y la besó en la nariz.

—¿Otra vez vuelve a las andadas, señor Baxter?

—Pensé que quería desearme suerte —repuso él y la besó en la boca.

Luego saltó del mostrador y se dirigió a la puerta.

—Es usted el mayor fresco que he conocido —dijo Gracie.

Baxter le hizo un saludo con la mano y salió del local encaminándose al hotel «Nevada».

El  encargado  del   registro  era  un   hombre  semi  calvo.

—¿El señor Red, William Red?

—Habitación 24.

Alan le dio las gracias y subió por la escalera.

Llamó con los nudillos en la puerta 24 y esperó un minuto sin que le abriesen. Entonces hizo girar el picaporte y entró en la estancia.

Quedó asombrado al ver a un tipo que estaba con una especie de toalla en la cabeza, de cuclillas, adorando a un buda que había sobre la mesilla de noche.

—Buenos días, compañero —le saludó Alan.

El otro, con las manos en el pecho, siguió haciendo sus reverencias.

Alan sentóse en el borde del lecho, y tomando el revólver lo puso al alcance de su mano. Entonces, el extraño tipo de los rezos se puso en pie, y al volverse quedó con la boca abierta.

—¿Cómo ha entrado aquí? ¿Quién es usted?

—Llamé a la puerta, pero no me oyó.

—Perdone, debía estar distraído.

Alan observó bien la cara de aquel hombre. Era de tez cetrina, ojos y cabello muy negro. Estaba provisto de una magnífica barba.

—¿Qué es usted? ¿Quiero decir en qué pais ha nacido?

—Soy hindú.

—En el registro firmó William Red.

—Vine aquí muy niño y me nacionalicé americano.

—¿A quién le quiere pegar eso?

—¿Cómo?

—Quítese la barba.

William Red estaba desconcertado.

—Oiga, ¿está usted loco?

 

—Le daré tres segundos para que se la quite. Si no lo haré yo.

—No tengo navaja de afeitar...

—Déjese de tonterías. Usted se pega un tirón y se acabó.

—Pero, ¿para qué quiere que me quite la barba?

—Deseo verle bien la cara.

—Oiga, no comprendo nada. Absolutamente nada. Quiero irme a mi casa...

William Red saltó hacia la puerta, pero Alan lo atrapó en el camino y, cogiéndolo por la barba, dio un tirón fuerte de ella.

El huésped de la habitación 24 lanzó un aullido y cayó de rodillas en el suelo.

Baxter dio otro tirón un poco extrañado.

—¿Con que se la pegó, Red?

—Es una barba genuina, amigo mió... Se lo juro.

Alan empezó a darse cuenta de que había cometido una pifia. Era tal su obsesión por capturar a Halakay que había deseado con todas sus fuerzas que aquel hombre fuese el asesino a sueldo.

Se apartó de él disculpándose.

—Me parece que no es usted el tipo que busco...

William Red se puso en pie, pero se retiró rápidamente hacia el idolillo que estaba en la mesilla de noche, como si buscase protección.

Alan abrió la puerta.

—Bueno,  Red.   Ya   he  dicho  que   lamento  lo  ocurrido.

Inmediatamente, salió de la habitación y mientras bajaba la escalera, soltó  unas cuantas imprecaciones por  lo bajo.

Fue al saloon de Steve Arthur, y ante el mostrador pidió un whisky.

—Hola, muchacho —oyó de pronto la voz de Geo.

El abuelo se dirigió hacia él desde la puerta.

—No estoy de muy buen humor, abuelo. Las cosas salieron mal.

-Sí.

—Halakay es el mismo demonio.

—Es lo que digo yo. Invítame a un trago, Alan.

—¿No lo tomaste ya?

—Bueno, pero siempre viene bien otro.

—Está bien —Alan hizo una señal al mozo para que trajese otro vaso.

 

Bebieron, y luego, Baxter dijo:

—Será mejor que vuelvas a tu cuchitril, Geo.

—Es lo que más me conviene. Desde que empezó el jaleo

no   puedo   quitarme   el   miedo  del  cuerpo.   Hasta   luego,

muchacho.

—Adiós.

Geo hizo un saludo con la mano y salió por las puertas de vaivén.

Alan bebió un trago de su whisky y de pronto oyó otra vez la voz de su amigo.

—Eh, Alan.

—¿Qué pasa ahora?

El abuelo se llegó a su lado.

—Se me había olvidado una cosa.

-El qué?

—Apuesto a que el próximo disfraz de Halakay es el de alguna persona conocida de este pueblo. Tal como se han puesto las cosas, así correrá menos nesgo.

—Sí, tienes razón.

—Recuérdalo, muchacho.

—Gracias por el detalle, Geo.

El abuelo salió definitivamente del local y echó por un callejón con el propósito de entrar por la puerta trasera de la casa de Gracie Murphy.

Justo al doblar por la segunda esquina se cruzó con una persona.

—Adiós, Geo —dijo Geo al individuo.

Continuó andando, pero de pronto se detuvo sintiendo un estremecimiento por tocio el cuerpo.

Sabía que la persona a quien acababa de saludar se había detenido también a su espalda.

Giró lenta, muy lentamente, sintiendo que la camisa no le llegaba al cuerpo.

De pronto vio frente a él, a dos yardas, a un hombre que era su viva imagen. Cerró los ojos y los abrió.

—Caramba —dijo—. No sabía que el whisky pudiese hacer estas cosas... Lo veo y no lo creo...

—No lo crea, abuelo, no lo crea.

Geo tuvo la impresión de que la tierra se hundía bajo sus pies. Sus ojos se desorbitaron y la nuez le bailó en la garganta.

—No es posible... Usted es...

—Sí, Geo. Yo soy Halakay.

 

Geo dio un salto y dobló por una esquina echando a correr con una velocidad relampagueante.

—No podrás huir, abuelo. Párate ahí. Sólo quiero hacerte la trepanación.

—¡Hágasela a su tía Halakay! —se oyó a sí mismo contestar Geo, y aumentó la velocidad de sus piernas.

Vio ante sí un bosquecillo y cruzó por entre los árboles como una exhalación. Infiernos, él no sabía que pudiese correr tan aprisa.

—¡Maldito sea, Geo! —oyó gritar a Halakay—. ¡Deténgase! ¡Le prometo que no le haré nada!

Pero el abuelo no se dejó engañar y avanzó en zig zag para despistar a su perseguidor.

Saltó por un arroyo, cruzó por una colina, y al final se detuvo con la respiración jadeante, mirando por el camino que haba traído.

No vio ni rastro de Halakay. Se echó a reír, pero se interrumpió quedándose muy serio. ¿Por qué Halakay había adoptado aquel disfraz?

Y entonces, en su mente se hizo la luz.

Halakay se había disfrazado de Geo para cargarse a su amigo del alma Alan Baxter.

 

CAPITULO XI

 

Alan Baxter se había sumido en profundos pensamientos.

La lucha contra Halakay era algo muy difícil. La realidad le demostraba que se había quedado corto al apreciar las dificultades.

Sin embargo, aquellas últimas palabras de Geo respecto a que Halakay adoptaría el disfraz de una persona conocida, habían hecho impacto en su mente.

¿Qué disfraz adoptaría Halakay? ¿El de Drumond, un personaje importante en la ciudad? ¿El de ayudante del sheriff? ¿O eligiría otra vez el de una mujer, como por ejemplo el de Gracie?

De pronto oyó que la puerta se abría y Geo entró en el establecimiento jadeando.

—¿Qué te pasa, Geo?

—Hice una buena carrera. Creí ver al ayudante del sheriff que me perseguía.

—Te dije que estarías mejor en casa de Gracie.

—Justamente me ocurrió cuando iba hacia allá.

—Está bien. Toma otro whisky para calmarte.

Ken Halakay, en su disfraz de Geo, se acercó al joven. Infiernos, era bueno aquello de cargarse a un tipo haciéndose pasar por su mejor amigo. ¿Cómo le pegaría el tiro? Bueno, lo haría en la nuca. Después de beber el vaso de whisky retrocedería unos pasos, sacaría el revólver y apretaría el gatillo.

—¿Cuántos años tienes, Geo? —preguntó Alan.

Halakay sintió un escalofrío por la espalda. Demonios, aquel hombre le hacía una pregunta un poco difícil.

—Tú ya lo sabes, Alan...

 

—Sí, ya lo sé. Vas a cumplir sesenta y te he dado muy mala vida.

—Yo estoy satisfecho —contestó Halakay, y cogió el vaso que el mozo había rellenado.

—La verdad es que tienes razón al quejarte de mí. Siempre hemos andado de un lado para otro, preguntándonos muchas veces si comeríamos al día siguiente.

Halakay dejó el vaso vacío sobre el mostrador y dio una palmada en la espalda de Baxter.

—Vamos, Alan. No pienses en esas cosas. Yo estoy contento de estar a tu lado... Muy contento.

—Gracias,   Geo.   Tus   palabras   me   sirven   de   consuelo.

—Voy   a   sentarme  en   una   silla.   Estoy   muy   cansado.

Alan emitió un gruñido de asentimiento.

El asesino a sueldo retrocedió un paso y luego otro. Su mano se movió hacia la funda del revólver. La puso sobre la culata.

En un segundo tiraría del arma y apretaría el gatillo. Sólo era un segundo.

De pronto llegó una voz desde la puerta.

—¡Al fin los atrapé, amigos! ¡Y usted, Geo, aparte esa mano del revólver!

Halakay quedó tan rígido que al volver la cabeza oyó el chasquido que producía su cuello.

Alan giró también la cabeza hacia la puerta. El hombre que estaba allí era Matt Astor, alias «Muy Tarde», y esgrimía un revólver con la diestra.

—En, ayudante. ¿Quiere dejar de hacer payasadas?

—¿Payasadas? —rió el ayudante con teatralidad—. Me lo volverá a decir cuando se encuentre en  una celda,  Baxter.

—Oiga, autoridad. Está usted atrapando fantasmas.

—Usted   no  es   un   fantasma.   Y   Geo   tampcoco   lo  es.

—Mi amigo y yo no hemos hecho nada contrario a la Ley.

—Por lo visto, para usted no es contrario a la Ley el matar.

—He matado a unos forajidos.

—Respete la memoria del señor Ormond.

—Yo no liquidé a Ormond, ayudante.

—Guarde sus argumentos para el momento del juicio. Los va a necesitar.

—No sea cabezota y escúcheme, ayudante.

 

—¡A callar, Baxter, si no quiere que le recete un pildorazo!

Alan dio un suspiro.

—Como usted quiera, autoridad, pero le advierto que está cometiendo un grave error.

Se oyeron pasos precipitados por la acera, y el verdadero Geo entró en el local. Pasó por junto al ayudante y se detuvo de pronto al ver a Halakay bajo su disfraz.

Halakay tiró del revólver e hizo un disparo.

El arma del ayudante voló de las manos.

Alan había quedado desconcertado una fracción de segundo al ver llegar a otro Geo, y eso había sido bastante para que Halakay le cobrase una decisiva ventaja.

Matt Astor, «Muy Tarde», lanzó un respingo.

—Eh, ¿qué es esto?... ¿Dos abuelos? Ya entiendo, son hermanos gemelos...

El verdadero Geo soltó un gemido.

—Fui único hijo, ayudante.

—Entonces, su padre tuvo un hijo bastardo.

—No siga metiendo la pata, ayudante —contestó Geo—, y mantenga el pico cerrado.

Alan Baxter tenía la mirada fija en el hombre que esgrimía el revólver.

—Enhorabuena, Halakay.

Ken Halakay esbozó una sonrisa.

—Gracias, señor Baxter.

Matt Astor retrocedió dos pasos con los ojos desorbitados.

—¿Halakay? ¿Ha dicho Halakay?

—Sí, ayudante —asintió el asesino—. Y será mejor que deje  de   molestar  si   no  quiere  que   le  opere  el  apéndice.

Geo tragó saliva.

—¿Qué va a hacer, señor Halakay?

—Mi última ejecución de esta  temporada en Santa  Fe.

—No sea así, señor «Mil Rostros». ¿Qué mal le hemos hecho nosotros?

—Queréis atraparme para cobrar el dinero que dan por mí en las comisarías.

—Fue una mala idea... —contestó el viejo—, pero ya la abandonamos.

—Yo os la quitaré de la cabeza de una sola vez para estar

más seguro.

Alan Baxter se echó a reír.

 

—¿A quién piensa engañar, Halakay?

—¿De qué habla?

—Usted no mata nunca por cuenta propia. Alguien se ha ocupado de comisionarlo para que me dé matute.

—Se cree muy listo, ¿eh?

—Acostumbro a ver las cosas que me ponen ante las narices , y ésta es una de ellas.

Halakay comenzó a retroceder hacia la puerta que comunicaba con el corredor. Su intención era salir por la parte trasera.

—Bien, Baxter. No voy a contradecirle. Después de todo, usted  ya   tiene  en  el   bolsillo  un  boleto  para  el   infierno.

—Es un viaje que no me interesa hacer, Halakay.

—Es  irremediable,   porque   yo  soy   quien   lo   pasaporto.

—Se cree un tipo muy grande, alguien que puede con todos ...

—Estoy demostrando que es cierto.

—Pero  en  esta  ocasión  se  olvidó  de  algo   importante.

—¿De qué?

—De la señorita Murphy.

Halakay se detuvo frunciendo el ceño.

—No  le entiendo.  ¿Qué  pasa con  la señorita  Murphy?

—Ella y yo armamos este plan. Yo sabía que usted vendría por mí, y por esto he permanecido un buen rato en este saloon. Le dije a Gracie Murphy que se llegase aquí por la puerta trasera para atraparlo, ya que yo no podía saber con qué disfraz se dejaría caer aquí. La señorita Murphy es una mujer muy delicada y no se atreve a disparar, pero está detrás de  usted en el  hueco,  apuntándole con  un  revólver.

Halakay soltó la carcajada.

—Oiga, Baxter, lo creía más listo. Ese es un truco que está muy gastado.

—De modo que no lo cree, ¿en? —miró hacia la puerta del corredor—. Recuérdelo, señorita Murphy. Si Halakay dispara, apriete el gatillo hasta que no le queden balas en el revólver.

Y luego Alan Baxter hizo algo que ya había hecho otras veces. Era ventrílocuo y se podía sacar la voz de la barriga con un pequeño esfuerzo. Apretó la boca, y en el saloon se pudo oir una voz atiplada que decía:

—Sí, señor Baxter. Dispararé sin pestañear.

 

Fue bastante para que Halakay volviese un poco la cabeza.

Alan se dejó caer en el suelo mientras impulsaba la culata del revólver hacia abajo.

Para ese entonces, Halakay sabía que había sido objeto de un engaño.

Los dos disparos se entrecruzaron, pero entre ellos hubo una diferencia de una fracción de segundo.

El primero en hacer fuego fue Baxter.

La bala que salió de su revólver chocó contra la cabeza de Halakay en el momento que éste disparaba a su vez.

Alan sintió como la posta que le enviaba el asesino le hacía aire junto a una oreja.

La cabeza de Halakay se dobló bruscamente hacia atrás, y luego, todo él se venció desplomándose sobre el piso de madera.

Todavía estremeció un poco las piernas y luego quedó inerte.

Matt Astor, alias «Muy Tarde», se apoyó en la pared.

—¡Santo cielo!...   ¡Me  va a  dar  un  ataque al  corazón!

Geo se volvió rápidamente hacia el mostrador y, atrapando una botella de whisky, se atizó un largo trago.

Oyéronse pasos precipitados, y en el local irrumpió Gracie Murphy.

Al ver a Halakay tendido lanzó un grito. —¡Alan!

Baxter no había tendido tiempo para levantarse y se quedó allí cerrando los ojos.

La joven se inclinó sobre él.

—¡Oh, Alan! ¡Te quiero!... ¡Te quiero! ¡No puedes morir!

Baxter abrió un ojo, mirándola.

—Es justo lo que yo decía, que no podía morir.

Ella se quedó asombrada, y de pronto se levantó furiosa.

—Conque era un engaño.

—Eh, muchacha, no vayas a sentirlo ahora. Es él quien ha muerto. Halakay. ¿Te das cuenta? Ahora cobraremos los diez mil  dólares  que  daban   por  la  piel  de ese  asesino...

El rostro de la joven se iluminó con una sonrisa.

—Entonces, ¿nos podremos casar?

—Claro que sí, muchacha.

Geo se puso a aplaudir.

—Bravo. Ya era hora de que sentases la cabeza, muchacho. Déjame que bese a la novia —estampó dos besos en las mejillas  de  Gracie  y  fue  a  repetir,  pero  Alan   lo  apartó. —Eh, abuelo, no abuses.

Matt Astor, ya restablecido del susto, se llegó ante ellos y carraspeó fuertemente para llamar su atención.

—¿Está ya contento, Baxter?

—No mucho.

—¿Por qué no?

—Halakay mató en esta ciudad a varias personas. El era un   asesino   que   sólo   ejecutaba   por   mandato   de   alguien.

—Su argumento es válido. ¿Quién ha sido el que pagaba a Halakay?

—Su pregunta es muy interesante, ayudante, y creo que podré responderle en un corto plazo.

Gracie Murphy dio un respingo.

—¿Es qué te vas a meter en otro lío, Alan?

—Oh, no, chica. No se trata de otro. Es el mismo de antes que todavía no ha acabado.

—¿Acaso sabes tú quién pagaba a Halakay?

—Lo sabré.

—Oh, Alan, ¿por qué no dejas que sean los representantes de la Ley quienes averigüen todo eso?

—Me temo que no podrían.

Geo estaba bebiendo otra vez de la botella como si fuese un biberón y la apartó de sus labios para decir:

—Gracie tiene razón, muchacho.

Alan atrapó a la joven por la cintura y la atrajo contra sí, besándola en los labios.

—Hasta luego, chica.

—Eh, ¿a dónde vas, Alan?

—Secreto de Estado.

Alan dejó unas monedas sobre el mostrador y salió del local.

Tres  hombres  lo  miraron  desde el  almacén  general  de enfrente.

 

El tipo que estaba en medio era un hombre de mediana talla , nariz chata y hocico saliente.

—¿Estás seguro, Orrin?

—Sí, O'Malley. Es la pura verdad. Ese tipo se acaba de cargar a Haiakay, y eso quiere decir que nos arruinó el negocio. El será quien cobre todas las recompensas... ¡Maldita sea!... Tenemos una suerte negra.

Roury O'Malley torció la boca en un gesto agrio.

—No me gustan los fulanos que se hacen pasar por héroes y si ese muchacho ha matado a Haiakay, no voy a consentir que disfrute del dinero de los pasquines.

 

CAPITULO XII

 

Drumond se encontraba sentado ante la mesa, fumando un largo cigarro, cuando la puerta se abrió y un empleado irrumpió, exclamando:

—En,  señor  Drumond,  ¿sabe  lo que  acaba  de ocurrir?

—Dímelo tú, Ted. Te pago para que me tengas bien informado.

—Se acaban de cargar a Ken Halakay.

Drumond saltó de la silla.

—¿Quién ha sido?

—Alan Baxter.

Drumond quedó un rato sin habla, y luego dejóse caer en el sillón.

De pronto, la puerta exterior se abrió y una voz alegre, dijo:

—¿Puedo ver al jefe?

Drumond sintió un estremecimiento al reconocer en aquella voz la del propio Baxter. La visita de Alan sólo quería decir una cosa. Que Halakay, antes de morir, había comunicado al joven quién era el cliente que había pagado sus trabajos en Santa Fe.

Súbitamente se sintió bañado en un sudor frío

Ted ya se había vuelto hacia la puerta para salir.

—Espera un momento, Ted.

—Diga, señor Drumond.

—Cuando entre ese visitante, quédate a la otra parte con un revólver. Si las cosas se ponen feas, entras aquí y ya sabes lo que tienes que hacer.

—Descuide, señor Drumond.

—Dile a ese muchacho que pase.

 

Salió Ted, y al cabo de un rato penetró en la estancia, Alan, esgrimiendo una sonrisa.

—¿Cómo está, señor Drumond?

Daniel se puso en pie observando con atención el rostro de su visitante.

—Bienvenido, señor Baxter. ¿Quiere sentarse e indicarme el motivo de su visita?

Alan ocupó un sillón de cuero.

—¿Sabe ya que Halakay se fue de este mundo?

—Me lo comunicó mi empleado hace un instante.

—Un tipo muy ingenioso. Había adoptado el disfraz de mi amigo Geo para realizar su último trabajo. Matarme a mí.

—¿A usted? —dijo Drumond con un gesto de asombro.

—Sí, señor. Yo era la víctima elegida.

—Al parecer, debe usted tener enemigos muy peligrosos.

—Estoy convencido de ello.

Drumond se dijo que sus sospechas eran infundadas. Halakay había muerto sin haber pronunciado su nombre.

—¿Sólo ha venido a decirme eso?

—No. El tema es un poco más amplio. He destinado algunas horas de esta mañana a ir preguntando por ahí, y he sabido cosas muy curiosas respecto a los hombres que Halakay asesinó en esta ciudad.

Drumond ahogó un bostezo.

—Me temo que todo eso me importa muy poco, señor Baxter.

—Me   temo  que   le   va   a   importar   mucho,   Drumond.

—¿Por qué?

—Porque las cosas que he averiguado están en relación con usted.

Drumond sonrió.

—Me deja usted perplejo.

—Concreté mi interrogatorio a los negocios de dos personas, Conrad Miller y Burt Ormond.

—Conrad se dedicaba al tráfico de maderas.

—Un bonito* negocio. Según uno de sus empleados, Miller ganó el año pasado unos dieciséis mil dólares.

—Confieso que es una buena cantidad de dinero.

—Miller no estaba casado ni tenía hijos. Solo tenía un socio, un pobre viejo que apenas puede moverse.

—Todo eso ya lo sé, señor Baxter. Debe tener en cuenta que yo vivo en Santa Fe.

 

—¿Sabe también que al viejo después de la muerte de Mi-11er le han hecho una oferta para comprar el negocio, y que él, naturalmente, está decidido a vender?

—No, eso lo ignoraba.

—Es muy raro que usted lo ignore, ya que la oferta a ese viejo ha sido hecha por Malcomb Anderson, un empleado de usted.

—Sí; Anderson es un empleado mío y no puedo evitar que él quiera cambiar de oficio.

—¿Sólo se le ocurre decir eso?

—¿Qué más podría decir, Baxter?

—Yo estaba pensando que quizá Anderson es un testaferro suyo.

—¡Señor Baxter!

—Pero pasemos a otro punto, al de Burt Ormond.

—¿Qué pasa con Ormond?

—Ha ocurrido exactamente igual que con Miller.

—¿También un empleado mío ha hecho una oferta a la viuda de Ormond?

—No. Esta vez no ha sido un empleado suyo, sino un picapleitos que, según mis informes, es capaz de prestarse a todo y no sería nada extraño que el leguleyo en cuestión también obrase en este asunto por cuenta de usted.

Drumond apretó los maxilares.

—Me está insultando, señor Baxter. Parece que el llevar pistola le hace a usted muy charlatán.

—Ya ve que estoy enterado de sus jugadas.

—No está enterado de nada.

Alan se echó en el sillón.

—Le voy a decir una cosa, Drumond. Usted no se va a salir con la suya.

Drumond se puso en pie.

—Usted no tiene ninguna prueba contra mí.

—Eso es cierto. No tengo ninguna prueba, pero, a pesar de eso, le voy a meter mano.

—¿Acaso va a sacar el revólver y dispararme un tiro? —preguntó Drumond mirando hacia la puerta tras la que debía encontrarse su empleado con el «Colt» a punto.

Alan Baxter dejó correr unos segundos.

—No. señor Drumond. No voy a hacer tal cosa.

—¿Qué es lo que se propone entonces?

—Darle cuerda.

 

—¿Cómo?

—Toda la cuerda que necesite hasta ahorcarse.

Alan Baxter se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, pero cuando ya tenía la mano en el pomo saltó a un lado, abriendo bruscamente mientras desenfundaba.

Ted se precipitó en la estancia y derrumbóse en el suelo con el revólver en la diestra.

Alan le apuntó.

—Suelta esa arma, muchacho.

Ted la soltó con mucha rapidez.

Luego Baxter dirigió una sonrisa a Drumond.

—Recuérdelo, Drumond. El juego está planteado entre usted y yo.

El joven cruzó el hueco y poco después salió por la puerta que comunicaba con la calle.

El rostro de Drumond estaba desencajado por la ira. Dio rápidamente la vuelta a la mesa y pegó un puntapié en la cara de Ted, el cual se derrumbó.

—Maldito seas mil veces. Pudiste matarlo y no lo hiciste.

—Usted no corría peligro, jefe. Le oí decir a él que no iba a sacar el revólver.

—Eres un estúpido. ¿Qué importaba eso? Y ahora, ¿qué vamos a hacer? Si no lo mataste por la espalda, ¿cómo lo vas a matar de frente?

Ted se puso en pie, restañando la sangre que le brotaba de las narices.

—Tengo una solución para eso.

—¿A qué solución te refieres?

—En la ciudad encontré a un antiguo conocido mío, un gun-man de verdadera categoría.

—¿Quién es?

—Roury CTMalley. El también se llegó aquí para atrapar a Halakay y no vino solo. Le acompañan un par de hombres tan buenos como él.

Las pupilas de Drumond se empequeñecieron.

—Está bien, Ted. Tráelos en seguida.  ¡Vamos!  ¡Rápido!

—Sí, señor. Ahora mismo.

Ted cogió su revólver y escapó de la estancia a todo correr.

Veinte minutos más tarde regresó acompañado de Roury O'Malley y los dos compinches de éste, Orrin Wooler y Du-kas Coward.

 

Ted hizo las presentaciones con una sonrisa y luego Dru-mond preguntó:

—¿Conocen a Alan Baxter?

Los dos compinches de 0«alley miraron a su jefe y éste se miró las botas.

—Justamente me acaban de decir que se cargó a «Mil Rostros».

—Ese chico está de sobra en el mundo.

—¿Por qué lo quiere limpiar, Drumond?

—No es asunto suyo, O'Malley. La única pregunta que le quiero hacer es ésta: ¿Aceptan ustedes el trabajo de hacerle un relleno?

O'Malley hubiese reído de buena gana. Alan Baxter era el hombre que ahora más odiaba en el mundo. Lo habría liquidado sin que nadie le comisionase para ello, pero, ya que el destino quería llenarle los bolsillos de dinero, no iba a decir que no.

—Mil machacantes.

—¿Qué está diciendo, O'Malley?

—Alan Baxter es un sujeto peligroso. El hombre que se ha cargado a Halakay debe ser duro como el granito y también me han dicho que retiró de la circulación a Hopping y a Darrave, entre otros.

—No voy a negar que es un hombre hábil con el «Colt», pero ustedes son tres. Les daré quinientos y es un buen precio.

Siguieron regateando un rato y al final se quedó en seiscientos. Acordado el precio, Drumond declaró:

—Baxter sabe cosas de mí y no quiero que viva mucho tiempo. Para ser exacto, me gustaría que no viese el ocaso del sol.

—Está bien, señor Drumond —asintió Oalley—. Ese hombre estará muerto para cuando anochezca.

—Acépteme un consejo. No se descuide.

—Nosotros jamás nos descuidamos, señor Drumond. Es el primer principio que debe tener en cuenta un buen gun-man.

O'Malley hizo una señal a sus hombres y los tres se retiraron.

Al llegar a la calle, Dukas Coward se echó a reír.

—Creo que somos unos tipos con mucha suerte. Figúrate, O'Malley. Nos íbamos a cargar a Baxter sin dinero y ahora tendremos seiscientos dólares.

Orrin se pellizcó una oreja.

 

—¿Por qué le tendrán tanto miedo a un tipo? Es lo que me pregunto yo. ¿Por qué le tendrán tanto miedo?

—Está la mar de claro, hijos —respondió CTMalley—. Ese Baxter ha sabido usar bien su «quitapenas» y eso es lo que la gente respeta más. Sí, señor. Me lo decía el hombre que me enseñó a manejar el revólver. Lo recuerdo como si lo estuviese viendo y eso que han pasado ya más de diez años... Aquel abuelo me sentaba sobre sus rodillas y me decía: «O'Malley, el mundo en el que vas a vivir sólo respeta una cosa: El revólver. Sé grande con él y serás el hombre más respetado».

—Caramba —dijo Dukas—. Ese hombre era un filatélico.

—Eres un bestia, Dukas —repuso O'Malley—. Filatélico es el tipo al que le gustan los sellos, ya sabes, esos coleccionistas que están chiflados. Al hombre que dice proverbios sensatos le llaman filomeno.

—Bueno —dijo Orrin—. Sea lo que sea, vamos al asunto. Ya tengo ganas de que nos carguemos a Alan Baxter para atrapar los seiscientos machacantes.

Y los tres pistoleros echaron a andar por la acera de tablones, dispuestos a llevar a cabo su ejecución.

 

CAPITULO XIII

 

Gracie preguntó:

—¿A dónde has ido, Alan?

—Hice una visita a tu enamorado. Siento defraudarte, pequeña, pero Drumond no es trigo limpio.

—Admito que seas un hombre celoso, pero no debías comportarte así con un hombre que siempre me ha colmado de atenciones.

—Por la cuenta que le traía.

—¡Alan!

—Está bien —dijo él, y apretándola contra sí la besó junto a la oreja.

—¿Qué le has dicho?

—Drumond fue quien contrató a Halakay.

—¡No lo puedo creer!

—Drumond quería hacerse con los negocios de sus víctimas —seguidamente, Alan contó a Gracie de qué forma había averiguado todo lo que sabía.

La joven, después de escuchar la última palabra, parpadeó:

—Drumond un asesino... Tan buen hombre que parecía.

—Es uno de los peores canallas con que me he tropezado en mi vida.

—Pero, ¿cómo vas a conseguir demostrar todo eso, Alan? Halakay está muerto.

—Por eso fui a su despacho, para sacarlo de sus casillas.

—^Crees que él tratará de huir?

—No. Drumond no estaría dispuesto a renunciar a algo por lo que se ha manchado las manos de sangre.

—¿Qué perseguías, entonces?

—Sólo he pretendido que dé un paso en falso. Estos fulanos conservan la sangre fría mientras tienen constancia de que nadie conoce sus manejos. Por el contrario, cuando se dan cuenta de que hay alguien que está al corriente de su basura, pierden el control de los nervios y son capaces de cometer una barbaridad.

—Oh, Alan... Creo que te has equivocado con él. La única barbaridad que cometerá será la de tratar por todos los medios de eliminarte.

—Estoy preparado.

Geo irrumpió en la habitación.

—¡En, Alan! ¡Haz la valija, nos vamos!

—¿Adonde?

—A Nueva York.

—¿Qué   te   pasa,   abuelo?   ¿Te   pegaron   en   la   cabeza?

—¿Sabes a quién acabo de ver por la acera, viniendo hacia acá?

—¿A quién?

— A Roury CTMalley y no está sólo. Trae sus dos compinches.

—Ya, iban de paseo.

—¿Qué paseo ni qué diablos? Vienen hacia aquí. A por ti, Alan.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Me bastó ver sus caras. Tú ya sabes que para eso yo soy un hacha. Esos tipos iban detrás de Halakay y, como nosotros les hemos ganado por la mano, los muy rencorosos quieren nuestra piel.

—No te preocupes. Iré a hablar con ellos y los convenceré para que se marchen con la música a otra parte.

—Tú sabes que no te van a hacer caso. No se lo permitas, Gracie. No se lo permitas, o quedarás viuda antes de tiempo.

—Tonterías  —dijo  Alan,  y  se  dirigió  hacia   la   puerta.

Gracie corrió tras el joven.

—Geo tiene razón... ¿Por qué has de arriesgarte?

—No quiero que me tomen por un ratón.

—Tú eres un hombre, un auténtico hombre, y lo has demostrado.

—Eso es lo malo. Que cuando uno lo demuestra, ha de seguir demostrándolo en todo momento.

—No te dejaré ir —dijo ella, y lo tomó fuertemente por los brazos.

 

El levantó una mano como si fuese a acariciarle la mejilla y de pronto le golpeó en el mentón.

La joven se desvaneció al instante y fue a caer, pero Alan estaba preparado y la tomó en sus brazos.

—Anda, Geo. Encárgate de ella.

—Maldita sea —exclamó el abuelo—. Tenía la corazonada de que no saldríamos vivos de esta ciudad y me parece que no me voy a equivocar.

Alan besó en la boca a Gracie y pasó a la muchacha a Geo.

Seguidamente dio media vuelta y salió del negocio.

Los ciudadanos se habían detenido en las aceras observando la marcha de Roury O'Malley y sus dos compinches. Habían olfateado que se avecinaba un duelo, teniendo en cuenta la facha de aquellos tres hombres y la forma en que caminaban.

Alan dejó la calzada hasta situarse en el centro.

O'Malley y sus dos compinches también se detuvieron al ver a su víctima y, después de cambiar una mirada entre ellos, bajaron al polvo de la calle.

Alan estaba quieto, observando a los tres forajidos que se le aproximaban.

Al  fin,  O'Malley  y  sus dos compinches se  detuvieron.

—¿Qué tal estás, Alan?

—Yo la mar de bien después de haber matado a Halakay.

—Fue un gran trabajo. Te felicito.

—Gracias, O'Malley.

—Pero lo malo del asunto es que nosotros también íbamos detrás de él y no nos ha gustado eso de que te interpusieses en nuestro camino.

—Deja de decir tonterías, O'Malley. Sé quien os envía aquí. Es Drumond. El hombre que pagó a Halakay para que se cargase a Ormond y a Conrad Miller, y al agente de Bienes Raíces.

Los espectadores que estaban en las aceras cambiaron palabras al oír aquello.

Alan alzó la voz, aprovechando su oportunidad:

—Sí, O'Malley. Ese es el motivo. Yo he descubierto a Drumond y él no puede consentir que lo lleve a los tribunales. Por eso quiere que me quitéis del medio.

—Ya   has   hablado   demasiado,   Baxter.   ¡Fuego,   chicos!

Alan rodó por el polvo mientras disparaba.

Dos balas lo buscaron en la tierra sin encontrarlo.

 

Esas fueron las únicas posibilidades- del trío de forajidos, porque ellos no pudieron hacer el tercer disparo. O'Malley, Orrin y Dukas se abatieron estremeciéndose, mientras las postas les mordían en la carne.

Alan se quedó quieto, pero de pronto oyó un grito que brotó de la garganta de Gracie Murphy:

—¡Cuidado! ¡Drumond desde la ventana!

Alzó los ojos, al tiempo de ver a Drumond en la ventana de su oficina listo para disparar el rifle que apoyaba en el alféizar.

Rodó en el polvo burlando el proyectil y a su vez hizo fuego.

La atmósfera fue agujereada por el aullido de muerte que soltó Drumond al ser alcanzado en el pecho.

El rifle le resbaló de las manos y sus dedos se agarrotaron en la vantana, mirando con ojos desorbitados a los espectadores de la calle.

Luego, poco a poco, sus dedos se fueron relajando y Drumond se desplomó en la habitación:

Alan se puso en pie, justo cuando Gracie llegaba a su lado, y él la acogió contra su pecho, mientras la joven emitía un sollozo.

Matt Astor, alias «Muy Tarde», llegó corriendo por la calle.

—¿Qué ha pasado aquí? ¡Maldición!

Geo se acercó a él y le tiró de la manga.

—Va a tener una ciudad tranquila, «Muy Tarde».

El ayudante hizo una mueca y, sacando un pañuelo, se enjugó el sudor de la cara.

—Son ustedes un par de tipos de cuidado, pero quiero darles una buena noticia.

—Suéltela. Esas son las que me gustan.

—He recibido una carta del sheriff de Poney City.

—Vaya. El tipo que nos puso precio.

—Ustedes tenían razón. Todo se debía a un error. Estando ustedes en aquella localidad se cometió un robo en un almacén. El sheriff pensó que habían sido ustedes, ya que habían hecho un par de trastadas. El en su carta me dice que ha detenido a los culpables.

El abuelo se volvió hacia los dos jóvenes, que se abrazaban.

—¿Habéis oido eso, muchachos?

 

Gracie y Alan se apartaron con la sonrisa en los labios. —Bueno —dijo Alan—. Ahora a cobrar el dinero y a sentar la cabeza.

Geo se quedó con la boca abierta.

—¿Es en serio, muchacho?

Matt Astor, alias «Muy Tarde», dijo:

—A propósito, en Poney City se cometió hace dos días un asalto. Por eso me escribe el sheriff. Los salteadores se llevaron cincuenta mi! dólares y la compañía perjudicada ofrece cinco mil por la captura de los ladrones.

—Oiga —empezó a decir Alan.

Pero entonces Gracie lo cogió del brazo y dio un tirón fuerte de él hacia su negocio.

—¡Vamos, Alan! Tengo que enseñarte una cosa.

—¿El qué? Sólo quería hablar con el sheriff un momento.

—Vamos a mi tienda. Lo mío es mucho más importante.

Baxter se encogió de hombros y se dejó conducir por la joven.

En aquel momento, una diligencia partía de la estación de postas y todos vieron a un extraño tipo que salía por una calleja y echaba a correr para alcanzar el carruaje.

—¡Eh, espérenme! —gritaba el fulano, que iba disfrazado de Napoleón—. ¡Espérenme!

La diligencia y el hombre que corría tras de ella se perdieron a lo lejos, entre una nube de polvo.

 

FIN

 

 

El asesino tiene otra cara
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