© Ediciones B, S. A.
Titularidad y derechos reservados
a favor de la propia editorial.
Prohibida la reproducción total o parcial
de este libro por cualquier forma
o medio sin la autorización expresa
de los titulares de los derechos.
Distribuye: Distribuciones Periódicas
Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)
Tel. 484 66 34 - Fax 232 60 15
Distribución en Argentina: Capital:
Brihet e hijos SRL. Interior: Dipu SRL
Distribuidores exclusivos para México y
Centroamerica: Grupo Editorial Zeta S.A. de C.V.
y Ediciones y Publicaciones Zeta S.A. de C.V.
1.a edición en España: octubre, 1997
© Keith Luger
Ilustración de cubierta: Desilo
Impreso en España - Printed in Spain
ISBN: 84-406-7855-X
Imprime: BIGSA
Depósito legal: B. 34.507-97
CAPITULO PRIMERO
—¿Cómo se llama este pueblo, abuelo?
—Henderson.
El forastero, que montaba un alazán, soñrió.
—Henderson, ¿eh, abuelo? Un bonito lugar.
Frisaba los treinta años y era de cabello rubio, casi blanco, con ojos verdes, pómulos altos y boca de labios un poco salientes.
—Soy Alan Foster, forastero —dijo el anciano—, tengo un establo y me puedo ocupar de su caballo.
—Te vas a ocupar de otras cosas.
—¿A qué se refiere, señor?
El forastero se pasó el dorso de la mano por la crecida barba.
—¿Cuánto me vas a cobrar por cuidar mi caballo?
—Medio dólar por día.
—Me parece muy bien, pero ganarás más conmigo. De golpe y porrazo, vas a meterte en el bolsillo cinco dólares.
Alan Foster agrandó los ojos.
—¿Cinco dólares?
—Ni uno menos.
—¿Qué tengo que hacer, señor?
—Es muy sencillo. Yo estaré en ese hotel de enfrente, y tú sólo tienes que avisarme cuando llegue un sheriff.
Alan Foster parpadeó.
—Perdone, señor, ¿quiere decir que le persigue un ;heriff?
—Sí, Foster. Uno de esos bichos viene detrás de mí desde hace mucho tiempo, y ya me cansé de él.
—Lo siento, señor, pero yo no hago ciertas cosas.
—Esta vez las harás. Por cinco dólares.
—Ya le dije que lo siento, pero yo...
—Mi nombre es Bill Masón.
—¿Cómo ha dicho?
—Bill Masón.
El color huyó del rostro de Alan Foster,
Masón sonrió.
—Has oído hablar de mí, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Sabes lo que hago con las personas que intentan jugármela? ¡Contesta! ¿Lo sabes o no lo sabes?
—Sí, señor. He oído algo.
—Además vas a cumplir con tu deber. Porque tú debes estar de parte de la ley, y el sheriff que me viene siguiendo representa a eso. A la ley. ¿Te das cuenta, abuelG? Ganarás cinco dólares por cumplir con tu deber. Porque tú le dirás al sheriff que yo estoy en ese hotel —lo señaló con la mano.
—No lo entiendo.
—No hace falta que lo entiendas.
Bill Masón sacó un fajo de billetes y apartó uno de a cinco dólares. Hizo con él una bola y lo arrojó a los pies de Foster.
—Ahí tienes tu dinero, abuelo. El gasto de mi caballo te lo abonaré cuando tenga que marcharme de Henderson. Seguramente, me quedaré tres o cuatro días.
Foster cogió el billete y lo alisó advirtiendo que era de curso legal.
Bill Masón desmontó y entregó las bridas a Foster.
—Hasta lueso, abuelo.
Foster quedó sin habla porque seguía sin comprender. ¿Por qué Masón quería que él le indicase al sheriff dónde se encontraba? Al pueblo llegaban perseguidos de la justicia y su deseo era permanecer escondidos, y, si compraban a alguien, era para que esa persona no diese noticias a los perseguidores. Pensó que Bill Masón tenía que ser distinto a los demás porque era un hombre con una gran habilidad con el revólver y quería acabar de una vez con la persecución de aquel. sheriff.
Bill Masón entró en el hotel. Detrás del registro había un tipo gordo.
—¡Bill Masón! —exclamó al ver al que entraba.
—Hola, barril.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Bill!
—Dos años. ¿0 fueron tres?
—Tres, Bill. Me fui de Abilene cuando la cosa se puso caliente. ¿Lo recuerdas?
—Y engordaste diez kilos más. Estás hecho un cerdo.
—Me casé. Mi mujer me cuida bien.
—¿Qué tal te va el negocio, Joe?
—No me puedo quejar.
—Me quedaré unos días en tu hotel, Joe.
—Desde luego.
—Algunos de los muchachos se van a reunir aquí conmigo, pero tardarán en llegar tres o cuatro días.
—Te daré la mejor habitación. Es la seis, y te haré un precio especial, Bill.
—De acuerdo, pero harás algo más por mí.
Joe se mojó los labios con la lengua.
—Bill, si se trata de dinero, invertí mis ahorros en hacer una reparación. Algunas habitaciones tenían goteras.
—No, cerdo. No se trata de que me prestes dinero.
Joe forzó una sonrisa.
—Menos mal.
—Se trata de que voy a matar a un hombre en tu hotel.
Joe se quedó con la boca abierta.
—Bill, eso no me gusta.
—Déjate de pamplinas.
—Le daría mala fama a mi negocio.
—Todo lo contrario. La gente vendrá con más ganas al hotel donde murió el sheriff Rock Miller.
—¿Rock xMiller? ¿El sheriff de Blakstone?
—Él mismo.
—Demonios, dicen que es el mejor.
—Dejará de serlo hoy mismo.
—¡Madre mía! Organizaréis un tiroteo de mil diablos.
—No habrá tiroteo. Le voy a tender una trampa.
—¿Una trampa?
—No repitas mis palabras, Joe. Sabes que no me gusta.
—¿En qué va a consistir?
—Necesito a una chica. Quizá tu mujer me sirva.
—¿Para qué la quieres?
—Hablé de una trampa. Me estás haciendo perder el tiempo, Rock Miller no tardará en llegar. Es igual. ¿Tienes otra chica?
—Tendré que ir a buscarla.
En aquel momento se abrieron las cortinas del registro y salió una mujer morena, hermosa, con busto desarrollado.
—¿Es tu Fuensanta, Joe?
—Sí, Bill.
La mujer de Joe puso un brazo en jarras.
—¿Quién es, Joe?
—Bill Masón. Te he hablado de él algunas veces.
—Tú eres el gran Bill Masón ¿eh? —dijo Fuensanta.
Joe rió.
—Ya lo ves, Bill. Le hablé de ti, de las cosas que hicimos juntos en otros tiempos.
—Hasta que te pusiste a engordar —dijo la atractiva esposa.
—-—Pero le he dicho que es culpa tuya. Bill, ella es la mejor cocinera que hay desde el río Mississippi hasta el océano Pacífico. Cualquier hombre que se hubiese casado con ella también habría engordado.
—Yo no —dijo Bill clavando sus ojos en los de Fuensanta.
Joe rió otra vez.
—Eh, Bill, será mejor que subas a tu habitación si ese sheriff te sigue de tan cerca.
—¿Y qué pasa con la chica?
—Te he dicho que la buscaré.
—No me sirve, Joe. La quiero tener ahora mismo. Es parte fundamental de mi trampa.
—Escuché lo que hablabais —intervino Fuensanta—. Si me necesitas, puedes contar conmigo, Bill.
—¡Fuensanta! —exclamó Joe.
—¿Es que no oíste a tu amigo? No se trata de nada malo. Simplemente quiero ayudarle. ¿O es que tú no
quieres, Joe?
—Claro que sí.
—Quizá esto te anime, barril —dijo Bill y arrojó un fajo de billetes sobre el tablero del registro.
Joe cogió los billetes y los contó.
—Son diez dólares, Fuensanta.
—Tu amigo Bill paga bien.
Bill Masón esbozó una sonrisa.
—Yo siempre pago bien.
—De acuerdo, Bill —asintió Joe—. ¿Qué hago yo cuando llegue el sheriff?
—Simplemente, le tienes que decir en qué habitación estoy, pero antes, cuando él entre, pegarás un campanillazo. Eso es lo más importante.
—¡Demonios!
—Y le cuentas que estoy con una chica.
—¿Estás seguro que es lo que quieres que le diga? ¿No convendría más decirle que estuviste aquí y que ya te marchaste de la ciudad?
—No, barril, no me conviene eso. Dame la llave.
Joe no necesitó coger la llave porque Fuensanta la tomó del casillero.
—Vamos, Bill —dijo.
Empezó a subir la escalera y Bill, que todavía estaba inmóvil, la siguió con la mirada.
Joe carraspeó.
—Fuensanta es una gran cocinera. Te lo digo yo, Bill.
—No lo dudo —dijo Masón y fue en pos de la mujer.
Los dos entraron en la habitación número seis donde había una cama, un lavabo y una silla. Bill se acercó a la ventana y estuvo mirando a la calle.
Al volverse, vio a Fuensanta apoyada en la pared, los brazos cruzados.
Bill se despojó del sombrero y sacó el revólver. Hizo girar el cilindro asegurándose de que no faltaba un solo plomo.
—¿Qué pasará cuando Joe pegue el campanillazo, Bill?
—Yo me pondré detrás de la puerta. Tú mientras, darás chasquidos con la boca, como si me estuvieses dando besos, y me dirás cosas lindas. El sheriff tiene que creer que me estoy divirtiendo en grande contigo.
—¿Y qué hacemos entretanto, Bill? .
—Esperar.
CAPITULO II
El sheriff Rock Miller tenía treinta y cinco años de edad y era moreno, robusto, de cara bronceada, cabello y ojos negros.
—¿Necesita un establo? —le preguntó el anciano que le salió al encuentro en la calle.
—Sí, y también necesito información.
—Soy Foster, Alan Foster, ¿en qué puedo servirle?
—Quiero saber de un tipo que debió llegar antes que yo.
—Llegó otro forastero. Justamente me ocupé de su caballo.
—¿Le dijo su nombre?
—Sí, Bill Masón.
Rock Miller dejó escapar el aire por entre los dientes.
—¿Y dónde se alojó?
—En el hotel de Joe, el de ahí enfrente.
Miller miró las ventanas del hotel, pero no descubrió a nadie tras los cristales.
—¿Cuánto tiempo hace que llegó, Foster?
—Una media hora. Minuto más, minuto menos.
Miller descendió de la montura.
El anciano aceptó las bridas del caballo.
—Tiene una herradura floja, Foster, la del remo delantero izquierdo. ¿Quiere echarle un vistazo?
—Como usted quiera, señor Miller.
—¿Quién le dijo que soy Miller?
Foster se quedó perplejo.
—Es que lo reconocí.
—Ah, ¿sí?
—Su foto ha salido en los periódicos. Aún recuerdo lo que hizo usted con aquella pandilla, los hermanos Smith. Fue hace un año.
—Sí, Foster. Perdone, pero tengo que entrar en el hotel.
Miller se apartó del viejo y éste dio un suspiro de alivio.
El sheriff se detuvo en el porche del hotel y echó un vistazo arriba y abajo de la calle. El sol pegaba fuerte y apenas se veía a algún ciudadano. Entró en el hotel y el hombre que estaba detrás del registro hizo sonar una campanilla y dijo:
—Adelante, forastero. Ha llegado al mejor hotel de Henderson. Joe Forbes tiene fama de atender a todos los viajeros.
Miller no dijo nada. Se había detenido en el umbral y, después de observar a Joe Forbes, desparramó la vista por el vestíbulo y luego por la escalera que conducía a las habitaciones. Finalmente echó a andar hacia el registro.
—Buenos días, señor Forbes.
—Bueno días, señor...
—Rock Miller.
—Caramba, tiene una estrella.
—Soy el sheriff de Blackstone y estoy persiguiendo a un hombre.
—No me diga.
—A Bill Masón.
Joe se quedó sin habla.
Rock Miller abrió el libro del registro por el papel secante, que coincidía con la última hoja rellenada por un cliente llamado Robert Welles.
—¿Quién es Robert Welles, señor Forbes?
—Un agente de artículos de ferretería. Viene cada seis meses por Henderson.
—¿Y cuándo llegó?
—Esta mañana a primera hora.
—¿Llegó alguien después?
—Sí, señor.
—¿Y por qué no está registrado?
—El no quiso inscribirse.
—Descríbame ai tipo.
—Treinta años, cabello casi blanco, ojos verdosos...
—Es Bill Masón. ¿En qué habitación está?
—La seis.
—¿Solo?
—No, señor.
—¿Con quién está? Pero no me mienta, señor For-bes. Sé que Bill Masón venía a Henderson para reunirse con algunos de sus compinches.
—Está con una chica.
—¿No lo esperaba aquí ninguno de sus hombres?
—No, señor, aunque me dijo que los estaba esperando. Fero el señor Masón dijo que llegarían en tres o cuatro días.
—Gracias.
Miller se dirigió a la escalera, pero de pronto se detuvo y volvió la cabeza.
Joe Forbes lo estaba observando con los ojos fijos.
—¿No le he visto en alguna parte, señor Forbes?
—¿A mí? Oh, no, señor Miller. Llevo mucho tiempo en Henderson.
—Entonces, debo equivocarme. Lo confundí con cierto tipo que conocí en Abilene. Pero él era mucho más delgado.
—Se confundió. Seguro que se confundió, sheriff.
—Sí —dijo Miller y empezó a subir la escalera.
Al llegar arriba, sacó el revólver. El corredor estaba desierto. Se deslizó junto a la pared hasta la habitación número seis. Oyó voces de dos personas, un hombre y una mujer, pero no distinguió lo que decían hasta estar al lado mismo de la puerta.
—Eres un sol de hombre, Bill —escuchó el chasquido de un beso—. Nunca he conocido a un tipo como tú, amor. Eh, cuidado, Bill, no me abraces con tanta fuerza. Me vas a ahogar.
Miller alargó la mano libre. La puso en el tirador de la puerta y lo hizo con suavidad.
La mujer seguía hablando:
—Bill, me tienes loca —escuchó otro chasquido.
Ya había terminado de despasar el mecanismo de la cerradura y, tan lentamente como antes, dejó el tirador en su primitiva posición. Entonces se dio mucha prisa en retroceder hasta la otra habitación, y entró en ella sin adoptar precauciones.
Un hombre estaba en la cama.
—En, ¿quién es usted?
—Cállese o le meto una bala. No va con usted, ferretero.
El agente de artículos de ferretería se encogió en la cama.
Rock se acercó a la puerta adyacente y le pegó un tremendo patadón. La cerradura saltó y en la fracción de segundo siguiente saltó al cuarto número seis con el revólver en la mano.
La mujer que estaba tendida en la cama dio un chillido.
Bill Masón estaba apuntando con su arma hacia la puerta de su habitación y se revolvió disparando, pero Miller estaba haciendo fuego ya. El revólver saltó de la mano de Bill.
Todo empezó y terminó en seguida.
Bill Masón se encontró indefenso porque su «Colt» había ido a parar cerca de la ventana.
Miller seguía en cuclillas y ahora se enderezó poco a poco. Su cara parecía tallada en piedra.
—Hola, Bill.
—¡Maldito seas, sheriffl —
—Eres un imbécil por creer que me la ibas a pegar.
Los ojos de Bill Masón reflejaron el mayor odio del mundo.
—¿Qué es lo que viene ahora, Miller?
—Te esposaré.
—¿Y qué más?
—Te llevaré a Blackstone.
—¿Vivo?
—Sí, vivo. Hice una promesa y la quiero cumplir.
—¿Cuál fue la promesa?
—Que te ahorcarían en Blackstone.
Bill se echó a reír.
—Pudiste tardar un poco más, Miller.
—¿Para qué?
—La chica y yo habíamos congeniado.
—Ya que eres especialista en eso, yo te daré un par de esposas.
—¿Cómo?
Miller se acercó a Bill Masón, Se descolgó las esposas que tenía en el cinturón.
—Aquí las tienes.
Bill Masón hizo rechinar los dientes.
—¿Quieres que te ría el chistecito?
—No creo que te haga gracia. Alarga las manos hacia mí.
Bill le alargó las manos, pero trató de pegar un puñetazo en la cara de Miller. El sheriff estaba atento y le golpeó con las esposas en los nudillos mientras saltaba hacia atrás.
Bill pegó un chillido y cayó de rodillas.
—¡Me has roto la mano! ¡Me la has roto!
—Te voy a romper la cabeza como intentes otra jugarreta. ¡Trae acá esas manos!
Masón las extendió y Rock le colocó las esposas en las muñecas y las cerró.
—En pie, Bill.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos en Henderson?
—Ni un minuto.
—Los dos estamos muy cansados. Ha sido una dura persecución.
—Sí, es cierto, Bill.
—Fueron tres semanas en que tú y yo apenas pegamos ojo. Me tienes convertido en un paquete. Puedes asegurarme a una de las patas de la cama. Dormiré en el suelo y tú en el .colchón.
—Claro, y mientras tanto llegan tus hombres. ¿Qué clase de idiota eres, Bill?
—Mis hombres no llegarán en unos días. Y podemos marcharnos mañana al amanecer, cuando hayamos descansado. Ya terminó la persecución y tú ganaste.
—Sal de aquí ahora mismo, Bill. ¡Sal o te hago salir a golpes!
Bill salió de la habitación seguido por Miller.
Masón iba delante y por ello fue el primero en llegar al comienzo de la escalera.
De pronto, descubrió algo abajo. A uno de sus hombres, al delgaducho Harry Hobson. Estaba con el revólver en la mano, junto a la columna del centro del vestíbulo.
Bill se detuvo y volvió la cara hacia Miller.
—Sheriff, quiero decirte algo.
Ya me lo contaras en el camino
—Sheriff, quiero decirte algo.
—Ya me lo contarás en el camino.
—Es importante.
—Está bien, Bill. Habla.
—Tengo tres mil dólares. Son tuyos si me dejas libre.
Miller le soltó una bofetada.
—¿Para eso me has hecho perder el tiempo?
Bill dio un traspiés y cayó por los escalones. Era lo que él quería. Alejarse del sheriff para que Harry Hob-son pudiese coserlo a balazos.
—Eres un puerco, sheriff —le gritó.
Lo vio allí arriba y calculó que Harry todavía no lo podía tumbar porque Miller se había quedado muy lejos de la barandilla.
—Sí, un maldito puerco —repitió—. No está bien eso de pegarle a un hombre esposado.
—Intentaste sobornarme.
—Sólo quise hacer un negocio contigo. Anda, dime. ¿Qué sueldo recibes por tu cochino trabajo?
—Cien dólares al mes.
—Tres mil dólares es casi lo que cobras en tres años. Te iba a pagar mi libertad y sigo manteniendo la oferta.
Lo decía para que Miller empezase a bajar la escalera.
—Una palabra más sobre eso, y te parto la boca, Bill —dijo Miller.
Y al mismo tiempo echó a andar. Bill sonrió con ferocidad mientras decía para sí: «Ahí lo tienes, Harry. Llénalo de plomo».
CAPITULO III
Harry Hobson se puso a disparar como un loco desde el vestíbulo.
Miller estaba descendiendo y lo vio aparecer por detrás de la columna del centro.
Sintió que una bala le abrasaba la pierna y se venció hacia delante, apoyando el brazo izquierdo en la barandilla.
Otros dos proyectiles de Hobson hicieron saltar trozos de madera.
Miller metió el «Colt» por entre los barrotes y se puso a disparar.
Harry Hobson recibió un impacto en el pecho y estrelló la espalda contra la columna y, cuando se venía hacia delante, otro plomo le mordió el estómago. Soltó un tremendo chillido y se desplomó manoteando en el aire. Quedó de bruces en el suelo y finalmente se relajó.
Rock quedó sentado en uno de los peldaños. Tenía una pierna herida, la izquierda. La pernera del pantalón se le estaba manchando de rojo, pero sabía que la bala le había salido por la parte posterior del muslo.
Bill Masón miraba al sheriff con un gesto de asombro.
Y de pronto se echó a reír.
—Sheriff, estás listo.
—Sólo es un rasguño. Tu asesino no te sirvió.
—No sabía que estuviese ahí abajo.
—Lo viste desde arriba. Por eso me encorajinaste. Fue la mejor trampa, pero tampoco te sirvió.
—Yo diría que sí, Rock. Has quedado cojo. 'Miller trató de levantarse y lo consiguió con trabajo porque la pierna le dolía mucho.
Se asomó por la barandilla y miró al vestíbulo.
—Eh, Joe, salga inmediatamente o se la va a ganar.
El gordo salió haciendo estremecer sus carnes. Por su cara chorreaba el sudor.
—Perdone, señor Miller. No le pude avisar —señaló al muerto—. Ese hombre me dijo que, si abría la boca, me metería un plomo.
—Lo admitiré. ¿Hay algún doctor aquí?
—Sí, señor.
—Tráigalo.
—Como tú quieras, sheriff cojo.
Bill bajó la escalera sonriendo jactanciosamente.
Rock bajó también, apoyando la mano izquierda en la barandilla para no descargar todo el peso de la pierna herida.
Bill llegó al sofá del centro y se detuvo ante el cuerpo de Harry Hobson.
—Inútil —dijo y le pegó un puntapié en los ríñones. " — —i
Luego se senró.
Fuensanta apareció por entre las cortinas del registro.
—Hola, dulzura —la saludó Bill—. ¿Te asustaste?
—Ni pizca. Estoy acostumbrada. Canté y bailé en Dodge City en su peor época, cuando cada día liquidaban a media docena de hombres.
—Tú eres de las mías, nena.
—Pero me tocó el barril.
—Eso se arregla en seguida, cariño.
Rock comentó apoyado en la escalera.
—Un diálogo muy edificante.
—Estoy haciendo planes para el futuro, sheriff —le sonrió Masón.
—El único que puede hacer planes para tu futuro soy yo.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué ves en tu bola de cristal, sheriff?
—Te veo danzando en una soga.
—No, Miller, eso no va a ocurrir nunca. Tu bola de cristal no vale un pepino.
Joe Forbes entró.
—Aquí viene el doctor.
Apareció un hombre de unos sesenta años con un maletín en la mano. Defendía los ojos con lentes de alta graduación. Soltó un eructo y dio un traspié encaminándose hacia el cadáver.
—Ahora mismo lo curo, amigo.
—No, doctor —le dijo Miller—. No es ese su cliente, sino yo.
El doctor Hart se detuvo a mitad de camino y volvióse hacia Miller.
—Oh, perdone —dijo.
—Quédese ahí, doctor. No se mueva.
El doctor obedeció.
Desde aquella distancia, Miller notó que el doctor Hart olía a whisky.
—¿Sabe distinguir entre unas tijeras y un bisturí?
El doctor lanzó una risotada.
—Eso tuvo gracia, sheriff Miller.
—Está bien, doctor. Dejaré que me cure, si es que puede. Pero no se mueva todavía. Tengo que dar algunas órdenes. ;Joe!
—A sus órdenes, sheriff.
—Coge el revólver del muerto y arrójalo hacia aquí. No se te ocurra echarle una mano a Bill porque te meto dos balas en la grasa.
—No intentaré nada, señor Miller. Le obedeceré —cogió el revólver de Harry y lo arrojó hacia la escalera.
Rock dijo;
—Ahora te toca a ti, Masón. Échate en el suelo.
—¿Qué?
—Que te eches en el suelo, boca abajo.
—¿Para qué?
—Para que no te ocurra ninguna mala idea mientras el doctor me cura la pierna. Te lo advierto, Masón. Si intentas ponerte en pie, te meto un tiro en los sesos.
—Entonces no me llevarías vivo a Blackstone.
—Haré todo lo posible por llevarte vivo, como prometí. Pero ahora las cosas cambiaron. Estoy en inferioridad y no vacilaré en matarte si tratas de escapar. ¿Están claras las cosas?
—Sí, sheriff. Todo está muy claro.
—Entonces al suelo, como las ranas.
Masón se arrodilló de mala gana y se echó de bruces.
—Doctor, es su turno —dijo Miller.
—Sí, señor —contestó Hart y soltó un hipido.
—Tiene que arreglárselas para curarme de forma que no me interrumpa la vista de mi prisionero.
—No se preocupe. Lo tendré en cuenta.
Hart dejó el maletín en el suelo y también se arrodilló.
—Tendré que rasgarle el pantalón.
—Rasgúelo. Ya me compraré otro.
—Lo decía por la señora.
—La señora está acostumbrada a ver piernas, ¿verdad, Fuensanta?
La joven gritó.
—¿Cómo consientes que me insulten, Joe?
El gordo se encogió de hombros.
—Después de todo, no te ha insultado. Ha dicho la verdad.
Fuensanta le dirigió una mirada de desprecio.
El doctor rasgó con el bisturí la pernera de Miller, dejando al descubierto la herida.
—Está sangrando mucho.
—Y si no cierra pronto la herida, me dejaré en Hen-derson toda la sangre.
—Hay que limpiar esa herida.
—Pues limpíela.
—Necesito agua.
—Fuensanta —dijo Miller—, trae una palangana con agua, pero, por favor, no le eches veneno.
—Gracioso, muy gracioso —dijo Fuensanta y desapareció tras de las cortinas.
Regresó con la palangana que puso al lado del doctor. Este ya tenía un paño preparado y se puso a lavar la herida. El agua pronto se tornó roja.
—Sheriff, no tengo alcohol —dijo Hart—, y hay que desinfectarle la herida.
—Pero tiene whisky.
—Siempre llevo una muestra.
—Emborrache la herida con su whisky.
—Le va a escocer mucho.
—Lo soportaré.
—Como usted quiera.
Hart sacó el frasco de whisky, quitó el tapón y, tras un titubeo, bebió un trago.
—Eh, doctor, ¿para qué sacó el whisky? —protestó el sheriff.
—Perdone, pero quise desinfectarme yo primero.
—Apuesto a que va no le queda un condenado microbio en el estómago.
El doctor soltó una risita.
—Es usted simpático, sheriff. Le aconsejo que muerda un pañuelo mientras le echó el whisky.
—Deje de dar sus consejos y acabe de una vez.
Hart volcó el whisky sobre la herida.
Miller apretó los maxilares.
—Listo, sheriff —dijo el doctor—. Ahora le vendaré la pierna y le haré un buen torniquete. Con tres días de cama quedará arreglado.
—No habrá cama. Me marcho de viaje, doctor.
—¡Eso es absurdo!
—No se preocupe. Apenas andaré. Viajo a caballo.
—A pesar de eso, su pierna se resentirá. Y tampoco podrá evitar que le entre polvo en la herida. No quedará cerrada hasta dentro de un par de días. Con ello quiero decirle que se le puede infectar.
—Compraré whisky para hacer frente al peligro.
—Si se le infecta, ya no le Jiará falta el whisky.
—Entonces lo beberé a su salud. ¿Qué le debo, doctor?
—Nada.
—Hizo su trabajo. Debe cobrarlo.
—Está bien. Déme un dólar.
Miller le entregó una moneda.
—Gracias, doctor.
—No me dé las gracias. Usted no me va a obedecer y esa pierna le puede dar mucha guerra.
Hart bebió otro trago de su botella. Enroscó el tapón y la guardó en el maletín. Se dirigió hacia la puerta.
—Suerte en su viaje, sheriff. La va a necesitar.
El doctor salió y Bill rió desde el suelo.
—Miller, deberías escuchar al doctor. Te hago otra oferta.
—Cállate —dijo Rock y se incorporó apoyándose en la barandilla.
—No se trata de soborno ahora. Me refiero a que podías soltarme. Ya me atraparás en otra ocasión, cuando tu pierna sane.
Miller echó a andar cojeando.
—Levántate, Bill.
Masón se puso en pie.
—Joe —dijo Miller—, quiero en la puerta del hotel mi caballo y el de Masón. Están en el establo de Fos-ter. Págale y cómprame también unos pantalones de mi talla.
Alargó unos billetes que Joe cogió e inmediatamente el grueso dueño del hotel se marchó otra vez a la calle.
Bill Masón continuaba sonriendo.
—Lo malo de algunas autoridades es que son obcecadas. No estás en condiciones de llevarme a Blacks-tone. Dentro de unos días vendrán a Henderson mis muchachos y sabrán lo que pasó. ¿Qué crees que harán, Miller?
—Vendrán detrás de nosotros.
—Sí, Rock. Puedes estar tan seguro como de que hay infierno.
—Ya contaba con eso.
—Pero apuesto a que no contabas con que tendrías que hacer frente a mis muchachos con una pierna coja.
—No sabes lo más importante, Bill. Que cuando salí de Blackstone detrás de ti, conté hasta con la posibilidad de no volver. Si regreso con una pierna herida, me daré por satisfecho.
—No, Rock. Eso es lo malo para ti. Que nunca volverás a Blackstone.
—Volveré, Bill. Te juro que volveré.
Hubo un silencio entre los dos hombres mientras se miraban retadoramente.
Joe entró en el hotel.
—Sheriff, ahí tiene los caballos.
Traía los pantalones.
Miller dijo:
—Anda, Bill, vente conmigo a la habitación del registro.
—Eh, sheriff, no puedes hacer eso conmigo. Me gusta ver cómo se viste una mujer, pero siento vergüenza si veo vestirse a un hombre.
—Ya viste por última vez vestirse a una mujer.
—No, no lo creas.
—Basta, Bill. ¡Al registro!
—Está bien, gran hombre.
Miller entró en el registro y Bill fue detrás. Desaparecieron tras las cortinas.
Al cabo de unos cinco minutos, reaparecieron, y Miller ya tenía puestos los pantalones que Joe le había comprado.
—A la calle, Bill.
Masón hizo un saludo a la hermosa Fuensanta.
Miller chasqueó la lengua.
—No te hagas demasiadas ilusiones, Fuensanta.
Bill salió riendo a la calle y Rock y Joe lo siguieron.
—¿Puedo hacer una pregunta, sheriff—dijo el gordo Joe.
—Sí.
—¿Qué hizo Bill Masón en Blackstone?
—Entró en el reservado de un saloon y mató a mi ayudante Max Conway y a Dana Lasky, una girl. Eso fue lo que hizo Bill Masón en Blackstone y por lo que será ahorcado allí.
Bill Masón ya había montado en su caballo y movió la cabeza en sentido negativo.
—No, sheriff, nadie me colgará en Blackstone. Miller saltó a la silla.
—En marcha, Bill.
Los dos jinetes echaron a correr por la calle y poco después salían de Henderson.
CAPITULO IV
Bill Masón canturreaba una canción:
—Hay tres mujeres en este pueblo.
Y son las más hermosas.
Las tres están loquitas por mí
¿Con cuál me quedaré?
Le pregunto a mi amigo Rock
Y él me contesta: Quédate con las tres.»
Dirigió una mirada a Miller y se echó a reír.
Rock también lo miró.
—Es como si te hubieses quedado viudo porque no tendrás a ninguna de las tres.
—¿Por qué eres tan pesimista?
—Porque en Blackstone te van a retorcer el cuello.
—¿Otra vez con ésa? Amigo sheriff, las circunstancias no son demasiado desfavorables para mí.
—Oh, no, claro. Viajas en carroza.
Masón levantó las manos esposadas.
—Alguna vez me desprenderé de estas asquerosas pulseras.
—¿Y cómo lo harás, Bill? ¿Con un pase mágico?
—Es posible.
Habían pasado dos días desde que salieron de Hen-derson. De noche, Miller ataba a Bill a un árbol. La primera vez Bill se había quejado del mal trato que el sheriff le daba, pero tuvo que conformarse porque Rock no cambiaba de idea.
Bill Masón se daba cuenta de que la pierna de Rock no mejoraba, todo lo contrario, cada vez estaba peor.
—Sería mejor que me dejases libre para curarte esa herida, Rock.
—Oh, sí, me cuidarías como un padre cuida a su hijo.
—Seguro.
—Empezarías por saltarme la tapa de los sesos.
Bill lanzó una carcajada.
—Por lo visto, para ti soy un salvaje.
—Eres algo más que un salvaje, Bill. Un loco asesino.
Los ojos de Masón centellearon.
—¿Eso piensas de mí?
—Ya lo has oído. Apretaste el gatillo en aquel reservado hasta agotar la última bala y no fallaste una sola. Todas fueron encontradas en el cuerpo de Max Conway o en el de Dana Lasky.
—Dana era mi chica.
—Dana era una girl que tenía que atender a todos los clientes.
—Tu ayudante me la quitó.
—No, Bill, no te la quitó. Dana se enamoró de Max.
—Y Max se enamoró de Dana. ¡Viva el amor!
—Puedes tomarlo como quieras, pero así fue. Los mataste por celos, por venganza. Fue un cochino asesinato.
—¡Mentira! Di una oportunidad a Max. Le dije que sacase.
—Eso no me lo harás creer ni aunque me lo jures por tu madre. Encontré a Max con el revólver en la funda y él era muy rápido.
—Yo soy mucho más rápido que Max y por eso no pudo sacar.
—Sé que eres veloz, pero Max también lo era. No, Bill, no puedo creer que le dieses una oportunidad.
—Ahora lo acabas de decir. Tú no lo crees. Pero, ¿qué pasa si yo dijese la verdad?
—No te serviría.
—Porque tú eres el sheriff, ¿no? Y naturalmente, el sheriff siempre tiene la razón.
—No, Bill, si tú tuvieses razón y hubieses dado una oportunidad a Max para sacar, quedaría la muerte de Dana. Ella no tenía ningún revólver. Tendríamos un asesinato que cargarte, y por ese solo asesinato ya te ganaste la horca —Rock le sonrió—. Tu argumento no sirvió para nada, Bill.
Masón se puso a cantar otra vez aquello de: «Hay tres mujeres en este pueblo...»
Había caído otra vez la noche.
Se habían detenido junto a un riachuelo.
—Siéntate al pie de ese árbol, Bill —Rock le señaló un pino.
—Como usted ordene, excelencia. Cómo no, su señoría.
Bill se sentó junto al tronco del pino.
Rock tenía una cuerda en la mano y fue hacia su prisionero para atarlo al árbol.
De pronto, Bill saltó hacia adelante y conectó un terrible testarazo en el estómago de Rock.
Los dos rodaron por el suelo.
Bill Masón quedó un momento encima. Levantó las manos esposadas y las descargó sobre la cara de Rock, pero éste dobló la cabeza oportunamente y las esposas golpearon contra la tierra.
Miller replicó con un rodillazo en el bajo vientre.
Bill soltó un aullido de dolor y rodó otra vez sobre el suelo alfombrado con las agujas de pino.
24 —
Miller se levantó resoplando.
Masón saltó otra vez para lanzarse sobre el sheriff. Este le pegó un patadón cuando se le venía encima. La bota golpeó en la mandíbula de Bill y otra vez cayó pegando aullidos.
Allí terminó la pelea.
Rock se recostó en el tronco de un pino. Sentía punzadas en la pierna herida y muy pronto sintió la humedad de la sangre. La herida se había abierto de nuevo.
Bill se recuperó. Estaba echando sangre por la boca. Miró a Rock y se echó a reír.
—Fue una buena pelea, ¿eh, sheriff?
—Debería hacerte pedazos.
—Pero tú no eres un asesino, Miller.
—Anda, inténtalo otra vez y te marco la cara para los pocos días que te quedan de vida.
—Estoy orgulloso de mi cara y todavía he de enamorar a muchas mujeres.
Siéntate de una vez!
Bill ya no intentó nada. También él estaba cansado después de la lucha. Se dejó atar al tronco.
Miller se movió con dificultad para preparar la comida. Frió unas lonchas de tocino, abrió una lata de habichuelas y se puso a comer.
—Eh, Rock, te olvidaste de algo —dijo el preso.
—¿De qué cosa?
—De mi comida.
—¡No hay comida!
—'¡No puedes hacer eso! ¡Soy tu prisionero! ¡Tengo derecho a alimentarme!
—Cuando un prisionero se comporta mal, o trata de escaparse, recibe un castigo, y corrientemente consiste en privarlo de la comida.
—¡Tengo hambre!
—¡Muérdete las uñas!
—¡Maldita sea, eres un sádico!
Rock no le hizo caso y despachó el tocino y las habichuelas. Había hecho café.
—Eh, Rock, al menos me darás café —rezongó Bill.
Miller no le contestó. Bebió el café con fruición, haciendo chasquear la lengua.
—Sheriff, tengo frío.
—Ahora te daré una manta.
—¡No quiero una manta! ¡Quiero café!
—El café forma parte de la ración. Te quedaste sin ella. La tendrás mañana si para entonces te portas mejor.
—¡Protestaré ante tus superiores!
—Estupendo, hazlo.
¿Es que me vas a dejar así? ¿Con el estómago hueco? ¿Vas a ser capaz?
—Tienes un remedio. Canta eso de «Tengo tres mujeres loquitas por mí». Te animará.
Bill apretó los dientes.
—Después de todo, eres un sheriff como los demás. ¡Un verdugo!
Miller lo cubrió con una manta, pero Bill se puso a mover el cuerpo y la manta le resbaló hasta los pies.
Rock no intentó cubrirlo otra vez. Se tendió junto a la fogata. Apoyó la cabeza en la silla y cerró los ojos.
—¿Es que vas a dormir, sheriff?
Miller no le dio respuesta. Siguió con los ojos cerrados.
-^¡Ah, no dormirás! —exclamó Bill—. Eso sí que no. Tú no dormirás. Te lo juro —se puso a cantar a voz en grito—. «Tengo tres mujeres que están loquitas por mí.»
Sin embargo, Rock no pareció escucharlo porque continuaba con los ojos cerrados, y poco después roncaba.
Bill se había desgañitado tanto que su voz ya le salía ronca y muy débil, y además, el frío le hacía dar diente con diente.
Se había hecho de día.
Rock despertó y empezó a recoger las cosas. Vio que Bill estaba blanco como el yeso. —¿Pasaste mala noche, Bill? —¡Estoy muerto de frío, verdugo! —Tenías una manta.
—Sí, maldita sea, la tenía. Pero como tú me ataste tan criminalmente no pude cogerla. ¡Y ahora estoy convertido en un témpano! No puedo dar un solo paso. ¡No podré moverme de aquí! ¡Por favor, Rock! ¡Necesito un médico! ¡Y de paso que venga un juez para dictar mi testamento!
—Eres un payaso. Sólo eso, un payaso.
—¡Palabra que estoy enfermo!
Rock calentó café y le alargó un jarro.
—Toma, bebe.
—No me da la gana.
—Muy bien. Lo tiraré —hizo ademán de arrojar el café en la tierra.
—¡No lo tires! ¡Dámelo!
Rock le alarsó el jarro con una sonrisa.
Bill bebió con avidez.
—Dame un trozo de pan, un trozo de tocino, cualquier cosa.
Rock frió tocino y los dos comieron.
Bill miró la pierna de Rock.
—Te ha sangrado esa herida.
—Eso lo debo a ti.
—Los dos necesitamos un doctor, Rock. Hemos de detenernos en el primer pueblo que encontremos en nuestro camino.
—Sólo nos detendremos cuando yo lo crea oportuno.
—¿Y cuándo será oportuno?
—Cuando tengamos necesidad de provisiones. Dentro de un par de días.
—Yo también necesito provisiones —dijo una voz.
Rock y Bill miraron hacia la izquierda, donde estaba el río, y el sheriff lo hizo moviendo la mano hacia el revólver, pero no lo llegó a sacar porque un hombre lo apuntaba con el «Colt».
Era un joven de veintiséis o veintisiete años, rubio, de ojos azules.
—Bien hecho, sheriff —dijo sonriente—. Si llega a sacar, le hubiese metido una bala en el otro remo.
—¿Quién es usted?
—No tengo inconveniente en decírselo porque lo voy a perder de vista. Tony Sanders.
—¿Qué quiere, Tony?
Bill Masón gritó:
—¡Tony, quítame las esposas! Soy un prisionero de este cochino sheriff
Mi nombre es Bill Masón. Habrás oído hablar de mí. Soy un tipo famoso.
Tony se rascó la mejilla con la mano libre.
—¿Bill Masón? Oí hablar de un Masón que vendía corsés.
—Espera, conocí a otro Masón. Hacía un número en el circo. Tragaba sables.
—¡No trago nada! Ni sables, ni siquiera comida porque este sheriff me tiene hambriento.
—Yo te ayudaré, Tony —dijo el sheriff tuteándolo—., Este es Bill Masón, ladrón y asesino. Mató a un hombre y a una mujer en mi pueblo, Blackstone, y me dirijo hacia allí con él. Me costó muchas semanas dar con él, pero al fin lo cacé.
—Y parece que no le fueron demasiado bien las cosas.
—¿Por qué dices eso?
—Por su pierna izquierda.
—Es una herida sin importancia.
—Muy bien, sheriff. Si ya terminó de contarme historias tristes, venga la bolsa.
—¿Cómo has dicho?
—Que suelte la pasta, los pavos.
—Eres un ladrón, ¿eh?
—Sheriff, usted me confunde. Yo no soy un ladrón.
—¿Y qué es lo que eres?
—Un necesitado. Viajo a Méjico, pero caí en manos de una mala mujer y me limpió mientras dormía... Sheriff, acepte un consejo. Nunca se fíe de las rubias de empuje —levantó las manos e hizo un gesto gráfico a la altura del pecho—. Usted ya me entiende, ¿eh, sheriff? Esas mujeres son siempre ansiosas. Lo quieren todo. Hasta la pasta. Y ahora, sheriff, también yo terminé de contarle el drama de mi vida. Escupa su plata para ayuda de un pobre viajero.
Bill Masón escuchaba aquello con la boca abierta.
Rock metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.
—No tire las hojas de lechuga al aire, sheriff —dijo
Tony Sanders—. Se podrían desparramar. Haga con ellas una bola y, si quiere, luego le da un beso porque se despide de ella para siempre.
Rock Miller hizo una bola con los billetes, pero no le dio un beso. La arrojó sobre Tony quien la atrapó en el aire.
—¿Cuánto hay aquí, sheriff?
—Cincuenta dólares.
—Caramba, es usted un sheriff rico.
Bill Masón rompió el silencio.
—¡Tony, ahora las esposas! ¡Quítale la llave al sheriff y libértame!
—¿Y cuánto vas a pagarme?
—¿Eh?
—Yo no muevo un dedo si no me pagan por el esfuerzo.
—¡Soy Bill Masón!
—Sí, eso ya lo dijiste, pero yo le cobro a todo el mundo. A la Bruja Piñones y a Bill Masón.
—No tengo dinero ahora.
—Malo.
—¡Pero te pagaré!
—No doy crédito.
Masón hizo rechinar los dientes.
—Tony, esta es mi oportunidad para librarme del sheriff. Me quiere llevar a Blackstone para ponerme la soga en el pescuezo.
—Oye, a mí me importa tres rábanos la razón por la que te lleva a Blackstone. Soy un hombre de negocios, de modo que lo dejaremos para otra vez.
—¡No me dejes con él! ¡Juro que te pagaré! A estas horas mis muchachos me están siguiendo y dentro de muy poco le darán hule al sheriff.
—Entonces no necesitas mi ayuda... Eh, sheriff saque el revólver con dos dedos y arrójelo hacia los arbustos. No intente una filigrana o me obligará a de-funcionarlo.
Miller sacó el revólver con dos dedos y lo arrojó hacia los arbustos, tal como le había ordenado el rubio.
—Muy bien, sheriff. Así se hace y, ahora que ya hizo su obra de caridad, se despide de ustedes su seguro servidor que estrecha su mano, Tony Sanders.
El rubio desapareció por entre los árboles.
Bill Masón gritó:
—¡Vuelve, Tonyl ¡Ayúdame a escapar! ¡Te pagaré, Tony l
Pero el rubio no volvió y poco después oyeron el trote de un caballo que se alejaba.
CAPITULO V
Miller se movió rápidamente hacia el lugar donde había caído el revólver y lo atrapó. Montó en su silla y ya le costó más trabajo que el día anterior porque se resentía su pierna.
—¡Eh, sheriff ¿Adonde vas? —preguntó Bill.
—A por ese granuja. Necesitamos el dinero que me limpió.
—No lo cazarás. Es demasiado listo. ¿No viste la demostración que hizo?
Miller espoleó su cabalgadura y fue en pos del rubio. ~~ "' v
Trazó un círculo para que Tony no se diese cuenta de que era seguido.
Al cabo de unos quince minutos detuvo su caballo. A sus oídos llegó un silbido.
Escondió el caballo después de desmontar y él se ocultó entre el ramaje. Poco después vio aparecer a Tony Sanders, el cual silbaba una canción.
Rock se dejó ver con el revólver en la mano.
—Alto, Tony.
El rubio se detuvo y sonrió.
—Caramba, yo he visto su cara en otra parte.
—En un baile del gobernador.
—Ya decía yo. ¿Y qué tal está su señora esposa, sheriff? Por favor, preséntele mis respetos.
—¡Ya basta, Tonyl Escupe el dinero.
—Oh, sí, el dinero para la suscripción de los niños pobres. Yo soy muy caritativo, y siempre que puedo,hago una limosna. ¿Le parece bien que me suscriba con cincuenta dólares?
—Acepto su suscripción —repuso Miller con la misma ironía.
Tony echó mano al bolsillo para sacar el dinero.
De pronto sonó un estampido.
El revólver voló de la mano del sheriff Miiler.
Dos hombres habían aparecido por enfrente con el arma en la mano. Eran tipos mal trajeados, barbudos y sucios.
Miller los identificó. Eran Henry Darnell y Frank Pitman compinches de Bill Masón, y si estaban allí significaba que habían corrido mucho o que, debido a "su pierna herida, él había corrido muy poco.
Henry Darnell tenía la nariz torcida y Frank Pitman exhibía una cicatriz en la barbilla, rastro de una bala.
—¿Oíste lo mismo que yo, Frank? —dijo Henry.
—Sí, Henry, nuestros oídos no nos traicionaron. El sheriff Miller se metió a ladrón.
Tony sonrió mientras sacudía la cabeza.
—Caballeros, han llegado a tiempo de evitar un espantoso robo, imagínense que viajo para estar junto a la cama de mi madre. La pobre se está muriendo. Debo llegar cuanto antes para recoger su postrer suspiro. Gracias, muchas gracias, por haber impedido este atropello. Nunca los olvidaré. Que el cielo los acompañe.
Movió las bridas y su caballo se puso en 'marcha, pero por poco tiempo, porque sonó un estampido y la bala se enterró delante del animal.
Tony se vio obligado a detenerse.
—En, ¿por qué han hecho eso?
—Porque tú te quedas aquí, buen hijo —le contestó Henry Darnell, el de la nariz doblada.
—Pero es que mi pobre mamá me está esperando.
—A callar o te mueres antes que tu madre.
Tony decidió guardar silencio ante aquella amenaza.
Los dos forajidos de Bill Masón prestaron atención al sheriff de Blackstone. c
Henry preguntó:
—¿Dónde está nuestro jefe? Anda, di que lo has matado y te aplicamos el tormento de los comanches.
—No, no está muerto.
—¿Dónde lo dejaste?
—A un par de millas de aquí.
—¿Solo?
—Sí, pero está atado a un árbol y con las esposas. Vine en busca de este tipo porque me robó el dinero.
Henry se echó a reír.
—Eso sí que es divertido, ¿eh, Frank? El famoso sheriff de Blacktone robado por un sietemesino.
—Eh, hijo de muía loca —dijo Tony Sanders—, yo no me metí contigo.
Henry arqueó el dedo en el gatillo, listo para disparar y Tony gritó:
—¡No!... ¡Retiro lo de muía loca!
—Te dije que cerrases el pico.
—Ya lo tengo cerrado.
—Bien, sheriff —dijo Henry—, te llegó la hora.
—Lo comprendo, pero ¿qué vais a hacer con el rubio? El no tiene culpa de nada. Debéis dejarlo marchar.
—No podemos. El rubio se lo buscó.
Tony hizo un gallo con la voz.
—¿De qué se trata?
Fue el propio Miller quien le contestó:
—Te van a emplomar como a mí, Tony. No quieren testigos de mi muerte. Además, tú tienes dinero y esta gente roba dinero, un caballo, un «Colt» y hasta es posible que te dejen sin botas.
—¡Mis botas no! —exclamó Tony—. Son un regalo de mi pobre madre.
—Tú siempre estás con tu madre —rió Henry.
—Es que soy un hijo modelo... La pobre está en la cama.
—Eso ya lo dijiste antes.
—¡Se está muriendo! Mi pobre madre se va a quedar sin hijo. —Tony cruzó las manos sobre el pecho y miró al cielo—. Madre, escucha si me oyes, escucha a un hijo tuyo. Está arrepentido de toda su vida, de todo lo innoble y lo malo que hizo. Oh, madre, perdona que te robase aquellos tres dólares y te dejase en la miseria.
Los dos compinches de Bill Masón miraron al cielo sugestionados, como si esperasen ver allí a la madre del rubio.
Tony Sanders se la jugó porque movió la mano derecha con una velocidad increíble y de ella empezaron a brotar fogonazos.
Henry y Frank también dispararon. Lo hicieron demasiado tarde, cuando ya estaban cayendo de la silla alcanzados por el plomo de Tony Sanders.
Los dos se movieron un poco en el suelo y luego quedaron inmóviles.
—Si no lo veo no lo creo —dijo Miller.
—Pues créalo, sheriff, porque es la realidad —Tony miró al cielo—. Gracias, madre mía, por preocuparte de tu hijo.
—¿Vas de verdad a ver a tu madre moribunda?
—Sheriff, no sea ingenuo. Yo no conocí a mi madre. Bueno, no vaya a creer que no la tuve.
—Ya lo supongo.
—La he tenido como usted y todos los demás. Pero la mía se murió cuando yo era muy pequeñito. Sí, sheriff, yo n° llegué a conocerla.
—Pero seguro que has utilizado el truco más de una vez.
—Tengo varios, ¿sabe? Pero dejemos esas cosas. ¿Se da cuenta, sheriff? Ahora yo tengo el revólver en la mano y usted está desarmado. Usted vino a recuperar su dinero ¿Qué cree que debo hacer con usted?
—No sé.
—Qué problema, ¿eh? Usted es un testarudo. No diga que no. A lo mejor me marcho a la Patagonia y usted se pone a correr detrás de mí para recuperar sus cincuenta dólares. Y con una pata coja, que es mucho peor.
—Es el único dinero con el que cuento para llegar a Blackstone con mi prisionero.
—Pero ya se le acabaron las dificultades. Le hice el favor de quitarle de en medio a sus dos enemigos.
—Sólo es el comienzo.
—¿Piensa que los hombres de Masón lo seguirán para salvar a su jefe?
—No tengo la menor duda.
—Entonces acepte un consejo. Deje libre a Bill Masón.
—No, no haré tal cosa.
—Nunca llegará a Blackstone.
—También lo dijo Bill Masón.
—¿Qué cosa no le ha dicho Bill Masón?
—Muy poco.
—Sí, ya lo veo. Oiga, sheriff, voy a hacer algo por usted. Me resulta simpático. No sé por qué, pero me resulta simpático. Esa es mala señal. Cuando a uno se le ablanda el corazón, lo que debe hacer es meterse en un asilo.
Tony sacó el dinero.
—Le daré la mitad, sheriff. Veinticinco dólares Y no me pida más. Yo también necesito plata.
—Eres muy amable.
—Diga que soy un primo. Sólo a un primo se le ocurre repartir lo que le ha costado ganar con el sudor de su frente.
Tony le echó los billetes al pecho y Miller los cazó antes de que cayesen al suelo. Luego, el sheriff dijo:
—Tony, estaba pensando en que podrías ganarte otros cincuenta dólares, y esta vez sería de verdad con el sudor de tu frente.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué debo hacer?
—Acompañarme a Blackstone.
—¿Acompañarlo yo a,..? —Tony se interrumpió y rió estremeciendo los hombros.
—¿Dónde está la gracia del chiste? —rezongó Miller.
—En eso. En que yo fuese su ama de cría.
—¡No te he pedido que seas mi ama de cría!
—Usted se ve acabado, sheriff. Esta pierna le está molestando mucho. Puede que tenga la herida infectada, No llegará muy lejos. Y no me repita que también lo dijo Bill Masón.
—Sería un trabajo honrado, Tony.
—Tan honrado que me pondrían una lápida: «A
Tony Sanders que murió por imbécil. RJ.P.» Eso es lo que diría mi lápida, sheriff.
—Está bien, Tony. Creo que tienes razón. Te portaste demasiado bien conmigo, salvándome el pellejo y devolviéndome veinticinco dólares. Gracias por todo y buena suerte.
Miller fue en busca de su caballo, montó y se alejó al galope. Tony Sanders no le dijo nada.
Poco después, Rock llegó al árbol donde se encontraba Bill Masón.
—¿Qué fueron esos disparos, sheriff? —Sufriste un par de bajas, Bill. —¿De qué me hablas?
—De Henry Darnell y ¡Frank Pitman. Están muertos.
—No lo creo.
—Y para que veas que soy modesto. No los maté yo. Fue cosa de Tony Sanders.
—¿De ese puerco? ¿Qué fue lo que hizo ese maldito rubio?
—Te lo diré, Bill, aunque tú no lo comprenderás. Tony Sanders se acordó de su madre y luego mandó balas a tus hombres.
—¿Eh?... ¿Qué es lo que dices, sheriff?
—Te advertí que no lo comprenderías. Pero basta de diálogo. Nos vamos.
CAPITULO VI
—Sheriff, te estás cayendo de la silla —dijo Masón.
Era cierto. Miller se sentía presa de la fiebre. Ahora ya no podía tener ninguna duda. La herida de su pierna se había infectado.
—Miller —habló de nuevo Bill—, te hago otra propuesta.
—Cállate.
—Te llevaré al pueblo más cercano, te dejaré allí y me largaré. Es un buen trato, sheriff. El mejor que se te puede ofrecer en las circunstancias en que te encuentras.
—i Vete al infierno! .
—El único que se va a ir al infierno eres tú, si un doctor no te echa una mano.
—¡No quiero oírte, Bill.
—Como tú quieras.
Sin embargo, Miller comprendía la situación. Si se desmayaba estaría perdido. Bill Masón era un tipo con instintos criminales. Sólo tendría que apoderarse del revólver y pegarle un balazo. Luego, le quitaría la llave y abriría las esposas. De esa manera recuperaría la libertad.
No podía seguir mucho tiempo en aquella situación. Era lógico esperar que la fiebre subiese.
Descubrieron un pueblo desde lo alto de una colina. Era pequeño, como los había a centenares en Texas. Su nombre estaba puesto en un cartel. Danville. No había oído hablar nunca de él. Ni siquiera sabía que estuviese en el mapa.
—Entraremos en ese pueblo, Bill.
—¿Para comprar provisiones?
—También a que me vea un doctor.
—Magnífico —sonrió Bill.
Al llegar a la calle principal, los hombres se les quedaban mirando.
En la puerta de la comisaría había un hombre con una estrella en el pecho. Tendría unos cincuenta años, con cabello y bigote gris.
—Párate, Bill —dijo Miller.
El marshal de la localidad bajó del porche.
—Buenos días —saludó—, soy el marshal Richard Holden.
—Y yo el sheriff Rock Miller, de Blackstone.
—Tanto gusto, Miller. Parece que va herido.
—Lo estoy. Necesito un doctor.
—¿Quién es su prisionero?
—Bill Masón.
El marshal parpadeó.
—¿Se refiere a Bill Masón, el asesino y ladrón?
—Sí, marshal.
—Demonios, hizo una buena caza.
—¿Podría tenerlo un rato en la celda mientras me curan la pierna?
El marshal' se masajeó el mentón.
—Bueno, Miller, yo no tengo que ver con esto. Pero si es por poco tiempo se lo meteré en la celda.
Bill Masón habló amenazadoramente.
—Oiga, marshal, si yo estuviese en su lugar, no me buscaría complicaciones. Y se las buscará si me encierra en su comisaría. Mis hombres están al llegar. ¿Se imagina lo que harán con usted si le presta ayuda al sheriff?
Miller le soltó una bofetada. Bill cayó de la silla, en el polvo de la calzada.
—Estoy harto de tus amenazas, Bill.
Masón se puso en pie y sonrió al marshal.
—¿Qué decide, señor Holden?
El marshal contestó tras un titubeo.
—Se lo guardaré por una hora, sheriff. Ni un minuto más.
—Trato hecho.
Miller bajó de la silla con cuidado y tuvo que arrastrar la pierna para entrar en la comisaría con su prisionero.
Cuando Bill Masón quedó en la celda, Miller preguntó :
—¿Dónde está el doctor, Holden?
—La cuarta casa a la izquierda.
—Gracias.
Miller salió de la oficina del marshal.
—Se detuvo al ver a Tony Sanders que avanzaba por la calle montado en el caballo.
Esperó a que el rubio llegase ante él.
—Hola, Tony, nos volvemos a encontrar.
—No, no nos volvemos a encontrar. Vine en su busca.
—¿Por qué?
—Verá lo que me pasó. Iba solo y de pronto oí la voz de mi madre que me decía: «Hijo mío, ese sheriff será un muerto muy pronto si tú no lo remedias». Ahí lo tiene explicado.
—Claro, tú eres un gran hijo y quisiste escuchar a tu madre.
—Yo le dije: «Mamá, tienes razón. Iré en busca de ese sheriff y, a cambio de cien dólares, lo acompañaré hasta Blackstone con su prisionero.»
—Dije cincuenta.
—Pero mi pobre madre dijo cien.
—Eres un granuja.
—Usted es un sabio, sheriff, y no le puedo llevar la contraria.
—Está bien, Tony. Cien dólares.
—¿Cómo tiene la pata?
—Bastante mal.
Tony saltó del caballo y ató las bridas al poste.
—Apóyese en mí, abuelo.
—Cuidado con insultar, Tony. Sólo tengo treinta y cinco años.
—Pero está usted que da asco, y es como si tuviese ochenta.
Miller sonrió levemente y le pasó el brazo por los hombros.
Fueron a casa del doctor. Cruzaron un jardín y subieron al porche. Tonv golpeó con el aldabón.
Transcurrido un minuto, les abrió una joven de hermosura impresionante. Era esbelta, de cabello negro que le caía en cascada sobre los hombros, grandes ojos oscuros brillantes, nariz recta y boca de labios sensuales.
—¿Quién necesita al doctor?
—Yo —exclamó Tony—. Estoy muy malito.
—No es momento para bromas —dijo Rock Miller.
—Sí, ya veo que es usted quien necesita al doctor —contestó la joven.
—Tengo una pierna herida.
—Yo le ayudaré.
La joven también cogió a Miller por el brazo y los tres juntos entraron en la casa.
—Al gabinete de la izquierda —dijo ella.
Al entrar, Tony Sanders ya no cogía a Miller. Estaba sujetando a la joven.
—Eh, ¿qué hace?
—Ayudarla.
—¡Yo no necesito ayuda!
—Es por si se le cae el enfermo.
—Quite la mano de mi cadera.
—Caramba, donde fue a parar mi mano.
—Por favor —dijo Miller—-. ¿Dónde me acuesto?
—Usted se calla, sheriff —repuso Tony—. Estamos hablando todo el rato de usted. ¿No ve como nos preocupamos?
La joven le enseñó los dientes.
—Estese quietecito por un momento.
—Oiga, doctora, yo estoy mucho peor que él.
—Siento decepcionarle, señor como se llame.
—Tony Sanders, para servirla, señora.
—No soy la doctora, señor Sanders.
—Ah, ¿no? Bueno, si es la enfermera da lo mismo. Sigo estando muy malito. Tome mi temperatura y lo comprobará —le cogió la mano y se la puso bajo la axila.
—Pero, ¿qué hace? —dijo la hermosa joven y dio un tirón recuperando su mano—. Así no se toma la temperatura, señor Sanders.
—La cama, eso es. Nos hace falta la cama.
—Me reiré luego, cuando su amigo haya sido atendido.
—Soy Rock Miller, sheriff de Blackstone.
—Siéntese en el sofá, señor Miller. Mi padre es el doctor Spencer Sayer y yo soy su hija Laura.
—¡Laura! —exclamó Tony—. ¡Dios mío! ¿Cómo es posible que haya pasado tanto tiempo?
—¿A qué se refiere, señor Sanders?
—Me lo dijo una gitana hace tiempo. Laura sería el amor de mi vida... Laura... Laurita, por fin nos hemos encontrado.
—Señor Miller —dijo la joven muy seria—. Quisiera hacerle una pregunta.
—¿Sobre mi pierna?
—No, sobre su amigo. ¿Está loco?
—Creo que no, señorita Sayer, pero es más fresco que un témpano.
En el gabinete entró un hombre de unos cincuenta y cinco años.
—Es mi padre —dijo Laura y a continuación hizo las presentaciones.
El doctor Sayer dijo:
—Tiene que quitarse los pantalones, señor Miller. Ayúdelo, señor Sanders.
Laura seguía allí y Rock Miller empezó a ponerse rojo.
—>No se preocupe por mí —dijo la joven—. Estoy acostumbrada. Soy la enfermera de mi padre. Me volveré de espaldas.
—Muy amable —dijo Miller.
Se quedó sin pantalones y el doctor le quitó el vendaje, examinó la herida y chasqueó la lengua.
—Está infectada. ¿Qué fue? ¿Un balazo?
—Sí, doctor, pero sólo quiero que me haga una cura de urgencia. Hemos de marcharnos en seguida. ,
—¿Marcharse? Ni lo piense. Usted no puede viajar ni media milla con esta pierna.
—Tengo un prisionero, señor Sayer. Lo dejé en la celda de su marshah Es Bill Masón, un hombre peligroso. Y su marshál me ha dicho que no tendrá a Masón allí más de una hora.
—Es su problema, señor Miller. Yo le digo que, de acuerdo con la ciencia, usted no puede viajar. Y si lo hace, no se alejará mucho de Danville sin que caiga desmayado. Pero hay otra cosa peor. Si usted no se queda aquí por lo menos una semana, puede perder la pierna.
—¿Perderla?
—Sí, habría necesidad de amputarla. —¿Habla en serio?
—Nunca gasto bromas con mi profesión, señor Miller.
CAPITULO VII
—¿Qué hacemos, Tony? —preguntó el sheriff Miller.
—No tiene más remedio que quedarse.
—¿Y Bill Masón?
—Hablaré con el marshál.
—No creo que lo convenzas.
—Lo intentaré. ¿Puede acompañarme, señorita Sa-
yer?
La joven dijo que sí con la cabeza y salió con Tony del gabinete. Al llegar al vestíbulo, Tony, cogiéndole una mano dijo:
—Señorita Sayer, tengo un bulto.
—¿Dónde?
—En la espina dorsal.
—Póngase de espaldas.
Tony se puso de espaldas y la joven le metió la mano por el cuello.
De pronto Tony se echó a reír.
—¿Qué le pasa, señor Sanders?
—Me hace cosquillas.
—No le encuentro el bulto.
—Pues estaba ahí... Quizá un poco más abajo.
Ella le dio un golpe con el filo de la mano.
—En, ¿pero qué hace?
—El bulto. A ver si le sale de verdad.
—¿Trata así a todos sus enfermos?
—Sólo a los farsantes.
—'Bueno, admito que el bulto me haya desaparecido durante la pasada noche. Pero lo tenía ayer, ¿lo entiende? —Tony hizo una pausa—. ¿Le han dicho que tiene usted unos ojos preciosos?
—Sí, me lo han dicho.
—¿Le han dicho que su boca es divina?
—También.
—Por favor dígame algo que no le hayan dicho.
—Me lo han dicho todo, señor Sanders. No se canse. Y quiero recordarle algo. Que ha venido usted aquí acompañando a un paciente.
—Tiene muy mal genio... Debe espantar a todos los hombres. Apuesto a que no tiene uno que llevarse a la boca.
—Señor Sanders, si me interesase un hombre, no lo querría para llevármelo a la boca. ¡Y no tengo mal genio! —eso lo dijo chillando.
—Ah, ¿no? Pues lo disimula mucho.
Tony abrió la puerta y salió silbando de la casa. Cuando ya había cruzado el jardín, giró la cabeza y vio que Laura continuaba en el hueco de la puerta. Le dedicó una sonrisa y una reverencia y entonces ella levantó la barbilla y cerró de un portazo.
Poco después, Tony entraba en la comisaría sin llamar.
El marshal Holden saltó de la silla y sacó el revólver.
—¡Levante las manos!
Tony levantó las manos.
—¿Quién es usted? —inquirió el marshal.
—El ayudante del sheriff Rock Miller, Tony Sanders.
—No tiene placa.
—Me contrató hace un rato.
Bill Masón habló desde la celda.
—Marshal, es un condenado entrometido y creo que se empeñó en marcharse al infierno.
El marshal Holden guardó el revólver y Bill Masón gritó:
—¡Ahora, Tony!
Pero Tony no hizo nada.
—¡Saca el revólver, Tony! —exclamó Bill.
El marshal estaba desconcertado mirando al preso y a Sanders. Este sonrió al preso.
—¿Crees que he venido a sacarte de ahí?
Bill Masón hizo rechinar los dientes.
—Y veo que no eres ni la mitad de listo de lo que crees, Tony. Has desaprovechado tu gran oportunidad. Te habría dado mucho dinero por sacarme de esta ratonera.
—Estás ahí mejor.
—¿Qué eres? ¿Ún maldito justiciero?
—Tengo buen corazón. Mi abuelita me daba una moneda de a cinco centavos cada vez que hacía una buena obra.
—¿Y qué es lo que te va a dar Miller esta vez? —Cien dólares por llevarte a Blackstone. —Yo te daré doscientos si me sacas de aquí. —No, Masón.
—Pon tú el precio. —Olvídate de mí, Masón.
—No, eso va a ser imposible. Te voy a tener muy presente. Sobre todo cuando lleguen mis muchachos.
Entonces las pagarás todas juntas, Sanders. Te lo juro.
El marshal se había dejado caer en la silla.
—Tengo la cabeza llena de ranas, Sanders. Menos mal que ustedes se irán dentro de un rato.
—No nos iremos.
—¿Cómo?
—Ese es el motivo de mi visita, marshal. El doctor Sayer acaba de decir que el sheriff Rock Miller tiene que permanecer en Danville una semana.
—¡No lo consentiré!
—Tranquilo, marshal, tranquilo. No va a pasar absolutamente nada.
—No, ¿eh?... ¿Y qué me dice de la pandilla de Bill Masón?
El detenido dio la respuesta desde la celda.
—Mis hombres vendrán, marshal. Y aquel que no haya estado de mi parte, va a recibir tanto plomo que necesitará doce hombres para meterlo en la fosa.
El marshal Holden agrandó los ojos.
—No lo crea, Holden —dijo Tony—. Son fanfarronadas de Masón.
En aquel momento se abrió la puerta y apareció un tipo delgaducho, con una estrella en el pecho.
—¿Dónde te metiste, Pat? —gritó el marshal Holden—. Se supone que eres mi ayudante y que debes estar más tiempo aquí que en otra parte.
—Estaba regando mis tomates, jefe.
—El tomate está aquí, Pat.
—Ah, ¿sí? ¿Se decidió usted también a plantarlos?
—Pat, no me desesperes con tus simplezas. ¿Conoces al tipo que está detrás de las rejas?
Pat miró al hombre que le señalaba su jefe.
—No, no lo conozco. ¿Quién es?
—Bill Masón.
—¿Se refiere al tipo que la armó en Abilene el año pasado?
—Sí.
—¿Al salteador de trenes?
—Sí.
—¿Al salteador de Bancos?
—Sí.
—¡Jefe, voy a seguir regando los tomates!
—Ya los regaste.
—Regaré las patatas.
—Pat, si das un paso más, te hago renunciar a la placa.
Pat se quitó la placa.
—¿Qué haces, Pat?
—Le tomo la palabra, jefe. Aquí tiene mi estrella y que le aproveche.
—Pat, ¿es que eres un cobarde?
—¿Quiere que le confiese algo, jefe?
—Adelante, Pat.
—Soy un cobarde...
—Maldita sea, has sido mi ayudante durante dos años y apenas has tenido trabajo.
—Por eso he seguido siendo ayudante. Ya sabe que lo mío es el campo.
—No aceptaré tu renuncia, Pat. Ha llegado la hora de que te olvides de tus patatas, de tus tomates y de tus pimientos...
—Pero es que aquí se va a armar, jefe.
El marshal cerró un ojo y miró a su ayudante con el otro.
—Tony, repítale a Pat Brennon lo que me ha dicho a mí.
Tony puso una mano en el hombro del ayudante.
—Muchacho, esto va a ser una balsa de aceite. No pasará absolutamente nada. De camino hacia acá, le eché una mano al sheriff Miller y liquidé a dos pandilleros de Bill Masón, a Henry Darnell y Frank Pit-man.
Bill Masón gritó:
—¡Me quedan los más importantes! Tom Mitchell, John Hermán, Douglas Down... ¡Y ellos traerán más gente! ¡Todos los que hagan falta! ¡Una docena si es preciso! ¡Y todos ustedes irán a parar al cementerio!
Pat dio un respingo.
—¿Ha oído eso, señor Sanders? Nos van a enterrar.
—No enterrarán a nadie.
El marshal Holden intervino:
—Sanders, quiero hablar con su jefe y con el doctor.
—Muy bien, yo lo acompaño.
Holden señaló con el dedo a su ayudante.
—Pat, te quedas aquí.
—¡No quiero quedarme solo con el prisionero!
—No te hará nada. Está metido en la celda.
—¿Está seguro de que no tiene ningún arma?
—No, no tiene nada con lo que te pueda hacer daño. Vamos Tony.
El marshal y Sanders salieron de la comisaría.
Al quedar a solas con el preso, Pat se puso otra vez la estrella.
Bill habló desde la celda.
—Ayudante, eres un tipo listo.
—¿Usted cree?
—Eso yo lo noto en seguida, y ahora lo vas a demostrar. Anda, ábreme la celda.
—Lo siento, señor Masón, pero no haré tal cosa.
—Muchacho, ¿sabes que tengo un botín de veinte mil dólares? Es el producto de mi último asalto al Banco de Jefferson. Escondí el dinero y les dije a mis muchachos que se desparramasen hasta que el asunto se hubiese enfriado. Es así como hacemos las cosas.
—Lo debió aprender de Jesse James.
—Todos hacemos lo mismo. Jesse James, Colé Youn-ger, el mayor de los Dalton... —Bill soltó una risita—. Sí, veinte mil dólares me están esperando en cierto lugar. Y no está muy lejos de aquí. A unas cincuenta millas. Tú me sacas y te vienes conmigo. Te daré la mitad.
—Es usted muy amable, señor Masón, pero no puedo aceptar.
Bill endureció el rostro.
—Te estoy ofreciendo la mayor oportunidad de tu vida, Pat, Diez mil dólares por poner una llave en la cerradura y hacerla girar.
—No puedo.
—Muy bien. No me saques. ¿Qué crees que va a pasar? El sheriff que me atrapó está cojo. La fiebre lo ha convertido en un trasto inútil. ¿Ya quién se buscó para mantenerme preso? A ese rubio, Tony Sanders, un aventurero, un tipo que nadie conoce. ¿Y a quién más? A un marshal estúpido que en su vida se ha enfrentado con un verdadero problema. ¿Son esas las personas a las que vas a confiar tu vida?
Dejó transcurrir unos segundos y al ver que Pat estaba desconcertado remachó:
—No, Pat, no te conviene estar con ellos.
—Ya lo he decidido.
—¡Bravo, muchacho!
—No lo saco.
Bill Masón lanzó una espantosa maldición.
La puerta de la comisaría se abrió dando paso a dos hombres.
Pat se quedó aterrado. Nunca había visto a los dos tipos, pero no hacía falta para saber que se trataba de forajidos.
El último en entrar cerró la puerta. Ambos miraron hacia la celda.
Bill Masón se echó a reír.
—Ayudante —dijo—, quiero presentarte a dos amigos. El de la cicatriz en la ceja es Tom Mitchell y el de la cara pecosa John Hermán. Muchachos, os presento a un imbécil.
Pat sintió que las piernas se le aflojaban y buscó el apoyo de la mesa.
Tom Mitchell y John Hermán caminaron hacia el ayudante. El primero le soltó un puñetazo con la derecha y luego, John lo cazó con la zurda.
—No patearle el hígado —dijo Bill Masón—. Eso será cuestión mía. Sacadme de aquí, muchachos.
CAPITULO VIII
Pat estaba soltando arcadas en un rincón.
Bill Masón salió de la celda que Mitchell había abierto.
—Ayudante —dijo—. ¿De qué estábamos hablando hace un rato?
Pat no tuvo fuerzas para contestar. Bill le pegó una patada en el costado. —Levántate, piojoso.
Pat se levantó a duras penas, estremeciéndose de
pies a cabeza.
—No me mate, señor Masón... jYo sólo estaba cumpliendo con mi deber!
—Debiste seguir regando tomates.
—Si usted quiere, ahora mismo voy a regarlos.
—Abre la celda, Mitchell.
—Ya está abierta.
Bill Masón pegó un tremendo puñetazo en la boca de Pat y ése salió disparado hacia la celda. Se derrumbó en las baldosas y ya no se movió.
El pecoso John Hermán echó un vistazo a la comisaría y dijo:
—Eh, jefe, esto es una porquería. Tú merecías un alojamiento mejor.
—Lo importante es que estoy fuera. ¿Y los demás muchachos?
—Douglas se marchó a enrolar gente.
—¿Adonde?
—A un pueblo que él conoce. Se llama Los Corrales. Está en las montañas a unas treinta millas de aquí. Douglas dice que allí hay una buena gente. Pero nosotros no quisimos esperar y, al meternos en este pueblo, nos enteramos de lo que pasaba. Que el sheriff tiene una pierna herida y que a ti te habían metido en la cárcel. Nos escondimos en el callejón y vimos salir al marshal con un tipo rubio. Entonces pensamos que era el mejor momento para sacarte.
—Bien hecho, muchachos.
—¿Nos vamos ya?
Bill Masón se quedó pensativo.
—Sí, nos iremos, pero haremos otra visita a Danvi-lle. El sheriff Rock Miller tiene que quedarse aquí unos días. Fue lo que le dijo el doctor. Se la tengo jurada y ha llegado el momento de mi desquite. Y también le pasaré la factura al rubio Tony Sanders. Ayudó a Miller —rió con estridencia—. Nos iremos a Los Corrales, pero volveremos en cuanto hayamos reunido a la pandilla.
Salieron de la comisaría.
Pat se movió en la celda. No supo cuánto tiempo había transcurrido. Al fin oyó que la puerta de la oficina se abría.
—¡Pat! —oyó a su jefe—. ¡Cielos, se ha escapado el preso!... ¡Se ha escapado, Sanders!
Entre el marshal y Tony sacaron a Pat de la celda y le hicieron beber agua. Entonces Pat les contó todo lo que había pasado.
El marshal sacudió la cabeza.
—Bueno, ya ocurrió lo que tenía que ocurrir. Fui a decir a Miller que consentía que se quedase, pero no es culpa nuestra que el pájaro haya volado de la jaula.
—Que se cree usted eso —dijo Pat—. El pájaro volverá.
—¿Qué?
—Me hice el desmayado y escuché lo que decían.
—¿Qué dijeron?
—Bill Masón se fue a Los Corrales con esos dos hombres. Allí viajó • otro miembro de la banda para reunir gente, y Bill Masón piensa venir aquí con todos los suyos para acabar con el sheriff Miller y Tony Sanders.
El marshal se quedó de muestra.
Tony se tironeó de una oreja.
—Se tienen que marchar, Sanders —exclamó el marshal—. No pueden quedarse en Danville un día más. Ya vio que hice todo lo posible por ustedes.
—Pero usted oyó al doctor. El sheriff no puede dar un paso.
—Siento mucho la situación del sheriff Miller, pero no puedo hacer más de lo que hice. Si Bill Masón se deja caer por el pueblo, y los encuentran a ustedes, su venganza no se va a reducir a liquidarlos. También nosotros sufriremos las consecuencias. Tengo una responsabilidad con mis ciudadanos, señor Sanders.
—Hablaré con el sheriff.
—Así están las cosas ¿eh? —dijo Miller, que continuaba tendido en el sofá del gabinete del doctor.
Tony le había explicado la fuga de Bill Masón y sus consecuencias.
Tras un largo rato de silencio, Miller dijo:
—Márchate, Tony.
—¿Qué es lo que está diciendo?
—Ya no me haces falta. Te contraté para que me ayudases a conducir al prisionero hasta Blackstone. Bill Masón se marchó y se acabó nuestro contrato. Escríbeme a Blackstone indicándome tu dirección y te mandaré los cien dólares.
—Usted nunca me podrá mandar los cien dólares.
—Tengo dinero en Blackstone.
—No se haga el tonto, sheriff. Sabe a lo que me refiero. A que nunca llegará vivo a Blackstone.
—Descansaré unas horas más y me pondré en marcha. Será una buena estratagema. Bill Masón piensa que me quedaré aquí.
—Usted no puede viajar.
—Viajaré.
—En tal caso, Bill Masón no tendría necesidad de gastar una sola bala con usted. Se moriría solo en el camino.
—Los médicos siempre exageran, Tony.
—Esta vez no. ?
¿Cómo lo sabes? ¿Quién te dice que el doctor no se equivoca? Apenas tengo fiebre. Estoy hablando contigo como una persona normal.
—Lleva un rato descansando, el doctor le curó y le dio una medicina para rebajarle la fiebre. Por todo eso se encuentra mejor. Y eso quiere decir que si usted se queda aquí, no perderá el remo.
—Maldita sea, ¿es que no voy a poder hacer lo que me da la gana?
—No, no puede. Yo soy ahora el que manda. Escúcheme bien. Ni iremos a la comisaría puesto que ahora no tenemos un preso que vigilar. Alquilaremos una habitación con dos camas en el hotel Francis que está enfrente, y allí esperaremos.
—A que venga Bill Masón y su pandilla para liquidarnos.
—No me gusta hacer vaticinios. Ya veremos lo que pasa.
—Tony, estás chiflado. No me debes nada. ¿Por qué infiernos insistes? ¡Y no vuelvas a meter a tu madre en esto!
—No crea que le voy a contar la historia de mi vida por los cien dólares. Pienso cobrarle ese dinero. Pero el trato fue que recibiría los cien a cambio de llevar a Bill Masón a Blackstone. Y pienso llevarlo.
—No sabes lo que dices, Tony.
—Ande, tenemos que ir al hotel. Nos despediremos del doctor y su hija.
—El doctor se marchó a una consulta.
—¿Y Laura?
—Se fue a la cocina.
—En seguida vuelvo.
—Ten cuidado.
—¿Con Bill Masón?
—No, con la chica. Para ti puede ser tan peligrosa como Bill Masón.
—Así me gustan a mí los peligros, jefe. Con redon-deces.
Tony salió del gabinete. Vio un corredor ante sí y siguió por él.
Entró en la cocina, donde estaba Laura llorando.
—A mi pecho, nena —dijo Tony y la estrechó contra sí.
—Pero, ¿qué está haciendo? ¡Suélteme!
—¿No llora por mí?
—¿Es que no ve que estoy partiendo cebolla? —Laura lo alejó de un empellón.
—Las decepciones que se lleva uno en esta vida.
—¿Cree que estoy muertecita por usted?
—Desde luego.
—¿Tiene la desfachatez de admitirlo?
—Oiga, Laura, ¿por qué tiene que disimular? En cuanto usted me echó una ojeada, su voz interior le dijo: «Laura, ahí tienes a tu hombre. Mastícalo, pero con cuidado para que te dure.»
La joven hizo un gesto de asombro, pero no contestó y Tony agregó sonriente:
—¿Lo ve? Acerté lo que le dijo su voz interior.
—¡Se equivoca, señor Sanders! Mi voz interior no me dijo eso, sino otra cosa.
—¿Y qué fue?
—«Cuidado, Laura, aquí tienes al mayor sinvergüenza de todos. Dale un dedo y él se tomará todo el brazo.»
—¿Eso le dijo? No me lo puedo creer.
—Señor Sanders, usted es un caradura y a mí nunca me han gustado los caraduras. Será mejor que llegue a una conclusión.
—¿Cuál?
—La de que no tiene nada que hacer conmigo.
—Me gustaría saber si dice la verdad.
—Le he dicho que es la verdad.
—Hagamos la prueba.
—¿Qué prueba?
—Yo la beso a usted y sabremos a qué atenernos.
Tony dio un paso hacia ella.
La joven atrapó una sartén.
—Si se acerca, le pego un sartenazo.
Tony no se inmutó. Se acercó cinco palmos y, cuando ella bajaba la sartén, la atrapó por la muñeca y luego la besó.
La joven gruñó mientras forcejeaba, pero Tony acompañó todos sus movimientos de cabeza para que no apartase los labios. Al fin se retiró y ella se tambaleó.
—Eh, Laura, no se desmaye, no es para tanto.
Los ojos de la hermosa muchacha despidieron chispas de furia.
—¡Lo ha hecho!... ¡Lo ha hecho!...
—Y yo sé lo que su voz interior le está diciendo en estos momentos: «Laura, eso es un beso y no lo que te dieron hasta ahora. Pídele que repita.»
—¿Que mi voz interior me dice eso?
—Y algo más. No seas tonta y saca un abono.
—¡Es usted un... un...!
—Engreído.
—¡Algo más que engreído! ¡Un salvaje! Eso es. No tiene ni pizca de educación. Así no se trata a una dama. Pero está acostumbrado a hacer eso porque sólo ha tratado con girls. ¡Niegúelo!
—No, no lo puedo negar. De pequeño me recogieron en un saloon. Me crié allí entre borrachos, girls, tahúres...
-—Pues menuda educación le debieron dar.
—No me quejo. Fue buena.
—Para las girls.
—Está bien, Laura. No discutiré más con usted. El sheriff Miller y yo nos vamos, pero estaremos en el hotel de Francis. Si quiere alguna cosa de mí, no tiene más que hacerme una visita.
—¿Yo hacerle una visita a usted en el hotel?
—Lo decía por si se encontraba muy sola.
—¿Sabe lo que le digo? ¡Que se vaya al infierno!
—Bueno, quizá me vaya pronto. Eso va a depender de Bill Masón. Hasta luego.
CAPITULO IX
Tony regresó al gabinete.
—En pie, jefe. Ya nos podemos ir.
Miller se levantó, pero tuvo que apoyarse en Tony. Así salieron de la habitación. Laura estaba en el vestíbulo.
—Gracias por todo lo que hicieron por mí —rezongó Miller—. Dígale a su padre que me pase la factura al hotel.
—Se lo diré.
Tony guiñó un ojo a la joven.
—Haga caso a su voz interior. Es la única que nos habla sin hipocresías,
Luego Miller y Tony salíerorr de la casa.
Entraron en el hotel, en cuyo registro había un hombre de unos cincuenta años con cara de bruto.
—¿Es usted Francis? —preguntó Tony.
—Sí, yo soy Francis, y esto es un hotel, pero no hay habitaciones.
Tony miró el tablero donde estaban las llaves y vio muchas de ellas.
—Creo que tiene alguna desocupada, Francis.
—Se equivoca. El hotel está lleno.
—Vamonos, Tony —dijo Miller—. No nos quieren aquí.
—Quizá el gordo cambie de opinión.
Francis enarcó las cejas.
—Nadie me llama a mí gordo, y ya están saliendo los dos o los echo a patadas.
—Jefe —dijo Tony con voz suave—, ¿puede apoyarse en la pared?
—Sí, hijo.
—Pues apóyese. Tengo que ventilar un asunto con el gordo.
Francis salió del registro y cerró los puños.
—¿Me ha dicho gordo otra vez?
—Oh, perdone —dijo Tony, que ya había dejado libre a Miller—. No me di cuenta. No debí decirle gordo.
—Eso es otra cosa.
—Debí decirle cerdo.
—¡Ahora se la ganó!
Francis se abalanzó sobre Tony y éste lo recibió pegándole un terrible derechazo en el estómago.
Francis se dobló mientras su cara se ponía verde.
Tony lo cogió por el cabello, le levantó la cara y a continuación le soltó dos bofetadas que sonaron como disparos.
—Gordo, esto es un hotel. Y tienes habitaciones desocupadas, gordo. Y nosotros somos dos clientes que vinimos a alojarnos, gordo.
—Sí, señor... Sí, señor...
—¿Qué eres tú?
—Soy un gordo... Un maldito gordo. Y también soy un cerdo.
—¿Qué habitación tenemos?
—La siete, la ocho, la nueve...
—Sólo necesitamos una, gordo.
—Elija la que quiera.
Tony le soltó otra bofetada y lo mandó hacia el registro.
—Dame la siete, gordo.
—Sí, señor. Ahora mismo.
Tony cogió la llave número siete y se encaminó hacia su jefe, el cual lo miraba con asombro.
—Eh, Tony, ¿dónde aprendiste esos procedimientos?
—¿Promete no divulgarlo?
—Prometido.
—Desde las doce a los quince años me gané la vida como mozo de cuadra.
—Debí suponer eso.
—Animo, jefe, ya va a tener una cama donde descansar la pata.
—Por favor, soy una persona, Tony. Tengo piernas. Olvida por un momento el establo.
—Es que no lo puedo remediar, jefe. Fueron muchos años de trato con los caballos y mulos.
—Pero ahora estás entre personas.
—Rodé mucho por el mundo y no crea que encontré mucha diferencia. Hay cada animal por ahí... Imagínese, si llego a cerrar la boca, el gordo se hubiese salido con la suya.
Subieron la escalera y entraron en la habitación número siete.
Miller se tendió en la cama ayudado por Tony. Este miró la calle a través de la ventana.
—Es una buena habitación, jefe. Desde aquí lo podemos ver todo.
—Sí, y podremos ver cómo llegan Bill Masón y sus forajidos para acabar con nosotros.
—No sea tan pesimista, hombre.
—¿Crees tú que tenemos alguna posibilidad?
—Estamos vivos, ¿no? Y es una posibilidad.
Llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Tony.
—Francis.
—¿Qué quieres, Francis?
—Dos hombres preguntan por usted.
—¿Quiénes son?
—Los dos matones del pueblo.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué quieren?
—Arrojarlos de aquí.
—Diles que se marchen.
—Es que ellos han dicho otra cosa. Que si no salen ahora mismo del hotel, los sacarán a golpes.
Tony abrió la puerta y Francis se retiró, gritando:
—¡Yo no los llamé, señor Sanders! ¡Se lo juro!
Miller habló desde la cama.
—Tony, será mejor que nos marchemos.
—Usted quieto, jefe. Yo me encargo de esto. Llévame con esos caballeros, Francis. No quiero hacerlos esperar.
El gordo trotó detrás de Sanders.
—Oiga, señor Sanders, son un par de bestias. Han ganado todas las peleas. Y gastan bromas pesadas. Hace dos días cogieron al herrero, lo metieron en el abrevadero, lo colgaron de los pies y luego lo untaron con alguitrán.
—Muy gracioso.
—¿De verdad le encuentra gracia?
—Para morirse de risa.
Tony vio desde lo alto de la escalera a los dos fulanos. Eran altos como torres.
Francis dijo:
—Ahí los tiene, señor Sanders. Son Martin Reynolds y Otto Claus.
—¿Quién es Martin?
—Yo —dijo un tipo de cejas blancas.
—Y tú eres Otto, ¿eh?
Otto tenía el cabello del color del azafrán. Sonrió por la bocaza y levantó un puño.
—Sí, yo soy Otto, y con esto he machacado narices y bocas.
Martin también sonrió.
—Nos enteramos por el ayudante del marshal de la que armaron usted y el sheriff. Se van a largar del pueblo. No queremos complicaciones con Bill Masón.
—Y si no nos vamos por las buenas, ustedes nos van a sacar a coces.
—Eso es —dijo Otto.
—¿Trajeron puestas las herraduras?
—¿Eh?... ¿Cómo?
—¿Comieron ya su ración de alfalfa?
Martin se echó a reír.
—Eh, Otto, el nene quiere que le pongamos un chupete en la boca.
—Sí, eso creo yo —asintió Otto y cogió una silla que destrozó en el suelo.
Alargó un tarugo hacia Tony.
—Te vas a poner esto como chupete, nene.
—Claro que sí, ¿por qué no? —contestó Tony, y le pegó un izquierdazo entre los dos ojos.
Otto se derrumbó en el suelo y Tony saltó sobre él. Le quitó el trozo de madera y se lo incrustó en la boca.
Martín todavía no había podido reaccionar, pero ahora lo hizo saltando sobre el forastero. Este cambió de posición y Martin sólo encontró en su camino el vacío y cayó en el suelo.
Martin se puso a dar vueltas, pero Tony lo detuvo con un golpe seco en el plexo solar e inmediatamente le colocó un gancho en el maxilar inferior, y voló por el aire, cayendo sobre una silla que también convirtió en pedazos.
Los dos matones habían quedado fuera de combate en menos de un minuto.
Francis estaba más perplejo que en ningún otro momento desde que llegó Tony Sanders al hotel.
—¡Cielos, es increíble! ¡Acabó con los dos!
—¿Hay más matones en el pueblo?
—Martin y Otto son los más importantes. En cuanto se enteren los demás de lo que ha pasado aquí, nadie se atreverá a sacarlos del hotel.
—Lo celebraré por ellos. No estoy dispuesto a gastar más energías. La próxima vez utilizaré el revólver. Dilo por ahí para que no se llamen a engaño. Diles que el sheriff y yo nos encontramos en una emergencia, y que por eso nos quedamos en Danville. Sólo abandonaremos la ciudad por dos razones. Primera, porque el sheriff pueda valerse de su pierna. Segunda, porque nos maten. ¿Queda entendido?
—Sí, señor Sanders... Todo está claro para el gordo, señor Sanders.
Tony subió la escalera y entró en la habitación. Miller preguntó:
—¿Qué pasó, Tony? Oí un ruido infernal.
—Nada, no pasó nada, jefe. Simplemente que por unos instantes recordé mis buenos tiempos en el establo.
Miller se echó a reír mientras decía:
—Tony, nunca conocí a un tipo como tú.
—Soy corrientito, jefe. Se lo aseguro. Corrientito.
Miró por la ventana y vio que los dos matones se movían por la calle apoyándose el uno en el otro, como dos soldados después de una dura batalla. Pero uno de ellos falló y se derrumbaron en el polvo. Algunos ciudadanos acudieron en su ayuda y los levantaron, y entonces los dos se misieron a señalar el hotel, y hacían gestos como si hubiesen peleado con media docena de hombres.
Habían transcurrido veinticuatro horas desde que Tony y Miller se alojaron en el hotel de Francis.
Golpearon en ¡la puerta y Tony acudió a abrir. Al otro lado estaba Laura Sayer, con un maletín en la mano.
—Al fin no pudo resistir su voz interior, ¿eh, preciosa?
—No, señor Sanders, no he venido por usted.
—Muy bien. Disimule y diga que viene a curar la pierna del sheriff.
—Es justo a lo que vengo.
—¿Y por qué no vino su padre?
—Mi padre está atendiendo un parto difícil. ¿Me de ja pasar ahora que está todo explicado, señor Sanders?
—Desde luego, preciosa.
—No me diga eso.
—Como quiera, muñeca.
—¡No soy ni preciosa ni muñeca! Soy Laura Sayer.
—¿Por qué no lo dijo antes, Laura? Jefe, la señorita Sayer viene a curarlo.
—Que pase.
La joven entró levantando la barbilla con mucho orgullo.
Tony sonrió y cerró la puerta.
—¿Cómo ha pasado la noche, señor Miller?
—Bastante fastidiado. Me duele la pierna.
—Le tomaré la temperatura. Abra la boca.
Miller abrió la boca y Laura le metió en ella el termómetro.
Tony se apoyó en la pared y cruzó los brazos.
Ella se volvió.
—¿Qué hace ahí?
—Admirarla, señorita Sayer. No la había visto bien por detrás.
—Usted no se calla nada, ¿eh?
—No, Laura. De pequeño me llamaban el Sincero Tony. Sólo decía la verdad y nada más que la verdad. Eso me costó muchos disgustos. No se puede decir en esta vida la verdad al cien por cien.
—Yo se lo autorizo porque me gusta que me hablen con claridad.
—Pues tiene usted unas caderas que son para desmayarse.
—¡Señor Sanders!
—Usted me autorizó a que le dijese la verdad.
—Hay verdades...
—Termine. Que deben callarse. ¿Lo ve usted?
—Señor Sanders, le voy a dar un consejo.
—Suéltelo.
—En cuanto reúna un poco de dinero, vaya a la escuela.
—Ya sé leer y escribir.
—En la escuela enseñan otras cosas. Por ejemplo, a comportarse como los seres humanos.
—Escuche, monada. Me he pasado la vida yendo de un lado para otro, trabajando en ranchos, en el ferrocarril, en las ciudades más salvajes del país, en Silver City, en Abilene... La vida en todos esos lugares resulta dura, señorita Sayer. La educación no sirve con la gente que yo tropecé, porque todos eran duros como el granito. He visto a tipos educados convertidos en guiñapos, colgando de la rama de una encina, pisoteados. He visto tipos educados con la nariz rota y también he visto cómo les quebraban los huesos. Leí una vez que el hombre tenía que hacerse al ambiente en que se desarrollaba su vida, y eso fue lo que yo hice. Gracias a eso, continúo viviendo. De vez en cuando, cometo un error, como por ejemplo enamorarme. Entonces me siento humano como los demás hombres. ¿Y sabe lo que pasó las dos veces que me enamoré? ¡Que me la pegaron!
—¿Y de quién se fue a enamorar?
—Usted acertó, las dos veces ellas eran girls. La primera era rubia y la segunda pelirroja. La rubia se me llevó los ahorros y la pelirroja, como no tenía ahorros, se me llevó el caballo.
—Debió estar muy enamorado las dos veces para dejarse burlar.
—Ya se lo dije, cuando me ocurre eso, me convierto en un flan.
Miller emitía gruñidos para hacer notar a Laura que tenía el termómetro en la boca, pero ella no le hacía caso porque estaba sumergida en aquel diálogo con Tony Sanders.
—Eso sí que no lo creeré, señor Sanders —dijo Laura—. ¿Usted convertido en un flan? No me haga reír. Usted es tan duro como esas personas con las que se tropezó.
—Pues ya tuve la impresión en Danville de que me convertía en un flan.
—Ah, ¿sí? ¿Y cuándo?
—Cuando la besé a usted en la cocina de su casa.
Laura se puso colorada. ^—iInsinúa que se enamoró de mí, señor Sanders? *—Es usted creidilla.
—Es usted quien lo ha dicho.
—Me refería al momento en que la besé. Solamente a eso. Pero en cuanto acabé de besarla, se terminó todo.
La joven se volvió bruscamente hacia Miller y le quitó el termómetro de la boca. Después de examinarlo dijo:
—Tiene usted un flan, señor Miller.
—Pues que me den una cuchara para comerlo.
La joven se dio cuenta de su error.
—Es por culpa de su amigo. Es el culpable de que me haya confundido. Me pone nerviosa. Quise decir que tiene fiebre.
—No se preocupe, señorita Sayer, me hago cargo.
—Le voy a recetar un beso para después de las comidas.
—¿Y quién me va a dar el beso? ¿Tony?
La joven dio una patadita en el suelo:
—¡Quise decir un comprimido!
Abrió el maletín y sacó una caja circular que dejó sobre la mesilla de noche.
—Ahí tiene los comprimidos.
Luego cerró el maletín y se dirigió hacia la puerta. Tony la acompañó hasta el corredor. Laura se volvió allí y clavó sus ojos en los de él. —Señor Sanders, le voy a pedir un favor. —Ya está hecho. —¡Olvídese de que existo! —Ya está olvidada. —¡Gracias!
—No hay de qué, señorita Sayer. Laura se alejó muy aprisa y Tony entró en la habitación sonriendo.
CAPITULO X
El marshal de Danville, Richard Holden entró en la habitación número siete del hotel Francis.
Tony había abierto la puerta, una vez que el representante de la ley se identificó.
Había pasado otro día desde la visita de Laura Sayer al enfermo.
Holden tenía aspecto de estar muy cansado. —¿Cómo está, señor Miller? —Mejor.
—Lo celebro mucho.
Se acercó a la ventana y miró a la calle.
Tony fue junto a él. Había un grupo de ciudadanos en la acera de enfrente. Todos estaban mirando el hotel, justamente a aquella ventana.
—Hablan de nosotros, ¿verdad, marshal? —rompió el silencio Tony.
—Sí, Sanders, y me han confiado una misión. —La de convencernos para que nos marchemos. —Así es.
—La respuesta es no.
—Esos hombres tienen esposa, hiios, y están asustados. Piensan que Bill Masón no se va a contentar con... Bueno, con vengarse de ustedes. Y ellos no son culpables de nada. Bill Masón nunca quebrantó la ley en Danville. Cometió sus fechorías en otros lugares. Si el sheriff Rock Miller lo persigue, es cuenta suya.
Rock habló desde la cama.
—Tiene razón, marshal.
Tony se volvió rápidamente.
—¿Por qué le da la razón? ¡Un hombre como Bill Masón que asesina y roba, sigue siendo un asesino y un ladrón adonde quiera que vaya!
—De acuerdo, Tony —asintió Rock—, pero no podemos provocar una satástrofe en Danville. Nos marcharemos.
—¡Usted no puede salir de la cama!
—He dicho que me encuentro mucho mejor.
El marshal carraspeó.
—Le podemos preparar un carromato para que pueda viajar acostado.
—Le acepto el vehículo.
Tony protestó otra vez.
—A pesar de todo, perderá la pierna, sheriff. Fue lo que le dijo el doctor.
—Lo del doctor no es definitivo. Admito que habrá probabilidades de perder la pierna, pero también las habrá de conservarla.
—¿Se la va a jugar?
—Sí, Tony, y no me contradigas. Soy yo quien adopta las decisiones. Y si no estás conforme, ya te he dicho que te puedes marchar cuando quieras.
—Está bien, como usted quiera, sheriff. Si quiere que nos marchemos, nos marcharemos.
Los ojos del marshal Holden resplandecieron.
—Gracias por su comprensión, sheriff.
—¿Cuándo tendrá preparado el vehículo?
—En quince minutos.
—Tráigalo a la puerta del hotel. Bajaremos en seguida.
¡Holden se dio mucha prisa en salir de la habitación.
Al quedar a solas, Tony dijo:
—¿Por qué comete esa locura, jefe?
—En cierto modo tienen razón. Supon que Bill Masón se deja caer con todos los hombres que haya podido contratar.
—Les haremos frente.
—Pero nos matarán.
—Si eso llega a ocurrir, pagarán un precio muy caro. También "nosotros mataremos.
—Pero los que de ellos queden apretarán las clavijas a los ciudadanos de Danville. No tengo duda de que buscarán una compensación y ya sabes lo que eso significa. Robarán, matarán... No, Tony, no podemos consentirlo. Ayúdame a vestirme.
Minutos más tarde, el sheriff Miller estaba listo para salir.
—No puede apoyar la pierna en el suelo —dijo Tony.
—No voy a necesitar la pierna. Viajaré acostado en el carro.
—¿Por cuánto tiempo?
—Será una huida, Tony, y seguiremos huyendo hasta llegar a Blackstone.
—En esas circunstancias, Blackstone está en el fin del mundo.
—Pero tú y yo llegaremos.
—Tiene demasiada confianza en lograrlo.
—La verdad, es en ti en quien confío, Tony.
—Está bien. Lo sacaré cargándolo sobre mis espaldas.
—No, Tony, bajaré por mi propio pie.
—¿Por qué?
—No quiero que me vean convertido en un trasto inútil. Bastará con que me apoye en tu hombro.
Le pasó el brazo por los hombros y abandonaron el cuarto.
Bajaron la escalera. Francis estaba en el registro.
—¿Se van ya?
—Dime qué te debo, gordo.
—Tres dólares.
—Ven a por ellos.
Francis echó a correr y tomó las tres monedas de a dólar. Luego sostuvo la puerta de la calle para que el sheriff y Tony pudiesen pasar.
El carro ya estaba en la puerta. Era una galera.
El marshal Holden se hallaba junto al vehículo.
—Le he puesto un colchón, sheriff, y también tienen mantas y provisiones para diez días.
Tony arrugó el ceño mientras rezongaba.
— Lo preparó todo antes de subir al hotel, Holden. Contaba con que convencería a Miller.
El marshál se puso rojo, pero no contestó.
—No lo recrimines, Tony —dijo Rock—. Eso ya no importa ahora. Méteme en el carro y larguémonos de una vez.
Tony vio que su caballo y el del sheriff tenían las bridas atadas a la parte trasera del vehículo.
—No olvidó ningún detalle, marshal.
Ayudó a Rock a meterse en el carromato y a tenderse en el colchón.
—¿Qué tal se encuentra, jefe?
—Bien.
—Miente, sheriff. Está agotado. No puede ni respirar y bastó para eso que bajase de su habitación. Nunca podrá resistir un viaje tan largo. Usted está mucho peor de lo que dice. Es algo más que un sheriff cojo. Es un sheriff inválido porque la fiebre, lo consumió.
—¿Por qué no dejas de protestar y te subes al pescante? ¿O prefieres coger tu caballo y largarte?
—¿Puedo tutearte, sheriff?
—Sí, claro, te lo iba a pedir.
—Gracias. Es que quiero decirte una cosa importante.
—Dilo.
—Me gustaría romperte la cara, sheriff. Sí, me gustaría rompértela por decir eso de que coja mi caballo y me largue.
Rock sonrió.
—Entonces, emprendamos el viaje a Blackstone.
Tony se retiró de la parte posterior del carro.
—¡Señor Sanders! —gritó el marshál.
Tony vio que Holden palidecía. Tenía los ojos fijos en el final de la calle.
Tony miró ¿acia allí y descubrió el motivo de que el marshal hubiese perdido el color.
Tres jinetes avanzaban por el centro de la calzada. Tenían un feo aspecto.
—Es gente de Los Corrales —dijo el marshal.
—¿Quiénes son, Holden?
—Forajidos.
—Eso ya lo he supuesto.
—Jack Hamer, Roy Wilde y Barry Darrell. Hace más de un año que no venían por aquí. Les preguntaré qué quieren. Puede subir usted al pescante y poner en marcha el carro mientras tanto.
—No, marshal, no daré la espalda a esos tres tipos hasta conocer sus intenciones.
Holden no dijo nada y bajó de la acera de tablones, saliendo al encuentro de los tres jinetes.
—Buenos días —dijo Holden.
Jack Hamer, Roy Wilde y Barry Darrell detuvieron sus cabalgaduras.
El grupo de ciudadanos continuaba en la acera del otro lado.
El jinete del centro miró al marshal, pero los otros dos estaban observando a Tony Sanders, que seguía en pie, junto a la parte posterior del carromato.
—¿Qué queréis, Jack? —preguntó Holden.
Jack era el hombre que lo estaba mirando, el del centro.
—Venimos de Los Corrales, marshal —Lo sé.
—Bill Masón nos hizo una visita.
—También estoy enterado de eso.
—Caramba, usted lo sabe todo, marshal.
—No, todo no.
—Quizá no sepa esto, marshal —Jack Hamer hizo una pausa—. Bill Masón está reuniendo gente y se dejará caer por aquí mañana para acabar con dos tipos, el sheriff de Blackstone y un entrometido llamado Tony Sanders.
—Entonces podéis volver a Los Corrales y decirle a Bill Masón que no necesita viajar a Danville. El sheriff de Blackstone y Tony Sanders se marchan ya.
—No me diga.
—Decidieron no permanecer una hora más aquí.
—¿Por qué?
—Porque el sheriff ya se encuentra mejor de la pierna.
—¿Dónde está el sheriff? Yo no lo veo. ¿Quizá se escondió en ese carro?
—Sí, Jack. Viaja ahí dentro.
—El sheriff no irá a ninguna parte. Nosotros vinimos a Danville para hacerle un favor a Bill Masón. Pensamos que el sheriff de Blackstone podía sentir miedo y largarse. Le dije a Masón que Barry, Roy y yo nos llegaríamos a Danville para impedir que se le estropease el festejo, que el sheriff y el entrometido huyesen. Y le dije a Bill que, si eso llegaba a ocurrir, nosotros nos encargaríamos de arrojar a sus pies el cadáver de Rock Miller y el de Tony Sanders. Y puesto que los pillamos con las manos en la masa, es lo que vamos a hacer.
El grupo de ciudadanos empezó a descomponerse muy aprisa.
—Marshál —dijo Tony Sanders—. Apártese.
CAPITULO XI
El marshal Richard Holden subió a la acera de tablones, siempre andando hacia atrás, se fue acercando a la puerta del hotel.
Tony Sanders quedó solo en aquella parte de la calle, enfrentado a los tres forajidos.
—Vaya, tú eres Sanders, ¿eti? —dijo Jack Hamer.
—Sí, el entrometido.
—Ya vas a dejar de entrometerte. ¿Y sabes por qué, muchacho? Porque te vamos a mandar al infierno.
—No lo creo.
Aquellas palabras asombraron un poco a los tres bandidos de Los Corrales. El que estaba a la derecha de Jack rompió a reír.
—Eh, chicos, aquí tenemos a un matasiete...
—Matatrés nada más —le corrigió Sanders.
Los tres jinetes tiraron del revólver.
Tony flexionó las piernas y ya estaba disparando. Sin embargo, tuvo que cambiar de lugar porque en la primera andanada sólo se cargó a dos a Jack Hamer y al otro que había hablado.
Perdió el equilibrio y se encontró en muy mala posición porque el superviviente del trío estaba corrigiendo su puntería.
Un revólver tronó en el interior del carro.
El tercer jinete también salió despedido de la silla y rodó por la calzada levantando una ola de polvo.
Luego se hizo el silencio.
Tony se levantó del suelo y se acercó a la galera, en cuya parte posterior se encontraba el sheriff Rock Miller con el humeante revólver en la mano.
—Gracias, Rock.
—Tú hiciste la mejor parte, Tony.
—Tú tampoco estuviste mal.
El marshal Holden salió del hotel y, al ver la escena que se ofrecía a sus ojos, se tambaleó y buscó el apoyo de la pared.
Tony recargó el cilindro.
—Marshal —dijo—, ¿oyó lo que dijo Jack Hamer?
—Sí, y tengo que pedirles por favor que se queden.
—No, marshal, ahora nos vamos.
—Les pagaremos.
—Tampoco aceptaremos su oferta. Ustedes querían desprenderse de nosotros porque creyeron que eso les salvaría y, ahora que se ven en peligro, están dispuestos hasta a ofrecernos dinero.
—Hablaré con los ciudadanos y lograré reunir mil dólares. Es un buen precio.
Tony rió.
—¿Qué te parece, sheriff7 Estos tipos están muertos de miedo.
—Ya lo noté.
—Pero nos iremos.
En aquel momento, Tony vio a Laura junto a la puerta de su jardín.
El sheriff dijo:
—Tú tenías razón, Tony, no podemos irnos. Estoy agotado y ahora siento otra vez un gran dolor en la pierna herida. No podríamos llegar muy lejos y para Bill Masón y los suyos sería fácil alcanzarnos.
Tony seguía mirando a Laura y en esa posición
. —¿Por quién quieres quedarte, sheriff? ¿Por ti mismo o por hacer un favor a estos cobardes?
—Digamos que por las dos cosas.
Tony apartó los ojos de Laura para mirar al mar-shal Holden.
—Usted gana, Holden. Nos quedamos.
—Gracias.
—Por mil dólares. No lo olvide.
—Sí, señor. Les conseguiremos los mil dólares.
* * *
Rock Miller estaba otra vez en la cama de la habitación número siete del hotel Francis.
El propio Francis se encargaba de subirles la comida desde el primer día y Tony le abonaba el importe, agregando una propina de veinticinco centavos.
Había caído la noche.
Tras el duelo con los forajidos de Los Corrales, el doctor Sayer hizo una visita a Miller y aconsejó al paciente que no se moviese de la cama. Aquel esfuerzo de bajar hasta la calle había vuelto a empeorar la pierna.
Tony había acercado una silla a la ventana. Y allí estaba sentado, fumando, mirando de vez en cuando por los cristales.
—Tony —dijo Miller—, ¿de verdad no tienes ningún familiar?
—Ninguno.
—Yo tengo un hermano.
—¿En Blackstone?
—No, en Nueva York. Trabaja en una compañía naviera. Está casado y tiene cinco hijos. Una vez fui allí a hacerles una visita. Bueno, la verdad es que mi hermano quería que me quedase a vivir con ellos. Decía que Nueva York era la mejor ciudad de América para vivir.
—¿Y cómo te fue la experiencia?
—Muy mal.
—¿Por qué?
—En Nueva York me encontré como metido en una ratonera.
—No he estado nunca en Nueva York, pero algunas personas me han dicho que aquello es impresionante.
—Lo es, Tony, pero a mí me abrumaba. Comprendo que las personas que están acostumbradas a Nueva York quieran vivir en ella, pero yo no pertenezco a esa clase de gente.
—Creo que tampoco a mí me gustaría.
—Por las mañanas salía a dar un largo paseo. Por todas partes había gente y no cesaban de pasar los carruajes y el aire estaba lleno de chilidos, de voces, de ruidos. ¿Y sabes lo que hacía? Buscaba los sitios más apartados, los rincones en donde sólo reinase el silencio. Le dije a mi hermano que aquello no era para mí y me volví a Blackstone... Uno pertenece al lugar en donde está acostumbrado a vivir.
—Lo comprendo.
—Pero estuve pensando en ti, Tony. Tú ni siquiera eres como yo. Has ido siempre de un lugar a otro. Yo eché raíces en Blackstone. ¿Dónde las echaste tú, Tony?
—No lo sé.
—Creo que lo sabes. No tienes raíces.
—Quizá no me interese tenerlas.
—¿Tuviste alguna vez un amigo?
—Ño.
—Tampoco lo quisiste.
—Es cierto. Cuando he sentido que iba a tomar afecto a una persona, me he alejado de ella.
—Pero no te apartaste de las girls que te pegaron el flechazo.
—Y me arrepentí porque también me pegaron el timo. Eso me demostró que yo estaba en lo cierto. Que no podía confiar en nadie. Bueno debo rectificar. Confío en alguien.
—¿En quién, Tony?
—Én mi caballo.
Rock rompió a reír.
—¿Hay alguien más en quien confíes?
—No.'
—En mí.
Tony miró por la ventana. Poco antes había visto entrar al marshal en el saloon de Lillian Hasler. Se levantó.
—Me voy a beber un trago, Rock.
—¿No te interesa la conversación?
—Es que acabo de ver al marshal y todavía no nos dio la respuesta de los mil dólares. Debo velar por nuestros intereses. Si nos vamos a jugar el tipo por ellos, que lo paguen.
—Estás disimulando.
—¿A qué te refieres?
—Te dije que confiabas en mí y significaba que ya hubo un hombre en tu vida por el que empezaste a sentir afecto.
—Estás filosofando.
—Es posible.
—Yo no entiendo de filosofías. Fui un mozo de cuadra. Y por si te sirve de algo, te recordaré que me quedé contigo a cambio de cien dólares.
—Estoy seguro de que no lo hiciste por los cien dólares. Te quedaste por otra cosa. Porque me viste en un apuro. Volviste conmigo porque no podías dejarme morir.
Tony abrió la puerta de la habitación.
—Perdona, sheriff, pero cuando un tipo se pone pesado me aparto de él. Que te aproveche tu retórica.
Salió cerrando tras de sí.
Francis lo saludó desde el registro cuando cruzó el vestíbulo y le contestó con un gruñido.
Pasó a la otra parte de la calle y entró en el saloon de Lillian Hasler.
Vio al marshal, que estaba sentado ante una mesa con otros tres hombres.
Se dirigió al mostrador y un tipo de cejas como cepillos corrió hacia aquel lado.
—¿Qué le sirvo, señor Sanders?
—Un whisky, pero que sea doble.
—Sí, señor.
Cejas de Cepillo le sirvió el whisky y luego hizo una señal con los ojos a una pelirroja que estaba en compañía de un cliente.
La pelirroja captó la señal. Se disculpó con el cliente y acercóse hacia la parte donde se encontraba Tony.
—Hola, gran hombre.
Tony la miró. La pelirroja poseía un cuerpo sinuoso, de bien trazadas curvas, y una cara sensual.
—Soy Helen.
—Tienes una bonita figura, Helen.
—Gracias, Tony.
—¿Quieres un trago?
—Sí, pero me gustaría no tener tanto curioso. ¿O es que te gusta ser admirado? Están pendientes de ti.
—Todo lo contrario. Me resulta molesto.
—Tengo una habitación en la pensión de la señora Wilder, al final de la calle. Allí podíamos estar a solas.
—¿No disgustará eso a tu patrón?
—Le disgustaría si se tratase de otro cliente, pero contigo es distinto. Tú puedes hacer aquí lo que quieras. Eres el amo.
—Está bien. Vamos a esa pensión.
Tony dejó medio dólar en el mostrador y cogió a la joven por el brazo.
Los dos se dirigieron a la puerta, pero en el camino se les interpuso el marshal.
—Tengo una buena noticia para usted, Tony. La junta de ciudadanos está dispuesta a pagar los mil dólares que usted había propuesto.
—No es una buena noticia, marshal. Ya sabía que pagarían los mil dólares.
Tony y la pelirroja continuaron su camino a la calle. Entraron en la pensión de la señora Wilder, una mujer que hacía ganchillo sentada en una mecedora.
—Vienes muy pronto esta noche, Helen —dijo.
—Mi patrón me dio permiso.
Helen cogió una llave del tablero y subieron la escalera. La habitación estaba al fondo. Apenas se encontraron dentro, Helen echó los brazos al cuello de Tony y lo besó en la boca.
—¿No me abrazas? —dijo Helen con coquetería.
—Necesito un poco de ambientación.
Ella escanció whisky en dos vasos. Bebieron y luego Helen dijo:
—Llevo un año en Danville.
—¿Dónde estuviste antes?
—En San Francisco.
—¿Y cómo de San Francisco viniste a parar aquí?
—Por conveniencias políticas. El hijo del alcalde de San Francisco se enamoró de mí, pero el cacique no estaba dispuesto a que su retoño se casase con una mujer como yo. De modo que el alcalde ordenó a la policía que me expulsase de la ciudad. Bueno, debo agregar que el alcalde se sintió generoso y me dio veinticinco mil dólares para el viaje. Me amenazaron con meterme en la cárcel si volvía por San Francisco.
—¿Y querías tú al hijo del alcalde?
—No.
—Menos mal.
Ella se acercó a Tony y abanicó las pestañas mientras decía:
—El hijo del alcalde era un muchacho y a mí me gustan los hombres duros. Algo así como tú.
Aplastó su boca contra la de Tony y éste ahora la abrazó.
Se abrió la puerta y una mujer apareció gritando:
—¡Helen!... Rossy se ha cortado las venas!
CAPITULO XII
Helen echó a correr.
—Ven conmigo, Tony.
Entraron en la habitación de al lado.
Una joven rubia estaba sobre la cama.
La sangre le brotaba de las dos muñecas y las sábanas estaban manchadas de rojo.
—¡Vicky! —gritó Helen a la mujer que le había avisado—. ¡Trae al doctor en seguida!
Tony ya se estaba moviendo.
—Hay que taponar esas heridas. ¡Quiero una sábana limpia!
Helen abrió un cajón y sacó una sábana que entregó a Tony. Este rasgó la sábana.
La rubia se había desmayado.
Tony vendó fuertemente las dos muñecas.
—¿Por qué hizo esto, Helen?
—Rossy se enamoró de un hombre, un agente de forrajes que llegó aquí hace cosa de dos meses. El parecía también estar enamorado de ella. Bueno, ya te habrás imaginado que Rossy trabaja conmigo en el saloon. Rossy creyó que ese individuo, Kurt Laurent, se casaría con ella y, de pronto, el maldito Laurent se marchó dejándole una carta en la que confesaba que estaba casado y tenía tres hijos. Eso ocurrió la semana pasada. Rossy se sintió tan afectada que cayó enferma. No ha vuelto al saloon desde entonces, y ahora, ya lo ves. Ha querido acabar de una vez por todas. Y luego dicen que las girls nos damos la gran vida. ¿Qué sabe la gente lo que tenemos que pasar? También dicen que, al fin y al cabo, nosotras hemos elegido esta clase de vida —Helen sonrió con amargura—. Rossy se hizo girl para no morirse de hambre.
Vicky regresó a la habitación, pero con ella no venía el doctor Sayer, sino su hija Laura.
Al ver allí a Tony, Laura se asombró un poco.
—Está bien vendada. ¿Quién lo hizo?
—Tony Sanders —contestó Helen.
La joven miró a Tony, pero en seguida volvió los ojos hacia Rossy.
Vicky explicó:
—Me había quedado con Rossy porque la vi muy decaída esta tarde. Le dije aue iba a la cocina para hacerle una sopa y al volver, Dios mío, ahí estaba echando sangre por las muñecas.
Laura abrió el maletín y sacó una botellita.
—Necesito un vaso con cuatro dedos de agua,
Vicky se ocupó de traerle el vaso.
Laura mezcló en el agua media docena de gotas del contenido de su frasquito.
—Ayúdeme, hay que hacérselo beber. Ha perdido mucha sangre. Su corazón podría sufrir un colapso.
Tony se sentó en el borde del lecho y levantó a Rossy cogiéndola por la espalda.
Laura colocó el vaso en los labios de la joven y le hizo beber poco a poco.
—Puede dejarla, señor Sanders.
Después Laura se puso en pie.
—Ya hemos hecho por ella todo lo posible, pero lo importante en un caso como el suyo son sus deseos de vivir.
—¿Sabe su historia, señorita Sayer? —preguntó He-len.
—Sí, estoy al corriente de lo que le pasó con el hombre del que se enamoró. La propia Rossy vino a mi casa a contármelo. Nos hicimos amigas el año pasado cuando tuvo aquel ataque de fiebre. Temía que Rossy cometiese un disparate. Traté de consolarla, pero ya veo que no sirvieron de nada mis palabras. Ahora nos hemos de atener a la realidad. Será necesario que alguien se quede con ella para vigilarla. Podría ocurrir que al. despertar y, al darse cuenta de que no ha conseguido su objetivo, trate de quitarse las vendas. Si eso pasase, ella moriría porque no puede perder una gota de sangre más.
—Yo me quedaré —dijo Vicky.
—También me quedaré yo —dijo Helen—. Nos turnaremos.
—Está bien —habló Laura—. Si me necesitan, no vacilen en venir a mi casa. Mi padre está atendiendo a la señora Robinson, que todavía no dio a luz. Imagino que no regresará en toda la noche. A primera hora de la mañana, y si él no hubiese vuelto, yo vendré por aquí.
—Gracias, señorita Sayer —dijo Helen.
La joven cerró el maletín y se encaminó hacia la puerta.
—Yo también me voy —dijo Tony —. Buenas noches, Helen. Hasta mañana, Vicky.
Laura ya estaba bajando la escalera.
—La acompañaré a su casa, señorita Sayer.
—No hace falta que se moleste, señor Sanders.
—No es ninguna molestia.
Echaron a andar por la acera de tablones, los dos en silencio.
El cielo estaba estrellado.
—Hace una buena noche —dijo él.
—¿Qué hacía en la pensión?
—Lo que usted supone.
—No quiero suponer nada.
—Muy bien. No tengo inconveniente en decírselo. Yo estaba con Helen.
Laura dijo:
—Largúese.
—No quiero.
Laura caminó muy aprisa y él fue detrás.
La joven entró en el jardín de su casa y cerró bruscamente para impedirle la entrada.
—Buenas noches, señor Sanders. Ya hizo bastante por esta noche.
—Eso fue sólo el comienzo —contestó él y saltó la verja.
La joven retrocedió.
—¿Qué va a hacer?
—Seguir.
—¿Seguir qué?
—Lo que le está pidiendo su voz interior. Los ojos de Laura brillaban mucho y con voz débil dijo:
—Por favor, señor Sanders, no me siga. Empezó a retroceder y él continuó andando. —Le he dicho que se marche, señor Sanders. —No me voy.
—Pero esto es un atropello. —Lo es.
—Si a mí no me da la gana que me bese, usted debe respetar mi voluntad.
—¿Debo respetarla?
Laura subió al porche de la casa y Tony también lo hizo.
—Señor Sanders, usted no puede entrar en mi casa si yo no quiero.
—Es verdad. Si entrase cometería un delito porque sería violación de domicilio.
De espaldas a la puerta, Laura buscó el tirador y, cuando lo encontró, lo hizo girar.
—Señor Sanders, si le pido que se detenga ahí, que me deje entrar y que cierre la puerta desde dentro, ¿me obedecerá?
—No.
Ella abrió la puerta y se metió en la casa y él entró tras ella.
Laura dejó caer el maletín en el suelo, cerró los ojos y dijo:
—Sea lo que Dios quiera.
Tony la estrechó contra sí y una vez más unió sus labios con los de ella.
* * *
Tony llegó al hotel Francis silbando.
—Hola, Francis —saludó al dueño del hotel que estaba en el registro, y se dirigió a la escalera.
—Eh, señor Sanders —dijo Francis—. No me llamó gordo.
—Señor Francis, he de decirle algo. Es una incorrección decirle a usted gordo llamándose Francis.
Tony siguió subiendo la escalera mientras silbaba su canción y Francis se quedó perplejo, rascándose el cogote.
Tony entró en la habitación de Miller, el cual estaba despierto.
—Hola, sheriff, ¿qué tal te encuentras?
—Muy bien, ¿y tú?
—Perfectamente.
—Sí, ya lo noto.
Tony siguió silbando mientras se desnudaba.
Rock lo estaba observando con el ceño fruncido.
—¿Fue el whisky, Tony?
—¿Eh?
—Pregunto si la alegría te la dio el whisky.
—Oh, sí. Bebí unos tragos.
—¿A quién quieres engañar, Tony? No, no fue el whisky.
—Bueno, me encontré con una girl. —Tampoco creo que sea una girl la culpable de tu cambio de humor. ¿Me dejas adivinar?
—No me gusta esa clase de juego.
—Laura... Y si me preguntas qué Laura, te diré que Laura Sayer...
—Muy bien, adivino. Fue ella.
—¿Qué pasó entre vosotros?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes?
—Quiero decir que no hubo tiempo para hablar.
—Ya, tú eres de los que aprovechan todos los minutos.
—Y los segundos, Rock. Los segundos pueden ser muy importantes cuando un hombre y una mujer se ponen de acuerdo.
—¿Y qué pasará?
—¿Otra vez con los acertijos?
—Has enamorado a esa mujer.
—Fue el destino.
—Fuiste tú. Le pusiste sitio y ella terminó por rendirse. ¿Me equivoco?
Tony se metió en la cama y bostezó.
—Oye, Rock, ¿por qué no seguimos la conversación mañana?
—Cometiste un error. Mañana tú y yo estaremos muertos.
—¿Crees que Bill Masón y su carroña se van a salir con la suya?
—Nosotros haremos lo posible por seguir existiendo, pero no podremos con tanta gente.
—Yo venderé cara mi piel y tú no te vas a quedar atrás, Rock.
—Nunca podremos vencer a una docena de hombres. O quizá sean más.
—Nunca he dado por perdida una pelea antes de celebrarla. Y apuesto que a ti te ha pasado lo mismo, sheriff. Pero ahora te ves con una pierna herida, sin poder mantenerte en pie, y por eso eres pesimista y tienes esos negros pensamientos.
—Tienes una salida, Tony.
—¿A qué te refieres?
—A marcharte con Laura.
—Estás desvariando.
—Esta aventura te sirvió.
—¿Para qué?
—Fara conocerte a ti mismo.
—No sé de qué me hablas.
—Encontraste un amigo y ése soy yo.
—Muy bien, amigo. Buenas noches, amigo. Que duermas bien, amigo.
—Y una mujer. También encontraste a Laura y ella no es una girl.
Tony dio un suspiro y cruzó los brazos.
—Por lo visto, tu herida te ha convertido en un maestro. ¿Cuál es la siguiente lección, señor profesor?
—Ya que me das permiso, continuaré.
—Adelante, no te quedes con nada en el buche.
—De mí puedes prescindir, pero no de ella. Vístete ahora mismo, ve en busca de Laura y largaos a California, a Canadá, a México, adonde sea, lejos del alcance de Bill Masón.
—¿Ya terminaste, Rock?
—Sí, ya acabé.
—Entonces deja que te hable tu alumno, profesor.
—Te escucho.
—No voy a ir a ninguna parte. Me quedaré aquí, en Danville. No tengo miedo a Bill Masón.
—Ya sé que no le tienes miedo.
—¡Cállate, profesor, es mi turno!
Se hizo una pausa. Tony prosiguió después de chasquear la lengua.
—No consentiré que Bill Masón te mate. ¡No me interrumpas! De acuerdo, sheriff, te tomé afecto, pero creo valió la pena porque tú eres también amigo mío. {Cállate, maldita sea, estoy hablando yo!... Bill Masón es un canalla, un asesino, y yo siempre me he opuesto a los tipos de su clase. Lo tuyo tuvo mérito. Te lanzaste solo en su busca sabiendo que en cualquier momento te podrías encontrar con un enjambre de pistoleros. No te importó el peligro, la muerte, y un día lo cazaste, pero las cosas se te complicaron y una cochina bala te dejó cojo. Y luego Bill Masón se escapó y ahora quiere vengarse de ti aprovechándose de tu inferioridad. No, Rock, no te voy a dejar para que Bill Masón se divierta contigo antes de matarte. Dijiste otra gran verdad... Se cruzó en mi camino una mujer que no es una girl, Laura Sayer, y te puedo asegurar como que hay un Cielo que me enamoré de ella. Y esta vez no me pasó lo mismo que con aquella girl pelirroja o
aquella girl rubia. Todo ahora es distinto, Rock. Pero ni siquiera mi amor por esa mujer me hará cambiar de idea con respecto a ti. Tú eres mi amigo. ¿Lo entiendes? Eres mi amigo y, si Bill Masón quiere tu piel, tendrá que pasar por encima de mi cadáver para cobrarla. Es posible que muramos, y también es posible que te equivoques y salgamos con vida de esta ratonera. Pero los dos vamos a luchar juntos, hombro contra hombro... ¡Y ahora se acabó el consultorio! ¡Los dos necesitamos dormir, condenado sheriff cojo!... Buenas noches!
Tony apagó la luz.
No pudo ver la sonrisa que esbozaban los labios de Rock Miller.
CAPITULO XIII
yf Bill Masón llegó a Danville acompañado por doce hombres, entre los que se encontraban sus compinches Tom Mitchell, John Hermán y Douglas Down.
No dispararon un solo tiro.
Los ojos de Bill miraban a un lado y otro de la calle. Estaba desierta.
Al llegar ante el saloon de Lillian, Bill levantó la mano y todos los jinetes se detuvieron.
Echaron pie a tierra y Bill dijo a Mitchell:
—Quiero ver a las autoridades en el scloon.
—Sí, Bill.
—Llévate a un par de hombres y tráelos.
—¿Qué pasa si se oponen?
—Vacíales la cabeza.
—Correcto.
Mitchell hizo una señal y tres hombres se fueron con él. Bill entró en el saloon seguido del resto de la pandilla.
En el local sólo había media docena de girls y dos mozos que atendían el mostrador.
Todos miraron a Bill y a sus acompañantes con temor.
Masón se detuvo ante el mostrador.
—¿Qué os pasa, pasmados? Queremos whisky.
Los dos mozos se pusieron a servir vasos como movidos por un mismo resorte.
Bill habló a las girls.
—Eh, muñecas, ¿para qué os pagan? Mis hombres están deseosos de diversión.
Las girls se apresuraron a acercarse a los recién llegados.
Una pelirroja eligió a Bill como compañero, pero éste la tomó de un brazo y le dijo:
—Nena, cuando estoy de negocios, no quiero interferencias.
La pelirroja se fue en busca de otro hombre.
El marshal Holden entró dando trompicones, seguido de su ayudante Pat, cuyo rostro estaba blanco.
—Señor Masón —dijo Holden—, esto es un atropello.
—¿Y qué? —Bill le soltó una bofetada.
Holden no llegó a caer porque encontró a Pat a sus espaldas.
—Aquí han pasado cosas, marshal —dijo Masón.
—Tenga en cuenta que yo no lo detuve.
—Me encerraste en tu celda.
—Tuve que hacerlo. Pero usted sabe que le dije al sheriff Miller, que sólo podía quedarse una hora.
—Y luego estuviste de acuerdo en que se quedase más tiempo.
—Fueron las circunstancias.
—Y ahora las circunstancias están en contra tuya, marshal, y si te descuidas un poco, te vas a ganar una bala en las tripas. ¡Contesta! ¿Dónde está el sheriff Miller?
—En el hotel.
—¿Solo?
—No, señor. Está con ese rubio.
—¿Tony Sanders?
—Sí, señor, Tony Sanders.
Bill bebió un trago de whisky y después de chasquear la lengua dijo:
—No comprendo por qué hay tipos tan estúpidos como Tony Sanders. Pudo continuar su camino y habría seguido viviendo, pero ese muchacho se ha empeñado en que lo mate. Y lo mataré. ¿Algo que oponer, marshal?
—No, señor.
—Estoy enterado de lo que hicieron ayer. Mataron a esos tres imbéciles que vinieron de Los Corrales. Aposté a que se quedaban. ¿Por qué, marshal?
—¿Eh?
—He preguntado por qué se quedaron en Danville el sheriff de Blackstone y Tony Sanders.
Holden tartamudeó.
—No sé.
—Lo sabes. El sheriff y Sanders pensaron que de nada les serviría huir, que los alcanzaríamos. ¿No te parece, marshal?
—Es posible.
—Y también es posible otra cosa, marshal. Que vosotros les pagaseis para que se quedasen.
Holden no dijo nada. Movía los dedos nerviosamente.
—¿Qué contestas, marshal?
Bill le pegó otra bofetada y esta vez puso más fuerza y Holden cayó en el suelo.
—Lo sé todo, Holden —rió Masón con ferocidad—. Les disteis mil dólares para que se quedasen a defenderos. ¿Sabes lo que sois todos? Unos estúpidos, pero de todas formas me alegro de que les ofrecieseis mil dólares. Significa que tenéis mucho dinero.
—No, señor Masón —contestó Holden desde el suelo—, no somos un pueblo rico.
—Cinco mil dólares.
—¿Qué quiere decir?
—Tú sabes lo que quiero decir, marshal, pero te lo explicaré. Me vais a pagar cinco mil dólares.
—¡Eso es imposible!
—¿Quieres que te patee el hígado? ¿Quieres que te eche todos los dientes fuera? ¡Responde! ¿Quieres eso?
—No, señor, prefiero estar entero.
—Pues sólo tienes una oportunidad para seguir entero, marshal, y es que obedezcas. ¡Quítale el revólver, Douglas!
Douglas Down se inclinó sobre Holden y lo despojó del revólver.
—Levántate, marshal —ordenó Bill.
Holden se puso en pie.
—Ya me has oído, marshal. Cinco mil dólares, i Y los quiero en una hora!
—Hablaré con los ciudadanos.
—No basta con que hables, marshal Diles que si no tengo aquí los cinco mil dólares en una hora, van a pasSfi: cosas muy gordas en Danville. Vi al llegar algunas mujeres y son interesantes, hermosas. ¿Sabes a lo que me refiero, marshal?
—Sí, desde luego.
—Pues entonces, habíales de sus mujeres, de sus esposas, de sus hijas. ¿Te acordarás?
—No lo olvidaré.
—Lárgate y recuerda que te dejas aquí el revólver. ¡No quiero volverte a ver con un arma en la funda o en la mano! Si no obedeces, será tu final.
—Sí, señor.
—¡Fuera! ¡Y date prisa! ¡Ya perdiste varios minutos de la hora!
Holden se dirigió hacia la puerta y Pat fue a seguirlo.
—Eh, tú, pasmado ¿adonde vas? —ladró Bill Masón.
—Con mi jefe.
—¿Te he dicho yo que te marches?
—No, señor, pero yo creí...
—¡Tú no puedes creer nada!
—No, señor, yo no creo nada. Ni siquiera en lo que está pasando.
—Ah, ¿no?
—Verá, señor Masón; para usted, yo estoy dormido, como si estuviese viviendo una pesadilla.
Bill le arrojó a la cara el whisky que quedaba en su vaso.
El ayudante se puso a toser.
—¿Qué hace, señor Masón?
—Despertarte, estúpido. ¿No decías que estabas dormido?
Pat se aflojó la hebilla del cinturón y lo dejó caer a sus pies.
—¿Lo ve usted, señor Masón? Ya no tengo armas.
Y si usted me da su permiso, me voy a regar mis tomates, mis patatas y mis pimientos. Nunca debí ocuparme de otra cosa.
Bill rió aquellas palabras.
—Eres un tipo muy sensato, Pat. Pero me haces falta.
—¿Para qué le hago falta, señor Masón?
—Para recadero.
—Oh, no, señor Masón. Por lo que más quiera. Emplee a uno de sus hombres.
—Te he elegido a ti, Pat. Y cuando yo ordeno una cosa, se cumple. ¿O prefieres servir de abono a tus hortalizas?
—No, señor, ya están muy bien abonadas.
—Entonces, harás todo lo que yo te mande.
Pat tragó saliva.
—Como usted quiera, señor Masón.
—Irás al hotel.
—¿Al hotel?
—¡Al hotel de Francis, idiota!
—Oh, sí, señor. Iré al hotel de Francis y le diré a Francis que le tenga preparada la mejor habitación con cama matrimonial.
—¿Pero qué estás diciendo, cara de torta?
—Yo creí que...
—¡Ya te advertí que no puedes creer nada!
—Sí, señor. Digo, no señor. Nada de habitación. Nada de cama matrimonial. Nada de chica.
—¿Quieres callarte de una vez y dejar que yo hable?
—Perdone, señor Masón, pero es que estoy muy nervioso. ¿Me deja beber un trago de whisky? Es la mejor forma para que se me fijen las ideas.
—Está bien, bebe.
Pat se acercó al mostrador.
—Andy, un whisky doble.
El llamado Andy le sirvió un whisky doble. Pat lo bebió de una sola vez, sin respirar-, y dijo:
—Otro, Andy.
Andy le sirvió el otro doble que Pat también hizo desaparecer en menos tiempo del que se da un suspiro.
—Otro, Andy.
Bill Masón agarró a Pat por el cuello y dijo:
—¡Se acabó la bebida!
—Sí, señor. Se acabó.
—Has bebido bastante para que se te puedan fijar las ideas.
—No lo crea, señor Masón. Necesito un par de botellas.
—¡Una palabra más y te meto la botella entera por la boca!
—¡Viva Bill Masón!
—¿Por qué dices eso?
—Forque quiero que viva muchos años.
—Estás borracho.
—Oh, no señor, no lo estoy.
—Será mejor que te aprendas mi mensaje con exactitud. Irás al hotel de Francis y hablarás con el sheriff de Blackstone y con Tony Sanders...
CAPITULO XIV
Tony Sanders los había visto llegar desde la ventana y también vio como varios hombres se dirigían a la comisaría y, más tarde, cómo el marshal y Pat eran llevados al saloon.
Durante todo aquel rato, Miller continuaba en la cama, sin hacer preguntas. Por fin Tony se apartó de la ventana, se apoyó en la pared y encendió un cigarrillo.
Sus ojos se encontraron con los de Miller.
—Habla de una vez, Tony. Sé que están ahí. Lo que importa es el número.
—Trece contando a Bill Masón.
—Mal número.
—¡Puede que sea para él!
—Me gusta tu fe.
—Ya lo dijiste.
—¿Qué vamos a hacer, Tony?
—Esperar.
—¿Esperar a qué?
—Nosotros somos dos y ellos trece. Les corresponde tomar la iniciativa.
—Te equivocaste con respecto a nosotros. No somos dos sino uno y medio.
—No, Rock, tú no vales por la mitad de un hombre.
—¡No puedo moverme, maldita sea! Esta pierna otra vez me la está jugando. Siento punzadas.
—Es el nerviosismo, pero ya oíste al doctor cuando te curó esta mañana. La herida estaba limpia.
—Quizá tengas razón.
Tony daba fargas chupadas al cigarrillo, llevando el humo hasta los pulmones.
—Esto me recuerda una situación parecida —dijo Tony.
—¿Dónde te encontraste con una situación igual? —En un pueblo llamado Los Zarzales, en Nuevo México.
—¿Qué pasó?
—Yo estaba de viaje y me detuve a descansar en el único hotel que había allí. De pronto se me metió una chica en la habitación. Creí que era una girl en busca de mi plata. Yo le dije: «Bienvenida, nena.» Fui a abrazarla, pero entonces pegó un chillido y dijo: «Oiga, quiero que me ayude.»
—¿Por qué quería tu ayuda?
—Me lo explicó —Tony dio otra chupada al cigarrillo—. El cacique de la comarca había puesto sus ojos en ella. Por lo visto, el tipo elegía a las mujeres como a las manzanas que se crían en un árbol. La que le parecía más sana, la más hermosa, se la llevaba una temporada a su rancho. La muchacha que se metió en mi habitación era hija de mexicanos y se llamaba Rosario. El cacique estaba en el pueblo con seis de sus hombres. Rosario se le había escapado de las manos.
—¿Qué le dijiste, Tony?
—¿Qué le iba a decir? Que la ayudaría. Nos quedamos los dos allí, a la espera. Y el cacique no tardó mucho en enviarme su mensajero.
—¿Cuál fue el mensaje?
Miller estaba verdaderamente interesado en la historia que Tony le estaba contando.
Sanders miró el humo del cigarrillo que ascendía hacia el techo.
—El empleado del cacique me dijo: «Oiga, Sanders, tiene que soltar a la chica. No es nada suyo. Así podrá continuar su viaje.»
—¿Qué le contestaste, Tony?
—Yo le dije: «Dile a tu amo que la chica se queda aquí porque ella quiere.»
—¿Eso fue lo que le dijiste?
—Sí, Rock, con esas palabras.
—¿Y qué pasó?
—El tipo se marchó a dar la respuesta al cacique y entonces le dije a Rosario que se quedase en la habitación y salí a la calle.
—¿Saliste a la calle solo?
—Sí, Rock, solo.
—Fuiste un loco. Ellos eran siete.
—Sí, Rock, eran siete y estaban todos allí, junto a un abrevadero.
—Infierno, continúa, no te detengas.
—El cigarrillo me está quemando los dedos.
Tony dejó caer la punta del cigarrillo en el suelo y lo aplastó con la bota. Luego miró otra vez el rostro 'de Miller.
—Fue una buena batalla, Rock. Tuve que cambiar de posición varias veces.
—No es posible matar a siete hombres con un solo revólver.
—¿Quién te dijo que maté a los siete? Liquidé a cuatro y, para ese entonces, los otros se habían refugiado detrás del abrevadero y arrojaron el revólver como si el propio diablo se lo hubiese ordenado.
—¿Y el cacique?
—Muerto. Fue el primero que me cargué. Sí, Rock, le dediqué la primera bala. Vi cómo le entraba por entre los dos ojos. Se quedó pasmado unos instantes y luego se derrumbó.
—¿Y la chica?
—La chica se marchó aquel mismo día de Los Zarzales.
—¿Con quién?
—Conmigo, pero no pienses mal. Se la llevé a su novio, que estaba trabajando a cien millas de Los Zarzales. Quisieron hacerme padrino de su boda, pero yo los mandé al infierno. Nunca me han gustado las ceremonias sentimentales.
En aquel momento llamaron a la puerta.
Tony apoyó la mano en la culata del revólver.
—¿Quién es?
—Pat Brennon, el ayudante del marshal Holden.
Tony se acercó a la puerta deslizándose junto a la pared.
—Cuidado, Tony —dijo Miller desde la cama—. Puede ser una trampa.
Tony llegó junto a la puerta.
—¿Estás solo, Pat?
—Sí, señor.
—Ahora lo veremos.
Tony hizo girar la llave en la cerradura y abrió un par de dedos la puerta. Por el resquicio sólo vio a Pat.
—Adelante, muchacho —le franqueó la entrada y cerró otra vez.
Pat soltó un hipido y Tony arrugó la nariz.
—Le pedí al señor Masón que me dejase beber porque me estaba muriendo de miedo. ¿Saben que ordenó a mi jefe que le buscase cinco mil dólares? Y como no esté el dinero en una hora, el señor Masón se lo hará pagar a las mujeres de Danville.
—¿Fue eso lo que Masón te ordenó que nos dijeses?
—Oh, no, señor Sanders, no fue eso. Yo lo contaba para que supiesen ustedes cómo estaban las cosas.
—Está bien, Pat. Suéltanos el mensaje de Masón.
—Quiere que salgan a la calle antes de treinta minutos.
—¿Y qué pasará si no lo hacemos? —Pegará fuego al hotel. Miller soltó una risita.
—Es ni más ni menos lo que podía esperarse de Bill Masón.
—Tampoco a mí me sorprende —asintió Tony. —¿Qué harán ustedes? —inquirió Pat. —Saldremos —contestó el sheriff Miller.
—¿Los dos?
—Sí, los dos.
—Pero usted tiene la pierna herida,
—Ya estoy mucho mejor.
Pat se mojó los labios con la lengua:
—Mi jefe no les puede servir de ayuda. Masón le quitó el revólver. Anda por ahí sin él —Pat señaló la funda—. Y ya lo ven, yo tampoco lo tengo.
—Puedes marcharte, Pat —repuso Tony—. Dile a Masón que en media hora estaremos en la calle.
El ayudante agrandó los ojos.
—¡Ustedes serán barridos por el plomo de esa gente! Son muchos. He contado trece.
—Ya los conté yo. No te equivocaste. Son trece.
—¡Dios mío! ¡Dos contra trece!
—Sal, Pat.
—Les deseo suerte, pero no creo que la tengan. Tony abrió la puerta y Pat salió de la habitación. Rock y Tony guardaron silencio durante un rato. —Tony —dijo el sheriff. —¿Qué hay?
—Sal por la puerta trasera y echa a correr.
—Te advertí que no me dijeses eso.
—Me has estado contando mentiras.
—¿Qué mentiras?
—Esa historia de Los Zarzales, la de la chica llamada Rosario, la del cacique con sus seis hombres. ¿Por qué? Para demostrarme que eres muy grande con el revólver.
—Ya te lo probé. Tus ojos lo vieron.
—Oh, sé a lo que te refieres. A los dos fulanos que nos sorprendieron cuando quería recuperar mis cincuenta dólares.
—Sí, a eso me refiero.
—Te valiste de una estratagema —Rock levantó la vista al techo y paradió la voz de Tony—: «Madre mía, estás moribunda y tu pobre hijo está aquí, a las puertas de la muerte. Perdóname por no estar a tu lado.»
—Yo no dije esas palabras.
—Fueron parecidas. Lo que importa es que los engañaste. Ellos se distrajeron y tú pudiste sacar el revólver.
—Pero no me negarás que había que tener mucha puntería.
—Sí, eso no lo niego. Pero me has tratado como a un chiquillo contándome esa burda historia de Los Zarzales. Maldita sea, por un momento te creí. ¿Sabes lo que tú eres? Un fabulista, un tipo con mucho cuento, pero si todavía conservas un poco de seso en la cabeza, te largarás.
—¿Ya te desahogaste, sheriff?
—Sí —aceptó de mala gana Miller.
—Entonces vamonos a la calle. No me gusta llegar tarde a las citas.
—Aún no ha pasado la media hora.
—Te llevará mucho tiempo bajar con tu maldita pierna coja.
Miller se levantó de la cama y apoyó los dos pies en el suelo. Tony quiso ayudarle, pero le pegó un manotazo. Se levantó por su propio esfuerzo.
—Vamos, farsante.
CAPITULO XV
Francis estaba en el registro y cuando vio bajar a Tony y a Miller se santiguó.
—¿Por qué haces eso, Francis? —le preguntó Tony.
—Por sus almas. Oh, no, señor Sanders, el gordo no quiso decir eso.
—Puedes decirlo, Francis. Y deja de llamarte gordo. No me gustan los apodos.
Los dos amigos llegaron abajo.
Rock se detuvo apoyándose en la barandilla. Tony le dijo:
—Eh, sheriff, ¿escupes los pulmones aquí o lo dejas para cuando llegues a la calle?
—Estoy la mar de bien.
—Sí, tan bien que con un soplo te tirarían al suelo.
Francis habló desde el registro.
—Sheriff, necesita una muleta. Verá, hace un par de años tuve un ataque de gota. Me hicieron un par de muletas y las debo tener por ahí dentro.
—No está mal, Francis. Sí, búscame una de esas muletas.
Tony dijo:
—Y si encuentras un organillo, también lo sacas, y nos pondremos los dos a pedir limosna.
Francis rió forzadamente.
—Qué gracioso es usted, señor Sanders.
Desapareció tras las cortinas del registro.
Tardó un par de minutos en volver con una muleta.
—Sólo encontré ésta, señor Miller. Ahora recuerdo que la otra la utilicé como leña el invierno pasado.
—No te preocupes, Francis, me bastará.
El dueño del hotel le entregó la muleta y Miller se apoyó en ella, poniéndosela bajo la axila.
—No sé si podré andar —dijo.
—Inténtalo —repuso Tony.
Rock se puso en movimiento con la muleta.
—No lo haces mal del todo —dijo Tony.
Francis sugirió.
—'Recorra el vestíbulo de un lado a otro varias veces. Es lo que hice yo para aprender. Se necesita un poco de práctica.
Miller se dirigió al fondo del vestíbulo con la muleta.
La puerta de la calle se abrió:
Tony sacó en una fracción de segundo.
Era Laura Sayer.
—¿Qué haces aquí, Laura?
—Vine a ver al enfermo.
—Eso no te sirve. Tu padre ya lo visitó.
—Está bien, vine por lo que está pasando.
—No debiste hacerlo. La calle se ha convertido en zona peligrosa.
—¿Qué vais a hacer, Tony?
—Salir.
—¿Os vais a enfrentar con todos esos hombres?
—Sí.
—¡Es una locura!
—No hay otro remedio.
—Claro que lo hay. —Ah, ¿sí? ¿Y cuál es la solución? —Que huyáis. —Eso está descartado. —¿Por qué?
—Nos darían alcance muy pronto. Rock intervino sonriendo mientras no dejaba de andar con la muleta.
—Eh, Tony, lo estoy haciendo muy bien. Cada vez mejor. ¿Qué le parece, señorita Sayer?
—¿Por qué hace eso?
—Para poder moverme en la calle cuando empiecen los tiros.
—Está tan chiflado como Tony. Son dos y usted, sheriff, sólo dispone de una pierna.
—Se equivoca, señorita Sayer. Ahora tengo tres.
Francis se carcajeó.
—Eso estuvo bueno, sheriff. Tres piernas. Y quiere decir que cuando yo estuve con la gota, tenía cuatro.
La joven dejó de prestar atención a Miller y a Francis y se acercó a Tony. Se detuvo muy cerca de él. Los dos se miraron a los ojos.
—Soñé contigo esta noche, Tony.
—¿Y qué soñaste?
—Que estábamos juntos, aquí en Danville... Vivíamos en una casa con un precioso jardín.
—Muy hermoso.
—Y había niños.
—¿Cuántos?
—Cinco.
—¿Y de qué vivíamos? ¿O yo tenía una bata de enfermero y los dos echábamos una mano a tu padre?
—No seas tonto —sonrió la joven—. Tú eras el marshal.
—Yo también soñé.
—¿Conmigo, Tony?
—Sí, contigo.
—¿Y qué fue lo que soñaste?
—Que me quedaba en Danville.
—jEstupendo!
—Pero en el cementerio.
—Oh, no, Tony —Laura se puso muy seria—-. ¡Eso no puede ocurrir!
—No elegimos nuestro destino. Es una frase un poco cursi, pero viene a cuento. Las cosas están feas, Laura.
—Podéis arreglarlas.
—La solución que diste no nos sirve.
—Se me ocurre otra, Tony.
—¿Cuál?
—Que los ciudadanos paguen los cinco mil dólares y que el sheriff Miller diga a Bill Masón que no tiene nada contra él.
—¿Serías capaz de aceptar eso?
Laura se apretó las sienes con la mano derecha.
—Oh, no, dije una tontería. Esa sería la peor solución. Bill Masón se saldría con la suya.
—Y no sólo eso, Laura. Tampoco el sheriff y yo nos salvaríamos. Bill Masón es un tipo cruel, un bicho de la peor clase. Cobraría los cinco mil dólares, nos mataría y se quedaría en el pueblo para seguir ordeñando a los ciudadanos.
Laura se echó en brazos de Tony.
El la estrechó contra sí y se besaron.
Rock lanzó gritos de júbilo.
—¡Ya sé andar con la muleta! ¡Ya sé andar con la muleta!
Francis estaba aplaudiendo.
—Bravo, sheriff, lo consiguió.
Tony apartó sus labios de los de Laura.
—Quédate con Francis hasta que todo termine.
—Sí, Tony.
Se besaron otra vez y él se encaminó hacia la puerta.
—Sheriff —dijo—, faltan pocos minutos para que se cumpla la media hora.
—Estoy dispuesto, Tony.
Sanders asomó la cabeza a la calle y la vio desierta.
—Ellos todavía no salieron —anunció.
—Saldremos los primeros.
—De acuerdo, Rock.
Primero salió Tony y luego Miller apoyándose en su muleta.
Se detuvieron en el porche mirando hacia el saloon.
Un hombre salió por la puerta de vaivén y los descubrió en la puerta del hotel. Desapareció en seguida en el interior.
Tony hizo una señal con la cabeza a Miller.
El sheriff de Blackstone tuvo que hacer un esfuerzo para bajar de la acera. Se habría caído a pesar de su muleta, si Tony no lo hubiese sujetado por un brazo.
—¿Estás bien, Rock?
—Perfectamente. Eh, muchacho, ya salen.
Salieron tres hombres del saloon, pero ninguno de ellos era Bill Masón, y luego otros tres y así hasta doce.
El último en aparecer fue Bill Masón.
Todos quedaron formando un grupo.
Bill Masón bajó de la acera de tablones.
—Todos conmigo, muchachos —dijo.
Fue al centro de la calzada hasta quedar frente a Rock Miller y Tony Sanders.
Seis de sus hombres se colocaron a su derecha y los otros seis a la izquierda.
Sólo se oía el roce de las botas sobre la tierra. Nadie despegaba los labios.
Bill Masón dejó colgar los brazos a lo largo de sus costados.
—Sheriff —dijo.
—¿Qué hay, Bill?
—Antes de que mueras quiero quitarte un peso de encima.
—¿A qué te refieres?
—A lo que pasó en Blackstone —Bill sonrió—. Acertaste. No le di tiempo a sacar a tu ayudante.
—¿Por qué?
—tenía buenas referencias de él. Era tan rápido como yo. No quise correr ningún riesgo.
—Entraste en el reservado con el revólver por delante. Te pusiste a disparar sobre Max Conway. Y cuando lo viste muerto, volviste el revólver contra la pobre Dana Lasky y terminaste de vaciar el cargador. No has dicho nada nuevo, Bill. Todo eso ya lo sabía. No me has quitado ningún peso de encima.
—Nunca me han gustado los sheriffs que creen saber demasiado.
—Lo tuyo era fácil de saber.
—Eres un loco, Miller. Pensé que echarías a correr. Y no lo has hecho. ¿Crees que tienes alguna posibilidad con tu pierna coja?
—No, no creo que la tenga.
Bill rió satisfecho y desvió los ojos hacia Sanders.
—Tú también eres un loco, Tony. Te metiste en esto estúpidamente. No tenías nada que ver conmigo ni con lo que pasó en Blackstone.
—Valió la pena.
—¿Por qué valió la pena?
—Porque encontré un amigo. Nunca tuve uno.
—Te va a durar poco.
—Tú tampoco vas a durar, Bill. Nosotros caeremos, pero tú, caerás también.
CAPITULO XVI
Las últimas palabras de Tony Sanders provocaron una sonrisa en Bill Masón.
—¿Yo voy a caer, Tony?
—Eso dije.
—Somos trece.
—No nos importa el número. Caerás porque te voy a partir el corazón de un balazo.
—O quizá te lo parta yo —repuso Rock Miller.
Fue Tony el que rió.
—¿Te das cuenta, Bill? Los dos vamos a tirar contra ti. No nos importará las balas que nos manden tus hombres. Nosotros dos nos vamos a dedicar a ti y no saldrás de ésta. Vendrás con nosotros. De eso puedes estar seguro.
El rostro de Masón adquirió una gran rigidez.
—Moriréis antes de que podáis apretar el gatillo.
De repente se oyó una voz.
—¡Bill Masón!
Venía de una casa situada a la izquierda.
—¿Quién me llama?
—El marshal Holden.
—¿Qué quiere, Holden?
—Estoy con mi ayudante y cada uno de nosotros maneja un rifle. Les estamos apuntando, Masón. A usted y a sus hombres.
—¡Maldito sea, Holden! Le dije que se estuviese quieto!
—Sí, fue lo que usted dijo, Masón. Pero no lo tuve en cuenta. Este es mi mieblo, el que tengo que defender, y usted vino para sangrarnos. Sabemos que si mata al sheriff de Blackstone y a Tony Sanders, usted no se va a ir con las manos vacías. Nos pidió cinco mil dólares. Si los quiere, tendrá que sudarlos.
—¡También habrá plomo para usted y para su ayudante, el idiota de los tomates! ¡Ya, muchachos!
Las manos volaron a las fundas.
El sheriff de Blackstone dejó caer la muleta en el suelo y se puso a disparar.
Tony sacó ventaja a todos porque su revólver ya estaba vomitando plomo.
Bill Masón se dejó caer de bruces en el polvo antes de que la primera bala fuese en su busca.
Pero no le sirvió. Tony le metió una bala en el brazo derecho, con el que se servía del revólver.
Masón se revolcó en la tierra aullando como un perro ""rabioso.
El sheriff se estaba ocupando de los hombres de la izquierda y Tony, después de herir a Masón, disparó contra los de la derecha.
Pero ninguno de los dos, Tony y Rock, estaban en el mismo sitio porque, como Masón, se habían dejado caer en el polvo.
Los rifles manejados por Holden y Pat desde su escondite rugían una y otra vez.
Los hombres de Bill Masón caían porque estaban cometiendo una torpeza. Convencidos de que eran superiores por el número, disparaban de pie, sin moverse, y de esa forma se convirtieron en blancos fáciles.
Instantes después, ocho de ellos cayeron para no levantarse más, alcanzados en la cabeza, en el pecho, o en el estómago.
Los otros cuatro arrojaron las armas al suelo y levantaron los brazos.
—¡Nos rendimos! —dijo uno de ellos.
—¡No disparen! —gritó otro.
Masón seguía retorciéndose en el polvo mientras soltaba maldiciones.
Tony miró a Rock.
—¿Te alcanzaron, Miller?
—No. ¿Y a ti?
—Tampoco. ¡Ah!, y otra cosa, sheriff. La historia de Los Zarzales fue verdad.
Miller rió.
—Ahora la creo.
Holden y Pat salieron de su escondite.
Los dos parpadeaban asombrados.
—Caramba, jefe —dijo Pat—. Creo que hicimos un buen trabajo.
—¿Lo ves, Pat? No sólo sirves para criar tomates.
—Tiene razón, jefe. También plantaré berenjenas.
Miller recuperó su muleta y, apoyándose en ella, se dirigió a donde estaba Bill Masón.
—Voy a morir, sheriff —gimió el forajido.
—No, Bill, no vas a morir. Confié en Tony y en que él te desarmaría. Tony comprendió desde un principio mi intención. Prometí llevarte a Blackstone y allí .vendrás conmigo porque es en Blackstone donde se hará justicia contigo.
Tony vio salir del hotel a Laura.
La joven tenía los ojos arrasados en lágrimas, pero sonreía.
Echó a correr hacia Tony y él la recibió en sus brazos.
* * *
—Yo soy viejo, Tony —dijo Holden. —Probó que es un buen marshal. —'No, Tony, sólo reuní un poco de coraje, y eso lo debí a ustedes.
—Ya hizo bastante.
—El cargo me viene grande. Fueron muchos años y necesito descanso. Pat y yo nos hemos asociado y estamos dispuestos a cultivar las mejores hortalizas de la comarca.
Pat se hinchó como un pavo real y dijo sonriente:
—Pero yo seré el jefe ahora. Y seremos tres. Me caso con Rossy. Tuvo que pasarle lo que le pasó con ese granuja para darse cuenta de que me quiere.
Holden entregó la insignia a Sanders.
—Tú serás el mejor marshal.
Tony la aceptó, se la puso en la chaqueta y a continuación Holden le tomó el juramento.
Laura rodeó con sus brazos el cuello de Tony y lo besó en los labios.
—Enhorabuena, marido. ¿Lo ves? Mi sueño se va a convertir en realidad.
—Faltan los cinco hijos.
El sheriff de Blackstone carraspeó.
—Bien, muchachos, ya me entretuve demasiado en Danville.
Abrió la celda y sacó a Bill Masón, quien estaba esposado.
Tony estrechó la mano de Rock Miller.
—Ya sabes donde me tienes, sheriff.
—Lo mismo te digo, Tony. En Blackstone encontrarás siempre un amigo.
Salieron todos de la comisaría.
El sheriff y su prisionero montaron en los caballos y emprendieron la marcha.
Tony, rodeando por la cintura a su mujer, dijo mientras los dos jinetes se alejaban por la calle:
—Buena suerte, sheriff cojo.
F I N