2

Dado que estoy ahora recordando el período de mi vida que siguió al caso Mannering, tal vez sea pertinente mencionar aquí mi inopinada reunión con el coronel Chamberlain al cabo de los años. Y tal vez resulte sorprendente, dado el papel que él jugó en un hito tan crucial de mi infancia, que no nos hubiéramos mantenido en contacto desde los días de Shanghai. Pero, sea cual fuere la razón, no habíamos logrado hacerlo, y cuando lo volví a ver, un mes o dos después de mi encuentro con la señorita Hemmings en el Waldorf, fue, como digo, de manera totalmente fortuita.

Nuestro encuentro tuvo lugar una tarde lluviosa, en una librería de Charing Cross Road, mientras estaba yo examinando una edición ilustrada de Ivanhoe. Llevaba un rato siendo consciente de que alguien rondaba por el local muy cerca de donde yo estaba, a mi espalda, y, presumiendo que tal persona deseaba acercarse para mirar en aquella parte de la estantería, me aparté hacia un lado. Pero al poco, cuando advertí que la persona en cuestión continuaba rondando a mi alrededor, me volví para encararla.

Reconocí al coronel al instante, pues sus rasgos apenas habían cambiado. Sin embargo, a mis ojos de adulto, su apariencia se me antojó más mansa y desaliñada que la que yo recordaba de mi infancia. Allí estaba el coronel, de pie, con impermeable, mirándome con timidez, y sólo cuando exclamé: «¡Dios, coronel!» me dirigió él una sonrisa y me tendió la mano.

—¿Cómo estás, muchacho? Estaba seguro de que eras tú. ¡Santo cielo! ¿Qué tal estás, muchacho?

Aunque las lágrimas asomaban a sus ojos, sus modos siguieron siendo torpes, incómodos, como si temiera que yo pudiera molestarme ante aquella especie de recordatorio del pasado. Hice cuanto pude para mostrarme encantado de volver a verle, y mientras fuera se desataba un fuerte aguacero, seguimos de pie conversando en el exiguo espacio de la librería. Me explicó que seguía viviendo en Worcestershire, y que había venido a Londres para asistir a un funeral, y que una vez en la capital había decidido «quedarse unos cuantos días». Cuando le pregunté dónde se hospedaba, me respondió de forma vaga, lo que me hizo suponer que no podía permitirse sino un alojamiento humilde. Antes de separarnos, lo invité a cenar conmigo la noche siguiente, sugerencia que él aceptó con entusiasmo, aunque pareció enfriarse un poco cuando le mencioné el Dorchester. Pero yo seguí insistiendo:

—Es lo menos que puedo ofrecerle después de todas sus delicadezas del pasado —porfié, hasta que acabó accediendo.

Mirando ahora hacia atrás, mi elección del Dorchester se me antoja el colmo de la desconsideración. Lo que estaba haciendo, a la postre, era suponer que el coronel estaba corto de fondos. Debería haber pensado asimismo en lo hiriente que habría de resultarle verse incapaz de pagar siquiera su parte de la cuenta. Pero en aquellos años eran cosas en las que yo jamás solía reparar; me importaba demasiado, sospecho, impresionar al anciano coronel con el cabal alcance de mi transformación desde la última vez que nos habíamos visto.

Mi éxito, en tal aspecto, fue probablemente rotundo. Porque coincidía que por aquellas fechas había sido invitado al Dorchester en dos ocasiones recientes, de forma que la noche en que me cité con el coronel en una de sus salas, el sommelier me saludó con un cordial «Me alegra volver a verle, señor». Luego, después de que hubiera presenciado mi intercambio de agudezas con el maître, y mientras empezábamos a tomar la sopa, el coronel estalló de pronto en una sonora carcajada.

—¡Y pensar —dijo— que éste es el mismo mocoso que no paraba de gimotear a mi lado en aquel barco!

Siguió riendo unos instantes, y luego dejó de hacerlo bruscamente, quizás temiendo que no debía haber aludido en absoluto a aquel asunto. Pero yo le sonreí con calma, y dije:

—Debí de ser una auténtica tortura para usted en aquel viaje, coronel.

La cara del anciano coronel se nubló por espacio de un instante. Y luego dijo solemnemente:

—Teniendo en cuenta las circunstancias, lo que pensaba, amigo mío, es que eras un chico extremadamente valiente. Extremadamente valiente.

En este punto, recuerdo, se hizo un silencio un tanto incómodo, que ambos conseguimos conjurar comentando el excelente sabor de la sopa. En la mesa contigua, una dama corpulenta y profusamente enjoyada se reía alegremente, y el coronel miró hacia ella —justo es decir que con bastante indiscreción. Y acto seguido pareció tomar una decisión.

—¿Sabes? Es extraño —dijo. Antes de salir para acá esa noche, he estado pensando. En el día en que nos conocimos. Me pregunto si lo recuerdas, muchacho. Supongo que no. Tenías tantas cosas en la cabeza entonces.

—Todo lo contrario —dije. Guardo la más vívida memoria de aquel momento.

No era mentira. Aún hoy, si cerraba los ojos unos segundos, podía sin dificultad verme transportado a aquella radiante mañana en Shanghai en el despacho del señor Harold Anderson, el inmediato superior de mi padre en la gran compañía Morganbrook and Byatt. Yo estaba sentado en una silla que olía a cuero lustroso y a roble, ese tipo de sillas que normalmente encontramos tras un soberbio escritorio, pero que, en aquella ocasión, había sido trasladada al centro del despacho. Podía sentir que aquella silla se hallaba normalmente reservada a los más importantes personajes, pero que en aquella ocasión, dada la gravedad de las circunstancias, o quizás merced a una suerte de voluntad de consuelo, me había sido asignada para la entrevista. Puedo recordar que, por mucho que lo intentaba, no lograba dar con un modo digno de sentarme en ella y, más concretamente, que me resultaba imposible encontrar una postura que me permitiera apoyar ambos antebrazos sobre los delicadamente tallados brazos de la silla. Además, aquella mañana llevaba una chaqueta completamente nueva, hecha de una tela áspera y gris —de dónde podía venirme aquella prenda, lo ignoro—, y me sentía algo cohibido por la fea forma —abotonada casi hasta la barbilla— en que me habían ordenado llevarla.

El despacho tenía un techo muy alto y muy suntuoso. En la pared había un enorme mapa, y tras el escritorio del señor Anderson unos ventanales por los que entraban un pródigo sol y una suave brisa. Supongo que debía de haber también unos ventiladores cenitales girando sobre nuestras cabezas, aunque lo cierto es que no consigo recordarlos. Lo que recuerdo es que estaba sentado en aquella silla en medio del despacho, en el que en aquel momento tenía lugar una conversación preocupada y solemne. Los adultos, a mi alrededor, debatían el asunto. La mayoría de ellos estaban de pie, y de cuando en cuando algunos se desplazaban hasta los ventanales. Sus voces, al tocar algún punto delicado, se hacían susurros. Recuerdo también que me sorprendió el modo en que el señor Anderson, un hombre canoso con enorme bigote, se comportaba conmigo —como si fuéramos viejos amigos—, hasta el punto de que durante un largo rato supuse que nos habíamos conocido siendo yo más niño y que lo había olvidado. Sólo mucho después caí en la cuenta de que no era posible que nos hubiéramos conocido antes. En cualquier caso, el señor Anderson había asumido para conmigo el papel de un tío: me sonreía constantemente, me daba golpecitos en el hombro, unos cuantos codazos, algún que otro guiño. En un momento dado me ofreció una taza de té y me dijo:

—Venga, Christopher, esto te animará un poco.

Cogí la taza que me tendía, y él se inclinó para estudiarme. Después vinieron más susurros y debates. Y al cabo el señor Anderson se plantó de nuevo ante a mí y me dijo:

—En fin, Christopher. Todo está decidido. Éste es el coronel Chamberlain. Ha accedido a llevarte a Inglaterra sano y salvo.

En este punto —recuerdo— se hizo un gran silencio en el despacho. De hecho, tuve la impresión de que los adultos presentes se fueron replegando hasta alinearse todos contra las paredes a guisa casi de espectadores. Hasta el señor Anderson acabó retrocediendo hasta la pared con una sonrisa final de aliento. Fue entonces cuando por vez primera fijé la mirada en el coronel Chamberlain. Se acercó a mí muy despacio, se inclinó para mirarme a la cara y me tendió la mano. Juzgué oportuno levantarme para el apretón de manos, pero el coronel había alargado tan rápidamente la suya —y yo me sentía tan pegado a la silla— que tuve que estrechársela sentado. Entonces, recuerdo, le oí decir:

—Mi pobre amigo. Primero tu padre. Ahora tu madre. Debes de sentirte como si el mundo entero se hubiera venido abajo a tu alrededor. Pero nos vamos a Inglaterra mañana mismo. Tú y yo. Tu tía te está esperando. Así que sé valiente. Pronto podrás recomponer todos los pedazos.

Durante un instante fugaz me quedé como sin habla. Y, cuando finalmente la recuperé, alcancé a decir:

—Es muy amable de su parte, señor. Agradezco muchísimo su ofrecimiento, y espero que no piense que soy brusco, pero, si no le importa, no creo que deba ir a Inglaterra en este momento. —Luego, cuando vi que el coronel no me respondía inmediatamente, añadí—: Porque verá, señor: los investigadores se están esforzando mucho para encontrar a mi madre y a mi padre. Y son los mejores agentes de Shanghai. Creo que van a encontrarlos muy pronto.

El coronel asentía con la cabeza.

—Estoy seguro de que las autoridades están haciendo todo lo que está en su mano.

—Por tanto, señor, aunque aprecio mucho su amable ofrecimiento, no creo que vaya a ser necesario que me acompañe a Inglaterra.

Recuerdo que un murmullo llenó el aire. El coronel siguió asintiendo con la cabeza, como sopesando con cuidado las cosas.

—Puede que tengas razón, muchacho —dijo al cabo. Espero sinceramente que la tengas. Pero, sólo por si acaso, ¿por qué no vienes conmigo de todas formas? Luego, en cuanto tus padres aparezcan, podrán llamarte a su lado. Así que ¿qué dices? Vayamos a Inglaterra mañana y allí esperaremos a ver qué pasa.

—Pero verá, señor. Disculpe, pero verá: los detectives de la policía que les están buscando son los mejores.

No estoy seguro de lo que el coronel respondió a esto último. Quizás se limitó a asentir de nuevo en silencio. En cualquier caso, al instante siguiente se inclinó sobre mí mucho más que antes, y me puso una mano en el hombro.

—Mira. Me doy perfecta cuenta de cómo debes de sentirte. El mundo entero se ha venido abajo a tu alrededor. Pero tienes que ser valiente. Además, tu tía está en Inglaterra. Te está esperando, ¿lo entiendes? No podemos dejar a la buena dama en la estacada a estas alturas, ¿no te parece?

Cuando, sentados ante la sopa aquella noche, le conté el modo en que recordaba sus últimas palabras, casi esperaba verle reír de buena gana, pero, en lugar de ello, dijo en tono solemne:

—Me diste tanta pena, muchacho. Tanta lástima. —Luego, tal vez intuyendo que había interpretado mal mi estado de ánimo, soltó una breve risita y añadió, ahora en tono más leve—: Recuerdo la espera en el puerto contigo. Yo no hacía más que decirte: «Mira, vamos a pasarlo en grande en ese barco, ¿no crees? Vamos a divertimos de lo lindo». Y tú seguías diciendo: «Sí, señor. Sí, señor. Sí, señor…».

Durante los minutos que siguieron dejé que fuera desgranando sus recuerdos sobre algunos de los viejos conocidos presentes en el despacho aquella mañana. Sus nombres, sin excepción, no significaban nada para mí. Luego, el coronel hizo una pausa, y un grave ceño se instaló en su cara.

—Y hablando del señor Anderson —dijo al fin—, he de decir que siempre me produjo una sensación de incomodidad. Había en él algo turbio. Y, si quieres que te sea sincero, creo que había algo sospechoso en todo aquel asunto.

En cuanto lo hubo dicho, alzó la mirada hacia mí con un respingo. Luego, antes de que yo pudiera decir nada, volvió a hablar rápidamente, desviando su discurso hacia el terreno sin duda más seguro de nuestro viaje a Inglaterra. Y al poco reía comentando sus recuerdos de nuestros compañeros de viaje y de los oficiales del barco, y de las pequeñas y divertidas incidencias que yo había olvidado hacía tanto tiempo o incluso ni había llegado a registrar en absoluto. El coronel estaba disfrutando, y le animé a que continuara, a veces hasta fingiendo recordar cosas sólo para complacerle. Sin embargo, a medida que él se adentraba en su remembranza yo empezaba a sentirme un tanto irritado, puesto que, gradualmente, tras sus alegres anécdotas iba trazando una imagen de mí en aquel viaje que me resultaba ofensiva: según insinuó repetidas veces, me veía moverme por el barco todo retraído y taciturno, a punto de echarme a llorar a la menor nimiedad que me contrariara. Sin duda el coronel había puesto mucho de sí mismo al asignarse el papel de heroico guardián de mi persona, y, habiendo transcurrido tanto tiempo, comprendí que era en él una pretensión tan nimia como indelicado por mi parte el contradecirle. Pero, como digo, empezaba a sentirme irritado por momentos. Según mi memoria de aquel viaje, que conservo nítida, me había adaptado razonablemente bien a la realidad de mi nueva situación. Recuerdo que, en lugar de sentirme desdichado, experimentaba un sano entusiasmo en relación con la vida a bordo del barco, y con la perspectiva del futuro que me esperaba en Inglaterra. A veces echaba de menos a mis padres, por supuesto, pero recuerdo que me decía a mí mismo que en la vida siempre habría otros adultos en quienes podría confiar, y a quienes incluso llegaría a amar. De hecho había unas cuantas damas en el barco que, habiendo oído lo que acababa de pasarme, mariposearon a mi alrededor durante un tiempo con expresiones de piedad (recuerdo que me causaban la misma irritación que habría de causarme el coronel aquella noche en el Dorchester). Lo cierto es que ni por un momento llegué a sentirme lo afligido que los adultos en torno parecían suponerme. Según puedo recordar, durante aquel largo viaje no hubo ni una sola ocasión en la que yo hubiera merecido ser tachado de «mocoso lloriqueante», expresión que no se ajustó a la realidad ni aun en nuestro primer día en el barco.

El cielo, aquella mañana, estaba nublado, y las aguas turbias. Yo estaba en la cubierta del buque de vapor que habría de llevarnos a Inglaterra, mirando hacia atrás, hacia el puerto, hacia la costa atestada de embarcaciones, escalerillas, chozas de barro, oscuros espigones de madera tras los que se alzaban los grandes edificios del Shanghai Bund, y poco a poco todo iba desdibujándose hasta fundirse en un único borrón.

—¿Bien, muchacho? —oí que me decía, muy cerca, el coronel. ¿Crees que volverás algún día?

—Sí, señor. Espero volver.

—Ya veremos. Una vez te instales en Inglaterra, me atrevería a decir que olvidarás enseguida todo esto. Shanghai no es un mal lugar, pero me temo que los ocho años que he pasado en él es todo lo que soy capaz de soportar. Espero que también tú hayas colmado tu cupo. Si pasaras aquí más tiempo del necesario, acabarías convertido en chino.

—Sí, señor.

—Mira, muchacho. Tienes que alegrarte. A fin de cuentas, vas a Inglaterra. Vuelves a casa.

Fue este último comentario, la idea de que «volvía a casa», lo que hizo que me embargara la emoción por primera y última vez en aquel viaje. Pero mis lágrimas eran más de ira que de aflicción, porque las palabras del coronel me habían dolido profundamente. A mis ojos, yo iba rumbo a una tierra extraña donde no conocía a nadie, mientras que la ciudad que iba quedando atrás contenía todo lo que yo conocía en este mundo. Y, por encima de todo, mis padres seguían allí, en algún lugar más allá de aquel puerto, más allá de la impresionante silueta de los edificios del Bund recortados contra el cielo. Me sequé las lágrimas y dirigí la mirada —por última vez— hacia aquella orilla, preguntándome si aún tendría tiempo de divisar la figura de mi madre —o de mi padre— corriendo por el muelle, haciéndome señas con las manos y gritándome que retornase al puerto. Pero incluso entonces era consciente de que tal esperanza no era sino una pueril e indulgente fantasía. Y recuerdo que, mientras contemplaba cómo la ciudad que había sido mi hogar se hacía cada vez menos nítida, me volví al coronel con expresión alegre y dije:

—Pronto llegaremos a alta mar, ¿no es cierto, señor?

Pero creo que aquella noche en el Dorchester me las arreglé para no dejar traslucir mi irritación. Lo cierto es que, cuando montó en un taxi en South Audley Street y nos dijimos adiós, el coronel estaba de un humor inmejorable. Cuando me enteré de su muerte, aproximadamente un año después, me sentí un tanto culpable por no haber sido más cálido con él la noche de nuestra cena en el Dorchester. En el pasado me había hecho un gran favor, y, según lo que sabía de él, había sido una persona buena y honrada. Pero supongo que el papel que le había tocado desempeñar en mi vida —el hecho de hallarse asociado de forma abrumadora a todo lo que me aconteció en aquella época— hará que siga siendo para siempre una figura ambivalente en mi memoria.

En el curso de los tres o cuatro años que siguieron al episodio del Waldorf, Sarah Hemmings y yo tuvimos que ver muy poco el uno con el otro. Recuerdo haberla visto una vez en un cóctel al que asistí en un apartamento de Mayfair. Había muchos invitados, pero yo no conocía a la mayoría de ellos y decidí marcharme pronto. Me dirigía hacia la puerta cuando vi que Sarah Hemmings, de pie a unos metros, charlaba con alguien. Mi primer impulso fue darme la vuelta e ir por otro lado, pero era por las fechas de mi éxito en el caso Roger Parker, y me pregunté si la señorita Hemmings sería capaz de seguir mostrándose tan displicente como aquella tarde de unos años atrás en el Waldorf. De modo que seguí abriéndome paso hacia la puerta, asegurándome de tener que tropezar por fuerza con ella. Al hacerlo vi que su mirada giraba en redondo para mirar mis facciones. Una expresión de desconcierto se instaló en su semblante al rastrear en su memoria para recordar quién era yo. Vi que me reconocía al fin, y sin siquiera una sonrisa, sin siquiera un gesto de reconocimiento, se volvió hacia la persona con quien estaba hablando.

Yo, por mi parte, apenas dediqué al asunto unos segundos de reflexión. El desaire me llegaba en una etapa en que me hallaba ensimismado en varios casos difíciles, y aunque faltaba aún más de un año para que mi nombre adquiriera parte de la celebridad de que hoy disfruta, empezaba ya a apreciar el grado de responsabilidad que ha de afrontar un detective de prestigio. Siempre había sabido, por supuesto, que el empeño de erradicar el mal en su forma más tortuosa —a menudo cuando todo parece indicar que va a seguir campando por sus respetos— era una empresa crucial, solemne. Pero no fue hasta mi experiencia en casos como el asesinato de Roger Parker cuando llegué a entender cabalmente lo mucho que suponía para la gente —no sólo para los directamente afectados, sino para las gentes en general— poder sentirse liberados de aquella envolvente y ominosa maldad. En consecuencia, estaba más decidido que nunca a no dejarme distraer por los asuntos más frívolos de la vida londinense. Y empecé a comprender, quizás, algo de lo que había hecho posible que mis padres hubieran adoptado la postura que adoptaron en Shanghai cuando yo era niño. En cualquier caso, en aquel tiempo las personas como Sarah Hemmings no ocupaban sino un mínimo lugar en mis pensamientos, e incluso puede que hasta me hubiera olvidado de su existencia por completo si no hubiera tropezado con Joseph Turner aquel día en Kensington Gardens.

A la sazón estaba investigando un caso en Norfolk, y había vuelto a Londres para unos días con intención de estudiar las extensas notas que había ido tomando. Una mañana gris, paseaba yo por Kensington Gardens sopesando los muchos y singulares detalles que rodeaban la desaparición de la víctima, cuando advertí que alguien me hacía señas a lo lejos, y reconocí al instante a Turner, un hombre al que había llegado a conocer superficialmente en los círculos sociales. Vino hacia mí corriendo y, después de preguntarme por qué se me veía tan poco últimamente, me invitó a la cena que un amigo y él iban a dar aquella noche en un conocido restaurante. Cuando cortésmente decliné el ofrecimiento —alegando que el caso que tenía entre manos estaba ocupando todo mi tiempo y atención—, él dijo:

—Qué lástima. Va a venir Sarah Hemmings, y tiene tantas ganas de charlar largo y tendido con usted…

—¿La señorita Hemmings?

—Se acuerda de ella, ¿no? Ella le recuerda a usted perfectamente. Me dijo que habían llegado a conocerse un tanto hace unos años. Siempre se está quejando de que no hay forma de verle en ninguna parte.

Resistiéndome al impulso de aventurar un comentario, dije, simplemente:

—Pues bien, hágame el favor de transmitirle mis mejores deseos.

Dejé a Turner en Kensington Gardens, pero mientras volvía hacia mi despacho confieso que me sorprendió verme harto distraído por lo que acababa de oír sobre la señorita Hemmings y sus vehementes deseos de verme. Al cabo me dije que lo más probable era que Turner estuviera equivocado; o que, en su deseo de tentarme para que asistiera a aquella cena, hubiera exagerado. Pero, en los meses que siguieron, llegaron a mis oídos varias referencias similares al respecto. Sarah Hemmings había expresado su enojo ante el hecho de que, pese a haber sido amigos en un tiempo, yo me hubiera convertido en alguien casi inaccesible y le resultara poco menos que imposible entrevistarse conmigo. Desde diferentes fuentes, por otra parte, me llegó el rumor de que la señorita Hemmings amenazaba con «perseguirme hasta encontrarme». Por fin, la semana pasada, estando yo en Shackton, Oxfordshire, investigando el asunto de Studley Grange, apareció en el pueblo la señorita Hemmings, presumiblemente con idea de hacer eso exactamente.

Había dado con el jardín vallado —en cuyo estanque había aparecido el cuerpo de Charles Emery—, situado en los terrenos bajos de la mansión. Cuatro escalones de piedra me habían llevado hasta un espacio rectangular tan concienzudamente protegido del sol que ni siquiera en aquella radiante mañana podía ver más que sombras a mi alrededor. Los muros estaban tapizados de hiedra, pero extrañamente uno no podía sustraerse a la impresión de haberse internado en la celda sin techo de una prisión.

El estanque ocupaba la mayor parte del cercado. Aunque me habían contado que en él había peces de colores, no alcancé a ver el menor signo de vida; de hecho, resultaba difícil imaginar que algo pudiera habitar aquel agua fría y lúgubre (un lugar, en efecto, idóneo para encontrar un cadáver). Rodeando el estanque había una hilera de musgosas losas cuadradas embutidas en el barro. Calculo que llevaría unos veinte minutos estudiando el terreno —echado sobre el pecho, ante la orilla, examinando una de las losas que sobresalía del nivel del agua— cuando de pronto sentí que alguien me estaba observando. Al principio supuse que era algún miembro de la familia que quería volver a importunarme con sus preguntas. Dado que antes yo les había pedido que me dejaran trabajar solo, decidí, a riesgo de parecer grosero, hacer como si no hubiera oído nada.

Entonces me llegó el sonido de un zapato que rascaba la piedra junto a la entrada del jardín. Empezaba a resultar antinatural que yo permaneciera boca abajo durante tanto rato, y, en cualquier caso, había agotado todas las posibilidades de llevar a cabo mi investigación en tal postura. Además, no había olvidado por completo el hecho de que me hallaba tendido casi en el punto exacto donde se había cometido un asesinato, y que el asesino seguía libre. Mientras me ponía en pie me recorrió un frío glacial, y, sacudiéndome la ropa, me volví hacia el intruso.

La visión de Sarah Hemmings me sorprendió sobremanera, por supuesto, pero estoy seguro de que la expresión de mi cara no lo dejó entrever en absoluto. Había compuesto la expresión para mostrar irritación, y supongo que eso es lo que vio en mí la señorita Hemmings, pues sus primeras palabras fueron las siguientes:

—¡Oh! No era mi intención espiarle. Pero me pareció una oportunidad tan buena. Me refiero a ver al gran hombre en acción.

Estudié su cara detenidamente, pero no detecté rastro alguno de sarcasmo. Sin embargo, quise que mi voz conservara su frialdad al responderle:

—Señorita Hemmings…, qué encuentro más inesperado.

—Oí que estaba usted aquí. Estoy pasando unos días con una amiga en Pemleigh. Está ahí mismo, un poco más arriba de la carretera.

Calló unos instantes, sin duda esperando a que le respondiera. Cuando vio que permanecía en silencio, no dio muestra alguna de turbación, sino que se acercó a mí con naturalidad.

—Soy muy buena amiga de los Emery, ¿lo sabía? —dijo. Y añadió—: Es horrible, ese asesinato.

—Sí, es horrible.

—Oh, veo que también usted cree que ha sido un asesinato. Bien, supongo que eso simplifica mucho las cosas. ¿Tiene alguna teoría, señor Banks?

Me encogí de hombros.

—Tengo algunas ideas, sí.

—Es una lástima que los Emery no le pidieran ayuda cuando empezó todo esto en abril. Quiero decir que ¿qué diablos estaban pensando cuando llamaron a Cewlyn Henderson para encargarse de un caso como éste? ¿Qué esperaban? Ese hombre debería haberse jubilado hace muchos años. Eso le dará una idea de lo apartada del mundo que la gente vive por estos pagos. Cualquiera en Londres les habría informado sobre Christopher Banks.

Este último comentario, he de confesar, me intrigó un tanto, y, tras unos segundos de vacilación, me sorprendí preguntándole:

—Disculpe, pero ¿sobré qué les habrían informado, exactamente?

—Les habrían puesto al corriente de que es usted, sin duda, la mente investigadora más brillante de Inglaterra. Les podríamos haber contado todo esto la pasada primavera, pero a los Emery les ha llevado todo este tiempo darse cuenta. Mejor tarde que nunca, es cierto, pero supongo que después de tanto tiempo las pistas se habrán debido de «enfriar» un poco, ¿no le parece?

—Coincide que existen varias ventajas cuando te encargas de un caso algún tiempo después de que el hecho se haya producido.

—¿De veras? Qué fascinante. Siempre he pensado que era esencial llegar al lugar rápidamente, para captar las cosas por el olfato, ya me entiende.

—Al contrario. Nunca es demasiado tarde para, como usted dice, captar las cosas por el olfato.

—Pero ¿no es deprimente cómo este crimen ha ido minando el espíritu de las gentes de este lugar? Y no sólo de las familias. Todo Shackton ha empezado a pudrirse. Éste era un pueblo feliz, y una próspera plaza comercial. Mírelos ahora: apenas se miran a los ojos entre ellos. El asunto éste ha arrastrado a todo el pueblo a un fango de sospecha. Le aseguro, señor Banks, que si puede resolver este caso será recordado para siempre en Shackton.

—¿Lo cree de veras? Qué curioso.

—No existe la menor duda. Le quedarían eternamente agradecidos. Sí, hablarían de usted durante generaciones.

Dejé escapar una breve risa.

—Parece usted conocer bien esta población, señorita Hemmings. Aunque yo pensaba que pasaba usted todo su tiempo en Londres.

—Oh, sólo soporto Londres hasta un punto, y luego tengo que irme en busca de aire fresco. ¿Sabe?, en el fondo no soy una chica de ciudad.

—Me sorprende usted. Siempre he pensado que se sentía profundamente atraída por la vida urbana.

—Tiene mucha razón, señor Banks. Se percibía ahora en su voz cierto timbre de resentimiento, como si de pronto se sintiera acorralada contra un rincón. Hay algo que me atrae de la ciudad. La ciudad tiene para mí sus…, sus atractivos. Ahora, por primera vez desde su llegada, apartó su mirada de mí y la dirigió al jardín vallado. Lo cual me recuerda que… —dijo. Bueno, la verdad es que no me lo recuerda en absoluto. ¿A qué fingir? He estado pensando en ello todo el tiempo que hemos estado hablando. Querría pedirle un favor.

—¿Y cuál sería ese favor, señorita Hemmings?

—Fuentes de todo crédito me aseguran que usted ha sido invitado este año a la cena de la Fundación Meredith. ¿Me equivoco?

Permanecí callado unos segundos, y al cabo respondí:

—No, no se equivoca.

—Es fantástico ser invitado a su edad. He oído que este año se celebra en honor de sir Cecil Medhurst.

—Sí, así lo creo.

—He oído también que se espera la asistencia de Charles Wolfe.

—¿El violinista?

Se echó a reír con risa cristalina.

—¿Es que hace algo más aparte de eso? Y también de Thomas Byron, según parece.

Estaba visiblemente entusiasmada, pero volvió a apartar la mirada y se puso a mirar a nuestro alrededor con un ligero estremecimiento.

—¿Me decía? —pregunté al rato. Deseaba que le hiciera un favor, ¿no?

—Oh, sí, sí. Quería que me hiciera… Quería que me pidiera que le acompañara a esa fiesta. A la cena de la Fundación Meredith.

Ahora me miraba fijamente, con una intensidad contenida. Me costó unos segundos encontrar la respuesta, pero cuando di con ella hablé con completa calma:

—Me gustaría mucho complacerla, señorita Hemmings. Pero por desdicha ya he enviado hace unos días mi respuesta a los organizadores. Me temo que ya es tarde para informarles de que desearía invitar a otra persona.

—¡Tonterías! —exclamó ella con enfado. Su nombre está hoy en boca de todos. Si desea llevar a una amiga, a ellos seguro que les encanta. Señor Banks, ¿no estará pensando dejarme tirada, verdad? No sería digno de usted. Después de todo, somos buenos amigos desde hace cierto tiempo.

Fue este último comentario —el recordatorio de la verdadera historia de nuestra «amistad»— lo que me hizo replegarme aún más en mí mismo.

—Señorita Hemmings —dije finalmente—, se trata de un favor que no creo que esté en mi mano hacerle.

Pero en los ojos de Sarah Hemmings había ya una expresión de determinación inflexible.

—Conozco todos los detalles, señor Banks. En el Claridge Hotel. El miércoles que viene por la noche. Tengo intención de estar allí. Me muero de ganas de que llegue esa noche. Le esperaré en el vestíbulo.

—El vestíbulo del Claridge, según tengo entendido, está abierto a todo miembro respetable de nuestra sociedad. Si usted decide estar allí el miércoles por la noche, no hay nada ni nadie que se lo impida, señorita Hemmings.

Sarah Hemmings me miró detenidamente, ahora insegura respecto de mis intenciones. Y al final dijo:

—Entonces tenga la seguridad de que me verá en el vestíbulo del Claridge el miércoles por la noche, señor Banks.

—Como le he dicho, es cosa suya. Ahora, señorita Hemmings, si no le importa…