Un claro en el bosque
No había nadie en el embarcadero para despedir al Esperanza cuando zarpó rumbo a Punta Thornhill, sólo un perro blanco y sucio con una pata trasera que parecía estar del revés. Observaba desde el extremo del muelle y cuando Thornhill soltó las amarras, el animal espetó un ronco ladrido.
Corría el mes de septiembre de 1813. El invierno todavía no había llegado a su fin. Un sol albo brillaba tímidamente entre un suave manto de nubes y pequeñas ráfagas de viento fresco rizaban la superficie del agua. Sin embargo, un aire más cálido no tardó en soplar desde el mar y el sol empezó a calentar con más fuerza. Un hombre ansioso por cultivar la tierra no podía entretenerse.
Durante todo el recorrido desde Puerto Jackson hasta el océano, Sal miraba hacia atrás, a la aglomeración de construcciones que parecían pálidos cubos bajo la luz crepuscular que dejaban atrás. El Esperanza se deslizaba por el agua con la vela flotando indolente.
El canto de un gallo les llegó sobre el agua desde la ciudad portuaria: «kikirikí», y terminó en un largo y melancólico llanto. Cuando apareció la primera lengua de tierra entre el barco y el asentamiento, ya no se oía al gallo, sólo el rebuzno de un burro entre los árboles, cuya burla alcanzaba con claridad, por encima del agua, a la familia en la embarcación. Ni siquiera entonces miró Sal hacia delante, sino que permaneció sentada abrazando con fuerza a la recién nacida. Le pusieron el nombre de Mary por la madre de Sal. Era muy menuda y tan quieta como si pensara que aún permanecía dentro del vientre materno. Dormía en los brazos de Sal, moviendo de vez en cuando sus pequeños párpados rayados de venas azuladas, mientras su madre no le quitaba los ojos a los promontorios boscosos, pendiente de un último sonido conocido, una última mirada.
A Thornhill no le pasó inadvertido cómo había recorrido la cabaña con la mirada antes de salir y había cerrado la portezuela de corteza. Junto a la chimenea, Postilloso Bill los observaba bajo sus gruesas cejas.
—Es toda tuya, Bill —exclamó Sal.
Y el hombre la miró.
—No me da pena dejar a éste atrás, sea donde sea —dijo, conteniendo la risa, pero se le atragantó.
Los niños percibieron cierta tensión y ansiedad en la voz de su madre.
—¿Habrá negros donde vamos, padre? —preguntó Dick.
—No, hijo, no he visto a ninguno.
Estrictamente hablando, era cierto, se recordaba a sí mismo, pero el silencio de Sal le reveló que ella sabía que los negros no necesitaban ser vistos para estar presentes.
Cuando doblaron la gran franja de North Head y el Esperanza encontró las aguas bravas del océano, Thornhill apoyó todo su peso sobre el timón, al tiempo que comprobaba cómo la vela se hinchaba con el viento y sentía el barco avanzar, impulsado por las olas bajo sus pies. Cada vez le invadía la misma emoción, una especie de estremecimiento, cuando la diminuta proa del Esperanza, como una cáscara de nuez, navegaba a merced de los vientos y de las aguas.
Un barco tan pequeño en un mar tan inmenso.
El Esperanza cabeceaba y avanzaba a duras penas hacia el norte, dejando de lado arenales, una curva amarilla tras otra, con sus promontorios entre medias. Ahora ya podía ponerles nombre, pues se los había enseñado Blackwood: Manly Freshwater, el grisáceo de Whale Point, azulado más adelante y el promontorio con forma de martillo que daba paso a la desembocadura del Hawkesbury.
Sal, una malograda marinera que se mareaba incluso en las aguas mansas de Puerto Jackson, permanecía sentada, arrebujada bajo la media cubierta, al abrigo del viento gélido tanto como podía, sujetando a Mary contra su pecho con los ojos clavados en el suelo, entre sus pies, donde un charco de agua sucia bailaba sobre las tablas de madera. Thornhill la miró de reojo, sigilosamente. Bajo ese cielo plomizo, con el viento azotando los cabos, su rostro se había tornado gris.
Thornhill sabía que intentaba no vomitar, procurando sobrevivir a la travesía y a todo cuanto se les avecinaba. Recordó a la muchacha en la cama chirriante de Mermaid Row, la misma que le ponía gajos de mandarina en la boca. Entonces la había amado por todo aquello que él no era. Ahora, al contemplar su cabeza inclinada sobre el bebé, con la cofia que había remendado precariamente, volvió a sentir ese amor por la fortaleza que mostraba.
Apartó la vista hacia donde una ráfaga de viento encrespaba el mar. El Esperanza avanzaba a buena velocidad por la línea de costa antes de que empezaran a soplar los vientos del sur. Los llevarían hasta la desembocadura del río; después la marea se encargaría del resto, engrosando las aguas del Hawkesbury y arrastrando a los Thornhill con ella. Al final de la tarde habrían llegado.
En el estuario, el Esperanza se bamboleó con el cruce de corrientes; el embate de las olas a sus espaldas amenazaba con engullir a la pequeña embarcación. Thornhill oyó a alguien dar alaridos de espanto. De pronto la virulencia del oleaje se calmó a medida que el promontorio con forma de martillo los resguardaba del viento y, al fin estaban dentro, a salvo en las mansas aguas.
El Esperanza avanzaba río arriba en medio de un desfiladero; cada promontorio se abría en el último momento, de modo que podían adentrarse entre esas sinuosas lenguas de tierra. Todo allí rezumaba tanta quietud después de la furia del océano que podía oírse el murmullo del agua contra el casco del barco.
Era una tarde agradable, aunque la brisa seguía siendo fresca.
Navegaban rumbo al sol que empezaba a descender, de modo que el agua que tenían delante mostraba una pátina plateada. En la proa, Willie vigilaba, atento a los puntos donde la brisa agitaba las aguas que rielaban. Dick se inclinaba sobre la regala, fascinado por la manera en que el agua rompía y volvía a unirse en derredor de su dedo. Por fin Sal miraba los acantilados, el bosque tan espeso como el moho, las aguas oscuras que sólo reflejaban más acantilados y más bosque.
Al contemplar el lugar con los ojos de Sal, Thornhill se dio cuenta de lo lejos que había viajado. Ahora era un hombre muy diferente de aquél que se había quedado mudo, en su primer viaje junto a Blackwood, ante aquella tierra de dimensiones colosales y la fuerza de aquel cuerpo de aguas vivas. Ahora se había convertido en su tierra prometida, una página en blanco donde escribir una nueva vida. Pero se daba cuenta de que a su mujer le resultaba un lugar hostil y sin encanto, una condena que había de cumplir.
Intentó poner palabras a sus pensamientos.
—Terminarás por acostumbrarte, querida —le dijo—. Te sorprenderá cómo poco a poco te irá gustando.
Lo dijo sólo para animarla, pero a medida que oía cómo las palabras fluían de su boca, se daba cuenta de que hablaba en serio. Sal hizo un esfuerzo, le miró con una sonrisa amarilla y le dijo:
—¡Tú y tus embustes, William Thornhill!
—Haré que estés tan cómoda que pensarás que estás en la casa de Swan Lane —le gritó.
Y Willie soltó una enorme carcajada ante esa idea. Pero Sal no le veía la gracia. Desde donde se encontraba Thornhill, en la popa, sólo distinguía lo alto de su cabeza bajo la cofia remendada y sus piernas tensas y juntas bajo su cuerpo.
Dick miraba al bosque y preguntó con voz tenue:
—¿Los salvajes van a intentar comemos, padre?
Bub miró a su alrededor con la cara lechosa llena de miedo y exclamó:
—¡No dejéis que me coman, madre!
Pero Thornhill no estaba dispuesto a consentir ese tipo de comentarios.
—Te diré una cosa, hijo —dijo—. Serías un plato poco sustancioso, eres un mequetrefe muy escuchimizado.
Aun así no podía evitar lanzar pequeñas ojeadas hacia la proa donde se encontraba un fusil envuelto en un trapo, al abrigo de la humedad y fuera de la vista.
Hasta el día en que lo compró al señor Mallory en Cow-Pastures. Thornhill jamás había tocado un arma. Resbalaba en sus manos, una intratable y pesada pieza de maquinaria que servía a un único propósito.
Mallory lo llevó a su corral para enseñarle el manejo. Cargar y cebar el arma resultaba tan complicado que estuvo a punto de cambiar de parecer. Desde el momento en que disparaba la primera bala hasta estar listo para disparar la siguiente, se necesitaban dos buenos minutos, incluso cuando lo hacía Mallory. Cuando le llegó el turno a Thornhill, manejó el arma con gran torpeza, encasquillándola al introducir demasiada carga explosiva en el cañón y desparramando la pólvora, de modo que la operación pareció durar una eternidad.
Lo apoyó en el hombro, apretó el gatillo y sintió que un pedernal caía en el trabuco produciendo una chispa. La pólvora explotó con un gran fogonazo en su cara y acto seguido, sintió la culata retroceder contra su hombro como si alguien le golpeara. Se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo.
Mallory exhibió entonces una sonrisa de superioridad y empezó a contarle historias interminables de caza de faisanes en Bottomly-on-the-Marsh. Era algo más que la pequeña nobleza sabía: cómo un fusil podía causar casi tanto daño al hombre que dispara como al hombre contra el que se dispara.
Thornhill no se creía capaz de disparar una bala de metal al rojo vivo contra el cuerpo de otro hombre. Pero poseer un arma de fuego formaba parte de los privilegios del indulto. Era algo que se había ganado, lo quisiera o no.
«Por si acaso...», había dicho, mientras se llevaba el arma de las manos de Mallory.
Ahora no entendía por qué se había mostrado tan despreocupado.
La familia se había quedado callada, cada uno sumido en sus propios pensamientos sobre lo que les aguardaba, hasta que por fin, al atardecer, cuando la luz dibujaba sombras violáceas entre las grietas de los riscos, Thornhill la avistó delante de él: la gran montaña, cuadrada como la cabeza de un cachalote, dominando el río que perfilaba la punta de tierra que estaba a punto de ser suya. Punta Thornhill.
Desde el otro extremo del barco, llamó a Sal para que la viera:
—¡Allí, Sal!
Pero en cuanto doblaron el último recodo, sintió que la marea cambiaba. Las olas seguían rompiendo en espuma bajo la quilla, las velas aún se llenaban con la brisa que llegaba desde los acantilados, pero el agua que sujetaba el casco del barco se movía ahora contra ellos. Presa de las fuerzas opuestas del viento y la corriente, el Esperanza no avanzaba y, a cada minuto, el balance recaía a favor de la corriente que los empujaba hacia atrás.
Pero Punta Thornhill estaba tan cerca que podía observar cómo la brisa mecía las hojas de los manglares en el agua y un pájaro estaba encaramado en una rama.
Tuvo que luchar contra el sentimiento de que el lugar se estaba burlando de él.
Por supuesto, podía soltar el ancla y esperar hasta que cambiase la marea, pasar la noche a bordo, como lo habían hecho Willie y él tantas otras veces. Pero Thornhill llevaba esperando demasiado tiempo y soñando con ese momento con demasiada ansia.
—¡Coge el remo, Willie! ¡Rápido, hijo! —gritó.
—Haríamos mejor en detenernos aquí, padre —le contestó el muchacho—. Hasta que vuelva a subir la marea.
Tenía razón, pero se apoderó de Thornhill una desazón que le quemaba por dentro y le impulsaba a pisar aquella tierra prometida. Se precipitó hacia la proa, agarró el remo y se apoyó encima con todo su peso, sintiendo la fuerza en sus hombros y extendiéndose por todo su cuerpo, luchando contra el río. La embarcación viró lentamente. Consiguió sisear con la boca rígida de tensión:
—Por Dios, Willie, coge el remo de popa o ¡te tiro a los tiburones!
Pero su voz se esfumó, apenas un murmullo de vaho en aquella extraordinaria inmensidad.
Fuera lo que fuera lo que vio Willie en el rostro de su padre, le resultó tan convincente como para echarse sobre el remo, hasta que la proa se abrió paso entre los manglares y se detuvo con una sacudida. La marea estaba bajando rápidamente. En un instante la quilla se hundió en el barro. Habían llegado.
Cuando Thornhill saltó desde la proa, sus pies quedaron atrapados en el fango. Intentó dar un paso pero se hundió todavía más. Con un enorme esfuerzo consiguió sacar un pie y buscó un punto donde pisar entre las raíces puntiagudas de los manglares. Avanzó dando tumbos, hundiéndose más y más en el fango. Sacó la otra pierna con un ruido sonoro, sintiendo la presión en el tobillo que luchaba por alcanzar la orilla. Agachó la cabeza y avanzó dándose golpes en la cabeza entre una masa de arbustos, antes de llegar por fin a tierra firme. Más allá de las casuarinas, la tierra se abría en una llanura cubierta de una vegetación suave y verde, moteada de margaritas amarillas.
Su tierra. Su propia tierra, en virtud de su pie que la pisaba.
No había nada que pudiera considerarse un camino, sólo una zona donde resultaba más fácil caminar entre el prado de margaritas que subía y en medio de las motas de hierba y las piedras moteadas que parecían brotar del suelo.
Caminaba con paso liviano, como si sus pies eligieran solos el camino. Sobrecogido, apenas respiraba.
«Mío.»
Sus pies le llevaron cuesta arriba, ante un lugar donde un hilo de agua refulgía sobre unas rocas, y a través de un pequeño bosque de árboles jóvenes. Llegó a un claro donde los árboles presentaban un espacio abierto en un baile de luces y sombras: una habitación compuesta de hojas y aire. Reinaba una quietud casi absoluta, como si todos los seres vivos de aquel lugar se hubiesen detenido para observarle. Cuando oyó el ruido de las alas de una paloma, que estaba a sus pies y que echó a volar repentinamente para posarse en una rama con la cabeza levantada hacia él, se estremeció del susto. Tuvo la sensación de que los árboles le rodeaban como una multitud silenciosa, los miembros inmovilizados en medio de un gesto y la pálida corteza resquebrajada en largas hendiduras que ponían al desnudo su piel rosácea.
Se quitó el sombrero en un impulso por sentir el aire sobre su cabeza. ¡Su propio aire! Ese árbol, con la corteza que se desgarraba del tronco: ¡suyo! Aquella mata de hierba, cada tallo grueso bañado por los rayos del sol: ¡suyos! Incluso los mosquitos, zumbando en sus oídos, le pertenecían, al igual que aquel gran pájaro negro que le observaba sin pestañear desde lo alto de una rama.
No soplaba nada de viento. No obstante una masa de hojas se movía, aquí y allá, por una estrecha corriente de aire. La sombra de la elevada cumbre hacia poniente era una línea que bajaba por la ladera hacia el claro, pero los árboles permanecían inmóviles, bañados por la almibarada luz crepuscular.
Podía haber sido el único hombre sobre la tierra: William Thornhill, Adán en el Paraíso, respirando hondamente el aire de su propio y recién acuñado mundo.
El pájaro negro le observaba desde la rama. Sus miradas se cruzaron en el aire que los separaba. «Caaar», graznó. Y esperó como si pudiera responder. «Caaar.» Vio lo cruel que parecía su pico curvo, con un gancho en la punta para desgarrar la carne. Alzó los brazos y el ave batió las alas, pero no abandonó la rama. Cogió un pedrusco y lo arrojó contra el pájaro. El ave parecía seguir el movimiento del guijarro con la mirada y levantó el vuelo desde la rama en el último momento, bajó en vuelo circular y se alejó hacia el río.
En el centro del claro, arrastró el talón por la tierra cuatro veces, línea a línea. Las líneas rectas y el cuadrado que formaban no se parecían en nada a lo que había allí y lo cambiaban todo. Ahora existía un lugar donde un hombre había dejado su huella en la faz de la tierra.
Era sorprendente lo poco que se tardaba en ser dueño de un pedazo de tierra.
* * *
Mucho más difícil resultaba extender una lona sobre una cuerda para improvisar un techo donde abrigarse. Thornhill y Willie, con la ayuda de los escuálidos brazos de Dick que temblaban con el esfuerzo, lucharon con la pesada lona. No conseguían enterrar las estacas en el suelo rocoso para sujetar los lados, así que tuvieron que golpearlas con piedras para clavarlas y afianzarlas. Por fin, la tienda aguantó, a pesar de que estaba completamente inclinada hacia un lado y de que la lona se hallaba muy arrugada.
Para cuando acabaron, el sol se había ocultado tras el risco. La sombra había avanzado por el claro y los había engullido en su frescura, aunque los acantilados sobre el río todavía reflejaban los últimos rayos de sol, un resplandor naranja allí donde la textura de la pared se había mostrado desnuda.
Más abajo, en el Esperanza, Sal seguía encogida debajo de la media cubierta con el bebé y los dos hijos más pequeños. Algo de color había vuelto a sus mejillas, pero tenía una mirada enfermiza. No parecía tener prisa por examinar su nuevo hogar. Mientras permaneciese sentada en el barco, seguiría atada en cierto modo al lugar de donde venía.
Thornhill comprendió que esta travesía, desde Sídney hasta Punta Thornhill, a pesar de no durar más que un día en comparación al otro desde Londres hasta Sídney, que había durado casi un año, había sido para ella el viaje más largo de su vida. Comparado con esta ribera despoblada, con el siseo de sus hojas y el graznido de sus pájaros, Sídney parecía una metrópoli, diferente de Londres en sólo determinados aspectos.
Willie regresó al barco y se agachó junto a su madre.
—Ya hemos montado la tienda, madre, está muy bien —dijo—. Y un buen fuego, así entraréis en calor.
La boca de Sal esbozó una pequeña sonrisa y se armó de valor para levantarse. Willie tuvo la impresión de que necesitaba que la animaran un poco.
—Y hemos puesto agua a calentar para hacer té —añadió—, y a cocer la harina para el pan.
Bub tragó saliva ante la idea del té con pan y miró a su madre. El pequeño Johnny soltó la punta del cabo con la que estaba jugueteando y levantó los brazos para que lo cogieran.
—Pan, madre —gritó.
Sal se levantó y se envolvió junto al bebé en el chal. Thornhill vio que hacía un esfuerzo, pero que todavía no era capaz de encontrar las palabras necesarias para hablar. Bub alzó la voz para sacarla de esa torpeza.
—¡Tengo mucha hambre, madre!
Dick la cogió de la mano para ayudarla a salir entre las bolsas y los bultos de la bodega, y sobre las ramas que habían extendido en el fango, hasta la tierra seca.
La tienda, las llamas que crepitaban entre las piedras y el claro entre los árboles tan quietos parecían un lugar bastante acogedor. Sin embargo, al verlo con los ojos de Sal, Thornhill se dio cuenta de lo vulnerable que resultaba aquel hogar. Por contraste, la choza que albergaba la Insignia de Pickle Herring parecía tan sólida como la catedral de San Pablo.
Sólo entonces empezó a comprender la magnitud de aquella decisión. La vida aquí sería dura para Sal. Estaría sola una semana de cada dos, con sus hijos por toda compañía, mientras él llevaba el Esperanza río arriba y río abajo. Si les mordía una serpiente, no habría médico, ni siquiera un párroco que rezara una oración por el alma de un difunto. Su ciega pasión por este pedazo de tierra había permitido que pasara por alto todos los inconvenientes: Sal allí, intentando empezar una vida donde lo único humano era el resplandor de su propio fuego.
—Vamos a estar tan cómodos como una pulga en la oreja de un perro —anunció.
El silencio escéptico que siguió sólo fue roto por el lamento de un pájaro melancólico.
Los chicos observaron a su padre, con una mirada desconfiada en sus afilados rostros. Sal miró en derredor como si buscara algo que pudiera resultarle familiar. Thornhill se dio cuenta de que a Sal le parecía que todo estaba sin acabar: las gruesas matas de hierba, los árboles torcidos, el inquietante silbido del viento a través de las casuarinas. A través de sus ojos, aquel lugar no era más que el material con que el mundo estaba hecho, no el mundo en sí. No había una sola piedra labrada por la mano del hombre, ni un solo árbol plantado por un ser humano.
Thornhill había acampado a menudo con Blackwood, cuando habían quedado atrapados por las mareas. Sabía que una persona podía sobrevivir en ese lugar. Pero Sal nunca había ido más allá del jardín del Gobernador.
—¿Es aquí entonces, Will? —dijo Sal—. ¿Es éste el lugar?
No se trataba realmente de una pregunta. Ajustó el cabello que se le había escapado de su cofia.
El pequeño Johnny, que solía corretear por todas partes con sus diminutas piernecitas, permanecía apretado contra su madre, sin soltar un pliegue de su falda junto a su cara. Bub empezó a lloriquear. Con cinco años, ya era mayor para ese tipo de pucheros. Había ocasiones en las que Thornhill deseaba atizarle a su hijo un buen manotazo en la cabeza.
Durante breves instantes, vio que aquello era imposible. ¿Cómo podría un destello de humanidad —esta mujer de rostro pálido, estos niños que apenas tenían edad para andar y hablar— marcar alguna diferencia en la vastedad de aquel lugar?
Miró cuesta abajo hacia el río, rizado con el cambio de marea. Había algo en la suave luz que se reflejaba en él y en el resplandor de los acantilados que le hizo olvidar el gélido bosque, las dificultades, la desesperación que Sal no lograba ocultar. El cielo resplandecía, inmenso y lleno de una profundidad infinita. La vista nunca lograba abarcar toda aquella inmensidad. Una medialuna brillaba reluciente, como si acabaran de recortarla de una hoja de papel para pegarla en el firmamento: la misma luna que había visto levantarse mil veces en el cielo crepuscular sobre el Támesis. Al fin y al cabo, era la misma tierra, el mismo aire, el mismo cielo. Y ellos también eran las mismas dos personas que ya habían atravesado la muerte y salido al otro lado. Respiró hondo.
—No es tan diferente del Támesis, cielo —dijo—. Si te fijas bien.
Era cuestión de hacer que Sal viera las cosas con sus ojos: como una promesa.
—Es igual que el viejo Támesis antes de que llegaran los romanos.
Sal permanecía agachada con el bebé en la cadera, apretando sus dulces labios para contener las lágrimas, que estaban a punto de brotar como muy bien sabía Thornhill.
Debía callarse, darle un té caliente y un poco de pan y acostarla en la tienda. Por la mañana, a la luz del día, todo tendría un aspecto más acogedor. Sin embargo no podía callar, oía cómo su propia voz hendía el claro.
—Allí abajo, junto al barco, estaría la iglesia de Cristo, y el pequeño sendero sería la calle principal del Borough, ¿lo ves?
Lo que había empezado como fruto de su imaginación poco a poco fue tomando cuerpo mientras lo contemplaba; uno por uno, sus hijos volvían la mirada para ver la iglesia de Cristo y la calle principal. Señaló hacia la pared de los acantilados al otro lado del río. En un punto, se había desprendido parte de la escarpa y había dejado un corte profundo y claro, como la mancha de una papilla en la delantera de un anciano.
—¿Te acuerdas de la cuesta que había para subir hasta Saint-Mary-at-Hill? —dijo—. ¿Más allá de la Cofradía de Barqueros y todo eso? ¿A que es lo mismo?
Podía percibir su apremiante tono de voz.
—Y que sigue habiendo —contestó Sal, con la voz resquebrajada que sonaba entre un grito y una risa—. Sigue estando donde ha estado siempre.
Se sentó en el tronco que Thornhill había arrastrado junto a la hoguera y sacudió la cabeza, pensativa.
—El único problema es que nosotros ya no estamos allí.
Era lo más cercano a un reproche que había llegado a hacer.
—Cinco años no van a parecer mucho tiempo —dijo Thornhill.
Su voz sonaba muy poco convincente. Pero era todo cuanto podía ofrecerle, y, después de un momento, Sal lo aceptó.
—Sí, Will —dijo, como si fuera ella quien tuviera que tranquilizarle—. No parecerá mucho tiempo, y ahora, ¿dónde está esa famosa taza de té?
* * *
La sombra se deslizó para cubrir los acantilados dorados que se elevaban enfrente hasta convertirlos en un color plomizo. A medida que caía la noche, los árboles retorcidos seguían atrayendo sobre ellos la fracción de luz del aire.
Los Thornhill se instalaron en derredor del fuego, escuchando la noche y sintiendo su peso a sus espaldas. Más allá del círculo de luz, la oscuridad estaba repleta de sonidos secretos, pequeños estallidos y chirridos, repentinos crujidos y chasquidos, un piar persistente. Ráfagas de aire frío, como corrientes de aire procedentes de una ventana abierta, sacudían los árboles. Desde el río llegaba el croar de los sapos.
Cuanto más se acentuaba la noche, más se acercaban al fuego; lo alimentaban tanto que así desfallecía, las llamas volvían a arder y a llenar el claro con su luz trémula. Willie y Dick no paraban de alimentar el fuego, leño a leño, hasta que el resplandor volvía a bailar contra la parte inferior de los árboles. Bub se agachaba junto a un lado de la hoguera mientras arrojaba ramillas incandescentes.
Tenían calor, al menos en una parte de sus cuerpos, y el fuego los transformaba en el centro de un pequeño y cálido mundo. Pero también los convertía en seres indefensos. La oscuridad más allá del resplandor de las llamas resultaba tan absoluta como la ceguera.
Los árboles se volvían inmensos, dominándoles como si hubieran levantado las raíces y se hubiesen acercado sigilosamente a ellos. Sus figuras desvaídas se inclinaban sobre el claro iluminado por la hoguera.
El fusil descansaba al alcance de la mano de Thornhill, quien había aprovechado la última luz del día para cargarlo, fuera de la vista de Sal. Había comprobado el pedernal y llevaba el cuerno de pólvora en el bolsillo del abrigo.
Pensaba que tener un arma de fuego le haría sentirse seguro. ¿Por qué no era así?
El pan se había quemado al haberse asado demasiado rápido, pero reconfortaba el aroma que emanaba debajo de la corteza carbonizada. Los pequeños ruidos que hacían al comer retumbaban con estridencia en medio de la noche. Thornhill podía oír cómo bajaba el té por su garganta y las exclamaciones de su estómago cuando llegó a enfrentarse con el pan.
Alzó la vista allí donde ni siquiera el fulgor del fuego podía mermar el brillo de las estrellas. Buscó la Cruz del Sur, con la que había aprendido a guiarse, pero como a menudo ocurría, estaba jugando al escondite.
—Tal vez nos estén observando —dijo Willie—. A la espera.
Había un atisbo de pánico en su voz.
—Cállate la boca, Willie, no tenemos nada de qué preocuparnos —contestó Thornhill.
En la tienda, sintió cómo Sal se apretujaba junto a él bajo la manta. Había calentado una piedra en el fuego y la había envuelto en su abrigo para calentarle los pies, pero estaba tiritando. Jadeaba como un animal. La abrazó con fuerza y sintió el frío a sus espaldas, hasta que, al fin, su respiración se calmó y acabó durmiéndose.
Un fuerte viento se levantó por la noche. Thornhill podía oírlo sobre los peñascos, aunque abajo, en los valles, todo estaba tranquilo. El vaivén del viento en los riscos le recordaba el sonido de las olas rompiendo contra la orilla: un susurro que iba en aumento y luego se desvanecía. El valle parecía diminuto ante aquel océano de hojas y viento.
Cuando se tumbó para dormir en su propio suelo y sintió su cuerpo a lo largo de aquella tierra que era suya, tuvo la sensación de que había estado corriendo durante toda su vida y que al fin había encontrado el lugar donde detenerse. Podía oler el aroma de esa tierra rica y húmeda que entraba en la tienda. Podía sentir la forma del terreno a sus espaldas. «Mío —repetía para sí—. Mi tierra. La tierra de Thornhill».
Pero el viento que movía las hojas en lo alto del peñasco proclamaba algo totalmente diferente.
* * *
Una tienda estaba muy bien, pero lo que realmente delimitaba la concesión de tierra que un hombre quisiera reivindicar para sí era un rectángulo de tierra desbrozado y cultivado con algo que no hubiese estado allí anteriormente. Tenía semillas de maíz, un pico, un hacha y una pala. Sólo era cuestión de elegir una parcela y abrirla al cielo.
Junto al río había una larga franja de tierra llana y sin árboles, que era ya casi un campo. Sólo necesitaba desbrozarlo de las margaritas y arañar la superficie lo suficiente como para acoger un saco de semillas.
A la mañana siguiente, Thornhill se acercó con Willie a la primera luz del día, con una azada al hombro y con Dick tambaleándose detrás. La llanura se extendía a izquierda y derecha. Cualquier lugar era bueno para levantar el pico y hundirlo en la tierra.
Pero Willie se protegía los ojos con la mano mientras escudriñaba el horizonte.
—Mirad, padre —dijo—. Un bribón ya ha labrado la tierra ahí.
Era verdad: había una parcela de tierra recién removida y cubierta de una capa de rocío que absorbía la luz. Thornhill entrecerró los ojos para observar las plantas en la tierra removida. Le costaba verlo con el resplandor del amanecer. Unas margaritas yacían en el suelo, con las raíces cortadas. Con el tacón golpeó una que salió con facilidad.
Había soñado con este lugar, se había dejado arrastrar hasta amarlo demasiado pronto. Todo ese tiempo en que lo deseaba, cuando luchaba contra viento y marea y contra el agotamiento, espoleado por esa ansia, todo ese tiempo ya había sido demasiado tarde. Otro hombre había pisado esa tierra y la había trabajado con su pico. Al igual que todas sus demás esperanzas, también se veía despojado de ésta.
Respiró hondo y tuvo la sensación de que su respiración podía convertirse en llanto. Levantó la cara hacia el cielo, esperando que se le saltaran las lágrimas. Miró fijamente el vacío, casi podía distinguir las partículas de aire bailando unas con otras.
Sintió frío y humedad en el rostro, procedentes de esa parcela de tierra. El pájaro negro con su gélido ojo amarillo dio media vuelta y echó a volar.
Volvió a mirar. La tierra removida no formaba un cuadrado, como hubiera hecho un hombre con un pico. Un hombre que pensara cultivar una parcela de maíz no dejaría montoncitos de margaritas esparcidos por el suelo para que pudieran volver a crecer, sino que las arrancaría y arrojaría a un lado.
Le sorprendió la serenidad con la que habló.
—Sólo son puercos salvajes o algo así. Topos. Algo así.
Hablaba con un tono despreocupado, como un hombre a quien no le preocupara lo más mínimo un poco de tierra removida. Willie sabía que no debía contradecir a su padre.
—Topos... Pensáis que son topos —dijo.
Thornhill percibió cierta incredulidad en su voz. Dick les llamaba desde el lugar donde había enganchado la azada en un matorral, con una voz suavizada por el viento. Apareció tambaleándose, arrastrando la azada y se quedó mirando la tierra removida.
—La han labrado —dijo al fin.
Willie le contestó enseguida.
—No, Dick, padre dice que han sido topos.
Pero Dick no reparó la advertencia en el tono de su hermano y continuó con su aguda voz:
—Son los salvajes. Plantan cosas como nosotros plantamos patatas.
Thornhill examinó la parcela de tierra, de un gris seco ahora que la calentaba el sol. Dick podría tener razón, pensó, si no fuera porque todo el mundo sabía que los negros no plantaban nada. Deambulaban de un lado, a otro, recogiendo la comida cuando la tenían al alcance de la mano. Podían escarbar cosas de la tierra, si encontraban algo, o coger algo de un arbusto mientras pasaban delante. Pero, al igual que los niños, no plantaban hoy para poder comer mañana.
Y por eso les llamaban salvajes.
Thornhill se agachó y cogió un tallo con la raíz colgando entre sus dedos.
—Cállate la boca, Dick —dijo—. Los puñeteros negros no plantan nada.
Arrojó el tallo a lo lejos. Voló poco tiempo por el peso de sus raíces y cayó enseguida de nuevo al suelo.
* * *
Aquella tierra no se parecía en nada a la densa tierra de Bermondsey que se pegaba a los pies en grandes coágulos de barro cuando llovía. Ésta era una tierra fina y arenosa que se escurría entre los dedos. Las pequeñas matas de margaritas con sus raíces abultadas y vidriosas bajo la superficie de la tierra se desprendían con facilidad y podían amontonarse en el lateral del cuadrado excavado.
Aun así, era un trabajo que deslomaba a cualquiera. Thornhill podía remar sin cesar, pero diez minutos agachado y doblado sobre la azada le hacían sudar a mares. A medida que el sol ascendía en el cielo de la mañana, el calor se tornaba tan tórrido como en pleno verano en Inglaterra. Las moscas daban vueltas alrededor de su nariz y se le metían en los ojos. Creyó que iba reventar de calor, cocinado en sus propios fluidos.
Willie se dedicó a cavar con frenesí. Quería cavar cuanto antes para poder regresar al Esperanza y esperar allí, enrollando la punta de alguna cuerda o colmatando alguna brecha. Dick también quería ayudar, pero resultaba bastante inútil: escarbaba durante media hora el mismo trocito de tierra, ensimismado con su pequeña y enigmática sonrisa.
Sin embargo acabaron lo que habían empezado los topos o los puercos, y, por la tarde, ya tenían un cuadrado bien delimitado y excavado, listo para sembrar: no mayor que la tienda, pero lo bastante grande como para empezar. Su propósito no era tanto alumbrar un cultivo como lanzar un mensaje. Como izar una bandera en un mástil.
Envió a los muchachos a la tienda a por las semillas y se sentó a contemplar lo que habían hecho. Podía oír el «pic, pic, pic, pic» de algún insecto cercano en la hierba, un zumbido sonoro. Cerca, un pájaro contaba una historia, nota por nota, y, más allá, otro emitía un ruido parecido al crujido de una puerta que se abre y se cierra una y otra vez.
En aquella tierra de suelo irregular, donde el bosque cerrado cubría colinas y valles como un trapo arrugado, no había nada que pudiera parecerle humano a un hombre, sólo ese pequeño terreno cuadrado que había cavado. Podía oír cómo la sangre le golpeaba en los oídos y se le aceleraba la respiración en el pecho.
De pronto advirtió que dos hombres negros le estaban observando. No le importaba tanto que hubieran aparecido repentinamente como que hubieran decidido dejarse ver. Se habían puesto cómodos. Uno de ellos se mostraba erguido y apoyaba un pie en la rodilla, balanceándose sobre la lanza, reproduciendo la postura de las ramas que formaban un ángulo recto a su alrededor. El otro permanecía agachado, tan quieto como un guijarro.
Thornhill se incorporó. Como si lo estuviesen esperando, el hombre erguido dio un paso adelante: era un hombre canoso de carnes secas y fibrosas, con el pecho cuadrado y la barriga alta y redonda de un anciano. Sus partes pudendas apenas si estaban cubiertas, sin el menor pudor, por una cuerda en la cintura que sujetaba varios palos pero que no ofrecían ningún decoro. El otro hombre se levantó, tan alto como Thornhill ahora que se le veía de cuerpo entero, un hombre más joven y en plena forma, con una mata de pelo sujeta por una cinta de piel en la frente despejada. Ambos hombres llevaban el pecho y los hombros estriados por una serie de cicatrices que destacaban sobre la piel oscura.
Sujetaban las lanzas distraídamente. Thornhill no alcanzaba a ver la expresión de sus rostros. Sus ojos se ocultaban en la sombra de sus gruesas cejas y sus bocas se mostraban inmensas y adustas. Le miraban fijamente, sin miedo. Era su momento.
Thornhill se secó las manos en el lateral de su calzón. Sentía el roce de las palmas de sus manos contra la gruesa costura del tejido. Le reconfortaba. Lo hizo de nuevo y luego metió las manos en los bolsillos. Tenerlas guardadas en un lugar donde nadie pudiera verlas le hacía sentirse menos vulnerable. En algún rincón de su cerebro, se imaginaba introduciéndose entero en el bolsillo, agazapado en su cálida y oscura seguridad.
En lo alto de una casuarina, un pájaro trinó, divertido, y una breve brisa entonó un canto a través de las hojas. Al final, llegó a la conclusión de que no tenía más remedio que caminar hacia los hombres mientras les hablaba como quien se dirige a un par de perros recelosos.
—No me atravieses con tu lanza, eres un buen chico —dijo, dirigiéndose al más joven—. Te daría una taza de té, pero no tengo.
Pero el anciano interrumpió bruscamente sus palabras como si no tuvieran más importancia que el sonido del viento en los árboles. Finalmente habló. Lo hizo despacio, apenas un flujo de palabras como su piel, sin claros contornos. Mientras hablaba, gesticulaba moviendo la mano hacia el río y por encima de las colinas; luego hizo un simple gesto con la palma de la mano como si quisiera aplanar una colcha. A Thornhill le recordaba al señor Middleton cuando explicaba el movimiento de las mareas en Battersea Reach.
Pero las palabras sin sentido vertidas sobre él acabaron por hacerle enloquecer. Empezó a sentirse como un lerdo. Para superar ese sentimiento, interrumpió las palabras del hombre en un tono alto y alegre.
—Amigo mío... —empezó.
Le gustó cómo sonaba aquello. Nunca había llamado a nadie «amigo mío» como lo hacía la gente de la alta sociedad.
—¡Que me aspen, no entiendo nada de lo que me dices, amigo!
Era el modo con el que la pequeña nobleza solía dirigirse a él para que remara más aprisa o les cobrara menos, pero fingiendo que no se trataba más que de una broma.
Cuando calló, los hombres le observaron, expectantes. Thornhill se lamió los labios y habló de nuevo:
—No entiendo nada de lo que me dices, viejo —dijo—. Ni un carajo.
Se le ocurrió un pensamiento que le hizo gracia y se volvió más audaz.
—Como si quieres ponerte a ladrar, viejo —añadió, sintiendo cómo se le hinchaban las mejillas, divertido.
El rostro del anciano no expresó la menor muestra de haber entendido la gracia. Frunció los pliegues de la nariz. Su largo labio superior le daba un aspecto muy autoritario. Cuando habló de nuevo, heló el humor de Thornhill como agua arrojada al fuego. Realizaba movimientos entrecortados con el canto de la mano, mientras señalaba el cuadrado de tierra removida y las margaritas amontonadas que se marchitaban. Esta vez, su voz no sonó como las aguas mansas de un río, sino más bien como cantos rodando por una colina.
Thornhill gesticuló hacia los acantilados y el río que centelleaba entre los árboles.
—Ahora mi tierra —dijo—. Vosotros tenéis todo lo demás.
Dibujó un cuadrado en el aire con los brazos, señalando dónde empezaban y terminaban sus cien acres.
Según el orden natural de las cosas, lo suyo era sin duda una gota insignificante en medio de la inmensidad de Nueva Gales del Sur.
El hombre no se mostró impresionado. No miró en derredor para seguir el movimiento de los brazos de Thornhill. Conocía bien lo que había allí.
De pronto sonaron crujidos y gritos mientras Willie y Dick bajaban corriendo por la ladera con el saco de semillas. Cuando descubrieron a los negros, la sonrisa se les borró de sus rostros. Sal se asomó fuera de la tienda con el bebé en brazos. Thornhill percibió el miedo en su rostro. Agarró a Bub que intentaba salir corriendo y lo volteó tan fuerte que casi arranca de cuajo su escuálido brazo, y sólo lo soltó para sujetar a Johnny que intentaba seguir a su hermano.
Los negros parecían estar esperando algo. Thornhill se preguntó qué podría ofrecerles. El pico, el hacha, la pala: todos eran demasiado valiosos. Ojalá hubiese pensado en traer algo de Sídney para un momento como éste. Perlas. Había oído que regalaban perlas a los negros. Y espejos.
Habría resultado tan sencillo hacerse con un puñado de perlas o un par de espejos.
Pero Sal gritaba desde la tienda:
—¡Dales un poco de carne de cerdo! ¡Rápido! Toma, Will, aquí está.
Inmediatamente se acercó el bebé al hombro y la carne de cerdo en la mano. Así había actuado con Postilloso Bill. Algo le dijo que aquellos dos hombres eran diferentes de Postilloso Bill, pero al menos el cerdo —que no se encontraba en su estado más fresco pero aún era comestible— era algo que podía darles. Con un poco de suerte, lo tomarían y se marcharían.
—Corre, Willie, tráelo —dijo.
Podía notar la premura de su voz y un leve temblor que identificó con el miedo.
El ofrecimiento de la carne de cerdo y el mendrugo de pan duro parecía sacarles del apuro: los hombres negros por fin lo aceptaron. Después, esperaron con los víveres en la mano. Por lo visto no reconocían el cerdo como un alimento. Thornhill hizo una demostración y comió un poco; sintió la garganta áspera con la carne seca y fibrosa. Sin embargo no había mímica en el mundo que les hiciese comérselo.
Al cabo de un rato, el más joven puso su trozo de cerdo en la tierra. Se olió los dedos, arrugó la nariz y se limpió la mano en una mata de hierba. Era verdad, el cerdo se había vuelto de un color gris que, según la luz, adoptaba un tono verdoso. Los Thornhill se habían acostumbrado a mantener la respiración mientras comían, para no tener que olerlo.
Al parecer, aquello no era lo que esos hombres esperaban.
Thornhill pensó en las monedas que había en su bolsillo. Tenía un penique y una moneda de plata de seis peniques. No era tan bueno como las perlas, pero tal vez obtendrían el resultado deseado. Deslizó los dedos en su bolsillo para coger las monedas cuando de pronto Willie soltó un grito ronco:
—¡Oye, maldito ladrón! ¡Devuélvenos eso!
Y allí estaba el anciano con la barba gris, sorprendido con las manos en la masa, llevándose la pala. Willie lo agarró por el codo e intentó arrancársela de las manos, luchando con todas sus vigorosas fuerzas juveniles. El anciano logró liberarse, sin soltar la pala.
Empezó a gritar, lleno de ira, las mismas palabras una y otra vez y Willie le devolvió los gritos, a su cara cubierta de vello gris:
—¡Dámela, dámela!
Los dos torrentes de palabras fluían el uno contra el otro, como el mar que se junta con un río, entremezclándose con vehemencia.
La mañana estaba derivando en una espiral de pánico. Allí había demasiada gente y demasiadas pocas palabras. Thornhill se oyó gritar una sola:
—¡No!
Quería decir no a este momento en el que las cosas se le habían escapado de las manos.
—¡Déjale en paz, Willie! —gritó.
Y se acercó hacia el anciano. No fue nada premeditado, pero se dio cuenta de que había empujado su hombro. Era caliente y musculoso. Le dio una leve palmada y una vez dada una, le resultó fácil propinarle más. Señaló la pala y con cada palmada le gritaba a la cara:
—¡No! ¡No! ¡No!
Las palmadas en la piel del hombre parecían un lento e irónico aplauso.
El margen del río pareció sufrir un cambio de atmósfera. El semblante del anciano se cerró sobre sus sombríos pliegues. Alargó la mano y cogió un palo de madera curvo de la cuerda que llevaba atada a la cintura. El hombre más joven dio un paso adelante, alzando la lanza, con los pies firmes en el suelo y una mirada amenazante. Thornhill oyó entre los árboles un sonido de madera raspando madera y supo que era el ruido de las lanzas levantadas en las manos invisibles de los tiradores de lanzas. Oyó el grito ahogado de Sal y el llanto de Johnny silenciado enseguida por la mano de Sal.
Hubo un momento de gran tensión. Luego el anciano gruñó con un gesto despectivo y se dio la vuelta, dejando caer la pala al suelo. De un solo paso, retrocedió a las trémulas luces y sombras del bosque. La espesura se cerró tras él tan despacio como un telón.
El joven no se movió. El potente músculo de su brazo seguía contraído, listo para lanzar. Se acercó tanto que Thornhill podía percibir su fuerte olor animal y ver las afiladas astillas atadas a la punta de la lanza: algunas eran de piedra, pero reparó con gran asombro, como si lo estuviera soñando, que otras eran fragmentos de cristal. Alargó la mano y empujó a Thornhill en el pecho, luego le golpeó con fuerza tres veces en el hombro. Era como contemplar en un espejo lo que acababa de hacer Thornhill.
El hombre habló alto y fuerte y gesticuló con la mano con la que había golpeado a Thornhill. En cualquier idioma, en cualquier lugar, aquel gesto de la mano significaba: «¡Fuera de aquí!». Incluso un perro entendía un «¡Fuera de aquí!» tan evidente.
Se miraron fijamente a los ojos; el rostro del hombre negro reflejaba una expresión poderosa, llena de ira. Luego se dio la vuelta y siguió al anciano por el bosque. No se oyó el menor crujido de matorrales ni ruido de pasos sobre la hojarasca. Un momento antes, el hombre había estado allí con su rostro furibundo y la lanza en su mano. Ahora sólo quedaban allí el bosque y un pájaro trinando como si no hubiera pasado nada.
La cara pálida del pequeño Bub se asomó detrás de Sal.
—¿Por qué no nos han atacado con las lanzas, padre? —susurró—. ¡Podían haberlo hecho!
Johnny torció la boca, a punto de echarse a llorar, pero Sal le pasó la mano por el cabello con tanta fuerza que su cabecita osciló bajo su mano.
—No tienen motivos para atacarnos —exclamó.
Thornhill podía percibir en su voz un sentimiento de alegría y alivio.
—Nosotros les damos comida y ellos nos dejan en paz —dijo Sal, mirándolo de reojo—. ¿No es así, Will?
Thornhill no estaba muy seguro de si lo decía porque lo creía de verdad o por el bien de los niños, pero de buena gana le dio la razón.
—Vamos a estar muy bien, sin ninguna preocupación —dijo—. Ellos sólo han asomado la nariz porque querían la pala, nada más.
La recogió y la hundió en la tierra, haciendo un profundo corte en la superficie.
—Ya se han largado.
Sus palabras sonaron con determinación, pero el silencio se las tragó.
* * *
A la mañana siguiente, Thornhill se despertó al alba y se arrastró fuera de la tienda. Durante la noche, ésta se había inclinado todavía más. La hierba aparecía cubierta con una gruesa y transparente capa de rocío. Cada hoja de cada árbol refulgía. La neblina brillaba flotando sobre el río, pero alrededor de la tienda pequeños rayos de sol se filtraban entre las hojas que colgaban, matizando una suave luz verdosa. Un pelícano, sereno con sus anchas alas y su gran pico, planeaba en el cielo sobre el río.
Parecía como si nuevos árboles hubieran brotado alrededor de la tienda durante la noche. Le revolvió el estómago constatar que eran lanzas, clavadas en la tierra con tanta fuerza que las puntas se sumergían en ella.
Corrió de una en una lo más rápido que pudo, arrancándolas del suelo. En su mano, cada lanza parecía un objeto cotidiano. No estaba dispuesto a imaginárselas volando por el aire. Si conseguía deshacerse de ellas, sería como si nunca hubiesen estado allí. Estaba sacando la última, cuando Willie habló desde el umbral de la tienda:
—La próxima vez, seremos nosotros, ¿verdad?
Levantó la vista hacia los acantilados, sobre el río; la espesura gris cubría las cumbres.
—Si quisieran hacernos daño, no estaríamos aquí, hijo —dijo con calma y arrancó la última lanza del suelo—. Esto no significa nada.
Arrojó las lanzas al fuego, donde eran apenas unas ramillas ardiendo en la hoguera. Pero sentía un hueco en sus entrañas, justo allí donde podía atravesarle una lanza.
Willie no dijo nada. Thornhill pensó en Sal, en el momento en que apareció tan oportuna con la carne de cerdo para los negros, tan segura de sí misma.
—No hace falta asustar a tu madre con algo que nunca va a suceder —dijo.
El muchacho le miró, sorprendido, y Thornhill reflexionó sobre sus propias palabras. Era la expresión de miedo en el rostro de Sal, cuando oyó el crujido de los tiradores de lanzas: ése era el gesto de su mujer que no quería volver a ver.
—Tu madre es una persona con un corazón muy sensible —dijo, hablando con su hijo de hombre a hombre—. No queremos que se preocupe por una cosita de nada, ¿verdad?
Willie asintió y arrastró su pie sobre el agujero que había abierto una de las lanzas hasta que consiguió dejar la tierra como estaba.
—Sí, padre —dijo—. Nunca habrá de saberlo.
Ambos podían ver la columna de humo que se elevaba en alguna parte a lo largo del primer afluente, pero le dieron la espalda. Las lanzas ardían con furia.
—Hoy tenemos que sembrar esas semillas, hijo —dijo Thornhill.
Willie asintió, pero no miró a su padre a la cara.
* * *
Thornhill no tenía mucha fe en las semillas marchitas que había comprado en Sídney. Costaba creer que un puñado de algo con tan poca vida se convirtiera en una mazorca de maíz a la que una persona pudiera hincar el diente. Willie puso voz a aquel pensamiento.
—Nos han engañado, padre —dijo—. Estas pepitas nunca crecerán.
Willie era ya casi un hombre, pero aún no sabía cuándo era mejor mantener la boca cerrada.
Thornhill se agachó y enterró una semilla en la tierra con el dedo pulgar.
—Me da igual que estén vivas o muertas —dijo bruscamente—, mientras se diga que William Thornhill fue el primero en llegar aquí.
* * *
Sal arregló un pequeño rincón al que llamó «el patio», una exigua parcela de tierra que desbrozó hasta dejarla completamente lisa. Dentro de esos límites, trató de levantar algo que se asemejara a un hogar: una chimenea, rodeada de piedras, donde el hervidor y el puchero descansaban sobre las brasas; el barril lleno del agua del riachuelo así como una tabla de madera cortada de un tronco y apoyada sobre un par de piedras, que cumplía la función de mesa. Sal cocinaba, fregaba, barría y se sentaba sobre el tronco para remendar la ropa de sus hijos o moler la harina de maíz, como cualquier ama de casa.
Sólo se aventuraba fuera del patio para hacer sus necesidades y no se entretenía. Thornhill la veía volver con los ojos puestos en la espesura, las rocas, los acantilados y el cielo hasta que alcanzaban la mesa o la tienda o uno de sus hijos. Aquéllas eran cosas que Sal podía ver. Lo que había más allá era invisible a sus ojos. Thornhill observaba cómo apartaba la mirada del sitio donde los árboles murmuraban al viento.
Como cualquier prisionero, Sal tenía un lugar —la suave corteza de un árbol cercano a la tienda— donde trazaba una marca por cada día que pasaba. Todas las tardes se acercaba con un cuchillo y se tomaba su tiempo en grabar una línea recta. La noche del primer domingo tachó las seis líneas ya talladas hasta entonces. Parecía disfrutar con la manera en que la hoja del cuchillo rasgaba la corteza apergaminada.
—Cinco años son doscientas sesenta semanas —oyó Thornhill que le decía Sal a Willie—. Ya llevamos una semana, ya falta menos.
A medida que iban pasando los días, Thornhill alimentaba la esperanza de que Sal se olvidara de hacer una nueva marca. A veces, el día transcurría y él se decía que por fin Sal se había olvidado, pero después veía cómo su mujer agarraba el viejo cuchillo con la punta partida y se dirigía al árbol.
Si de camino de vuelta Sal cruzaba la mirada con su marido, ella le sonreía con alegría, sin mediar palabra, y él le devolvía la sonrisa, pero era un tema más del que no hablaban. Nunca habían tenido secretos el uno para el otro ni pensamientos no compartidos. Thornhill se dijo que era parte del precio que debían pagar —sólo de momento— a cuenta de lo que acabarían por conseguir.
Las palabras que ella no le decía eran que se sentía prisionera en aquel lugar, contando los días en su pequeño reducto de tierra batida, y no se lo decía porque no quería que Thornhill se sintiera como su carcelero. En cierto modo, Sal le protegía de sí misma.
Y si ella no se lo decía, ¿cómo iba a decírselo él? ¿Cómo iba a soltarle: «Siento mucho que mi mayor deseo en el mundo sea una cárcel para ti»? Si dijera eso, también debería añadir: «Sal, será mejor que volvamos a Sídney».
Thornhill ocultaba sus pensamientos más íntimos en la línea de sombra de su sonrisa: el miedo al fracaso. Que el maíz se muriera en la tierra o que el Esperanza se hundiera. Él los había traído allí, pero ¿sería capaz de ofrecerles una vida decente?
Sin embargo, después de que esas marchitas semillas llevaran enterradas quince días en la tierra, un diminuto brote verde y brillante surgió de cada una de ellas, lo bastante fuerte como para atravesar la tierra. Había elegido bien el momento: las temperaturas iban subiendo día tras día y las hojas crecían casi a simple vista gracias al calor húmedo. Encargó a los muchachos que regaran los cultivos: el agua del río era demasiado salobre y por ello cada gota de agua tenía que provenir del riachuelo. Thornhill esperaba que cuando los brotes crecieran un poco, ya no hiciera falta regarlos. Prometió a sus hijos que llovería; siempre llovía mucho en primavera. Pero mientras tanto, tenían que subir y bajar con el cubo de agua todas las tardes.
Por insistencia de su marido, Sal bajó también a admirar el cultivo, pero Thornhill se dio cuenta de que los brotes tiernos no la conmovían tanto como a él. La observó mientras regresaba por la ladera hacia la tienda en cuanto pudo, con la mirada apartada de la cerrada arboleda que cernía el patio.
Sal tenía miedo de que los pequeños vagaran por ahí y se perdieran en el bosque, así que, en ausencia de cualquier cosa que cumpliese la función de una valla, ataba a Bub y a Johnny al árbol más alto con largas cuerdas. Tampoco quería comer nada que no hubiesen traído con ellos: el cerdo salado, la harina y los guisantes secos. Un día, Thornhill intentó ofrecerle un manojo de unas hojas que crecían cerca del río y que le recordaban bastante al perejil ordinario, pero no quiso ni probarlo.
—Esperaré hasta que esté el maíz —dijo y levantó los ojos hacia él con una sonrisa—. Estoy bien con lo que tenemos, Will.
Thornhill se alegraba de verla sonreír, pero sabía que cuando le decía que podía esperar, no sólo se refería a su propio cultivo de maíz sino a sus cinco años de condena.
Todos los sueños de Sal giraban en torno al lugar que había dejado atrás: unos largos y alambicados sueños que le contaba mientras yacían acurrucados, posponiendo el momento en que tendrían que levantarse para empezar un nuevo día. «Me encontraba en la calle delante de nuestra casa», comenzaba. O «estaba caminando y pasé por Vickery a la vuelta de la esquina de nuestra antigua casa...», y percibía la nostalgia impregnada en su voz.
Ahora que ya habían sembrado las primeras semillas, la siguiente tarea consistía en desbrozar una parcela más extensa y sembrar más, no sólo como símbolo de su propiedad sino para crear un cultivo de verdad. En cuanto eso estuviera hecho, Thornhill sabía que tendría que construir una casa que fuera algo más que una tienda. En caso contrario, la forzada alegría de Sal no tardaría en desvanecerse.
Ninguno de los dos volvió a mencionar a los negros. No se habían dejado ver desde aquel primer día. A veces, Thornhill tenía la impresión de que tal vez no existirían si nadie pronunciaba esas palabras: «los negros».
No obstante, todos se sentían observados. Cada uno de ellos se detenía en medio de su tarea —arrojando una rama al fuego, masticando un bocado de pan— y echaba un vistazo hacia la espesura. Había algo peculiar en aquel lugar: cuanto más se esforzaba la vista en escudriñar, más confusas se tornaban las sombras. De vez en cuando, Thornhill vislumbraba alguna silueta observándolos. Pero, en cuanto hacía el menor movimiento para levantarse, la silueta se esfumaba para convertirse en unas ramas retorcidas.
* * *
Los cien acres que Thornhill había decidido hacer suyos abarcaban toda la tierra fértil junto al río y terminaban allí donde empezaba la montaña. Tenían una suave pendiente desde la pequeña ladera del promontorio, tan escarpado como el agua de un tejado, con una vertiente cubierta de rocas puntiagudas y una espesura de árboles retorcidos que se elevaban hacia el cielo.
Las primeras semanas de su estancia estuvieron dedicadas al trabajo más duro: cavar, desbrozar y cortar los árboles nuevos. Gracias a los cuidados diarios de los muchachos, el maíz crecía rápidamente. Thornhill empezó a pensar que cultivar la tierra no era nada del otro mundo. ¡Alimento producido por sus propias manos! La idea le hizo gracia y se rió. Se agachó para tocar las hojas suaves y frescas entre sus dedos.
No se animó a subir a la cumbre hasta que Willie comenzó a trabajar en el nuevo maizal tras cortar los cerca de veinte árboles jóvenes que había calculado que serían necesarios para construir una cabaña. Estaba deseando hacerlo: Punta Thornhill en toda su extensión a sus pies y la parcela de maíz que delimitaba un cuadrado en aquella tierra virgen. Sería otra manera de poseer el lugar: mirar hacia abajo y pensar que todo cuanto veían sus ojos era suyo.
Pero el camino hacia la cima estaba bloqueado en cada recodo por algún enorme saliente o alguna roca maciza de color pardo. Ante aquel paisaje, un hombre no era más que una minúscula hormiga trabajando duramente arriba y abajo antes de ser engullida por la inmensidad. Empezó a sentirse demasiado pequeño para aquel lugar pero se obligó a seguir adelante, escalando rocas y atravesando matorrales y gruesas matas de hierba. Podía oír su propio resuello. Tenía la mano empapada de sangre tras haberse agarrado a una mata de hierbas para ayudarse a subir un tramo peligroso. Las afiladas hojas le habían practicado un corte tan limpio y profundo como lo hubiera hecho un cuchillo.
Al final tuvo que dar la vuelta y resignarse a la plataforma de roca más plana que rodeaba la base de la montaña, como un escalón. Sobre su cabeza se abría un telón de cielo garabateado por las nubes. Los acantilados mostraban reflejos anaranjados a última hora del día. A sus pies, se extendía la tierra con forma de dedo pulgar, con el río a derecha e izquierda. Podía distinguir a Sal, ínfima en la distancia, agachada sobre la palangana en la improvisada mesa, y también a Willie apoyado sobre el pico, cuando tendría que estar cavando otra yarda de parcela para el cultivo de maíz.
—Te estoy viendo, Willie —gritó Thornhill—. Por Dios, hijo, te estoy viendo ahí.
Pero en aquel aire, su voz no tenía resonancia. Se aclaró la garganta para cubrir aquel débil sonido.
De pronto, bajo sus pies, una enorme hormiga de color miel salió corriendo de la grieta de una roca, recorriéndola en un zigzag como si la estuviera remendando. Corría muy rápido con sus patitas negras, con una pesada carga en su abultado y lustroso cuerpo. La hormiga le llamó la atención sobre la línea que había sido trazada recientemente en la superficie de la roca. Al principio pensó que se trataba de una falla formada por la acción natural del agua o del viento. Pero la línea se unía a otra un poco más allá, y luego a otra más. Incluso cuando se dio cuenta de que las líneas dibujaban la forma de un pez, lo primero que se le ocurrió fue admirar la manera en que la naturaleza podía reproducir un dibujo. Fue sólo tras ver la espina dorsal del pez, la réplica exacta de las espinas ramificadas de un sargo, cuando tuvo que admitir que aquello había sido creado por la mano del hombre.
Recorrió la longitud del pez, unas cuatro o cinco yardas. Las líneas parecían mucho más que unos simples arañazos: eran profundos surcos y medían una pulgada de ancho; destacaban tan nítidamente en la superficie gris de la roca como si las hubiesen tallado esa misma mañana. Una protuberancia en la superficie de la piedra proporcionaba al pez el aspecto de estar nadando a contracorriente y mostraba una larga boca fruncida que parecía a punto de abrirse, desvelando un sartal de dientes.
Hacia la cola se dibujaba otro conjunto de líneas rectas y triángulos que se sobreponían al pez: un trazado que no tenía sentido hasta que Thornhill dio la vuelta para observarlo desde el otro lado. Entonces vio que se trataba de un dibujo del Esperanza.
Se podía distinguir la curvatura de la proa, el palo mayor y la vela hinchada por un viento favorable. Incluso había un trazo que representaba el timón, inclinado sobre la popa. Lo único que faltaba era William Thornhill al manejo de ese timón, escuchando el crujido de los cabos y escudriñando el bosque mientras remontaba el río.
Se oyó a sí mismo espetar un sonoro grito de indignación. Tenía el mismo tono que aquel que empleaba un caballero en Fish Street Hill, cuando William Thornhill le robaba el reloj del bolsillo.
El grito fue engullido por el vigilante bosque como si nunca hubiese existido. Con el pie intentó borrar las líneas, pero ya habían pasado a formar parte intrínseca de la piedra.
Miró en derredor, pero no había nadie observándole, sólo los sempiternos árboles y el aire estancado, donde la luz se poblaba de sombras.
Pensó que aquello podía parecer un lugar deshabitado, pero cualquier hombre que hubiera recorrido el perfil de aquel pez, visto el timón y la vela del Esperanza retratados en la piedra, tenía que reconocer que no era así. Este lugar estaba tan habitado como un salón londinense donde el señor de la casa sólo se hubiera ausentado momentáneamente para ir a su habitación. Quizá no estuviera a la vista en ese momento, pero sin duda ahí estaba.
Más abajo, a lo lejos, Sal se incorporó y se dirigió hacia la cuerda que había colgado para tender la ropa. Thornhill no alcanzaba a ver la cuerda, sólo distinguía los cuadrados de los pañales del bebé que bailaban mientras los tendía uno a uno hasta permanecer quietos una vez que regresó a la tienda.
Le contaría lo del pez, incluso la llevaría allí para que lo viera. Pero aún no. Estaba lo suficientemente contenta dentro de su reducto de tierra batida: ¿de qué serviría mostrarle el otro mundo que se extendía más allá?
Thornhill empezaba a comprender que lo peor de que dos personas no se dijeran determinadas cosas era que, una vez emprendido ese camino, no había marcha atrás.
La cabaña no estaba aún terminada cuando, al cabo de su cuarta semana en el Hawkesbury recibieron su primera visita. Smasher Sullivan apareció un buen día con un regalo de bienvenida: algunas de las últimas naranjas recogidas de su naranjo, un paquete de polvo verde contra las ratas y una barrica de cal. Había adivinado algo que Thornhill no había previsto: lo que significaba para una mujer tener algo con que blanquear la colada y con que luchar contra las alimañas.
Llegó con marea alta y empezó a subir desde la orilla del río con la barrica al hombro y su perro a la zaga. Fuera de su esquife, era un tipo más bien enjuto, con el cuerpo de un muchacho pero el anguloso rostro de un hombre. A su ruda manera, tenía el aspecto de un dandi. Se había puesto sus mejores galas para la ocasión: un abrigo azul con botones dorados y una sucia camisa roja abrochada hasta arriba.
Smasher no era el tipo de hombre al que Sal, en circunstancias normales, habría dispensado una buena acogida. Pero le recibió como a un viejo amigo.
—Quítate el abrigo, ¡por Dios!, Smasher —exclamó, al ver cómo sudaba—. Entre amigos no hace falta andarse con tanta ceremonia.
Entregó el bebé a Dick para que lo sujetara y empezó a ajetrearse alrededor de Smasher para que estuviera cómodo: le cedió la mejor parte del tronco que, de momento, representaba lo más granado de su mobiliario, puso agua a hervir para preparar un té y mezcló unos panecillos de maíz con un poco de su preciada harina de trigo.
Smasher se sentó en el tronco y aceptó el agasajo. Sí, tomaría una taza de té, le gustaba el pan de maíz más que a nadie y algún que otro pequeño trago de ron también sería bienvenido. Miró al bebé a los ojos y enseñó a Dick cómo podía quitarse el dedo pulgar y volver a colocárselo. Thornhill se sentó a su lado para ser sociable, pero hubiera preferido mil veces estar podando algún árbol joven.
Smasher era un hombre hambriento de compañía, eso quedaba bien patente. No podía dejar de hablar. Les contó su historia, cómo le habían pillado en Mile End Road con una caja que se había caído de una carreta. Había estado a punto de devolvérsela a su dueño y era tan inocente como aquel dichoso bebé.
—Pero nadie cree a un pobre hombre, ¿verdad, señora Thornhill? —dijo mientras le guiñaba un ojo—. Tengo que deciros que hacéis unos panecillos de maíz deliciosos, señora Thornhill.
Thornhill le miró agriamente, sospechando que su cumplido no tenía otra intención que lograr que le pasaran de nuevo el plato de panecillos; pero al cabo de un rato, entendió que elogiar la comida era la manera que tenía Smasher de agradecer un poco de compañía humana.
—Tengo que confesar que poder hablar con alguien le alegra el corazón a un hombre —dijo.
Su sonrisa de pronto se tornó suave, se abría en su rostro curtido como una flor. Era la sonrisa de un niño sin malicia donde la vida había dejado su impronta.
La perra de Smasher era un enorme animal con manchas llamado Missy. Era la dulzura personificada junto a un hombre duro. Permaneció sentada a sus pies, mientras Smasher hablaba sin cesar hasta que pequeños esputos blancos aparecieron en la comisura de sus labios; el hombre le daba trocitos de comida con los dedos y se inclinaba hacia ella, acariciándole las orejas.
—Es el mejor perro que haya tenido un hombre jamás —comentó—. Impide que uno se vuelva loco en este rincón olvidado de la mano de Dios.
El perro entrecerró los ojos de dicha.
Sal le contó todo a Smasher: la vida en Swan Lake y en Butler's Buildings, cómo Dick se había hecho esperar para venir al mundo hasta que fondearon en Ciudad del Cabo y por qué la taberna de Sídney se había llamado la Insignia de Pickle Herring. Le mostró el tronco del árbol bajo el cual estaba sentado Smasher, con la cuenta de los días marcada, y grabó ahí mismo la marca de esa jornada para enseñarle cómo lo hacía, a pesar de que aún no era de noche.
Por primera vez, Thornhill comprendió lo mucho que Sal echaba de menos tener gente a su alrededor. Era una pequeña muerte no poder componer una historia con los cotidianos avatares de la vida y compartirlos con alguien para quien todo era nuevo. A Thornhill le pilló desprevenido un sentimiento de remordimiento, al percibir la voz cálida de Sal y al observar cómo su rostro se iluminaba como no lo había hecho desde su llegada al río.
Sal nunca había hablado de su soledad. Y a Thornhill no se le había ocurrido preguntar. Formaba parte de aquella franja de silencio que existía entre ambos.
Al cabo de un rato, Dick empezó a impacientarse con el bebé y Sal lo cogió para que el muchacho pudiera salir a jugar a la taba con sus hermanos. Una vez que los niños ya no podían oír, Smasher abordó el asunto de los negros. Por lo visto, para él no había ninguna historia demasiado escabrosa sobre ellos que no pudiera repetir.
Habían arrancando la cabellera a dos hombres vivos en South Creek, comentó, y se habían llevado a un niño de su cuna, lo habían degollado y se habían bebido toda su sangre hasta dejarlo seco. Thornhill se imaginó la escena: las bocas negras en la carne blanca. Cuando le presionaron un poco, Smasher admitió que no había presenciado el suceso personalmente, pero que había hablado con un hombre que había estado allí y que juraba y perjuraba que era verdad. Habían abierto en canal a una mujer, siguió contando, allá abajo, en Cow-Pastures. Le habían arrancado el bebé de su vientre y se lo habían comido. Tampoco había presenciado aquello, pero juró, con la mano en el corazón de franela roja, que había salido en la Gazette, así que debía de ser cierto.
Exultante de alegría al tener quien le escuchara, Smasher no reparó en que Sal estaba muy pensativa. Se sentó en el tronco, abrazando a Mary con tanta fuerza que la tranquila criatura soltó un alarido. Thornhill llamó la atención de Smasher cuando éste empezaba ya otra historia.
—Ya es suficiente, Smasher —dijo, en un tono más desabrido de lo que pretendía. Intentó hablar con más ligereza—. ¡Como sigas así, nos tendrás a todos muertos de miedo!
Smasher calló.
—¡Oh! —exclamó, para tranquilizarla—. No tenéis nada de qué preocuparos, señora Thornhill, siempre y cuando el señor Thornhill tenga siempre a mano su fusil.
No era el tipo de seguridad que Thornhill deseaba y apartó la vista sin responder. Pero Smasher no se dio por aludido.
—Yo tengo tres fusiles —continuó—. Cargados y listos para disparar al primer culo negro que se me acerque.
A Thornhill le entraron ganas de estrangular a Smasher.
—Ya basta —dijo.
Pero Smasher se sentía embriagado por la compañía.
—Un látigo —prosiguió Smasher, dirigiéndose a Sal—. Resulta muy útil tener a mano un látigo para lidiar con esos salvajes negros que andan por ahí —asintió y le sonrió—. Y los perros. Como Missy. La he adiestrado especialmente para que ataque a las pieles negras.
Ninguno de los anfitriones contestó. Thornhill puso el corcho en la botella de ron, con un ruido notable, pero Smasher se bebió su vaso de un trago y tendió la taza vacía para que se la rellenara.
—La marea no tardará en bajar, Smasher —dijo Thornhill—. No querrás perderla.
Por fin, tras numerosos y sonoros saludos de despedida, Smasher subió a su barco y desapareció hacia el atardecer.
No había nada que decir. Smasher había llenado el lugar de ruido, pero había dejado atrás su reflejo en un espejo: un silencio donde retumbaban sus truculentas historias.
Más tarde, cuando los niños se durmieron, crujiendo los unos contra los otros en su camastro de hierba seca, marido y mujer también se acostaron. Ése era el mejor momento del día para Thornhill. Todo el desmesurado mundo se reducía a la llama de la mecha en el platillo. Las sombras ocultaban la lona de la tienda que colgaba a su alrededor, los bultos desordenados de sus enseres en el suelo, la pobreza que habían alcanzado sus vidas. Sal volvía a ser aquella muchacha que sonreía con un gesto sereno y una boca irresistible. Thornhill cortó una de las naranjas de Smasher y le dio los gajos, uno a uno, a medida que los iba cortando con la navaja. Le alegró ver a Sal recostada, apoyada en un codo mientras comía, y sentir el olor acre a su alrededor, caliente y denso: el olor a rayos de sol.
Pero en cuanto acabó la naranja, Sal se volvió sombría, con la mirada perdida en la llama de la lámpara.
—Ese Smasher... —dijo Thornhill y se obligó a reír—. ¡No hay otro igual para inventarse una buena historia!
Sal le miró, con la cara semioculta por la luz de la lámpara.
—¿Crees que no son más que patrañas?
Thornhill percibió la duda en su voz, y también la esperanza. Emitió su sentencia con total convicción:
—La mayor falacia que he oído jamás, puedes creerme, amor mío.
Pero no lograba olvidar a Smasher agitando las manos ante sus ojos, ni tampoco el saco negro que una vez había sido un ser humano y que vio colgado de aquel árbol.
Sal volvió la vista a la lámpara con la mirada fija en la retorcida mecha de trapo que ardía. De perfil, tenía el rostro tan serio como la efigie de una moneda. Cuando volvió a hablar, lo hizo en una voz tan baja que Thornhill apenas podía oírla.
—La forma con la que hablaba del látigo... —dijo, y se pasó la mano por los labios como si quisiera borrar las palabras que recordaban esa historia—. No me gustó nada la expresión de su cara —le miró directamente a los ojos—. Tú crees que soy una mujer tonta —continuó—. Pero Will, júrame que nunca harás una cosa así.
Thornhill recordó la mañana en la que Collarbone fue ahorcado en un largo suplicio. La pregunta de Sal acerca de la ejecución y su respuesta: «Limpio como un silbido». ¿Qué sentido había en partirle el corazón con la verdad?
Al abrigo de la luz de la lámpara, con la noche fuera y el licor de Blackwood confortándole las entrañas, le pareció una promesa bastante fácil de cumplir.
—Yo nunca haría una cosa así —dijo—, nunca jamás.
Y Sal se relajó junto a él y se quedó dormida enseguida; el peso de su cuerpo era dulce como el de un niño junto a él. Thornhill tenía la mirada perdida en las sombras.
* * *
Construir una cabaña de corteza podía parecer algo bastante sencillo, hasta que uno se ponía manos a la obra. Cada fase de la construcción le presentaba a Thornhill nuevos e imprevistos obstáculos. La tierra era demasiado rocosa como para poder cavar un agujero lo suficientemente grande para clavar los postes de sujeción y demasiado arenosa para afianzarlos firmemente. Los árboles jóvenes que parecían tan rectos en el bosque resultaron torcidos y las hojas de corteza se rompían en cuanto las arrancaba de los árboles.
Sin embargo, cuando empezó a cortar la madera, desbrozar la tierra y construir la cabaña, descubrió a un nuevo William Thornhill: un hombre capaz de trabajar duramente para superar las dificultades que aquel lugar salvaje ponía en su camino hasta conseguir levantar su morada. El claro de tierra desbrozada crecía día tras día. El lugar se iba llenando con los ruidos que ellos mismos hacían: el sonido seco y entrecortado de la tala de árboles, el crepitar del fuego mientras ardían las ramas cortadas con anterioridad, los golpes del pico en la tierra cuando cavaba. Les había llevado varios días limpiar la parcela y ampliarla para plantar más maíz y, cuando por fin hubieron concluido, descubrieron que algún roedor había hecho un agujero en el saco de semillas y se las había comido todas, por lo que tendrían que retrasar la siembra hasta que Thornhill regresara a Sídney.
Para cuando Sal hubo marcado la quinta semana, ya se levantaba una cabaña en el patio. No ofrecía ninguna de las comodidades que hubieran deseado: faldones de corteza que se recogieran hacia atrás en unas estacas de cuero para dejar pasar la luz, un fogón y una chimenea. Todo eso tendría que esperar.
No obstante, la cabaña se erigía en su parcela de tierra batida, destacando claramente contra el bosque enmarañado y sólo se levantaba torcida en determinados puntos.
Al menos nadie podría pensar que el lugar estaba deshabitado.
El aire era distinto en el interior de la cabaña. Fuera, los incesantes zumbidos y estallidos del lugar se cernían sobre una mota de vida humana, como el agua rodeando un guijarro. Pero cuando tenía una cabaña donde refugiarse, una persona volvía a ser algo diferenciado de aquel lugar, moviéndose en una atmósfera de su propia creación.
También el bosque adquirió un aspecto diferente. Fuera, la vista se confundía con esa profusión de detalles: cada hoja y cada tallo eran distintos y a la vez iguales. Enmarcado por el hueco de la puerta o de la ventana, el bosque se convirtió en algo que podía mirarse por partes a las que atribuirle un nombre: ramas, hojas o hierba.
Al caer la noche, con la luz humeante de la lámpara, un trago de ron a mano y su pipa llena, resultaba incluso un lugar acogedor. Thornhill estaba dispuesto a sentirse orgulloso de su obra.
A la luz del día, tenía que reconocer que se trataba de una casa bastante tosca. La corteza presentaba una superficie peluda, como si la cabaña fuera el basto pelaje de algún animal lento, y la parte de abajo, vista desde dentro, mostraba una fea rugosidad. Todas las hojas de corteza empezaban a enrollarse en las extremidades, dejando huecos lo bastante amplios como para que cupiera un brazo. La diferencia entre el interior y el exterior no resultaba tan rotunda como hubiera deseado. Una mañana, Willie y Dick se levantaron de su jergón de hierba seca cuando una larga y negra serpiente se deslizó tras ellos como si fuera otro muchacho dispuesto a tomarse un trozo de pan frito y una taza de té. Todos observaron —una familia petrificada— cómo ese cuerpo negro y zigzagueante avanzaba despacio por el suelo de tierra, rodeaba un plato y salía por uno de los huecos de la pared. Sal fue la primera en reaccionar.
—Hay barro —dijo—. A la vuelta del sitio donde cogemos el agua. Willie, Dick y tú, id allí después de desayunar y taparemos todos los agujeros.
Hablaba con suma tranquilidad, como si mantener serpientes fuera de la casa fuese algo que se hiciera todos los días de la semana. Nunca dejaba de sorprenderle.
—Sólo hace falta taponar hasta la altura de una serpiente —añadió—. No pueden saltar, ¿verdad, Will? —era una buena broma—. Ataremos otro trozo a ras del suelo. Como si lo cosiéramos. Tampoco hace falta que dure mucho —añadió con indiferencia, como si todo aquello no pasara de ser un incidente divertido—. Nos servirá hasta que nos marchemos.
Algo en él se apartó de aquel pensamiento. En la cama de la Insignia de Pickle Herring, cinco años habían parecido mucho tiempo. Ahora, con los tallos empezando a brotar en un lado del árbol, ya no le parecía un periodo de tiempo tan largo.
* * *
Tras comprobar que Sal se sentía tan sola como para disfrutar incluso de la compañía de Smasher Sullivan, Thornhill animó a Smasher a difundir entre los demás colonos la hospitalidad que le habían dispensado y, al domingo siguiente después de instalarse en la cabaña, recibieron la visita de un grupo de vecinos. Era sorprendente cómo las personas surgían de aquel lugar deshabitado, como termitas saliendo de una viga de madera, cuando se trataba de ser agasajado generosamente con unos tragos de ron. En lo que a Thornhill respectaba, podía prescindir completamente de esa gente, pero les dio la bienvenida con tal de agradar a Sal.
Smasher fue el primero en llegar, en su apretado abrigo azul.
Por lo visto para él era una cuestión de orgullo llegar y marcharse luciendo ese abrigo, a pesar de que Sal, nada más verle, le apremió para que se lo quitara y él no se hiciera de rogar. A medida que iban llegando los demás vecinos, Smasher se los presentaba con su escamosa cara roja de placer por tener compañía.
Birtles era un hombre gigantesco con unas orejas enormes y reviradas y una gran cantidad de vello en la cara. En la parte de atrás de su cabeza calva, el cuero cabelludo mostraba profundos pliegues, como la cara de un bulldog. Birtles tenía nombre de pila, pero Smasher lo presentó como «Sagitty». Eso dio pie a una pequeña historia para iniciar la conversación. Al parecer, cuando era un muchacho, algunos hombres del clero en Stepney dijeron que era muy sagaz por algo que había hecho. Birtles se molestó, pensando que el párroco se estaba burlando de él, hasta que el hombre le explicó que se trataba de un cumplido y se quedó con el nombre.
La vida de Sagitty no reveló tanta sagacidad. Le pillaron robando cuatro sacos de hollín en Mill Street en Stepney, por lo que hubo de pasar tres años con grilletes en Van Dieman's Land. En sus tobillos, las cicatrices se habían tornado moradas allí donde el metal había rozado la piel hasta dejarla en carne viva. Ahora vivía en Dillon's Creek, una zona muy fértil detrás de una colina, con una parcela de trigo y un par de puercos. Tenía que cargar a hombros cada saco de grano que cultivaba, colina arriba y luego abajo al otro lado, para llevarlos hasta el barco que los transportaba hasta el mercado, y ahora tenía los hombros encorvados como los de un escribano y una joroba del tamaño de un huevo en la parte trasera del cuello, justo allí donde apoyaba los sacos. Había tenido una vez mujer y un par de bebés, pero, al parecer, los tres habían muerto bajo el tórrido calor de ese sol despiadado. Tenía un lujo poco habitual: un vecino, un tal George Twist, pero había bebido la noche anterior hasta desplomarse y no hubo manera de despertarle para ir a visitar a los recién llegados.
Al oírle, parecía como si Sagitty Birtles estuviera siendo robado constantemente por los negros. Se habían llevado su hacha, comentó, y un plato de hojalata del interior de su choza, así como una camisa que acababa de lavar y tender en un arbusto. También le habían arrebatado sus dos últimas gallinas, las dos que le quedaban después de que los perros salvajes se hubieran dado un banquete con el resto.
Sal dirigió a Thornhill una fugaz y cómplice mirada, con una sonrisa que le recordó la gallina del señor Ingram.
Pero el robo del trigo de Sagitty —el fruto de tanto esfuerzo, los valiosos sacos que estaba a punto de cargar por la colina hasta el barco— no tenía ninguna gracia. Los negros no eran más que unos malditos ladrones, afirmaba, que se aprovechaban del duro trabajo de un buen hombre. Siempre que los veía rondar por ahí, les daba una buena lección.
Cuando pronunció esas palabras, «una buena lección», Thornhill vio cómo intercambiaba una sonrisa cómplice con Smasher. Después, se echó hacia atrás y se rascó la barbilla, donde la barba era más áspera. El ruido sonó con fuerza en el silencio que siguió a sus palabras.
Thornhill se puso a imaginar qué forma adoptarían las lecciones de Sagitty. Abrió la boca para cambiar el rumbo de la conversación, pero Smasher se le adelantó. Habló casi como si soñara.
—Son como las puñeteras moscas, ¿verdad? —dijo—. Matas a una y aparecen diez para su funeral.
Esa palabra detuvo en seco a Sal, que estaba ajetreada en el fogón cocinando más panecillos de maíz. Se giró con un palo en la mano e intercambió otra mirada con su marido. Smasher se percató de ello.
—Oh, no estoy hablando exactamente de matar —dijo, pero el tono de su voz desprendía la desafección de un hombre que mentía, y cuando Sal apartó la mirada, guiñó un ojo con solemnidad a Thornhill—. Sólo los dispersamos, por así decirlo —continuó, desviando la mirada y soltando una sonora carcajada.
Después llegó Webb, un hombre enjuto con el pelo tan hirsuto como el de un perro, que dejaba al descubierto matas de pelo cortadas a machetazos por culpa de los piojos, como hacía Sal con el pelo de sus hijos. Webb rechazó la invitación para sentarse en un tronco y se acomodó directamente en el suelo.
Thornhill esperaba que la conversación tomara otra dirección pero, al parecer, los negros eran el único asunto de lo que quería hablar la gente. Webb12 —lo llamaban «Araña»— vivía en Half Moon Bend, un lugar delimitado en tres vertientes por acantilados y bosque. A los negros les resultaba fácil bajar por la colina. Habían llegado un día cuando la enfermiza señora Webb se encontraba sola en la cabaña. Querían su falda, pero no sabían cómo desabrochar la prenda, así que cogieron una navaja y rajaron la tela, dejando a la buena mujer en enaguas. También se llevaron la comida que estaba preparando —una gallina con el puchero incluido— y, para cuando regresó Araña, hacía mucho que se habían marchado.
Araña era un hombre que había nacido con poca suerte. Le pillaron en el mercado de Smithfield, después de que un hombre reconociera los botones plateados de su abrigo como aquéllos que habían desaparecido de la casa de su señor una semana antes. Ahora, al margen de la visita de los negros, siempre era el primer colono en padecer las inundaciones y ver sus cosechas devoradas por las larvas del maíz. Había perdido un hijo a causa de la mordedura de una serpiente y otro de epilepsia.
Thornhill pensó para sí que no debió de haber puesto el nombre de «Nunca Falla» a sus tierras.
Para venir de una cabeza tan pequeña, la voz de Araña era sorprendentemente grave.
—Son una plaga —dijo—. Lo mismo que lo son las ratas.
Thornhill pensó que hablaba de la misma manera en que lo haría un hombre al que hubieran ahorcado y que hubiera regresado de la muerte. Algo, como era evidente, que podía aplicarse a todos ellos.
Al igual que Smasher, Araña aprovechaba todo lo que podía tener quien le escuchara.
—Nos descuartizan como nosotros lo hacemos con los animales salvajes —dijo—. Se comen las mejores partes.
Smasher frunció la cara, divertido, y exclamó.
—¿Qué partes serían ésas, Araña? ¡Tú serías un plato bastante magro y seco!
Aquel comentario cambió el tono de las risas, como si cada uno de ellos de pronto se imaginara su propio cuerpo cuidadosamente troceado para ser devorado.
Las tierras de Loveday se hallaban en el margen opuesto a donde vivía Webb, por lo que habían llegado juntos. Thornhill conocía a Loveday por haber transportado, en más de una ocasión, sus cosechas de calabazas y melones a Sídney. Era un hombre alto y un tanto contrahecho que sabía tanto de agricultura como un hombre en la luna. Pero cualquiera podía hacer crecer algo en las fértiles riberas del río.
Se sentó en el tronco cruzando las piernas como lo haría un hombre en un salón. A pesar de tener la cara demacrada de alimentarse sólo a base de calabazas y melones, Loveday tenía algo de caballero, pues le encantaba oír el sonido de su propia voz aduladora. Estaba fuera de lugar entre esos hombres que no poseían más vocablos que monedas. Loveday —«Párroco», como le llamaba Smasher—, era el único que llevaba botas, aunque las suyas habían sido elaboradas para un hombre con los pies mucho más grandes.
También Loveday tenía una historia que contar sobre los negros y se puso en pie para disfrutar por completo de su momento: un día, un nativo le había herido con una lanza mientras estaba aliviándose en los matorrales. Incluso desabrochó sus calzones y los bajó en un costado para mostrar la cicatriz en su cadera. Desde aquel día, afirmó, no había encontrado alivio, y esperaba regresar a Inglaterra, donde un hombre podía atender a sus necesidades fisiológicas sin recibir una lanza en sus posaderas.
Incluso el siempre lúgubre Webb se rió. Loveday miró a su alrededor con su cara huesuda sonrosada de placer ante el deleite de gozar de un público, y guiñó un ojo a Sal. Thornhill se dio cuenta de que Loveday guardaba cierta distancia con respecto a ella, para no avasallarla con su estatura: la delicadeza de todo un caballero. Le agradó que Sal se riera. Él mismo se aseguró en ser el que más se riera después de que acabara de contar la historia, para que Sal supiera que sólo se trataba de una historia inventada para entretener a los recién llegados y no de un hecho real.
Aquello era un valle de hombres, con excepción de dos mujeres: la señora Webb, que no había acudido porque debía cuidar de uno de sus hijos que estaba con fiebre, y la viuda señora Herring, que había asistido sola, remando desde Cat-Eye Creek. Por lo visto, la señora Herring era lo más parecido a un médico que había en este lado del río. Podía ayudar a traer un niño al mundo o suturar una herida de hacha; había salvado al menor de los Webb cuando enfermó de tos ferina. No era ninguna belleza; poseía una frente amplia y cuadrada, unos ojos saltones que parecían salirse de sus órbitas y una sonrisa de medio lado que siempre sujetaba una sucia pipa.
La señora Herring era una mujer muy perspicaz. Su boca torcida parecía dar la impresión de tener siempre un enjambre de pensamientos en mente, aunque se guardara la mayoría para sí.
Cuando la señora Herring llegó, Sal la abrazó como si fuera una hermana a la que no hubiera visto en mucho tiempo. Le costaba dar crédito al hecho de que la señora Herring viviera sola en sus pocos acres en Cat-Eye, sin más compañía que sus gallinas.
—Señora Herring, ¿no os sentís sola allí arriba? —le preguntó — ¿Sin tener a nadie cerca?
La señora Herring sacó la pipa de su boca y empezó a prensar el tabaco en su interior.
—Prefiero mi propia compañía a la de otros que conozco —respondió, dirigiendo una mirada a Smasher—. En cuanto a los negros, les doy lo que quieren —vaciló un momento—. Vienen y se sirven de vez en cuando, hago la vista gorda.
Thornhill advirtió que Smasher torcía la boca, como si hubiera mordido un limón. La señora Herring se llevó de nuevo la pipa a la boca y añadió:
—Tal y como yo lo veo, tengo bastante. Una vieja como yo no necesita gran cosa.
Sal sonrió, mientras acunaba al bebé en sus brazos para que se durmiera, sin quitarle los ojos de encima a la señora Herring, esperando una respuesta más larga. Estuvo a punto de preguntarle de nuevo, pero reparó en que los hombres lo encontraban divertido y Smasher carraspeó y se levantó para escupir la flema detrás de un matorral. Cuando el hombre se dio la vuelta, su mirada se detuvo río abajo.
—Tom Blackwood está de camino —dijo.
Thornhill vio cómo intercambiaba de nuevo una mirada con Sagitty y cómo torcía de nuevo el gesto.
—Más vale que ates al perro, Smasher —dijo Sagitty, volviéndose hacia Thornhill—. A Missy le da por atacarle, como si fuera unos de esos negros mal nacidos —añadió—. Tiene gracia, ¿no?
Durante las cinco semanas que llevaban en el río, Thornhill no había visto a Blackwood, aunque sabía que seguía navegando en una pequeña embarcación de fondo plano que había comprado para sustituir al Reina, abasteciendo a Crown y a Blue Boar en Green Hills. El licor de Blackwood era único, quemaba la garganta de quien se atreviera a tomarlo y le dejaba los ojos parpadeantes ante un mundo que se tornaba doloroso y punzante a la mañana siguiente. Pero tenía licor en abundancia y a un precio razonable. Podía ganarse la vida con ello y si bien Blackwood no era un hombre rico, no parecía importarle.
Cuando llegó al claro de Thornhill a última hora de la tarde, con una barrica de licor al hombro como regalo de bienvenida, hizo que aquel lugar de pronto pareciera pequeño. Irradiaba tal autoridad que hasta el mismo Sagitty, un tanto fanfarrón, se quedó callado observándole con desazón mientras jugueteaba con la barba que le rodeaba la boca.
Thornhill conocía a Blackwood mejor que cualquier hombre del río y sin embargo no sabía nada de lo que pasaba por su mente. Nunca había visto la laguna de Blackwood. En más de una ocasión le había insinuado que tal vez le fuera a visitar, pero había algo en Blackwood que le desanimaba a hacerlo. Thornhill pensaba que se debía a la destilería ilegal. Aquello le parecía una reticencia un tanto ridícula, pues todo el mundo sabía que la tenía. Pero si Blackwood quería mantener su privacidad, no sería Thornhill quien se fuera a entrometer.
Blackwood ponía nervioso a Smasher, quien empezó a hablar en un tono ofendido.
—Esos ladrones mal nacidos vinieron anoche —dijo Smasher—. Me robaron la jodida pala que utilizo para cagar, con el permiso de las damas.
Blackwood declinó el ofrecimiento para sentarse en un tronco y optó por agacharse a un lado. De perfil, su rostro parecía esculpido en piedra: una nariz imponente, una boca carnosa que no dejaba traslucir nada. Smasher volvió a la carga:
—No tienen derecho.
Pero Blackwood le interrumpió bruscamente y se dirigió directamente a Thornhill.
—Esas margaritas allí abajo...
Todos observaron cómo cogía un trozo de cuerda que se hallaba en el suelo, cuya tralla se había soltado, y empezaba a enrollarla en la mano.
—Ñames de margaritas, los llamo yo —ladeó la cabeza para señalar el sitio—. Apenas queda alguno.
Lo cual era bastante cierto. Resultaba fácil deshacerse de las margaritas porque, una vez que se arrancaban, no volvían a crecer como ocurría con otras malas hierbas.
—Me ofrecieron un par de ellas cuando llegué —continuó Blackwood. No hacía falta preguntar a quiénes se refería—. Y yo les di un pequeño salmonete a cambio —prosiguió mientras asentía con la cabeza al recordarlo—. Son unas cosas grumosas, como los huevos de un mono.
Su risa sonó tan fuerte que despertó al bebé. Thornhill se dio cuenta de que Blackwood volvía a saborearlo mentalmente.
—En general, es una cosa bastante buena de comer, ¿no es así? —dijo la señora Herring, mientras fumaba su pipa e ignoraba las hoscas miradas que le dirigían Smasher y Sagitty.
—Tienen un sabor dulce —estuvo de acuerdo Blackwood—. Y también una textura harinosa después de asarlas un poco.
Pero Blackwood no había venido para hablar del sabor de los ñames.
—Verás, esos ñames crecen en la misma tierra donde estás cultivando el maíz —continuó—. Vosotros los arrancáis y eso significa que ellos pasan hambre.
Después de decir lo que pensaba, se giró y miró hacia el río, donde el sol empezaba a ponerse. Pero Sagitty estalló, lleno de ira:
—¡No han hecho nunca nada! —espetó—. ¿Los habéis visto alguna vez partirse el lomo para trabajar la tierra?
Golpeó su taza de hojalata en el suelo con tanta fuerza que parte de su contenido se derramó.
Sin quitar la vista de los acantilados, Blackwood siguió hablando, haciendo caso omiso a lo que acababa de oír.
—Ha habido una reunión —dijo—. El Gobernador llegó a bordo del Marsopa y fondeó al final de ese promontorio de allí —movió la cabeza para indicar el lugar—. Uno de los negros hablaba un poco de inglés.
Enrollaba cuidadosamente la tralla con sus gruesos dedos y parecía dirigirse más a la cuerda que a las personas que le rodeaban.
—En esencia, el Gobernador les aseguró que ya no habría más colonos blancos más allá del segundo afluente.
—¡Mientes, Tom Blackwood! —exclamó Sagitty, pero Blackwood ató la tralla tranquilamente y cortó el hilo con los dientes.
—Todos estrecharon la mano para sellar el trato —dijo—. Así ocurrió.
Era evidente que no le importaba que Sagitty le creyera o no.
—Yo estaba allí, en la cubierta de popa, atando la tralla a la punta de una cuerda como acabo de hacer —miró a Thornhill y le guiñó un ojo—. Nadie se fija en un barquero, ¿no es así, William Thornhill?
Smasher estalló, indignado.
—¡No son más que unos ladrones! —gritó—. ¡No saben hacer otra cosa que robarle a la gente honrada!
Blackwood volvió la cabeza para mirarle, como si le divirtiese mucho ver a un cachorro intentar morderse el tobillo.
—Gente honrada —repitió—. Es que tú nunca has robado nada, Smasher Sullivan. Por supuesto que no.
Smasher fue el único que no se rió. Thornhill vio cómo se tensaba el músculo cuando apretaba la mandíbula para contener su ira. La señora Herring incluso se sacó la pipa de la boca para disfrutar aún más de la chanza.
Pero Blackwood no había terminado. Volvió su enorme cara hacia Thornhill y esperó a que las risas cesaran.
—Tienes que hacer las cosas a tu manera —dijo—. Pero si tomas un poco, recuerda que tienes que dar un poco.
Después se incorporó, como si ya hubiera cumplido con lo que había venido a hacer. Sal le dedicó unas palabras de despedida mientras regresaba colina abajo hasta su embarcación, pero el hombre sólo saludó con la mano sin ni siquiera mirar atrás.
De la misma manera en que la llegada de Blackwood había cambiado el ambiente de la reunión, su marcha causó el mismo efecto. Nadie parecía tener ganas de contar más historias. Aquellos que vivían río arriba se recordaron unos a otros que debían marcharse mientras la marea siguiera subiendo y se encaminaron hacia sus respectivas embarcaciones. Sólo Smasher permaneció allí, esperando el cambio de marea para trasladarle río abajo. Su rostro reflejaba una mirada sombría cuando dirigió la vista hacia el río y los Thornhill le dejaron solo.
«Dar un poco y tomar un poco.» ¿Era una advertencia o una amenaza? Pero Blackwood no era el tipo de hombre a quien se le pidieran explicaciones. Y Thornhill no tenía el menor interés en escuchar los consejos que pudiera ofrecerle Smasher Sullivan.
* * *
El pensamiento de las ciento quince libras, más intereses, le quitaba el sueño por las noches. Con ellos había conseguido el Esperanza, que era un modo de ganar dinero, pero el Esperanza llevaba más de cinco semanas improductivo, amarrado ahí, mientras su dueño se había convertido en granjero y constructor. El mes de octubre ya estaba muy avanzado, los víveres que había traído de Sídney empezaban a escasear y todavía no habían sembrado las semillas para los cultivos de verdad.
Antes de abandonar Sídney, había solicitado que le asignaran criados convictos, con el argumento del servicio que haría transportando alimentos a Sídney. ¿Por qué no? Un hombre tenía que pensar a lo grande si quería alcanzar importantes metas. Nightingale le había rellenado la solicitud a cambio de unas cuantas pintas del mejor licor y, gracias a la experiencia de otras peticiones, recomendó a Thornhill que pidiera cuatro hombres con la esperanza de que le concedieran tres.
Ahora, justo a tiempo, Andrews de Mollet Island comunicó a Thornhill la noticia de que le habían asignado dos hombres procedentes del transporte de deportados que acababa de arribar. Thornhill no podía creerse que fuera tan sencillo.
—Tenías que haber pedido diez hombres —comentó Sal, tan sorprendida como él—. Así nos habrían dado cinco.
Lo único que debía hacer era viajar a Sídney y escogerlos.
* * *
Estaría fuera una semana pero, si los vientos no eran favorables, podía demorarse otra semana más. Un muchacho de doce años como Willie sería lo más cercano a un hombre que tendría el hogar durante todo ese tiempo. Una vez que Thornhill regresara con los convictos, los dejaría allí mientras Willie y él navegaban por el río a bordo del Esperanza. Pero primero debía dejar a la familia desprotegida. Le diera las vueltas que le diera en su cabeza, todo se sustanciaba en el mismo dilema.
El humo del fuego encendido por los negros podía ser visto todos los días, a veces desde la cumbre que se elevaba detrás de la cabaña, otras veces río abajo y otras un poco más arriba del primer anuente. Estaban por todas partes y a todas horas. Pero en las cinco semanas que los Thornhill llevaban en el río, sólo vieron a los negros el primer día. Si hubieran pretendido hacerles algún daño, se dijo Thornhill, ciertamente ya se lo habrían hecho.
Tenía que correr ese riesgo y rogó para que los vientos favorables llevaran al Esperanza hasta Sídney y lo trajeran de vuelta lo más rápidamente posible.
Sal puso buena cara y se esforzó por mostrarse valiente, sabiendo como él que no tenían elección. Mientras el Esperanza se alejaba río abajo siguiendo la marea, Sal permaneció con sus hijos en una pequeña elevación de tierra que le proporcionaba una buena vista del río y levantó la minúscula y regordeta mano de Johnny para saludar con un gesto que aparentaba ser de buen ánimo.
Thornhill les devolvió el saludo con la mano, pero a medida que el Esperanza se deslizaba río abajo, sólo podía distinguir lo vulnerable que resultaba Punta Thornhill. La cabaña apenas era visible en esa pequeña parcela de tierra batida. En derredor surgían enormes macizos de bosque, siempre en penumbra, incluso bajo el sol más intenso, lo que propiciaba una maraña de luces y sombras, de rocas y hojas.
Cuando perdió de vista a las figuras tras el primer meandro, Thornhill apartó la mirada. Se dio cuenta de que sudaba angustiado al tomar conciencia de cuan vulnerable era su presencia en aquel lugar. Mientras obligaba al Esperanza a navegar lo más rápido que podía a lo largo de la costa, Thornhill se sentía perseguido por la visión de la silueta de Sal, tan frágil y valiente, despidiéndole con la mano.
* * *
A lo largo del muelle del Gobierno, el buque de deportados Scarborough destacaba con un brillo oscuro contra las aguas de reflejos centelleantes. Mientras esperaba en el embarcadero, Thornhill podía oír los gritos y el ruido metálico de las cadenas de los convictos, mientras eran amontonados en la cubierta del buque. Recordó lo que sintió cuando le subieron a la luz del día desde la oscuridad y el hedor, como una larva blanca expuesta en la madera podrida. Era un recuerdo que emergía con demasiada facilidad: algunas cosas impregnaban la memoria de manera tan honda que no podían borrarse.
Pero ese recuerdo pertenecía ya a otra vida que nada tenía que ver con aquella mañana primaveral en la que soplaba un viento fresco, los destellos de luz parpadeaban sobre la superficie del agua y una suave brisa marina con sabor a sal acariciaba su rostro. En esa otra vida, el baile provocador de la luz o la inmensidad del bosque con el viento meciendo sus hojas habrían parecido una ensoñación. Sin embargo, ahí estaba: William Thornhill, casi dueño de la balandra Esperanza, un hombre con cien acres de tierra que reivindicaba como suyos.
Fue una desagradable sorpresa descubrir que el capitán Suckling, antiguo capitán del buque de convictos Alexander, se encontraba en el muelle con su chaqueta de botones plateados. Thornhill había oído decir que le habían concedido unas tierras, como solía hacerse con la pequeña nobleza: mediante una hoja de papel para ratificar que les pertenecía y no gracias al sudor de su frente. Pero en aquel lugar, las fortunas se ganaban y se perdían en un suspiro, y Suckling —demasiado orgulloso para trabajar sus tierras él mismo y demasiado aficionado a la bebida— había perdido las suyas. Ahora no era más que un funcionario subalterno del Comisariado para los Deportados.
Las mejillas del hombre estaban cubiertas por una masa de pequeñas venas rotas y tenía los ojos de un anciano, hundidos en unas cuencas reumáticas. Su nariz se había convertido en un bulto rojo e hinchado, un órgano separado que se había instalado en medio de su cara. Su chaqueta se deshilachaba en los puños y su camisa ya no tenía cuello.
Sujetaba en la mano un libro de registro con los nombres —el mismo libro de registro, o uno parecido, que había llevado escrito para siempre el nombre de Thornhill—. Miró a Thornhill como si no pintara allí más que un noray, sin dejar de espantar las moscas con un pañuelo sucio.
Entonces sus miradas se cruzaron y Thornhill se dio cuenta de que Suckling todavía seguía estando lo bastante lúcido como para recordarle. Se enderezó y miró a Suckling a los ojos, acordándose del indulto que atesoraba en la caja de hojalata.
Suckling empezó a hablar a gritos, con la voz engolada de un hombre acostumbrado a dar órdenes la mayor parte de su vida, sin importarle quién pudiera oírle:
—Thornhill, ¿no es así? ¿Del buque de deportados Alexander? —dijo, dándose importancia con el pañuelo.
Thornhill no respondió y apartó la mirada. Se odió a sí mismo por ello. Suckling esbozó una pequeña sonrisa.
—Nunca se me olvida la cara de un criminal —dijo—. William Thornhill, transporte de convictos Alexander.
Su voz rezumaba satisfacción. Thornhill se mantuvo imperturbable, observando cómo una mosca aterrizaba en la mandíbula de Suckling, donde quedaba el brillo de espuma de jabón, y empezaba a subirle por una fosa nasal. Suckling resopló y frunció la nariz.
—¡Atrás, hombre! —exclamó, espantando las moscas de su cara con la mano.
Las moscas salieron volando y se posaron en su cabello, su frente y en su irresistible nariz.
—¡Atrás, hombre! —volvió a gritar—. ¡Atrás!
Echó a Thornhill con grandes aspavientos como si fuera un perro.
—¡Por el amor de Dios, vete para atrás, hombre! —le gritó—. ¡Estás atrayendo a las moscas!
De un momento a otro, las glorias de Puerto Jackson se convirtieron de nuevo en una prisión, el sol perdió su resplandor y la ciudad, rodeada por el bosque, se convirtió en un lugar emponzoñado donde un hombre podía morir asfixiado. Thornhill podía comprar el indulto, conseguir unas tierras y llenar una caja fuerte con dinero. Pero no podía comprar lo que tenía Suckling. Por muy zarrapastroso que pareciera, por muy borracho que estuviera, siempre podría mantener la cabeza bien alta, pues era un hombre que nunca había llevado la vestimenta a rayas de los condenados.
Suckling dirigió a Thornhill una mirada desafiante, para ver si se atrevía a responderle. Pero Thornhill se quedó muy quieto, como había aprendido a hacer en esa otra vida, a bordo del Alexander. Había llegado a creer que el hombre que sabía ausentarse de su propio cuerpo estaba muerto. Fue un viejo dolor descubrir que William Thornhill, el criminal, aguardaba agazapado bajo la piel de William Thornhill, el terrateniente.
Dio un paso hacia atrás y le asaltó el recuerdo repentino del día en que lo inscribieron en la Cofradía de Barqueros, cuando arrastró los pies unos pasos atrás hacia el fuego de la chimenea y sus calzones estuvieron a punto de arder. Entonces había pensado que aquello formaba parte del precio que un muchacho debía pagar para progresar en la vida. Por lo visto, había que seguir pagando siendo un hombre.
* * *
Los reos estaban siendo empujados sin contemplaciones mientras desembarcaban en el muelle y permanecían encorvados bajo la feroz luz del sol, caminando torpemente por culpa de los grilletes. Sus cabezas habían sido rapadas recientemente, por lo que sus cuellos parecían tan pálidos como patatas germinadas y la piel dejaba al descubierto las costras causadas por la navaja cuando había rasurado demasiado a fondo. Permanecieron de pie en el muelle, apiñados, como si sintieran temor de un espacio tan amplio.
Thornhill había estado esperando ese momento ansiosamente. Se había imaginado cómo se dirigiría con paso largo hacia los hombres y señalaría a aquéllos que eligiera. Pero ahora aguardaba atrás, para no tener que ver la sonrisa de suficiencia de Suckling.
El representante del Gobernador ya había escogido a los presos con alguna habilidad: carpinteros y alhamíes, leñadores y granjeros. Ahora llegaba el turno de los caballeros entre los colonos, con sus voces estridentes y sus abrigos tan ajustados que parecían haber nacido con ellos puestos; seleccionaban a los más robustos y a aquéllos en cuyo rostro la vida no había dejado huellas demasiado profundas. Después, pudieron escoger los colonos emancipistas13 y ya no había mucho donde elegir cuando Suckling volvió a aparecer junto a Thornhill, como salido de la nada.
—Escoge a los que quieras, Thornhill —dijo con un amplio gesto de la mano, como un tendero que mostrara toda su mercancía. Su sonrisa parecía amarilla bajo el sol radiante—. Adelante, elige con toda libertad —añadió, demorándose deliberadamente en la palabra «libertad».
Los dos hombres que seleccionó eran los mejores de un lote maltrecho. El que se hacía llamar Ned, sin más, era un pobre diablo delgado con aspecto simplón, una larga mandíbula que parecía el talón de un pie, la boca roja y húmeda y los ojos demasiado hundidos. A Thornhill le recordó al pobre Rob allá en Londres, un poco corto de entendederas pero aparentemente con buena disposición. El otro contó que había sido mozo de carretillas en Covent Garden, aunque ya no era ningún crío. Tenía un aspecto demacrado bajo la intensa luz del día.
Eran un par de desgraciados. Pero eran suyos.
El mozo de carretillas le miraba con los ojos entrecerrados a causa de la luz cegadora.
—¡Vaya, pero si es William Thornhill! —dijo, acercándose tanto a él que éste pudo percibir el olor a barco que desprendía—. ¡Will! Soy Dan Oldfield, ¿te acuerdas de mí?
Thornhill le miró fijamente: tenía el rostro demacrado, unas patillas negras en la piel tan lechosa que le daban un aspecto hambriento y, la boca, que esbozaba una sonrisa, medio abierta dejaba al descubierto los huecos entre los dientes. Ahora se acordaba de Dan Oldfield. Había visto el cuerpo de su padre en Herring Wharf hinchado por el agua del río. Recordó el hambre que habían compartido, y también el frío, y cómo un día se habían meado en los pies sólo por sentir un instante de calor.
—La vieja tierra te manda recuerdos, Will —exclamó Dan. Su voz sonó más fuerte de lo necesario—. Las escaleras de Wapping New Stairs no son lo mismo sin nuestro buen Will Thornhill.
Ante la falta de reacción de Thornhill, su sonrisa se petrificó. Thornhill empezó a hablar tan suavemente como un hombre que no tiene nada que demostrar.
—Te has olvidado de los buenos modales, Dan Oldfield —dijo y la sonrisa se borró de la cara del hombre. Pensó en la manera con la que sonreía Suckling, sin enseñar los dientes, e intentó imitarle—. Estás hablando con el señor Thornhill, Dan —dijo—. Harías bien en no olvidarlo.
Dan apartó la mirada, con una expresión vacía, hacia los promontorios al otro lado de Puerto Jackson, hacia la espesura y el resplandor trémulo y plateado del agua.
—Señor Thornhill, pues —dijo, con una voz carente de la menor expresión.
Thornhill le observó mientras bajaba la vista hacia el mar, donde los rayos del sol parecían pálidos dedos penetrando en las profundidades verdosas y cristalinas. Reparó en la forma en que apretaba la mandíbula. Cabizbajo, se protegía los ojos del sol primero con una mano y luego con la otra. La luz del sol ponía de relieve la finura de los mechones de pelo en su cabeza alargada.
Thornhill recordó cómo él también había mirado el mar de esa misma manera, el día que el hombre con la barba llena de migas de pan le había asignado a Sal. Era una manera de ausentarse de lo que estaba ocurriendo. Al mirar fijamente las profundidades del mar, un hombre podía convertirse en pez o pasar a ser parte del agua misma.
Sabía bien lo que era Dan. Ése era el problema. Tal vez tenía derecho a ejercer su poder sobre él, pero a ojos de tipos como Suckling, Dan Oldfield y él mismo eran de la misma estirpe. Y comprendió algo que no había entendido hasta entonces: que los Thornhill ya no tenían ningún futuro en Londres.
Recordó lo que él mismo pensaba antaño de los hombres que habían sido deportados: padecían de algún mal como la sífilis y era mejor evitarlos no fuera a ser algo contagioso. Incluso los mozos de carretillas de Covent Garden podían sentirse por encima de un hombre que hubiera llevado grilletes alguna vez en su vida. Desde luego a los caballeros bien alimentados de la Cofradía de Barqueros, sentados al abrigo de su imponente mesa de caoba, les tendría sin cuidado que un hombre hubiese conseguido el indulto. Por mucho oro que pudiera tener, nunca confiarían una barcaza o un aprendiz a un hombre que hubiera sido huésped de los penales de Su Majestad.
Y lo que era peor: supo en ese mismo momento agónico que los hijos de un hombre marcado con ese estigma también lo llevarían consigo. Y sus hijos y los hijos de sus hijos. Su propio apellido —Thornhill— arrastraría el estigma hasta el fin de los tiempos. Se los imaginó: una hilera de niños sonrosados con pequeñas cofias de encaje blanco, hijas e hijos de sus hijos, alejándose sobre el río en sus cunas. Pero con el rostro oscurecido por la sombra del estigma.
Ahora Thornhill comprendía, como no lo había entendido hasta entonces, por qué la boca de Blackwood siempre se suavizaba cuando dirigía su barco río arriba y avanzaba por el sinuoso cauce tierra adentro. El Hawkesbury era el único lugar donde ningún hombre podía considerarse mejor que su vecino. Todos eran emancipistas en aquel valle olvidado de la mano de Dios. Allí y solamente allí, un hombre no arrastraba su infausto pasado consigo, como si fuera un perro muerto.
* * *
Sal también había conocido a Dan Oldfield en Londres y al igual que Thornhill, no permitió que se comportara con demasiada confianza al socaire de los viejos tiempos. La primera noche, Dan y Ned hubieron de compartir la cabaña con los Thornhill y con tantas personas juntas en un espacio tan reducido, estuvieron todos muy hacinados. Los recién llegados dispusieron de un cuadrado de tierra recubierto con un par de sacos, pegados a los Thornhill.
—Dios mío, Sal —dijo Dan, mientras le propinaba un puntapié a la esquina de un saco—. Qué sitio más acogedor.
Parecía que Sal lo estaba esperando.
—Harías bien en llamarme señora Thornhill, Dan —replicó en voz alta para que no diera lugar a la menor duda.
Dan no dijo nada, pero frunció el ceño y la miró fijamente de modo que Sal empezó a dar voces.
—Será mucho mejor de esa manera.
Thornhill, que observaba la escena desde el umbral, la oyó emplear palabras distinguidas que debía de haber oído en alguna parte.
—Será más satisfactorio para todos —dijo y entonces recordó otra frase—. Creo que ambos convendremos lo mismo.
Thornhill recordó el placer que ambos habían sentido cuando jugaron a ama y siervo en los primeros tiempos, cuando acababan de llegar a Sídney. Este asunto con Dan suponía otro tipo de placer, muy diferente, y no era ningún juego. La realidad era que tenían casi un poder omnímodo sobre la vida de Dan Oldfield, y había algo dentro de los dos que lo estaba disfrutando inmensamente. El gozo que Thornhill sentía, como cuando maltrató a Dan en el muelle, le sorprendió sobremanera: ignoraba que tuviera madera de tirano. Un hombre nunca sabía de qué pasta estaba hecho hasta que no se veía en una situación que lo sacara a relucir. La evidente satisfacción de Sal de ser llamada «señora Thornhill» por un hombre con quien había compartido en otro tiempo unas castañas asadas robadas fue otra sorpresa. Vio cómo Dan les miraba, como si se preguntara qué había en Nueva Gales del Sur capaz de causar semejante cambio.
En Sídney, Thornhill le había comprado un par de regalos a Sal: unas cuantas gallinas y un gallo huesudo en una jaula de mimbre, y un grabado del viejo Puente de Londres, enmarcado y con una hoja de cristal. Sal dibujó las calles con el dedo índice, como si estuviera paseando por ellas mentalmente. Cuando levantó la mirada hacia él, tenía los ojos húmedos.
—Will —empezó a decir, con la voz entrecortada en un sollozo—, me conoces tan bien que sería imposible ocultarte nada.
Sal le cogió la mano y la apretó con fuerza. Thornhill podía sentir sus dedos ásperos entre los suyos: la mano de una mujer que trabajaba sin cesar.
—Es un tesoro, Will —continuó—. Y tú eres un cielo por pensar en algo así.
Thornhill vio que se había percatado de lo que ponía el grabado: «No he olvidado mi promesa.»
Thornhill colgó el grabado en una estaca de madera clavada en el agujero de uno de los postes de sujeción de la cabaña.
—Allí donde pueda verlo en cuanto me despierte, Will —dijo Sal.
Más tarde, cuando regresó a la cabaña, Thornhill se dio cuenta de que Sal había pasado una cuerda por el agujero de su trozo de teja y lo había colgado de la misma estaca, de modo que se balanceaba debajo del grabado.
Esa noche, cuando la mecha en el platillo se apagó, se tumbaron juntos, envueltos en el olor a grasa quemada, apretados en la cabaña como arenques en una caja. Thornhill sentía el cuerpo de Sal rígido junto al suyo, al estar Dan a menos de una yarda de distancia con las manos detrás de la nuca.
La soledad que habían disfrutado hasta ese momento, aunque no siempre sin dificultades, había sido una bendición y no sabían muy bien qué hacer sin ella.
Ned se quedó dormido enseguida. Después de un tiempo de respiración profunda y sonora, empezó a hablar entre dientes durante un sueño y a moverse ruidosamente sobre los sacos. Luego, oyeron cómo se levantaba y se ponía de pie como un caballo que duerme sobre sus patas mientras decía con voz aguardentosa:
—Fleming, sal de ahí, Fleming.
Con un gruñido de irritación, Dan se levantó y empujó al hombre hasta que volvió a echarse en el suelo y se sumió al fin en un profundo y silencioso sueño.
A la hora del desayuno, junto a la hoguera, Thornhill sorprendió a Dan, entre bocados de pan, mirando a su alrededor. Observaba los acantilados al otro lado del río, el valle del primer afluente que formaba un recodo entre las cumbres cubiertas de espesura más al norte.
Thornhill sabía lo que estaba pensando. Otros hombres ya habían intentado cruzar el bosque y llegar a China. A veces aparecían tambaleándose ante la cabaña de algún colono, enloquecidos, con la mirada extraviada, casi muertos de hambre y desnudos después de que los negros los hubieran despojado de todas sus ropas. De vez en cuando aparecía un cuerpo en algún barranco lejano. La mayoría de las veces desaparecían para siempre, engullidos en la distancia infinita y sin forma.
Pero Dan no llevaba suficiente tiempo en la colonia para saber qué les ocurría a los criminales que se dejaban engañar por la ausencia de muros.
Thornhill esperó a que la mirada de Dan dejara los riscos y los valles y se cruzara con la suya.
—Parece muy fácil, ¿verdad? Sólo cincuenta millas hasta Sídney.
Se aseguró de hablarle en un tono suave. Dan apartó los ojos con un gesto hosco y miró hacia los acantilados del otro lado del río, que se elevaban en una pared oscura con el sol detrás. Los acantilados parecían mantener su insistente mirada. Thornhill notó cómo sus labios esbozaban la sonrisa de superioridad de Suckling.
—Me tienes a mí aquí abajo —dijo—. O al bosque y a los salvajes allí fuera.
Dan le lanzó una mirada que no supo interpretar.
—Tú decides —continuó Thornhill—. A mí ni me va ni me viene.
* * *
Esa primera mañana —la mañana del primer día de la séptima semana, como recalcó Sal durante el desayuno—, Thornhill encargó a Dan y a Ned que levantaran un tejadillo adosado a la parte trasera de la cabaña, donde pudieran dormir, mientras él construía un refugio para las gallinas donde los perros salvajes no pudieran atacarlas por la noche. Ya había cortado los árboles jóvenes para el cobertizo y Willie había arrancado unas cuantas hojas de corteza de los árboles. Lo único que tenían que hacer sus nuevos criados era tallar los árboles jóvenes para la estructura y perforar unos agujeros en la corteza para fijarla.
Sin embargo, pronto se hizo evidente que Ned tenía propensión a sufrir ataques de epilepsia justo cuando más se le necesitaba. Incluso cuando estaba de pie padecía muchos temblores. No se le podía confiar un hacha, de modo que Thornhill le entregó la barrena para que realizara los orificios en la corteza. La amenaza de la mano de Thornhill sobre él le obligaba a cumplir la orden mecánicamente pero no hizo un buen trabajo. Para cuando hubo terminado, lo que debían ser orificios limpios en la corteza resultaron ser unos cortes largos e inservibles.
Ned recalcó lo obvio con gran regocijo. Observó el tosco filo de la corteza y anunció:
—No tiene buen aspecto, señor Thornhill.
Y soltó un relincho un poco ridículo. Thornhill le miró, observó su cara sonriente, que parecía revelar en exceso el interior de la boca y sus ojos que daban la impresión de bailar dentro de sus cuencas.
¿Podía castigarse a un hombre por el timbre de su risa?
Después de tanto tiempo a bordo del buque que le había traído, Dan no estaba en forma y el calor sofocante de aquellos días primaverales causaba enormes rojeces en la piel lechosa de su cara. Cada vez que levantaba el hacha y la dejaba caer, cortando la dura leña, resoplaba y le corrían gotas de sudor por la nariz. En cuanto pensaba que nadie le estaba vigilando, descansaba sobre el hacha y contemplaba el bosque. Su espalda, embutida en su uniforme de rayas, parpadeaba con una nube de moscas alrededor, pero lo que éstas preferían sin duda eran sus ojos, su boca y sus gruesas mejillas sudorosas. Espantaba las moscas con la mano, entrecerraba los ojos, soplaba y sacudía la cabeza para que se fueran. Revoloteaban un momento y siempre volvían a su sitio. Al final a punto estuvo de cortarse la pierna con el hacha, intentando quitárselas de encima de la mano.
Arrojó el hacha al suelo en un arrebato y miró hacia donde se encontraba Thornhill a la sombra.
—Dejadnos descansar un poco —dijo y el «señor Thornhill», que no había añadido, quedó suspendido en el aire—. Al menos dadnos un poco de agua.
Entrecerró los ojos frente al sol, mientras daba manotazos a las moscas.
Thornhill recordó lo que se sentía cuando se sudaba, se resoplaba y se suplicaba a otro hombre. Ahora se daba cuenta de que un hombre que rogaba se tornaba feo y apenas humano: fácil de rechazar.
—Es el reglamento, Dan. Los criminales han de trabajar durante las horas de luz del día —percibió el falso tono piadoso de su voz mientras mentía—. No voy a ir en contra de lo que diga el Gobernador, siendo yo mismo un emancipista —sonrió cínicamente, disfrutando con cada palabra—. Y ahora manos a la obra, acaba eso y después ya veremos cómo van las cosas.
Dan le miró con perplejidad. No hizo el menor movimiento para recoger el hacha y volver al trabajo. Thornhill se preguntó si se había pasado y si Dan iba a desafiarle y negarse a trabajar. Se imaginó la escena: Dan aguantando con pan y agua y soportando los golpes. Era algo que había visto en los barcos: hombres a los que se les había metido en la cabeza no ceder. Había visto cómo preferían morir antes que doblegarse.
Al final, fue una mosca la que resolvió la situación: se metió en la nariz de Dan y le hizo dar su brazo a torcer. Una criatura tan diminuta y sin embargo capaz de quebrar la voluntad de un hombre. Cogió el hacha y empezó a dar pequeños golpes a los árboles jóvenes. Thornhill observó cómo las moscas recorrían su rostro, imperturbables, y cómo entrecerraba los ojos. Bajo el blanco resplandor del sol, Dan era una criatura sumisa y humilde.
Los tendones sobresalían de la parte trasera de su cuello, blancos y vulnerables.
Thornhill agitó la vara de hojas que empleaba para alejar las moscas —había descubierto que las largas hojas fibrosas de las casuarinas eran las mejores— y regresó a la sombra. Sintió algo que parecía surgir de su interior, como una pulsión que manaba de las entrañas: «pasear». Ésa era la palabra. Estaba paseando y no llevaba nada que fuese más pesado que su pequeño ramillete de hojas. Caminaba como lo haría un caballero desde la calle Old Swan hasta las escaleras de Temple Stairs, haciendo tintinear las monedas en el bolsillo mientras esperaba a que los barqueros se mostraran ansiosos por llevarle.
Tal vez a Dan le llegase su momento, pero aún no.
* * *
Fijar unas pocas hojas de corteza a la estructura les llevó todo el día a Ned y a Dan y, cuando acabaron, el cobertizo parecía más una caseta para perros que un refugio para seres humanos. Pero aquella noche los dos hombres se arrastraron debajo para dormir. A través de las grietas de las paredes, los Thornhill todavía podían oír refunfuñar a Dan mientras Ned se movía de un lado para otro entre sueños, pero parecía un ruido diferente ahora que había una barrera entre ellos, por muy endeble que fuese. Era el sonido de dos hombres por debajo de ellos en la escala de la vida.
Sal se volvió hacia Thornhill con el rostro rejuvenecido bajo la luz de la lámpara. Sus ojos castaños brillaban traslúcidos y, cuando sonrió, su cara reveló un hoyuelo en la mejilla que Thornhill no recordaba haber visto en mucho tiempo.
—Vamos a convertir este sitio en algo que va a estar la mar de bien, Sal —susurró.
Se le ocurrió un pensamiento y habló sin pensar:
—No querrás marcharte nunca de aquí.
Sal se lo tomó a broma:
—¡No querer marcharme nunca de aquí!
Al percibir el asombro en la voz de su mujer, Thornhill se preguntó de dónde habían salido sus propias palabras y, para camuflarlas, decidió dar otra vuelta de tuerca a la chanza.
—Tendré que llevarte a rastras al barco para volver a casa —dijo—. Te pondrás de rodillas para suplicarme —subió el tono de voz para hablar de una manera remilgada—. «¡Por favor, Will, déjame quedarme!»
Aquello le provocó una risa tan fuerte que Thornhill pudo ver las lágrimas corriendo por sus mejillas. Con sumo cuidado, para que los helechos no crujieran demasiado fuerte bajo sus cuerpos, marido y mujer se abrazaron, espalda contra pecho como dos cucharas. A Thornhill le encantaba sentir las nalgas de Sal contra su vientre, sus muslos rozando los suyos, su espalda subiendo y bajando con cada respiración jadeante contra su pecho y sus senos en sus manos. Le envolvía el olor a almizcle que su cuerpo desprendía mientras respiraban al compás.
Al otro lado de la pared de corteza, sus sirvientes dormían. Tenía la sensación de que un pequeño y lento motor acababa de ponerse en marcha: las ruedas giraban y los dientes engrasados engranaban sin dificultad. Ahora Nueva Gales del Sur tenía una vida propia, más allá de las intenciones que pudiera tener cualquier hombre, el Gobernador o el mismísimo Rey incluidos. Era una maquinaria implacable en la que algunos hombres resultarían aplastados y desechados y otros se elevarían a unas cotas con las que jamás habían soñado.
Se produjo un silencio cómplice entre marido y mujer. La lámpara estaba casi apagada; la grasa en el platillo había desaparecido y la mecha se estaba consumiendo. Que ninguno de ellos se levantara para apagar la mecha y ahorrar lo que quedaba de ella para otro día formaba parte de la diferencia entre esa jornada y las anteriores.
Thornhill permaneció tumbado, escuchando la noche en el exterior. El aire se filtraba por las rendijas de las paredes dejando un suave olor húmedo, casi medicinal. Allí fuera alguna criatura emitía un leve y agudo chillido, tan cortante como la hoja de un cuchillo, y más abajo, junto al río, el croar de las ranas se intensificaba y se desvanecía, una y otra vez. Cinco años. Era todo lo que necesitaba.
* * *
Corría el mes de noviembre y empezaba la época de calor. Incluso al alba, el sol era un enemigo que convenía evitar y, a media mañana, el calor en el interior de la cabaña se hacía insoportable. Los árboles no ofrecían sombra alguna, sólo dispersaban los rayos del sol y la pequeña franja de sombra que proporcionaba la cabaña iba menguando a medida que avanzaba el día. Al mediodía, la sombra se había reducido a la nada y el calor abrasador aplastaba el claro.
No obstante, el calor propició que el maíz nuevo creciera muy bien y hubo suficiente lluvia —repentinas y virulentas tormentas que caían acompañadas de impresionantes rayos y truenos— por lo que ya no fue necesario regar los cultivos con cubos de agua. Al contrario, en cuanto cualquiera de ellos tenía un momento libre, lo empleaba en segar las malas hierbas que amenazaban con engullir los brotes.
Al principio, Sal pensó que sólo era el calor lo que volvía a Mary inquieta y agitada mientras mamaba de sus pechos doloridos.
—Una buena y fresca noche me dejará como nueva —dijo.
Pero a la mañana siguiente, aunque la temperatura se había suavizado, Sal amaneció ardiendo con mucha fiebre y sus pechos se habían tornado duros como piedras. Thornhill anuló el viaje que tenía previsto emprender río arriba para cargar cebada y fue a buscar a la señora Herring. Era una buena mujer y acudió enseguida, dictaminando que el problema se debía a la fiebre de la leche.
A pesar del dolor que le causaba a Sal, la señora Herring insistió en que el único remedio para curar la fiebre de la leche era seguir amamantando. Aplicaba a Sal cataplasmas y paños calientes, luego ponía el bebé a mamar, sujetándolo hasta que tenía la tripita llena.
Pero Sal no mejoró. Se quedaba tumbada en las tardes calurosas, tiritando y sudando bajo una manta, con el rostro que alternaba el color rojo con el gris y los ojos encogidos y apagados. Bub y Dick se turnaban para sentarse a su lado con un abanico de hojas para espantar las moscas.
Thornhill estaba aterrorizado ante la posibilidad de perderla. Odiaba el cielo por lucir tan azul día tras día, como si no pasara nada. Odiaba los pájaros por trinar, indiferentes. Se odiaba a sí mismo por haberla traído allí. Vivía pendiente de cada palabra que decía la señora Herring y del tono que empleaba para responder a sus preguntas. «Tan bien como cabría esperar» o «no está peor que ayer».
Al final, a riesgo de ofenderla, navegó hasta Green Hills y ofreció veinte guineas a un médico. Estaba muy lejos, le había contestado el hombre, no era cuestión de dinero: cuatro o cinco horas de barco, incluso con la corriente a favor. Pero entre líneas, de manera implícita, Thornhill comprendió el verdadero motivo: Sal no era más que la mujer de un emancipista.
Por las tardes, mientras la señora Herring molía los granos de maíz e importunaba a los niños para que le fueran a buscar pequeñas ramas para hacer un buen fuego, Thornhill se sentaba junto a Sal. La observaba mientras yacía con los ojos cerrados y el rostro lívido contra la almohada. Aquel rostro dulce y demacrado era el único paisaje suave en su vida. Todavía podía vislumbrar a aquella muchacha en la cocina de Swan Lane, que se había reído con labios sonrosados y le había ayudado a que sus dedos sujetaran la pluma.
Sal no parecía tenerle miedo a la muerte y se sometía a los cuidados de la señora Herring sin rechistar. Una tarde, Thornhill se atrevió a recordarle el nombre de Susannah Wood, cuyo marido era tan aficionado a los instrumentos matemáticos que había medido hasta la última gota de los fluidos que eran extraídos de su mujer. Le pareció percibir un leve movimiento de sus labios, lo que significaba que se acordaba y ese recuerdo le divertía, pero no dijo nada.
Al parecer, no temía a la muerte ni al dolor; en cambio le aterrorizaba la idea de ser enterrada en esa tierra extranjera y tan fina, bajo el furor de ese sol que no era el suyo, y de que sus huesos se pudrieran bajo aquellos árboles ásperos y enmarañados. Suspiraba con la mirada vacía, rígida en la cama hasta que un día le dijo a Thornhill:
—Entiérrame mirando al norte, Will.
Llevaba tanto tiempo sin hablar que Thornhill tuvo que pedirle que se lo repitiera.
—Hacia el norte, Will. Donde está nuestra casa.
Después, apretó los labios y observó a su marido, a la espera de su palabra.
Al principio, dio voces como un bobo.
—No vamos a enterrar a nadie, Sal —exclamó.
Pero Sal cerró los ojos. No estaba interesada. Thornhill la observó; contempló esa cara que conocía tan bien. Sabía qué palabras quería oír. Pero incluso en ese momento, cuando la idea de la vida sin ella suponía un vacío idéntico a la muerte, no pudo pronunciar las palabras que sabía que Sal ansiaba por oír: «volveremos a casa».
* * *
Las noticias se propagaban con rapidez por el río. Smasher llegó en su barco de remos con un par de cangrejos de manglar en un saco húmedo, con las pinzas atadas con un poco de cuerda fibrosa y Sagitty trajo unas tripas frescas de un cerdo que había sacrificado esa misma mañana. Sal no quiso probar nada de todo aquello, pero los demás se dieron un buen festín hasta saciarse. Araña le envió una botella del mejor vino de Madeira que había conseguido quién sabe dónde. Incluso Blackwood remontó el río una tarde con una ración de anguilas de su laguna y un saco de patatas nuevas.
Tal vez fueran las anguilas de Blackwood o la forma en que se sentó junto a su lecho y le contó cómo las había preparado en gelatina, tal y como le había enseñado su madre en Eastcheap.
—Grantley Street —dijo—. Allá junto a All Hallows.
Sal sonrió y encontró fuerzas suficientes para asentir con la cabeza.
—Lo conozco —murmuró—. La pañería de Stickley está a la vuelta de la esquina.
Finalmente consiguió incorporarse un poco, recostándose débilmente sobre las almohadas y comió unos buenos bocados antes de apartar el plato para deslizarse de nuevo bajo las mantas.
Al día siguiente, cuando Thornhill despertó, Sal estaba sentada en la cama con Mary agarrada a su pecho y miraba a su alrededor.
—Will —dijo y esbozó una sonrisa, casi su vieja sonrisa de siempre.
Thornhill cogió su mano y la apretó con demasiada fuerza, de lo feliz que se sentía.
—No soy ningún remo, Will, suéltame —exclamó, pero le apretó la mano lo más fuerte que pudo—. Ahora dime, Will, ¿cuánto tiempo llevo tumbada aquí como un saco de patatas? ¿Alguien ha hecho las marcas o habéis perdido la cuenta?
Thornhill sonrió.
—Hicimos las marcas el domingo, Sal. Estamos en el quinto día de la novena semana.
Pero tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no mostrar su decepción por que su primer pensamiento fuera para las marcas en el árbol.