Galeazz comenta a Isabella esta y otras curiosidades acerca del genio, mientras la acompaña hasta el estudio en su carruaje. Le cuenta que el Maestro no come carne de ningún tipo, porque se niega a que su cuerpo se transforme en la tumba de otros animales. Q ue su sensibilidad hacia todas las criaturas de D ios es tan grande que cuando ve pájaros enjaulados a la venta en los mercados, los compra y los libera. Cuando era un joven rústico de las colinas de Toscana, concretamente de un diminuto punto en el mapa llamado Vinci, fue aprendiz del gran escultor florentino A ndrea del Verrocchio. S e dice que en poco tiempo Verrocchio permitió a Leonardo pintar una figura completa, uno de los ángeles de su magistral versión de El bautismo de Cristo. Cuando Verrocchio lo vio, dejó de pintar. El aprendiz había superado al maestro en tal medida que éste abandonó e l pincel y desde entonces sólo se ha dedicado a la escultura. O tro detalle: Isabella no debe esperar que Leonardo la trate como lo haría un cortesano.

—Aunque pintando la figura femenina no tiene rival, como habéis podido apreciar al ver el retrato de la Gallerani, no demuestra tener interés en la compañía de las mujeres.

En Florencia, cuando era joven, fue arrestado y juzgado por sodomía, por tener tratos con hombres que ejercían la prostitución. Esa podría ser una de las razones por las que decidió abandonar la ciudad, porque no hay mejor lugar para las habladurías que Florencia, aunque Venecia no se queda atrás. A hora tiene relaciones con un bello joven de veinte años que roba y le crea problemas. Le ha hurtado dinero incluso a uno de mis caballeros, mientras le probaban el traje. Leonardo trata a ese pequeño demonio como a un hijo, aunque lo llama Salai, que según creo en toscano significa «pata del diablo».

Viste al impío con las mejores ropas y lo exhibe como un trofeo. Todos sospechan que la suya es una relación sexual . Comentan, y no lo hacen precisamente con bondad, que los sirvientes de Leonardo están mejor vestidos que los nobles. Es un cúmulo de contradicciones —sigue explicando Galeazz—. S uave como una paloma, pero fuerte como un buey. Puede doblar la herradura de un caballo con la mano izquierda, la misma delicada mano con la que pinta y escribe.

La cabeza de Isabella está inmersa en los múltiples detalles que va conociendo sobre ese hombre, tantos que no se decide por la actitud que adoptará cuando le encuentre.

Pero eso no reviste importancia, porque al llegar un aprendiz les informa de que el Maestro no está allí.

—No regresará enseguida —dice el joven delgado y greñudo.

Probablemente Isabella y el joven tengan la misma edad, pero al comparar la delgadez y la sencilla ropa de lana de él con el esplendor de ella parece que la brecha entre ambos supera una generación. Parece nervioso, pero al mismo tiempo se le ve deseoso de representar bien a su amo ante tan ilustres visitantes, incluso de mostrarse informado sobre sus pasos.

—Nunca sabemos cuándo va o viene.

—¿Y dónde puede estar? —pregunta Isabella.

—En cualquier lugar, recorriendo la ciudad en busca de modelos para sus pinturas, visitando expertos en metales para discutir sobre las propiedades del bronce, o tal vez esté paseando detrás del Castello. Le encanta sentirse libre en esos bosques; según dice, en comunión con la esencia de las cosas.

El aprendiz les invita a entrar en el taller, disculpándose por el caos imperante. Los proyectos son tantos y de tal magnitud que no es sencillo mantener el orden. Trata de encontrar una silla apropiada para Isabella, pero ella le asegura que no desea sentarse.

Gatos y pollos entran y salen por la amplia puerta abierta, ignorándose unos a otros, probablemente a causa del frío. O tro muchacho, aún más joven, toca indolentemente el laúd en un rincón. D e sus guantes raídos asoman las puntas de los dedos. Cuando ve a los visitantes se detiene, pero Isabella le alienta a seguir. Un aprendiz se ocupa de un horno.

—Es para cocer cerámica y fundir metal —comenta el joven con familiaridad—.

También nos viene muy bien para estar calientes.

Las ventanas se cegaron, según cuenta el aprendiz mientras señala hacia arriba, para que la luz entre en un ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados. El Maestro sostiene que es la inclinación ideal para reflejar un objeto. Isabella piensa que el ático debe de ser el lugar donde duermen los aprendices. S e ven grandes moldes de arcilla que parecen ser partes de caballos, diseminados al azar, un flanco por aquí, una cabeza por allá. Las paredes están cubiertas por dibujos de todo tipo; en algunos casos, Isabella no puede distinguir de qué tratan, pero se emociona al ver los bocetos de los trajes que Leonardo ha diseñado para la justa que ganó Galeazz. La apariencia de los hombres es aún más salvaje en esos dibujos que en la realidad. Por lo demás, no sabe con certeza qué está mirando: hombres con alas, bocetos con docenas de brazos y piernas de distintos tipos, una enorme hoja de papel con multitud de narices, otra con orejas, y muchos planos de máquinas que no puede identificar. Los márgenes de todos los bocetos están cubiertos de ecuaciones y fórmulas matemáticas.

—¿El Maestro es también matemático? —pregunta al muchacho.

—O h, sí, excelencia. Cree que el artista debe conocer todas las disciplinas, y también todas las criaturas y fenómenos, a partir de su propia experiencia, como si se tratara de sí mismo. Un artista debe estar en comunión con el movimiento y el ritmo del universo.

Las matemáticas constituyen buena parte del saber. S in ellas, no existe la perspectiva, y el Maestro es un fanático de la perspectiva. A costumbro a estudiar matemáticas por la noche, cuando termino de trabajar.

—Verdaderamente riguroso —afirma Isabella acercándose a un trabajo grande y coherente, una pintura hecha sobre madera, que casualmente está apoyada en un muro blanco. La luz cae sobre ella, ilumina los rostros y destaca el juego de luces y sombras d e l Maestro. El tablero descansa contra la pared, casi como si alguien lo hubiera descartado. Es la más simple de las escenas entre una madre y un hijo, pero parece ser un cuadro de la Virgen María con el N iño J esús en su regazo, sosteniendo una flor que ambos miran. Isabella no cree haberlos visto jamás retratados de esa manera, tan sencilla y espontánea. En la imagen no se amontonan tronos de mármol, elaboradas columnas, querubines, ángeles en el cielo o palomas suspendidas en el aire. S ólo un halo evanescente indica la identidad de los protagonistas. La madonna parece una campesina italiana desdentada y el bebé, su regordete hijo. Isabella se pregunta qué busca el Maestro con esa pintura. ¿La joven es una sencilla toscana que conoció en su juventud?

¿S u propia madre, tal vez? Es una obra extraña. La mujer parece muy joven, casi tanto como Beatrice, aunque la línea de nacimiento del cabello tiene entradas, como las de un anciano. Los artistas toman inevitablemente como modelo de madonna a la diosa Venus, o al menos a la mujer más bella de I talia, con la apariencia más virtuosa. A veces, a las pálidas y etéreas mujeres de Flandes.

—S i este trabajo se hizo por encargo —susurra Isabella a Galeazz—, imagino que fue rechazado.

—Es casi un sacrilegio retratar a la Virgen con un aspecto tan penoso —dice Galeazz

—. Como si fuera una joven vulgar.

—Pienso lo mismo —afirma Isabella—. Aunque el vestido es encantador y luce una fina joya en su pecho, y el Maestro ha prestado mucha atención a la tela y a los pliegues de la falda. Mirad este terciopelo: me parece que podría tocarlo y sentir la suavidad de su textura. Pero el rostro carece de elegancia, ¿no es así? ¿Por qué la Virgen aparece como una joven fea, desdentada y algo calva?

N o obstante, desearía decir que hay belleza en ello, pero prefiere no discutir. N o es la clase de belleza que el Maestro adjudicó a Cecilia Gallerani. Es sólo una madre con su bebé, en un ámbito simple, muy similar al lugar donde debió haber vivido la Virgen.

S eguramente, a pesar de que así se les pinta habitualmente, ni la Virgen ni J osé tenían tronos en su casa, ni querubines volando sobre su cabeza. La ausencia de todo indicio de majestad sugiere que el artista está diciendo que la delicada actitud de una madre jugando con su hijo es divina en sí misma. Los tradicionales signos de gloria son reemplazados por el simple sentimiento que une a ambos.

Isabella cree que las dos pinturas tienen carácter platónico. Leonardo trata de alcanzar el sentimiento puro, la verdad absoluta acerca del mismo, en lugar de las emociones humanas, concretas y evidentes, que se exhiben para que todos puedan verlas. Parece que intenta superar las pasiones ordinarias, los lugares comunes, para reemplazarlos por la esencia del sentimiento. ¿Es la expresión de esa esencia un arriesgado intento de provocar al S eñor? En todas las pinturas religiosas de I talia lo divino y lo humano se representan por separado. Isabella cree que Leonardo expresa lo que hay de sagrado dentro lo humano.

A llí está también, otra vez, la misteriosa abertura iluminada en uno de los ángulos de la pintura.

—Mirad, Galeazz, igual que en el retrato de Cecilia, en el fondo, está la ventana tras la cual no se ve ningún paisaje, sino sólo luz.

—Tal vez la obra aún no esté terminada —señala Galeazz—. Q uizás todavía no se han pintado los dientes, el paisaje que debería verse a través de la ventana y el cabello que le falta a la Virgen.

—No podemos insultarlo sugiriendo tal cosa —le advierte Isabella.

Al alejarse del panel se siente a la vez reconfortada e inquieta.

—¿Q ué son esos bocetos que están sobre la mesa? —pregunta al aprendiz, señalando un montón de papeles desparramados en un tablero. A penas distingue alas que se ab re n , se agitan, se extienden. A lgunas, envolventes, rodean siluetas femeninas desnudas.

—Estos son los cisnes del Maestro —responde el aprendiz, y separa las hojas para que Isabella pueda ver las múltiples versiones de la criatura. Hay cisnes negros y blancos, grandes y pequeños, cisnes con las alas abiertas como dispuestos a atacar, cisnes deslizándose pacíficamente en el agua, y varios bocetos de cisnes copulando con mujeres desnudas—. Está preparando una obra sobre la leyenda de Leda y el cisne —

comenta el muchacho. Eso explica los extraños huevos rotos junto a los pies desnudos de la mujer.

A Isabella siempre le ha gustado esa historia por sus elementos absurdos. Zeus, dios de dioses, poseído por extraordinarias urgencias sexuales, en su indomable deseo por Leda —una mortal, la reina de Esparta— se transformó en cisne para evitar parecerle peligroso, porque sabía que la joven se sentía fascinada por esas criaturas. Gracias al inigualable truco del dios, ambos copularon. Pero en lugar de tener hijos, la pobre Leda puso dos huevos. Finalmente, de ellos nacieron dos pares de gemelos, Cástor y Clitemnestra, y Pólux y Flelena, la famosa troyana.

Los bocetos cautivan a Isabella, aunque no alcanza a comprender racionalmente qué tiene de erótico copular con un cisne. Tal vez los sacerdotes tengan razón al censurar los antiguos mitos por vulgares y perversos.

N o obstante, en esos cisnes hay algo irresistible, particularmente por la forma en que Leonardo los ha dibujado. El dios-pájaro que copula con la vulnerable Leda, que parece paralizada cuando el ave de apariencia amable la toma súbitamente por detrás, hace que Isabella se sumerja en la pintura. Le avergüenza sentirse tan fascinada por ella en presencia de Galeazz, pero parece que ha captado también la atención del hombre.

—S eguramente, ser uno de los dioses del O limpo tenía sus ventajas. I maginad las posibilidades que ofrecía.

—Blasfemo —reprocha Isabella suavemente—. A demás, pienso que seguramente poseéis bastante habilidad natural en ese terreno. Me niego a veros como a un dios. N o os hace falta.

—El Maestro nos dice que el pintor debe crear como si fuera un dios —comenta el aprendiz.

Es un joven serio, que cita con frecuencia a su maestro, piensa Isabella, y se pregunta si tendrá algún talento propio.

—¿Quiere decir como si estuviera inspirado por Dios? —pregunta Isabella.

—N o. Él afirma que pintar es un acto de creación, y que el pintor debe tener una capacidad para imaginar similar a la de Dios.

—N o hay duda sobre los motivos por los que abandonó Florencia —dice Galeazz—.

Fra Girolamo S avonarola y los suyos habrían exhibido su cabeza en una pica por atreverse a comparar a un pintor con Dios.

—S andro Bo icelli está ahora mismo cumpliendo penitencia por haber pintado a sus fantásticas diosas desnudas —observa Isabella—. Creo que reza veinticinco rosarios por día y se flagela con el látigo todas las noches, porque quienes ven sus pinturas añoran aquellos tiempos en los que bellas diosas habitaban la tierra y se mezclaban con los mortales.

—O h, el Maestro no admira al maestro Bo icelli —advierte el aprendiz, ansioso por compartir lo que sabe sobre las ideas de su mentor—. O pina que es un buen hombre, pero que sus personajes flotan en el espacio como si no existiera la perspectiva. El Maestro lo atribuye a la falta de rigor. N o admite que una pintura ignore las leyes matemáticas. Como siempre dice: «La perspectiva es la brida y el timón de la pintura».

—¿A quién admira? —pregunta Isabella.

—Excelencia, él no se ocupa de observar la obra de otros pintores. «Q uien pinta inspirándose en otros crea algo falso», es otro de sus dichos favoritos.

—D ebo admitir que temo el encuentro con un hombre que mantiene opiniones tan firmes sobre tal variedad de cuestiones —declara Isabella—. Podría parecerse a una entrevista con mi padre, una charla que puede intimidar.

—N o, señora, es puro encanto —replica Galeazz, que aprovecha la oportunidad para rodear con su brazo el hombro de la joven, como si, en efecto, estuviera asustada—. Lo veréis.

—Su excelencia es demasiado gentil.

La voz que acaba de sonar es grave e inescrutable; el tono, cómplice.

Un aroma a lavanda y caléndulas llega hasta Isabella en el preciso momento en que se vuelve para mirar. ¿D esde cuándo está allí? Ve un hombre maduro, apuesto y distante.

L o que la impresiona en primer lugar son sus ropas, tan elegantes que deben de haber s i do diseñadas por él mismo. A pesar del frío, viste un traje corto de color rosa, probablemente para lucir sus pantorrillas, que se destacan claramente en sus calzas negras. El chaleco es de brocado dorado, ornamentado con piedras rosadas. S obre el cuello cae su cabello largo y ondulado, peinado a la manera de un joven griego.

Cuando extiende su mano derecha en una reverencia formal, Isabella comprueba que, a diferencia de todos los artistas que ha conocido, sus manos son prístinas y no presentan síntomas de ser usadas para trabajar. Tiene las uñas tan limpias como las de una princesa y, a juzgar por el brillo, parecen pulidas. En uno de los dedos lleva un anillo con un grabado que, según cree, representa un dios desnudo, delicadamente tallado. A pesar de la inmaculada apariencia y del aroma floral, no hay en él nada femenino. Es musculoso y parece tan fuerte como un toro. A su lado está un adolescente con ropas excesivamente llamativas. Los ojos y el cabello son negros y brillantes; la piel, como de marfil. De su cuello penden muchos collares.

S u aspecto es inquietante, astuto, y tiene temple suficiente para mirar a Isabella como si fuera una sirviente a la que podría subirse al ático.

—A dmirábamos vuestros cisnes —comenta Isabella, ignorando al joven y dirigiéndose al Maestro—. Tenemos muchos en Mantua.

—Excelencia, ¿es posible ser dueño de un cisne?

—N o me refiero a que seamos dueños de las criaturas de D ios, sino a que muchos cisnes viven en nuestros estanques. Son muy bellos, es encantador observarlos.

—Pero como tantas bellas criaturas, no son de fiar —responde Leonardo, mirando al muchacho—. Traed un poco de vino para convidar a nuestros invitados —le pide a continuación.

El joven sale, ajustando la hebilla de su zapato y apartando sus negros bucles de los ojos, como si la actitud de su amo le hubiera incomodado.

Extraña relación, piensa Isabella. El amo es el esclavo. Leonardo sigue al muchacho con sus grandes ojos de color castaño rojizo, que armonizan con su melena. A diferencia del joven, su mirada es penetrante, pero no agresiva. En su expresión hay una dulzura que no se esperaría encontrar en un genio. Es apuesto, espléndido y esquivo a la vez.

Isabella descubre que le fascinan sus rasgos: la nariz aguileña y sensual, los labios simétricos, que se recortan en su cara como una medialuna. D e hecho, la perfecta simetría de su rostro sugiere que él mismo lo ha pintado. S on los rasgos de alguien que podría desempeñar el papel del amado en un romance, si así lo quisiera, pero que probablemente es demasiado inalcanzable para que eso ocurra. Tal vez fue diferente en su juventud, pero ahora los mechones de color gris se mezclan en los bucles. Las líneas que sin duda se profundizarán -—como surcos que interrumpen su piel color oliva, por lo demás inmaculada— parecen sentirse como en casa sobre su rostro. Es más el modelo que el artista, incluso a su avanzada edad, que debe rondar los cuarenta años. Es más semejante a un noble que cualquier artista que ella haya conocido.

—Maestro Leonardo. Tengo sumo interés en encargaros un retrato —dice Isabella, yendo al grano—. Soy la marquesa...

Leonardo la interrumpe.

—O s he visto brillar en los festejos por la boda de vuestra hermana y he oído a muchos comentar vuestro aprecio por todas las cosas bellas, marquesa.

Isabella no podía decir que esas palabras no sonaran sinceras, pero había algo en su tono que sembraba dudas y confería al Maestro el dominio de la conversación. Era algo que no podía definir. S e había criado entre los hombres más cultos de la sociedad, en los círculos intelectuales más reputados, y se consideraba parte de ellos. Pero la naturaleza de este hombre es diferente. Los que ha conocido en las cortes de Ferrara y Mantua podrían defender cualquier argumento, pero el que está allí es un hombre que nunca discutirá. D e eso está segura. Y aun así, piensa que raramente hará lo que no desee hacer.

—S ólo pinto para complacer a Il Moro —continúa el Maestro—. S oy su sirviente. El es mi amo y señor. N o puedo aceptar encargo alguno sin su permiso, y a decir verdad, ya estoy retrasado con muchos de sus proyectos.

—Pero habéis hecho un trabajo por encargo de messer Galeazz.

—Pero con el permiso de I l Moro , ¿no? —Leonardo levanta las cejas al interrogar a Galeazz.

Isabella sabe que Leonardo está al tanto de que Ludovico no fue consultado, pero parece preguntarlo con profunda convicción.

Galeazz sólo encoge los hombros a modo de disculpa.

—Fue un placer haberos servido, señor, pero hemos defraudado a mi señor Ludovico,

¿no es así?

—N o, el encargo fue hecho para honrar y deleitar a su esposa, y estoy seguro de que oír sus exclamaciones de admiración al ver nuestros trajes, diseñados con tanta maestría, le compensan por el tiempo que no se ha dedicado a sus propios proyectos —dice Galeazz.

—Maestro, un retrato mío pintado por vos daría el mismo placer a mi hermana, que conoce mi gusto por la buena pintura.

Isabella espera no haberle parecido remilgada. Esa estrategia funciona muy bien con la mayoría de los hombres. Pero sabe que con Leonardo no le servirá. Tampoco tiene sentido tentarlo con dinero, como a los demás artistas. N i siquiera está segura de que el dinero sea para él una motivación, aunque podría influir, a juzgar por el gusto que manifiesta por los finos trajes que llevan él y su vasallo.

—S ería para mí un privilegio. Pero su excelencia debe someter el asunto a la consideración del duque. Yo cumplo con su voluntad. N o soy más que su sirviente en estas cuestiones.

El muchacho no regresó con el vino. Leonardo tampoco lo llamó y no se mostró dispuesto a seguir conversando. Isabella, desalentada, comprende que su negociación ha terminado.

El viaje a Milán, ¿ha sido un éxito o un fracaso? Isabella no lo sabe. S entada en su despacho, en Mantua, hace un repaso de lo que alberga. Está inconcluso. La decoración que quiere para las paredes de su estudio no está terminada. A caba de escribir al artista para amenazarle con ejecutarlo si no regresa a Mantua y termina el trabajo. Espera que su carta encuentre el tono justo entre la provocación y la amenaza. ¡Estos artistas! Es más fácil obligar a un niño a ir a la cama que lograr que estos hombres adultos completen lo que se les ha encargado. Tal vez las mujeres debieran tomar el pincel. S ería más fácil presionarlas para que hicieran lo que ella desea. Montones de documentos y cartas se apilan en su escritorio y esperan su atención. El ministro de finanzas desea dedicar la tarde a revisar las facturas que se deben pagar, y las que están por cobrar. Francesco es un buen esposo y un gran soldado, pero no es un administrador. D eja en manos de Isabella esas tareas de gobierno, mientras él se dedica a blandir la espada con sus lugartenientes, o hablar sobre caballos con los criadores en los establos.

Francesco está ciertamente en condiciones de calificar de exitoso el viaje de su esposa a Milán. Ha cautivado a todas aquellas personas con las que él deseaba fortalecer sus acuerdos políticos. Y cuando regresó a casa, volcó en el lecho matrimonial todo el deseo que su cuñado le había despertado y ella había reprimido. S entía que estaba haciendo el amor con dos hombres al mismo tiempo, y eso la excitaba. Francesco estaba asombrado por tales apetitos, y le enorgullecía pensar que era un amante tan hábil.

S i hubiera podido leer los pensamientos de su esposa, la habría matado y habría matado a otra persona. Pero como Isabella los reservaba para sí, consideró sus actitudes lascivas como una prueba del poder que ejercía sobre ella.

Los pensamientos sobre Milán la desazonaban, como le ocurría con tantos otros asuntos inconclusos. N unca había visto tanta cantidad de miembros de la realeza como los que estaban presentes en la boda de Ludovico y su hermana. S í, la Casa de Este es antigua e influyente. Ferrara es un estado importante. Pero no se engaña pensando que las princesas, reyes y embajadores de todos los rincones de Europa que se habían reunido en la boda de Beatrice estaban allí para ganarse la aprobación de la familia Este.

Estaban allí para fortalecer sus vínculos con Ludovico S forza, regente de Milán, el hombre que controla uno de los mayores tesoros de I talia, hermano de un poderoso cardenal de Roma, amigo de Maximiliano, rey del S acro I mperio Romano Germánico, y de una multitud de miembros de la realeza. Y a partir de su matrimonio, unido a la venerable Casa de Este. Es una pena que su hermana sea la compañera de un hombre como él. Beatrice preferiría cabalgar todo el día, en lugar de preocuparse por asuntos de gobierno. Isabella habría sido una verdadera duquesa, una verdadera esposa para ese hombre. Podría ayudarle en todas las tareas relacionadas con la interminable lista de sus intereses y logros: planificar ciudades, financiar universidades y patrocinar a eruditos en todas las materias, coleccionar libros, joyas valiosas y antigüedades, conquistar mujeres...

A lgo, esto último, que interesaba especialmente a su cuñado. Y en el terreno de la conquista amorosa, Isabella se había demostrado a sí misma que, si no podía igualarlo, al menos podía competir con él.

¿Q ué haría Ludovico para obtener sus favores? ¿Hasta dónde llegaría? Esos pensamientos ocuparon su mente durante los últimos días en Milán. Q uería calibrar el interés que sentía por ella, pero no era sencillo desprenderse de su familia para lograr momentos de intimidad con él. S u madre debía de haber observado esa particular afinidad. La mañana que siguió a la partida de Francesco, Leonora ocupó las habitaciones contiguas a las de Isabella con la excusa de que, ya que no podía invadir la intimidad de Beatrice en los días posteriores a su boda, al menos podría consolarse con la proximidad de su hija mayor, antes de tener que alejarse de ambas. N o era propio de Leonora hacer semejante demostración de sus sentimientos maternales. Isabella estaba segura de que su madre trataba de servir de escudo entre ella y su cuñado.

N o era posible hacer visitas nocturnas. Una tarde, cuando Beatrice se estaba probando algunos de los vestidos que usaría en su nueva vida, Isabella entró pomposamente en el despacho de Ludovico, donde él leía un largo edicto promulgado por el Papa.

—¿Qué es lo que os tiene tan absorto, hermano? —preguntó Isabella.

—Un montón de insensateces papales. S u S antidad ha decidido a quién debemos dedicar o no nuestra fidelidad. No tiene sentido.

Ludovico apartó a un lado el papel y pidió a sus secretarios que se retiraran.

Cuando estuvieron a solas, Isabella habló.

—Traté de veros, pero mi madre se ha pegado a mí como una sanguijuela. Partiremos mañana.

—Pero antes quiero estar seguro de que regresaréis a Milán sin una santa madre que os proteja y sin un marido enmascarado que nos mantenga alejados. —Ludovico se levantó de la silla y tomó a Isabella en brazos—. D ebemos ser muy cuidadosos. Entre estos muros, cada par de ojos busca algo sobre lo que murmurar, como lo haría la mujer de un pescador. —D espués de besar muy suavemente sus labios, la invitó a sentarse—.

¿Pensáis que, pese a todo, vuestra hermana es feliz?

No era la pregunta que ella habría esperado.

—Supongo que sí. Luce magníficos vestidos, visita el tesoro, donde se le pide que coja sus joyas preferidas, le ofrecen dulces y exquisiteces desde el momento en que se despierta hasta que se va a dormir, y la lleva a pasear por el campo el caballero más guapo de I talia, que ha puesto su vida a su servicio, para complacer cualquiera de sus caprichos y deseos. A demás de todo eso, mi madre la instruye día y noche acerca de que tiene el deber de ser feliz. La paz del mundo depende de su dicha, ¿no lo habéis oído? —

Ludovico echó la cabeza hacia atrás y rio. S u risa era profunda y alegre, y dejaba entrever los blancos dientes y su gruesa lengua roja. Isabella deseaba echarse en su regazo, y llevar esa lengua que parecía una gorda serpiente hacia su boca. Pero permaneció en su silla—. A propósito, mi estimado Ludovico, estoy al tanto de vuestro juego con messer Galeazz y mi hermana.

—¿Q ué demonios significa eso? —preguntó él, mientras intentaba recuperar la compostura después de su carcajada.

—Vuestra pequeña Bianca, que dicho sea de paso, es adorable, tiene sólo doce años.

Galeazz no puede casarse con ella al menos hasta que pasen tres. Entretanto, le habéis encargado que distraiga y corteje a mi hermana, para que no sepa que vuestra verdadera esposa en Milán es Cecilia Gallerani. —Ludovico dejó de reír. S e golpeteó los muslos y miró a Isabella. S u expresión, habitualmente franca, se tornó de repente hermética—.

Espero no haberos disgustado.

—En verdad, mi estimada marquesa, le encargué distraer su atención de mi loco amor por vos.

—S ois muy listo, excelencia, al elogiarme más de lo que habría podido soñar, y desviarme de la conversación sobre vuestra amante con una sola frase.

El se lanzó de su asiento y aterrizó de rodillas a los pies de Isabella, casi asustándola.

La joven se inclinó hacia el respaldo de su silla, pero Ludovico apoyó la cabeza en su regazo, frotando la cara contra su rodilla. Luego la miró.

—J amás soñé que encontraría una mujer tan inteligente como Cecilia, que además superara su belleza. Pero vos sois esa mujer. N o puedo dejar de pensar en que hace muchos años hice llegar a Ferrara la petición de mano para la mayor de las hermanas Este, y que cuando supe que ya estaba comprometida, acepté rápidamente y sin pensarlo a la menor.

—Y ahora, nada puede hacerse para remediarlo.

—O h, no, se puede hacer mucho. Lo veréis. O s mandaré a buscar. Vuestro esposo no podrá negarse. S oy muy persuasivo cuando me lo propongo. Preguntad a cualquiera en I talia. Para demostraros cuán profundo es mi afecto por vos, haré cualquier cosa que me pidáis. O s doy mi palabra. S erá como si un genio de la tierra de los turcos hubiera llegado a vuestra vida. Existen motivos para que me llamen Il Moro , lo sabéis.

—Hay un acto de prestidigitación que desearía veros hacer —propuso Isabella—. He visitado el taller del Maestro Leonardo. He hablado con ese hombre. Q uiero que él pinte mi retrato. Me ha dicho que debo hablar con vos, porque él es tan sólo vuestro sirviente.

—¡J a! ¡O jalá fuera cierto! El es su propio amo. Pero se lo pediré, sólo por ver vuestro rostro encantador conservado para siempre tal como es en este preciso momento.

—Gracias, excelencia. Es todo lo que os pido.

Cuando Ludovico asimiló la petición de Isabella, sus ojos se enturbiaron. S e puso de pie y comenzó a caminar, agitando el dedo índice en el aire.

—Como comprenderéis, no será sencillo. Aveces desearía deshacerme de él. N o me cabe duda de que alguien que fuera poco menos que un genio podría ser más productivo.

N o sabéis cuán frustrante puede ser ese hombre, Isabella. S i, por ejemplo, le pido un retrato, no hace que el modelo pose simplemente sentado bajo un hermoso rayo de sol, como otros pintores. N o, ni siquiera coge el pincel, pero invierte años en el estudio de la luz. N o puede avanzar, según me ha dicho alguna vez, hasta haber comprendido la naturaleza de la luz, como si él mismo la hubiera creado. S ólo después de haberlo logrado puede pintar correctamente el rostro. ¿Podéis imaginar cuán complicado es conseguir de ese hombre una simple imagen de vos? — Il Moro parecía nervioso.

Isabella pensó que lo mejor era no decir nada, y dejar que expresara su frustración.

L uego, ella se ocuparía de los aspectos prácticos al posar para el Maestro—. S u mayor placer es perderse en sí mismo. S i no tuviera que ganarse la vida, estudiaría el día entero.

Está tan empecinado en encontrar el misterio que hay detrás del proceso, que pierde interés en el proceso en sí. Es una pena que nadie pueda entrar en su cerebro y pintar lo que abriga en su mente, porque estoy convencido de que tiene a un genio preso en la cabeza. —Exasperado, Ludovico volvió a la silla que estaba detrás de su escritorio—. Y

luego está el problema de Beatrice.

—¿Por qué Beatrice es un problema? A ella ni siquiera le interesa la pintura.

—Pero debemos pensar en su felicidad. N o debe sospechar ni lo más mínimo. N o podemos correr el riesgo de que acuda a vuestro padre o, ¡que J esús, N uestro S eñor, no lo permita!, a vuestro esposo, con el cuento de que os he concedido los privilegios de una esposa. Simplemente, le diré al Maestro que debe pintar retratos de las dos.

—Retratos separados, por supuesto —observó Isabella, que no quería tener que disputar la propiedad de la pintura con su hermana.

—Por supuesto. Por ser mi esposa, Beatrice deberá ser retratada en primer lugar.

Luego, querida, no habrá problema. D esde luego, si soy capaz de forzar la mano del Maestro. N o puedo prometerlo. S igue frustrándome con el asunto de la estatua ecuestre de mi padre. Leonardo se hizo un lugar en mi corte ilusionándome con esa estatua. Eso ocurrió hace siete años. ¿Veis algún caballo gigante de bronce en Milán?

—Comprendo vuestra frustración, Ludovico, pero no es posible tratar a estos artistas como se trata a los hombres comunes y corrientes. Es preciso ser muy paciente. Ellos crean a su propio ritmo. Pero si no hubiera novedades, sería altamente recomendable suspender el pago de su remuneración. Es el método de persuasión más oportuno. Hasta los genios tienen necesidad de comer.

Isabella se sentía tan feliz por haber llevado a buen término sus asuntos, que casi se olvidó de besar a Ludovico y ser tierna con él cuando se despidieron a solas.

Fiel a su palabra, el cuñado contrató un correo privado que iría regularmente a Mantua. El motivo oficial era que Beatrice debía estar en contacto permanente con su hermana, pero en realidad se trataba de enviar a Isabella cartas secretas, en las que Ludovico expresaba sus sentimientos y sus ideas. A l cabo de dos semanas ya había recibido cuatro cartas, y había respondido a cada una de ellas con la misma prontitud, e incluso mayor. S u madre le había enseñado que una mujer siempre debe conservar una pizca de misterio. Lo que en un primer momento Isabella consideró correspondencia de amantes, rápidamente se transformó en un intercambio de ideas. En sus cartas, ella y Ludovico escribían sobre rumores relativos a la política, indiscreciones familiares u obras de arte que trataban de comprar. Pronto se dieron cuenta de que ambos compartían la obsesión del coleccionista. S e propusieron leer ciertos libros al mismo tiempo y discutir sobre ellos en su correspondencia. En ocasiones, Isabella pedía consejo a Ludovico sobre asuntos de estado. A lgunas veces olvidaba por completo sus ardientes besos y sentía que estaba escribiendo a un alma gemela. Pero siempre tenía presente que ese hombre era el esposo de Beatrice.

Han pasado dos semanas y Ludovico no ha escrito una sola palabra sobre las sesiones en las que habrá de posar para Leonardo. Isabella está sorprendida, porque antes de partir de Milán ella misma se ocupó de que su hermana posara para el artista. La noche anterior a su partida le contó a Beatrice que había visitado el taller del Maestro y que estaba considerando la posibilidad de encargarle un retrato.

—¿En verdad deseas posar para él? —preguntó Beatrice—. S ólo lo he visto una vez, pero me asusta. Es imponente. No me agrada la intensidad con que observa las cosas.

Isabella se sintió verdaderamente feliz cuando escuchó que su hermana no estaba dispuesta a posar para el artista. Ya había pensado en cómo actuar en ese caso. S i el Maestro era tan reacio a coger el pincel, sería un milagro que pintara un retrato de cada hermana. Isabella había decidido que si no hacía más que un retrato, debía ser el suyo y no el de Beatrice, a quien incluso le desagradaba tener que posar para los pintores.

Las palabras con que la hermana expresó su opinión sobre Leonardo sonaron como música celestial en los oídos de Isabella. Y no eran más que otra señal de que sólo ella estaba destinada a ser retratada por el Maestro.

S in embargo, a Isabella no le gustaba dejar todo en manos del azar, por lo que, insidiosamente, contestó a Beatrice.

—N o te culpo por no querer que el Maestro te retrate. Eso sería ponerte al mismo nivel que la amante de tu esposo. Toda I talia conoce la existencia de la pintura de la Gallerani. N o debes rebajarte de ese modo. Eres la duquesa y legalmente su esposa.

Debes mantenerte por encima de esas cuestiones.

La demudada expresión del rostro de Beatrice le confirmó que el veneno había surtido efecto. Su hermana no aceptaría posar para Leonardo bajo ningún concepto.

A hora, otra vez en Mantua, Isabella se pregunta si puede sellar su trato. D esea enviar un regalo a I l M oro, una perfecta muestra de su afecto, algo que pueda considerarse impersonal, pero que esté lleno de significado. ¿Q ué regalo es el adecuado para un hombre que ya lo tiene todo? D ebe ser algo pequeño, pero importante. Echa un vistazo a los objetos valiosos de su despacho: pinturas, bocetos, estatuas antiguas, incluso un busto de César Augusto, esculpido en su época, hermoso a pesar de tener dañada una oreja.

¿Pero qué puede enviar a un hombre cuyas colecciones y gustos superan incluso a los suyos? Recorre con la mirada las habitaciones, y por fin sus ojos se posan en la ventana, donde a través de ella ve a la familia de cisnes que se balancean sobre el estanque medio helado. El macho blanco, de enorme envergadura, va delante de una hembra, algo más pequeña, y tres crías regordetas. El macho grita, disgustado porque los grandes bloques de hielo han interrumpido su baño invernal. La majestuosa criatura se comporta como si sus quejas tuvieran el poder de fundir el hielo. Es raro que los cisnes aparezcan cuando hace tanto frío. Tal vez sea una señal.

A la mañana siguiente, Isabella envía a Ludovico un par de jóvenes cisnes, un macho y una hembra. D os días más tarde recibe una carta donde él agradece esas hermosas aves, que cada día harán que se acuerde de ella, la más bella y graciosa criatura de cuantas conoce.

Cuando Isabella le responde, sugiere que el cisne no es ella, sino él: el dios oculto, el seductor de mujeres, una criatura a la que nadie puede resistirse. I nsinúa incluso que es más poderoso que Zeus, porque no necesita transformarse para paralizar a las mujeres.

Con su mera forma mortal se adueña de su corazón.

Isabella sabe que ningún hombre puede evitar considerarse a sí mismo irresistible.

S e detiene a pensar qué sello puede usar para su carta, y elige una nota musical tallada en una gran piedra. A prieta el frío sello de lacre, entrega la carta a un secretario y vuelve a su rutina de Mantua, esperando, confiada, que Ludovico la convoque a posar para Leonardo en Milán.

4

VI - GLIAMANTI (LOS AMANTES)

Coto de Caza y Palacio de Recreo

de Vigevano, Milán, 1492.

—Parecemos unicornios —dice jocosamente Beatrice, deseosa de arrancar como sea a su prima de la melancolía.

Es un glorioso día de verano. Los caballeros y las damas están vestidos con gran esplendor para la cacería. Beatrice, que ha diseñado los trajes, está cansada de desperdiciar sus horas de mayor gloria combatiendo la languidez de la duquesa de Milán. Para su sorpresa, I sabel de A ragón se alegra y responde apuntándola con el cuerno adornado con piedras preciosas que lleva en la frente, y Beatrice la toca suavemente con el suyo. Los caballos —que no parecen demasiado cómodos al estar tan cerca mientras sus jinetes simulan el combate— resoplan y se agitan, tratando de separarse.

Beatrice se acomoda el tocado y le indica a I sabel que haga lo mismo. Con ocasión de una cacería real, con tantos compañeros de noble cuna —y tantas lenguas aficionadas a criticar—, no sería correcto que de la frente sobresalga un cuerno torcido. Beatrice agradece ese instante de frivolidad y espera que dure todo el día. Aparte de la angustiada y melancólica prima que cabalga junto a ella, le resulta imposible pensar, mientras va y viene de la fresca sombra al sol radiante, que algo desagradable pueda perturbar su propio estado de ánimo. El simple contacto del velo de seda verde que le roza la cara, cae sobre sus hombros y toca el suelo cuando está de pie, es suficiente para hacerla feliz.

—S e dice que todas las damas de Francia usan tocados como los nuestros —comenta Beatrice—. Pero, sin duda, fueron inventados aquí.

—S in duda —confirma I sabel, nuevamente con la mirada perdida y un rictus que vuelve a reflejar su desánimo.

Beatrice ha notado que durante toda la jornada I sabel de A ragón ha hecho lo posible por no mirar a su esposo. Gian Galeazzo, el joven duque de Milán, se ha pasado el día cayéndose de su blanco corcel mientras trataba de recoger ramas, frutos y flores para dárselas a su joven amante moreno, que cabalga junto a él. Cada vez que ve una ofrenda de la naturaleza que, según piensa, puede complacer a esa maravillosa y gran juventud, trata de alcanzarla sin precaución alguna, y cae al suelo sin darse cuenta. Todos sonríen, disculpándolo. El joven amante ríe sin reprimirse ante las travesuras del duque.

El verde jubón de satén del duque —idéntico al que usan los veinte caballeros que hoy le acompañan en su aventura— está deslucido por las manchas y contrasta con la nitidez del satén y el muaré del resto de los hombres. El cinturón con incrustaciones de diamantes y esmeraldas que lucía al comenzar la jornada lo ha recogido hace ya tiempo un paje leal, después de que lo arrojara al suelo porque en uno de sus muchos intentos de alcanzar un capullo blanco para su amado sintió que le molestaba. Ha bebido sin parar desde la noche anterior, le ha dicho I sabel a Beatrice, que, con franqueza, preferiría concentrarse en las grandes proezas que realizan los perros y los halcones de Ludovico.

El propio Ludovico es muy amable con su sobrino, y lo excusa cada vez que queda en evidencia, tratando de persuadirlo para que sea más cuidadoso.

—D ebéis evitar, mi señor, que eso os lleve a la muerte. Tenéis que ser más cuidadoso al tratar de coger los pequeños regalos de D ios. Mi sobrino es un gran amante de la naturaleza —explica Ludovico a los caballeros y damas que tratan de ocultar la risa mientras el joven está a punto de caer nuevamente de su montura por los cómicos tambaleos que le provoca la embriaguez. N o obstante, cada una de las generosas excusas que Ludovico ofrece a su sobrino hacen que el rostro orgulloso de I sabel de A ragón se hunda más profundamente en una horrible mueca de disgusto.

Ludovico suele ser fuente de contrariedades para Beatrice, pero en comparación con su sobrino —intoxicado con licor y seducido por un vulgar campesino—, apenas puede quejarse. Para complacerla, en esta ocasión su esposo le ha permitido encargar trajes especiales, diseñados por ella misma, para cuarenta caballeros y damas, y disponer de los artesanos y costureras ocupados en los proyectos de decoración de sus muchas casas y castillos. A ntes de salir de Milán la ha llevado a la Torre del Tesoro, donde ha elegido una serie de joyas para adornar su traje de montar: cientos de perlas, esmeraldas, diamantes y rubíes, que después le han bordado en el tocado, el corpiño y las mangas.

—Debéis eclipsar a la reina de Francia —dijo Ludovico.

—Mi señor, no creo que la reina vaya a estar presente en la cacería —replicó Beatrice.

—A h, pero si todo sale de acuerdo con lo planeado, algún día vos y ella podéis ser grandes amigas —repuso él.

Luego la besó dulcemente en la frente y no volvió a tocar el tema. En efecto, tenía grandes planes para ella.

A hora, cuando sus gemas relucen bajo el tranquilo sol de mayo, parece el ángel de una pintura, cuya aureola es la luz del mismo D ios. En cada laguna y arroyo ha querido detenerse a admirar esos radiantes reflejos. El exuberante paisaje del coto de caza de Ludovico, en Vigevano, le ha dado innumerables oportunidades de hacerlo. A lo largo de todo el día han estado cabalgando entre grandes lagos y saltando arroyos, en los que a menudo se han detenido para que los caballos beban agua. Cada vez que Beatrice ve el reflejo de su espléndida figura en la superficie del agua se enamora de su propia imagen y debe recordar que, si se deja avasallar por la fascinación que le provoca esa brillante y ondulante imagen de sí misma, puede caer al agua, como Narciso, y ahogarse.

Ludovico seguramente se da cuenta de que ella luce una impresionante figura mientras cabalga sobre su palafrén, tan magníficamente vestida. S us ojos no podrán eludir el espectacular efecto de los largos cabellos negros y la piel aceitunada junto al traje verde esmeralda, color que hace que parezca que surge de la exuberancia del paisaje, como una ninfa. S u esposo debe de haber observado que la gargantilla de diamantes y perlas le alarga el cuello, haciendo que parezca alta, y que su corpiño es ajustado y permite ver que ninguna de las demás mujeres presentes tiene una cintura tan fina, salvo Bianca Giovanna, su hija de trece años. También debe de haber notado que Beatrice se ha ganado la confianza de Bianca, y que permite que la joven acapare toda la atención cuando Galeazz, su novio, está presente. S eguramente a causa de todas estas cosas, Ludovico le abre su corazón. ¿A caso no ha dedicado horas a adornarla con joyas para que estuviera deslumbrante? Esa era una buena prueba de su creciente afecto.

Ludovico es generoso, amable y adulador. Pero le dispensa un trato muy parecido al que da a su pequeña Bianca Giovanna, como si fuera una niña encantadora que le divierte, pero en quien no puede concentrar su atención. S ólo acude al lecho matrimonial después de consultar a su astrólogo sobre las noches propicias para la concepción, y cumple rápidamente sus deberes de esposo para pasar la noche con Cecilia. El hijo de ambos ya tiene más de un año. D espués de rezar durante horas a la Virgen, el dolor físico causado por las visitas de Ludovico ha disminuido. A hora, cuando él abandona el lecho de Beatrice, sólo queda en ella la sensación de soledad.

Beatrice sabe demasiado bien lo que le agrada a su marido, y ella no lo tiene.

Recuerda la forma en que miraba el espléndido pecho de su hermana, pero ni siquiera toca sus pequeños senos cuando hacen el amor, si se puede dar esa elevada denominación a los movimientos mecánicos que practican en la oscuridad. D e acuerdo con lo que le han dicho, Cecilia e Isabella podrían ser gemelas.

Isabella es femenina, sus cabellos rubios caen como doradas cascadas y es una gran amante de la literatura y el saber. ¿Q ué clase de justicia puede haber en el hecho de que su marido sienta «natural» inclinación por las cualidades «naturales» que su hermana posee? Entre el tiempo que Il Moro dedica a escribir cartas a Isabella y el que pasa con su amante, no le queda un momento para su esposa, por lo que la ha encomendado a Galeazz, quien la entretiene y agasaja.

En este momento —mientras Beatrice cabalga detrás de la comitiva para evitar que su prima, «Melancolía de A ragón», se hunda en la tristeza—, Galeazz le muestra a la extasiada Bianca Giovanna cómo su mejor halcón, Osiris, caza una presa. Los pájaros gritan y graznan en el bosque de antiguos robles, agitan las alas como si se hubieran metido en un nido de serpientes sibilantes. Galeazz quita suavemente la capucha de cuero —donde se dibuja una minúscula «V» formada por zafiros que rodean el pico—

poniendo al descubierto la inteligencia del rostro emplumado. El animal permanece aferrado al blanco guante de cuero de Galeazz, aunque Beatrice puede percibir que ya está alerta ante lo que sucede a su alrededor. S us ojos se dirigen inmediatamente a los árboles y no se mueven de allí.

—Mirad, I sabel, Galeazz está soltando a Osiris—dice Beatrice con entusiasmo, tratando de interesar a su prima en las actividades del día. Pero I sabel sólo echa un vistazo en esa dirección, y luego vuelve a mirar con fastidio, de soslayo, a su esposo.

Beatrice no permitirá que le arruinen el disfrute de uno de sus deportes favoritos.

Tanto los parsimoniosos galgos ingleses como los vivaces spaniel apuntan sus rabos al aire, anunciando que algo emocionante va a suceder. Una bandada de garzas grises remonta el vuelo desde su refugio, con movimientos amplios y pausados, hacia el lago que está más adelante. Beatrice sabe que anidan en lo alto de los árboles y espera que no haya pichones tratando de escapar junto a los adultos, porque no hay diversión alguna en matar a un animal antes de la madurez. Las aves, con sus largos cuellos y sus amplias alas, vuelan despreocupadas hacia el lago, sin adivinar el peligro que acecha desde tierra.

Galeazz sólo debe alzar imperceptiblemente el puño para que Osiris salga disparado hacia el cielo, detrás de las aves. Los pajes, con sus trajes que combinan el verde oscuro, en el lado izquierdo, y el verde claro en el derecho, corren delante; los perros y el resto del grupo los siguen a paso sostenido. Beatrice deja atrás a su lamentable prima mientras fustiga rítmicamente a su caballo, adelanta a Ludovico y a su hija, y se pone al lado de Galeazz. Cuando Osiris se lanza directamente hacia el delgado cuello del líder de la bandada, otros cuatro caballeros reciben sus halcones de mano de sus ayudantes, les quitan las capuchas y los sueltan apuntando al cielo. A ntes de que los demás lleguen hasta la bandada, Osiris mata a uno de los pájaros, que cae al suelo girando como una hélice, y se arroja sobre su segunda víctima. Los otros halcones le alcanzan y cada uno de ellos ataca a una presa. En cuanto las aves caen, los perros se abalanzan sobre ellas. S us entrenadores colocan cerca recipientes hechos con piel de animales, que contienen sangre de cerdo, para distraerlos mientras los pajes recogen las piezas. D e otro modo, las harían pedazos, y no podrían servirse a la hora de la cena. A Beatrice no le agrada especialmente la carne de estas aves, pero una vez asada con vino, ajo y cebollas, le resulta bastante aceptable.

El corazón de Beatrice se acelera mientras aminora el paso para ver a los animales muertos. Plumas grises que caen desde el cielo le cubren la frente, la nariz y los hombros. Los halcones han derribado tantas garzas que, por un momento, parece que llueven plumas. S us largas patas sin vida penden como flecos cuando los mozos las agarran del cuello.

Osiris regresa con su amo. Galeazz invita a su joven prometida a dejar que el héroe se pose en su pequeño puño enguantado. A Beatrice le parece que la niña está encantada, pero asustada. El ala derecha de Osiris sangra y ha perdido muchas plumas en la pelea.

Bianca Giovanna deja que el halcón se pose en su puño y le dice palabras dulces, mientras su novio se dispone a ponerle nuevamente la capucha.

Beatrice adora a Bianca Giovanna y se siente feliz al ver que su prometido la trata tan dulcemente, pero le recuerda los modales corteses y tiernos de Francesco cuando él e Isabella iban a casarse. ¿Por qué tenía ella un esposo que estaba enamorado de otra mujer? A decir verdad, no sólo de una, sino de dos mujeres.

A Beatrice no se le escapa la manera en que Ludovico observa todo el día la pareja de cisnes que Isabella le regaló para que vivieran en su estanque. Ella es una arquera extraordinaria y desearía apuntar hacia esos elegantes animales blancos. S i no fueran tan hermosos, lanzaría dos flechas directamente a sus corazones. O al menos haría que uno de los halcones más feroces se abalanzara sobre ellos, y miraría cómo destroza sus gargantas. S in embargo, los cisnes pueden ser agresivos y protegerse unos a otros con gran valentía. La lucha sería justa, a diferencia de la que ella libraba contra Cecilia Gallerani y su propia hermana.

Francesco también parece estar al tanto del amorío. Ludovico sigue invitando a Isabella a Milán «por el bien de Beatrice», sin consultar siquiera a su esposa, y Francesco sigue inventando motivos para que su esposa permanezca en Mantua. Primero, Francesco fue a Bolonia para estar presente en el casamiento de su hermano con Laura Bentivoglio y exigió que Isabella se quedara en casa y se ocupara de todas las cuestiones de la economía y el gobierno. Luego viajó para visitar a su hermana Elisabe a, en Urbino. Beatrice estaba segura de que sólo lo hizo para retener un poco más a Isabella.

Cuando regresó, estaba misteriosamente enfermo, e insistió en que su esposa se quedara a su lado para cuidarlo. Últimamente, y Beatrice lo sabe porque los rumores pasan de una corte a otra, Francesco le recuerda todo el tiempo a su esposa que no son «ricos como los S forza» y que dada la forma en que a ella le gusta viajar —con cientos de servidores y un guardarropa completamente nuevo, para no sentirse inferior a su hermana—, debe reducir sus visitas al mínimo. S egún las últimas noticias, Isabella había amenazado con ir a Milán en camisón si Francesco se negaba a darle un guardarropa adecuado.

La decepción de Ludovico al ver que sus invitaciones eran rechazadas desembocó en una actitud sorprendente. Taciturno, canceló los juegos y justas que se celebrarían en Pavia, en homenaje al pequeño conde de Pavia, hijo del duque y la duquesa, que cumplía años. I sabel de A ragón estaba furiosa por ese insulto a su hijo. Envió cartas expresando su enfado a sus parientes de N ápoles, exigiéndoles que utilizaran todos los medios necesarios para destituir a Ludovico como regente de su esposo. Beatrice lo sabe porque todos los secretarios de las cortes comparten información. También sabe que a los reyes de N ápoles les encantaría satisfacer el deseo de I sabel, pero les frena el hecho de que Gian Galeazzo es un imbécil y un borracho; si es un desastre guiando un caballo hacia el bebedero, mucho peor será si debe dirigir la ciudad-estado más importante de Italia.

Basta con mirarlo ahora, cayendo otra vez de su montura en un intento de acariciar la cara sin afeitar de su amado. A l menos Beatrice compite con dos mujeres de gran belleza y gracia, y no con un campesino rústico de brazos largos y desgarbados que no sabe leer ni escribir. Cuando los ayudantes del duque Gian Galeazzo le vuelven a colocar sobre la montura, Ludovico le alcanza una petaca de vino. Beatrice observa a I sabel, que posa su mirada en I l M oro como una cobra ponzoñosa que toca con la lengua a su víctima. S us mejillas enrojecen y su pecho, alzado por el corpiño, sube aún más en un suspiro evidente y sostenido. Beatrice sabe que I sabel culpa a Ludovico de la degradación de Gian Galeazzo; pero ¿qué puede esperar de I l M oro? ¿Q ue ceda su poder a un hombre con medio cerebro que no tiene interés en conducir el gobierno? ¿Q ue permita que, en cuanto el joven asuma el cargo, cualquier enemigo ataque y se apodere del ducado de Milán?

Beatrice no ignora que Ludovico ama el poder, aunque piensa que trata al joven y débil duque con más respeto del que ese idiota merece. O tro hombre se habría deshecho silenciosamente de él. La política de I talia está llena de historias de ese tipo. I ncluso su propio padre había tratado de envenenar a su sobrino, N iccoló, que repetidamente conspiró contra él, hasta que por fin, después de un intento de insurrección, el D iamante había dado orden de decapitarlo. N adie se opuso. D e hecho, el respeto por su padre aumentó. Él, la duquesa Leonora y todos sus hijos estaban vivos y prosperaban, en lugar de pudrirse en una tumba del D uomo de Ferrara, como tantas familias gobernantes que fracasaron al tratar de eliminar a sus enemigos. N o, después de que el duque Ercole ejecutara su venganza, en las calles de la ciudad se oyó gritar: «¡D iamante! ¡D iamante!

¡Larga vida a Ercole!». El pueblo de Ferrara le dio entonces su segundo apodo, Viento del Norte, que significaba que su frialdad para tomar decisiones había salvado el territorio.

Pero la bella de A ragón no siente un afecto semejante por Ludovico. N o se permite considerar que, al asumir el poder, está salvando a Milán de la ruina que le causaría el inepto Gian Galeazzo.

Isabel fustiga a su caballo y galopa hacia Beatrice.

—Venid conmigo, prima —susurra, y no es un ruego, sino una orden—. Conozco una laguna especial en la que a vuestro caballo le encantará beber.

Beatrice, aunque reacia a escuchar en ese hermoso día una de las invectivas de I sabel contra el mundo, la sigue de todos modos, aun cuando algo le aconseja dentro de sí inventar una excusa y quedarse con el grupo. Contrariando su buen juicio, deja que I sabel la guíe hacia un estrecho sendero, donde las zarzas se enganchan en sus velos y rasgan los flancos de los caballos. Finalmente, llegan a la prometida laguna, un charco de agua estancada cubierta de musgo.

—Es muy desagradable —se queja Beatrice—. No dejaría que Drago bebiera aquí.

—Es extraño que un fenómeno de la naturaleza os disguste y no lo hagan las actitudes de vuestro esposo.

—N o sé de qué habláis —responde Beatrice, llevando a Drago hacia atrás, para alejarlo de la ponzoña del estanque y también de la que sale de la boca de su prima.

—¿N o veis que Ludovico mantiene a mi esposo ebrio para seguir usurpando el poder? —Beatrice no dice nada, pero desearía responder que cuando llegó a la edad apropiada, dos años antes, el duque habría asumido todo el poder si hubiera demostrado algún interés o capacidad para dirigir el reino—. Ludovico nos traiciona a todos —insiste I sabel. Beatrice la deja seguir. Tal vez después de haber pronunciado su discurso desista de su actitud—. ¿S imuláis no saber que se exhibe junto a Cecilia Gallerani en los actos públicos como si ella fuera su esposa? ¿N o os agradaría colaborar con vuestro esposo en esas ocasiones, en lugar de estar encerrada en vuestros aposentos del Castello como una niña? —Beatrice está al tanto de las visitas que Ludovico hace a Cecilia por las noches, pero no sabe que han aparecido juntos en público. S e da cuenta de que debería dejar de escuchar a su prima y hundir las espuelas en los flancos de Drago al oír esas noticias, pero no puede moverse—. ¿N o pensáis que el pueblo se pregunta por qué Ludovico mantiene oculta a su esposa legítima mientras se pavonea con su amante y su bastardo por toda la ciudad?

Beatrice fustiga por fin a Drago y da la vuelta para irse. El velo se engancha en un espino y le tuerce el tocado. Disgustada, grita lo que estaba evitando decir.

—N o sois mi amiga, prima, si insistís en difundir esos rumores en contra de mi esposo.

—Prima, ¿de qué rumores habláis? N o es más que la verdad: vos y yo somos las mujeres más desafortunadas y maltratadas de todo el reino. —I sabel se toca el cuerno que lleva en la frente—. N o ocultemos nuestros cuernos, Beatrice. J untas, podemos hacer mucho para cambiar nuestro destino, y el de I talia. —Beatrice no pronuncia una palabra.

S u padre siempre les ha dicho a sus hijos que el hombre sabio escucha mientras el tonto suelta sus parrafadas—. ¿I gnoráis que vuestro esposo conspira con el rey francés, Carlos, en contra de nuestro abuelo? —pregunta I sabel en voz baja, llena de complicidad—. Los franceses quieren N ápoles, no es un secreto. Ludovico cree que si les ayuda a arrebatarle el poder al rey Ferrante, Carlos le otorgará el título de duque de Milán. ¿S abéis qué nos sucedería, si así fuera, a mi esposo y a mí? S egún le conviniera, Ludovico nos enviaría al exilio o haría que alguien irrumpiera en nuestra alcoba y nos asesinara. Pero ¿os imagináis, Beatrice, a vuestro propio esposo aliado con los franceses para derrocar a nuestro abuelo Ferrante? ¿Eso es lo que queréis?

—Es ridículo -—advierte Beatrice—. No existe intriga semejante.

Pero no puede olvidar el comentario de Ludovico acerca de que algún día ella sería gran amiga de la reina de Francia, «si todo sale de acuerdo con lo planeado». A hora, a la luz de las acusaciones de Isabel, la frase adquiere sentido.

—D ebemos estar unidas —afirma I sabel—. Ferrante nos ama. S i él supiera que, no una de sus nietas, sino dos sufren constantes humillaciones por parte de sus esposos, enviaría un ejército a rescatarnos. S omos princesas de dos de las casas más importantes de Europa: A ragón y Este. Tenemos lazos de sangre, Beatrice. Vuestra madre pertenece a la Casa de A ragón. ¿Q uién es Ludovico, además del hijo de un mercenario que usurpó el poder en el momento oportuno? Podéis hacerle pagar todo lo que ha hecho para deshonrar a nuestras familias.

—Debo pensar sobre todo esto, prima.

Esas son las únicas palabras que Beatrice es capaz de pronunciar, y las murmura eludiendo la iracunda mirada de I sabel. A hora siente miedo de su prima y de su esposo y no sabe a cuál de los dos debería temer más. En los ojos de I sabel hay tanta ira, y tanto veneno en su voz, que Beatrice se pregunta qué haría su prima si se negara a conspirar junto a ella. ¿La mataría? Por otra parte, ¿los planes de Ludovico podían llegar tan lejos y ser tan siniestros como dice?

Como si respondiera a la pregunta que Beatrice no ha formulado, Isabel dice:

—Ludovico S forza haría un pacto con el mismo diablo para convertirse en duque de Milán. Os traicionaría alegremente a vos y a vuestra familia, a mi esposo, a nuestra gente, para lograr lo que ambiciona.

Beatrice comienza a dar la vuelta con Drago para no tener que mirar a su prima.

—He dicho que lo pensaría.

—Entre vuestros pensamientos podéis incluir uno más: si Ludovico se aliara con Francia en contra de N ápoles, ¿cuál sería vuestro destino, Beatrice? ¿Lo habéis considerado? O s lo diré: vuestro esposo os enviaría de regreso junto a vuestro padre, y para complacer al rey Carlos se casaría con una esposa francesa que dormiría en vuestro lecho, todavía tibio. Eso en caso de que Ludovico no descubriera antes que alguien os dio algún alimento en mal estado. —Las palabras de I sabel se disparan como flechas que pasan zumbando, agresiva y peligrosamente, hacia un blanco vulnerable, los oídos de su prima.

Beatrice desearía responder que Ludovico jamás haría tal cosa, pero no está tan segura de que su prima no le haya arrojado a la cara una lamentable verdad. Tampoco tiene intención de que la horrible predicción se transforme en realidad. N o dice nada.

Endereza los hombros y separa los brazos y las piernas para ganar fuerza. S e estira como un ave que se esfuerza para alzar el vuelo, respira el aire un poco más tibio, golpea con sus piernas los flancos de Drago y se aleja al galope hacia el grupo de cazadores.

Las ideas pasan como el viento por su mente y aceleran los latidos de su corazón mientras corre por el estrecho sendero. S iente que su cuerpo está a punto de estallar a causa de las emociones que surgen en su interior y le impiden pensar. Tendría que reflexionar, pero no quiere hacerlo. A pesar de todo lo que siente, su cabeza está en blanco.

Cabalga tan velozmente como puede, pero oye que los cazadores han acelerado el paso y, a la misma velocidad, se alejan de ella. A l final del sendero hay un claro. D esde allí ve, a distancia, que Ludovico, Galeazz y otros hombres están acechando a una manada de lobos. Más atrás ve unas tiendas de color verde claro, debajo de las cuales las mujeres se protegen del sol y conversan.

Beatrice se dirige, a mayor velocidad, hacia el lugar de la cacería. Los caballos y los perros han perseguido a los lobos hasta la orilla de un río, y los han rodeado. Los canes ladran enloquecidos y los lobos —Beatrice cuenta siete— les responden aullando ferozmente. Los hombres gritan a sus pajes para que les alcancen arcos y flechas.

Ludovico sonríe cuando ve que Beatrice se acerca a toda velocidad. A gita la mano para indicarle que cabalgue más lentamente, pero ella sigue adelante y casi derriba a un paje que trata de encordar rápidamente una flecha verde en un arco de madera oscura.

—¡A rco! —clama Beatrice, y el muchacho queda paralizado por el asombro. La joven cabalga alrededor de él, y antes de que pueda darse cuenta, se inclina hacia la derecha y le arrebata el arma.

En menos de un segundo escoge su objetivo, el más grande de los miembros de la manada, cuyos ojos se fijan en ella como dos lunas heladas. Por un momento le parece que el paisaje se refleja en esos ojos. El lobo gruñe y asusta a Drago, que, descontrolado, retrocede. Galeazz lanza una flecha, y uno de los lobos cae, haciendo que los supervivientes aúllen más ferozmente. Beatrice piensa que ese coro quejumbroso es capaz de enloquecerla. Q uiere acallar al menos a uno de los animales para interrumpir ese lamento que le destroza los oídos. A prieta las piernas contra el vientre soberbiamente nervudo de Drago, para equilibrarse, y dispara una flecha hacia el costado del lobo. S abe que no ha dado en el blanco y que la flecha se ha clavado en la cabeza del animal. A causa de la furia o tal vez debido al dolor que siente en sus patas delanteras, el lobo salta hacia ella, se eleva en el aire y hunde sus dientes en la frente de Drago. El caballo retrocede y patea el aire con los cascos por encima de su cabeza, como un acróbata.

Beatrice siente que se cae de la montura. S e eleva en el aire como un pelele, mientras Drago resiste con fiereza, tratando de librarse del lobo. Ve la sangre que mana de las heridas, esparciéndose sobre la piel de los dos animales. Ve el cielo vespertino, como de lapislázuli, y los brotes color lavanda que ya cuelgan como gemas de las glicinias. Lo último que ve es la expresión de horror en el rostro de Ludovico, que con los ojos desorbitados y las manos como congeladas en el aire, parece la estatua de un antiguo orador.

Del cuaderno de Leonardo:

Sobre el movimiento de los pájaros: cuando los pájaros desean volar de un lugar a otro, lo lograrán más rápidamente si hacen movimientos espontáneos y enérgicos y luego se elevan con ?

movimientos instintivos en contra de la resistencia del aire, descendiendo nuevamente, y así una y otra vez.

D iseccionar el murciélago, estudiarlo atentamente, y tomando al animal y sus alas como modelo, diseñar la máquina.

Un pájaro pía débilmente, rompiendo el silencio. Beatrice cree que debe de haber amanecido, pero no está preparada para abrir los ojos. S iente una fría venda en la frente y una sábana sobre su cuerpo. Piensa que tal vez está en N ápoles, y que su institutriz la ha arropado durante la noche para protegerla de una fresca e imprevista brisa.

¿Por qué lleva esa venda? ¿Ha tenido fiebre? Espera que la niñera no vuelva a regañarla por haber salido a cabalgar sin abrigo ese frío día de primavera. Beatrice recuerda que cabalgaba a lo largo de la ventosa costa de la bahía de N ápoles —¿ayer, hoy o hace muchos años?—, calculando que una breve enfermedad era un bajo precio a cambio del éxtasis de danzar todo el día al ritmo de la fresca brisa marina. A hora una mano grande, extraña y cálida se posa sobre ella.

—¿Beatrice? —Una voz de hombre se alza sobre el canto de los pájaros—. ¿Podéis oírme, querida esposa?

Beatrice abre los ojos. S u marido, muy cerca de su cara, la mira como si hubiera regresado de la muerte. S orprendida por sus rasgos afilados y su aspecto preocupado, se mueve, pero aún no sabe dónde está. Con la cabeza en la almohada, trata de recobrar la memoria y lo logra: la repulsiva conversación con I sabel junto a la laguna estancada; los dientes del lobo, que aúlla de miedo; la sangre que brota por doquier, y Drago que corcovea como si ejecutara una danza salvaje y la lanza al aire. El rostro de Beatrice se crispa al recordar todo aquello. La han llevado a su habitación en el palacio de Vigevano.

Quiere cerrar nuevamente los ojos para escapar de su sentimiento de ira y humillación.

—¿S entís dolor? —pregunta Ludovico—. El doctor dice que no hay huesos rotos y que el cráneo no ha sufrido daños.

Beatrice logra sonreír levemente y luego aparta la mirada de la cara de su esposo.

¿Por qué la observa con tanta aflicción, si entre tanto intenta envenenarla o reemplazarla por una francesa? Aun sin tener en cuenta las insinuaciones de I sabel de A ragón, la preocupación de Ludovico por alguien a quien suele descuidar parece fuera de lugar. N o puede comprenderlo, salvo que, como tanto desearía, en realidad la ame más de lo que ella cree.

Los postigos y las cortinas aún están abiertos y Beatrice puede ver que el sol llega al final de su recorrido diario. El cielo es de color púrpura y buena parte de la habitación está a oscuras. A lguien ha encendido una pequeña lámpara. Ludovico alza el rostro y da gracias a D ios en latín —la lengua favorita de N uestro S eñor— por no haberse llevado a su pequeña esposa y haberla devuelto a «quienes más la aman».

Galeazz se hace presente trayendo una pequeña jaula dorada con un pequeño pinzón rojo. Baja la jaula para que Beatrice pueda ver sus alas. La sonríe, sus dientes brillan, es lo más brillante de la habitación.

—Les dije que al escuchar el canto del pájaro regresaríais junto a nosotros.

—Madonna Beatrice, por favor, decidnos algo.

La nueva voz es impertinente, no resulta en absoluto agradable. Messer A mbrogio, el astrólogo de Ludovico, se adelanta a su esposo y aparece junto a la cama. A Beatrice no le gusta ese hombre. Es demasiado flaco y la suya no es una delgadez saludable, como la de su padre. Esta es resultado del rechazo de la comida o de una invasión de parásitos que consumen todo lo que él ingiere. D e cualquier modo, jamás ha entendido por qué Ludovico decide confiar en esa persona para saber en qué momento tomar tantas decisiones cruciales.

—Alejaos, señor, para que pueda ver el ocaso.

Eso era exactamente lo que ella deseaba decirle a ese hombre, y se lo dijo.

Tal vez la caída del caballo, el golpe en la cabeza, era lo que necesitaba para reunir todas las palabras que rondaban en su cabeza y hacer que salieran de su boca. Casi se ríe de su atrevimiento, pero ve que Ludovico y Galeazz se burlan del astrólogo a sus espaldas.

—Mirad quién está aquí —anuncia Ludovico y rodea el cuello de Beatrice con su brazo, para ayudarla a sentarse.

Matilda aparece de un salto, con una mueca endemoniada. Luego hace una cabriola, apoyando las manos en el suelo, y queda en posición vertical. N o lleva ropa interior.

A gita las piernas en el aire y las abre, dejando a la vista su entrepierna peluda, antes de saltar para ponerse nuevamente de pie en actitud triunfal.

Beatrice aplaude a su bufona favorita.

—Ya os sentís bien, ¿verdad, duquesa?

El rostro ansioso de Matilda, con su nariz y sus ojos demasiado grandes, está junto al de Ludovico. A mbos la observan fijamente, como una institutriz que busca piojos en la cabellera de un niño.

—S í, Matilda, ya estoy bien. Podéis iros y decir al administrador que he dado la orden de que os entregue una botella especial de vino tinto de la bodega. La mejor cosecha de las que acabamos de obtener en Osteria.

Para demostrar su agradecimiento, Matilda sale de la habitación haciendo cabriolas, dando la espalda gibosa a los nobles, riendo socarronamente por todo el salón.

Galeazz ha apoyado la jaula en el tocador. S e arrodilla junto a la cama y coge la mano de Beatrice.

—S ois la mujer más valiente del mundo. O s habéis comportado magníficamente hoy.

Estamos disecando el lobo para vos. Será un buen trofeo.

—¿Y Drago?

—S us heridas son superficiales —afirma Ludovico—. N ingún animal salvaje puede derribar a ese caballo. Está descansando en el establo, con un fragante ungüento en la cabeza, especialmente hecho para él por el mozo de cuadra más experto.

—Prepararé una poción para que su excelencia pueda dormir —declara messer Ambrogio.

—N o, ahora que me he despertado me gustaría permanecer así el mayor tiempo posible —dice Beatrice.

—Pero su excelencia necesita descanso...

La joven le interrumpe.

—Caballeros, por favor, desearía estar a solas con mi esposo.

Galeazz besa la mano de Beatrice una y otra vez, y la aprieta contra su mejilla. S in decir una palabra más, franquea sonriente la puerta. Pero el astrólogo permanece allí.

¿N o la ha oído? ¿S u voz es débil e incomprensible? Beatrice espera pacientemente otro instante y luego pregunta.

—Señor, ¿vos sois mi esposo?

—Su excelencia no se encuentra bien, o está bromeando.

—Entonces, deberé pediros claramente que os retiréis.

El parece desconcertado por la orden. Mira a Ludovico, que asiente con la cabeza, confirmando que el astrólogo y médico ya no es necesario allí. Taconeando ruidosamente, y sin más palabras, los deja a solas.

—¡Q ué susto nos habéis dado! —dice Ludovico, quitando la venda y besando la frente de Beatrice—. Gracias a Dios, no estáis herida.

N o lo dice como si estuviera iniciando una conversación, sino más bien como dando por terminados sus asuntos con ella para poder abandonar la habitación. ¿A caso Cecilia está oculta en algún lugar de Vigevano?

—Mi señor —dice Beatrice—. Quiero contaros un espantoso sueño.

—¿Qué sueño es ése, pequeña?

—He soñado... Es terrorífico y ridículo —comienza Beatrice, tratando de encontrar el ritmo y el tono justos para lo que va a decir—. He soñado que conspirabais en secreto con el rey de Francia, Carlos, en contra de mi abuelo Ferrante. S abéis que eso me causaría un terrible dolor, porque crecí en su corte. N o es un hombre agradable, pero yo me he sentado en sus rodillas y he jugado con su barba durante toda mi infancia, y él me quiere mucho. En mi sueño os disponíais a declarar la guerra a N ápoles. Eso disgustaba a mi prima I sabel de A ragón, que entonces acudía a mí para que me aliara con ella y con la Casa de Aragón en contra de... ¡mi propio esposo!

En el rostro de Beatrice se dibuja una pequeña sonrisa, como si dijera: «¿N o es una tontería?». Espera a que él hable. Ludovico la mira muy serio.

—¿Y qué más ocurría en vuestro sueño?

—N ada bueno, mi señor, al menos para vos. Porque yo me aliaba con I sabel y el reino de N ápoles, lo que no es tan improbable, porque mi madre proviene de la Casa de A ragón, y por supuesto, Ferrara me apoyaba por ser una de sus princesas. Y como Ferrara apoyaba a N ápoles, Mantua decidía no quedarse atrás. Y lo peor era que Mantua daba a Venecia una buena razón para atacar Milán, porque Francesco es capitán general de su ejército y ellos naturalmente lo apoyaban. Los venecianos desearían venceros, mi señor, y eso no es sólo una parte de mi sueño.

Ludovico parece vivamente interesado en lo que su esposa-niña le está contando.

Beatrice se pregunta si en alguna ocasión anterior ha logrado captar su atención de manera tan profunda. S u esposo se sienta en la cama y le habla lenta y parsimoniosamente.

—D ecidme, Beatrice, ¿cómo terminaba exactamente esa fantasía? ¿O s ibais a N ápoles con Isabel de Aragón?

—O h, no, mi señor. Ellos enviaban su ejército. Mi tío A lfonso lo comandaba, porque, como sabéis, os detesta profundamente. N o, no abandonábamos Milán, sino que el ejército llegaba y nos rescataba. Era muy emocionante. Las tropas napolitanas llegaban desde el sur y los venecianos, apoyados por Ferrara y Mantua, atacaban por el este.

Francesco los comandaba. Es increíble, pero él se detenía frente a los muros del Castello, y os gritaba e increpaba por haber tratado de quitarle a su esposa.

—¿Por qué haría semejante estupidez Francesco, aun en un sueño? —Una pequeña sonrisa surca el rostro de Ludovico, pero sus ojos siguen muy serios.

—Es terriblemente celoso. S i un hombre se atreve tan sólo a hablar a Isabella, y peor aún, a escribirle regularmente, como vos, él lo considera una gran ofensa. En todo caso, en mi sueño los franceses no acudían en vuestro rescate, y los ejércitos de I talia derrotaban a Milán.

Beatrice espera en silencio. ¿Ludovico ve la artimaña? Ella se da cuenta de que una mujer más preparada le haría frente directamente con las acusaciones de I sabel de A ragón y habría puesto sobre la mesa la relación clandestina con su hermana; pero ella es incapaz de ser más directa. S u madre tiene un dicho sobre cómo atraer a las moscas con la miel. En ese momento no puede recordarlo, pero sí tiene presente su significado.

Ludovico no reacciona en su propia defensa. Habla con mesura.

—S eguramente sabéis que vuestra hermana confía en mi consejo. El marqués le delega demasiadas funciones de gobierno, y ella apenas tiene dieciocho años.

—Ya, comprendo, mi señor, y preferiría morir antes que privar a mi hermana de vuestro buen consejo. Pero no es posible controlar los pensamientos de un hombre como Francesco. Cuando se trata de su esposa, pierde la razón.

—Eso es lo que dicen —suspira Ludovico, y en su voz no se percibe el tono de burla que Beatrice habría esperado—. Un sueño absolutamente espantoso. ¿Yo moría?

—N o lo recuerdo con exactitud —continúa Beatrice, ya más confiada en que su táctica está funcionando, porque Ludovico no la grita, no se ríe de ella y no sale disgustado o enfurecido de la habitación—. Cuando los ejércitos tomaban el Castello os hacían prisionero y dejaban la ciudad en manos de Gian Galeazzo e I sabel de A ragón, con mi tío A lfonso como gobernador. Era precisamente lo que I sabel quería, librarse de vos para ser la duquesa de verdad. En el sueño no hacía más que decir que aceptaríais pactar con el mismo diablo para convertiros en duque de Milán.

—¿Y creéis que es así, Beatrice, tanto en vuestro sueño como en vigilia?

Ella espera. S abe que cuando tiene una buena mano en las cartas debe elegir con precisión el momento correcto para descubrir el farol del adversario. N o quiere poner sobre la mesa ninguna carta que pueda alertar a Ludovico. Habla lentamente, esforzándose todo lo posible por parecer despreocupada.

—N o, mi señor, no lo creo. Porque sé que sois un hombre inteligente, y que si en verdad intentarais convertiros oficialmente en el duque de Milán, la primera persona a la que incluiríais entre vuestros aliados sería a vuestra esposa. Como no se os ve predispuesto a considerarme vuestra compañera y aliada en ningún sentido, posiblemente no sea vuestro verdadero deseo ser duque de Milán. N o creo en lo que dicen. Creo que estáis totalmente satisfecho de ser el regente de Gian Galeazzo.

Beatrice no puede creer que esas palabras hayan salido de su boca, pero se estremece de emoción. Posiblemente la caída haya despertado la parte elocuente y valerosa de su cerebro, que había permanecido dormida durante toda su vida. S igue mirando a Ludovico, tratando de leer sus pensamientos.

—S upongamos, tan sólo por formular una hipótesis, que eso sea cierto; que ambiciono convertirme en el duque de Milán. ¿Por qué le pediría entonces, precisamente a mi esposa, que fuera mi compañera y aliada?

—Mi señor, porque no hay en I talia ninguna otra persona que no os traicionara en pos de su propio beneficio. Muchas os tienen respeto, muchas más os temen. Pero la mayor parte de ellas desearía vuestra ruina. Sólo yo soy leal.

—¿Y por que no sois vos parte de la mayoría?

—He prometido a mi padre que con nuestro matrimonio las Casas de S forza y Este se unirán para siempre. Es mi deber para con mi familia.

—¿S ois una hija tan obediente? —Beatrice pone su avergonzada cara entre las manos de Ludovico y comienza a llorar. A hora él es libre de reírse de ella. Pero, por el contrario, siente que sus brazos la rodean. La estrecha contra él, con cierta suavidad, como si no quisiera lastimarla—. Ya veo, ya veo. Pequeña, debéis descansar. Los sucesos de hoy han sacudido vuestras emociones. Este sueño parece haberos confundido, Beatrice. D ebéis dormir. Tal vez por la mañana el buen ánimo haya retornado. —La joven está a punto de decir que está equivocado, que es su amor por él lo que la emociona, cuando Ludovico prosigue—: El astrólogo dice que en dos semanas las estrellas volverán a alinearse para que engendre un hijo. Esa es la manera en que podéis ser mi compañera. D escansad ahora para estar saludable y así nos daréis hijos.

¿O tra vez está tratando de alejarse de ella? N o ha tenido éxito. N o teme que pueda aliarse con I sabel de A ragón o con N ápoles. El no la considera mujer, esposa y compañera, sino una máquina de tener hijos. Si no es eso, para él no es nada.

—Mi buen ánimo no retornará, señor, a menos que comencéis a tratarme como a una esposa.

—Pero tenéis todo cuanto es posible desear.

—Tengo todo cuanto puedo desear, menos a mi esposo. Podría volver a la casa de mi padre. Pienso que eso os agradaría. —Beatrice se seca las lágrimas y mira directamente a su esposo. S e da cuenta de que durante el último rato él ha dejado de ser un astuto jugador de la política para transformarse en un niño lloroso, pero ella ya ha perdido el control y le arroja las palabras con rabia—. Creo que eso os complacería. Puedo pedir a messer Tro i que mañana temprano vaya a ver a mi padre con la noticia de que a Ludovico S forza no le importa Beatrice d’Este. Luego, podéis luchar vos solo contra toda I talia, con vuestros amados franceses como aliados, si siguen siendo leales a vos una vez que estéis acabado. Espero que todo lo que sucedía en mi sueño se haga realidad.

Entonces veréis lo que perdisteis por no amarme.

Trata de levantarse. Está dolorida por la caída, pero es joven y fuerte, y quiere apartarse de su esposo. S e pone de pie y lo mira desde el otro lado de la cama, pero se ha levantado demasiado rápido y siente que la sangre se le sube a la cabeza. A poya las piernas contra el extremo de la cama y reúne todas sus fuerzas para mantenerse lúcida y erguida.

—Excelencia, os he visto manejar el arco y os aseguro que no deseo que estéis contra mí —-dice Ludovico.

—¿Volvéis a burlaros de mí, señor? —pregunta Beatrice.

—Nunca.

Ahora él la sonríe de verdad, radiante, no hay señal de burla en su expresión.

—S ois maravillosa, Beatrice, valiente y audaz. En un momento, una mujer de coraje, y al siguiente, una niña enfurruñada. Sois mi pequeña amazona. —Ludovico se pone de pie lentamente y camina hacia el otro lado de la cama. La toma en sus brazos. Ella se siente débil y se apoya en él. D esearía permanecer así para siempre—. ¿Q ué debemos hacer para garantizar que esa terrible pesadilla vuestra jamás se transforme en realidad?

Beatrice no sabe si él ya no se resiste a ella, o si trata de obtener seguridad política, pero no le importa. El resultado será el mismo: aprenderá a amarla. S e aferra a su chaleco de brocado y se acerca más a él.

—La caída del caballo ha despertado mis entrañas. Ya no necesitamos los cálculos de un astrólogo. Hacedme el amor ahora. N o necesitáis otra mujer. Yo soy vuestra esposa. Y

os digo que si alguna otra trata de usurpar ese lugar, deberá abandonar el Castello inmediatamente. D e otro modo, me iré a mi casa en Ferrara, o a N ápoles, o a donde quiera que deba ir para escapar de esta humillación.

—Pero querida...

—N o digáis nada, Ludovico, pero haced lo que debéis antes de que sea demasiado tarde. Comprendo que debemos ser generosos con vuestro hijo. D ios sabe que mi padre fue muy considerado con sus bastardos. Pero no admitiré que haya otra esposa en mi casa. S i ella está en el Castello a nuestro regreso, iré primero a ver a mi hermana y a mi cuñado a Mantua, y les explicaré que estoy en una situación difícil. Y luego iré a la casa de mi padre. Lo que él decida hacer para vengar la deshonra de la que he sido víctima está fuera de mi control.

DEL CUADERNO DE LEONARDO:

Sobre el pene: tiene alguna vinculación con la inteligencia humana y algunas veces demuestra una inteligencia propia. Aunque un hombre desee ser estimulado, es obstinado y sigue su propio camino. A veces se mueve por sí mismo, sin permiso de su dueño, o a causa de algún pensamiento o deseo de esa persona.

Esté su dueño dormido o despierto, el órgano hace lo que le place. A menudo el hombre está dormido y su pene, despierto. O el hombre está despierto y su pene, dormido. O el hombre desea que esté erecto, pero se niega. Con frecuencia decide actuar y el hombre se niega.

Por eso a menudo parece que esta criatura tiene vida propia y una inteligencia separada del organismo más grande que la porta. I ncluso parece que el hombre es injusto al avergonzarse por darle un nombre o mostrarla. Aquello que le ordenan cubrir u ocultar debería exponerlo con solemnidad, con la actitud de un sacerdote en misa.

Milán, septiembre de 1492

Beatrice trota en el nuevo carruaje que Ludovico ha hecho especialmente para ella. La madera es buena y sólida. Il Moro ordenó que uno de los muchos artesanos a su servicio pintara de dorado los bordes. Un suave toldo, cuya tela se cambia todos los días para que haga juego con el vestido de Beatrice, mantiene su rostro a resguardo del sol de septiembre mientras hace su recorrido por las calles de Milán.

Cuando piensa cuánto ha cambiado su vida en el transcurso de un breve verano, desearía cantar, no suave y armoniosamente, como lo hace en iglesias y salones, sino a voz en grito, como hacen los bufones a altas horas de la noche, durante sus orgías empapadas en vino. D esearía quitarse todas sus pesadas prendas y hacer piruetas desnuda, como Matilda, mostrando su trasero con hoyitos a cualquiera que quiera mirarlo. A veces piensa que su pequeño cuerpo no está hecho para albergar una felicidad tan desbordante.

Corrió un riesgo muy grande, pero obtuvo su recompensa. N unca había pensado cumplir su amenaza de abandonar a Ludovico, sobre todo porque, si volvía a casa, el Diamante la habría dado una paliza para después enviarla a un convento.

Pero Ludovico no tenía forma de saberlo.

En lugar de enfurecerse por su exabrupto, Ludovico se conmovió. Los hombres adoran ser adorados, decía siempre su madre, y ella ya tenía una prueba de que era cierto. A quella noche, mientras las lágrimas aún humedecían su cara y el dolor causado por la caída apenas le permitía tenerse en pie, se aferró al chaleco de Ludovico y lo arrastró hasta la cama. S e montó encima de él y lo besó locamente, succionando su lengua con tal fuerza que notó una profunda sensación en el vientre. Recordaba una de las bromas de Matilda, que siempre la hacía sonrojar.

—S i montarais a vuestro esposo como montáis sobre vuestro corcel, todos vuestros problemas se resolverían.

S iempre se había sentido tan avergonzada por esa broma que no era capaz de ponderar la sabiduría que encerraba. Pero en aquel momento, encima de su esposo, sintiendo la presión del miembro que se erguía, decidió poner a prueba la teoría, porque nadie sabe tanto sobre asuntos sexuales o disfruta de esa actividad con tanta alegría como los enanos.

Finalmente, descubrió de qué se trataba. Hombres y mujeres hablaban y escribían sobre la pasión sexual, la cantaban, soñaban con ella a cada momento. Ese fue el primer indicio que Beatrice tuvo de su poder. S e había desnudado frente a Ludovico sin pudor y le pidió que hiciera lo mismo. Luego se montó encima de él y descubrió que su rígido pene se deslizaba con ansiosa facilidad dentro de su tersa humedad. «Terciopelo», había susurrado él, y eso la había excitado aún más. Pensó en Matilda, pensó en Drago, pensó en un cálido día de verano en el campo, y comenzó a moverse suave y lentamente, hasta que se sintió segura. Luego, fuera de control, se lanzó a un vigoroso galope hasta sentir que todo su cuerpo se ponía tenso. Cabalgó cada vez más rápido, sin pensar en la criatura que estaba debajo de ella: hombre o animal, ¿a quién podía importarle? Por fin notó que su vientre estaba a punto de estallar, pero en lugar de sentir miedo, se sacudió más enérgicamente, para apresurar su petite mort, su éxtasis. En un estallido de sudor y gritos, el desenlace se produjo, y Beatrice pensó que aquél debía de ser el éxtasis del que hablan las monjas devotas cuando se refieren a la pasión de los que rezan. Aunque la manera en que las monjas recomiendan lograrlo es otra.

D urante los meses siguientes Beatrice y Ludovico nunca estuvieron separados.

Cazaron y cabalgaron todos los días hasta quedar exhaustos, exploraron cada palmo de los cotos de Vigevano. Las oportunidades para cazar parecían surgir de todos los rincones: en la tierra, las cabras y los ciervos; y en los cielos, las garzas y otras aves.

A lgunos días remontaban el río en una canoa y pescaban, atrapando en su red grandes carpas y delicadas truchas moteadas. Cada cosa que Beatrice hacía era un nuevo motivo de deleite para Ludovico: que Drago o sus perros mostraran alguna destreza, que cazara una liebre con una sola flecha bien dirigida... Reía sin control ante sus bromas y travesuras. Le compraba sorpresas: pulseras de perlas, un rosario con una gigantesca cruz de diamantes y una joven yegua blanca, cuidadosamente seleccionada por Francesco de los establos de los Gonzaga para que fuera pareja de Drago. Cuando Galeazz trató de llevar a Beatrice a pasar un día dedicado a la cetrería, Ludovico le aconsejó que comenzara a prestar más atención a su prometida y menos a la esposa de I l Moro . Lo dijo con buen humor, haciendo que la joven Bianca Giovanna se ruborizara tanto que tuvo que ocultar la cara entre las manos. Pero Beatrice sintió que lo decía en serio. Los días en que Galeazz era el encargado oficial de entretener a Beatrice habían llegado a su fin.

Beatrice había estado ansiosa cuando Ludovico regresó a Milán hacía algunas semanas para «ocuparse de algunos asuntos urgentes». Pero al llegar al Castello los sirvientes le contaron a escondidas, con voces emocionadas, que Cecilia Gallerani y su hijo Cesare se habían mudado a un palazzo vecino al D uomo, y que Ludovico había arreglado su compromiso con el conde Bergamini, uno de sus cortesanos más leales y caballerosos. La boda tendría lugar el mes siguiente.

A hora Beatrice se dirige al taller del Florentino, el Maestro Leonardo. Ludovico desea que ella pose, pero Beatrice ha declarado que no desea que Leonardo la pinte. N o tanto a causa de lo que Isabella había dicho, que eso la haría comparable a Cecilia, porque su retrato fue pintado hacía más de diez años, cuando Beatrice no era más que una niñita mimada, sino porque aquel hombre siempre le deja una sensación de inquietud. N o sabe por qué le produce tal efecto, pero es algo cercano a la superstición: cree que si el Maestro la retrata, el mundo encantado en el que ha vivido todo el verano se modificará de alguna manera. S abe que eso no tiene sentido, y no quiere insultar a Ludovico, que manifiesta su voluntad de apartar al Maestro de su colosal estatua ecuestre, precisamente para inmortalizarla, «en este momento de dichosa juventud y perfección», como a su esposo le agrada decir. Por lo tanto, ha aceptado visitar al Maestro para ver si puede sentirse cómoda con la idea de posar para él.

A l entrar en Corte Vecchio, ve que el Maestro ha hecho algunos progresos en la estatua del caballo, pero las partes del gigantesco objeto están dispersas. A Beatrice le molesta que la cabeza esté en el suelo, separada de las patas, colocadas hacia arriba, esperando ser unidas al resto del cuerpo. Esas partes dispersas por el suelo le recuerdan que Leonardo es famoso por comprar cuerpos humanos y diseccionarlos delante de otras personas. ¿Q ué se puede pensar de un hombre que expone el interior de los cuerpos?

Beatrice desciende del carruaje ayudada por el paje y se desliza silenciosamente a través de la puerta abierta hacia el interior del taller. Los aprendices trabajan sin ruido en varios proyectos. D os de ellos están terminando los detalles de retratos encargados por los nobles de Milán: indudablemente, los rasgos los dibuja el Maestro, y luego los aprendices se encargan de completarlos. Beatrice sabe que si acepta ser retratada por Leonardo, el Maestro probablemente realice la mayor parte del trabajo él mismo, para honrar a la esposa de su amo y señor. Pero si se tratara, simplemente, de un rico mercader o un cortesano sin importancia que deseara un retrato halagador de una de sus hijas, o una pintura de su esposa luciendo las mejores joyas, el Maestro haría el dibujo principal, dejaría los detalles en manos de un aprendiz, y tal vez desplegaría un poco de su propia magia en los toques finales.

Beatrice está de pie, en silencio. Mira la infinidad de dibujos del Maestro colgados en las paredes, la mayoría de personas horrendas, deformes. ¿Por qué semejante genio siente fascinación por lo monstruoso, cuando es capaz de hacer aún más hermoso lo que ya es bello? I nválidos, ciegos, ancianos cuyos rostros han sido carcomidos por alguna horrible enfermedad. ¿S erán dibujos de cadáveres? Esas son las cosas que se alinean en sus paredes. Complejos dibujos de hombres ancianos, arrugados, marchitos, se ubican junto a cabezas de hombres jóvenes en la cumbre de su belleza. El contraste casi la disgusta. El modo en que ha dispuesto los dibujos parece decir: ¿para qué sirve la belleza si pronto se desvanece en el decrépito estado del anciano? Era como si Leonardo hubiera compartido alguna broma privada con D ios acerca del orden de las cosas. A Beatrice no le gusta que él no esté de acuerdo con la manera en que N uestro S eñor ha planeado y ejecutado el destino del hombre.

El Maestro está sentado en un taburete, encorvado delante de un dibujo que Beatrice no puede ver. Parece muy concentrado. Sobre su lugar de trabajo hay un lema escrito con una caligrafía extravagante: «Rigor obstinado».

Los demás trabajan de la misma manera: concentrados, silenciosos, atentos. El lugar está tan tranquilo que le parece que puede oírlos respirar mientras el lápiz roza el papel y brota el color de los pinceles. Frente a Leonardo hay una estatua de Leda y el cisne.

Ludovico ha hecho un gran esfuerzo recientemente para comprarla. Estaba en la finca de un cardenal de Roma, ya fallecido. D esde que Isabella le ha regalado las dos criaturas para su estanque, Ludovico se ha obsesionado con los cisnes. Beatrice recuerda que su esposo había enviado la estatua —se suponía que se trata una obra de la antigüedad— al taller del Maestro para su limpieza y restauración. N o parece que Leonardo haya realizado ningún trabajo con la escultura, que está manchada por la suciedad de los años y también por la que dejan caer los pájaros. Pero ahora está observándola, y a continuación mira la hoja de papel.

—¡Señor!

Por fin, Beatrice se anuncia a sí misma. Leonardo se vuelve hacia ella, sorprendido.

De inmediato, se pone de pie y le hace una reverencia.

—Excelencia. Es un privilegio.

—¿Qué estáis dibujando?

Beatrice sabe que a su esposo no le agradará saber que el Maestro se pasa el día dedicado a otros trabajos en lugar de ocuparse del caballo.

El dibujo causa gran impacto en Beatrice. Es mucho más sugerente que la estatua. La Leda creada por Leonardo es curvilínea y está desnuda. El cisne es enorme, casi tan alto como Leda, y ahueca su cuerpo blanco y emplumado en actitud de generosa protección.

Es su dueño, ningún hombre podría querer más a una mujer. La redondeada cadera de Leda se adapta de manera nítida y perfecta a la curva del ala, que cae lánguidamente sobre su muslo y su pierna. Beatrice no hubiera imaginado que alguien pudiera encontrar erotismo en la cópula con ese animal, pero el Maestro lo ha logrado. Leda se aparta tímidamente del cisne, como si le avergonzara sentirse embelesada por semejante criatura. Pero está embelesada. Beatrice siente que sus mejillas se ruborizan mientras contempla la pintura: en ella misma ha surgido hace poco la expresión de placer y satisfacción que el Maestro ha dibujado en el rostro de Leda.

—A h, el cisne —dice Beatrice tratando de hacer un comentario inocuo—. Mi esposo ha encontrado en estas criaturas un nuevo motivo de fascinación. N o dudo de que vuestro boceto le agradará, deberíais hacer una pintura.

—Su excelencia, él ya la ha encargado —responde el Maestro.

Leonardo deja el lápiz y eleva una mano, ceremoniosamente. Un joven aprendiz comprende la señal y corre hacia él, llevando un recipiente con agua y rodajas de limón para que pueda limpiarse los largos dedos manchados de carbón.

—¿De verdad?

Beatrice siente la punzada de los celos por primera vez en varios meses. ¿La obsesión de Ludovico por los cisnes podría ser un indicio de que sigue fascinado por su hermana?

—¿Os parece que agradará a vuestro esposo? —pregunta el artista.

—Es hermoso. Me refiero al cisne.

—O h, sí, Zeus utilizó esa apariencia para seducir, qué duda cabe. El cisne es bueno, e irresistible a causa de su belleza. N adie sospecha cuál es su propósito, porque su imagen simboliza la pureza. —Y agrega, susurrando—: No confío en él.

—¿Y la mujer?

—Observadla. ¿Qué es lo que sabe? Está sumida en su propio placer.

A Beatrice no le agrada la opinión de Leonardo acerca de Leda. Tampoco quiere aceptar su juicio negativo sobre el cisne, porque eso significaría que las dos criaturas que nadan en el estanque del Castello ejercen poder sobre Ludovico.

—¿Un cisne puede no ser puro? —pregunta Beatrice —. ¿Q ué podría decirse del cuento del cisne hembra cuyo vestido de plumas fue robado por un cazador para que adquiriera forma humana y fuera su esposa? No se puede culpar al cisne por su belleza.

—Ella abandonó a quien la amaba en cuanto tuvo oportunidad. A demás, es sólo un cuento para niños, nada más. Como muchos otros. Yo tengo mi propia visión de esas criaturas, como sabéis. Tienen el poder de transfigurar a aquellos que observan su gracia.

Pero si sienten que algo los amenaza, pueden atacar brutalmente. ¿Q ué podemos hacer frente a animales con un temperamento tan versátil?

—¿Q ué pensáis del cuento del cisne que ve su imagen reflejada en el estanque y al comprender que va a morir comienza a cantar para mitigar el dolor de sus compañeros?

—¿Es posible que las criaturas de la naturaleza sean tan tontas como los seres humanos? —pregunta Leonardo amablemente, mientras aparece en su rostro una diminuta sonrisa—. El cisne sabe cuándo ha llegado su hora. S ólo los humanos se niegan a aceptar ese hecho ineludible. En cuanto el pobre mortal se siente seguro de su éxito y su poder, aparecen fuerzas más potentes que lo destruyen.

—¿Q ueréis decir que N uestro S eñor, así como nos crea, nos destruye? —pregunta Beatrice, que espera no parecer susceptible. D esearía que Isabella estuviera allí para ayudarla a salir airosa de ese diálogo. Ella sabría cuál es la réplica correcta para una declaración de ese tipo.

—N o, su excelencia. Tan sólo quiero decir que nada es eterno. Todo es tan efímero como nuestras emociones. La mente delirante del hombre le impide ver lo inevitable.

Beatrice desearía dar por zanjada la conversación sobre los cisnes y la muerte, porque aumenta la ansiedad que le produce estar en el taller. Ella, que maneja su cuerpo con tanta seguridad y destreza, siente vértigo. N o quiere mirar hacia arriba ni hacia abajo, porque teme desmayarse a causa del mareo.

—Vuestra observación es muy triste, señor —responde Beatrice, apelando a su saber

—. ¿Cómo podríamos conservar el optimismo si viéramos las cosas de esa manera? El hombre puede convertirse en polvo, pero ¿no deja acaso un legado de grandeza? Los relatos de Homero, o los antiguos tesoros de Grecia y Roma dan testimonio de que así es.

—Excelencia, os pido disculpas por decir esto, pero sólo unos pocos hombres extraordinarios dejan a su paso por la tierra algo más que excrementos. —Leonardo debió de sorprenderse por la contrariada expresión del rostro de Beatrice, porque agregó de inmediato—: S u excelencia y el duque, por supuesto, están entre esas notables excepciones al patrocinar generosamente grandes obras de arte.

—Pero vos habréis dejado muchas cosas bellas —repuso ella serenamente.

—La pintura se desprende de la tela, como la piel de la carne. El hombre destruye sus propias creaciones. La naturaleza se encarga del resto. S i algo sobrevive, es por accidente.

Beatrice deja de mirar al Maestro, pero no encuentra consuelo en el rostro de Leda, ni en los dibujos de Leonardo, ni en los movimientos de los aprendices dedicados a sus tareas.

—S egún tengo entendido, posaréis para vuestro retrato, excelencia —-comenta Leonardo, interrumpiendo a Beatrice en su búsqueda de un lugar agradable donde reposar la mirada.

—Sí —responde ella en voz baja.

Beatrice quiere salir de esa habitación a toda costa. Podría decir que sí a cualquier cosa, con tal de acabar, y luego se arrepentiría. Pero, si la reputación del artista se corresponde con la realidad, nunca encontrará tiempo para retratarla.

—Primero vos, y después vuestra hermana, la ilustre marquesa. Por favor, explicadle que no soy merecedor del encargo de pintar su retrato, y que me siento enormemente halagado por sus cartas. Pero he esperado las instrucciones de su excelencia, vuestro esposo, y él finalmente ha accedido, pero con la condición de que haga primero vuestro retrato, tal como corresponde.

A medida que comprende el significado de esas palabras, la habitación comienza a girar a su alrededor. Ha descubierto el juego. Isabella y Ludovico no han enseñado sus cartas a Beatrice, pero el Maestro lo ha revelado todo. Ludovico no desea que Leonardo haga un retrato de Beatrice, pero no puede permitir que pinte a la hermana si antes no ha rendido homenaje a su esposa. S on buenos jugadores, pero incluso los mejores acaban tarde o temprano al descubierto.

Beatrice siente que el vértigo desaparece y es reemplazado por la ira y la determinación. Mira hacia abajo y se sorprende al ver que los pies del artista lucen un calzado tan elegante, de terciopelo con hebilla, que casi le provoca risa. D e pronto, su inteligencia se afina, trabaja a toda velocidad.

—Gracias por mostrarme vuestro dibujo —dice, mirando otra vez el rostro grave del Maestro—. Nos mantendremos en contacto, vos y yo.

Leonardo parece sorprendido de que decida irse tan pronto, antes de haber concertado una cita para posar, o comentar, al menos, algunos detalles del retrato.

Beatrice ignora por qué el Maestro le inspira tanto miedo, siendo su mirada tan bondadosa. No tiene la menor intención de volver a pisar ese taller.

***

Ludovico la espera para tomar un refrigerio en sus aposentos. La sonríe inocentemente cuando Beatrice entra en la habitación y se sienta frente a él.

—¿Q ué sucede? ¿N o hay besos para vuestro amo y señor? —pregunta Ludovico. El resplandor de las velas le ilumina los negros ojos.

Ella se pone de pie y, mecánicamente, le da un beso en la mejilla.

—¿Ha sido agradable vuestra visita al taller del Maestro? ¿Habéis acordado en qué momento posaréis para él?

Beatrice adopta una expresión muy seria.

—N o, mi señor. N o lo hice. Ese hombre me provoca una sensación de inquietud. N o me siento cómoda con la idea de posar para él. Temo que me robe el alma. Es lo que dicen que hizo cuando pintó a Cecilia.

—Q uerida, he observado a Cecilia a lo largo de diez años después de que fuera retratada, y puedo garantizaros que aún estaba en posesión de su alma.

—N o obstante, mi señor, no creo que sea conveniente para mí ponerme al mismo nivel de quien fuera vuestra amante. Sería indecoroso.

Beatrice desearía con todo su corazón que Isabella pudiera comprobar cómo las mismas palabras que ella utilizó para manipularla se vuelven en su contra.

Ludovico parece un poco angustiado por su decisión.

—S i eso es lo que sentís... Pero deberíais considerar que no existe hoy artista más talentoso que Leonardo, y está a nuestro servicio. ¿N o deseáis ser retratada por un hombre como él? I ncluso vuestra ilustre hermana ha dicho que le gustaría ser inmortalizada por un genio semejante.

—O h, no, mi señor —asegura Beatrice, tratando de que su cara adopte una sincera expresión de horror—. Tampoco puedo permitir que mi hermana sea considerada del mismo modo que una de vuestras antiguas amantes. N o podemos poner en peligro su reputación de esa manera. S abéis cuán aficionada es la gente a las habladurías. Vuestra inocente gentileza hacia Isabella ya ha sido maliciosamente interpretada en ciertos lugares.

—Exageráis, querida —responde Ludovico—. Isabella siente una gran pasión por la buena pintura. Por eso quiere posar para el Maestro Leonardo.

—Me encantaría ver feliz a mi hermana —dice Beatrice ladeando la cabeza, como si estuviera dando forma a sus pensamientos a medida que salen de su boca—. Pero no podemos permitir que eso suceda. Habiendo pintado el Maestro a otra mujer tan próxima a vos, de quien todos murmuran, no haríamos sino estimular esas lenguas maliciosas. Olería a adulterio.

—¿Por qué preocuparnos de lo que dicen los chismosos? Estamos seguros de lo que sentimos el uno por el otro.

—Pero, mi señor, debemos ser más cuidadosos con nuestros actos. N o es por mí, desde luego. Pero creo que nuestra familia tendrá un nuevo miembro a principios del año próximo. —Ludovico se pone de pie, con los dedos blancos y tensos apoyados en la mesa, como si tratara de mantener el equilibrio. En sus labios se dibuja poco a poco una sonrisa. Beatrice levanta una mano, como diciendo que espere y escuche lo que va a decir, y continúa—. Es momento de aparecer ante todos de la mejor manera posible, como una familia completamente unida, a la que ningún elemento externo puede poner en peligro. Estas noticias fortalecerán sin duda vuestra posición ante el pueblo de Milán; me refiero al legítimo heredero que está en camino.

Ludovico mueve la cabeza.

—S ois una maravilla —dice mientras va corriendo alrededor de la mesa para abrazar a su esposa. A ella le encanta sentirse rodeada por él. Le encanta oler las esencias que usa, traídas de O riente: incienso y especias. Y le encanta que el suave terciopelo de su chaqueta le roce la cara. Por primera vez siente que Ludovico no está abrazándola solamente a ella, sino también a la nueva vida que se agita en su interior.

—Esperemos unas semanas más antes de hacer el anuncio oficial, amado mío, sólo para estar seguros de que es verdad.

—Muy bien —dice Ludovico—, aunque será difícil ocultar estas novedades. Entonces, el asunto de las sesiones de posado para el retrato está concluido. —Y alza sus manos como si estuviera haciendo una proclama. N o obstante, Beatrice se pregunta si, bajo esa afirmación, su esposo está tratando de buscar las excusas que deberá dar a la insistente Isabella—. Tal vez —continúa titubeante, como si estuviera dándose a sí mismo una explicación aceptable—, si no le distraemos encargándole retratos, el Maestro se concentre en la tarea de terminar la estatua ecuestre.

III - L’IMPERATRICE (LA EMPERATRIZ)

Mantua, junio de 1493

En la confluencia de los ríos Po y Mincio, el bucentauro mece suavemente a Isabella, que en ese caluroso día de junio se pregunta qué revés del destino la ha llevado a esa situación. S u hermana ha llegado tan alto que no puede dignarse a parar su actividad durante algunos días para ir de visita a su casa. Pero insiste en sacarla de allí y llevarla al río, para verla brevemente y ponerla al tanto de las últimas noticias.

Mucho me agradaría visitarte en Mantua, de regreso a mi hogar desde Venecia, pero mi esposo está en extremo ansioso porque retorne junto a él. Te ruego que me concedas la dicha de verte en el bucentauro. N o debes insistir en que encuentre tiempo para desembarcar.

Esas palabras, que parecen inocentes, también podrían haber sido lanzadas junto con cien flechas dirigidas al corazón de Isabella. Parece que en esos días Beatrice no puede ahorrarle humillaciones a su hermana. Con intención o sin ella, cada triunfo en la vida de Isabella es inmediatamente eclipsado por la última victoria de Beatrice. Isabella no quiere ofenderla. Tal vez su sensibilidad sea resultado de su embarazo; porque finalmente, la marquesa espera un hijo. Está entrando en el segundo mes de gestación y todas las mañanas se despierta con náuseas y sin ganas de levantarse de la cama. Debería haber insistido en que Beatrice fuera a Mantua, en lugar de aceptar ese descabellado encuentro en el río. Aun cuando el Po es tranquilo, cada movimiento de las aguas podría provocarle vómitos. Pero Beatrice se ha mostrado inflexible: las hermanas deben reunirse y hablar, y tienen que hacerlo de esa manera, con incomodidad y prisa.

El disgusto de Isabella con su hermana ha comenzado hace un año, cuando Ludovico parece que se ha enamorado —así lo decían todos— de su propia esposa. La primera señal había llegado al final del verano, en una carta suya, en la que daba a Isabella todo tipo de explicaciones por no haber podido lograr que el Maestro Leonardo pintara su retrato.

S abéis que vivo para complaceros, mi estimada amiga, pero es tremendamente difícil motivar al Florentino para que trabaje en la escultura del caballo, y mucho más interesarlo en hacer retratos. Le hablé de la posibilidad de que posarais para él, y respondió que estaba dedicado al estudio del ojo humano y que volvería a pintar rostros cuando por fin hubiera comprendido el mecanismo de la visión. S abéis cuán difícil es él...

Esa absurda explicación estuvo precedida por cartas de Beatrice en las que describía con gran detalle la estrecha unión que habían logrado ella y su esposo; el desánimo los invadía si pasaban apenas una hora separados. Había escrito una y otra vez, contándole cómo pasaban sus días, dedicados a los diversos entretenimientos que Ludovico preparaba para ella: cacería, pesca, equitación, cetrería. Y añadía, empalagosamente, que la compraba objetos extravagantes «sólo para hacerme sonreír».

Parecía que Ludovico ya no podía atender el más mínimo deseo de Isabella, ocupado como estaba en cubrir a su esposa de afecto y regalos. Isabella escribió a Ludovico pidiéndole que enviara a Mantua al escultor Cristoforo Romano para que hiciera un busto de ella. Había hecho uno de Beatrice unos años antes, y había logrado que estuviese más bella que nunca. Aunque Isabella no decía que Cristoforo sería su premio de consolación, ya que debía esperar —D ios sabía cuánto tiempo— a que Leonardo pintara su retrato, confiaba en que I l M oro lo comprendiera por sí mismo y le enviara al escultor de inmediato. Pero de repente Beatrice decidió que deseaba hacer un breve viaje a Génova, y que no podía faltarle la compañía de sus cantantes favoritos.

Cristoforo era el integrante más apreciado de su coro.

Por fin, después del verano, sin duda dichoso, que los tórtolos habían pasado juntos, Beatrice dio el golpe de gracia. Escribió anunciándole que esperaba un hijo y que deseaba que Isabella la hiciera compañía. Como si su hermana, que no estaba embarazada todavía, deseara verla exultante por llevar en su vientre al primer hijo legítimo de Ludovico.

Todo aquello era muy desconcertante para Isabella, con quien Ludovico había estado intrigando buena parte del año para arreglar una visita que les permitiera estar juntos.

S e preguntaba si el afecto recientemente surgido entre los esposos no era producto de la ilusoria imaginación de Beatrice. Tendría que descubrirlo por sí misma. D espués de muchas demoras, algunas de ellas causadas curiosamente por Francesco, Isabella partió de Mantua con su nuevo y extravagante guardarropa. Había pasado el año anterior acosando a Francesco para que invirtiera el dinero necesario para su confección, y mientras esperaba que lo cargaran en el barco, sentía la enorme satisfacción de quien persevera hasta lograr su objetivo. S e despidió de su esposo con un beso, y días después, cuando iba camino de Cremona, se dio cuenta de que había olvidado su sombrero de plumas más llamativo. Rápidamente envió un carruaje con un mensajero a Mantua para buscarlo. N o estaba dispuesta a estropear el efecto de un delicado vestido con un sombrero inadecuado.

—Más te vale sacarlo de mi habitación sin que te vea Francesco —le había dicho al mensajero—. No quiero que el marqués piense que soy frívola.

Pero en realidad no quería que su esposo supiera que ella pagaba a ese hombre el jornal de varios días para llevar en su cabeza, en el momento apropiado, el sombrero apropiado.

Isabella iba hacia Milán con pensamientos diabólicos en la mente. N o podía evitarlo.

N o es posible interrumpir el funcionamiento del cerebro. Esperaba encontrar a Beatrice ancha y gorda a causa de su embarazo, para que Ludovico la viera a ella más hermosa.

Aunque seguramente el deseo ya lo habría desbordado aun antes de verla de nuevo. Ella no tenía intención de sucumbir ante sus insinuaciones. Ya había imaginado la situación en la que se negaría a ser su amante. Le diría que los Gonzaga eran criadores expertos, famosos en todo el mundo por el sumo cuidado y la destreza con que producían excelentes caballos y perros. ¿Podía pensar Ludovico que Francesco no descubriría indicios de los rasgos de otro hombre en el rostro de su propio hijo, si era producto de su affaire ¿A caso no conocían todo aquello que tuviera relación con los rasgos hereditarios?

Pero no tuvo oportunidad de representar la escena que había ensayado en su mente.

A l llegar le dieron la noticia de que el duque y la duquesa estaban reunidos con el Maestro. «¡Q ué suerte!», pensó. A provecharía la oportunidad para acordar directamente con Leonardo una sesión, evitando los intermediarios. Esta vez no podría usar como excusa que debía cumplir con los encargos de Ludovico, ya que él estaría presente. Y

seguramente Ludovico le autorizaría a trabajar para ella. Beatrice, embarazada y confiada en su esposo, apoyaría la idea.

A pesar de las protestas del secretario del duque —«mi repentina llegada les alegrará», le había asegurado Isabella—, dejó atrás a los sirvientes de Ludovico y entró en el salón sin anunciarse.

Las personas que estaban en la habitación le parecieron actores sobre un escenario.

Las manos de Ludovico se alzaban en una inequívoca expresión de frustración. En una de ellas tenía un pedazo de pergamino, que caía sobre sus dedos como un pañuelo. El Maestro cargaba el peso de su cuerpo sobre un pie, como si hiciera una involuntaria reverencia; con el mentón apretado y mirando hacia abajo, parecía un orgulloso señor español que acabara de sufrir una afrenta. Beatrice apretaba las manos contra el pecho, como si rezara en silencio para que los dos hombres se reconciliaran. Un muchacho enjuto, al parecer sirviente del Maestro, estaba aterrorizado. La discusión se había detenido, pero la tensión provocada por lo que se acababa de decir flotaba en el aire.

Todos los rostros se volvieron hacia Isabella, sorprendidos por su irrupción. N o se movieron, permanecieron paralizados. Por fin, habló Ludovico.

—Q ué encantadora sorpresa —dijo, dejando el pergamino sobre la mesa, donde a Isabella le pareció ver una serie de dibujos, que esperaba que fueran los bocetos y planos de alguna de las grandes obras del Maestro. Le encantaba ver los pasos previos a la realización de una obra de arte.

Beatrice, regordeta, fuerte y radiante, fue rápidamente hacia su hermana y la abrazó.

Isabella vio, por encima del hombro de Beatrice, que el Maestro movía los brazos describiendo grandes círculos en una reverencia formal. A l inclinarse dejó ver la parte superior de su cabeza. El pie apuntaba directamente a Isabella, que se fijó en los suntuosos zapatos de napa decorados con piedras preciosas.

—Ha sido espantoso por mi parte interrumpir vuestra reunión —se disculpó Isabella.

—D e ningún modo —opinó Ludovico—. Es maravilloso ver que habéis llegado felizmente. D e hecho, por ser renombrada mecenas de tantos artistas, tal vez podáis ayudarme en esta discusión con nuestro gran Maestro.

Ludovico apartó a su cuñada de los brazos de su esposa y la besó en ambas mejillas.

Beatrice estaba extrañamente callada. Tal vez agradeciera que Isabella hubiera llegado a tiempo para mediar. S e quedó detrás de su esposo y su hermana, suspirando levemente, sentada en una silla. Parecía aliviada por no tener que cargar el peso de su hijo. Isabella lo notó, y abrigó la esperanza de que el embarazo hiciera a Beatrice más sedentaria de lo habitual, lo que le impediría interferir en sus planes.

Ludovico desplegó los dibujos en el escritorio para que Isabella los viera. Eran docenas de bocetos de cuanto elemento pueda imaginarse que exista en el cuerpo de un caballo, desde el hocico a la cola. Fosas nasales resoplando, bocas abiertas mostrando dientes feroces, piernas brincando, flancos robustos, incluso traseros musculosos, con colas oscilantes, saltaban desde la hoja hacia ella.

—Ah, estudios para el gran monumento ecuestre —exclamó Isabella.

El más sorprendente de los bocetos era un caballo levantado sobre sus patas traseras, con las delanteras agitándose violentamente en el aire, y un jinete aferrado con fuerza a su grupa.

—Parece que este animal está a punto de cobrar vida, arrojar a su jinete y salir galopando del papel —señaló Isabella.

Ella observó la cara del Maestro, en espera de una reacción al cumplido, y se sintió feliz al ver una pequeña sonrisa, como si un equipo del cual los dos formaran parte hubiera ganado un punto.

—S í, es muy cierto —convino Ludovico—. Hermosos dibujos, todos. Pero nuestro Maestro no comenzará a esculpir la estatua en breve, a menos que llegue a comprender cómo lograr lo imposible, que es hacer un animal colosal de bronce apoyado en sus patas traseras. Todos me han dicho que eso no puede hacerse.

—Todo puede lograrse con tiempo e investigación —afirmó Leonardo.

Ludovico hojeó los papeles en busca de un dibujo en particular, y al encontrarlo, lo agitó delante de la cara del artista.

—¿Y qué tiene esto que ver con vuestro inalcanzable propósito de que el caballo se detenga en sus patas traseras y agite las delanteras de forma armónica y sincronizada?

El Maestro se puso en guardia, rígido, por la ira desplegada frente a él. En lugar de inclinarse ante su benefactor, se irguió un poco más.

Isabella le quitó el dibujo a Ludovico. Parecía ser un plano para la construcción de establos.

—Con vuestro permiso, su excelencia —dijo el Maestro, quitando a su vez el dibujo a Isabella y poniéndolo sobre la mesa. Leonardo señaló lo que parecía ser un sistema de planos inclinados—. Esto es el diseño de lo que yo considero un establo perfecto. A quí, el heno caería automáticamente desde los pajares que están arriba, dejando libres a los mozos para otras tareas. Ya no tendrían que preocuparse nunca más por los horarios en que deben alimentar a los animales. Los bebederos se volverían a llenar con bombas, por medio de un sistema de cañerías, similar al de los baños de castillos y palacios, con los mejores de los cuales podría competir. El agua limpia fluiría libremente, según la necesidad de cada momento.

El Maestro dio un paso atrás para ver la reacción de Isabella. Pero Ludovico intervino antes de que ella pudiera hablar.

—¿Pero en qué contribuye esto a la realización del monumento? —preguntó. El volumen de su voz, vibrante, aumentaba con cada palabra.

—S ois un hombre de ideas avanzadas, excelencia —repuso el Maestro—. S upuse que os gustaría ser el propietario de los establos más modernos de Italia.

Isabella estaba a punto de invitar a Leonardo a Mantua para que le enseñara los diseños a su esposo, que por ser el más famoso criador de caballos de I talia seguramente apreciaría su trabajo, cuando Ludovico volvió a hablar.

—Maestro Leonardo —dijo, con la mandíbula apretada en un visible esfuerzo por controlarse—, hemos estado discutiendo durante más de doce años, vos y yo, sobre el tema del caballo. S i no me presentáis rápidamente un monumento, algo que tenga cascos, una cola y una crin, me veré obligado a cancelar el encargo y poner sobre un pedestal un caballo vivo, que reemplazaré cuando muera de sed, por la inactividad o por efecto del calor. —Leonardo permaneció en silencio, tal vez asombrado, como Isabella, por el arrebato de Ludovico—. ¡S ería menos costoso! —agregó Ludovico, como para reforzar su argumento—. ¡Al menos los caballos serían de buena calidad!

—A h, excelencia, veo que pensáis que he perdido el tiempo, pero mi mayor objetivo ha sido crear algo nunca visto, algo extraordinario y nuevo con lo que honrar la memoria de vuestro ilustre padre. —La voz de Leonardo era ecuánime, suave como la seda—.

Aceleraré mi trabajo,

no porque crea que la velocidad contribuye al logro de la calidad, sino porque serviros es mi más sincero deseo.

A l decirlo, el Maestro resopló como los caballos de sus dibujos. N o parecía agraviado o molesto; por el contrario, estaba henchido como un gallo a punto de abandonar, satisfecho, el gallinero.

A ntes de que Ludovico pudiera responder, el Maestro dedicó mecánicas reverencias a Beatrice e Isabella, e hizo un gesto, chasqueando los dedos, a su mudo sirviente, antes de darles la espalda y salir velozmente de la sala. El muchacho recogió de la mesa los dibujos de Leonardo y, sin mirar a nadie, corrió detrás de su amo. Isabella quería salir volando tras el Maestro e invitarlo a Mantua, pero no se atrevió a hacerlo. D eseaba garantizarle que ni ella ni el marqués pondrían jamás plazos a su talento, que comprenderían que ese tipo de trabajo evoluciona a su propio ritmo. Miró a su hermana, esperando que amonestara a su esposo por su impaciencia, pero Beatrice, en cambio, se estaba levantando para ofrecerle su silla.

—Q uerido, no deberíais permitiros que las negociaciones con el Maestro os provoquen agitación. N o es bueno para vuestra salud. El no es tan importante como para causaros tan gran disgusto.

En vez de sentarse, Ludovico tomó a su esposa en brazos y le besó la frente.

—¿O s dais cuenta, Isabella? Mi esposa lleva en su vientre a mi hijo, y es mi salud lo que le preocupa. —A lzó por la barbilla el rostro de Beatrice, para poder mirarla a los ojos—. ¿Cómo podría vivir sin vos, querida? Isabella, ¿no tiene vuestra hermana un aspecto verdaderamente beatífico?

En efecto, así era. Las mejillas de Beatrice eran rosadas como las de un querubín y redondeadas como su propio vientre. Parecía haberse mantenido lejos de los caballos, por precaución, porque su piel era suave y pálida como el pétalo de una blanca rosa. S us enormes ojos castaños parecían más grandes que nunca. A Isabella le parecía ver en su hermana una nueva energía, que contradecía esos suaves rasgos que nunca antes se habían manifestado. Ludovico la adoraba como si fuera una preciosa pieza de porcelana recientemente adquirida.

—Una rosa en su esplendor —murmuró Isabella, sabedora de que no sólo había perdido una oportunidad de concertar una sesión con Leonardo, sino que estaba perdiendo también el poder secreto que antes ejercía sobre su cuñado. S e preguntaba incluso si Ludovico había tenido ese arranque de ira adrede, delante de ella, para que comprendiera su difícil relación con el Maestro y dejara de pedir el retrato. El era capaz de urdir las más sutiles intrigas, aunque se equivocaba si pensaba que podría disuadir tan fácilmente a su cuñada.

—Ese hombre logró su puesto en esta corte convenciéndome de que su gran pasión era hacer una estatua ecuestre en honor a mi padre, pero durante los últimos doce años ha utilizado su tiempo en cualquier cosa menos en ella.

—Hay una parte de la historia que no conoces, Isabella —dijo Beatrice—. El Maestro nos dice que pasa todo el tiempo trabajando para esculpir el caballo, pero hemos oído que secretamente dedica sus horas a inventar una máquina que permitirá al hombre levantar el vuelo como un ave. ¡Imagínate!

—¿N o podéis retenerle el pago de su asignación? —preguntó Isabella—. En poco tiempo estaría lo suficientemente disgustado como para cumplir con vuestro encargo.

—O h, soy blando cuando de genios se trata —exclamó Ludovico con la cabeza entre las manos, como si nadie le causara tanta pena como él mismo, por tener esa debilidad demasiado humana. S e puso a explicar que Leonardo pasaba los días en los establos, admirando en particular a cuatro sementales. Pintaba magníficos frescos de caballos de diferentes colores, y los dibujaba desde todos los ángulos posibles—. Ha pasado más tiempo mirando traseros de caballos que ninguna otra persona en toda la historia de la humanidad —se quejó Ludovico, haciendo reír a Beatrice—. ¡Creo que quiere transformarme en un culo de caballo!

—N o se puede acuciar con prisas a los genios —aconsejó Isabella, intuyendo que con cada exabrupto Ludovico la preparaba para la gran decepción, para oír que estaba fuera de toda consideración que Leonardo pintara el retrato durante su visita.

—He perdido la paciencia —aseguró Ludovico—. Hace unos meses envié un recado a Lorenzo el Magnífico, pidiéndole que me recomendara otro escultor florentino para que realizara el monumento ecuestre. Pero entonces, Lorenzo, D ios tenga en la gloria su alma refinada y sagaz, se murió. A hora nunca podré reemplazar a Leonardo. ¡Maldito sea!

—D ebéis descansar, Ludovico —dijo Beatrice—. N o sufráis, estas cosas siempre se resuelven al final de la mejor manera.

tomó a Isabella del brazo, guiándola hacia la salida.

—¿Ludovico le pedirá realmente al Maestro que se vaya? —preguntó Isabella, pensando si podía aprovechar esa oportunidad para robar al artista y llevarlo a Mantua sin despertar la ira de su cuñado.

—N o, no, Ludovico se calmará. El y Leonardo son como una pareja que lleva casada muchos años. A l final, siempre se reconcilian. Ya no podrían vivir separados, como nuestros padres.

***

Isabella tuvo la primera oportunidad de estar a solas con Ludovico cuando él la invitó a recorrer la Torre del Tesoro. Pidió la llave al administrador, y después de solicitarle que se retirase, abrió la puerta para dejar paso a Isabella. Los guardias armados —que, según le explicó Ludovico, era relevados cada ocho horas— se mantuvieron atentos mientras la marquesa accedía a la estancia abovedada. Ella oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas.

Haces de luz entraban a través de ventanas triangulares, colocadas a gran altura, y caían sobre montañas de ducados de plata acumulados en toneles, y clasificados según su peso y su valor. En largas mesas se exhibían joyas de todo tipo; la variedad de piedras y gemas era tal que Isabella no lograba identificarlas. Grandes cruces de plata con diamantes estaban ordenadas por tamaños, de menor a mayor, y cubrían toda la superficie de una mesa de comedor. Collares y cintos en los que brillaban gemas diversas estaban dispuestos allí, en espera de ser colocados alrededor del cuello o la cintura de la afortunada destinataria. Las paredes estaban cubiertas de tapices y pinturas, desde el suelo hasta el techo. Baúles con platería descansaban sobre las alfombras tejidas a mano, y altos candelabros de oro y plata, tal vez doscientos pares de ellos, se apiñaban en uno de los rincones del gran salón, como un gran ejército inmóvil.

Hacia el final de la gran sala se veían montones de monedas de todo tipo; formaban pilas tan altas que a Isabella le pareció que Beatrice, montando su mejor caballo, no podría saltar sobre ellas.

Isabella se sentía mareada al verse rodeada de tanta riqueza; comprendía que estaba visitando el joyero personal de su hermana.

—Deslumbrante —declaró por fin a Ludovico, que esperaba su reacción.

—Esto no es nada —afirmó él, sacando del bolsillo otra oscura llave de hierro.

Entonces Ludovico comenzó a abrir las puertas de los gabinetes que se alineaban junto a las paredes. Isabella apenas pudo apreciar su contenido: coronas y otras piezas con incrustaciones de gemas; anillos de diversos tamaños y formas, con distintas piedras preciosas; cordones de perlas blancas y negras; y piezas de tela dorada y pesado brocado.

—Es demasiado —dijo Isabella—. Dos ojos no son suficientes para abarcarlo.

—Cada gabinete contiene las riquezas de un pequeño reino —explicó Ludovico.

—Los gabinetes en sí mismos son muy hermosos —comentó la joven, observando la intrincada talla de marfil que decoraba cada una de las puertas. Trataba de seguir con la vista el serpenteante diseño, y casi sentía vértigo al intentarlo.

—Fueron diseñados y decorados por el propio Maestro.

Isabella pensó que se le presentaba una oportunidad.

—Tener un retrato pintado por el Maestro valdría para mí tanto como todo lo que hay en esta sala —comentó como de pasada.

—Puedo daros cualquiera de las cosas que hay aquí, pero eso es imposible —se oyó decir a Ludovico.

Isabella se volvió hacia él. En la mirada de su cuñado no percibió la romántica seducción de su último encuentro. A hora le parecía mas viejo, y la trataba como si ella fuera la jovencita y Beatrice la mujer madura. ¿Tanto podía lograr un embarazo?

—Debo ser muy franco con vos, excelencia.

Ludovico nunca se había dirigido a ella con tanta formalidad. Isabella se dio cuenta de que era la señal de que ya no existía entre ellos la antigua intimidad.

—He hablado sobre este tema con mi esposa. Ella no lo tolerará. Teme que para la gente sea un indicio de que tengo otro affaire.

—¿Y si el Maestro la retrata a ella primero? —propuso Isabella. S entía un vacío en el estómago al recordar que ella misma se había opuesto a esa posibilidad.

—No lo aceptará. No quiere ponerse al mismo nivel que ninguna de mis amantes.

Isabella se apoyó en una de las mesas. Pensó que iba a desmayarse. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? ¿Tan intencionadamente cruel? A hora, D ios la estaba castigando por su pecado. Merecía sufrir.

A l mismo tiempo, sabía que no iba a darse por vencida. N o se trataba de perder un anillo de perlas, una antigua y valiosa vasija o alguna otra fruslería. Era como renunciar a la inmortalidad. Pero en ese momento estaba atrapada en la telaraña que ella misma había tejido, y no sabía qué hacer.

—Parecéis indispuesta, Isabella —dijo Ludovico cogiendo su mano sin el menor rastro de la sensualidad que solía haber entre los dos. Ahora la observaba como un padre preocupado.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó ella, mirándole con lágrimas en los ojos.

—Por el momento, nada. Como sabéis, ha habido bastantes rumores sobre nosotros.

La situación es delicada por distintas razones. He tratado de hacer amigos en todas partes, pero estoy descubriendo que tengo muchos enemigos. N o puedo permitirme que mi esposa se convierta en uno de ellos.

***

Ludovico trató de paliar el dolor que había causado a Isabella regalándole una gran pieza de brocado dorado de la Torre del Tesoro.

—A ceptad este bello obsequio —le dijo, besándola en la frente. ¡En la frente! Luego le cogió la mano, y con la antigua melodía de su voz, le confesó que las cosas eran más complejas de lo que ella imaginaba y que debía ser paciente. Le pidió que no hiciera preguntas sobre la misteriosa frase que acababa de pronunciar, y le sugirió que sería mejor dedicarse a otros asuntos.

A l día siguiente, el mundo de Isabella sufrió otra sacudida, cuando, a la hora del almuerzo, vio a una encantadora mujer rubia —la expresión de su rostro era dulce; la figura, esbelta; y sus ojos verdes revelaban una mirada de aguda inteligencia— que reía mientras Beatrice jugaba con un niño de cabellos castaños. Aunque había engordado desde que posara para el Maestro, hacía más de diez años, Isabella reconoció al instante a la mujer del retrato; y también al niño, por el cabello oscuro y espeso y los labios abultados que había heredado de su padre.

Isabella no supo cómo reaccionar cuando le presentaron a Cecilia Gallerani, la antigua amante de Ludovico, que ahora estaba sentada a la mesa con su esposa, mientras ésta acunaba al bastardo sobre sus rodillas. Beatrice no podía estar más graciosa; daba de comer en la boca a Cesare y destacaba su parecido con los miembros de la familia Sforza.

—S erá tan alto como Ludovico —dijo Beatrice, como si nada en el mundo pudiera deleitarla tanto como que el hijo bastardo de su esposo no tuviera que lamentarse por su baja estatura.

A diferencia de lo habitual, Isabella estuvo muy callada durante la comida. Bebió, una tras otra, tres copas de vino blanco traído de los viñedos que Ludovico tenía en el sur, y respondió amablemente a las preguntas de Cecilia, mientras reflexionaba sobre el extraño curso que habían tomado los acontecimientos desde la última vez que había visto a los S forza. D espués del almuerzo, Beatrice anunció que se retiraba a descansar, e Isabella aprovechó la oportunidad para invitar a Cecilia a dar un paseo por el parque que I l M oro había diseñado recientemente en los terrenos que estaban al oeste del Castello.

Ludovico había agrandado los terrenos del Castello anexionando más de cuatro kilómetros de bosques y jardines, en los que se estaban plantando árboles, flores y arbustos que formaban complejos diseños a lo largo de los senderos de piedra.

Mientras caminaba del brazo de Cecilia por esos parques, Isabella —gracias al efecto del vino— se atrevió a preguntarle si había notado en los últimos tiempos algún cambio en la relación entre Ludovico y su esposa.

—O h, sí —dijo Cecilia con suavidad. S u voz dejaba entrever un tono de picardía juvenil—. El me confesó hace algunos meses que, de manera repentina e imprevista, se había enamorado de ella.

—Madonna Cecilia, os ruego disculpéis mi indiscreción, pero ¿I l M oro todavía está enamorado de vos?

—Excelencia, comprendo vuestro interés fraternal y os garantizo que podéis despreocuparos. D esde hacía mucho tiempo, Ludovico y yo no manteníamos una relación romántica. Estoy muy contenta con mi esposo y adoro a vuestra hermana, cuya amabilidad conmigo ha sido excepcional. S iempre estaré en deuda con Ludovico por haber concertado mi matrimonio con un caballero encantador como el conde Bergamini.

Me he convertido en lo que una antigua amante debe ser: una amiga y una confidente. —

Cecilia apretó con más fuerza el brazo de Isabella y le susurró al oído, como si en lugar de haberse conocido unas pocas horas antes, fueran amigas durante años—: D e todos modos, después de la fascinación de los primeros tiempos de romance, ¿cuál es la diferencia entre un hombre u otro?

Isabella carecía de la experiencia necesaria para apoyar o refutar la afirmación de Cecilia. D espués de todo, Cecilia tenía casi treinta años. Isabella había conocido en su vida a dos hombres. Uno de ellos era su esposo, a quien no creía estar lista para desechar en unos años, y el otro era Ludovico, quien había dejado de prestarle atención con la misma rapidez con que se había prendado de ella. Isabella, con sólo diecinueve años, todavía trataba de poner en orden sus lealtades, sus obligaciones para con su esposo —

con quien durante el día compartía el poder, y en la oscuridad de la noche, el deseo—, y la añoranza de su cuñado, un hombre que, además de resultarle intensamente atractivo, había compartido con ella sus ideas durante buena parte del año gracias a sus epístolas.

Pero Cecilia no tenía ese tipo de conflictos: reconocía que en ese momento estaba dedicada a su hijo y a la decoración de su palacio, que deseaba poner a la altura de las mejores residencias privadas del mundo. Estaba interesada en la vida hogareña, en escribir poesía y en adquirir bellos objetos.

—Ludovico nos colma de regalos para nuestros aposentos —dijo Cecilia—. S upongo que desea que su hijo viva en el esplendor que corresponde a su linaje.

—Estoy segura de que lo hace porque le habéis regalado muchos años felices —

sugirió Isabella.

lo decía en serio: Cecilia era amable, graciosa y sensata. Isabella deseó que esa mujer viviera cerca de ella y pudiera servirle de guía en asuntos femeninos. S i la conociera mejor, podría preguntarle por el repentino apego de Ludovico por Beatrice y pedirle que le aconsejara qué hacer con un hombre que, después de haberla cortejado por carta durante un año, había perdido sus sentimientos hacia ella.

Pero ésos eran temas para conversar con una amiga más íntima. Isabella se armó de valor, se sacudió del cuerpo la pereza que el vino y la comida le habían provocado, y decidió que no dejaría que la tarde terminara sin tocar el tema del Maestro.

—O h, fue encantador posar para él —dijo Cecilia—. Mientras el Maestro dibujaba, se servía comida y los músicos tocaban serenas melodías. El quería crear para mí una atmósfera brillante y tranquila. Yo era muy joven y estaba nerviosa por tener que posar para ese gran genio que Ludovico acababa de robar de la corte del príncipe de Florencia.

Posé para Leonardo varias veces, tres tal vez. Luego él se llevó el retrato y lo terminó en secreto. Todavía no acabo de comprender por qué ha creado tanto revuelo entre los amantes del arte. —A Isabella le habría encantado explicárselo, pero difícilmente se atrevería a confesar que entró furtivamente en los aposentos de Cecilia sólo para mirarlo

—. S ería un privilegio recibir una visita de su excelencia, si deseara verlo. Aunque debo advertiros que ahora tengo prácticamente el doble de edad y de peso, y el retrato no se parece a mí en absoluto.

—Estoy segura de que sois excesivamente modesta —dijo Isabella.

En realidad, Cecilia ya no era la delgada y etérea doncella retratada por el Maestro, pero ahora era más serena, una criatura más terrenal, y a los ojos de Isabella, no menos hermosa.

—¿No os pidieron que posarais para el Maestro nunca más?

—N o, pero según cuentan, él volvió a usar mi rostro. ¿Habéis visto la pintura del altar en la capilla de la Hermandad de la I nmaculada Concepción? —preguntó Cecilia, y explicó que la capilla estaba en la iglesia de S an Francesco Grande, no muy lejos del Castello—. Es una imagen de María y Jesús cuando huían de Herodes.

—N o la he visto, señora. ¿El Maestro os tomó como modelo para pintar a la Virgen María?

—N o, por extraño que parezca, el ángel Uriel, que está sentado a un lado de la Virgen, se parece asombrosamente a mí cuando era una jovencita.

—Me gustaría ver esa pintura.

—Los monjes la odian. D e hecho, están juzgando a Leonardo por eso. D icen que la obra debería proclamar que la Virgen había concebido sin pecado, pero en la pintura no hay prueba de ello. Habían redactado un detallado contrato para el Maestro, pero él no cumplió ninguna de las cláusulas en el cuadro. Los monjes querían que tuviera gran cantidad de dorado y azul marino, pero Leonardo evita esos rasgos característicos de la pintura religiosa. Los considera anticuados. El parte de la observación de la naturaleza, como sabéis, y dice que aún no ha encontrado en ella dorados y azules marinos. Y qué decir de los serafines flotando por todas partes.

—¿Q ué ocurrirá con él? ¿Lo llevarán a prisión o deberá rehacer la pintura? —

preguntó Isabella. A ese paso, nunca lograría posar para el gran Maestro.

—Probablemente tenga que intervenir Ludovico. S e rumorea que él comprará la pintura para su colección privada. A sí, los monjes no tendrán que pagar al Maestro para que empiece otra vez. Es un gran embrollo, y ha dado lugar a una insidiosa discusión entre los religiosos y el Maestro.

—¿Pero, aun así, los monjes exhiben la pintura aunque no se adecúa a sus propósitos?

—La exhiben incluso con orgullo. D espués de todo, es una obra del gran Leonardo.

Atrae a hombres de bolsillos llenos a su capilla.

De los archivos personales de Leonardo:

Adenda al contrato entre Leonardo el Florentino y los hermanos de Predis y la Hermandad Franciscana de la Inmaculada Concepción:

Se adjunta la lista de ornamentos que deben aplicarse en la pintura del altar de la Concepción de la Gloriosa Virgen M arta, ubicado en la iglesia de San Francesco Grande en Milán :

• Primero, nosotros, los monjes de San Francesco, quienes hemos encargado el mencionado tríptico, deseamos que todo, excepto los rostros de los personajes, sea realizado con oro puro.

• La capa de N uestra Señora, en el centro, debe ser de brocado dorado y azul marino.

Su vestido debe ser de brocado dorado y laca carmesí.

• El borde de la capa será de brocado dorado y verde. Asimismo, el serafín se hará con la técnica del grabado. Los ángeles del cielo estarán decorados y vestidos a la usanza griega.

• Dios Padre tendrá una capa defino brocado dorado y azul marino.

• En los paneles vacíos deberá haber cuatro ángeles adicionales, cada uno diferente del resto. Concretamente, una pintura donde cantan y otra donde tocan un instrumento.

• En todas las demás secciones, N uestra Señora estará decorada igual que la del centro, y las otras figuras, al estilo griego, todo lo cual deberá realizarse a la perfección.

• Cualquier talla defectuosa debe ser rectificada, sin excepción.

• Las sibilas estarán ricamente decoradas y el fondo tendrá forma de bóveda para albergar a las sibilas.

• Las cornisas, pilastras, capiteles y todas las tallas deben realizarse solamente en oro, de acuerdo con lo especificado más arriba. No se reparará en gastos.

• Todos los rostros, manos y piernas deberán pintarse a la perfección, esto es, sin defectos.

• En el lugar donde está el niño, el dorado deberá ser especialmente ornamentado.

• Tened a bien firmar esta copia debajo, en presencia de un notario de ley, y enviarla a sus autores.

Los monjes de San Francesco

Isabella está acostada a la hora de la siesta. La cabeza le da vueltas a causa del vino y la información recibida. Ha dormido intermitentemente y ha soñado que iba por el campo persiguiendo a Francesco, pero él escapaba de ella como si no la conociera.

Cuando se ha levantado, los últimos rayos de sol de la tarde se filtraban por la ventana de su habitación. Las mujeres habían olvidado cerrar las cortinas; con razón no podía dormir. S e dio la vuelta para evitar la luz y cerró de nuevo los ojos. Volvió a quedarse dormida, durante algunos minutos o quizás una hora, y luego se despertó con una nueva idea y un renovado ímpetu.

Por la mañana, Isabella propuso una salida con su hermana para visitar S an Francesco Grande y ver la obra de Leonardo en el altar.

—Aunque es una persona difícil, es el artista más importante de Milán, si no de toda I talia, Beatrice, y a lo largo de los años, sin duda le encargarás que haga muchos trabajos para tu familia. Tú misma has dicho que él y Ludovico no se separarán jamás. D ebes conocer todo lo que sea posible de su obra para utilizar adecuadamente su talento. Es tu deber, querida. Eres la duquesa, la mujer del duque famoso por su amor al arte.

Isabella pudo comprobar que había logrado una equilibrada mezcla de conminación y expresión de afecto fraternal. Beatrice aceptó sin reparos.

La iglesia gótica, con su fachada coronada por tres arcos, dio la bienvenida a las hermanas. Isabella había pedido a la mayoría de sus sirvientes que se quedaran atrás, porque deseaba pasar un momento de íntima veneración religiosa, a solas con su hermana. La capilla de la I nmaculada Concepción era pequeña, una creación de la hermandad dedicada a reafirmar la idea de que la Virgen no sólo había concebido a Cristo sin intervención humana, sino que ella misma era la primera mortal nacida sin el estigma del pecado original. La idea había sido objeto de riguroso análisis y cuestionada por parte de algunos sectores renegados de la I glesia, y los clérigos de S an Francesco Grande se habían organizado para proteger la reputación, la pureza y la divinidad de Nuestra Señora.

A Isabella le llamó la atención de inmediato la claridad y la simplicidad del tríptico que estaba sobre el altar, de unos dos metros de altura. Estaba pintado sobre madera y el marco era dorado, no del todo armónico con la pintura a la que rodeaba. Parecía que ese marco había sido fabricado con materiales terrenales que trataban de evocar lo celestial, mientras que la pintura misma, lejos de ser mundana, provenía de lo divino.

J unto a una gruta, que, de acuerdo con el relato bíblico, se había abierto milagrosamente para proteger a la Virgen y a su hijo mientras trataban de ponerse a salvo del decreto de Herodes, por el que todos los niños de I srael serían asesinados, se veía una sencilla comida campestre: la Virgen, una joven de expresión dulce, piel clara y pelo rizado, miraba hacia abajo; sus ojos descansaban en la figura del pequeño J uan Bautista, que tendía sus manos hacia el niño J esús en actitud de ruego. Cristo, bajo la protección del ángel Uriel, devolvía el gesto al futuro santo, señalándole con dos dedos.

El ángel estaba ataviado con suntuosos vestidos de color verde y rojo y su imagen tenía una apariencia completamente femenina, tanto como la propia Virgen. A puntaba con un dedo largo, blanco y huesudo hacia J uan Bautista, mientras su mirada se dirigía despreocupadamente hacia algo, imposible de precisar, que parecía estar en un invisible primer plano.

Isabella reconoció en el ángel el rostro de Cecilia: la forma alargada y triangular, la mirada aguda y bondadosa a la vez, la nariz respingona. Era como si el Maestro hubiera retrocedido en el tiempo hasta la época en que Cecilia llegaba a la mayoría de edad para pintar el bello semblante del ángel. Los personajes estaban sentados en un paraje desolado, junto a los bordes de la capa de terciopelo azul de María. ¿Por qué Uriel señalaba a J uan y no a Cristo? Isabella no podía comprenderlo. Parecía que J uan era el elegido. Esos extraños dedos que apuntaban a cualquier parte hicieron que se preguntara cuál era el significado de esa extraña señal. Juan, Jesús y Uriel parecían estar discutiendo, señalándose uno al otro, como si dijeran: «Tú, tú eres el elegido», «N o, eres tú», «N o, tú».

El escenario era la parte más perturbadora del cuadro. El Maestro no había situado a los sagrados personajes en un lugar reconocible, ignorando la manía italiana de asemejar Tierra S anta al paisaje de la Toscana; tampoco trató de rodearlos de un entorno celestial.

N o, las figuras estaban sentadas delante de grandes rocas que se adentraban en la cueva.

La luz llegaba desde delante y desde atrás. ¿Por qué esos pacíficos personajes habían sido ubicados en un paisaje tan abrupto y desolador? Tal vez el Maestro había tratado de evocar el peligro que corría una familia que huía para evitar que su hijo fuera secuestrado y asesinado. A l alejarse unos pasos, se dio cuenta también de que, en conjunto, las cuatro figuras dibujaban una cruz, y se preguntó si eso sería intencionado.

Isabella reflexionaba sobre todos esos detalles y le resultaba imposible no pensar que el Maestro tal vez fuera un hereje, y que no temía que eso se viera en sus obras. Parecía no importarle la forma en que tradicionalmente se reflejaban los relatos bíblicos en las pinturas. N o era de extrañar que los monjes le hubieran puesto una demanda. ¿D ónde estaban los símbolos de majestad que en todas las pinturas sobre temas religiosos se utilizaban para glorificar a Cristo y a su madre? En esa obra se percibía la misma serena simplicidad —sólo rota por el inquietante dedo acusador— que en aquella otra de la Madonna desdentada que había visto en el taller de Leonardo.

Pero Isabella también comprendió por qué los monjes exhibían, de todas formas, esa pintura en su capilla. Las obras de Leonardo eran incomparables. N ingún otro artista provocaba esa sensación. Ver sus pinturas era como soñar. Isabella sabía que otros dos artistas habían colaborado con Leonardo en la pintura para el altar: los hermanos de Predis. A mbrogio, un verdadero artista, y Evangelista, encargado de trabajar la madera y hacer el dorado. A hora veía las contribuciones de esos dos hombres, o al menos eso creía. La pintura estaba flanqueada por retratos de dos ángeles con largas melenas, que tocaban instrumentos musicales, representaciones convencionales de la divinidad, cuyas características eran absolutamente incompatibles con el paisaje sobrenatural de la escena central.

A Isabella no le pareció conveniente comentar con Beatrice que el rostro de Uriel era el de Cecilia. N o quería, por ahora, que la asociación entre el Maestro y la antigua amante de su esposo se hiciera más nítida en la mente de su hermana. Había acudido a aquel lugar para sugerir otra asociación, y estaba esperando el momento adecuado para hacerlo. Pero, en realidad, allí estaba Cecilia, etérea y angelical. El gran artista había revelado otra vez la parte más divina de su ser. Isabella estaba obsesionada por ser merecedora del mismo honor. Lo más glorioso y elevado que en ella habitaba —su mismísima alma— clamaba por manifestarse. ¿Había otro artista, además de Leonardo, capaz de lograr tal cosa? S ólo él podía captar lo que Isabella quería decir a las generaciones venideras: que ella había vivido, reinado, amado y había sido

«importante».

Beatrice rezaba de rodillas. Isabella esperó a que terminara. N o quería perturbar la comunión entre su hermana y D ios. Por fin, Beatrice alzó la cara y miró directamente hacia la pintura que tenía delante. Ladeó la cabeza, como si se hiciera una pregunta.

Isabella se arrodilló silenciosamente junto a su hermana y le tocó el brazo. Beatrice tenía un aspecto de indiscutible beatitud; de su piel emanaba un resplandor que se distinguía de la fría luz de la capilla.

—La Virgen parece una niña aún. Una hermosa niña —dijo Isabella.

Pero Beatrice no deseaba entablar conversaciones en la casa del S eñor. Hizo la señal de la cruz y se puso de pie. Isabella la imitó, pero a diferencia de Beatrice, que estaba despidiéndose de D ios, ella decía adiós a la obra de Leonardo. Beatrice sacó de su bolso algunas monedas de plata y se las entregó al monje que las esperaba en la entrada de la iglesia. S us toscos dedos asomaron de los rústicos bolsillos de lana y aceptaron el dinero en silencio. Luego hizo una reverencia a las damas y abrió la puerta. Ellas salieron en busca de la luz otoñal. Beatrice alzó su rostro hacia el sol e Isabella estiró los brazos hacia adelante, como si quisiera abrazar el aire fresco. La iglesia era muy fría y se sentía feliz de estar otra vez al aire libre.

Beatrice tomó a Isabella del brazo mientras caminaban hacia el carruaje.

—La Virgen es exquisita, ¿no te parece? D icen que el Maestro se inspiró en el rostro de Lucrezia Crivelli cuando ella tenía sólo trece años. ¿La conocéis? Es una de las damas de mi séquito. A hora tiene veintidós y es de una belleza extraordinaria. Pero no es afectuosa, tiene una actitud distante conmigo, como si yo le diera miedo. ¿Por qué alguien habría de temerme? —preguntó Beatrice.

—N o lo sé —respondió Isabella—. Eres demasiado dulce como para provocar temor.

Tal vez sea tímida.

—N o lo creo. Está recién casada. Q uizás se preocupe por su esposo, es viejo y me temo que no es la persona adecuada para ella. No obstante, es rico.

—¿No puedes pedirle que deje su puesto?

—N o, eso sería un insulto para su familia, y Ludovico dice que tendría consecuencias imprevistas. Le dije que no me siento cómoda con ella y él me aconsejó: «Podéis considerarla una figura decorativa».

—N o parece justo que ella, una doncella a vuestro servicio, y no tú, sea quien haya tenido el honor de que su belleza fuera celebrada en una pintura del Maestro. —Isabella dejó el comentario flotando en el aire.

Beatrice se desprendió del brazo de su hermana.

—¿Por qué crees que necesito el homenaje del Maestro? —preguntó. Un inusual tono sarcástico impregnó su agradable timbre de voz.

—Beatrice, te dije algo de lo que me arrepiento, que si él pintaba tu retrato, te pondrías al mismo nivel que la amante de Ludovico; pero me equivocaba. Fui cruel al decirlo. El Maestro pinta todo tipo de mujeres, incluyendo, como acabamos de ver, a la Virgen. Te dije una tontería y quiero retractarme, para que, si deseas ser inmortalizada por el pincel de Leonardo, no te niegues a ese honor.

Beatrice subió al carruaje y cogió las riendas de manos del sirviente, que montaría su caballo para escoltar a las egregias hermanas. Esperó a que el hombre ayudara a Isabella a sentarse junto a ella. Entonces tiró de las riendas y guio lentamente al caballo hacia el camino.

—Isabella, hay algo de mí que no comprendes. Para ti la inmortalidad está en un pincel. Para mí, en la verga de mi esposo. —Isabella se quedó atónita al oír que su hermana pronunciaba semejantes palabras—. Lograré la inmortalidad mediante el nacimiento de mis hijos —afirmó, y azotó al caballo con la fasta, con lo cual le indicó a su hermana que daba por zanjada la conversación.

Del cuaderno de Leonardo:

M otivado por gran curiosidad y ávido deseo, queriendo ver las variadas y extrañas formas creadas por la naturaleza, recorrí cierta distancia en medio de rocas lúgubres e inquietantes basta llegara la entrada de una amplia caverna. M e quedé delante de ella durante un rato, arrodillado y con los ojos entrecerrados, aturdido y asombrado, porque no tenía conocimiento de su existencia. Repentinamente, surgieron en mí dos cosas: miedo y deseo. M iedo de la amenazante oscuridad de la caverna y deseo de ver si había algo maravilloso dentro de ella.

Mantua, jimio de 1493

Isabella se despierta de su siesta en el barco. La suave luz del verano calienta su mejilla. D ebe de haber dormido durante un buen rato. El sol se ha movido lo suficiente para que el toldo que está sobre su cabeza ya no la resguarde; brilla en lo alto del cielo vespertino. La brisa es leve. Ha estado esperando a Beatrice durante varias horas. La siesta ha suavizado su languidez y su estómago se ha asentado. Cuando Beatrice llegue, Isabella no quiere caer en la tentación de reprocharle la incomodidad del viaje en barco a lo largo del río en un día de verano sólo para ver a su ilustre hermana.

Tiene en el regazo el boceto del retrato de su sobrino, que ha prometido devolver a Beatrice. Lo coge y lo mira a la luz del sol para apreciar por última vez sus extraordinarios detalles. La mano del Maestro es inconfundible. Aunque Beatrice aseguraba en sus cartas que el rostro del niño, bautizado Ercole en honor a su padre, había sido pintado muy rápidamente, los detalles eran notables. Un millar de pinceladas sombreadas destacaban sus rasgos. Mechones de cabello negro le coronaban la alta frente, como si fuera un césar. La boca, redonda y abierta, y los brillantes ojos daban la impresión de que estaba sorprendido por llegar al mundo, de estar con vida, en una cuna de oro adornada con los emblemas de los S forza y los Este, con un vestido bordado y una diminuta gorra ribeteada de perlas. Isabella ha visto varias imágenes del niño J esús pintadas por el Maestro que hacían hincapié en su carácter de ser mortal, pero ha retratado al hijo de Ludovico y Beatrice como si fuera una criatura celestial.

Un hermoso niño, aunque probablemente ya no se parezca al del retrato, que ha sido pintado cinco meses antes. Isabella piensa que podría meterse en la pintura y cubrirlo de besos. Todo su cuerpo se llena de anhelo cuando mira el retrato. S e siente doblemente envidiosa: tanto el niño como el boceto hecho por el Maestro pertenecen a su hermana.

S abe que debe devolver esa obra a Beatrice. N o le resultará sencillo hacerlo, pero no quiere que su propio embarazo se malogre por haber codiciado al hijo de su hermana, o su retrato.

Beatrice viaja de regreso de una misión diplomática en Venecia. También Isabella acaba de visitar esa ciudad. La invitación personal para asistir a la fiesta de las N upcias con el Mar —que le hizo llegar el anciano duque, A gostino Barbarigo— la había emocionado. Era un gran honor para ella y Francesco. Todos los años, en solemne ceremonia, el duque subía a bordo de un gran barco y desde allí arrojaba un anillo al mar, para dar gracias por la principal fuente de prosperidad de Venecia. Ritos similares se realizaban desde la antigüedad. Finalizada la ceremonia, se ofrecía un espléndido banquete. Ser incluido por el duque en la celebración significaba un alto honor.

La dicha de Isabella se desvaneció al instante cuando supo que Beatrice planeaba ir a Venecia para esa misma fecha. Estuvo a punto de cancelar el viaje. La perspectiva de aparecer en la ciudad junto a su hermana la avergonzaba: desde que se había casado, le habían confeccionado a Beatrice más de trescientos vestidos. La duquesa Leonora, disgustada, dijo a Isabella que Beatrice podría abastecer a todas las tiendas de la ciudad con su propio guardarropa. Las joyas, que elegía libremente en la Torre del Tesoro de Milán, estaban más allá de toda comparación posible. I sabel de A ragón había estado quejándose ante todo aquel que quiso escucharla, diciendo que le daba asco que I l M oro entrara en el tesoro de Milán para adornar a su esposa «como un relicario». En ese momento, Beatrice viajaba llevando un séquito de cientos de personas. N o iba a ninguna parte sin sus cantantes, sus cortesanos milaneses, sus poetas y músicos, sus modistos, sus docenas de damas de compañía, vestidas y enjoyadas como miembros de la realeza, y sus mejores caballos, cuyas monturas tenían incrustadas más gemas que las coronas de los reyes y reinas de muchos pequeños estados. N o, Isabella no estaba dispuesta a aparecer en Venecia —en una ocasión que debía ser gloriosa— para sentirse inferior a su hermana. S ólo los vestidos y séquitos de las grandes reinas del mundo superaban a los de Isabella. Su hermana se estaba acercando a esa categoría.

Francesco había aconsejado a su esposa que no alterara sus planes. Recibió correspondencia de Ludovico, en la que indicaba que Beatrice aplazaría su viaje unas semanas, mientras él ajustaba algunos detalles de las negociaciones que llevaba a cabo con Francia. A fortunadamente, la información era correcta e Isabella tuvo una espléndida estancia en Venecia, durante la cual acaparó todos los honores. El duque en persona le dio la bienvenida en la S anta Croce, junto a todo su señorío y los embajadores de N ápoles, Milán y Ferrara. D espués de besar la mano de su serenísima alteza, Isabella fue invitada al barco, donde un centenar de dignatarios de Venecia la esperaban. Los ojos, las sonrisas y las joyas brillaban por igual. El príncipe insistió en que se sentara junto a él mientras paseaban por el Gran Canal. Las campanas de la catedral y de todas las grandes iglesias habían repicado para anunciar su llegada, acompañada también por salvas de cañonazos y una suelta de palomas. Parecía que toda la ciudad había salido a ver a la marquesa, esposa del capitán general del ejército. Isabella sentía que hasta los adoquines de Venecia se regocijaban con su presencia. D urante una semana gozó de la generosa atención de los señores y toleró incontables ceremonias con una alegre sonrisa, aun cuando el calor era terrible y la comida demasiado abundante, pensando todo el tiempo en el prestigio que ella le daba a Francesco y al estado de Mantua.

Todos los presentes parecían tener un palazzo en alguno de los canales. Isabella visitó a reyes, duques y otros miembros de la realeza de distintas partes del mundo. A prendió cosas sorprendentes: que el explorador Cristóbal Colón había descubierto nuevas rutas comerciales hacia el oeste, y que había regresado con oro, especias, maderas, pájaros exóticos y una docena de nativos con la piel cobriza, de los que se decía que, aunque raros, eran bellos. Los venecianos estaban sumamente preocupados por ese descubrimiento, porque ellos controlaban todas las rutas comerciales hacia el este. Colón había navegado hacia el oeste con el objetivo de llegar a la I ndia. Los venecianos se preguntaban si, al fin y al cabo, el astrónomo Paolo Toscanelli había estado en lo cierto.

¿La tierra era realmente redonda? Lo fuera o no, los venecianos —en su habitual estilo—

habían enviado a sus agentes para tratar de que Colón les vendiera una copia del informe secreto que había entregado a sus benefactores, el rey y la reina de España. A Isabella le encantaba escuchar esa clase de cosas, que podría repetir después en todas las cortes de I talia. S u visita concluyó con un recorrido por las grandes obras de arte de la ciudad, y conoció a los hermanos Bellini, Gentile y Giovanni, que estaban pintando los frescos del Palacio del Consejo. Pasó con ellos una tarde —su hermana era la esposa de A ndrea Mantegna, pintor de la corte de Mantua— y partió con una promesa de Gentile: a fin de año tendría un retrato del duque para el despacho de la marquesa.

Cuando se marchó de Venecia, Isabella fue a Padua. A llí, en la basílica de I I S anto rezó con todo su corazón para dar gracias por estar esperando un hijo. Luego fue a Vicenza y Verona, donde los señores habían organizado festejos con los nobles del lugar.

Por último, a finales de mayo, como Francesco estaba de viaje, fue a visitar a su mejor amiga, su cuñada Elisabe a Gonzaga, duquesa de Urbino. A mbas pasaron semanas encantadoras; leyeron poemas, cantaron y disfrutaron al aire libre. Para darle una sorpresa, Ludovico envió al concertista de viola J acopo di S an S econd, quien ejecutó para ella una pieza que trataba de un cisne que había perdido a su pareja y la extrañaba tanto que deseaba morir. Isabella advirtió un gesto de sospecha en el rostro de Elisabe a mientras el músico enviado por Ludovico entonaba la doliente canción de amor. Isabella también estaba desconcertada. ¿Era posible que ella todavía fuera la dueña del corazón de su cuñado? ¿A eso se refería él cuando le dijo que debía ser paciente? La idea le produjo satisfacción, aunque el afecto de Ludovico ya no tenía para ella tanto peso como antes. En aquel momento, más allá del halago a su vanidad, casi no la importaba. Estaba esperando un hijo de su esposo. La impresión que había causado en Venecia contribuía a la gloria de Francesco. Las cartas que él escribía reflejaban los innumerables elogios recibidos de todas los personajes importantes que había conocido en el viaje, y no ocultaban cuánto le gratificaba tener una esposa que no sólo podía mejorar su posición personal frente a la serenísima República, sino también la de Mantua, la ciudad-estado que gobernaba. En ese momento el afecto de Ludovico era como el broche de diamantes de un collar de perlas, remate bonito, pero no esencial.

Isabella regresó triunfal a Mantua, aunque oyó que en cuanto abandonó Venecia, llegó Beatrice con un esplendor sin precedentes, acompañada por un séquito de mil doscientas personas. N o pronunció sólo un discurso, sino dos, frente a los señores, y había sido recibida en calidad de princesa y embajadora. En honor a ella, el duque organizó una regata por el Gran Canal, en la que por primera vez en la historia de Venecia, remaron mujeres, para dicha de Beatrice. La joven los había conquistado a todos con su elocuencia, su elegancia y su encanto. Por las cartas de su hermana y todas las que recibió comentando el tema, Isabella dedujo que en el viaje de la duquesa todo había sido un poco más maravilloso que en el suyo. Un rendido corresponsal escribió incluso que las joyas de Beatrice «reflejaban las maravillas del universo, pero nada era tan precioso como la propia duquesa».

El sol ya había comenzado a caer en el oeste cuando el loado bucentauro de la duquesa apareció al fin por el este, seguido de una flotilla en la que sin duda iban los sirvientes de Beatrice, sus vestidos y joyas, los tesoros con que le habían obsequiado en Venecia, y todas las personas y objetos con los que viajaba en aquellos días. Isabella decide que no abandonará su barco, sino que esperará a que Beatrice vaya a su encuentro. Es lo menos que puede hacer después de haber despreciado su hospitalidad y haber sacado a su hermana embarazada de su confortable cámara en un día de verano.

Beatrice tarda un rato en comprender que debe ir al encuentro de Isabella. D espués de unos momentos de confusión, aparece radiante, emocionada y con prisa. Las hermanas se besan en ambas mejillas.

—¿Q ué asuntos urgentes te impiden acompañarnos unos días? —pregunta Isabella, sonriendo—. Francesco no puede con su pena. Tiene un nuevo caballo árabe, enorme, con el cuello fuerte como el tronco de un árbol. Quería que tú lo domaras.

—O h, por favor, dile que aceptaré el desafío en otra ocasión. En este momento, no tengo tiempo que perder y he de hablar de muchas cosas contigo.

—He recibido tantas noticias de tus triunfos en Venecia que no necesito más detalles.

Beatrice no dedica un minuto más a los cumplidos.

—Como sabes, Ludovico nunca ha mantenido buenas relaciones con Venecia.

S í, Isabella sabe que a los venecianos no les agrada Ludovico y no confían en él porque trata de poner a todos contra todos. Al menos eso es lo que piensan en Venecia.

—He tenido dos audiencias con los notables. Ludovico me envió para informarles sobre el progreso de sus alianzas con Francia y A lemania. Está uniendo a esas dos potencias, Isabella, ¿te lo imaginas?

—¿Q ué táctica está utilizando? —pregunta Isabella—. Han sido enemigos desde hace tiempo.—Pero la pregunta que se hace a sí misma es, en realidad, ¿quién será sacrificado en las negociaciones?

—Pronto sabrás lo suficiente, pero por ahora, por favor, mantén lo que te diga en secreto. Ludovico ha concedido la mano de su sobrina Bianca Maria a Maximiliano, emperador del Sacro Imperio.

—¿No ha preferido darle a la joven belleza comprometida con nuestro Galeazz?

—N o, Ludovico jamás le haría eso a su propia hija. Ella adora a Galeazz. N o conoces a esa joven. Es la hermana del duque Gian Galeazz; es dulce, pero tiene una mente algo débil, como su hermano.

Y llegará con una impresionante dote que llenará las arcas de los germanos, especula Isabella para sus adentros. ¿Para qué soborna Ludovico al emperador?

—Parece una jugada muy inteligente. ¿Y a quién casará con Francia?

Beatrice pasa por alto el sarcasmo, pero se acerca más a Isabella y baja la voz.

—Ha dado su consentimiento para que Francia invada Nápoles.

—I nteresante —comenta Isabella de manera pausada, mientras arma mentalmente el rompecabezas político. Con Francia, Milán y A lemania en contra, ¿quién queda a favor de N ápoles? El Papa, por supuesto, a quien no le agradará tener a Francia tan cerca de sus fronteras. Y posiblemente Venecia, que no se alinearía con N ápoles, pero podría verse tentada a interferir en los grandes planes de Ludovico.

—¿Vas a apoyar a Ludovico en contra de Ferrante, nuestro abuelo materno?

—El abuelo está a punto de morir y él, más que nadie, es un ejemplo de la necesidad de tomar decisiones despiadadas. S i no lo hubiera hecho, habría muerto hace tiempo, y no a causa de su avanzada edad. No tenemos otra opción, Isabella.

Beatrice se parece más a los diplomáticos fríos y experimentados que están al servicio de su padre que a la joven emocional que siempre ha sido. D e hecho, se parece cada vez más al propio Diamante.

—¿Por qué incumbe a Milán la invasión de Nápoles?

Beatrice se aparta un poco, e Isabella agradece el espacio que le cede su hermana, cuyas emociones son tan intensas en ese momento que la sofocan, como lo haría un aire turbulento y agobiante.

—Ludovico ha decidido tomar el título de duque de Milán. Francia y A lemania lo apoyan a cambio de su alianza. El emperador Maximiliano tiene el poder de otorgar el título a Ludovico, en virtud de un antiguo pacto, según el cual, si el linaje de los Visconti no tiene sucesores, el emperador del S acro I mperio puede otorgar el ducado a quien le plazca. El último varón de los Visconti murió hace tiempo. Es así de simple.

—¿Y qué ocurrirá con Gian Galeazzo e Isabel de Aragón? ¿Cómo serán destituidos?

Isabella mira atentamente a Beatrice, esperando su reacción al oír el nombre de su prima, pues hasta ahora ha eludido mencionar que su fortuna, su prestigio y su poder aumentarán si el plan de Ludovico tiene éxito.

—Gian Galeazzo es inmaduro y tiene hábitos sexuales aberrantes. Carece de interés por cumplir siquiera con la más simple de sus obligaciones, y francamente, D ios nos libre de que lo haga. Es la persona más disoluta del reino. ¡Pega a su esposa! —La indignación de Beatrice va en aumento—. S iento pena por I sabel de A ragón. He tratado de ser su amiga, pero no quiere tener ningún trato conmigo si no me uno a ella para pedirle a su padre que derroque a Ludovico. Ha llevado al tío A lfonso a una situación en la que está preparado para atacarnos. ¿Q ué deberíamos hacer, Isabella? En cuanto nuestro abuelo muera, A lfonso caerá sobre nosotros. ¿D ebemos esperar a que llegue ese día?

Isabella sabe que buena parte de lo que Beatrice dice es verdad. Hace un mes ha recibido una lánguida carta de la duquesa de Montferrat, que le escribía: «N o hay novedad que contar desde Milán, salvo que el duque Gian Galeazzo ha comenzado a golpear y a maltratar a su esposa». Ella sabe que esa humillación es intolerable para I sabel de A ragón, y que la desdichada se lamenta ante todo el mundo de que Ludovico y Beatrice tengan el poder, el dinero y la gloria mientras ella y su esposo son tratados como pordioseros. Pero Ludovico ya tiene ahora todo el poder. ¿Es necesario que llegue tan lejos, con intrigas, acuerdos matrimoniales e invasiones del territorio italiano para usurpar también el título? Hasta donde Isabella puede ver, Gian Galeazzo es patético, pero en el terreno de la política, inocuo. Y ella duda de que A lfonso haga una jugada tan drástica sólo para calmar a su desdichada hija.

—Beatrice, ¿es prudente invitar a los franceses a entrar en I talia? Eso es exactamente lo que Francesco se ha estado preguntando desde que empezaron a propagarse los rumores de la intriga de Ludovico con Francia.

—Contamos con la protección del emperador Maximiliano, que nos tiene en alta estima, y mantendrá a Francia dentro de los límites de N ápoles; y el rey Carlos nos ha dado su palabra de que no avanzará hacia el norte, una vez que esa ciudad esté en su poder.

Isabella comprende que Beatrice y Ludovico han diseñado ese escenario en sus mentes y se han comprometido a lograr que se haga realidad. Beatrice no ha ido a pedirle consejo. S us ojos brillan y parpadean vivazmente mientras habla sobre el plan. S us mejillas se colorean y agita las manos como las de una hermosa furia. S u hermana se pregunta si las náuseas que siente son una suerte de advertencia sobre la insensatez de todo eso, o si el pequeño ser que crece en su interior está alborotando otra vez. S e recuesta en la silla de madera y apoya la cabeza sobre su alto respaldo.

—No me siento bien —dice por fin.

Beatrice pide algo fresco para beber. Uno de los sirvientes de Isabella le alcanza un paño frío y con él seca la frente de su hermana. A Isabella le parece que a Beatrice le tiemblan las manos. ¿Es una ilusión causada por su trastorno estomacal o por el movimiento del barco?

—D ebes irte a casa y descansar —le aconseja Beatrice—. Pero antes he de importunarte con algo más. Es un mensaje de Ludovico, un ruego.

Eso es precisamente lo que Isabella no quería escuchar: el papel que se le reserva en el plan que Ludovico, Beatrice y, aparentemente, la mitad del mundo han estado maquinando. Por eso, tenía la esperanza de poder huir alegando su malestar. Pero a menos que simule morir, no hay escapatoria.

—Ludovico ha oído que has conquistado al duque y a todos cuantos te recibieron en Venecia. En realidad, I talia entera lo comenta. Todos están al tanto del poder de tu belleza y tu intelecto, Isabella. Mi esposo sólo espera que, si surgiera la oportunidad, ese poder fuera utilizado a su favor.

—Haría cualquier cosa por mi hermana y mi cuñado.

Isabella ruega que con eso Beatrice dé por zanjado el asunto.

—¿Utilizarás tu influencia sobre Francesco para convencerlo de que se una a los franceses en N ápoles? Es un gran soldado y comandante, y nos sentiríamos más seguros si él dirigiera la invasión.

Isabella se pregunta si su hermana se ha vuelto loca. ¿Cree realmente que Francesco puede, sin más, ir a mandar el ejército que le plazca? ¿Piensa que puede convencer a los venecianos para que apoyen a los franceses, a los cuales odian?

—N o puedo asumir compromisos en nombre de mi esposo, así como tú no puedes hacerlo en nombre del tuyo. Pero no logro comprender cómo podría pelear del lado de los franceses, siendo capitán general del ejército veneciano. Venecia no permitirá que sus soldados sean arrastrados a ese conflicto.

—N o lo haría en calidad de capitán general del ejército veneciano, Isabella. S ería mediante un contrato por separado, de mercenario, como un condottiere, que lo hace por dinero, y te garantizo que el precio que ofrecemos vale la pena.

—Beatrice, no sé qué diría Francesco ante semejante oferta, pero estoy preocupada por ti. Las acciones que estás llevando a cabo junto a Ludovico son peligrosas e implican grandes riesgos. Ludovico ya lo tiene todo. ¿Poseer el título puede aumentar tanto su poder?

—Isabella, me sorprendes. S i estuvieras en mi posición, ¿habría algo que no osaras hacer para que algún día tu hijo tuviera el título de duque de Milán?

A sí pues, se trata de eso: Beatrice se consume en la llama de lo que ambiciona para su hijo. La bondadosa joven que no quería más que cabalgar todo el día un buen poni se ha transformado en una O limpia que teje intrigas para el ascenso de su A lejandro, o en una ponzoñosa Livia que empuja a Tiberio. Aunque parezca increíble, esa actitud de una madre hacia su hijo se ha repetido a lo largo de los siglos. ¿La historia no está acaso plagada de cadáveres de aquellos que contrariaban lo que una madre ambicionaba para su primogénito?

Isabella apela a la excusa de la náusea y el mareo para dar por terminada la reunión tan abruptamente como es posible. D ebe apartarse del apremio de la ambiciones de Beatrice. D esearía viajar hacia atrás en el tiempo, hasta la mañana de ese día, cuando aún no conocía los planes destinados a cambiar el mundo. ¿Cuándo ha sucedido todo esto?

¿En qué momento la niña espontánea y alocada, a la que su madre tuvo que arrastrar de la oreja para que se casara con I l Moro , se había convertido en esa temible agente política?

Isabella saluda con la mano y manda besos a Beatrice y su séquito cuando pasan frente a ella camino a Milán. A l ver que el último bucentauro se aleja, deja de sonreír.

S iente que las comisuras de sus labios están llenas de plomo. S e hunde en la silla; ideas desdichadas rondan en su cabeza. Una de sus doncellas corre hacia ella, pero la aparta.

Está ansiosa por llegar a casa, a la seguridad de la austera y poderosa Mantua, donde los muros de la antigua fortaleza la protegerán del tumulto que, según teme, se avecina. Está muy cansada y le parece que el barco no corta el agua, sino una densa melaza. D esea estar de vuelta en la serena comodidad de su oscura alcoba. El cuerpo le pesa, los delgados brazos y los elegantes dedos están hinchados y mustios y cuelgan de los lados de la silla.