DIO - Damon Knight

 

DAMON Knight nació en Hood River, Oregon en 1922. Su primer relato apareció en 1941, y desde entonces publicó cinco novelas, siete volúmenes de cuentos, dos libros de ensayo, varias traducciones del francés y casi medio centenar de antologías. Vive en Eugene, Oregon, con su mujer, la escritora Kate Wilhelm.

 

I

 

Es mediodía. Hace calor. El cielo, un enorme cuenco plateado, resplandece; el calor rebota en la arena y vuelve a subir; en el océano distante hay una danza de fuegos blancos. Dio el Proyectista sale de abajo de la tierra y se queda un momento parpadeando en la luz potente y salobre; el calor es como un gorro en la cabeza; la barba se le crispa, iridiscente.
A unos pocos metros de distancia, en la arena, hay cinco hombres y mujeres, de piernas y brazos rosados. El resto del paisaje está desierto, y la arena, ardiente y vacía, parece abarcar muchos kilómetros. Ni siquiera se ve una gaviota en el aire. Tres de las figuras son hombres: corren y se tiran una pelota unos a otros lanzando gritos que suenan lejanos. Las dos mujeres están semirrecostadas, mirando a los hombres. Los cinco son musculosos, de pechos anchos y abultados. Tienen piel suave, y les brillan los ojos. Dio se mira su propio antebrazo: ¿hay allí un rastro de obscurecimiento? ¿se le está poniendo áspera la piel?
Deja caer su única prenda y camina hacia el grupo. La caricia de la arena en los pies es una punzada breve y dolorosa; luego la piel se adapta y ya no siente nada. Los cinco se vuelven para mirarlo, sin curiosidad. Son todos jugadores, no estudiantes, y hay dos que ni siquiera conoce. Se siente incómodo, y desea no haber venido. No es bueno que los estudiantes y los jugadores se reúnan informalmente; cada parte es demasiado consciente del tolerante desprecio de la otra. Dio trata de ponerse en el sitio de un jugador, y se esfuerza por ser amable; pero no lo logra, como siempre. El abismo es demasiado grande. Para que el mundo sea mundo, hacen falta las dos clases: los estudiantes para recordar y hacer; los jugadores para consumir y disfrutar; pero no deben mezclarse.
Aun sin las ropas, son jugadores: los ojos grandes e inocentes que brillan de entusiasmo o que parpadean ante el aburrimiento fácil; las bocas suaves que tanto expresan alegría como malhumor. Ahora mira deliberadamente a la mujer rubia, Claire, y le ve en la cara los mismos signos inconfundibles. Pero, contra toda razón y usanza, en la suave curva de esos labios hay belleza; la cabeza rubia obscura, tan elegante sobre el cuello fuerte, le retuerce el corazón. Es ilógico, casi inaudito, quizá anormal; pero la ama.
Los ojos de Claire lo miran con destellos de ágatas marinas; el rápido placer de esa sonrisa lo reconforta y lo calma.
—Me alegro de verte. —Claire lo toma de la mano—. Ya conoces a Katha, por supuesto, y a Piet. Y este es Tanno, y aquél es Mark. Siéntate aquí, quiero conversar contigo.
Los hombres vuelven alegremente a jugar con la pelota. La muchacha morena, Katha, comienza inmediatamente a hablar de los coros de Betania: ¿los ha escuchado Dio? ¿No? Los tiene que escuchar entonces; las voces son estupendas, el director es brillante; hace siglos que no existe nada parecido.
La palabra "siglos" sale descuidadamente. ¿Qué edad tiene Katha? ¿Ochocientos años, mil? Hace poco, Dio ha visto en un periódico de trescientos años atrás, con sorpresa, una referencia sobre Katha. La había conocido brevemente, sin duda, y la había olvidado por completo. Hay tanta gente; es imposible recordar. Por eso los estudiantes llevan un diario; no así los jugadores. Hasta podía haber conocido antes a Claire, y haberla olvidado...
—No —dice, sonriendo amablemente—. He estado muy ocupado con un proyecto.
—Dio es Proyectista Arquitectónico —explica Claire, exagerando burlonamente las sílabas; sin embargo hay en su voz un curioso orgullo invertido—. Ya te dije, Kat, que Dio es un estudiante. Todos los años reconstruye este sector.
—Oh —dice Katha, abriendo los ojos—; fascinante.
Un segundo más tarde, sin siquiera hacer una pausa, Katha ya ha cambiado de tema; ahora es el nuevo circo aéreo en Littlam: completamente vulgar pero alegre. ¡Los payasos aéreos! ¡Los titiriteros! ¡Los deliciosos y falsos animales!
El rostro suave de Claire está muy cerca del suyo, envuelto en una aureola de sol, teñido por el reflejo de la arena ardiente. Los párpados entornados son delicados y suaves, y los lastima el calor; las pupilas están contraídas, y en cada iris, grisáceo y ancho, se ven complejas figuras. Algo que ha leído acerca de la estructura del iris le viene de pronto a la cabeza: músculos dilatables, como rayas, entrelazados con otro grupo circular, contráctil, con un poco de pigmento de melanina. Es un pensamiento de algún modo desagradable, y lo aparta. Se siente un poco aturdido; ha estado trabajando demasiado.
—¿Cansado? —le pregunta Claire, con voz dulce.
Dio se afloja un poco. La morena, Katha, sigue hablando; es una de esas personas que hablan aunque nadie las escuche.
—Es el momento de más trabajo —responde Dio—. Vuelven todos los diseños para una verificación final antes de que entren en el integrador. Es la última oportunidad que tenemos para encontrar errores.
—Dio, lo siento —dice Claire—. Sé que no tendría que haberte hecho la pregunta. —Alza las cejas y lo mira con ansiedad por debajo de las pestañas—. Sin embargo deberías descansar.
—Sí —dice Dio.
Claire le apoya la palma suave de la mano en la nuca.
—Entonces descansa. Descansa.
—Ah —dice Dio, fatigado, acomodando la cabeza en la curva del brazo. Debajo de la arena donde él está ahora hay diecisiete niveles habitados, de los cuales tres, que abarcan un sector que llega desde Alban a Detroy, están a su cargo. Ha trabajado dos semanas casi sin dormir. Se habla de iniciar un decimoctavo nivel la próxima temporada, lo que significa volver a levantar la superficie y cambiar de sitio todos los planos de fuerza. Los detalles, millares, le pasan por la cabeza; detrás de los ojos cerrados ve trazos arquitectónicos, dibujos, códigos, especificaciones.
—Querido —le dice la voz acariciadora de Claire en el oído—, sabes que me alegro de que hayas venido, de todos modos, aunque tú no hayas tenido ganas. Porque no tenías ganas. ¿Entiendes?
Dio la mira con un ojo entornado.
—¿Sensación de poder? —sugiere, irónicamente.
—No. Confianza es una palabra más adecuada. ¿Sabías que tengo celos de tu trabajo? Celos... muchos celos. Me dije que si lo dejabas, ahora, hoy...
Dio gira en la arena, volviéndose hacia Claire; le sonríe torcidamente.
—Sin embargo no sabes distinguir a un día de otro.
Claire le responde con una sonrisa tímida y fugaz.
—Lo sé. Es terrible, ¿verdad? Pero puedes distinguirlos.
Mientras se miran en silencio, Dio comprende otra vez que los separa un abismo. Nos necesitan, piensa, para que les construyamos el mundo año tras año, para que lo mantengamos nuevo y fresco, pero nos detestan porque saben que lo que ellos olvidan nosotros lo conservamos y lo recordamos.
Su mano encuentra la de Claire; siente de pronto una tristeza profunda e irracional; silenciosamente se pregunta: ¿Por qué te amo?
No ha hablado en voz alta, pero ve que la cara de ella se contrae en una sonrisa triste, dolorida; y los dedos de ella le aprietan la mano con fuerza.
Allá arriba, los gritos de los jugadores se han transformado en ruidosas protestas. Dio alza la mirada. Piet, el hombre de pelo de algodón, flota sobre las cabezas de los otros dos, riendo a carcajadas. Desciende lentamente y tira la pelota; el juego continúa. Pero un instante más tarde Piet está otra vez en el aire: los otros gritan furiosos, y Tanno salta y se traba en lucha con él. La pelota cae, rebota: las dos figuras pelean y giran en el aire. Finalmente el hombre de pelo de algodón obliga a los otros dos a bajar a la arena. Ambos saltan y echan a correr, riendo.
—Alguien tiene que domar a este salvaje —dice el perdedor, jadeando—. Yo no puedo; es demasiado resbaladizo. ¿Tú podrás, Dio?
—Está descansando —protesta Claire, pero los otros insisten a coro—: Ah, sí, tiene que hacerlo.
—Un par de caídas, nada más —dice Piet, con una ancha sonrisa, frotándose las manos—. Tenemos tiempo de sobra antes de que suba la marea. A menos que no te interese.
Dio se levanta, de mala gana. Sonriendo, Piet se eleva y flota sobre la arena. Dio lo sigue, con una sensación tirante en los músculos del pecho y la espalda, y una curiosa presión en la espina dorsal. Los dos hombres giran uno alrededor del otro, subiendo lentamente. Piet echa el cuerpo hacia adelante, de cabeza, y trata de golpear con los brazos las piernas de Dio. Dio salta por encima, gira y busca un brazo y una pierna de Piet; pero Piet se escabulle como una anguila y le echa una llave en la cintura. Dio forcejea contra ese pecho tirante, probando todos los músculos; los dos flotan desmañadamente un instante. Entonces, de pronto, en la fuerza que sostiene a Dio en el aire, algo cede. Ambos caen torpe y rudamente en la arena. Hay un sorprendido murmullo de voces. Dio se levanta. Piet está arrodillado, cerca, pálido, tocándose el antebrazo.
—¿Te lo torciste? —pregunta Mark, inclinándose para tocárselo suavemente.
—Caí con todo mi peso —dice Piet—. No esperaba... —Hace una señal de asentimiento hacia Dio—. Esa es nueva.
—Bueno, démonos prisa —dice el otro—. Tenemos que arreglarte eso. —Piet coloca el antebrazo sobre sus propios muslos—. ¿Estás preparado?
Mark le apoya un pie descalzo sobre el brazo, se inclina hacia adelante y empuja bruscamente. Piet da un respingo, y luego sonríe; el brazo vuelve a estar en su sitio.
—Siéntate y deja que se una —le dice el otro. Se vuelve hacia Dio—. ¿Qué es eso?
Dio acaba de sentir un dolor punzante en un dedo, del que le brota una sangre obscura.
—Se te levantó un poco la uña —dice Mark—. Apriétala y en un segundo estará otra vez pegada.
Katha sugiere un juego con palabras, y en un momento están todos sentados en círculo gritándose letras unos a otros. Dio no juega muy bien; no puede olvidar la sangre que le cae de la punta del dedo. El cielo plateado parece opresoramente distante; está cansado del calor que se le derrama sobre la cabeza, del aire sofocante y de la arena que arde como un metal debajo de su cuerpo. Tiene una sensación de miedo impotente, como si algo terrible hubiese sucedido ya; como si fuese ya demasiado tarde.
—Es la hora —dice alguien, y se levantan, sacudiéndose la arena de los cuerpos—. Vamos —dice Claire sobre el hombro—. ¿Has estado alguna vez en la tromba? Es divertido.
—No, tengo que volver; te llamaré más tarde —dice Dio—. Los dedos de Claire se le apoyan con suavidad en el pecho mientras la besa brevemente; luego se aparta—. Adiós —les grita a los otros—, adiós —y da media vuelta y se aleja por la arena.
Los demás, aliviados de la presencia de Dio, están llegando a las rocas, sobre el borde del agua. El mar se lanza contra la caverna y una pluma blanca de espuma sale danzando de la grieta, allá abajo. El agua retrocede, dejando un húmedo espejo de arena que se seca en un parpadeo. Lejos, una ola alza su verde cabeza, y empieza a avanzar.
—Esta no —grita Tanno—, la próxima.
—Claire —dice Katha, acercándose—, qué extraño tu amigo. Cuando se fue todavía le sangraba el dedo.
La pluma blanca salta más esta vez, provocando una risotada nerviosa. Piet corre tras ella danzando, moviendo los pies en una paródica cabriola.
—¿Qué? —dice Claire—. Debes estar equivocada. No puede ser.
—¡Todos juntos! ¡Ahora!
—Sin embargo —dice Katha— sangraba.
Nadie la oye; ya está acostumbrada a eso.
Allá adelante sube la ola, de cresta amenazadoramente alta; avanza hacia ellos con su blanco penacho, dura como una botella en la base, subiendo, más, más, y ruge entrando con un temblor de tierra en la caverna; los Inmortales, con un grito de alegría, son lanzados al aire por el torrente blanco.

 

 

 

Dio está solo en sus habitaciones vacías, y camina de un lado a otro por el suelo elástico, asfixiado por el silencio. Se detiene y pasa una mano por la pared desnuda, haciendo aparecer un espejo; se inclina hacia adelante como si fuera a mirarse su propia cara gris, y luego borra el espejo. A su alrededor el universo es opresivo, enorme, inexorable.
La cinta que marca el paso del tiempo, en la pared, se ha vuelto casi negra: el día terminó. Ha estado ahí solo toda la tarde. Los circuitos de la puerta y del teléfono están puestos para rechazar a las visitas o a los que llamen, incluso a Claire... Su único instinto ha sido ocultarse.
Tiene atado un trozo de tela alrededor del dedo herido. La sangre ha saturado la tela, que se ha secado y pegado al dedo. Ya no sale sangre, pero la uña aún no se ha adherido. Algo anda mal en él; ¿cómo es posible?
Ha sentido esa cosa durante días, acercándose, invisible. Ahora está ahí.
Han pasado ocho horas... el dedo todavía no se ha curado.
Recuerda aquel momento en el aire, cuando le falló el apoyo abajo. ¿Podrá volver a sucederle? Planta con firmeza los pies en el suelo, piensa Arriba, y siente la tensión tan familiar en la espalda y en el pecho. Pero nada sucede. Incrédulo, vuelve a probar. ¡Nada!
El corazón le retumba en el pecho; se siente mareado, y frío. Se tambalea, casi cae. No es posible que eso le ocurra a él... Ayuda; necesita ayuda. Bajo sus dedos temblorosos se enciende el índice telefónico; busca el número de Claire y oprime el selector. A esta hora quizá no esté ya en la casa, pero el registro de zonas la encontrará. En la pantalla aparecen unos latidos grises. Dio espera. La obscuridad se ha alejado un poco. Claire lo ayudará, pensará alguna cosa.
La pantalla se ilumina, pero sólo se ve allí la cara gris y neutra del selector automático.
—Un momento por favor.
La pantalla parpadea; por fin, ¡el rostro de Claire!
—...es una grabación, Dio. Como no me llamaste, y me fue imposible comunicarme contigo, me sentí muy mal. Sé que estás ocupado, pero... Bueno, Piet me pidió que fuese con él a Toria a jugar al polo acuático, y eso voy a hacer. Quizá me quede unas semanas, para ver el festival de las flores, o siga hasta Roma. Lo siento, Dio; habíamos empezado tan bien. Tal vez la diferencia de clases no nos permita congeniar. Adiós.
La pantalla se obscurece. Dio se ha arrodillado delante de ella.
—No te vayas —dice, sin aliento—. No te vayas.
Ha perdido ya todo el coraje; de los ojos le brotan unas lágrimas ardientes, saladas, avergonzadas.
La habitación es brillante y está vacía, pero en los rincones se acumula obscuridad, una obscuridad negra como obsidiana que se encrespa, esperando el momento de abalanzarse.

 

II

 

La gente del nivel inferior es un río de color, azul eléctrico, escarlata, amarillo opaco, todo limpio, terso y brillante. De los pliegues de la ropa sale un perfume de flores; el aire está colmado de voces alegres y afables. De regreso luego de cinco meses de vagabundeos por África, Pacífica y Europa, Claire se pierde deliciosamente en las sendas móviles del Sector Veinte. Donde solía agruparse el mayor gentío hay ahora un laberinto de excitantes calles estrechas, con estandartes y un constante perfume en el aire. Los coches de excursión son unas elegantes cestas con filigranas plateadas, que flotan con una gracia etérea. Sube a uno y se eleva sobre el desfiladero de ventanas, describiendo una larga curva, pasando delante de terrazas y balcones, registrando breves escenas de personas que no necesita ver nunca más: una mujer alimentando a un enorme guacamayo azul, una pareja de niños que miran desde un jardín, con ojos solemnes. ¡Cuánto hacía que no veía un niño! Trata de imaginar cómo resultará ahora ser niño en este mundo inmenso y extraño, lleno de personas mayores, pero no puede. Los recuerdos de su infancia son tan lejanos, tan pequeños y arcaicos; los ve como a través de una lente de aumento invertida. Ahora pasa cerca de un hombre de poblada barba negra, que sostiene una botella sobre la nariz, delante de un grupo de personas que ríen... ¡ahí cae la botella! Y ahora son dos parejas que se besan distraídamente... El corazón le late un poco más rápido; siente que le sube el color a las mejillas. Piet era tan aburrido, después de un tiempo; ahora quiere olvidarlo. Ya lo olvidó; con su dulce voz de contralto canturrea: "Dio, Dio, Dio..."
En el nivel siguiente baja del vehículo y toma un taxi automático. Disca el nombre de Dio; el pequeño chófer de ojos verdes "busca" un momento, parpadeando; luego el taxi da media vuelta y arranca a gran velocidad.
El edificio es irreconocible; toda la calle ha sido reconstruida, con fachadas barrocas de color bermellón y verde escarchado. Sin embargo, la forma del vestíbulo es familiar, y allí está el nombre de Dio.
Claire vacila, mirando el poco informativo pozo de elevación. ¿Estará allí, detrás del silencioso mármol? Luego de un instante se vuelve, encogiéndose de hombros, y se sienta en una frágil silla plateada, la primera de una larga hilera. Aprieta en ella el número 3, y la silla la arrastra hacia arriba, se detiene.
Está en el vestíbulo del departamento de Dio. Las paredes están revestidas de un mármol de vetas azules.
De un lado, el espacioso óvalo de la entrada; del otro, la ancha puerta, cerrada. Bajo el alto techo gira lentamente un móvil. Claire pisa la placa anunciadora.
—¿Sí? —Una voz masculina, agradable, pero desconocida. La pantalla no se ilumina.
Claire da su nombre.
—Quiero ver a Dio,.. ¿está ahí?
Una curiosa pausa.
—Sí, está aquí... ¿Quién la envió a usted?
—No me envió nadie. —Tiene la frustrante sensación de que hablan de cosas diferentes—. ¿Quién es usted?
—Eso no tiene importancia. Está bien, entre, aunque do sé cuándo la podrá ver hoy.
Las puertas se deslizan, abriéndose.
Perpleja, y bastante furiosa, Claire atraviesa el umbral. La primera habitación es una fría caverna gris; arriba unas pantallas de circuito cerrado muestran imágenes de las calles del sector: un brillante friso en las paredes que, sin embargo, ilumina poco. La habitación está vacía; entra en la siguiente.
La habitación siguiente es un espacio inmenso y desordenado, repleto de máquinas caóticamente dispuestas; Claire, disgustada, arruga la nariz. En el otro extremo hay unos pocos hombres, de espalda, inclinados sobre una de esas máquinas. Claire sigue caminando.
La tercera habitación es un frío espacio verde, con mosaicos y una fuente en el centro. Las sandalias de Claire, al golpear esa superficie dura, producen un agradable sonido. En los bancos bajos y curvos, contra las paredes, hay unas quince o veinte personas sentadas, usando las máquinas: leyendo, etcétera; es, para todo el mundo, como estar en la sala de espera de un curador de moda. ¿Dio se dedica ahora a curar mentes?
Claire se siente de pronto insegura, busca un banco lejos de los demás y mira alrededor. No, su primera impresión ha sido errónea: esos no son clientes que esperan para ver a un curador porque, en primer lugar, son todos estudiantes; todos.
Los mira con más atención. Dos de ellos juegan al ajedrez en una antecámara; dos caminan de un lado a otro; cinco o seis están agrupados alrededor de una pequeña mesa, sobre la cual hay desparramados algunos papeles; uno habla velozmente, y el resto del grupo escucha. La distancia es demasiado grande; Claire no consigue entender las palabras.
Más adelante, en el extremo del cuarto, dos hombres y una mujer miran atentamente una pantalla, aunque desde esa distancia parece apagada.
El agua tintinea continuamente en la fuente. Después de un largo rato se abren las puertas interiores y sale un hombre; se inclina sobre otro hombre que está sentado cerca y le dice algo. Ese segundo hombre se levanta y entra por la misma puerta; el primero desaparece en dirección contraria. No vuelve ninguno de los dos. Claire espera, pero no sucede nada.
Nadie le ha tomado el nombre, nadie lo ha puesto en ninguna lista; nadie parece prestarle atención. Se levanta y camina lentamente por la habitación, pasando junto al grupo reunido alrededor de la mesa. Dos de los hombres hablan vehementemente, interrumpiéndose entre sí. Al pasar cerca, Claire los escucha, pero hablan en la jerga de los estudiantes: "...la curva delta muestra claramente... una hipótesis estocástica..." Se acerca a los tres sentados delante de la pantalla.
A Claire la pantalla le parece obscura, pero en su lustrosa superficie se mueven unos débiles destellos de color, y se oye un susurro.
Hay dos bancos desocupados. Claire vacila, luego se sienta en uno y se inclina hacia adelante.
Ahora la pantalla está encendida, y siente un murmullo en los oídos. Ve una habitación dominada por un enorme bloque oblongo de mármol gris, tres veces más alto que un hombre. Aunque sólido, ese mármol parece estar descendiendo, con un movimiento hipnótico y constante, como una fuente.
Bajo esa cortina de piedra hay dos hombres sentados. Uno es un extraño. El otro...
Claire se acerca más a la pantalla, y mira con atención. El otro está envuelto en sombras, no lo puede ver bien. Sin embargo hay algo familiar en la forma de la cabeza, del cuerpo...
Está casi segura de que es Dio, pero cuando ese hombre habla ella vuelve a vacilar. Es una voz extraña, grave, ronca, diferente de todo lo que ha oído: el sonido es tan extraño que se olvida de escuchar las palabras.
El otro hombre está diciendo:
—...esas ideas. Es algo muy simple... otra inyección.
—No —dice el hombre que está en la obscuridad, con furia reprimida, y súbitamente se pone de pie. Las luces de la habitación, allí en la pantalla, parpadean, y la sombra se mueve, acompañándolo.
—Perdón —dice una voz inesperada al oído de Claire. Hay un hombre inclinado sobre ella con una mirada inquisitiva—. Creo que no está autorizada para mirar esta sesión, ¿verdad?
Claire hace un ademán impaciente hacia él, y vuelve a mirar fascinada la pantalla. Allí, en la habitación, los hombres están ahora de pie; el de las sombras dice algo, con voz ronca, y el otro se mueve como si fuera a tomarlo del brazo.
—Por favor —dice la voz al oído de Claire—, ¿está usted autorizada para mirar esta sesión?
La voz del hombre de las sombras es ahora aguda: un grito histérico y ronco, que no se parece a ninguna voz en el mundo. En la pantalla, gira y hace como si fuese a correr de vuelta a la habitación.
—¡Sujétenlo! —dice el otro, abalanzándose sobre él.
El hombre de las sombras se echa sorpresivamente hacia atrás y esquiva al otro. Luego pasan dos hombres más por delante de la pantalla; la habitación está vacía; ahora hay allí un solo movimiento: el mármol que cae suave, constantemente en el suelo.
Las tres personas que están junto a Claire se han puesto de pie. En la habitación todo el mundo mira hacia allí.
—¿Qué sucede? —grita alguien.
Uno de los hombres responde:
—¡Le ha dado una especie de ataque! —En voz más baja, mirando a la mujer, agrega—: Es el malestar, supongo...
Claire mira, sin entender; de pronto, un grito desde el otro extremo de la habitación le hace volver la cabeza.
Las puertas se han abierto y allí, en el umbral, hay un hombre que grita y lucha, impotente, con otros dos. Le han sujetado los brazos y ya no se puede mover, pero esa voz horrible y ronca sigue gritando, gritando...
No hay más sombras: Claire le ve la cara.
—¡Dio! —grita, poniéndose de pie.
Dio consigue oírla a través de su propio alboroto, y vuelve la cabeza. La mira boquiabierto, con la expresión de un ciego, hinchado y enrojecido, clavando en ella los ojos. Luego se vuelve, con un violento tirón. Consigue soltar un brazo, y lo levanta para protegerse la cabeza. Echa a correr; los otros lo siguen. Las puertas se cierran. La habitación está llena de figuras de pie, y hay un murmullo de voces.
Claire se queda inmóvil, aturdida, hasta que una figura delgada se separa del resto. Aquella otra cara parece flotar en el aire, obscureciendo la del hombre que se acerca: roja y deformada, la boca abierta.
El hombre la toma por el codo y la empuja hacia la puerta exterior.
—¿Qué es usted de Dio? ¿Lo conocía de antes?
—¿Antes de qué? —pregunta ella, desmayadamente. Están atravesando el cuarto de las máquinas, vacío y resonante.
—Mm. Ahora la recuerdo; yo la dejé entrar, ¿no es así? ¿Lamenta haber venido?
El tono del hombre es impersonal; Claire tiene la sensación de que la atención de él no está realmente en lo que dice. Un poco de irritación hacia todo eso es lo primero que siente a través del entumecimiento. Mientras caminan tuerce el brazo, librándose de la presión de las manos del hombre.
—¿Qué le pasaba? —pregunta.
—Una enfermedad muy rara —responde el otro, sin detenerse. Están ahora en la habitación exterior, bajo el friso brillante, acercándose a las puertas—. ¿No lo sabía? —pregunta, en el mismo tono indiferente.
—Estuve en otro lugar. —Claire se detiene y se vuelve hacia el hombre—. ¿No me lo puede decir? ¿Qué le pasa a Dio?
Ahora ve que el hombre tiene una cara estrecha, nariz afilada, labios finos y ojos brillantes y pequeños.
—Nada que a usted le interese —dice secamente. Pasa una mano sobre el control de la puerta, que se abre silenciosamente—. Adiós.
Claire no se mueve, y luego de un instante las puertas vuelven a cerrarse.
—¿Qué le pasa? —insiste.
El hombre suspira, mirándole la túnica, tan ajustada a la moda, con los delicados broches de oro.
—¿Cómo se lo puedo explicar? ¿El verbo "morir" significa algo para usted?
Claire está perpleja, y siente un poco de aprensión.
—No sé... ¿no es algo que les sucede a los animales inferiores?
El hombre le hace una rápida reverencia burlona.
—Muy bien.
—Pero no sé qué es. ¿Es... una especie de ataque como...?
Claire hace un ademán con la cabeza hacia las habitaciones interiores.
El hombre la mira con una mezcla de compasión y exasperación.
—¿De veras quiere saber? —El hombre se vuelve bruscamente y busca con el dedo en un índice en la pared—. Veamos... No sé qué hay en este maldito depósito. Mm. Animales moribundos.
Como respuesta a la presión del dedo se abre un estante y asoma una caja chata y rectangular que él saca con la mano. Se la ofrece a Claire.
En las manos de la mujer la caja se ilumina; una jaula, donde hay un animal agachado: una rata blanca. Tiene el pelo apagado y áspero; en el hocico se le ha formado una costra de algo. Se tambalea, olfatea una taza con agua y se aparta. Las patas parecen fallarle; cae y queda inmóvil: sólo en el pecho diminuto se le ven unas lentas palpitaciones.
Mientras mira, Claire trata de dominar la náusea. Los armarios de los estudiantes están repletos de cosas desagradables como esa; pero esperan que uno no demuestre repugnancia.
—Le pasa algo —es todo lo que ella sabe decir. —Sí. Está muriendo. Eso significa dejar de vivir: detenerse. Dejar de ser. ¿Entiende?
—No —dice ella. En la caja el pequeño cuerpo ya no se mueve. La boca está rígidamente abierta, los labios recogidos hacia atrás, sobre los dientes amarillos. Los ojos no se mueven; miran fijamente hacia arriba, sin ver.
—Eso es todo —dice el hombre, tomando la caja—. No hay más rata. Se acabó. Luego de un tiempo comienza a descomponerse y a oler mal, y más tarde no queda otra cosa que los huesos. Y eso le ocurrió a cuanta rata ha nacido.
—No lo creo —dice Claire—. No es así; nunca oí una cosa semejante.
—¿Tuvo alguna vez una mascota? —pregunta él—. ¿Un periquito, un gato, peces de colores?
—Sí —dice ella, poniéndose a la defensiva—, he tenido gatos, y pájaros. ¿Eso qué importa?
—¿Qué les sucedió?
—Bueno... no sé, supongo que los perdí. Ya sabe cómo pierde uno las cosas.
—Un día están allí, y al siguiente no están —dice el hombre flaco—. ¿Correcto?
—Sí, es cierto, Pero ¿por qué?
—Es este un mundo tan ordenado —dice él, con voz cansada—. Los cuerpos muertos crearían un gran trastorno; por eso los circuitos de las casas están programados para sacarlos cuando no hay nadie en la habitación. Todos: es parte del diseño básico. Claro que si uno se quedara siempre en la habitación, sin moverse, la máquina no tendría más remedio que ponerlo a uno en la embarazosa situación de ver cómo saca el cadáver. Pero eso no sucede nunca. Cuando usted nota que algo anda mal en su mascota usted da media vuelta y se va, ¿no es así?
—En realidad no me acuerdo...
—Y cuando usted regresa, qué curioso, la bestia se ha ido. No se ha "perdido", se ha muerto.
Claire mira al hombre, y se estremece.
—Pero eso no le sucede a las personas.
—¿No? —El hombre tiene los labios apretados. Después de un instante agrega—: ¿Por qué le parece que tenía ese aspecto? Ya ve que él lo sabe; hace cinco meses que lo sabe.
A Claire se le corta el aliento.
—¡Aquel día en la playa!
—Oh, ¿usted estaba allí? —El hombre asiente varias veces, y luego abre la puerta—. Es muy interesante para usted. Se lo podrá contar a la gente.
La empuja suavemente hacia el vestíbulo.
—Pero quiero... —dice ella, desesperada.
—¿Qué? ¿Volver a amarlo, como si fuese normal? ¿O quiere ayudarlo? ¿Es ésa su intención? —La cara delgada tiene ahora el ceño arrugado—. ¿Cree que lo podría soportar? En ese caso...
Se aparta, como para dejarla entrar de nuevo.
—Recuerde la rata —le dice secamente.
Claire vacila.
—Depende de usted. ¿Quiere de veras ayudarlo? Quizá le sirva esa ayuda, si a usted no le produce repugnancia. De lo contrario... ¿Dónde ha estado usted todo este tiempo?
—En varios sitios —dice ella, tensa—. Littlam, París, Nueva Hol.
El hombre asiente.
—También puede visitar de nuevo esos lugares. ¿Qué prefiere?
Claire no se mueve. Detrás de los ojos se le mezclan ahora las dos imágenes: ve el rostro hinchado de Dio mirando desde la boca abierta de la rata.
El hombre asiente con un movimiento brusco. Mirándola fijamente, da un paso atrás. Hay un largo momento de suspenso; luego las puertas se cierran.

 

III

 

Los años se marchitan como las páginas de un viejo cuaderno. Claire está en Stambul, Winthur, Kumoto, BahiBlanc... tantos sitios que es imposible recordarlos. Están los juegos intercontinentales, realizados cada siglo en las barrocas instalaciones, con forma de rueda, de Campan: Claire es uno de los espectadores que flotan en las nubes, observando a sus favoritos. Hay un episodio de amor, breve pero intenso; dura cuatro o cinco años; el hombre se llama Nord, se ha ido ahora con otra mujer a Deya y durante casi un mes Claire ha estado inconsolable. Pero ahora viene la temporada de ópera en Milán, y luego, en Tusca, conoce a unas personas encantadoras que van a pasar un año en Papeete...
La vida es buena. Cada mañana se despierta renovada; se llena los pulmones de aire limpio; la sangre le hormiguea en las puntas de los dedos.
Una mañana de primavera toma sol en una burbuja de vidrio verde, casi totalmente sumergida en un océano verde esmeralda. El agua se mece y rompe, espumosa, alrededor del brillante disco de luz solar, allá arriba. Abajo, donde está ella, las frescas y verdes profundidades son como menta para la mordedura del fuego blanco del sol. Cardúmenes de peces pequeños, chatos y dorados, suben hasta la burbuja, giran lanzando un destello, como monedas manchadas, y se alejan. La unidad de memoria cerca del piso de la burbuja murmura una apagada tempestad de Wagner: prestando atención sólo a medias, Claire oye la música familiar, mezclada con un parloteo de sílabas extranjeras. El compañero de Claire, con su cabeza maciza y bronceada tocando casi los amplificadores, escucha atentamente. Claire se siente un poco molesta; lo aguijonea con un pie descalzo:
—Ross, apaga esa cosa horrible, por favor.
El hombre levanta la vista; parece un poco ofendido.
—Es El oro del Rhin.
—Sí, ya lo sé, pero no entiendo una palabra. Suena como si estuvieran carraspeando... Gracias.
El hombre ha hecho un ademán hacia los altavoces, y el coro gutural se apaga.
—Miles de millones de personas hablaron ese idioma en otra época —dice, portentosamente. Ross es artista, es decir, casi un jugador, pero tiene ese compulsivo hábito de los estudiantes de sacar pequeños retazos de información y dejárselos a uno en la falda.
—Y yo ni siquiera puedo soportar a cuatro —dice ella, perezosamente—. De todos modos sólo escucho ópera por la música; las historias son siempre tan tontas; ¿por qué será?
Claire casi ve cómo la respuesta erudita sube a los labios de Ross; pero el hombre la reprime cortésmente —sabe que ella, en realidad, no quiere una respuesta—, y se entretiene mirando el fondo del océano. Allá abajo hay un abismo verde que parpadea lentamente con las últimas y débiles ondas de luz solar.
—¿Vas a bajar? —pregunta Claire.
—Sí, quiero traer esos corales.
Ross es escultor, no muy bueno, afortunadamente, ni muy devoto; de lo contrario sería una compañía insoportable. Tiene un estudio en el fondo del Mediterráneo, a diez brazas, y dedica parte del tiempo a proyectar gigantescas y amenazadoras marañas de estilizadas criaturas marinas. Después de mirar un rato, toca los controles y la burbuja se desliza hacia abajo. Las aguas chocan allá arriba con un blanco chapoteo de espuma; luego el círculo de luz comienza a apagarse: amarillo, limón, verde obscuro.
Debajo de ellos está ahora el arrecife de coral: kilómetros y kilómetros de dedos esqueléticos y desnudos. Entre las ramas pálidas se mueven brillantemente unos pocos peces pequeños. Ross vuelve a tocar los controles; la burbuja se detiene. Mira un rato a través del vidrio, luego se levanta y. abre la compuerta interior. Respirando profundamente, con una expresión seria, se adelanta y cierra la puerta transparente a sus espaldas. Claire ve cómo el agua brota alrededor de los tobillos del hombre, el agua que entra rápidamente para llenar la compuerta; cuando le llega al pecho, Ross abre la puerta exterior y se lanza afuera, entre una nube de burbujas de aire.
Es una figura amarilla que patalea en el agua verde; luego de un instante unas nubes de sedimento lo obscurecen. Claire observa, un poco preocupada; los corales más grandes son como huesos blanqueados.
Toca con los dedos la unidad de memoria, buscando las Piezas Marinas de Peter Grimes, sin saber por qué; es música fría, nórdica, oceánica, muy poco apropiada. Los gritos helados y lejanos de las gaviotas le producen escalofríos de tristeza, pero sigue escuchando.
Ross está cada vez más borroso, más lejos, en el agua nebulosa. Finalmente es sólo un destello, un parpadeo en el verde valle crepuscular. Después de un largo rato lo ve regresar, con dos o tres corales rosados en la mano.
Distraída por la música, ha dejado que la burbuja se mueva a la deriva, y ahora está casi bloqueada por corales. Ross, con un esfuerzo, consigue pasar entre ellos, haciendo palanca contra una piedra alta, pero en seguida parece tener dificultades. Claire se vuelve hacia los controles y hace retroceder a la burbuja unos pocos metros. Ahora el camino está despejado, pero Ross no sigue avanzando.
A través del vidrio, Claire ve que se inclina y deja caer los especímenes. Ross afirma las dos manos y tira con fuerza; le sobresalen los músculos de la espalda, de los brazos y de las piernas. Luego de un momento vuelve a estirar el cuerpo, y sacude la cabeza. Claire se da cuenta de que está atrapado; tiene un pie apretado en una grieta. La mira con una sonrisa de dolor y se lleva una mano a la garganta. Hace mucho tiempo que está fuera de la burbuja.
Quizá pueda ayudarlo, en los pocos segundos que quedan. Se lanza hacia la salida, abre la puerta interior, la cierra, deja que la compuerta se inunde. Pero en el momento en que el agua le cubre la cabeza, ve que el cuerpo del hombre se pone rígido.
Ahora, con los ojos abiertos bajo el agua, en esa curiosa luz borrosa, ve que en la cara hinchada de Ross se forman unas arrugas de dolor. Instantáneamente, esa cara se transforma en otra —la de Dio—, una imagen vivida que asoma a través de otro fantasma: la mueca de una rata muerta.
Fuera de la burbuja, la mandíbula rígida de Ross se abre de pronto, y cuelga fláccidamente. Claire ve la gelatina pálida que le asoma lentamente en la boca; ahora el hombre flota fácilmente, los ojos vueltos hacia arriba, los brazos y las piernas flojos.
Agitada, Claire vacía otra vez la compuerta, regresa adentro y llama al Control de Antibes para que lo vengan a rescatar. Se sienta y espera, cuidando de no mirar el cuerpo inmóvil que hay afuera.
Está asombrada y aterrada de sus propias emociones. Sabe que no tienen nada que ver con Ross; él está bien. Al respirar agua, el cuerpo de Ross reaccionó automáticamente: los pulmones exudaron una gelatina protectora, entró en un estado de inconsciencia y el corazón dejó de latirle. El Control de Antibes estará aquí en veinte minutos o menos, pero Ross podría quedar así años, si fuese necesario. Cuando salga del agua, los pulmones comenzarán a reabsorber la gelatina; cuando estén limpios le latirá de nuevo el corazón, y volverá a respirar.
Es como si Ross estuviese sólo actuando, haciendo un papel; los movimientos son estilizados, y cada uno tiene un sentido. Mientras Ross sufría aquel momento de dolor, en la mente de Claire cayó una barrera, y ahora hay en ese sitio una puerta abierta. Hace un gesto de impaciencia; no está acostumbrada a este tipo de tiranía. Pero deja caer los brazos, derrotada; la perversa atracción de esa puerta es demasiado potente. Dio, grita su mente, en silencio. Dio.

 

 

 

El proyectista del Sector Veinte, durante el tiempo que ella ha estado ausente, ha cambiado el trazado de las calles, "para llevar abajo la superficie". El techo de cada nivel es una pantalla que reproduce fielmente la vista de la superficie, y con la luz y otros trucos ingeniosos el clima de arriba es parodiado en los niveles inferiores. Ahora mismo es un día frío y gris de noviembre, un día de lluvia gris y oblicua: si uno mira hacia arriba la ve caer, interminablemente, de un cielo plomizo: y allá abajo, aunque el aire es siempre agradablemente tibio, las inmensas fachadas de los edificios se han vuelto de un gris azulado, y caen unas gotas plateadas e insustanciales que se derriten y desaparecen antes de tocar el pavimento.
A Claire no le gusta; no parece obra de Dio. En la gente hay un aire de nerviosismo, de curiosidad, casi de protesta; miran hacia arriba y ríen, pero incómodamente, y los sitios de refresco están repletos de personas que se apiñan bajo brillantes luces amarillas. Claire se aprieta un poco más la capa metálica contra el cuello; piensa con melancolía en el fin del año, en la tierra que se enfría y se endurece como el hierro, los árboles que se vuelven quebradizos y negros contra el cielo hostil. Es esta una estación apropiada, en los niveles inferiores, para cielos azules, pieles rosadas y alegría espontánea, y no para esta imitación gris.
En sus habitaciones, al menos, hay una alegre tibieza. Está cansada y transpirando, a causa del viaje; todavía no quiere ver a nadie. Ha pedido algunos vestidos americanos; mientras los espera enciende el baño de fuego en la antesala del dormitorio. Las llamas amarillas y puntiagudas saltan de pronto, en una breve explosión, y luego se reducen a una susurrante cortina blanco-amarillenta. Claire envuelve la cabeza en una especie de bufanda y, sin tomarse la molestia de desvestirse, se mete en el fuego.
La llama florece envolviéndole el cuerpo, fría y acariciante; el frágil vestido se enciende y se consume en una suave nube de chispas. Claire se vuelve con los brazos tendidos hacia la llama. Depilada, refrescada, sale del baño. La llama le ha dado un nuevo vigor, y siente un hormigueo en el cuerpo. Delicadamente, se frota unos pocos trozos de piel quemada, todavía adheridos; la piel nueva es rosada y brillante, y palidece lentamente, hacia el color marfil.
En el espejo de la pared, sus ojos brillan; sus labios son rojos y húmedos, tan tiernos y tan obscuros como la cera roja que se derrama del borde de la vela.
Se siente sombríamente temeraria; se está dejando llevar por la corriente. Sensible a su estado de ánimo, el cielo raso plateado comienza a transformarse en veloces rayas color sangre, que giran y saltan, produciendo brillantes destellos en el friso de bronce y en las tallas de cristal sobre los muebles. Con una triunfante carcajada, Claire se deja caer en la enorme cama amarilla; se revuelca, casi asfixiada, y siente en la piel las lujosas fibras de seda, frías como una crema; entonces su estado de ánimo cambia, y el cielo raso se obscurece, se vuelve gris; Claire se incorpora, con un murmullo de impaciencia.
¿Qué será ese malestar? Un poco más serena, lamentando ya el calor veraniego del Mediterráneo, camina hasta la mesa donde está la tarjeta de Dio. Es la respuesta al mensaje formal que ella le envió mientras estaba en camino; dice simplemente:

 

 

 

EL PROYECTISTA DIO ESTARÁ EN SU CASA

 

 

 

Hay una campanada discreta en el conducto de entrada, y caen unas telas en oleadas de amarillo canario, carmesí, azul obscuro. Claire escoge el azul: ese día cualquier otro color estaría fuera de tono; es como una gasa, pero tiene mangas largas. Con él no se pone anillos ni collares, sólo una tiara de aguamarinas obscuras sujetas en el pelo.

 

 

 

Apenas nota la nueva fachada del edificio; el hueco de ascensión es ahora obscuro y acolchado, con una interminable cadena de asientos amortiguados que suben lentamente, ocupados o no, como escaleras dislocadas. Arriba aparece lentamente el vestíbulo, y Claire siente un curioso sobresalto al reconocerlo.
Es el mismo: el mismo mármol de vetas azules, el mismo móvil girando ociosamente, la misma puerta abovedada.
Claire vacila, alarmada y disgustada. Trata de creer que se equivoca: ningún diseño de decoración queda un año sin cambiar. Pero ahí está, intacto, como si el tiempo se hubiese detenido extrañamente en ese cuarto, en el momento en que ella lo dejó: como si hubiese vuelto no sólo al mismo sitio sino al mismo instante.
Se adelanta de mala gana. La pantalla obscura la mira como una trampa cebada.
Si no se hubiese ido, ¿qué habría pasado? El secreto de Dio, sea lo que sea, ha tenido diez años para desarrollarse, detrás de esa puerta inalterada. Ahí está, una sombra, esperándola.
Con un estremecimiento casi de repulsión física, pisa la placa anunciadora.
La pantalla se ilumina. Luego de un momento aparece una cara. Ve sin sorpresa que es el hombre flaco que le mostró la rata...
El hombre la mira atentamente. Claire no puede librarse de la visión de la rata, y de la figura obscura que forcejeaba en la puerta.
—¿Dio está...? —dice, y se interrumpe; no sabe cómo seguir.
—¿En casa? —interviene el hombre, completando la frase—. Sí, naturalmente. Pase.
Las puertas se abren. Claire, antes de dar un paso, vuelve a vacilar, sobresaltada otra vez al darse cuenta de que en la primera habitación tampoco hay cambios. El friso de pantallas muestra ahora una hilera de calles iluminadas por una luz gris; esa es la única diferencia; la única diferencia; es como si estuviese mirando algún distante futuro donde el tiempo tiene todavía significado, desde este sitio secreto y silencioso que no lo tiene.
El hombre flaco aparece en el umbral vestido con una túnica negra.
—Me llamo Benarra —dice, sonriendo—. Entre, por favor; no se fije en todo esto, ya se acostumbrará.
—¿Dónde está Dio?
—No lejos de aquí... Pero tenemos una regla —dice el hombre flaco—: para ver a Dio hay que ser estudiante. ¿Usted tiene algún inconveniente?
Claire lo mira con indignación.
—¿Es una broma? Dio me envió una nota...
Vacila; en la nota no había ninguna promesa.
—Puede convertirse en estudiante con bastante facilidad —dice Benarra—. Al menos puede empezar, y eso será suficiente por hoy.
El hombre flaco la mira con una expresión agradable, esperando; parece hablar en serio.
Claire vacila entre la perplejidad y la rendición.
—No sé... ¿qué quiere que haga?
—Venga a ver.
Benarra atraviesa la habitación, abre una puerta estrecha. Luego de un momento Claire lo sigue.
—Ahora vivo en el piso de abajo —dice, por encima del hombro—, así no estorbo a Dio.
El pasillo concluye en una brillante sala central; allí entran por una puerta a la obscuridad.
—En este sitio comienza su educación —dice Benarra.
A ambos lados se encienden lentamente unas islas de luz: en la más cercana y brillante hay un curioso grupo de seres que no son monos ni hombres: pieles negras con un viso azulado, ojos diminutos que miran hacia arriba, protegidos por unas cejas inclinadas, vello negro polvoriento. Los miembros tienen articulaciones abultadas, parecidas a los nudos de una rama; se les ven las costillas; tienen vientres blandos y grandes. La cabeza del más alto llega a la cintura de Claire. Detrás de ellos se vislumbra un brillante sol tropical, una masa cónica de algo que parece materia vegetal seca, y más lejos hay árboles y animales con cuernos.
—Seres humanos —dice Benarra.
Claire lo mira con una expresión de incredulidad, casi de ofensa.
—¡Oh, no!
—Sí, de veras. Extinguidos hace varios miles de años. Aquí hay otra raza.
En la isla siguiente las figuras también tienen piel negra, pero son más altas: les llegan al hombro. Los pechos de la mujer son bolsas fláccidas y correosas que le cuelgan hasta la cintura. Claire hace una mueca.
—¿Le ocurre algo malo a esta mujer?
—Es otro tipo de belleza. Ellas mismas se hacían eso, deliberadamente. La mujer creándose a sí misma. A ver qué piensa de la siguiente.
Claire pierde la cuenta. Los hay de piel cobriza, blanca, amarilla; algunos están semidesnudos, otros llevan complicadas prendas de tela y metal. Caminando entre ellos, Claire se nota gigante, una madre animal rodeada por su cría: siente un destello de absurda y degradante ternura. Sin embargo, mientras observa esas arrugadas caras de gnomo, cree descubrir en ellas una terca y antigua sabiduría, una sabiduría que le clava la mirada y le dice silenciosamente: ¡Presuntuosa!
—¿Qué les sucedió a todos estos?
—Murieron —dice Benarra—. Todos.
Benarra no hace caso de la inquieta mirada de Claire, y la conduce fuera de ese sitio. Detrás de ellos las luces se obscurecen.
La habitación siguiente es pequeña y fría, discretamente iluminada, sin otros muebles que un pupitre y una silla, y otra silla para visitas, que Benarra le ofrece. El techo abovedado está perforado sobre sus cabezas por unas transparencias circulares de diferentes figuras, azules, rojas, contra un fondo incoloro.
—Ya sé que es difícil creer que hayan existido esos seres —dice Benarra—. Usted quizá piense que son falsos.
—No.
Nadie podría haber imaginado esos rostros marchitos y feroces; en algún sitio, en alguna época, deben haber existido.
A Claire se le ocurre una idea nueva.
—¿Y nuestros antepasados? ¿Cómo eran?
La mirada de Benarra es fría y pensativa.
—Claire, le costará creerlo. Esos eran nuestros ante, pasados.
—¿Esos seres absurdos? —dice, incrédula.
—Sí, todos esos.
Claire se refugia un momento en un obstinado silencio.
—Pero usted dijo que murieron.
—Es cierto; murieron. Claire, ¿usted piensa que nuestra raza fue siempre inmortal?
—¡Cómo...!
Claire se interrumpe, enojada y confusa.
—No, imposible. Si hubiera sido siempre inmortal, ¿dónde están los viejos? Nadie en el mundo tiene, tal vez, más de dos mil años. Eso no es mucho tiempo... ¿En qué está pensando?
Claire alza la mirada, arrugando el ceño.
—Usted dice entonces que lo de la inmortalidad es algo que ocurrió. Pero ¿cómo?
—No ocurrió. Es obra nuestra. Somos nuestros propios creadores. —Benarra se reclina en su asiento y señala las brillantes transparencias, allá arriba—. ¿Sabe qué son esas cosas?
—No. Nunca vi diseños como esos. En telas quedarían hermosos.
Benarra sonríe.
—Sí, supongo que son hermosos, pero no son para telas. Son fotografías ampliadas de formas de vida muy pequeñas, tan pequeñas que no las podemos ver. Antes entraban en la corriente sanguínea de las personas y les provocaban la muerte. Esa es la peste bubónica —puntos azules y púrpura alternados con discos rosados más grandes—, ese es el tétanos —varillas azules y puntos rojos—, esa es la lepra —rombos azules moteados de negro con un sombreado de rojo detrás—. Esa cosa un poco parecida a la cola de un pavo real es un hongo parásito llamado streptothrix actinomyces. Ese —un diseño particularmente delicado, de color azul pálido con tonos más obscuros— pertenece a un edema maligno con gangrena.
Las palabras carecen de significado para Claire, pero evocan imágenes horribles precisamente porque no tienen contornos definidos. Piensa otra vez en la rata, y en un rostro humano que adquiere de algún modo esa inmovilidad, esa rigidez... una figura brillante, como los puntos de color en la pared...
Claire está decidida a mostrar su repugnancia, su asco.
—¿Qué les ocurrió a esas cosas? —pregunta con voz firme.
—Nada. Los proyectistas no se metieron con ellas, pero nos cambiaron a nosotros. En dos mil años se perdieron la mayoría de los archivos y, por supuesto, nosotros no tenemos una verdadera ciencia de la biología como ellos la conocían. Yo no soy biólogo sino historiador y coleccionista. —Benarra se levanta—. Pero de lo que estamos seguros es de que lograron en nuestros cuerpos una inmunidad química contra las infecciones. Esas cosas —señala con la cabeza las transparencias— ahora no tienen ninguna importancia, no pueden hacernos ningún daño. Aún existen, yo he visto cultivos, sacados de animales vivos. Pero son sólo una curiosidad. Se hicieron otros experimentos para lograr que la química orgánica fuese más estable. Cosas que habrían matado a nuestros antepasados mediante reacciones tóxicas, es decir, envenenamiento, a nosotros no nos hacen daño. Luego están los mecanismos protectores y los poderes parafísicos que el homo sapiens sólo tenía en potencia. Levitación, regeneración de órganos perdidos. Finalmente podemos decir, en general, que el cuerpo se adapta mejor ahora a los cambios externos. Los procesos acumulativos que solían deteriorar su funcionamiento ya no ocurren: la substancia intercelular no se endurece, la deshidratación progresiva no comienza nunca, etcétera. Pero como usted ve, todas esas son simplemente acciones dilatadoras, cosas que impiden una muerte prematura. Lo más importante —Benarra toca con el dedo una cinta índice, y en la pared brota un diseño lineal— fue esto. Claire, ¿usted ha leído alguna vez un gráfico?
Claire sacude la cabeza. El gráfico no es más que una curva antiestética dibujada sobre un fondo reticulado; ella no le encuentra ningún significado.
—Esta es una forma esquemática de representar el crecimiento de un organismo —dice Benarra—. Como puede usted ver, esta escala vertical está numerada en centésimos, desde el cero aquí en el fondo hasta el cien arriba. ¿Entiende?
—Sí —dice Claire, en tono de duda—. Pero ¿para qué sirve todo eso?
—Ya verá. Ahora esta otra escala horizontal, en la parte inferior, está numerada de acuerdo con la edad del organismo. Y esta curva que asciende bruscamente representa a todas las especies altamente desarrolladas menos el hombre. Como puede usted notar el organismo nace, crece rápidamente casi hasta alcanzar su tamaño adulto, y luego la curva se tuerce y se vuelve casi horizontal. Aquí empieza a bajar. Y aquí se detiene: el animal muere.
Benarra hace una pausa para mirar a Claire. La palabra flota en el aire; ella no dice nada, pero encuentra esa mirada.
—Esta curva larga y suave —dice Benarra, volviendo al gráfico— representa al hombre antes de ser inmortal. Como usted ve, comienza muy a la izquierda de la curva animal. Los proyectistas tuvieron que trabajar con eso: el hombre ya era único en el sentido de que tenía ese largo período juvenil antes de llegar a la madurez sexual. Y los proyectistas hicieron esto. Benarra superpone otro gráfico sobre el primero.
—Parecen casi iguales —dice Claire.
—Sí. Casi. Lo que hicieron fue bastante simple, en principio. Alargaron más aún ese período juvenil, hicieron que la curva subiese aun más lentamente... y no llegase a la parte superior. Ahora la curva se vuelve asintótica, es decir, se acerca a la madurez sexual con progresiva lentitud, y nunca llega a ella, por mucho que se prolongue.
Benarra, muy serio, le devuelve la mirada.
—¿Dice usted —pregunta Claire— que no somos sexualmente maduros? ¿Nadie?
—Eso es —responde él—. La madurez, en cualquier organismo complejo, es la primera etapa de la muerte. Nosotros no maduramos nunca, Claire, y por eso no morimos. Somos los eternos adolescentes del universo. Ese es el precio que pagamos.
—El precio... —repite ella—. No entiendo todavía.
Claire lanza una carcajada.
—No somos maduros...
Inconscientemente se pone más derecha, los hombros hacia atrás, la barbilla más alta.
Benarra se apoya casualmente contra el pupitre, y la mira.
—¿Alguna vez se le ocurrió preguntarse por qué hay tan pocos niños? En la antigüedad, si una mujer adulta amaba sin tomar ninguna precaución, podía tener un hijo por año. Ahora ocurre quizá una vez de cada cien mil millones de encuentros. Es una anomalía, un capricho de la naturaleza, y aun entonces la mujer no puede llevar el niño en el cuerpo hasta el final del embarazo. Ah, claro que parecemos maduros; ahí está la broma: nos dieron la forma de sus propios sueños de poder adulto. —Se acaricia la barba lustrosa, se toca el pecho con la mano—. No es real. Jugamos a ser adultos, pero nadie sabe verdaderamente qué es ser adulto. Cae un silencio.
—¿Menos Dio? —dice Claire, mirándose las manos.
—Está en camino de saberlo. Sí.
—Y no pueden detenerlo... no saben qué tiene. Benarra se encoge de hombros.
—Estuvo sufriendo tensiones físicas y mentales. Se le rompió un eslabón de la cadena; quizá nunca sepamos cuál. Ya ha subido un buen trecho de esa cuesta... creo que ahora está llegando a la cima. Hemos perdido todas las esperanzas de poder tirar de él hacia abajo.
Los puños de Claire se cierran, impotentes.
—¿Entonces para qué sirve todo esto? Benarra arruga el entrecejo; juega con un memo-cubo en la mesa.
—Aprendemos —dice—. De vez en cuando podemos hacer algo, aliviar, lograr que las circunstancias sean más fáciles. No nos damos por vencidos. Claire vacila.
—¿Cuánto tiempo?
—En realidad no lo sabemos. Podemos suponer cuál será el máximo; eso lo sabemos por semejanza con otros mamíferos. Pero en el caso de Dio pueden ocurrir muchas otras cosas.
Benarra mira las transparencias.
—Usted, seguramente no quiere decir... Las feas y brillantes figuras resplandecen allá arriba, inmóviles, inescrutables.
—Sí. Sí. Ya tuvo una de esas... una infección virósica. La pudimos controlar; fue lo que nuestros antepasados llamaban "el resfrío común"; lo consideraban una enfermedad leve. Pero casi destruyó a Dio... no la enfermedad en sí sino el efecto moral. Los síntomas fueron desagradables. No estaba preparado para eso.
Claire tiembla.
—Por favor.
—Debe saber estas cosas —dice Benarra, sin compasión—; de lo contrario no tendrá ningún sentido que vea a Dio. Si va a horrorizarse, es mejor que le suceda ahora. Si no puede soportarlo, mejor vayase ahora, no más tarde. —Hace una pausa y luego habla con más suavidad—. Puede verlo hoy, por supuesto; se lo prometí. No trate de tomar hoy una decisión, si eso le resulta difícil. Hable con él, esté con él esta tarde; vea qué le parece.
Claire no entiende sus propias reacciones. Nunca ha sido tan tonta con un hombre: el amor está bien; el amor nunca dura mucho tiempo, y nadie espera otra cosa, pero mientras dura es agradable. El amor es alegría, no este dolor insoportable.
El tiempo corre como un río caudaloso y transparente, si uno se deja llevar. Podría renunciar ahora a Dio y ser desdichada quizá durante un año, o cinco años, o cincuenta, pero luego todo eso pasaría, y la vida volvería a ser la de siempre.
Ve claramente el rostro de Dio en el recuerdo: no el extraño que grita y forcejea sino el verdadero Dio, recortado contra el cielo plateado: la luz del sol se le curva en la frente vigorosa, los ojos le brillan en la sombra.
—Le hemos llenado el cuerpo de antibióticos —dice Benarra, en tono de compasión—. No creemos que llegue a contraer alguna de esas enfermedades malas... Pero la edad es la peor de todas... ¿Qué piensa usted?

 

IV

 

Dio está sentado en su banco de taller bajo la cascada de piedra. El cuarto es el mismo de antes; el único cambio visible es la estatua alta del rincón, que asoma sobre la cortina de piedra: es la figura de un hombre reclinado, apoyado en un codo, con una pantorrilla cruzada sobre un muslo, la cabeza vuelta pensativamente hacia un hombro. Es una figura potente, pero la rodea un aura de decadencia: los abultados músculos parecen a punto de aflojarse; el rostro, aun en las sombras, parece un poco deformado, deteriorado. De quince metros de largo, ocupando una inmensa extensión en el rincón del cuarto, la estatua tiene una fuerza compulsiva, brutal; es sumamente fea, pero le resulta difícil dejar de mirarla.
Un movimiento atrae la atención de Claire. Dio, de pie junto al banco, la espera. Ella se adelanta, titubeando; la cara de la estatua está envuelta en sombras, pero no la de Dio, y Claire ya teme lo que podrá ver allí.
Dio le toma una mano entre las dos palmas; las manos de Dio son secas y cálidas, pero por ellas pasa algo parecido a una corriente eléctrica, y Claire se sobresalta.
—Claire... me alegro tanto de verte. Siéntate, deja que te mire.
La voz de Dio es sonora, segura, incluso un poco aseverativa; sus ojos son muy vivos y brillantes. Habla y se mueve con un aire de contenida excitación.
Claire se siente aliviada, y al mismo tiempo, paradójicamente, asustada: no le encuentra ningún cambio en la cara; la piel es rosada y sana, los labios firmes. Sin embargo, en cada arruga, en cada rasgo, parece ocultarse una sorpresa desagradable; es como mirar una máscara que alguien, repentinamente, puede arrancar.
Excitada, Claire ríe, y murmura unas pocas palabras sin tener la menor idea de lo que está diciendo. Dio se sienta frente a ella, en una esquina del banco, imperativamente atento; sus ojos son hipnóticos.
—He estado esbozando algunos planes para el año próximo. Tengo algunas ideas... cosas muy distintas de lo que la gente espera. —Dio ríe, y baja la mirada; el banco está cubierto de pequeñas cajas de algún material casi transparente, todo sombras y colores esfumados. Hay un desorden de herramientas: abresólidos, jeringas, calibradores—. A propósito, ¿qué te parece eso?
Dio señala hacia atrás, por encima del hombro, la estatua heroica.
—Es muy extraña... ¿la hiciste tú?
—No, es una copia, sacada de imágenes estereográficas... el original es de Miguel Ángel. Pero la copia la hice yo mismo.
Claire alza las cejas, sin entender.
—Quiero decir que no lo hice con una máquina. Tallé la piedra con mis propias manos, usando un martillo y un cincel.
Dio muestra las manos, fuertes, callosas. Eran esas almohadillas chatas de piel endurecida —Claire se da cuenta ahora— las que le habían producido aquella sensación tan cálida y extraña en la mano.
Dio ríe otra vez.
—Fue una experiencia. Entre otras cosas descubrí la textura. Cuando una máquina funde o moldea una estatua, la textura no existe, porque para una máquina el granito es como el queso. Pero cuando uno talla, la piedra se defiende. La piedra tiene personalidad, Claire. Puede ser terca o evasiva: puede arrojarte pedacitos a la cara o hacerte resbalar el cincel. La piedra lucha, se defiende.
Dio cierra el puño y vuelve a reír; la misma risa potente, triunfante.

 

 

 

Más tarde, esa noche, en su departamento, Claire se siente confusa y abrumada por emociones contradictorias. El día que pasó con Dio no se ha parecido a nada de lo que ella esperaba. En ningún momento le despertó compasión: es un hombre en el que parece que arde una llama. Mientras caminaban por las calles le ha hecho ver el Sector cómo él lo imagina: una arcaica visión de edificios construidos más por la obra en sí que por el cambio; de manipostería puesta a mano, madera tallada y pulida a mano. Es una visión aterradora, aunque no sabe por qué. La gente queda, las cosas deberían desaparecer...
En las amplias y frescas habitaciones el aire susurra suavemente. Las luces son tenues alrededor de la cama, invitando al sueño. Claire camina sin rumbo por los cuartos exteriores, dejando caer la túnica, pensando en la lánguida rigidez que siente en los miembros. Tiene la boca magullada por los besos. Su carne recuerda las caricias de aquellas manos extrañas. La colma un delicioso cansancio; está en el flotante e incorpóreo cénit del amor, sin exigencias y sin remordimientos.
Sin embargo camina impaciente por las habitaciones; una vez evoca una ráfaga de color y de música en una de las paredes: todo eso desaparece en seguida en un reverberante silencio. Se detiene en la puerta del cuarto de juegos y mira la profunda obscuridad del pozo de buceo. Zambullirse en ese pozo es tan delicioso como bañarse con agua de fuego. Implica una dulce dosis de peligro que, sin embargo, es irreal. Claire respira profundamente, sonríe, al borde del pozo, y salta al vacío. Las paredes grises se lanzan hacia arriba a su alrededor: con un esfuerzo de voluntad reprime el latido de fuerza que la sostendría en el aire. El suelo se acerca rápidamente, y el esfuerzo se vuelve intolerable. En el último instante se afloja, y la oleada la hace flotar hacia arriba en una breve alegría paroxística. Se detiene a centímetros de la piedra dura. Con los ojos ensoñadoramente cerrados, sube despacio hasta el borde del pozo. Se despereza: ahora podrá dormir.

 

V

 

Primero llegan los buenos tiempos. Dio es un hombre transformado, un demonio de energía. Rebosa de ideas y proyectos; trabaja sin descanso, realiza prodigios. El Sector Veinte es el tema de conversación del continente, del mundo. Dio construye por la obra en sí, pero, insatisfecho, decide demoler lo construido y comenzar de nuevo. Durante una temporada todas sus calles son encajes de piedra increíblemente hermosos; luego desaparece todo el ornamento y los edificios brillan con una pureza clásica: las calles están colmadas de luz blanca, reflejada por la piedra. Claire espera que se repita el ciclo, pero la obra de Dio se vuelve aun más pesada y tosca; la piedra se obscurece. Ahora las calles son estrechas y están repletas de sombras; las paredes miran ceñudamente desde lo alto, con pesada magnificencia. No construye más huecos de ascensión; para subir a los edificios de Dio uno tiene que usar rampas o incluso escaleras, o viajar en cerrados ascensores. La gente murmura, pero Dio sigue siendo una novedad; de todo el planeta llega gente para protestar, para maravillarse, para quejarse.
La figura de Dio se vuelve más pesada, más dominante. Se le engrosan las mejillas, el mentón, todos los rasgos; su voz es ahora vigorosa y sonora. Cuando entra en alguna sala pública todas las cabezas giran: domina a cualquier compañía; cuando retumba su risa, la mesa es un unánime rugido.
Las mujeres lo persiguen en manadas; a veces, borracho y triunfante, se marcha tambaleándose con una, delante de los ojos de Claire. Pero sólo ella conoce la derrota, las palabras angustiadas, las lágrimas, durante los largos insomnios nocturnos.
Hay un intervalo intemporal en el que los dos parecen flotar a la deriva, sin angustias y sin propósitos, como si hubiesen llegado a la cresta de la ola. Luego Dio comienza de nuevo a cambiar, cada vez más rápido. Son como pasajeros sobre dos vías móviles, que han viajado juntos y paralelos una corta distancia y que ahora comienzan a separarse.
Claire se aferra a él con desesperación, con una sensación de vértigo. Está aterrorizada por el movimiento inexorable que la aparta de Dio: como él se siente arrastrada hacia un destino desconocido.
De pronto llegan los malos tiempos. Dio cambia ante los ojos de Claire. La piel se le vuelve fláccida, la nariz se le arquea más. Hace vigorosos ejercicios, bajo la dirección de Benarra; cuando le aparecen canas en el pelo las oculta con pigmentos. Pero las arrugas alrededor de la boca y junto a los ojos son cada vez más profundas. Todos los huesos se le vuelven nudosos y anchos. Claire no soporta mirarle las manos: son torpes, de dedos gruesos; sostienen lo que agarran, pero no obstante parecen inhábiles.
Claire se sorprende a veces al sufrir ataques de apasionado llanto. Está delgada; duerme mal y tiene poco apetito. Pasa la mayor parte del tiempo en la biblioteca, persiguiendo los extraños pensamientos que le permiten mantenerse en contacto con Dio. Un día, mientras pasea por la calle, se cruza con Katha, y Katha no la reconoce.
Se detiene como si hubiera chocado contra algo, y se queda junto a la barandilla del pequeño puente de piedra. Las fachadas de los edificios son rostros cerrados que lloran con la luz plomiza que cae del cielo raso. Allá abajo, en la larga perspectiva de la escalera, la pequeña cabeza de Katha, de pelo negro, sube y baja entre la gente y desaparece.
Cada vez hay menos gente; esta temporada no hay ni la mitad de la que se veía antes. Los que vienen no son felices, y caminan en silencio; no se quedan mucho tiempo. A sólo unos pocos kilómetros de distancia, en el Sector Diecinueve, el aire está colmado de gallardetes y música: la luz resplandece, la gente ríe y se mueve con entusiasmo. Aquí todos los colores son grises. Aquí todas las superficies tienen redondeces amorfas, como si hubiesen sido desgastadas por el mar; acá falta una barandilla, allá ha caído un ladrillo; desde una habitación perforada, en una pared, una estatua deforme asoma la cabeza y la mira con su cara malévola. Claire se estremece, y aparta la vista, sin detenerse.
Un sonido melancólico reverbera en la calle, colmándola. Hay un latido de silencio; luego vuelve el sonido. Es la campana, en la última locura de Dio, el edificio que él llama "catedral". Ese edificio es un inmenso recinto sin belleza y sin función. Nadie lo usa, ni siquiera el propio Dio. Es un vacío, esperando allí a que alguien lo destruya. En un extremo, sobre una plataforma, arden unas pocas velas. El suelo embaldosado brilla siempre, como si acabasen de humedecerlo; las sombras se apilan en las paredes. Las visitas oyen los ecos de sus propias pisadas en cuanto entran; incómodos, dan media vuelta y salen en seguida. A ratos, sin ningún motivo, se oye la enorme campana.
De pronto Claire piensa en la Bahía de Napol, y en las gaviotas blancas que giran en el cielo; la frescura, el olor del ozono, y la luz clara.
Mientras se aleja ve en el descanso, allá abajo, a dos figuras delgadas, tomadas de la mano: un muchacho y una muchacha, ambos de pelo rubio. Se destacan entre la gente; la marea los envuelve en un cambiante anillo de rostros. Algo se agita en la memoria de Claire: recuerda la otra tarde, la calle, tan diferente entonces, y los dos niños pequeños, de pelo rubio. Ahora son casi adultos; en unos pocos años más serán iguales a todos.
Claire siente una punzada de dolor en el corazón. Si pudiésemos tener un hijo...
Alza la mirada, incrédula: es asombroso que exista tanta pena en el mundo. ¿De dónde ha venido esa pena? ¿Cómo pudo vivir tantas décadas sin saber que existía?
La luz plomiza parpadea lenta e incesantemente en el liso cielo raso de piedra, allá arriba.

 

 

 

Dio está en su estudio; diminuto como una hormiga desde la distancia, se mece junto al hombro de la figura gigantesca, a medio tallar. El eco de su martillo les llega a Claire y a Benarra, en el umbral.
La figura es una mujer, sentada; hasta ahora es todo lo que pueden distinguir. La cabeza ciega está pensativa, mirando hacia abajo; hay un aire de malignidad en la informe joroba de la espalda y en los brazos gruesos, poco definidos. Alrededor de la diminuta figura de Dio flota una nube de polvo de piedra; el olor amargo está en el aire; el polvo blanco cubre todas las cosas.
—Dio —dice Claire en el anunciador. Allá lejos continúan los martillazos—. Dio.
Después de un instante el martillo deja de golpear. La pantalla se ilumina, y aparece la cara de Dio con su máscara blanca. Sólo tiene vida en los ojos obscuros, que están encendidos e impacientes. El pelo, las cejas y la barba son ahora blancos; hasta la piel tiene un resplandor blanco, como si el escultor se hubiese convertido en piedra.
—Sí, ¿qué sucede?
—Dio... salgamos unas pocas semanas. Tengo tantos deseos de ver otra vez Napol. Han pasado años.
—Vayan —dice aquel rostro. Ven la pequeña figura obscura, allá lejos, suspendida de espaldas hacia ellos, inmóvil junto al hombro gigantesco—. Tengo demasiado trabajo.
—Te haría bien un descanso —interviene Benarra—. Te lo aconsejo, Dio.
—Tengo demasiado trabajo —repite el rostro, secamente. La imagen se apaga; los martillazos distantes vuelven a sonar. La figura desaparece en otra nube de polvo.
Benarra sacude la cabeza.
—Es inútil. —Dan media vuelta y salen por la galería que mira hacia la obscura sala de recepción. Benarra dice—: Aún no quería darte esta noticia. Los Proyectistas van a pedirle a Dio que renuncie a su cargo este año.
—Me lo temía —dice Claire, después de un instante—. ¿Les has dicho lo que eso significará para él?
—Dicen que el Sector se transformará en un Sitio Evitado. Tienen razón; la gente ya empieza a notar algo raro. En unas pocas temporadas dejará de venir.
Las manos de Claire se aferran una a la otra, nerviosamente.
—¿No se lo podrían dar a él, para un Proyecto, o un museo...?
Claire se interrumpe; Benarra menea la cabeza.
—Tiene que pasar por todo esto —dice Benerra—. Es inevitable.
—Ya lo sé. —La voz de Claire es la voz de una persona vencida—. Lo ayudaré... todo lo que pueda.
—Es eso, precisamente, lo que no quiero que hagas —dice Benarra.
Claire se vuelve, sobresaltada; Benarra es una figura erguida y sombría contra la barandilla de la galería.
—Claire —dice—, le estás poniendo obstáculos. Se tiñe el pelo por ti, pero sólo tiene que mirarse en un espejo después de trabajar en el estudio para darse cuenta de su nuevo aspecto. Se desprecia... terminará odiándote. Debes irte, y dejar que él haga lo que tenga que hacer.
Por un momento Claire no puede hablar; le duele la garganta.
—¿Qué tiene que hacer? —susurra.
—Tiene que envejecer, muy rápido. —Benarra se vuelve, y mira hacia la sala vacía. En un rincón, las viejas cortinas tocan el piso—. Vete a Napol, o a Timbuk. No lo llames, no le escribas. Ahora no puedes ayudarlo. Tiene que hacer esto solo.

 

 

 

En Djuba compra un pequeño anillo de hierro, muy viejo, en forma de serpiente que se muerde su propia cola. Es una curiosidad, cosa de estudiantes; nadie se lo pondría, y además es demasiado pequeño. Pero la fría sensación de esa cosa pequeña en la palma de la mano la hace estremecerse: quién sabe cuántos años tiene. Nunca ha sido tan consciente del embudo del pasado. El hecho de estar pisando esos abismos de tiempo produce inseguridad.
En Winthur hace nuevos amigos. En la cima del Mont Blanc hay un albergue, construido desde la última vez que ella estuvo allí, y desde el cual se ve el valle del Doire. En el claro cielo alpino los picos de las montañas son como barcos flotando en un océano de nubes. El sol es puro y débil, de una dolorosa dulzura; a lo lejos se oyen los gritos de los esquiadores.
En El Cair conoce a un coleccionista que tiene una curiosa biblioteca repleta de fragmentos y rarezas imposibles de encontrar en el mercado. Ese coleccionista siente una barroca afición por las antigüedades; algunos de sus libros están realmente hechos con papel y encuadernados en cuero sintético, copias exactas de los originales.
—"Los alfuros de Poso, en la isla de Célebes", lee Claire, en voz alta, "cuentan cómo el cielo atendió directamente las demandas de los primeros hombres. El Creador les hizo llegar sus dones mediante una cuerda. Primero ató una piedra a la cuerda y la dejó caer desde el cielo. Pero los hombres no la aceptaron, y preguntaron un poco malhumorados para qué podía servirles una piedra. El Buen Dios dejó caer entonces una banana y, por supuesto, la aceptaron contentos y la comieron con gusto. Eso fue su ruina. "Como habéis escogido la banana —dijo la deidad—, es propagaréis y pereceréis como la banana, y vuestros descendientes ocuparán vuestro lugar..." —Claire cierra lentamente el libro—. ¿Qué era una banana, Alf?
—Un símbolo fálico, querida —dice Alf, acariciándose la barba, con una sonrisa agradable.
En Prag se ve envuelta brevemente por una alegre horda de atletas que han planeado desde Omsk hasta el Báltico, que se han deslizado por el tubo del Club de la Rosa desde Danz a Vars, que han cruzado desde allí hasta Bucar en bicicleta, que han andado en globo, bicicleta, saltando desde precipicios, corriendo a píe toda la noche. Claire los acompaña hasta las montañas; se alojan en una hostería, y cantan hasta la mañana; entonces salen otra vez, como una bandada de golondrinas. Claire está callada y seria; la horda pasa a su lado corriendo, rostros encendidos, flechas de color, risas, gritos.
—¿No vienes, Claire?... Claire, ¿qué te pasa?... Claire, acompáñanos, ¡vamos a nadar hasta Linz!
Pero Claire no les responde; el brillante tropel se pierde en el silencio.
Sobre el techo del mundo los largos rebaños de nubes se mueven velozmente, blancos contra el azul profundo. Vienen del norte; el viento cortante, bocanadas de fiordos helados, sopla entre los pinos.
Claire vuelve a entrar en la hostería. Sus movimientos son lentos; está cansada de huir. Durante media década no ha estado en el mismo sitio más que unas pocas semanas. No ha mirado una sola vez las noticias, ni ha tratado de llamar a alguien que conozca en el Sector Veinte. Incluso ha omitido, deliberadamente, registrar su paradero: eso equivaldría a esperar una llamada, y esperar una llamada es casi lo mismo que hacerla.
El índice telefónico se ilumina bajo la presión de su dedo. Lentamente, con dedos desacostumbrados, escoge el sector, el grupo, y el nombre: Dio.
La pantalla parpadea; hay una larga espera. Entonces la cara gris de un selector automático dice amablemente:
—El abonado se ha borrado de nuestras listas, y no ha dejado nuevas señas.
La garganta de Claire está seca.
—¿Cuándo cesó esa inscripción?
—Un momento, por favor. —El rostro inexpresivo calla un instante—. Estuvo registrado aquí por última vez hace tres años, en el índice del treinta de noviembre.
—Pruebe en el registro central —dice Claire.
—No ha dejado nuevas señas.
—Ya lo sé. Pruebe en el central de todos modos. Pruebe donde sea.
—Habrá entonces una demora. —Un largo silencio. Claire vuelve la cabeza y mira sin interés el viviente friso de color que corre por los bordes de la habitación—. Atención, por favor.
Claire se vuelve hacia la pantalla.
—¿Sí?
—El abonado no aparece en ningún registro.
Durante un momento Claire queda aturdida y muda. Luego, con un ademán, despide al selector automático, y toca otra vez el índice: el mismo sector, el mismo grupo: Benarra.
La pantalla se enciende: el rostro recordado mira a Claire.
—¡Claire! ¿Dónde estás?
—En Cheky. Ben, intenté llamar a Dio, y se me informó que no está registrado en ninguna parte. ¿Está...?
—No. Todavía vive, Claire; se ha retirado. Quiero que vengas lo antes posible. Toma un especial; mi club se hará cargo de la diferencia, si te has quedado corta.
—No, tengo un sobrante. Está bien, ya salgo.

 

 

 

—Esto se hizo la temporada después que te fuiste —dice Benarra.
La pantalla de la pared cobra vida: es una imagen de la plaza principal del Nivel Tres, sección Central: edificios obscuros, sin adornos, como rocas. Las calles están vacías; en las ventanas no se ve ninguna cara.
—El Día del Cambio —dice Benarra—. Dio había renunciado formalmente, pero le quedaba un día en el puesto. Mira.
En la pantalla, el frente de uno de los altos edificios se hincha y se desmorona de pronto, empezando por la parte superior. Brota un humo obscuro. Como una hilera de fichas, el edificio se inclina hacia la calle, separándose mientras cae en ladrillos y piedras individuales. Les llega un confuso rugido, y entonces hace erupción el edificio siguiente, y el otro.
—Lo hizo él mismo —dice Benarra—. El mismo puso todas las cargas explosivas, sin decírselo a nadie. El concejo estaba horrorizado. Los integradores no estaban diseñados para encargarse de todos esos escombros; fue necesario demoler todo y sacarlo de ahí. Le suplicaron a Dio que no continuase, y él finalmente aceptó. Pero hizo un pacto, por el Nivel Uno.
—¿Todo el nivel?
—Sí. Se lo dieron; Dio señaló que no sería por mucho tiempo. De todos modos las áreas de juegos iban a ser cambiadas; el sucesor de Dio no hizo más que borrarlas del integrador. Claire sigue sin entender.
—¿Entonces no quedó nada más que la tierra desnuda?
—Eso era lo que quería Dio. Consiguió algunas semillas a través de coleccionistas, y las plantó. He estado arriba muchas veces. Cultiva cereales, y muele los granos para hacer pan.
En la pantalla, la calle se ha transformado en un lago de polvo. Benarra toca los controles, y en la pantalla aparece otra escena.
El cielo es de un azul profundo y luminoso; la superficie de la tierra está vacía. Se ve un solo edificio, pequeño y macizo; detrás de esa construcción hay unos pocos árboles, y la luz del atardecer resplandece en campos rayados por hileras paralelas. Junto a la casa hay una figura inmóvil, obscura; al principio Claire no la reconoce como humana. Entonces esa figura se mueve, vuelve la cabeza.
—¿Ese es Dio? —susurra Claire.
—Si.
Claire no puede reprimir un quejido de dolor. La figura es demasiado pequeña, y no puede distinguir detalles de la cara o del cuerpo, pero de algún modo esas proporciones le hacen pensar en una de las grotescas estatutas de Dio, huesos pétreos, encorvada, encogida. La figura da media vuelta, moviéndose con rapidez, y camina hacia la choza. Entra y desaparece.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunta Claire a Benarra.
—No sabía dónde estabas; no podía comunicarme contigo.
—Ya lo sé, pero tendrías que habérmelo dicho. Yo no sabía...
—Claire, ¿qué sientes ahora por él? ¿Amor?
—No sé. Mucha lástima, supongo. Pero quizá haya también amor. Siento lástima porque en otra época lo amé. Pero creo que mucha lástima puede ser también amor, ¿no crees, Ben?
—No el tipo de amor que tú y yo conocíamos tan bien —dice Benerra sin apartar los ojos de la pantalla.

 

 

 

La estaba esperando cuando ella salió del kiosco.
Tenía una cara que no era humana. Era como la cara de una tortuga, o de un lagarto: callosa y del color de la tierra, con unos ojos brillantes que escudriñaban el mundo desde abajo de un alero de cejas. Tenía mejillas hundidas, nariz pronunciada, y la forma huesuda de los dientes le abultaba debajo de los labios. Su pelo era blanco y fino como algodón a la luz del sol.
Juntos, él y Claire eran como extraños, o como visitantes de planetas diferentes. Dio le mostró sus cosechas de cereales, su huerta, sus pequeños árboles frutales. En las ramas aleteaban y gorjeaban pájaros. Dio tenía puesta una túnica toscamente tejida que le colgaba de un modo torpe en los hombros. La había hecho él mismo, le dijo; también había hecho el recipiente de barro del cual le sirvió un vino claro y ácido sacado de sus propias uvas. El interior de la choza estaba limpio y vacío.
—Naturalmente, recibo alimentos complementarios por intermedio de Ben, y unas pocas cosas como agujas, hilo. No puedo fabricar de todo, pero en general me las he arreglado bastante bien.
Su voz sonaba distraída; sólo parecía notar a medias la presencia de Claire.
Se sentaron juntos en el banco de madera, junto a la choza. La luz de la tarde caía agradablemente en las losas; el rostro marchito de Dio se animó un poco, y Claire le pudo ver por primera vez, la forma de los rasgos.
—No digo que no sienta amargura. Recuerda lo que era, y ya ves lo que soy ahora. —La mira pensativo, moviendo los labios—. A veces pienso por qué tuvo que tocarme a mí. El resto, todos ustedes, siguen adelante, como niños en una fiesta, y yo desapareceré. Pero, Claire, he descubierto algo. No sé si te lo podré contar.
Hizo una pausa, mirando hacia los campos.
—Hay en esto una atracción, una belleza. Suena imposible, pero es cierto. Belleza dentro de la fealdad. Es simétrico, tiene un ritmo. El sol sale, el sol se pone. Viviendo aquí arriba uno lo siente un poco más. Tal vez por eso fuimos a vivir bajo tierra. Se volvió y miró a Claire.
—No, no puedo conseguir que lo entiendas. Tampoco quiero que pienses que me he entregado. Siento que se acerca, a veces, en medio de la noche. Algo que se acerca por el horizonte. Algo... —Hizo un ademán—. Una sensación. Algo muy grande, y frío. Muy frío. Y me siento en la cama, gritando: "¡Aún no estoy preparado!" No. No quiero irme. Tal vez, si hubiese estado familiarizado con la idea desde chico, ahora me resultaría más fácil. Es un cambio demasiado grande para que pueda caber en el pensamiento. Lo intenté... todas estas cosas, y las esculturas, ¿recuerdas?, pero no lo logré totalmente. Sin embargo... es curioso. Aunque pudiese no volvería atrás. Eso parece raro. Aquí estoy, a punto de morir, y no quiero volver atrás. Quiero ser yo mismo, ¿sabes? Sí, quiero seguir siendo yo mismo.
Caminaron juntos hasta el kiosco. En el umbral Claire se volvió para mirarlo por última vez. Dio estaba allí de pie, torcido pero firme, con su pelo blanco, envuelto en sus harapos contra un cielo violeta. La luz del atardecer ponía un brillo gris en los campos, allá atrás; en los árboles los pájaros habían callado. En el este había una estrella.
Claire comprendió de pronto que le resultaría intolerable abandonar a Dio. Se adelantó y lo abrazó: en sus brazos el cuerpo era asombrosamente delgado y frágil.
—Dio, no debemos separarnos ahora. Deja que me quede contigo en la choza; tenemos que estar juntos.
Suavemente, Dio se desasió de los brazos de Claire y dio un paso atrás. Los ojos le brillaban en el crepúsculo.
—No, no —dijo—. No serviría para nada, Claire. Te agradezco que lo hayas pensado, y te amo por eso, pero... tú eres una diosa. Una diosa inmortal... y yo soy un hombre.
Claire vio que Dio movía los labios como si fuese a decir algo más, y esperó, pero Dio se volvió, sin decir una palabra ni hacer un gesto, y echó a andar por la tierra desnuda: una figura obscura y delgada, envuelta en ropas que la brisa sacudía suavemente.
Los últimos rayos de luz le iluminaban apenas el pelo blanco.
Ahora era sólo un punto, a lo lejos. Claire entró en el kiosco, y la puerta se cerró.

 

VI

 

Durante un largo tiempo Claire no puede convencerse de que Dio ha desaparecido. Ha visto el cuerpo, tendido en una caja como alguien que se hubiese transformado en cera pintada: no es Dio, Dio está en algún otro sitio.

 

 

 

Se sorprende pensando Cuando vuelva Dio..., como si Dio se hubiese ido simplemente de viaje al otro lado del mundo. Pero sabe que hay un montículo de tierra en el Sector Veinte, con una alta piedra pulida encima, y allí yace el cuerpo de Dio. Puede repetir de memoria las palabras grabadas en esa piedra:

 

Débiles y limitadas son las fuerzas de que están dotados los miembros de los hombres; muchos los infortunios que los persiguen y les desafilan el pensamiento; corta es la medida de su vida en la muerte, a lo largo de la cual se afanan. Luego se van; desaparecen como el humo en el aire; y lo que sueñan que saben no es más que aquello con lo que cada uno tropezó mientras vagaba por el mundo. Sin embargo, se jactan de que han aprendido el todo. ¡Vanidosos tontos! Pues lo que es no lo ha visto ningún ojo, no ha llegado a ningún oído, ni puede ser concebido por la mente del hombre.
Empédocles (siglo V a. C.)

 

Un día Claire cierra el departamento; que el Proyectista, el sucesor de Dio, haga con él lo que quiera. Deja todas las notas, sus elementos de estudio, ya inútiles. Va a una posada pública, y esa tarde le llevan las nuevas modas: túnicas de llameante seda y de frío tejido metálico; nuevos perfumes, nuevas joyas. Hay música nueva en las unidades de memoria, y Claire baila tentativamente, inclinando la cabeza para escuchar, viviendo el ritmo. Es como una postergada primavera; las cosas obscuras y marchitas se alejan flotando hacia el pasado, y el presente es fresco y bello.
Claire trata de llamar a unos pocos y viejos amigos. Katha está en Centram, Ebert en el Sur; Piet y Tanno no están anotados en ningún registro. No importa; en la plaza de la posada, antes de terminar el día, hace una docena de amigos nuevos. El grupo, satisfecho consigo mismo, crece; la fiesta resultante se traslada de la plaza a los jardines del Club Bermejo, a las habitaciones de uno de los integrantes y luego a las de otro, y finalmente al propio departamento de Claire.
Deja ese círculo hacia la medianoche, y camina sola por el departamento, aliviada por la camaradería, contenta de oír la música que se extingue y desaparece allá atrás. En el cuarto de recreo se detiene al borde del pozo. Qué maravilla, piensa, caer y caer, y no llegar nunca al fondo...
Pero el fondo está siempre allí, naturalmente; de lo contrario no sería un pozo. Una paradoja: el pozo debe ser un hueco sin salida en el fondo; es la sensación de peligro, el choque imaginario, lo que le da emoción. Sin embargo, no hay peligro: la levitación y el instinto de supervivencia se encargan siempre de impedirlo.
"Es este un mundo tan ordenado..."
Las cosas pasan; la gente queda.
Entonces ¿dónde está Piet, el hombre de pelo de algodón, con su risa y sus feroces bromas? Escondido en algún sitio del otro lado del mundo; olvidándose de poner su nombre en un registro. Ocurre a menudo; nadie se preocupa. Pero entonces, se pregunta su mente, con frialdad, ¿dónde está María, la mujer que te sostenía en la rodilla cuando eras pequeña? ¿Dónde está Hendry, tu propio padre, a quien viste por última vez... cuándo? Hace quinientos, seiscientos años, ese día en Río. ¿A dónde va la gente cuando desaparece... la gente de la que nadie habla?
La música llega flotando por el largo pasillo obscurecido.
Claire, inmóvil, mira las sombras del pozo. En la obscuridad creciente, piensa en Dio: "A veces siento que se acerca por el horizonte. Algo muy grande, y frío."
En su imaginación, la obscuridad toma la forma de un rostro gris, hermoso y terrible. Para ella sola, los labios sonrientes susurran: Algún día.