Reunión de sombras
Kathy Burdette
Por primera vez en años, Harkness no podía soportar el silencio.
Tenía dos opciones: podía estar acostado con su ojo sano abierto y pensar, o podía estar acostado con su ojo sano cerrado y pensar. Igualmente no importaba, porque la celda estaba completamente oscura y la única indicación de que no estaba teniendo un sueño extraño era el olor de algo muerto o moribundo en el mismo cuarto.
Quizás era él. Durante la interrogación, Harkness había mantenido su mente apartada del dolor y las preguntas; no podía recordar en que se había concentrado, pero ya no necesitaba hacerlo. Dolía respirar, dolía estar vestido, dolía tragar. Lo más amable que los imperiales habían hecho por él era no ponerle otra vez las botas en sus pies heridos.
Además, había un sonido zumbante en su cabeza. Podría tener algo que ver con aquello en lo que se había concentrado, o podría ser un residuo de las drogas. Esto trajo a su mente el recuerdo del droide interrogador redondo y negro que se las había administrado. Lo que, a su vez, lo dejó con una visión de colores enfermizos, sonidos distorsionados y una sensación parecida a agujas en su cerebro, sus ojos y en todo el interior de su cabeza. Ese pensamiento, aparejado con el sonido zumbante, casi lo sumergió en el pánico, y decidió suprimir ambos elementos inmediatamente.
— ¡Hey! —dijo. Su voz era áspera y densa, pero resonó y eso lo hizo sentir mejor.
Al menos no estaba flotando en algún vacío infinito—. Hey, sí. Fantástico. Esto es vida, Harkness.
Pensó en todas las historias que había escuchado sobre prisioneros que habían sido encerrados en soledad por décadas y se habían vuelto locos. Había pensado que cualquier momento de confinamiento aislado sería el paraíso, pero ahora podía verse a sí mismo en dos años, babeando y hablando consigo mismo todo el tiempo. La gente lo miraría de forma rara y susurraría sobre él. Por otro lado, ¿no era eso lo que hacían normalmente? Harkness decidió que probablemente estaría bien en tanto nunca se contestara a sí mismo.
—Bien —dijo—. Quizás podría ser peor.
—Lo dudo.
Harkness se congeló. Una voz femenina le había respondido a una corta distancia.
— ¿Hola? —dijo tentativamente.
— ¿Sí? —su voz era áspera y su cualidad espesa y nasal sugería que tenía la nariz rota, pero su tono era firme. El sonido de una persona en la cómoda situación de saber que las cosas no pueden empeorar.
— ¿Quién está ahí? —preguntó él.
Ella arrastró las palabras, uniéndolas, y a Harkness le tomó un momento extrapolar lo que ella había dicho en realidad.
—Sargento Mayor Jai Raventhorn, Infiltradores de la Alianza.
Harkness absorbió eso.
—Pensé que el Alto Mando había disuelto los Infiltradores —dijo.
—Restriégalo en mi nariz, por qué no –dijo la mujer.
—Ja –dijo Harkness. No era una risa real, pero era la única respuesta positiva que pudo improvisar. La voz de Raventhorn tenía el mismo grado de entumecimiento, dolor, humillación, y alivio que Harkness estaba sintiendo justo entonces, y descartó la asunción automática de que ella era algún agente de COMPNOR plantada en la celda para hacerlo hablar.
También sonaba como si estuviera temblando, al igual que Harkness. Lo más probable es que le hubieran hecho lo mismo que a él, y eso lo hizo enfurecer. Pero no quiso decírselo porque podría pensar que estaba siendo condescendiente,
—Y entonces, ¿qué haces ahora, Sargento Raventhorn? —preguntó.
— ¿Quién quiere saber?
—Harkness.
—¿Harkness qué?
Súbitamente se le ocurrió que no podía recordar su primer nombre. Si es que tenía uno.
— ¿Harkness qué? —volvió a preguntar Jai.
—Yo... creo que solo Harkness —dijo. Con más entusiasmo, agregó—: Soy un mercenario.
— Un merc. En verdad. No creo que yo sea eso.
—Intenta recordar. Estamos experimentando las secuelas del sondeo mental.
Era solo una conjetura de parte de Harkness. Pero lo hacía sentir mejor, y Jai evidentemente lo creyó porque se tomó unos momentos para pensar.
—Oh, espera. Ahora trabajo en Intel.
— ¿Intel? ¿Estabas con el Equipo Rojo Cinco?
—Eso creo. Sí, estaba —dijo, y no había rastro de orgullo en su voz al admitirlo.
Pero entonces surgió una súbita chispa de interés—. ¿Eres uno de los mercs que nos avisaron sobre este lugar?
—No, ¿pero adivina que?
—Creo que podría haber una guarnición imperial aquí en Zeios.
Ella dio un resoplido semidivertido.
— ¿Eso crees?
— ¿El resto de tu equipo está por aquí?
—Están muertos –dijo Jai.
—Oh —dijo Harkness—. Lo siento.
—Yo no —suspiró pesadamente—. Supongo que no les dijiste nada.
— ¿A quien? –preguntó Harkness. Se estaba sintiendo confundido. Sus labios habían empezado a entumecerse.
—A los imperiales.
—No —dijo Harkness, y entonces se sorprendió otra vez—. Hey...
— ¿Qué?
— ¡No les dije nada! —lo había borrado completamente de su mente, pero sus interrogadores se habían dado cuenta de que era inútil realizarle el sondeo mental y por lo tanto la interrogación era un fracaso, y lo habían torturado solo para sentirse mejor. De pronto, Harkness se sintió positivamente cálido por dentro. Era la prueba final y él la había pasado. Podía sentir que en verdad estaba sonriendo. No podía existir un peor lugar y su situación solo podía mejorar si lo mataban ahora. No recordaba haberse sentido tan seguro en toda su vida.
—Sí –dijo Raventhorn—, te escuché la primera vez.
— ¿Y tú que? —preguntó—. ¿Les dijiste algo?
—No. Nada.
—Bien por ti.
—Sí, bien por mí —dijo ella sin entusiasmo.
— ¿Eso no te hace sentir bien?
—No especialmente.
— ¿Sabes cuánta gente no pueden soportar interrogaciones como esa? Si no hablan, usualmente mueren por el maltrato físico.
—Lo sé.
—Mi punto es, que los imperiales podrían haber hecho cosas peores. Podrían haber metido un catéter por tu fosa nasal directo a tu cerebro. Si no mueres, convertirían tu cerebro en gelatina.
—Eres una persona muy divertida —dijo Jai.
— ¡Hablo en serio! –dijo Harkness, aunque no sabía exactamente qué estaba sintiendo. Era casi un mareo—. Escucha, puedes ir a casa y decirles a todos que no te quebraste, y ellos te darán una medalla o algo.
—Sí, lo harían –dijo Jai con completo disgusto—. Eso es lo que está mal con la Nueva República.
— ¿Qué?
—Medallas, gloria. Ya sabes. Estos días te dan cosas así si recuerdas no limpiarte la nariz con la manga en frente del general Madine.
La voz de Jai se estaba desvaneciendo y la visión de Harkness parecía estrecharse a un pequeño punto. Tenía la sensación de una niebla gris y fría filtrándose por su cuerpo desde abajo.
—No puedo sentir mis manos —dijo Jai.
—Yo tampoco —dijo Harkness. Ya no quería hablar pero sabía que el silencio se filtraría en la niebla, en su cuerpo. ¡Y el zumbido! ¿Por qué no se detenía? — ¿Lo conoces? —preguntó.
— ¿A quién?
—Al general Madine.
— ¿Lo conozco? —preguntó Jai.
—No lo sé —dijo Harkness.
Otra vez se hizo el silencio. Harkness encontró que sentía menos pánico al respecto. Tenía frío en todo el cuerpo, pero se estaba sintiendo cada vez más cómodo. Sabía que debería tratar de permanecer despierto, pero no se había sentido tan relajado en mucho, mucho tiempo. Se sentía libre. Quería saborearlo, incluso si significaba su muerte. Especialmente si significaba su muerte.
De hecho, se habría dejado llevar enteramente, excepto que Jai dijo:
—Desearía que lo hubieran hecho.
Su voz pareció resonar, no en los muros, sino en la cabeza de Harkness.
—Hubieran... ¿qué? —preguntó.
—Desearía que hubieran convertido mi cerebro en gelatina.
Silencio. La mente de Harkness se aclaró inmediatamente.
—Espera un segundo. ¿Qué significa eso?
—Es solo que tengo este presentimiento —dijo Jai.
— ¿De qué?
—De que no hay nadie esperando que regrese.
— ¿Qué sucede con este lugar? —dijo Platt por lo que sería la tercera vez en quince minutos.
Tru’eb alzó la vista de la consola de información.
—Dije que no lo sé —le dijo irritadamente, aunque podía comprender a qué se refería Platt. Pasajeros y tripulaciones de vuelo merodeaban a través del puerto espacial, comprobando sus especificaciones de carga en terminales de mantenimiento públicas, desplomados en sillas esperando que sus naves pasaran la inspección, apresurándose a alcanzar la siguiente lanzadera. Perfectamente normal. Pero los residentes —la gente de mantenimiento, el personal de oficina y los humanos de ojos verdes— todos tenían una apariencia áspera, insegura. Tru’eb usualmente asociaba expresiones así, y el olor que emanaban, con completo terror apenas contenido.
—Quiero decir, hemos estado esperando por cuatro horas y nadie sabe nada. Dirk podría estar muerto en alguna parte.
—Harkness me parece completamente resistente —dijo Tru’eb—. Dudo que haya tropezado con seria oposición.
— ¿Cómo qué? ¿La guarnición imperial sobre la que nadie sabe nada?
Tru’eb no contestó. El objetivo de la misión había sido relativamente simple: un cargamento de armas imperiales estaba siendo transportado, disfrazado como repuestos de naves. Platt, Tru’eb y Harkness habían planeado liberar las armas para su uso personal. Platt tenía un par de amigos contrabandistas que estuvieron más que dispuestos a proveer una distracción. En un lugar como este, con el personal del puerto espacial totalmente preocupado por su temor o lo que fuera, nadie vio a Tru’eb y a sus amigos hacerse cargo de las supuestas partes de nave. O a nadie le importó.
El problema en el plan vino con Harkness, una vez que ya tenían las armas. Platt y Tru’eb no habían trabajado mucho tiempo con Harkness, pero no era difícil deducir que tenía algún tipo de venganza personal contra el Imperio. Mientras Platt y Tru’eb no se hubieran molestado en preguntar de donde venían las armas (en tanto resultaran una buena ganancia), Harkness tenía que saber. Lo que los había llevado a algunos de sus contactos con Intel de la Nueva República, y alguien le pasó la información que actualmente había un grupo investigando una posible guarnición imperial oculta en Zeios. Mientras Platt y Tru’eb estaban discutiendo un acuerdo con un traficante de armas en el extremo sur de la ciudad, Harkness había alquilado un vehículo repulsor y les había dicho que volvería enseguida. De eso hacía cuatro días.
—Está loco, pero es un buen hombre —dijo Platt—. Me gusta trabajar con él. A pesar del asunto de la venganza.
—Estoy de acuerdo, pero estaba esperando que este viaje no fuera...
—Disculpen, amigos —dijo alguien. Tru’eb y Platt se dieron vuelta; de pie detrás de Platt estaba un oficial del puerto espacial de ojos verdes en un uniforme verde claro, sosteniendo un datapad.
—Tengo el... justo aquí, aquí está... —extendió el datapad.
—Oh, sí, eres el tipo con el que hablé antes —dijo Platt.
—Sí... ¿acerca de la información que solicitaron? Antes que nada, lamento que haya tomado tanto tiempo.
—No se preocupe por eso. Aunque no pensé que fuera tan difícil rastrear los alquileres de los esquifes —dijo Platt.
—Bien, hemos tenido problemas de seguridad antes... hubo un robo de naves hace cuatro años, y algunos señores del crimen estuvieron involucrados...
— ¿Qué encontraron? —preguntó Tru’eb.
El hombre tragó y sostuvo el datapad cerca de su pecho.
—No sé como decirles esto —dijo.
Platt y Tru’eb intercambiaron una mirada.
— ¿Qué? —dijo Platt—. ¿El esquife explotó? ¿Qué?
—No, pero ha habido un...
— ¿Un qué? ¡Díganos!
—Un... un error. En la lectura.
Platt se estaba conteniendo visiblemente para no golpear al hombre.
— ¿Qué quiere decir? —preguntó Tru’eb, poniendo una mano en el hombro de Platt.
—Bueno, aquí dice que el caballero que están buscando alquiló un esquife que lo llevó más allá de los páramos... hacia el norte, hacia las montañas.
— ¿Y qué? —dijo Platt.
—Es imposible. Nadie va allí. Jamás.
— ¿Por qué no?
Él vaciló. Después de mirar por sobre su hombro un par de veces, se acercó a Platt y Tru’eb, que se acercaron a él. Sus cabezas casi se tocaban.
—Allí —dijo en voz baja— es donde los muertos pueden caminar.
Una semana antes, Jai había estado sentada en la tienda de comunicaciones ante una enclenque mesa de metal, con la unidad de comunicaciones frente a ella, cuando la voz de su oficial comandante sonó por el canal.
— ¿Raventhorn? —dijo—. Ahora estamos en el Sector Tres. Parece que hay un par de soldados exploradores vigilando un bunker.
Jai bajó su barra de proteínas y tragó.
—Bien, haga lo que haga, señor, no...
—Nos preparamos para atacar.
Ella se cubrió el rostro con una mano. Su comandante era un teniente rodiano que de alguna manera había pasado la Escuela de Aspirantes a Oficiales durante el aluvión de promociones posterior a Endor. El resto de sus compañeros de equipo tenían poca o ninguna experiencia en combate; solo entrenamiento. Grandioso.
Trescientas veintisiete misiones de combate, y nunca me hice un rasguño. Me traslado a Intel y estos idiotas van a lograr que me maten el primer día.
— ¡Negativo, señor! Usted no debe comprometer su posición, ¿está claro?
Probablemente sea una...
Un grito sonó por el canal de comunicaciones, pero no estaba dirigido a Jai:
— ¡Esta va por Mon Mothma, muchachos!
Se escucharon débiles gritos de los otros miembros del equipo. Jai podía oír los disparos de bláster, tiros rápidos apagados en alguna parte en la distancia. Entonces hubo un disparo más fuerte, seguido de una explosión.
Después de eso, las explosiones nunca se detuvieron; en minutos los Imperiales habían avanzado y habían rodeado el puesto de comando.
Jai corrió hacia fuera en el aire frío y húmedo de la montaña. Un resplandor oscilante se encendió en el cielo a la distancia.
Segundos después, un disparo masivo de bláster de artillería, impactó en el tienda donde los miembros restantes del equipo de Jai estaban durmiendo. Todo fue inmediatamente barrido por las llamas y se llevó la tienda de municiones consigo.
Jai no escuchó la explosión. Solo se sintió volar por el aire, y experimentó una sensación entumecida a través de su cuerpo. No recordaba haber golpeado el piso, pero súbitamente estaba yaciendo sobre su estómago, parpadeando furiosamente y escupiendo tierra. Cuando alzó la vista otra vez, había una luz fuerte y artificial brillando en sus ojos lacrimosos.
—Levántese.
Una forma gris estaba sobre ella. Su voz sonaba amortiguada y el resto de lo que dijo se perdió en el zumbido de los oídos de Jai. Podía sentir un calor insoportable proveniente de las tiendas ardientes, pero la persona vestida de gris permaneció donde estaba. Varios momentos después había unos veinte como él a su alrededor.
Fue puesta de pie de un tirón.
—Las manos sobre la cabeza. Ahora.
Jai nunca había sido acorralada antes. Debería haber atacado a alguien, debería haberlos obligado a matarla allí mismo, porque si había una regla fundamental para un Infiltrador, era asegurarte de morir antes de ser capturado.
Pero un rostro relampagueó en su memoria, y ella vaciló. Antes de tener oportunidad de registrar en quién estaba pensando, o de cambiar de idea, uno de sus captores dio un rápido paso hacia ella, la culata de su rifle bláster oscilando hacia su cara.
Súbitamente Harkness gritó su nombre, y ella se sobresaltó.
— ¿Qué? —gritó—. ¿Qué sucede?
— ¿Aún estás ahí? —dijo Harkness.
— ¿A dónde quieres que vaya, idiota? —dijo, molesta.
— ¡Te he estado llamando desde hace veinte minutos!
— ¿En verdad?
— ¡Sí! ¿Qué te sucedió?
—Sólo estaba pensando.
— ¡Bien, podrías haberme contestado! —Harkness sonaba casi furioso.
—Hey, mira, ¡no lo hice para molestarte! Sólo estaba pensando. Estoy tratando de recordar cosas.
Harkness se replegó.
—Bien... pero... yo sólo... —titubeó por un segundo—. De acuerdo. Mientras no estés allí muriéndote de shock.
—Solo cuando gritas tan fuerte como recién.
— ¿En qué estabas pensando? —preguntó Harkness.
—Sólo en cosas —dijo Jai—. ¿Está más cálido aquí?
—No —dijo él—. Escucha, ¿te molesta si te pregunto algo?
— ¿Si?
—A ti no te importa tu equipo. Ya no pareces preocuparte por la Rebelión.
—Sí me importa la Rebelión. Es la Nueva República lo que odio.
—Y dices que no puedes recordar si tienes familia.
— ¿Estás tomando notas o algo así?
—Solo siento curiosidad: ¿qué te hizo resistir la interrogación?
—Mira, solo porque no me gusta lo que le sucedió a la Alianza no significa que esté dispuesta a traicionarla.
—No me refería a eso —dijo él—. ¿En qué te concentraste?
—Me concentré en no decirle nada a nadie.
Harkness soltó un pesado suspiro.
—Sargento...
— ¿Cuál es tu problema?
—No me estás escuchando —Harkness habló más despacio—. En ese momento...
en el cuarto de interrogación...cuando el efecto de las drogas había pasado... y trataste de sentir lástima por tus interrogadores... e intentaste hiperventilarte hasta entrar en un trance... y te diste cuenta de que no importaba lo que hicieras porque esos imperiales estaban viviendo su sueño dorado de hacer gritar a un Infiltrador, y se estaban divirtiendo tanto que podrían seguir por siempre...
Jai miró fijamente donde pensaba que probablemente estaría el rostro de Harkness.
—Sí —dijo.
— ¿En qué te concentraste? ¿Qué imagen vino a tu cabeza?
—No lo sé.
— ¡Entonces piensa! ¡Vamos! ¿Era una persona?
—Sí, era... —Jai se detuvo—. ¡Sí! —dijo—. Era mi hermana pequeña.
Harkness se volvió.
— ¿Eres la hermana mayor de alguien?
—Parece que pensaras que es raro.
—No, no. Puedo imaginarte mandoneando a una niña de seis años.
—Bueno, ella es algo mayor que eso. Es una mayor en Operaciones Especiales.
—Entonces ella te mandonea a ti
—No se atrevería.
—Mayor Raventhorn —dijo Harkness—. Ese nombre suena conocido.
—Por supuesto que sí—dijo ella.
— ¿Cuándo la viste por última vez?
—No lo sé —el cerebro de Jai se nubló tan fácilmente como se había despejado, y ella sintió una opresión punzante subiendo por sus hombros hasta la parte posterior de su cabeza—. Creí que no la había visto desde que tenía unos doce años. Pero puedo verla con el rostro de un adulto... Pienso que hablé con ella hace unos meses... o la semana pasada...
—Sigue pensando —dijo Harkness.
— ¿Y qué hay contigo?
— ¿Yo?
—No, el otro merc golpeado del otro lado de la habitación. ¿Por qué no hablaste?
—No lo sé.
—Sigue pensando —dijo Jai con más que un poco de sarcasmo.
—No, de verdad, no puedo... pero siento que lo sabía hace un minuto...
—Me encantaría saber qué hicieron con nuestras cabezas —dijo Jai con irritación.
Descubrió que ahora podía levantar los brazos y trató de masajear sus hombros con una mano para aliviar la tensión. Después de un rato empezó a notar que el dolor no estaba solo en los músculos, sino también en la piel, y su mano estaba mojada. Olvidó por completo la tensión y sintió el ardor en sus hombros y espalda.
— ¡Dirk! —gritó Harkness súbitamente.
Jai sintió tensarse todo su cuerpo. Habría saltado a sus pies, de haber podido.
— ¿Quién? ¿Qué? ¿Quién?
— ¡Dirk! ¡Ese es mi nombre!
El cuerpo de Jai se relajó y sus miembros se sacudieron al liberar la tensión.
— ¿Quieres dejar de gritar así?
—Dirk Harkness —dijo él—. Soy Dirk Harkness.
— ¿Dirk Harkness? —dijo Jai finalmente, más que nada para hacer que dejara de repetirlo—. ¿Qué clase de nombre es ese? No suenas como un Dirk.
—Entonces no me llames Dirk —dijo haciendo sonidos de rozamiento; Jai imaginó que ahora estaba yaciendo sobre su costado.
—Bien Harkness —dijo ella—. Si recuerdas tu nombre, entonces dime que evitó que hablaras.
Dirk guardó silencio.
— ¿Bien?
—Creo que tiene algo que ver con este zumbido en mi cabeza.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Platt, asomándose sobre la saliente—. Nuestro muchacho Harkness ciertamente sabe como husmear imperiales.
— ¿Cuántos? –preguntó Tru’eb. Él estaba una corta distancia debajo de ella en el barranco.
Platt se deslizó por el empinado muro de roca y le pasó los macrobinoculares—.
Mira por ti mismo. Logro ver dos, quizás tres. ¿Los ves?
Tru’eb hizo pie en los peñascos y se elevó entre los pastos densos y mechudos que crecían sobre la saliente.
—No puedo ver nada —dijo—. La niebla es incluso peor por allí.
—El interruptor amarillo polariza las lentes. ¿Ves la colina directamente frente a nosotros? Termina en un acantilado, no puedes dejar de verlo. Ahora mira a la saliente que sobresale del acantilado, sobre la colina. ¿Ves los imperiales?
—No... solo árboles y plantas...
—Están sentados en un foso bajo un refugio camuflado.
—Ah, sí —dijo Tru’eb después de un momento—. Exploradores del ejército. Pero no veo una guarnición.
—Yo ni siquiera veo un valle —dijo Platt.
Sin embargo el crono de Platt indicaba que estaban unos mil doscientos metros por sobre el nivel del mar. Esta franja de las montañas estaba cubierta por suelo rocoso y acantilados desnudos coronados con coníferas. El Bosque Desnudo, lo llamaban los nativos. O al menos así lo había llamado su guía antes de huir con el repulsor un día antes. Al menos les había dejado algunos suministros y un refugio inflable unipersonal, el último de los cuales había resultado horriblemente ajustado la última noche.
Sin embargo, Harkness había dejado un rastro de árboles quemados con bláster y raciones desechadas. Esas pistas llevaron a Platt y Tru’eb directo a los restos del campamento rebelde —una zona plana, arrasada, con cenizas desparramadas, esqueletos de tiendas derretidos y equipo de comunicación destrozado. Los árboles estaban torcidos y rotos, probablemente aplastados por un AT-AT. Platt encontraba difícil imaginar de donde había salido uno de esos. Por todas partes flotaba el olor acre de carne quemada y paquetes de bláster usados; Platt tuvo que apartar los ojos de los cuerpos esparcidos. La mayoría habían sido disparados por la espalda, le había dicho Tru’eb. El resto estaban quemados más allá de lo reconocible.
—Esos exploradores tienen un E-web, ¿lo notaste? —dijo Tru’eb ajustando los lentes—. Pero hay, déjame ver, ciento treinta metros entre nosotros y ellos. Dudo que sean capaces de vernos desde allí.
—No podrían, si yo no estuviera vistiendo de rojo. Agáchate.
—Realmente deberías repensar tu guardarropa uno de estos días, Platt —dijo Tru’eb secamente.
Platt sonrió.
—Creí que apreciabas mi agudo sentido de la moda.
—Lo hago. Es la razón de mi vida.
Platt recuperó los macros. Entonces alzó la vista al cielo oscuro.
—Dime, Tru’eb...
— ¿Sí?
— ¿Todo se puso realmente silencioso por aquí, o soy yo?
Escucharon y se miraron. Toda la mañana se había escuchado un constante trinar y silbar de aves, y súbitamente se había detenido. Platt extrajo su bláster.
— ¿Nuestros Muchachos Verdes nos descubrieron? —susurró.
—Déjame echar un vistazo...
Algo surgió con gran estrépito a través de los matorrales detrás de ellos. Platt y Tru’eb giraron, pero cuando la cosa salió de la niebla, solo permanecieron allí, congelados.
Era un sullustano en uniforme militar de la Nueva República. Pero algo acerca de él no estaba del todo bien, y era horriblemente surreal: sus ojos era de un gris lechoso, y su cabeza estaba inclinada en un ángulo grotesco. Sus brazos colgaban a sus lados, oscilando levemente con cada paso mientras su cabeza se sacudía y balanceaba.
— ¡Muerto caminante! —siseó Tru’eb, retrocediendo ante el sullustano, que parecía dirigirse determinado hacia él.
Platt hizo un disparo de aturdimiento al pecho del sullustano. Este sufrió un espasmo violento y luego se desplomó en el suelo.
Silencio. Platt y Tru’eb se miraron.
— ¿Eso fue real? —susurró ella y miró otra vez al suelo. El sullustano aún yacía allí con su rostro en un charco de lodo. En su espalda había una herida de bláster de hacía una semana.
Platt volvió a trepar rápidamente la saliente. Uno de los guardias estaba situado en frente del foso, limpiando tranquilamente el cañón del E-web; el otro estaba sentado a un costado, mirando el vacío, meneando su pie. Ocasionalmente, se asomaba y alzaba la vista hacia el cielo gris de la tarde.
—No parecen haber escuchado —dijo Platt.
Tru’eb se aproximó con cautela al sullustano. Buscó el pulso, y entonces retrocedió.
—Ven a ver esto, Platt. Es increíble.
Platt les dirigió a los guardias una última mirada antes de bajar deslizándose.
— ¿Qué? —preguntó.
—Mira —dijo él señalando.
El sullustano yacía estremeciéndose, pero no respiraba. Al inspeccionarlo más de cerca resultó que estaba completamente inmóvil; la apariencia de temblores era causada por la presencia de cientos de pequeñas criaturas parecidas a gusanos que pululaban alrededor del agujero en su espalda.
Platt sintió que su garganta se cerraba. Retrocedió pero no había forma de escapar del hedor del cuerpo o del recuerdo de los gusanos; se inclinó contra un árbol y vomitó.
Luego se irguió y tosió un par de veces.
—Gracias Tru’eb. Gracias por compartir eso conmigo. Solo voy a apartarme de ti ahora.
Ella se aventuró un poco dentro del bosque, hasta que el olor se disipó un poco.
Tru’eb la siguió.
— ¿No lo ves? —dijo él—. Esa es la fuente de la ilusión de los muertos caminantes. Algunos parásitos pueden liberar enzimas que proveen de estímulos eléctricos al cerebro de un huésped muerto. Entonces este amigo puede estar biológicamente muerto, pero existen señales artificiales transmitiéndose por su cuerpo.
Platt se dio vuelta.
—Sal de aquí.
— ¿Tienes una explicación mejor?
— ¿Gusanos operando un sistema bioeléctrico complejo? Lo estás inventando.
—Está bien, solo estoy conjeturando. Pero, sabes, —dijo Tru’eb estudiando un gusano trepado en la punta de su dedo índice—, en verdad escuché sobre un incidente parecido. ¿Recuerdas cuando estaba trabajando en la nave de Big Quince?
Platt giró sus ojos.
— ¿Crees que podría olvidarlo?
—Esto fue antes de que te conociera. Yo no estaba al tanto de mucha información, por supuesto, pero recuerdo una historia que circulaba. Aparentemente algunos amigos imperiales de Big Quincey estaban muy traumatizados después de ver un escuadrón de tropas de asalto muertos tambaleándose a través de un campo de batalla. En ese momento asumí que los narradores estaban usando especia. Ahora me pregunto.
Gusanos dentro de tu armadura. Platt sintió que todo su cuerpo empezaba a fruncirse.
—Supuestamente —continuó Tru’eb—, cada cadáver caminó sin rumbo por un rato y luego volvieron al lugar donde habían muerto.
—Y este tipo estaba caminando hacia los Muchachos Verdes que están allí.
—Eso no significa necesariamente que murió allí.
—No, pero definitivamente algo sucede con esos tipos —dijo Platt—. Es decir, míralos. Si no fuera por la niebla, tendrían el mejor punto de observación de toda la cadena de montañas. ¿Vas a decirme que solo están sentados allí vigilando nada?
Tru’eb alzó sus manos.
—Nada más lejos de mi intención.
Platt miró al sullustano otra vez. Por un momento pensó que iba a volver a vomitar.
Pero en vez de eso, se detuvo y esbozó una lenta sonrisa.
—Espera un segundo —dijo—. Tengo una idea.
Cuando Harkness abrió los ojos esta vez, aún estaba oscuro, pero su cuerpo se sentía casi ingrávido. Ni mareado ni denso, solo ligero. Era porque ahora había menos dolor en su cuerpo.
Aún no sentía como si pudiera sentarse, pero al menos la posibilidad de moverse ya no le producía trepidación. Y el sonido zumbante persistía en el fondo de su cabeza de una manera sorda, casi placentera. Contempló la idea de que podría ser parte de una canción que Chesaa solía cantar; ella había estado en su mente por lo que parecían horas, aunque no podía recordarla jamás cantando en frente de él.
—Hey —dijo él. Su voz era más fuerte, más clara—. Hey sargento.
— ¿Qué? —dijo ella, todavía del otro lado del cuarto.
— ¿Cómo te sientes?
—Mejor, supongo —dijo ella.
—Yo también. No sé por qué.
— ¿Cuánto tiempo hemos estado aquí?
—No sé. Unos días. Quizás una semana.
—Quizás una hora.
—Quizás.
— ¿Te ha... uh... pasado antes? —preguntó ella.
— ¿Ser capturado? Sí —dijo él. El recuerdo apareció de la nada y lo sorprendió; nada sobre su corriente calvario le había parecido familiar hasta ahora.
—Oh —dijo ella.
Él esperaba que preguntara si así había perdido su ojo, y entonces recordó que ella aún no podía ver su cara. En todo el tiempo en que habían estado allí, sus ojos aún no se habían ajustado a la oscuridad.
— ¿Te dieron una paliza entonces? —preguntó ella.
—Sí. Peor que esta.
—No puedo imaginarlo.
—Bien, quizás no tanto —dijo—. ¿En eso estás pensando? ¿En mis antecedentes de prisión?
Súbitamente él recordó lo que había dicho, acerca de los tipos grises en el cuarto de interrogación. Viviendo su sueño dorado de hacer gritar a un Infiltrador. Quizás le habían hecho a Jai lo mismo que a él, y por otro lado...
— ¿Jai? —dijo vacilante. — ¿Aún... tienes tus dos ojos?
— ¿Huh?
—Quiero decir... ¿te sacaron los ojos?
Jai rió, una risa sorprendentemente fuerte y sardónica. Le tomó un par de minutos controlarla y entonces dijo:
—Hey, Dirk ¿quien puede notar la diferencia?
Harkness sintió sus labios estremecerse levemente.
Entonces escuchó risas, las voces de ambos, resonando en los muros, ahogándose por el dolor y muriendo eventualmente en unos pocos jadeos entrecortados. Cuando todo pasó, sus costillas dolían y también su garganta, pero sentía una satisfacción desconocida.
— ¿Por qué me preguntaste eso, de todos modos? —preguntó Jai con una última risa.
—Olvídalo. Es una larga historia.
—Oh, bien, mejor no empieces. Tengo que estar en un lugar en diez minutos.
—Sí, yo también tengo una cita.
A Harkness se le ocurrió que en verdad tenía un lugar donde ir y gente con la que estar. ¿Pero dónde y con quién? Cuando los muros dejaron de resonar, el zumbido volvió.
— ¿En eso has estado pensando? —preguntó Jai—. ¿En mis ojos? Si te hace sentir mejor, Harkness, me han dicho que son asombrosos.
—No —dijo Harkness, poniéndose serio—. En realidad estaba pensando en Chessa.
— ¿Quién es esa?
—Mi chica.
Harkness pensó en su rostro la última vez que la había visto. Era un día lindo, normal, lleno de rutinas, cargando la nave, los dos flirteando sobre la carga. Pero él había sabido, en alguna parte en los extraños límites de su mente, que ella estaba próxima a morir. Siempre sabía cuando alguien estaba por morir. Había una suavidad en sus facciones esos días. Lo había visto durante todo su período con la Alianza, y lo vio por primera vez en Chessa allí parada en la bahía de embarque.
— ¿Piensas mucho en ella? —preguntó Jai.
—Está muerta —dijo Harkness con su tono acostumbrado que daba por terminada la conversación. Dirk, ¿cómo está Chessa últimamente? Está muerta. Oh. Siempre cambiaban de tema después de eso.
Pero Jai no.
—Lo sé —dijo ella.
—No, no lo sabías.
—Sí lo sabía. Por la manera en que dijiste su nombre.
Harkness no supo como responder a eso. Jai había hablado con confianza, y el odiaba cuando la gente pensaba que podían diseccionarlo. Como todos esos consejeros de la Alianza con los que nunca quería ir.
— ¿Cómo dije su nombre?
—Como si fuera sagrado.
— ¿Y qué? Tú dijiste así el nombre de tu hermana.
—Sí, pero...
Jai se interrumpió tan abruptamente que Harkness pensó que había desaparecido totalmente. En su lugar imaginó un profundo agujero negro generando silencio, amenazando con tragarlo también. Harkness podía escucharlo, resonando, nublando sus oídos.
Entonces su mente se aclaró y se dio cuenta de lo que había dicho. Y lo que significaba.
— ¿Sargento? —dijo.
—Sí —. Su voz tenía un pesado tono de resignación que resultaba muy familiar a Harkness. Deseó que ella tuviera la energía para arrastrarse a través del piso y golpearlo en el rostro. O que él tuviera la energía para hacerlo por ella.
— ¿Cuándo? —preguntó.
—Hace dos meses.
Endor. No era extraño que el nombre le hubiera sonado familiar. Harkness recordó brevemente haber conocido una oficial alta y de cabello oscuro llamada Morgan Raventhorn poco antes de la batalla. Una niña, en realidad. Se imaginó a esa niña yaciendo en el suelo al otro lado del cuarto, con un rostro apenas mayor.
Jai permaneció en silencio, pero su respiración no había cambiado. No estaba llorando. Él se preguntó si habría llorado por su hermana, y si no lo había hecho, sí lo haría pronto. La idea lo dejó perplejo; hasta ese momento había supuesto que la mente de Jai trabajaba de manera similar a la suya, y que sus experiencias eran parecidas. Pero nunca había estado tan entumecido como para no poder lamentarse.
El curso de acción acostumbrado para Harkness, como solitario consumado, era dar a otros solitarios su espacio. Si ellos querían estar solos, el lo sabía, y lo respetaba. Pero Jai era diferente. Harkness ciertamente había perdido su fe en la Nueva República, había perdido su fe en el amor y en ocasiones perdía su fe en sí mismo y su propósito. Pero no podía imaginar qué hacía uno cuando perdía su fe en todo a la vez.
—Chessa fue asesinada por un grupo de tropas de asalto —le dijo—. Todo lo que estaba haciendo era cargar paquetes, pero empezaron un tiroteo con ella. Sabían que simpatizaba con los rebeldes.
Jai guardó silencio. Harkness continuó.
—Yo había estado pensando en el matrimonio en esa época. Era un idiota, ya sabes; era joven, pensé que podría tenerlo todo.
—Yo también tuve un prometido —dijo ella.
— ¿Cuál era su nombre?
—Krul.
Lo dijo de la manera en que había dicho el nombre de Morgan.
Harkness no creyó que debiera decir más después de eso. Se sentía avergonzado de haberle dicho a Jai tanto sobre sí mismo. Incluso después de cuatro años en la Alianza, entre gente en la que confiaba sin dudar, no le había contado a nadie sobre Chessa. A los que la habían conocido, jamás les decía lo que ella significaba para él.
El silencio pareció inundar todo a su alrededor como una nieve invisible, y pensó en la última vez que había visto a Chessa. Pálida, sangrante. Ni siquiera una persona, en realidad. Algunas personas muertas lucían como si estuvieran durmiendo; la expresión de Chessa estaba congelada, sus ojos mirando fijamente el techo de la bahía de embarque, sorprendida y horrorizada. Él apartó esa imagen y se la imaginó viva y saludable. Entonces la imaginó yaciendo en una celda oscura con la nariz sangrante y nada por lo que vivir.
En ese momento; Harkness se encontró con una parte de sí mismo que no le gustaba reconocer y su estómago se tensó. Era la parte que ya había empezado a disolver la seguridad de su prisión, y su sentido de libertad sin paralelo. Era la razón por la que los oficiales interrogadores habían creído apropiado golpearlo. Había descubierto, otra vez, para su desmayo, la parte de sí mismo que quería sobrevivir.
Entero. Invicto.
Harkness suspiró pesadamente. Bueno, fue agradable mientras duró. Cerró sus ojos y tomó algunas inspiraciones profundas, exhortando a su cuerpo a sanarse a sí mismo, obligando al dolor a ceder. No era que tuviera ningún don para manipular la Fuerza ni nada de eso; solo sabía que la razón por la que había sobrevivido a todas las heridas, contratiempos y misiones imposibles que habían marcado su carrera militar era porque había puesto su voluntad en ello. Y era por eso que no iba a morir en esta pequeña celda oscura y fétida. Sólo queriendo sanar, obligándose a vivir, encontraría una manera de salvarse a sí mismo de lo que fuera que los imperiales hubieran planeado para él.
En cuanto a salvar a Jai, por otro lado, temía no poder hacer nada al respecto.
— ¿Radlin? —dijo el guardia más alto, pensativamente, mientras le daba al E-web una ultima lustrada y guardaba el trapo en su bolsillo trasero. Su voz produjo ecos en el costado de la montaña—. Radlin, estoy aburrido.
—Lo imaginé —dijo Radlin todavía sentado y meneando el pie.
—Quiero decir, realmente aburrido. Mucho, mucho. ¿Para qué estamos aquí? No hay más rebeldes.
—Son procedimientos —dijo Radlin—. Procedimientos son estas cosas que haces cuando sigues órdenes para obtener esa promoción de la que hablamos.
—Solo estoy diciendo que deberíamos pensar algo para hacer.
—Solo estás inquieto por ese merc que apareció buscando a los rebeldes...
—Solo estás enojado porque no fuimos nosotros quienes lo atrapamos. Mira Rad, vamos a cazar o algo. Pillar alguno más de esos muertos caminantes rebeldes.
Detrás de un árbol cercano, Tru’eb contuvo la respiración cuando los escuchó mencionar a los muertos caminantes. Pero era demasiado tarde; en ese mismo momento, Platt vino trepando a los tropezones la colina en dirección a los guardias.
Intentaba imitar el andar espasmódico del sullustano, y su expresión vidriosa, pero sus pasos eran exagerados y su lengua colgaba fuera de su boca. Tru’eb se cubrió el rostro con la mano y sacudió la cabeza.
No obstante, Radlin se puso de pie de un salto, tirando su silla y retrocedió tropezando. Cuando el alto se volvió y vio a Platt, se tensó visiblemente, pero soltó una risa tensa y de macho.
—Radlin, ¿quieres este para ti?
Platt se detuvo cuando la saliente de los guardias estaba a la altura de su pecho.
—Disculpen, caballeros —dijo, uniendo sus manos detrás de su espalda—. ¿Este es el camino a las minas de especia de Kessel?
Radlin dio un grito y abrió fuego.
—Honestamente, Platt —dijo Tru’eb mientras Platt se ponía la chaqueta de camuflaje de Radlin—, no sé como me convenciste de hacer esto. Sabes que no hay nada más peligroso que un bláster en manos de alguien presa del pánico.
—Sí, pero tampoco hay nadie más divertido de matar que a alguien presa del pánico —Platt estudió el área—. ¿Crees que haya más patrullas vagando por aquí?
—Sí. Así que démonos prisa con esto.
El foso estaba situado en frente de una profunda fisura hecha por la mano del hombre que corría directo a través del acantilado, atravesándolo. Tru’eb y Platt se alegraron de descubrir que el extremo de la fisura salía a una zona relativamente plana del bosque.
Por veinte minutos se abrieron camino sobre árboles caídos, maleza y grandes rocas. Platt se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Por lo que había visto, este extremo de Zeios no tenía un verdadero crepúsculo; el sol solo parecía parpadear y apagarse al anochecer. Además, la niebla aún era tan espesa que no podía ver más de dos metros enfrente suyo.
— ¿Qué vamos a hacer si no encontramos la guarnición antes del anochecer? —
dijo poniéndose frente a Tru’eb y caminando hacia atrás—. No creo que ese refugio de supervivencia barato sirva otra noche...
Tru’eb se detuvo.
—Espera un momento —dijo—. ¿Oyes eso?
—No. ¿Qué?
—Casi como un ruido sordo.
—Yo no... —dijo Platt y luego el suelo desapareció bajo sus pies.
Se sintió caer, y trató de gritar a través de labios secos y pulmones comprimidos; sintió una violenta oleada de pánico ciego atravesando todo su cuerpo, y entonces una sensación tirante en su brazo derecho mientras se detenía y colgaba en su lugar.
Tru’eb la tenía sujeta por la muñeca.
— ¿Qué... qué era... qué sucedió? —dijo mientras Tru’eb tiraba de ella y la ponía de rodillas en el suelo firme—. ¿Solo caí... como es que no ví...? Tru’eb, ¿qué sucedió?
Tru’eb no contestó; estaba mirando fijamente por sobre su hombro, asombrado.
Platt se dio vuelta justo a tiempo para ver un caza TIE negro que salía zumbando del suelo unos cuatro metros en frente de ellos.
Ambos cayeron hacia atrás en una lluvia de tierra y hojas, el ensordecedor sonido del TIE rugiendo sobre sus cabezas, y Platt pensó que el solo impulso de la cosa podría aplastarla contra el costado de la montaña. Entonces, abruptamente, todo se volvió silencioso.
Miraron hacia arriba. El caza TIE maniobró justo por encima de los árboles y entonces desapareció.
Cuando los latidos en la cabeza de Platt se detuvieron, miró hacia donde había caído. El suelo adelante lucía como un gran claro. Pero ahora veía que había caminado justo por sobre el borde de una pared escarpada de roca que descendía cientos, quizás miles de metros.
Tru’eb estaba a su lado, mirando dentro del desfiladero. Era imposible percibir el fondo del valle, un pozo oscuro con capas de niebla deslizándose sobre él.
Sumergiéndose en la oscuridad, la pared del precipicio era de un gris veteado, con crestas escalonadas cinceladas naturalmente. También había salientes, tan cubiertas de vegetación que las plantas y árboles colgaban precariamente sobre el valle; cascadas caían por la roca en varios lugares. Después de varias docenas de metros todo desaparecía en una sopa azul grisáceo.
Lejos abajo, parpadeando a través de la niebla, había una pequeña luz azul. Y
otra, y otra, y cien más, prolijamente alineadas. Platt cerró sus ojos y luego miró otra vez.
—Luces de posición —dijo asombrada—. Pero está demasiado oscuro para divisar la guarnición.
—Por lo tanto, el Valle de Umbra —dijo Tru’eb
—Sí, ya veo. Mira las cascadas. Apuesto veinte créditos a que es un acueducto agujereado.
—Mira allí —dijo Tru’eb—. ¿Ves eso? Allí, y por allá, por todos lados.
Platt miró. Entretejiéndose dentro y fuera del acantilado había una serie de escaleras y pasarelas de metal, que probablemente conducían a conductos de mantenimiento ocultos en la cara de la roca.
Tru’eb tomó sus macros.
—Seiscientos metros hasta abajo —miró hacia arriba—. Y la distancia a través es del doble. Creo que podemos decir con seguridad que sabemos donde está Harkness.
La niebla rezumaba por sobre el borde del valle. Platt no estaba segura si debería sentirse excitada u horrorizada de conocer la ubicación de Harkness.
—Debe haber un turboascensor o una plataforma de carga que lleve abajo —dijo Tru’eb—. Tienes cilindros de código en ese uniforme, ¿verdad?
—Sí, pero no sabría explicar por qué no estamos en nuestro puesto. O por qué a uno de nosotros le crecieron colas cefálicas y el otro decidió que se sentía mucho más libre siendo una mujer.
Tru’eb se encogió de hombros.
—Entonces es directo hacia abajo.
— ¿Cómo?
—Tomaremos las escaleras de mantenimiento. Eventualmente deben llevarnos hasta el fondo.
— ¿Y si alguien está trabajando en ellas, genio?
— ¿Por qué lo harían? Tienen repulsores.
—Sí, pero estoy tratando de postergar esto todo lo posible —lo miró—. En verdad no quiero bajar allí.
—Pero lo harás.
—Pero lo haré —suspiró y se deslizó sobre su vientre, haciendo pie en la cara del acantilado y descolgándose. La escalera más cercana estaba unos cinco metros más abajo, según los macros, pero no era difícil hacer pie en los peñascos. Antes de que pasara mucho tiempo los dos contrabandistas estaban parados en un sólido pedrusco herboso que sobresalía sobre el valle. Una de las oxidadas escaleras de mantenimiento, goteando con humedad, sobresalía cerca en la cara de la roca.
—Yo iré primero —dijo Tru’eb espolvoreando sus manos con tierra y dando un paso hacia la escalera.
—Tru’eb.
—Sí, Platt.
— ¿Por qué estamos haciendo esto?
—Harkness es nuestro amigo.
— ¿Y qué? Tenemos muchos amigos.
Tru’eb tomó la escalera.
—No, no tenemos.
Antes de que Morgan muriera, Jai había experimentado varios incidentes en los cuales había olvidado quien era.
El más remarcable había sucedido unos dieciocho meses antes, cuando lideraba un equipo de Infiltradores de cinco hombres a Bevell Tres en una misión supuestamente bien planeada. Debían capturar cuatro agentes imperiales, pero alguien había informado al Imperio; un escuadrón de bombarderos TIE apareció de la nada y arrasasó el área. Todos cayeron, excepto Jai, que salió caminando sin siquiera un rasguño. Como siempre, sacó a todos de allí. Pero por primera y única vez en su carrera en las Fuerzas Especiales, no sacó a alguien con vida: Leong, el especialista en comunicaciones del equipo, murió en ruta a la fragata médica.
Jai vivió la semana siguiente completamente entumecida, sin responder demasiado a nada ni teniendo ningún tipo de emoción reconocible. El Alto Mando la promovió a sargento mayor y ella no lo objetó, incluso sabiendo que era una herramienta de propaganda. Ninguna misión de infiltración debería haber recibido tanta atención, pero esta lo había hecho, y bajo su mando. Aún así, había aceptado la promoción y continuado con sus asuntos de rutina.
Entonces, un día, revisando su armario, encontró uno de los guantes de Leong y su corazón se rompió en un millón de pedazos.
Ahora, acostada en el suelo en medio de la oscuridad, Jai recordaba ese momento desde una gran distancia. Como si le hubiera sucedido a otra persona. El recuerdo era vívido y ella podía acceder a los sonidos y olores y visiones del momento con claridad.
Sin importar cuánto lo intentara, sin embargo, no podía acceder a la emoción.
¿Qué diría Leong si pudiera ver que Jai había dejado que los imperiales la atraparan? Seguramente estaría decepcionado. Pero después de dos meses de no sentir nada, hubo súbitamente una avalancha de dolor, furia, miedo, vergüenza –cada fragmento de la cual era preferible al entumecimiento. Por un par de días maravillosos, su cerebro había estado tan devastado por la interrogación que había olvidado estar embotada. Y ahora ella estaba de vuelta en la misma vieja rutina , deseando que el dolor a lo largo de su espalda, la sangre seca en su rostro, el recuerdo del soldado imperial blandiendo la culata de su rifle bláster hacia su rostro, cualquier cosa que pudiera provocarle emoción otra vez.
—Estoy empezando a preguntarme si se olvidaron de nosotros. Personalmente, tengo un poco de hambre.
La voz de Harkness, viniendo de otro mundo. Jai tuvo que reajustarse mentalmente.
— ¿Uh?
—Dije que tengo hambre —dijo él.
—Hmm —dijo ella sin interés.
—Y que tal vez se olvidaron de nosotros.
Eso atrajo la atención de Jai.
— ¿Qué, crees que nos dejaron aquí para que nos pudriéramos?
Pudrirse, eso era algo que tampoco provocaba ninguna emoción. Sus pensamientos se deslizaron otra vez a Bevell Tres.
Varios minutos después, hubo un chirrido cerca de la cabeza de Jai. Harkness dejó escapar un jadeo rápido y dolido.
— ¿Qué? —preguntó Jai.
—Lo siento. Eso lastimó mi ojo —dijo él.
—No entiendo de qué...
— ¿No viste la luz?
Jai no había visto nada.
—La escotilla de la puerta, se abrió por un segundo... —dijo Harkness.
—No estoy enfrentando la puerta —le dijo Jai.
— ¿Pero estás cerca de la puerta?
—Sí.
—Creo que alguien deslizó algo dentro —dijo.
Jai levantó un brazo dolorido y palpó alrededor de donde pensaba que había oído el sonido metálico. Después de un momento tocó algo suave y húmedo. Hundiendo su dedo dentro, tocó metal.
—Creo que es comida, en una bandeja.
—Pruébala —dijo Harkness.
Jai se humedeció los labios; tenían el sabor metálico y salado de la sangre seca.
—No podría. De todos modos, apuesto a que está drogada.
— ¿Tú crees?
—Tú eres el prisionero veterano aquí. Quizás quieren drogarnos por alguna razón.
— ¿Para qué, otra interrogación? No necesitan darnos drogas para eso, no en nuestra condición. Podrían solo venir y...
Harkness se interrumpió.
— ¿Y qué?
— ¿Me parece a mí, o esa comida vino sorprendentemente rápido?
Tenía razón. Había aparecido como si él la hubiera pedido.
—Oh, grandioso —dijo Jai—. Hemos sido monitoreados.
¿Cómo podrían haber pasado eso por alto? Trató de pensar en todo lo que le había dicho a Harkness sobre misiones pasadas, o donde estaba asignada, o cualquier cosa que pudiera ser útil a los imperiales. Mientras aún estaba exprimiéndose el cerebro, escuchó abrirse la puerta, y entonces ruido de pisadas vibrando en el piso, justo al lado de su cabeza. La luz inundó el cuarto y Jai cerró sus ojos.
Alguien la sujetó por el pelo, y la tomó por debajo de los brazos, elevándola a una posición casi erguida.
—Arriba, rebelde —dijo la voz de un hombre.
Le resultó familiar, pero Jai no pudo ubicarla, incluso mientras era sacada a rastras del cuarto, incluso mientras Harkness empezaba a gritar y su voz se hacía cada vez más débil detrás suyo.
Platt y Tru’eb llegaron andando por el fondo del valle cerca de las 0600 estándar, estimó Tru’eb. En alguna parte más allá de la niebla y las salientes pensó que podía ver el cielo volverse rosa.
Abrirse paso para bajar del precipicio les había tomado toda la noche, aunque todo había resultado bien al final; Tru’eb no recordaba en realidad como se había sentido el viaje, o siquiera como se había visto. Solo se habían apresurado cada vez más y más, apenas hablando entre sí, y cuando pensaban que no podían dar otro paso, lo daban de todos modos. Y entonces otro. Y otro después de ese. La mayoría de la noche había transcurrido así, y ahora que el descenso había terminado, Tru’eb se sentía aturdido y soñoliento.
Miró a Platt, trepando inestable el suelo rocoso en las enormes botas imperiales; estaba cubierta de tierra y polvo blanco de rocas, y su rostro estaba casi gris de cansancio. Atravesar el fondo del valle era tan difícil como el viaje hacia abajo, ya que el terreno estaba cubierto de pequeños peñascos húmedos.
Platt lo pilló mirándola y le hizo un guiño. Tru’eb le sonrió; los ojos de Platt estaban cansados, pero despejados. El avance de la mañana les hacía sentirse más despabilados. Además, se sentían maravillados y con un sentido de brillante realización. Si no tuvieran una misión más importante en mente, hubieran considerado la sola escalada material para futuras historias.
Bien, no lo arruinemos ahora, pensó Tru’eb al escuchar una voz fuerte y áspera resonado a través del valle. Aferró la manga de Platt y la jaló detrás de una roca. Unos minutos después los gritos se volvieron más fuertes; un escuadrón de soldados imperiales entrenando apareció haciendo crujir el suelo, el sargento gritando el ritmo.
Su voz resonaba en las paredes y el fondo del cañón y desaparecía muy, muy arriba.
Sus hombres marchaban, gritando al unísono. Pasaron con facilidad sobre las rocas, más allá de Tru’eb y Platt, a través del profundo torrente donde desembocaban las cataratas, y finalmente trotaron debajo de una plataforma de aterrizaje y desaparecieron doblando una esquina. En un distante muro del acantilado, un enorme ascensor de plataforma descansaba con un AT-AT encima. Dos soldados permanecían a un costado haciéndoles señales a los pilotos. Parados en los débiles reflectores de la base, eran de un enfermizo color amarillento.
—Pequeña operación —dijo Tru’eb.
—Patética operación —dijo Platt indicando la plataforma de aterrizaje—. Si es una guarnición estándar, debería haber una escotilla de droides de mantenimiento cerca de allí.
— ¿Los droides nos causarán problemas?
—No. Son droides de mantenimiento.
— ¿Y los humanos?
—No deberíamos tener grandes problemas para encontrar una estación de seguridad desocupada. Este sargento Radlin debería tener autorización suficiente para echar un vistazo a la lista de prisioneros.
— ¿Y luego?
—No tengo idea.
Tru’eb suspiró.
—No me aflojes ahora, Tru’eb. Eres tú el que nos hizo empezar a bajar el acantilado.
—Lo sé. Vamos.
Se abrieron camino sobre las rocas y a través del torrente con bastante menos gracia que los soldados. Pero no pasó mucho tiempo antes de que la plataforma brillara con una luz azul sobre sus cabezas; Platt forcejeó por sacar un cilindro de código de la manga de su chaqueta con dedos entumecidos.
La única fuente de luz que habían tenido durante el descenso de la montaña era una barra luminosa, que se había apagado poco antes del amanecer. Con la plataforma encima, estaba completamente oscuro donde ellos estaban. Platt palpó a lo largo del muro por lo que pareció un rato increíblemente largo antes de encontrar una ranura e insertar el cilindro de código.
Cuando los ojos de Tru'eb se ajustaron a la oscuridad, comenzó a ver una línea débil de luz donde estaba la puerta.
Repentinamente se le ocurrió algo.
—Platt, yo digo...
—Oh, sssssíí —dijo Platt, feliz, mientras un sonido deslizante anunciaba su entrada a la guarnición.
— ¡Un aplauso para la entrada de servicio! ¿No crees que esta puerta sea un poco grande para ser sólo...?
Los dos hicieron una mueca de dolor cuando la luz cegadora de la guarnición se derramó a través del umbral; Tru'eb apenas empezaba a recobrar su visión cuando oyó a alguien gritar:
— ¡Hey! ¿Quién está allí afuera?
El cuerpo entero de Tru'eb se tensó. Hubo un largo silencio mientras trataba de enfocar a quién había hablado: un hombre en un uniforme imperial verde, como el de Platt. Detrás de él, había dos columnas qué parecían una patrulla, quizá de diez o doce hombres, parados en una pequeña bahía de embarque. Detrás de ellos había motos speeder prolijamente alineadas, apoyadas sobre horquillas de mantenimiento.
—Um... ya vamos —dijo Platt, y entró empujando al soldado más cercano a la puerta. Tru'eb la siguió, con la cabeza inclinada. Sabía que era totalmente inútil. Era increíble que aún no los hubieran descubierto, pero los soldados permanecieron sorprendidos e indecisos por un momento mientras Platt pasaba a través de ellos con increíble audacia.
Finalmente, uno de ellos la tomó por el brazo y dijo:
—No lo creo.
— ¡Corre! —gritó Tru’eb cargando hacia delante. Los imperiales que lo rodeaban aún estaban confundidos, pero los que estaban cerca de Platt ya estaban sacando sus blásters. Platt se liberó de un tirón y corrió tropezando hacia delante. Cuando se orientó lo suficiente para correr a un paso decente, empezó a patear las motos speeder de sus perchas.
Tru'eb la imitó. Disparos de bláster repicaron tras ellos, sobre sus cabezas, en las motos speeder. Los soldados que habían recobrado el suficiente sentido para correr tras ellos llegaron rugiendo ciegamente a través de la bahía de embarque y tropezaron con los vehículos que había en su camino. Esta es realmente una operación patética, pensó Tru'eb mientras se escondía tras una moto y hacía un par de disparos.
No obstante, los imperiales tenían la ventaja numérica, y podía ver a algunos de ellos buscando los comunicadores en sus cinturones. En algunos segundos la estación entera sabría lo que estaba sucediendo.
Tru'eb miró hacia Platt, que se había situado en una terminal cerca del turboascensor. Se puso en cuclillas, puso un puño alrededor de los controles del manubrio de la moto más cercana y su otra mano en el pedal. Después presionó el botón de activación y fijó un curso automático al azar. La moto se elevó sobre su horquilla de mantenimiento, se sacudió por un segundo, y chocó de lleno con una pila de sus hermanas desparramadas en el piso. Hubo un ruidoso estallido mientras todo el embrollo estallaba en llamas.
Los disparos se detuvieron por un momento. Tru'eb corrió hacia Platt y saltó detrás de la terminal.
Una voz anunció por la unidad de comunicaciones a toda la estación que había un incendio en la bahía de embarque tres.
—Escotilla de droides de mantenimiento, muy bien —gritó Tru'eb, asomándose y disparando a los soldados que no estaban ocupados buscando un extinguidor—. ¿De dónde lo sacaste, Platt? ¿De la Guía Militar de Palpatine para los recientemente lobotomizados?
—De acuerdo, ¡cambiaron algunas cosas!
— ¡Algunas, sí!
— ¡Cálmate! —Platt gritó—. ¡Descubrí que hay solo un nivel de la detención en este lugar!
— ¿Dónde?
— ¡Nivel ocho! ¡Ya llamé ya el turboascensor!
Tru'eb echó un vistazo detrás de ellos; varios metros más allá la puerta del turboascensor estaba abierta, esperándolos. Delante de ellos, algunas de las tropas todavía intentaban regresar el fuego y el resto estaba gritando órdenes a los demás por sus auriculares.
— ¿Sabes que aquí dice que la estación entera nos excede en número sólo cien a uno? ¡Deben haber capturado Dirk por pura paranoia! ¿Qué apostamos a que ni siquiera tienen un generador de escudos?
—Sólo mantén tu cabeza abajo y piensa en algún otro plan magnífico —dijo Tru'eb y corrió dentro del turboascensor.
Detrás de él, Platt gritó:
—Ya pensé en uno.
— ¡Resiste! ¡Resiste! ¡Resiste!
La voz del interrogador vino entre ondas del dolor sordo a través del estómago de Jai. Sus manos estaban libres, pero ella no intentó detenerlo
—Frente al imperio, no eres nada. Los Infiltradores no eran nada, y tú eras un insignificante suboficial porque no tenías la energía cerebral suficiente para ser oficial de nada.
El dolor se detuvo. Jai oyó que el interrogador retrocedía y entonces empezaba a caminar cerca de su cabeza.
—Bien, supongo que esto no nos está llevando a ninguna parte —le dijo en voz alta alguien. Jai levantó su cabeza bastante lo suficiente para ver los reflejos de varias personas en uniforme gris a través del piso pulido. El cuarto no era muy grande; había un enorme escritorio contra la otra pared, y la mayoría del espacio estaba ocupado por terminales de computadora. La iluminación era suave, casi relajante. Una atmósfera de utilidad y comodidad. La oficina de alguien.
El interrogador empujó su cabeza con su bota y la apoyó allí por un momento.
—Estoy sacando mi bláster y ajustándolo para matar —anunció—. Ahora lo estoy apuntando a tu cabeza, sargento Raventhorn.
Un momento o dos pasaron.
—Dije que estoy apuntando este bláster ajustado para matar a tu cabeza.
Pasó otro momento.
— ¡Aquí va!
Pausa.
— ¡Está en matar!
—Ya escuché —dijo Jai.
Él levantó su pie de su cabeza.
—Bien, he decidido no matarte —dijo con voz tensa—. Pero lo haré cuando se me antoje.
Otro momento pasó.
—Oh, continúa con la interrogación —dijo otra voz, exasperada. La voz de una mujer—. No quiero pasar toda mi vida mirándote mientras la molestas hasta que se rinda.
—Así es como se conduce una interrogación, mayor. Debes mostrarles quien tiene el poder.
—En este momento no parece que seas tú —dijo la mayor—. Una interrogación requiere control y habilidad. Lo que significa que no sirves para empezar.
—Oh. Muy graciosa. Mira. No me importa si esta es tu guarnición; las interrogaciones son mi fuerte. ¿Por qué estamos haciendo esto aquí para empezar?
Digo que la llevemos abajo y hagamos esto apropiadamente.
Pisadas a través del piso, acercándose a Jai.
—Esto ya no es lo mismo —dijo la mayor—. Tengo un plan diferente. ¿No leíste los resultados del sondeo mental?
— ¿Quién lo necesita? ¡Mírala! ¡A ella no le importa nada! —dijo el interrogador—.
¡Podrías prenderle fuego y no le importaría!
—Por supuesto que no le importaría, idiota. Podrías incendiar su planeta, podrías volar la Nueva República y no le importaría.
Jai estaba enroscada en la posición fetal. Las voces de los imperiales desaparecieron en un fuerte repicar, y Jai pensó que estaba en su cabeza; pero entonces se escuchó una voz profunda, metálica en el cuarto que anunciaba un incendio en una de las bahías de embarque, y reconoció el sonido de una alarma de incendio.
Después de unos momentos, la alarma se apagó. El mayor estaba terminando una frase:
— ... veremos que sucede cuando traigamos a su amigo mercenario.
Jai se concentró en el piso otra vez. Había algunas gotas de sangre cerca de su cabeza, un par más ahora, una mancha en la inmaculada máquina de guerra imperial.
Hizo que la cabeza de Jai se despejara un poco. De hecho, súbitamente se sintió lúcida.
Traigamos a su amigo mercenario.
Jai miró hacia arriba, más allá de la cara del interrogador, a la cara de la mayor.
Sus ojos se encontraron por un segundo, y Jai vio el rostro de la mayor registrar que se había cometido una equivocación fatal. En ese momento, ya no estaba en duda si Jai iba a hablar. Ahora se trataba de quien iba a alcanzar primero el bláster de la mayor.
En ese momento, el mundo de Dirk era el entresuelo entre él y el piso ocho niveles más abajo, su vista dividida por barras negras verticales de metal. Uno de los imperiales intentaba golpear la cabeza de Dirk contra las barras en una tentativa inútil de mantenerlo inmóvil. Aparentemente la indiferencia de Jai había llevado a los guardias a creer que su compañero de celda sería igual de fácil de arrastrar a la cámara de interrogación; como resultado, varios blásters yacían desparramados por el pasillo, dos oficiales inconscientes cerca de la puerta del bloque de celdas, y alguien pedía refuerzos a gritos en su comunicador. Harkness no estaba seguro de cuántos eran para empezar o cuántos quedaban. Solo sabía que no podía conseguir tomar un bláster, no con sus pies ardientes y resbaladizos deslizándose debajo de él cada vez que intentaba ponerse de pie, y no con un guardia aterrorizado y desarmado sacudiéndolo por el cuello. Harkness no estaba seguro de si podría evitar que su cabeza fuera empujada a través de las barras. Pero entonces las cosas empeoraron: el guardia abandonó las barras y comenzó a golpear la cabeza de Harkness contra el piso. Había un dolor resonante en el cráneo de Harkness, un dolor cegador que se disparaba a través de sus sienes, sus dientes, su cuello. Entonces se escuchó el sonido de un bláster disparando —no, varios blásters— y algunos gritos. El guardia vaciló. Eso era todo lo que Harkness necesitaba. Extendió su brazo hacia atrás, puso sus dedos bajo el casco del guarda, y lo arrancó limpiamente de un tirón.
Ahora Harkness tenía algo mejor que un bláster. El guardia resultó ser un muchacho rubio, y su rostro adquirió una expresión de completo pánico cuando Harkness se puso de rodillas y empezó a dar golpes con el casco.
— ¡Basta, ya está muerto, tranquilízate!
Alguien tomó a Harkness por el hombro. Él alzó la vista, su visión borrosa, hacia una persona vestida de blanco y verde, con una inconfundible gorra imperial.
— ¡Atrás! —gritó, revoleando el casco contra los rodillas de la persona.
Quienquiera que fuera, logró esquivarlo y dijo:
— ¡Hey, whoa! ¡Soy yo! ¡Cálmate!
Harkness se detuvo. Su visión se aclaró; el imperial era una mujer con cabello platinado vistiendo una elaborada camisa blanca de contrabandista y medio uniforme de soldado. Él la miró salvajemente a los ojos, que se movieron nerviosos mientras lo estudiaban.
— ¿Recuerdas? Somos tus compañeros... Nosotros te trajimos a Zeios.
Alguien más apareció tras ella, un twi’lek con lentes oscuros y ropas grises cubiertas de suciedad. Harkness no estaba seguro de cuáles eran sus nombres, pero su comportamiento le resultaba familiar; sintió que su cuerpo se relajaba.
—Tú... —dijo después de un momento—. Nosotros fuimos a... ¿no me ayudaron a obtener un cargamento de bláster imperiales? Ustedes son Tru’eb... y Platt.
—En realidad, somos Platt y Tru’eb —dijo Platt.
— ¿Vinieron hasta aquí para rescatarme?
—Somos así de raros. ¿Crees que puedas ponerte de pie? Vamos a sacarte de aquí, ¿de acuerdo?
Harkness se sobresaltó, como si súbitamente recordara estar enloquecido.
— ¡No! ¡Se la llevaron por el pasillo!
— ¿A quién?
— ¡Jai! Una de los agentes de la Nueva República. Nos estaban llevando a los dos a la cámara, pero ella ni siquiera se resistió...
— ¿Qué cámara? ¿Dónde? —preguntó Tru’eb, sujetándolo por la cintura y poniéndolo de pie. Harkness apoyó casi todo su peso en el hombro de Tru’eb; pero él no pareció esforzarse en lo absoluto.
¿Qué puerta? Harkness miró por el pasillo la fila de puertas negras a su derecha; los guardias habían llevado a Jai por una con un gran sello imperial blanco grande pintado, aunque Harkness habría podido jurar que recordaba haber sido empujado a través de dos puertas con una estampa roja antes de su propia interrogación. Por otra parte, esta puerta con el sello blanco estaba rotulada "Centro de comando."
Mientras Platt se ocupaba de meter un cilindro de código en la ranura, Harkness se encontró mirando su reflejo en el marco de metal de la puerta. De hecho, pasaron varios segundos antes de que se diera cuenta de que el reflejo era realmente el suyo; parpadeaba cuando él parpadeaba y movía su cabeza cuando él movía la suya. Pero su cara era pálida, con una raída barba marrón claro creciendo en sus mejillas hundidas, y el parche blanco del ojo ahora era de un gris sucio.
Platt se dio vuelta, frunciendo el ceño.
—Perdí los otros cilindros de código con la chaqueta. De todas formas, no hay manera que Radlin tuviera una autorización tan alta.
— ¿Pero no dijiste que habías pensado en un plan? —dijo Tru’eb.
—Sí, pero tenía un problema——dijo Platt.
— ¿Qué importa? —dijo Harkness—. ¡Dinos!
—De acuerdo. Primero, finjo que soy un guardia de la prisión y le digo a todos que estoy llevando a Tru'eb como prisionero. Entonces nos metemos en una acalorada pelea en frente de los imperiales, de modo que estén totalmente confundidos por medio segundo, que es todo el tiempo que necesitamos para aturdir a todos, meternos en el bloque de celdas y liberar a Dirk.
Dirk y Tru'eb se miraron entre ellos y después a ella.
—Por supuesto eso es algo irrelevante ahora —dijo Tru'eb concisamente.
—Sí, ves, ese es el problema.
Harkness apoyó su cabeza contra la puerta. No podía escuchar nada adentro, lo que lo hizo sentir peor. Debería haber sabido que algo como esto sucedería. No era como con la gente de Golthan: elige un prisionero, enséñale el respecto, y después olvídate de él. Era por eso que el ojo de Harkness no podía ser substituido: la infección resultante había destruido los nervios. No era el dolor de la tortura lo que más le dolía recordar; era la sensación de no ser nada, una breve diversión, ser lanzado en una celda como un montón de basura y después ser olvidado por tres meses. Ciertamente no lo habían dejado solo, pero sus compañeros de celda esa vez eran debiluchos con intenciones de unirse a la alianza, y no parte de su equipo. Ni siquiera le ayudarían en una tentativa de escape.
El sonido de la voz de Tru'eb lo trajo de nuevo al presente.
—Oh, no. Están aquí.
Los cuatro turboascensores del lado opuesto del entresuelo llegaron casi simultáneamente. Una tras otra, las puertas se abrieron, y tropas imperiales y oficiales se volcaron hacia fuera, todos armados, todos corriendo, todos gritando. En segundos, Dirk, Platt, y Tru'eb estaban rodeados.
— ¡Tiren sus armas! ¡Ahora!
Ellos obedecieron.
La cabeza de Harkness comenzó a palpitar. Esto no está sucediendo, no después de todo esto, no después de que tomé una decisión....
— ¡Retírense! —gritó alguien.
Una nueva voz. Todos se congelaron. Dos figuras estaban paradas en el umbral del centro de comando.
Harkness parpadeó un par de veces. Vio una mayor imperial con uniforme salpicado de rojo; su cara había aparecido brevemente en su mente varias veces desde su interrogación, pero no la había reconocido hasta este momento. Entonces la vio.
Jai era un desastre ensangrentado al igual que Harkness. Sus ojos estaban entrecerrados ante la combinación de luces brillantes y, probablemente, un terrible dolor de cabeza post-interrogación. Había un costurón rojo a través del puente de su nariz, que aún sangraba; un brazo trabado alrededor de la cabeza de la apenas consciente mayor; y un pesado bláster imperial apuntado a su sien derecha.
—Retírense —dijo Jai otra vez—. Tengo una proposición.
—Déjala ir, rebelde —dijo un teniente joven y delgado—. Suelta el bláster y pon tus manos sobre tu cabeza.
—No puede perder tiempo tomándonos otra vez bajo custodia —le dijo Jai.
— ¿Y porqué no?
—Porque la mayor y yo hicimos una pequeña llamada al gobierno planetario.
El teniente palideció. Un débil murmullo surgió entre las tropas. Jai continuó:
—Aparentemente no estaban muy felices de descubrir que había estado acechando aquí en el Valle de Umbra. Pienso que será mejor que evacue sus tropas antes de que el gobernador Nul envíe un ataque aéreo completo.
— ¿No piensas que eso sería un poco paranoico, rebelde?
Ahora fue Platt quien habló.
— ¿No crees que la población entera en este planeta es un poco paranoica, amigo?
—Aparte de eso, les estoy dando una orden —dijo Jai—. Porque desde hace tres minutos, Zeios II pertenece a la Nueva República. ¿No es cierto, mayor?
La mayor tomó una profunda inspiración y cabeceó débilmente.
El teniente miró fijamente a Jai por un minuto, sus ojos moviéndose de ella a Harkness y a la mayor. Era obvio que el muchacho nunca había tomado una decisión ejecutiva en su vida.
—Date por vencido, hijo, —le dijo Harkness—. Haz lo que dice la dama.
El teniente miró al piso.
Entonces se dio vuelta y señaló a las tropas.
—Inicie el procedimiento de evacuación. ¡Adelante, hágalo ahora! ¡Vamos!
Nadie pareció oponerse. Algunos de los soldados más cerca a los turboascensores habían depuesto sus blásters cuando Jai había dicho "ataque aéreo." En segundos las tropas habían comenzado a dispersarse, algunos de ellos maldiciendo, la mayoría intentando abrirse camino a través de la multitud.
— ¿Qué ocurrirá con la mayor? —le preguntó el teniente a Jai.
—Creo que volverá a mi base conmigo. También creo que nos prestará su lanzadera para salir del valle. ¿Usted no se opone, verdad, teniente? A menos que quiera venir también.
—No parece que sus tropas están interesadas en detenernos —dijo Tru'eb.
El muchacho humedeció sus labios y masculló algo sobre la bahía de embarque uno y autorización; después se dio vuelta y se alejó.
Harkness se desenredó del hombro de Tru'eb, se apoyó contra la pared, y dio unos pasos atroces hacia Jai, que luchaba visiblemente por mantener su adrenalina corriendo para sostenerse del comandante. Aparte de las heridas de Jai, nada sobre su aspecto sorprendió a Harkness. Ella coincidía exactamente con su voz. Y se parecía a su hermana, una versión más alta, rubia, con los mismos ojos azules. La única diferencia era lo que parecía estar detrás de sus ojos; los de Morgan habían sido claros y despiertos, una ventana a la brillantez más allá del ensimismamiento. Los de Jai eran brillantes, llenos de dolor y difíciles de enfrentar. A través de su mejilla izquierda había una larga cicatriz rosada, testimonio de una herida que nunca había visto un tanque de bacta; pero de una manera extraña, no parecía fea o fuera de lugar.
Algo adentro de él se sintió extrañamente asentado, viéndola en realidad.
Y en esos ojos preocupados, vio un destello de reconocimiento cuando ella finalmente se tomó un segundo para enfocarse en su rostro.
—Harkness.
—Sargento.
—Eres... tal como te imaginé.
— ¿Quieres decir feliz y bien parecido?
—Venga, yo llevaré a la Mayor Psicópata —dijo Platt—. Ustedes apóyense en Tru'eb. Solo concéntrense en permanecer conscientes hasta que estemos dentro de la lanzadera.
Jai pareció notar a Platt y a Tru'eb por primera vez.
— ¿Quiénes son ustedes?
—Tu pasaje fuera del planeta —dijo Platt, tomando la mano de Jai y sacudiéndola.
Al principio, Harkness había resistido la idea de ser inyectado con un sedativo pesado. Necesitó recordarse a sí mismo que estaba a bordo de la nave de Platt, la Última Oportunidad, a años luz de distancia de la guarnición, y que la mayor estaba encarcelada en la bodega. Por lo menos eso era lo que le había dicho Platt. Él no recordaba nada después de subir dificultosamente a la lanzadera clase Lambda de la mayor y hundirse en un asiento de pasajeros negro y brillante.
Más allá de la idea de tomar el sedativo, no quería dormir. En su experiencia, las drogas para dormir tendían a arrastrarte en pesados sueños de fiebre de los que era difícil despertar. Y él sabía qué clase de sueños iba a tener.
—Lamento no tener un tanque de bacta a bordo —dijo Platt, revolviendo el gabinete al lado de la cucheta médica de Harkness—. Pero son solo un par de días hasta que lleguemos a Wroona. Jai, tengo un par de amigos rebeldes allí. Pueden ayudarte a contactar a tu base.
—Gracias —dijo Jai. Estaba acostada en la cucheta al otro lado del cuarto, sobre su estómago.
Tru'eb entró.
—No hay medpacs en el compartimiento delantero —dijo.
—Estás bromeando. Creí que acabamos de aprovisionarnos en... oh, aquí están.
Platt lanzó uno a Tru'eb.
—No quiero dormir —dijo Jai.
—Esta no es realmente una mezcla fuerte —le dijo Tru'eb, sentándose en el borde de su cucheta—. Está diseñada para eliminar al dolor mientras mejora la calidad del sueño. De esa manera tus heridas no interfieren con tus patrones normales de sueño.
Lo que significa que es menos probable que tengas sueños vívidos.
—Oh. De acuerdo.
—Y escucha —dijo Platt—, esta no es una nave grande. Si necesitas cualquier cosa, presiona el botón verde en el costado de la cama. Sí, aquél. De acuerdo, Tru'eb y yo vamos a conseguir un poco descanso ¿Necesitan algo más?
—Deja las luces encendidas —dijo Jai.
Después de que Tru'eb y Platt se fueron, Harkness dijo:
— ¿Qué harás cuando regreses?
— ¿Estás bromeando? Acabo de insertar un planeta entero en la Nueva República. Tengo montones de papeleo que hacer.
—Eh. Déjalo. Haz que alguien más llene las formas.
—Sí —Jai guardó silencio por un momento; entonces su voz pareció balbucear—.
Cuando vuelva quizá le diga al general Madine qué puede hacer con esta asignación de Intel.
—Quizá deberías hacerlo.
—Quizá.
Harkness sintió el sedativo filtrarse en sus miembros, cálido y pesado. El cuarto pareció nublarse, con la misma niebla azul grisáceo que colgaba sobre el Valle de Umbra.
— ¿Sargento?
— ¿Sí?
— ¿Alguna vez pensaste en convertirte en mercenaria?
—A veces —dijo ella. Entonces su voz pareció cobrar un poco de fuerza—. Sí, pienso que sería bastante agradable.
—Dijiste que no te importaba demasiado pelear por la Nueva República.
— ¿Por qué? ¿Me estás proponiendo algo?
—Quizá.
Ella pareció dormirse después de eso. Harkness sintió el silencio tirando de él, pero parecía conducirlo a una cálida oscuridad, no a un pozo insondable.
Entonces el zumbido regresó.
Harkness se sobresaltó; sintió una oleada de consternación. Pero entonces se reclinó y cerró los ojos. No había sido una canción, o nada relacionado con Chessa.
El zumbido era el sonido de los motores de la nave de Platt.