Un ofrecimiento que puedo rehusar

Desde el momento en que entré en mi apartamento, tuve que apretar los puños para no cerrar la puerta y echar el cerrojo. Iba a conocer a Benicio Cortez. Y para mi vergüenza, tenía miedo.

Benicio Cortez era la cabeza suprema de la Camarilla Cortez. La comparación entre las camarillas y la mafia era tan vieja como el mismo crimen organizado. Pero era una mala analogía. Comparar a las pandillas con una Camarilla era como comparar a una banda de neonazis adolescentes con la Gestapo. Y sin embargo yo temía encontrarme con Benicio, no porque fuera el CEO de la Camarilla más poderosa del mundo, sino porque se trataba del padre de Lucas. Todo lo que era Lucas, y todo lo que temía llegar a ser, estaba encarnado en ese hombre.

Cuando supe por primera vez quién era Lucas, supuse que, habiendo consagrado su vida a combatir a las camarillas, Lucas no tendría ningún contacto con su padre. Pronto advertí que el asunto no era tan simple. Benicio llamaba por teléfono. Enviaba regalos de cumpleaños. Invitaba a Lucas a todas las reuniones familiares. Actuaba como si no hubiera ninguna desavenencia. Y ni siquiera su hijo parecía comprender por qué actuaba así. Cuando sonaba el teléfono y el número de Benicio aparecía en el identificador de llamadas, Lucas solía quedarse de pie delante del aparato y contemplarlo largamente, y en sus ojos yo veía un conflicto que no podía imaginar. A veces respondía. A veces no. En cualquiera de los dos casos, parecía lamentar la decisión tomada.

De modo que estaba a punto de conocer a ese hombre. ¿Qué era lo que verdaderamente temía? No estar a su altura. Que Benicio me echara una sola mirada y decidiera que yo no era suficientemente buena para su hijo. ¿Y lo peor de todo? Que en este momento yo no estaba segura de que Benicio estuviese en un error.

Se oyó un solo golpecito en la puerta.

Respiré profundamente, caminé hacia ella y la abrí. Al ver al hombre que estaba allí de pie, el corazón se me subió a la garganta. Durante unos instantes, tuve la certeza de haber sido engañada, de que ése no era Benicio sino uno de sus hijos —el hijo que había ordenado mi muerte cuatro meses antes. Me habían drogado y, al recobrar la conciencia, lo primero que vi fueron los ojos de Lucas —una espeluznante versión de los mismos, aquel marrón oscuro de algún modo era más frío que el azul gélido de la mirada de Troy Morgan. No había sabido cuál de los hermanastros de Lucas había sido. Aún lo ignoraba, pues nunca le había contado a Lucas lo ocurrido. Pero, ahora, al mirar aquellos ojos, el acero de mi columna vertebral se convirtió en mercurio y tuve que asirme del picaporte para mantenerme firme.

—Señorita Winterbourne.

Cuando habló, me di cuenta de que me había equivocado. La voz de aquel día la tenía grabada en la cabeza: palabras cortantes, proferidas en staccato, amargas. Esta voz tenía la suavidad del terciopelo, era la de un hombre que nunca había tenido que gritar para atraer la atención de nadie. Cuando lo invité a entrar, una mirada más detenida confirmó mi error. El hijo que yo había conocido andaría por los cuarenta y pocos, y este hombre era veinte años mayor. Sin embargo, se trataba de un error comprensible. Si se suavizaran algunas de las profundas arrugas de este rostro, Benicio sería el vivo retrato de ese hijo. Ambos hombres eran anchos de espaldas, fornidos y de poco más de un metro setenta de estatura, en contraste con el físico de Lucas, alto y delgado como una barra de acero.

—Conocí a su madre —dijo Benicio mientras cruzaba la habitación. Nada de «Era una buena mujer» o «Lamento su pérdida» se oyó a continuación. Tan sólo ese enunciado, tan desprovisto de emoción como su mirada. Sus ojos recorrieron la habitación, observando el mobiliario de segunda mano y las paredes vacías. Una parte de mí deseaba explicárselo, y otra parte se horrorizaba ante ese impulso. No le debía ninguna explicación a ese hombre.

Benicio se detuvo ante el sofá, que estaba en perfecto estado de uso, aunque desgastado. Lo miró como si se preguntara si podría ensuciarle el traje. A esas alturas, un atisbo de la antigua Paige emergió a la superficie.

—No se moleste en sentarse —le dije—. Ésta no es una visita con té y panecillos. Ah, y estoy muy bien, gracias por preguntarlo.

Benicio volvió hacia mí su mirada vacía y esperó. Durante por lo menos veinte segundos, no hicimos más que mirarnos el uno al otro. Traté de mantenerme en silencio, pero no pude por menos de hablar primero.

—Como dije a sus hombres, Lucas está en un juicio, fuera de la ciudad. Si usted no me cree...

—Sé dónde está mi hijo.

Sentí un escalofrío en la nuca al oír el adverbio que no había sido expresado: «Siempre sé dónde está mi hijo». Nunca había pensado en eso, pero al oírlo ahora, no quedó duda alguna en mi mente de que Benicio siempre sabía dónde estaba Lucas y lo que estaba haciendo.

—Bueno, qué gracioso —dije—. Porque sus hombres me dijeron que usted tenía un mensaje para él. Pero si usted sabe que él no está aquí, entonces... Ah, ya lo pillo. No era más que una excusa, ¿verdad? Usted sabe que Lucas no está y entonces ha venido aquí con la disculpa de que quería dejarle un mensaje, esperando tener la oportunidad de conocer a su nueva novia. Usted no querría hacer eso en presencia de Lucas, porque tal vez no podría usted controlar su desilusión al confirmar que su hijo realmente sale con —ejem, convive con— una bruja.

—Tengo un mensaje —dijo—. Para los dos.

—Sospecho que no es de «felicitaciones».

—Tengo un caso que podría interesar a Lucas, y que podría ser también de especial interés para usted. —Durante el tiempo que llevábamos hablando, sus ojos no habían dejado de estar clavados en los míos, pero daba la impresión de que ahora me miraba de verdad—. Usted se ha hecho célebre tanto por haber evitado el intento de la Camarilla Nast de raptar a Savannah como por el papel que desempeñó para poner fin al asunto con Tyrone Winsloe el año pasado. El caso al que me refiero requeriría a una persona con sus capacidades.

Cuando terminó de hablar, sentí un estremecimiento de satisfacción. Pero de inmediato me invadió una oleada de vergüenza. ¡Dios mío! ¿Era acaso tan transparente? ¿Bastaba con que me lanzaran unas huecas palabras de alabanza para que meneara la cola como un cachorrito feliz? Acabábamos de conocernos y Benicio ya sabía qué botones apretar.

—¿Cuándo fue la última vez que Lucas trabajó para usted? —pregunté.

—No se trata de ningún trabajo para mí. Sencillamente le estoy pasando un caso que creo puede interesar a mi hijo...

—¿Y cuándo fue la última vez que intentó usted algo similar? Fue en agosto, ¿verdad? ¿Algo concerniente a un sacerdote vudú en Colorado? Lucas lo rechazó de plano como hace siempre.

A Benicio se le crispó una mejilla.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Acaso creyó que Lucas no me lo contaría? Como si él no me contara que usted le trae un caso cada pocos meses, ya sea para perjudicar a las otras camarillas o para convencerlo de que haga algo a petición suya. Él no está seguro de qué se propone con ello. Yo supongo que ambas cosas.

Esperó un momento. Luego me miró a los ojos.

—Este caso es diferente.

—Claro, seguro.

—Tiene que ver con la hija de uno de nuestros empleados —dijo—. Una niña de quince años que se llama Dana MacArthur.

Abrí la boca para replicar, pero no pude. En el momento en que dijo «niña de quince años» tenía que oír el resto.

Benicio continuó.

—Hace tres noches alguien la atacó mientras caminaba por un parque. La estrangularon, la colgaron de un árbol y la dieron por muerta.

Se me revolvieron las tripas.

—¿Está...? —Traté de que me saliera la última palabra pero no pude.

—Está viva. En coma, pero viva. —Su voz se suavizó y los ojos reflejaron pena e indignación a partes iguales—. Dana no ha sido la primera.

Mientras él esperaba que yo hiciera la pregunta obvia, me la tragué y obligué a mi cerebro a que tomara otro camino.

—Lo lamento —dije, esforzándome por mantener la voz firme—. Espero que se recupere. Y que encuentre usted al responsable. Yo no puedo ayudarlo, y estoy segura de que Lucas tampoco. Pero le transmitiré el mensaje.

Comencé a caminar hacia el vestíbulo.

Benicio no se movió.

—Hay otra cosa que debería saber.

Me mordí los labios. No preguntes. No te dejes atrapar. No...

—La joven —continuó—, Dana MacArthur, es una bruja.

Durante un momento nos miramos fijamente el uno al otro. Entonces desvié la mirada, caminé a grandes pasos hasta la puerta y la abrí de un golpe.

—¡Váyase! —dije.

Y, para mi sorpresa, se fue.

* * *

Pasé la siguiente media hora tratando de codificar un formulario de respuesta al consumidor para un cliente de una página web. Un asunto simple, pero no conseguía hacerlo, probablemente porque el noventa por ciento de mi cerebro no dejaba de darle vueltas a lo que Benicio me había contado. Una bruja adolescente. Estrangulada y colgada de un árbol. En coma. ¿Tenía eso algo que ver con el hecho de que fuera bruja? Benicio había dicho que no era la primera. ¿Había alguien persiguiendo brujas? ¿Asesinando brujas?

Me froté los ojos con las manos y deseé no haberle permitido nunca a Benicio entrar en nuestro apartamento. En el momento mismo en que lo pensaba, me di cuenta de que no merecía la pena. De una u otra manera, él se habría asegurado de que yo me enterase del caso de Dana MacArthur. Después de todos estos años de traerle casos a Lucas, había encontrado uno perfecto, y no habría cejado hasta que nos hubiéramos enterado del mismo.

Un leve crujido desde la cocina interrumpió mis reflexiones. Mi primer pensamiento fue: «Hay ratones», seguido de «Lo que me faltaba». Entonces, la tabla floja del suelo que había junto a la mesa crujió, y supe que fuera lo que fuese lo que estaba en la cocina era mucho más grande que un roedor.

¿Había echado el cerrojo? ¿Había lanzado el hechizo de la cerradura? No lo recordaba, pero suponía que de alguna manera la visita de Benicio me había abrumado tanto que me había olvidado de semejantes trivialidades. Mentalmente preparé dos hechizos, uno para vérmelas con un intruso humano y otro, más fuerte, para la variedad sobrenatural. Entonces me levanté de la silla y me deslicé hacia la cocina.

Se oyó un estrépito de platos y, acto seguido, una imprecación. No, en el mismo momento en que reconocí la voz, advertí que no se trataba de una imprecación, sino, sencillamente, de una manifestación de enojo. Donde cualquiera habría dicho entre dientes «mierda» o «maldición», esta persona nunca emitía ni siquiera una mala palabra sin considerar antes si era o no apropiada para la situación.

Sonreí y eché una mirada furtiva. Lucas llevaba aún la ropa que usaba en el tribunal: un traje gris oscuro y una corbata igualmente sombría. Un mes antes, Savannah le había comprado una corbata de seda verde, un toque de color que, según dijo, le hacía mucha falta. Desde entonces, él había salido tres veces de viaje, las tres llevándose consigo la corbata, pero yo estaba segura de que no se la había puesto nunca.

En lo que se refería a su aspecto, Lucas prefería el disfraz de la invisibilidad. Con gafas de montura metálica, pelo corto oscuro y un rostro sin rasgos llamativos, Lucas Cortez no necesitaba ningún hechizo para pasar desapercibido en cualquier sitio.

Se esforzaba en no hacer ruido ni dejarse ver mientras vertía en tazas el café que había traído en dos vasos de cartón.

—¿Haciendo novillos, abogado? —pregunté, apareciendo en la cocina.

Cualquier otro habría dado un respingo. Lucas sólo pestañeó y luego me miró, curvados los labios en el pliegue que yo había aprendido a interpretar como una sonrisa.

—Me apetecía sorprenderte con un tentempié de media mañana, nada más.

—No tenías que hacer eso para sorprenderme. ¿Qué ha pasado con tu caso?

—Tras la debacle con el nigromante, el fiscal trató de conseguir un receso de veinticuatro horas para buscar a un testigo de última hora. Al principio me mostré reacio, porque quería terminar el asunto lo antes posible, pero tras hablar contigo anoche pensé que tal vez no te opondrías a una visita inesperada. De modo que decidí ser magnánimo y aceptar la palabra del demandante.

—¿No perjudicará tu caso si encuentran a su testigo?

—No lo harán. Está muerto. Uso indebido de un enjambre de fuego.

—¿Arma de fuego?

—No, enjambre de fuego.

Moví la cabeza a un lado y a otro y me senté a la mesa. Lucas puso dos panecillos en un plato y se lo trajo. Esperé hasta que comiera su primer bocado.

—Muy bien, morderé el anzuelo. ¿Qué es un enjambre de fuego? ¿Y qué le hizo a tu testigo?

—No es mi testi...

Le tiré mi servilleta.

Su cuarto de sonrisa se convirtió en una sonrisa entera y se dispuso a contarme la historia. Tiene su ventaja ser abogado de los sobrenaturales. El salario es escaso y la clientela puede ser mortífera, pero siempre que se toman acontecimientos sobrenaturales y se trata de presentarlos en un tribunal humano surgen necesariamente grandes historias. Esta vez, sin embargo, ninguna, por más entretenida que pudiera ser, podría distraerme de lo que me había dicho Benicio. Poco después de las primeras frases Lucas se interrumpió.

—Cuéntame lo que ocurrió anoche —me pidió.

—¿Anoche? —Poco a poco logré centrarme—. Ah, lo del Aquelarre. Bueno, yo solté mi perorata, pero era evidente que estaban más interesadas en no perder la reserva que habían hecho para la cena.

Su mirada buscó la mía.

—Pero no es eso lo que te preocupa, ¿verdad?

Vacilé un momento.

—Tu padre ha estado aquí esta mañana temprano.

Lucas se puso tenso y sus dedos apretaron la servilleta con fuerza. Me escudriñó la mirada, tratando de encontrar alguna señal de que estuviera gastándole una broma pesada.

—Primero mandó a sus guardaespaldas —afirmé—. Al parecer te buscaba a ti, pero cuando dije que no estabas, se empeñó en hablar conmigo. Pensé que era mejor permitírselo. No estaba segura..., nunca habíamos discutido sobre lo que yo debía hacer en caso de...

—Porque no tendría que haber ocurrido. Cuando supo que yo no estaba aquí, no debería haber insistido en hablar contigo. Me sorprende que no supiera... —Se interrumpió, y me miró a los ojos—. Él sabía que yo no estaba, ¿no es cierto?

—Esto..., en realidad no estoy segura.

Lucas torció el gesto. Echó atrás su silla, se dirigió a grandes pasos al vestíbulo y sacó bruscamente el teléfono móvil de uno de los bolsillos de su chaqueta. Antes de que pudiera marcar, me acerqué al vestíbulo y levanté una mano para detenerlo.

—Si vas a llamarlo, será mejor que te cuente lo que quería, porque si no va a pensar que yo me he negado a transmitirte su mensaje.

—Sí, por supuesto.

Lucas guardó el teléfono en el bolsillo y luego se pellizcó el puente de la nariz, levantándose las gafas al mismo tiempo.

—Lo lamento mucho, Paige. Esto no tendría que haber ocurrido. Si se me hubiera pasado por la cabeza que él podría venir aquí, te habría prevenido; se suponía que nadie de la organización de mi padre debía ponerse en contacto contigo ni con Savannah. Me dio su palabra...

—Se comportó muy bien —dije, esbozando una sonrisa—. Fue breve y amable. Sólo quería que yo te dijese que tenía otro de esos casos que podía interesarnos..., bueno, interesarte.

Lucas frunció el ceño y supe que había captado mi lapsus.

—Aseguró que nos interesaría a los dos. Pero en realidad se refería a que podría interesarte a ti. Utilizó el plural sólo para suscitar mi curiosidad. Ya sabes: si logras intrigar a la nueva novia, ella insistirá hasta que él diga «Sí».

—¿Qué fue lo que dijo?

Le conté la historia de Benicio. Cuando terminé, Lucas cerró los ojos y movió la cabeza a un lado y a otro.

—No puedo creer que haya... Mentira, que lo creo. Tendría que haberte prevenido.

Lucas hizo una pausa y luego me llevó de vuelta a la cocina.

—Lo siento mucho —dijo—. Estos últimos meses no han sido fáciles para ti, y no quiero que te veas afectada por esta parte de mi vida, al menos no más de lo necesario. Sé que yo soy la razón de que no encuentres brujas que se unan a tu Aquelarre.

—Eso no tiene nada que ver. Soy joven y no me he probado a mí misma..., bueno, aparte de probar que pueden echarme de un Aquelarre. Pero sea lo que sea lo que las obsesione, no tiene nada que ver contigo.

Él mostró una sonrisa pequeña y tenue.

—Sigues sin saber mentir.

—Bueno, no importa. Si ellas no quieren... —Sacudí la cabeza—. ¿Pero por qué estamos hablando de mí, si puede saberse? Tienes una llamada que hacer. Seguro que tu padre ya se ha convencido de que no voy a darte su recado, así que no dejaré de acosarte hasta que lo llames.

Lucas sacó su teléfono pero lo único que hizo fue contemplarlo. Tras unos instantes, me miró.

—¿Tienes algún proyecto importante que hacer esta semana? —preguntó.

—Todo lo que debería estar terminado para finales de esta semana tendría que haberlo estado la semana anterior. Con Savannah aquí, no puedo permitir que se me echen encima los plazos, porque cualquier emergencia podría dejarme sin trabajo.

—Claro, por supuesto. Bueno... —Se aclaró la garganta—. No tengo que volver a los tribunales hasta mañana. Si Savannah pudiera quedarse esta noche en casa de unos amigos, ¿podrías, o debería decir querrías, volar hoy conmigo a Miami para volver mañana?

Antes de que yo abriera la boca, se apresuró a continuar:

—Lo he venido posponiendo durante demasiado tiempo. Para tu propia seguridad, ya es hora de que te presente formalmente a la Camarilla. Tendría que haberlo hecho hace meses, pero..., bueno, esperaba que no fuese necesario, que mi padre cumpliría su palabra. Parece que no es así.

Me quedé mirándolo. Era una buena excusa. Pero yo sabía la verdad. Quería llevarme a Miami para que oyera el resto de la historia de Dana MacArthur. Si no lo hacía, la preocupación y la curiosidad me concomerían hasta que finalmente encontrara algún modo de obtener las respuestas que necesitaba. Ésa era la reacción que Benicio buscaba, y que yo desesperadamente quería evitar. Y sin embargo, ¿qué daño había en oír lo que realmente había sucedido, y ver tal vez a esa bruja adolescente y asegurarme de que se encontraba bien? Benicio había dicho que era la hija de un empleado de la Camarilla. Las camarillas cuidaban de los suyos. Eso lo sabía. Lo único que teníamos que hacer era decir «No, gracias» y la Camarilla lanzaría una investigación y haría justicia a Dana MacArthur. Para mí, así tenían que ser las cosas.

De modo que acepté, y nos dispusimos para partir de inmediato.