El camino descendente de la sabiduría

En su dormitorio cuadrado con un gran ventanal, mamá y papá recostados en sus almohadas se alcanzaban el uno al otro las cosas que tomaban de la ancha bandeja negra colocada encima de la mesita de patas cruzadas. Sus sonrisas se agrandaron cuando el chiquillo, con el sueño prendido todavía en la piel y en el pelo, se acercó a la cama. Se apoyó en ella y, retorciendo los dedos de los pies desnudos sobre la blanca alfombra de piel, continuó comiendo los cacahuetes que extraía del bolsillo de su pijama. Tenía cuatro años.

—Aquí está mi bebé —dijo mamá—. Súbelo a la cama, ¿quieres?

El pequeño relajó los músculos para dejar que papá lo tomara en sus brazos y lo meciera sobre su pecho amplio y robusto. Se acurrucó entre sus padres como un osito en su madriguera y allí se quedó, acostado con toda comodidad. Cogió otro cacahuete entre los dientes, le quitó la cáscara, separó el fruto y se lo comió.

—Otra vez ha estado corriendo por ahí descalzo —anunció mamá—. Sus pies parecen carámbanos.

—Mastica como un caballo —observó papá—. Comer cacahuetes antes del desayuno le estropeará el estómago. ¿De dónde los habrá sacado?

—Tú se los trajiste ayer —replicó mamá con exactitud—, en una espantosa bolsita de celofán. Te he pedido muchas veces que no le traigas nada para comer. Bájalo de la cama, ¿quieres? Está desparramando cáscaras de cacahuete por todas partes.

Casi de golpe, el chiquitín se encontró de nuevo en el suelo. Se acercó al lado de mamá y, apoyándose con confianza cerca de ella, comenzó a comer otro cacahuete. Mientras masticaba, la miraba a los ojos con solemnidad.

—Un espécimen muy brillante, ¿verdad? —preguntó papá estirando sus largas piernas, para alcanzar su bata, y añadió—: Supongo que dirás que tengo la culpa de que sea tonto como un buey.

—Es mi bebito, mi único bebito —repuso mamá con ternura, estrechándolo en un abrazo—. Un corderito amoroso.

El cuello y los hombros del niño eran blandos y suaves bajo su firme abrazo. Dejó de masticar el tiempo suficiente para recibir un beso en su barbilla cubierta de restos de cacahuetes.

—Es tierno como un trébol —añadió mamá.

El pequeño continuó masticando.

—Fíjate cómo mira —comentó papá—, parece una lechuza.

—Es un ángel —replicó mamá— y jamás me arrepentiré de haberlo tenido.

—Habría sido mejor no haberlo traído al mundo —rezongó papá.

Estaba caminando por la habitación, de espaldas a su mujer. Durante un momento reinó el silencio. El niño dejó de comer y contempló a su mamá con una mirada profunda. Ella observaba la espalda de papá. Sus ojos se habían oscurecido.

—Estás repitiendo eso con demasiada frecuencia —le dijo a su marido en voz baja—. Cuando hablas de esa manera, te odio.

—Lo mimas demasiado. Jamás lo corriges por nada. No te ocupas de él. Lo dejas que ande por ahí comiendo cacahuetes antes del desayuno —repuso papá.

—Recuerda que fuiste tú quien le dio los cacahuetes —advirtió mamá.

Se sentó y abrazó a su único hijito una vez más. El pequeño se frotó la nariz suavemente en la axila de su madre.

—Vete, mi querido —ordenó mamá, con su voz más suave, mientras le sonreía mirándolo a los ojos. Apartó los brazos del cuerpecillo del niño y añadió—: Vete a desayunar.

En el camino hasta la puerta el chiquillo tuvo que pasar junto a su padre. Se encogió al ver la enorme mano que se alzaba por encima de su cabeza.

—Sí, sal de aquí y quédate fuera —dijo papá dándole un pequeño empellón hacia la puerta.

No fue un gesto duro, pero el niño se sintió herido. Se escabulló con presteza y correteó hasta el vestíbulo procurando no volver la mirada. Tenía miedo de que algo lo persiguiera, aunque no podía imaginar qué. Algo lo había herido muy hondo pero no sabía por qué.

No quiso desayunar. Se sentó y agitó el contenido del tazón amarillo dejando que se escurriera de la cuchara, derramándolo sobre la mesa, sobre su frente, sobre la silla. Le agradaba verlo esparcido. Era un alimento odioso, pero resultaba divertido ver cómo corría por su pijama en blancos riachuelos.

—Mira lo que estás haciendo, sucio mocoso —lo amonestó Marjorie—. Eres un sucio mocoso.

El niño abrió la boca para hablar por primera vez.

—La sucia eres tú —dijo.

—Está bien —rezongó Marjory, mientras se inclinaba sobre el niño hablando bajo para que su voz no pudiera oírse—. Está bien, eres igual que tu padre. —Y añadió en un murmullo—: Despreciable, despreciable.

El chico tomó con ambas manos el tazón amarillo colmado de crema, harina de avena y azúcar y lo estrelló con estrépito contra la mesa.

—¡Mira lo que has hecho! —exclamó Marjory arrancándolo de la silla mientras lo frotaba con una servilleta.

Lo restregó con toda la rudeza de que era capaz hasta que el pequeño rompió a llorar.

—Como te he dicho. Exactamente como te he dicho —farfulló Marjory.

A través de las lágrimas, el niño vio la cara de la mujer terriblemente cerca, roja y ceñuda, bajo una tiesa diadema blanca. Una cara como la de alguien que aparecía por las noches, se detenía a su lado y lo regañaba cuando no podía moverse y escapar.

—Idéntico a tu papá, despreciable.

El chiquillo salió al jardín y se sentó en un banco verde y balanceó las piernas. Estaba limpio. Tenía el pelo mojado y su jersey de lana azul le producía picor en la nariz. Sentía la piel de la cara tirante por efecto del jabón. Vio a Marjory que pasaba frente a una ventana con la bandeja negra en las manos. Él sabía que esa ventana con las cortinas corridas todavía correspondía al cuarto de mamá. El cuarto de papá. El cuarto de mamápapá. La palabra era agradable. Producía entre los labios un borboteo y un chasquido que corría luego por su mente mientras sus ojos vagaban a su alrededor buscando algo que hacer, algo con que jugar.

Las voces de mamápapá seguían atrayendo su atención. Mamá reñía otra vez con papá. Podía asegurarlo por el tono de su voz. Eso era lo que siempre afirmaba Marjory cuando sus voces se alzaban y apagaban, crecían hasta un punto determinado para luego quebrarse y rodar como los gatos que pelean por las noches. En esa ocasión, también papá estaba irritado, mucho más que mamá. El chiquillo se sintió helado e intranquilo. Estaba sentado muy quieto con tremendos deseos de ir al baño, pero este se encontraba junto a la habitación de mamapapá y no se animaba siquiera a pensar en ir allí. Cuando las voces se elevaron más aún, casi no podía escucharlas, tan intensa era su necesidad. De pronto se abrió la puerta de la cocina y apareció Marjory quien le hizo señas con la mano para que se acercara. No se movió. La mujer se aproximó, con su cara todavía roja y torva, pero no parecía irritada. Estaba tan asustada como él. Le dijo:

—Ven, cariño, tenemos que ir otra vez a casa de la abuelita. —Lo tomó de la mano para apartarlo del banco—. Vamos rápido, tu abuela te está esperando.

El chiquillo se puso en pie. En ese momento la voz de su madre se alzó en un terrible chillido y gritó algo que él no fue capaz de entender. Parecía muy furiosa. En otras ocasiones había visto a su madre con los puños apretados y los ojos cerrados, golpeando el suelo con los pies y lanzando aullidos, así que sabía cuál era su aspecto en semejantes circunstancias. Su madre gritaba presa de un ataque de nervios, tal como él la recordaba de otras ocasiones. Se detuvo en seco, doblado sobre sí mismo y todo su cuerpo pareció disolverse desde el fondo de su estómago en una ola nauseabunda.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marjory—. ¡Oh, Dios mío! ¡Mira cómo te has puesto! Y no puedo detenerme para limpiarte.

Nunca supo cómo llegó a casa de su abuela, pero lo cierto es que al fin estuvo allí, húmedo y sucio, y advirtió que lo manejaban con asco en la gran bañera. Su abuela, vestida con sus largas faldas negras, apuntó:

—Tal vez esté enfermo. Deberíamos llamar al médico.

—No lo creo, señora —repuso Marjory—. No tiene nada. Lo que ocurre es que está asustado.

El chiquillo no se animaba a levantar los ojos, tan grande era su vergüenza.

—Llévele esta nota a su madre —ordenó la abuela a Marjory.

La anciana se sentó en un ancho sillón y se entretuvo en acariciar la cabeza del niño, mientras lo peinaba con los dedos. Le alzó la barbilla, lo besó y le dijo:

—¡Pobre pequeño! No te preocupes. Siempre lo pasas muy bien en casa de abuelita, ¿verdad? Será una visita agradable, como la de la última vez.

El niño se apoyó contra las rígidas ropas de la abuela, de las que emanaba un olor seco, y se sintió horriblemente apesadumbrado por algo. Comenzó a lloriquear y murmuró entre sollozos:

—Tengo hambre. Quiero comer.

La frase le recordó algo. Se puso a berrear con toda su alma. Se tiró sobre la alfombra y frotó su nariz contra un polvoriento ramo de rosas de lana.

—Quiero mis cacahuetes —bramó—. Alguien me ha quitado mis cacahuetes.

La abuela se arrodilló a su lado y lo tomó en sus brazos tan estrechamente que el niño casi no podía moverse. Con voz calma, por encima de los berridos del pequeño, llamó a la vieja Janet y le ordenó:

—Tráigame un poco de pan con manteca y mermelada de fresa.

—¡Quiero cacahuetes! —vociferó el chico con desesperación.

—No, querido, no quieres cacahuetes —dijo la abuela—. Tú no quieres esos horribles cacahuetes que te ponen malito. Vas a comer un poco del rico pan fresco de la abuela, con sabrosa mermelada de fresa. Eso es lo que vas a comer.

Un rato después el pequeñín se sentó con la mayor tranquilidad y comió hasta hartarse. La abuela estaba a su lado. Y la vieja Janet permanecía de pie junto a una mesa que se hallaba cerca de la ventana, en la que había una bandeja con pan fresco y un tarro de mermelada. Fuera se veía un arriate con flores rojas en forma de canuto, que colgaban por todas partes. Las abejas zumbaban.

—No sé qué hacer —dijo la abuela—. Es muy…

—Así es, señora —asintió la vieja Janet—, de verdad que es…

—No alcanzo a ver en qué terminará todo esto. Es un terrible… —continuó la abuela.

—La verdad es que es terrible —comentó Janet—. Semejantes escándalos continuamente y esta criatura…

Sus voces le parecían tranquilizadoras. El chiquillo comía sin prestar atención a ellas. No conocía a esas mujeres excepto por el nombre. No lograba entender lo que hablaban. Sus manos, sus ropas y sus voces eran secas y lejanas. Lo examinaban con sus ojos arrugados, en los que no alcanzaba a descubrir la menor expresión. Siguió sentado, aguardando lo que harían con él. Confiaba en que le permitieran ir a jugar al patio. La habitación estaba colmada de flores, de oscuras cortinas rojas y enormes sillones suaves y aunque las ventanas estaban abiertas, todo era en cierta manera sombrío. Sombrío y desconocido. Un lugar en el que no confiaba.

—Ahora debes beberte la leche —dijo la vieja Janet, mientras sostenía una taza de plata.

—No quiero leche —protestó el niño volviendo la cabeza.

—Muy bien, Janet, si no quiere leche que no beba leche —intervino la abuela rápidamente—. Ahora vamos, corre al jardín y juega. Janet, dele el aro.

Por las noches llegaba a la casa un desconocido grandote que trataba al chico de una manera muy rara. Cada vez que le regalaba el objeto más insignificante rugía con voz terrorífica:

—Tienes que decir «por favor» y «gracias», jovencito.

Otras veces, al tiempo que cerraba unos puños enormes y peludos y le hacía pases, preguntaba:

—Bien, ¿estás listo para una pelea? Vamos, debes aprender a boxear.

Después de las primeras luchas el juego resultó divertido.

—No le enseñes a ser rudo —decía la abuela—. Hay bastante tiempo para ello.

—Pero, madre, supongo que no querrás que el niño sea una mujercita —replicaba el hombre alto—. Tiene que endurecerse desde niño. Ven, muchacho, ponte los guantes…

Al chiquillo le gustaba esa nueva manera de nombrar a las manos. Aprendió a arrojarse contra el corpulento desconocido, cuyo nombre era tío David, y golpearlo en el pecho con toda su fuerza. El hombre reía y le devolvía los golpes con sus puños enormes y flojos. A veces, aunque no muy a menudo, el tío David llegaba a mediodía. El chiquillo lo extrañaba cuando no aparecía. Se quedaba en la puerta de la casa y fijaba los ojos calle abajo para verlo llegar. Una noche llevó un gran paquete cuadrado bajo el brazo.

—Ven, muchacho, mira lo que tengo —le dijo desatando un cordel y apartando cantidades de papel verde.

Apareció una caja que estaba llena de algo de colores planos y plegado. Puso algo en la mano del pequeño. Era de un verde vivo, flexible y sedoso, con un tubo en un extremo.

—Gracias —dijo el muchacho cortésmente sin saber qué hacer con aquello.

—Globos —exclamó el tío David con voz de triunfo—. Ahora pon tu boca aquí y sopla con fuerza.

El niño obedeció y la cosa verde comenzó a crecer, redonda, delgada y brillante.

—Esto es bueno para tu pecho —observó el tío David—. Sopla más.

El niño siguió soplando y el globo se infló más y más.

—¡Basta! —ordenó el tío David—. Ya es suficiente.

Hizo un nudo para mantener el aire dentro y explicó:

—Hay que hacerlo así. Ahora yo inflaré uno y tú otro y veremos quién logra el globo más grande en menos tiempo.

Soplaron y soplaron, en especial el tío David. Jadeaba y resollaba con toda su fuerza pero el chiquillo siempre vencía. Su globo se hacía perfectamente redondo antes de que el tío David pudiera empezar el suyo. El niño se sintió tan orgulloso que se puso a bailar y a gritar:

—¡He ganado, he ganado!

Y volvió a inflar otro globo. De pronto, este reventó en su cara y el mocoso se asustó tanto que se sintió enfermo.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Jo! ¡Jo! —chilló el tío David—. ¡Mirad lo que ha conseguido el muchacho! Apuesto a que yo no puedo hacerlo. Veamos.

Sopló y sopló hasta que la hermosa burbuja aumentó de tamaño, se balanceó en el aire y por fin estalló. En la mano del tío David sólo quedó un pequeño retazo de color. Era un juego divertido. Siguieron hasta que llegó la abuela y dijo:

—Es hora de comer. No, no puedes inflar globos en la mesa. Quizá mañana.


Al día siguiente, en lugar de darle globos lo sacaron de la cama muy temprano, lo bañaron con agua tibia y jabonosa y le sirvieron un abundante desayuno de huevos pasados por agua, tostadas con mermelada y leche. Su abuela le dio los buenos días con un beso y le dijo:

—Espero que te portes bien y obedezcas a la maestra.

—¿Qué es una maestra? —preguntó el chiquillo.

—La maestra está en la escuela —contestó la abuela—. Ella te enseñará muchas cosas y tú debes hacer todo lo que te diga.

Mamá y papá habían hablado mucho acerca de la escuela y de que pronto lo enviarían a ella. Le habían contado que era un lugar muy agradable, con toda clase de juguetes y otros chicos para jugar. Pensó que sabía bastante sobre la escuela.

—No creí que fuese a ser tan pronto, abuela —comentó el niño—. ¿Es hoy?

—En este preciso instante —respondió la abuela—. Te lo dije hace una semana.

La vieja Janet apareció con el sombrero puesto. Era una especie de envoltorio lleno de puntas, sostenido con una banda negra de elástico que pasaba hacia atrás por debajo de su pelo.

—Vamos —ordenó—. Este es mi día más ajetreado.

Usaba una piel de gato colocada de cualquier manera alrededor de su cuello cuyas orejas puntiagudas asomaban por debajo de su barbilla flácida.

El niño se sentía emocionado y deseaba correr para adelantarse a la criada.

—Te he dicho que no me sueltes la mano —recordó la vieja Janet—. No corras de ese modo, puedes matarte.

—Me van a matar, me van a matar —cantó el niño con una tonada de su creación.

—No digas eso que me da miedo —dijo la vieja—. Cógete de mi mano.

Se inclinó sobre el chico y lo observó, no a la cara, sino a algo en sus ropas. Los ojos del pequeño siguieron su mirada.

—Confieso —declaró Janet— que me he olvidado por completo. Iba a coserla. Debí haberlo sabido. Le advertí a tu abuela que pasarían cosas así.

—¿Qué? —quiso saber el muchachito.

—Mírate —ordenó la vieja Janet con irritación.

El niño obedeció. A través de una abertura en sus pantalones cortos de franela azul, se veía una puntita de su persona. Los pantalones le llegaban hasta la mitad del muslo y los calcetines le llegaban a media pierna. Por eso sentía tanto frío en las rodillas durante todo el invierno. Recordó cuán intenso era el frío que padecía en las rodillas cuando helaba y que a veces se había visto obligado a volver a meter la parte de su cuerpo que salía por la bragueta porque también sentía frío allí. Inmediatamente descubrió lo que andaba mal y trató de arreglarlo, pero sus mitones se engancharon. Janet dijo:

—No lo hagas, chiquillo malo.

Con un firme pulgar, la criada puso las cosas en orden y estiró y plegó su camiseta de punto por debajo del cinturón sobre la parte delantera.

—Ahora —lo amonestó—, trata de no perder la vergüenza en todo el día.

El niño se sintió culpable y enrojeció porque tenía algo que aparecía estando vestido, aunque se suponía que entonces no debía aparecer. Las distintas mujeres que lo bañaban siempre lo envolvían con rapidez en las toallas y lo vestían a toda velocidad porque veían en él algo que no lograba averiguar qué era. Se apresuraban tanto que jamás había tenido la menor oportunidad de saber qué veían ellas, fuera lo que fuese. Y cuando se contemplaba desnudo, no conseguía encontrar qué había de malo en él. Vestido, sabía que su aspecto era como el de los demás, pero debajo de su ropa había algo que se relacionaba con su cuerpo. Aquel asunto lo atemorizaba y confundía y se preguntaba con frecuencia qué podría ser. Las únicas personas que jamás parecían darse cuenta de que había algo incorrecto eran papá y mamá. Nunca lo llamaban chico malo y durante todo el verano le habían permitido correr desnudo por la playa del enorme océano.

—Míralo, ¿no es un amor? —preguntaba mamá.

Y papá, después de contemplarlo respondía:

—Tiene una espalda de un campeón de lucha.

El tío David era un campeón de lucha, cuando adelantaba sus puños y lo invitaba:

—Vamos, muchacho.

La vieja Janet lo sostenía con firmeza y daba largos pasos debajo de sus faldas anchas y tiesas. No le gustaba el olor de la vieja Janet. Le revolvía el estómago. Olía igual que las plumas de pollo mojadas.

La escuela resultó fácil. La maestra era una mujer angulosa con melena y falda corta. A veces se interponía en el camino, pero sólo en contadas ocasiones. La gente que se movía alrededor del niño era de su mismo tamaño y no se veía obligado a estirar el cuello hacia las caras que se inclinaban sobre él. Además, podía sentarse en las sillas sin necesidad de trepar para alcanzarlas. Todos los chicos tenían nombres, como Frances y Evelyn, Agatha, Edward y Martin, y el suyo era Stephen. Ya no era el «bebé» de mamá, ni el «hombrecito» de papá, ni el «muchacho» del tío David, ni el «querido» de la abuela, ni el «chiquillo malo» de la vieja Janet. Era Stephen. Estaba aprendiendo a leer y a cantar una tonada siguiendo unas letras de aspecto extraño y las marcas escritas con tiza en la pizarra. Se hablaba con un tipo de letras y se cantaba con otro. Todos los chicos hablaban y cantaban en su turno y luego lo hacían juntos. Stephen pensó que era un juego muy agradable. Se sentía despierto y feliz. Tenían arcilla moldeable, papel, alambres y cuadrados de colores en cajas pequeñas para jugar y bloques coloreados para construir casas. Más tarde, bailaron formando un gran corro y después parejas, un niño con una niña. Stephen lo hizo con Frances. La pequeña decía con insistencia:

—Sígueme.

Frances era un poquito más alta que Stephen y su pelo formaba rizos cortos y brillantes del color de un cenicero que estaba en el escritorio de papá. A veces, la chiquilla le decía:

—No sabes bailar.

—Claro que sé —replicaba Stephen, y saltaba a su alrededor, sosteniendo las manos de sus compañeras—. Puedo bailar también.

Estaba seguro y, por eso, añadió:

—No sabes bailar. No sabes bailar en absoluto.

Entonces tuvieron que cambiar de pareja de baile y cuando volvieron a formar pareja, Frances comentó:

—No me gusta tu forma de bailar.

Eso era diferente. Stephen comenzó a dudar de su habilidad. Cuando el disco repitió la canción, ya no saltó tan alto.

—Continúa, Stephen, lo estás haciendo muy bien —lo alabó la maestra, al tiempo que movía las manos con rapidez.

El baile terminó y jugaron a «relajarse» durante cinco minutos. Lo hicieron balanceando sus brazos hacia delante y hacia atrás y haciendo rodar su cabeza una y otra vez. Cuando la vieja Janet fue a buscarlo, no quería volver a casa. Durante la comida, la abuela le pidió dos veces que mantuviera la cara alejada del plato.

—¿Son esos los modales que te enseñan en la escuela? —preguntó.

El tío David estaba en casa.

—Aquí tienes, muchacho —dijo, y le dio dos globos.

—Gracias —repuso Stephen.

Metió los globos en el bolsillo y se olvidó de ellos.

—Te advertí que aprendería algo —le contestó el tío David a la abuela—. ¿Lo has oído decir «gracias»?

Por la tarde, otra vez en la escuela, la maestra entregó a cada niño grandes trozos de arcilla y les dijo que modelaran algo, lo que más les gustara. Stephen decidió modelar un gato igual que Miou, la gata de mamá. No le tenía mucha simpatía, pero pensó que sería fácil modelarla. Sin embargo no consiguió sacar nada en limpio con la arcilla. Sólo conseguía hacer bultos informes. Ante su fracaso se detuvo, se limpió las manos en el jersey, recordó los globos que tenía en el bolsillo y comenzó a inflar uno.

—Mirad el caballo que ha hecho Stephen —les dijo Frances a los otros chicos—. Miradlo.

—No es un caballo, es un gato —replicó el chico.

Los otros compañeros se reunieron a su alrededor.

—Se parece un poco a un caballo —opinó Martin.

—Es un gato —insistió Stephen golpeando el suelo con el pie. Sentía que su cara se iba poniendo caliente de ira.

Los niños rompieron a reír y lanzaron exclamaciones acerca del gato de Stephen que parecía un caballo. La maestra se acercó. Generalmente se sentaba al frente de la clase ante una gran mesa cubierta de papeles y de objetos para jugar. Levantó el trozo de arcilla de Stephen, lo volvió a un lado y al otro y lo observó con ojos bondadosos.

—Vamos, niños —dijo—, cada uno tiene el derecho de hacer las cosas como quiere. Si Stephen dice que es un gato, es un gato. ¿No estabas pensando en un caballo, Stephen?

—Es un gato —repuso el chiquillo.

Se sentía dolido. Se daba cuenta de que debía haber admitido desde el primer momento que era un caballo. Así lo habrían dejado tranquilo. Nunca habrían descubierto que deseaba modelar un gato.

—Es Miou —explicó con voz temblorosa—, pero lo que me ha pasado es que he olvidado cómo es.

Su globo estaba desinflado. Comenzó a soplar tratando de retener las lágrimas. Cuando llegó la hora de volver a casa, la vieja Janet fue a buscarlo. Mientras la maestra conversaba con las personas mayores que habían acudido para llevarse a los otros niños, Frances le dijo a Stephen:

—Dame tu globo. Yo no tengo globos.

Stephen se lo dio. Se sintió feliz al regalárselo. Buscó en su bolsillo y sacó el otro. Lleno de dicha, también se lo dio a su compañerita. Frances lo cogió, pero cambió de opinión. Se lo devolvió y propuso:

—Ahora tú vas a inflar uno y yo otro. Haremos una carrera.

Cuando los globos estaban a medio inflar, la vieja Janet asió a Stephen por el brazo y ordenó:

—¡Vamos! Hoy es mi día más ajetreado.

Frances los siguió corriendo, al tiempo que gritaba:

—Stephen, devuélveme mi globo.

Cuando alcanzó al niño, se lo arrebató. Stephen no sabía si estaba sorprendido por haberse marchado con el globo que le había regalado a Frances o por comprobar que ella se lo había quitado como si realmente le perteneciera. En su mente reinaba una gran confusión. La vieja Janet no dejaba de tirar de él. Sólo sabía una cosa: le gustaba Frances, la volvería a ver el día siguiente y le iba a llevar más globos.

Esa noche, Stephen boxeó un rato con el tío David y este le regaló una hermosa naranja.

—Cómetela —le dijo—. Es buena para tu salud.

—Tío David, ¿puedes darme más globos? —preguntó el niño.

—Bueno, ¿qué se dice primero? —preguntó el tío David mientras bajaba la caja del estante superior de la biblioteca.

—Por favor —repuso Stephen.

—Eso es —asintió el tío.

Sacó dos globos de la caja, uno rojo y otro amarillo. Por primera vez, Stephen se dio cuenta de que había letras escritas en ellos, letras muy pequeñas, que se hacían más y más anchas a medida que el globo se tornaba más redondo.

—Ya está, muchacho —dijo el tío David—. No me pidas más, porque ya está.

Volvió a colocar la caja en el estante, pero no sin que antes Stephen advirtiera que estaba casi llena. No dijo una palabra al respecto y continuó soplando y el tío David hizo otro tanto. El chiquillo pensó que era el juego más divertido que había conocido jamás.

El tío David le dejó un solo globo y al día siguiente lo llevó a la escuela para regalárselo a Frances.

—Hay un montón —anunció a la niña sintiéndose muy orgulloso y lleno de afecto—. Te traeré muchos.

Frances lo infló hasta que se convirtió en una hermosa burbuja y dijo:

—Mira, quiero mostrarte algo.

La niña cogió una varilla de punta aguzada, que empleaban para modelar la arcilla, pinchó el globo y este explotó.

—¡Mira! —exclamó la niña.

—No es nada —la tranquilizó Stephen—. Te traeré más.

De regreso de la escuela, antes de que el tío David llegara a casa y mientras la abuela estaba descansando, en cuanto la vieja Janet le dio su vaso de leche y le advirtió que se fuera a correr por allí y no la molestara, Stephen arrastró una silla hasta la biblioteca, trepó a ella y alcanzó la caja. En lugar de coger tres o cuatro globos como se había propuesto, cuando los tuvo en sus manos aferró todos los que pudo. Saltó de la silla abrazando su tesoro y lo sepultó en el bolsillo de su chaquetón. Los globos plegados casi no hacían bulto.

Se los regaló todos a Frances. Eran muchos y la niña repartió la mayoría entre los demás chicos. Stephen, sonrojado debido a su nueva alegría, es decir, el placer de hacer regalos, tropezó de golpe con otra felicidad. Repentinamente, se hizo popular entre sus compañeros. Lo invitaban a participar en cualquier juego, aceptaban sin titubear sus sugerencias y le preguntaban qué quería hacer. Convirtieron en una fiesta el juego de inflar globos, los cuales se veían cada vez más llenos, redondos y delgados, cambiaban sus colores oscuros en tonos más sutiles y pálidos, se volvían delgados como pompas y por fin estallaban con un ruido potente y excitante, parecido al de una pistola de juguete.

Por primera vez en su vida, Stephen poseyó casi en exceso algo que deseaba y su cabeza estaba tan trastornada que olvidó de dónde provenía esa plenitud y ya no pensó en aquel asunto como en un secreto. El día siguiente era sábado y Frances fue con su niñera a visitarlo. La vieja Janet llevó a la mujer a su cuarto para tomar una taza de té y cambiar chismes. Los niños se quedaron en la galería lateral inflando globos. Stephen eligió uno de color manzana y Frances otro verde pálido. Entre ambos, en el banco, descansaba un desordenado montón de diversión todavía por venir.

—Una vez tuve un globo plateado —contó Frances—, un globo hermosísimo, no redondo como estos, sino alargado. Pero creo que estos son más bonitos.

Añadió la última frase con presteza, porque quería mostrarse educada.

—Cuando hayas terminado con ese —dijo Stephen, mientras la contemplaba con la pura bienaventuranza de dar sumada a la de amar—, puedes inflar el azul, el rosa, el amarillo y el púrpura.

Empujó hacia ella el montón de objetos flexibles. Los ojos claros de Frances, con finas líneas de color castaño como los radios de una rueda, estaban colmados de aprobación por Stephen.

—No me gustaría ser avariciosa e inflar todos tus globos.

—Hay muchos más todavía —repuso el chiquillo, y su corazón se hinchó debajo de las costillas.

Se tocó las costillas y descubrió, con cierta sorpresa, que terminaban en determinado lugar, en la parte anterior de su cuerpo. Frances seguía inflando globos pero ya sin mucho entusiasmo. La verdad es que el juego comenzaba a cansarla. Después de inflar seis o siete, el pecho parecía hueco y los labios se fruncían. No había parado de inflar globos durante tres días y empezaba a desear que abandonaran aquel entretenimiento.

—Hay cajas y cajas de globos, Frances —anunció Stephen, lleno de gozo—. Millones más. Creo que durarán y durarán, siempre que no gastemos demasiados cada día.

—Te diré lo que vamos a hacer. Descansaremos un rato y luego prepararemos un poco de agua de regaliz. ¿Te gusta el agua de regaliz? —propuso Frances con cierta timidez.

—Sí, me gusta —contestó Stephen—, pero no tengo.

—¿No podríamos comprar? —quiso saber Frances—. Una barrita de regaliz no cuesta ni un centavo, ese regaliz muy gomoso y retorcido. No hay más que ponerlo dentro de una botella con agua y sacudirla y sacudirla, hasta que se forme en la superficie una espuma como las burbujas de la soda. Entonces la podremos beber. —Y tras una pausa vacilante añadió con una voz apagada y débil—: Te confieso que tengo bastante sed. Inflar tantos globos da sed, ¿no crees?

Stephen, en silencio, fue asaltado por una espantosa realidad y un sentimiento helado comenzó a hormiguear por su cuerpo. No tenía un centavo para comprar regaliz y Frances se había cansado de los globos. Fue la primera congoja de su vida y, durante el minuto que siguió maduró por lo menos un año, mientras se debatía en la mayor de las confusiones, con sus profundos y serios ojos azules fijos en un punto debajo de su nariz, sumido en hondas reflexiones. ¿Qué podía hacer para contentar a Frances que no costara dinero? Justo el día anterior el tío David le había regalado una moneda y él la había despilfarrado en pastillas de goma. Lamentó la ausencia de esa moneda con tal amargura que su cuello y su frente se cubrieron de gotas de sudor. También él se sintió sediento.

—Te diré lo que vamos a hacer —propuso iluminado por una idea espléndida, que ocultaba con torpeza un pensamiento más profundo—. Hay algo que podemos hacer… Yo… yo…

—Tengo sed —lo interrumpió Frances, con suave persistencia—. Tengo tanta sed que creo que tal vez sea mejor que me marche a casa.

No abandonó el banco, pero volvió su boca apesadumbrada hacia el niño. Este tembló de terror pensando en la aventura que le esperaba. Sin embargo, anunció con arrojo:

—Prepararé limonada. Voy a buscar azúcar, limón y un poco de hielo y tendremos limonada.

—¡Oh, me encanta la limonada! —exclamó Frances—. Me gusta más que el agua de regaliz.

—Quédate aquí —dijo Stephen—. Traeré todo lo necesario.

Bordeó la casa a la carrera y al llegar a la ventana de la habitación de la vieja Janet oyó el áspero cotorreo de las dos mujeres. Debía darse maña para eludirlas. Se escurrió andando de puntillas hasta la despensa, tomó un limón que alguien había apartado, un puñado de terrones de azúcar y una tetera de porcelana, lisa, redonda, con flores y hojas pintadas. Dejó todo sobre la mesa de la cocina mientras partía un trozo de hielo con un agudo pico de metal que le habían prohibido tocar. Colocó el hielo en la tetera, cortó el limón y lo exprimió como pudo (un limón que era más duro y resbaladizo de lo que había pensado) y mezcló azúcar y agua. Decidió que el azúcar no era suficiente y se deslizó una vez más hasta la alacena para coger otro puñado. Regresó a la terraza con una rapidez asombrosa, la cara estirada, las rodillas temblorosas y la tetera llena de limonada fría para apagar la sed de Frances en sus manos devotas.

A un paso de distancia de la niña se detuvo en seco, atravesado por un espantoso pensamiento. Allí estaba, a pleno sol, llevando una tetera con limonada, cuando su abuela o la vieja Janet podían aparecer en cualquier momento.

—¡Ven, Frances! —cuchicheó con voz apremiante—. Vamos a la parte de atrás donde están los rosales y hay sombra. Frances abandonó el banco de un salto y corrió al lado de Stephen como un gamo, con su rostro iluminado por la comprensión. Stephen corría todo tieso, acariciando la tetera con las manos apretadas. Detrás de los arbustos de rosales el lugar era sombreado y mucho más seguro. Se sentaron el uno al lado del otro sobre la tierra húmeda, con las piernas dobladas debajo del cuerpo y bebieron por turnos por el delgado pico de la tetera. Stephen bebía tragos largos, helados y deliciosos. Cuando le tocaba a Frances, esta colocaba su boca redonda y rosada rodeando el pico, con delicadeza, y su garganta latía acompasadamente como un corazón. Stephen pensaba que había hecho algo muy bonito por Frances. No sabía con exactitud dónde radicaba su felicidad. Estaba mezclada con el gusto agridulce de su boca y con un fresco sentimiento en su pecho, porque su amiguita estaba bebiendo una limonada que él había conseguido para ella corriendo un gran peligro. Cuando le llegó su turno, Frances dijo:

—¡Por Dios, qué tragos tan grandes das!

—No mayores que los tuyos —replicó el chiquillo categóricamente—. Tú bebes tragos muy grandes.

—Bueno —comentó la niña, transformando su crítica en un argumento en apoyo de su rectitud para hacer las cosas—, de todos modos así se bebe la limonada.

Echó una mirada al interior de la tetera. Aún quedaba bastante y estaba comenzando a sentir que ya había bebido suficiente.

—Juguemos a ver quién bebe tragos más largos —propuso.

Era una idea tan maravillosa que ambos niños empezaron a comportarse de manera descabellada. Inclinaban el pico de la tetera sobre las bocas abiertas, desde arriba de sus cabezas, y la limonada se desparramaba y corría por sus barbillas, en riachuelos que bajaban desde su frente. Cuando se cansaron de la diversión, aún quedaba limonada en la tetera. Entonces comenzaron por dar un trago de limonada a los rosales y terminaron bautizándolos.

—En el nombre del padre, del hijo y del Espíritu Santo —gritaba Stephen mientras vertía el líquido.

No había acabado de decir esas palabras, cuando la cara de Janet apareció por encima del seto bajo y el rostro curtido lleno de disgusto de la niñera de Frances asomó por encima de su hombro.

—Bueno, justo lo que pensaba —gruñó la vieja Janet—. Justo lo que esperaba —dijo moviendo la papada.

—Teníamos sed —explicó Stephen—. Una sed espantosa.

Frances no dijo nada. Se limitó a contemplar con obstinación la punta de sus zapatos.

—Dame esa tetera —ordenó la vieja Janet arrebatándosela con brusquedad—. El que hayáis tenido sed no es una razón. Podíais haber pedido las cosas. No teníais necesidad de robar.

—¡Nosotros no hemos robado nada! —gritó Frances de repente—. ¡No hemos robado! ¡No hemos robado!

—Basta ya, niña —le dijo la niñera a Frances—. Sal de ahí inmediatamente. Tú no tienes nada que ver en este asunto.

—¡Oh, no estoy muy segura! —replicó la vieja Janet lanzando una mirada dura a la otra mujer—. Él jamás ha hecho una cosa semejante por sí solo.

—¡Vamos! —insistió la niñera de Frances—. Este no es un buen lugar para ti.

Tomó a la niña por la muñeca y comenzó a andar con tal premura que Frances se vio obligada a correr para mantener el paso. La irritada criada añadió:

—Nadie va a llamarnos ladronas y salirse con la suya.

—No tienes que robar aunque otros lo hagan —le dijo la vieja Janet a Stephen con voz alta y sostenida—. Si tomas algo, aunque sea sólo un limón, en casa ajena, eres un ladronzuelo. —Luego bajó el tono y amenazó al niño—: Ahora corro a contárselo a la abuela y verás lo que te ocurre.

Un rato después, Janet presentó su informe:

—Fue hasta la nevera y la dejó abierta. Desparramó tantos terrones de azúcar por todo el suelo que una los pisa en todas partes. Derramó el agua en el suelo limpio de la cocina y bautizó los rosales blasfemando. Y cogió su tetera Spode.

—No hice nada de eso —protestó Stephen gritando, mientras trataba de liberar su mano del puño enorme y firme de Janet.

—¡No mientas! —exclamó la vieja—. ¡Esto es el colmo!

—¡Oh, Dios mío! —intervino la abuela—. Ya ha dejado de ser un bebé.

Cerró el libro que estaba leyendo y atrajo al chiquillo cogiéndolo por la pechera de su jersey mojado.

—¿Qué es esta cosa pegajosa? —preguntó, y enderezó sus anteojos.

—Limonada —informó la vieja Janet—. Cogió el último limón que quedaba.

Estaban en la gran habitación oscura, la de las cortinas rojas. El tío David entró desde la biblioteca, llevando alzada en su mano una caja.

—¡Oye! —le dijo a Stephen—. ¿Qué se ha hecho de todos mis globos?

Stephen sabía que el tío David no estaba haciendo una pregunta en realidad. Sentado en un escabel junto a las rodillas de su abuela, el niño se sentía adormecido. Se inclinó con pesadez y sintió deseos de descansar la cabeza en el regazo de la anciana, pero pensó que si lo hacía podría dormirse y que estaría mal hacerlo mientras el tío David hablaba. El tío David recorría la sala con las manos en los bolsillos y conversaba con la abuela. De vez en cuando se aproximaba a una lámpara e inclinándose contemplaba la parte superior de la pantalla, guiñando los ojos ante la luz, como si esperara encontrar algo allí.

—Simplemente lo lleva en la sangre, se lo dije a ella —comentó el tío David—. Le pedí que viniera para llevárselo y cuidarlo. Me preguntó si lo que pretendía era llamarlo ladrón y le contesté que si hallaba una palabra más exacta, me sentiría muy contento de oírla.

—No debiste haberle hablado así —comentó la abuela con calma.

—¿Por qué no? Ella tiene que saberlo… Supongo que el chico no puede evitarlo —dijo el tío David deteniéndose frente a Stephen y dejando caer la barbilla sobre el pecho—. No debemos esperar demasiado de él, pero no debería comenzar demasiado temprano…

—El problema es… —comenzó la abuela.

Mientras hablaba, tomó el mentón de Stephen y lo sostuvo de modo que el chiquillo se viera obligado a encontrar sus ojos. Su voz era firme y triste, pero el niño no fue capaz de entender lo que decía. La abuela terminó:

—No se trata de los globos, por supuesto.

—Se trata de los globos —replicó el tío David con enojo—, porque los globos de hoy significan algo peor mañana. Pero ¿qué se puede esperar? Su padre… bien, lo lleva en la sangre. Él…

—Estás refiriéndote al marido de tu hermana —interrumpió la abuela— y no se gana nada empeorando las cosas. Además, tú no lo sabes realmente.

—Lo sé —afirmó el tío David.

Volvió a hablar deprisa al tiempo que caminaba arriba y abajo. Stephen trató de comprender, pero los sonidos le resultaban extraños y flotaban por encima de su cabeza. Se re fe rían a su padre y estaba claro que no les gustaba. El tío David se acercó y se detuvo junto a Stephen y la abuela. Se inclinó sobre ambos, con la cara ceñuda, su sombra encorvada cayendo encima de ellos desde la pared. A Stephen le pareció idéntico a su padre y se acurrucó asustado entre las faldas de la anciana.

—El problema es qué vamos a hacer con él —dijo el tío David—. Si continúa viviendo aquí, sería un… No pienso preocuparme por este mocoso. ¿Por qué no cuidan a su propio hijo? Esa casa es un manicomio. Me temo que hayan ido demasiado lejos. No hay educación. No hay ejemplo.

—Tienes razón, deben venir a buscarlo y llevárselo —admitió la abuela.

Acarició la cabeza de Stephen y pellizcó su cuello con ternura.

—Tú eres el encanto de la abuelita —le dijo al niño—. Me has hecho una larga y bonita visita y ahora debes regresar a casa. Mamá vendrá a recogerte dentro de unos minutos. ¿No es maravilloso?

—Quiero a mi mamá —murmuró Stephen sollozando, porque su abuela lo había asustado. Había algo extraño en su sonrisa.

El tío David se sentó.

—Acércate, muchacho —dijo, mientras agitaba el índice en dirección a él.

El chiquillo se aproximó con lentitud y el tío David lo arrastró y lo acomodó entre sus amplias rodillas envueltas en sus ropas ásperas y holgadas.

—Deberías estar avergonzado —lo amonestó— por robar los globos del tío David, cuando él ya te había regalado tantos.

—No fue así —se apresuró a intervenir la abuela—. No le digas eso, le impresionará mucho…

—Espero que así sea —repuso el tío David en voz alta—. Espero que recuerde esto toda su vida. Si fuera mío le daría una buena zurra.

Stephen sintió vibrar sus labios, su barbilla y toda su cara. Abrió la boca para tomar aliento y rompió a llorar ruidosamente.

—¡Basta, muchacho, basta! —exclamó el tío David, mientras le sacudía los hombros con suavidad.

Pero Stephen no podía detenerse. Resolló otra vez y lanzó un aullido. La vieja Janet se asomó por la puerta.

—Tráigame un poco de agua fría —le ordenó la abuela.

Se produjo una conmoción. Una ráfaga de aire tibio sopló desde el vestíbulo, alguien dio un portazo y Stephen oyó la voz de su madre. Su chillido se apagó y, con la respiración entrecortada y con pucheros, volvió sus ojos empañados y la vio. Su alma regresó a su cuerpo y corrió al encuentro, mientras balaba como un cordero:

—Maaaaaaaaamá.

El tío David retrocedió cuando mamá se precipitó en la sala y cayó de rodillas junto a Stephen. Lo estrechó contra su pecho y se puso de pie con el niño en los brazos.

—¿Qué le has hecho a mi pequeño? —le preguntó al tío David con voz cargada de emoción—. Nunca debí dejar que lo trajeran aquí. Debí de haber supuesto que…

—Tú siempre «debiste haber supuesto» las cosas —la interrumpió el tío David—, pero nunca las supones. Y nunca las supondrás. Lo que pasa es que no tienes nada aquí —añadió dándose golpecitos en la frente.

—David —le recriminó la abuela—, es tu…

—Sí, ya sé, es mi hermana —cortó en seco David—. Ya lo sé, pero si ella se escapa y se casa con un…

—¡Cállate! —ordenó mamá.

—Y si trae al mundo a otros como él, lo menos que puede hacer es tenerlos en su casa. Repito: lo menos que puede hacer es tenerlos…

Mamá puso a Stephen en el suelo y sosteniéndolo con la mano le dijo a la abuela, a la carrera, como si estuviera leyendo:

—Adiós, mamá. Esta es la última vez, realmente la última. No puedo soportarlo más. Dile adiós a Stephen porque no lo volverás a ver. Tú has permitido que ocurriera esto. Es tu culpa. Sabes que David es un cobarde y un fanfarrón, una bestezuela satisfecha de su rectitud, lo ha sido toda su vida y tú nunca lo has contrariado en nada. Dejaste que se portara conmigo como un bravucón y que calumniara a mi marido y llamara ladrón a mi pequeño. Esto es el colmo… Dice que mi chiquillo es un ladrón por unos pocos globos horribles, porque no le gusta mi marido…

Estaba jadeante y su mirada corría del uno a la otra. Todos se hallaban de pie. Entonces la abuela dijo:

—Vete a tu casa. Y tú, David, sal de aquí. Estoy cansada de oíros pelear. Jamás he tenido un día de paz o de consuelo con vosotros. Ahora dejadme tranquila y terminad con este alboroto. Fuera. —Su voz temblaba. Tomó un pañuelo y se enjugó primero un ojo y después el otro. Por fin, añadió—: Todo este odio… odio… ¿para qué? Ya veis las consecuencias. Bueno, dejadme en paz.

—Tú y tus globos de propaganda —le dijo mamá al tío David—. El gran hombre de negocios, honesto, hace la propaganda con globos y si pierde uno está arruinado. Y tus ideas morales detestables y mezquinas…

La abuela se acercó a la puerta, al encuentro de la vieja Janet, que le alcanzó un vaso de agua. Lo apuró hasta el fondo, de pie en la entrada. Luego le preguntó a mamá:

—¿Tu marido vendrá a buscarte o piensas regresar a casa sola?

—He venido en coche —respondió mamá con voz lejana, como si su mente estuviera vagando por el espacio—. Sabes muy bien que mi marido no pondría los pies en esta casa.

—Y hace bien —comentó el tío David.

—Vamos, Stephen, cariño —dijo mamá—. Hace rato que ha pasado la hora de acostarte —añadió sin dirigirse a nadie en particular—. ¿A quién se le ocurre mantener a una criatura levantada hasta semejante hora para torturarla por unos miserables trocitos de goma coloreada?

Pasó junto al tío David en su camino hacia la puerta llevando a Stephen del otro lado y sonrió sarcásticamente a su hermano exclamando:

—¡Ah, dónde estaríamos sin tus altos principios morales! —Luego se despidió de la abuela con su voz habitual—: Buenas noches, mamá. Te veré un día de estos.

—Por supuesto —repuso la abuela con animación y fue hasta el vestíbulo con Stephen y mamá—. Mantenme al día. Telefonéame mañana. Espero que te sientas mejor.

—Me siento muy bien ahora —dijo mamá llena de alegría y riendo.

Se inclinó y besó a Stephen.

—¿Con sueño, querido? Papá te está esperando. No te duermas hasta que le hayas dado las buenas noches con un beso.

Stephen despertó con un sobresalto. Levantó la cabeza y avanzó un poco la barbilla.

—No quiero ir a casa —dijo—. Quiero ir a la escuela. No quiero ver a papá. No me gusta papá.

Mamá puso con suavidad la palma de la mano delante de su boca:

—Querido, no digas eso.

El tío David asomó la cabeza y comentó con una especie de bufido:

—Ahí lo tienes. Has conseguido una confesión en toda regla.

Mamá abrió la puerta y corrió, casi arrastrando a Stephen. Cruzó la acera, abrió de un tirón la puerta del coche y metió al chiquillo detrás de ella. Hizo girar el automóvil y aceleró con tal energía que Stephen estuvo a punto de ser arrojado del asiento. El niño se aseguró con todas sus fuerzas, con las manos hundidas en el asiento. El coche aumentó la velocidad. Los árboles y las casas se sucedían como flechas. De pronto, Stephen comenzó a cantar para sí una canción íntima en voz baja para que mamá no lo oyera. Cantaba su nuevo secreto. Era una tonada agradable y adormecedora:

—Odio a papá, odio a mamá, odio a la abuela, odio al tío David, odio a la vieja Janet, odio a Marjory, odio a papá, odio a mamá…

Su cabeza se balanceó, se inclinó y terminó descansando en la rodilla de mamá; sus ojos se cerraron. Mamá lo acercó un poco más y disminuyó la marcha, conduciendo con una sola mano.