Capítulo    XXIII

ME puse en pie de un salto, me tambaleé e intenté ver lo que casi nos había atropellado.

No era una rata. Estaba seguro de eso. Pero lo de la rata fue lo primero que se me pasó por la cabeza. Una rata enorme.

Era más grande que un elefante y estaba dando la vuelta. Su piel tenía pinchos, como la de un puercoespín, y las púas le salían desde la cabeza. La cabeza consistía en dos ojos del estilo de los hetwanos colocados sobre una boca repleta, demasiado repleta, de dientes como agujas afiladas.

“¡Es la Rata Fink! ¡Lo juro por Dios, es la monstruosa Rata Fink!” gritó Christopher.

No lo era. Pero la boca se parecía.

“¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Los enormes Peluches Beanie Babies asesinos?”

“¿Ka Anor?” susurró April.

“Ka Anor es mi amo,” dijo la bestia con una voz como de tierra mojada. “El Gran Ka Anor no se involucra en asuntos de mortales.”

“¿Esto habla?” dijo Christopher con un grito estridente. “¿¡Esto habla?!”

La sonrisa de tiburón se ensanchó. “Y come, mortal. Y come.”

“¡Aquí viene!”

La Rata Fink de Ka Anor se abalanzó sobre nosotros. No había posibilidad de dejarle atrás. Ni una posibilidad en absoluto.

David le plantó cara, agarrando con fuerza la espada, empuñándola frente a la cara del monstruo. La bestia ni siquiera vaciló.

La espada acertó a la criatura entre sus ojos de insecto. Y penetró. Manó una pálida sangre azul. La espada se quedó clavada, casi hasta la empuñadura, y escapó de la mano de David.

David se había caído. El animal corrió hacia él y golpeó a Christopher, pisoteándolo. Yo cogí un fémur, lo balanceé patéticamente ante su cara, ante la boca llena de dientes. Me derribó, el aire estallaba en mis pulmones, ¿qué? ¿Qué estaba…? Me levantó.

Dientes por todas partes. Todos a mi alrededor, por encima, por debajo, un anillo de dientes, afilados como cuchillos, veinticinco centímetros de largo, iba a morir, iba a morir aquí, ahora, en la boca del monstruo.

La mandíbula se cerraba.

Pero se detuvo.

Mi mano temblorosa aún sostenía el fémur. El hueso se atascó en la mandíbula y mantuvo la boca abierta. Los dientes se detuvieron, a centímetros de mí. Mis hombros descansaban sobre una fila de ellos. Los sentí penetrando en mi ropa, en mi piel, supe que fluía mi sangre.

Algo me cogió. Se envolvió a mi alrededor, una serpiente, una lengua. Me bajó. Luchaba, me debatía, pero estaba demasiado débil.

¡Abajo, no, no, no!

Para, déjame ir, no puedo morir, no puedo morir.

La carne color fresa se cerró a mi alrededor, asfixiándome mientras jadeaba y me ahogaba y gritaba en silencio. Me asfixiaba. No podía moverme. Sólo me retorcía mientras me tragaba su garganta, mientras me conducía hasta la inconsciencia.

Mi boca estaba repleta de la carne de la criatura. Mis manos pegadas a mis costados. Los músculos empezaron a golpearme, a sacudirme, a retorcer mis agotados huesos, casi separando cartílago de hueso y carne de cartílago.

Estaba empezando a digerirme.

Entonces, algo muy duro me golpeó en la cabeza. Duro y redondo. ¡Una cabeza! Se había tragado a alguien más.

Muerto en un par de segundos. Sin aire. Ciego, sin luz. Quizá ya estaba muerto.

Quizá…

Mis dedos sintieron un tacto duro en el bolsillo. ¡La navaja! La navaja, no había tiempo, imposible, sin aire, por favor, por favor déjame vivir, la navaja, ábrela con una mano, saca la cuchilla, corta con movimientos cortos, la oscuridad me rodea, como un enorme pozo de oscuridad. Caía en la oscuridad.

¡Aire!

¡Aire! Imposible. Una alucinación. Un cerebro agonizante regalándome una última y dulce ilusión.

No, era real. ¡Aire! Absórbelo, respíralo. Seguí clavando la cuchilla. Mi mano estaba libre. Mis pulmones llenos. Me caí. Luz, muy tenue, casi nada, sólo un indicio de luz, pero era suficiente.

Aún estaba dentro de la bestia. Aún dentro. Pero fuera de la masa de retorcidos vasos sanguíneos de color azul pálido del tamaño de cables de alta tensión y una masa de órganos latientes, vibrantes, como mirar al interior de un cuerpo humano con toda la piel y los huesos y los músculos mezclados, sólo una masa de varias formas que podría haber sido una ración infernalmente grande de hígado crudo.

Estaba dentro de una bolsa de aire, la piel exterior de la criatura estaba inflada alrededor de un núcleo de órganos. Era como estar dentro de un globo.

Vi la hoja de la espada de David. Había penetrado a sólo unos centímetros de lo que debía de ser el cerebro de la criatura. David había fallado, pero no por mucho. La herida se estaba cerrando rápidamente por una sustancia pegajosa que cubría el interior de la bolsa de aire.

Dentro del intestino vi un vago contorno. Humano.

Retrocedí y abrí el órgano. Como abrir una salchicha. El intestino se desgarró, una bolsa de plástico reventada de basura podrida.

April cayó. Me di cuenta de que estaba cubierta tan cubierta de mocos como yo.

“Vamos,” dije. Cogí su mano y la levanté. Ambos nos tambaleamos cuando se movió el animal, rebotando sobre la bolsa de piel.

Deslicé mi cuchilla por ella.

Hubo una bocanada de viento, y de pronto estuvimos dentro de una tienda hundiéndose. Abrí los pliegues del corte y tropezamos y nos lanzamos de vuelta al túnel.

David y Christopher estaban atrapados bajo el monstruo claramente muerto.

Liberarlos fue un trabajo sucio y dificultoso. Pero al final nos sentamos todos juntos, rodeados de un paisaje repleto de huesos ahora inanimados, tres hetwanos inconscientes, y los restos derrumbados del monstruo al que siempre llamaríamos la Rata Fink.

Éramos unos auténticos deshechos. Yo tenía cinco heridas de pinchazos poco profundos en la parte de atrás de los hombros. La muñeca de David estaba torcida e hinchada. Del ojo izquierdo de Christopher manaba sangre y tenía la espalda muy magullada. A April le sangraba la nariz.

Éramos un puñado de desgraciados que daban pena. Hicimos lo que pudimos para vendarnos las heridas unos a otros, pero el esfuerzo terminó cuando nos derrumbamos, exhaustos.

“Bueno,” dijo Christopher, “este no ha sido nuestro mejor día.”