Mascarita y Mascarón Cuento de carnaval

Todo el año era para Guillermo penoso y triste; no había sino tres días de descanso en todo el tiempo comprendido de enero a enero, domingo, lunes y martes de carnaval. No más que tres días de regocijo y de asueto en los trescientos sesenta y cinco del año.

La víspera del domingo ya Guillermo se prevenía para los goces y las deseadas delicias, fruto de la inmensa libertad de que iba a usar hasta el miércoles de ceniza. Guillermo se disfrazaba: para sus disfraces ponía en juego su ingenio inspirado por la más bárbara y grotesca excentricidad. Cada año una barbaridad mayor. Del montón de despojos, fragmentos, trapos, huesos, cascos de botellas, hierros viejos, del almacén, en fin, formado por todo cuanto Guillermo el trapero recogía todas las mañanas en las calles, había de sacar después como de un guardarropa el atavío y las joyas para su vestido de carnaval.

Guillermo era un hombre que caminaba siempre con la cabeza baja, como obligado por el hábito de rebuscar en el suelo, o como voluntariamente rendido a reconocer por su humildad lo ínfimo de su condición social. Todos cuantos él veía, así sus conocidos, sus vecinos, las gentes todas, en fin, eran infinitamente superiores a él; no se hubiera atrevido a replicar palabra alguna a nadie y hasta ponía cuidado por evitar que las gentes se rozaran con él, que iba siempre manchado, sucio y lleno del polvo de los basureros.

¡Qué días, qué días los del carnaval!

Le era dado en ellos salir de su escondrijo, subir desde los callejones del barrio extremo hasta las anchas y espaciosas calles, y caminar con la cabeza muy alta, y bailando, y voceando, y sin temor y respeto alguno por medio del gentío popular, y aun del principal señorío así de los carruajes como de las sillas y paseos del Prado y Recoletos.

Poníase una sarta de cuernos a modo de colgajo «Toisón de Oro»; como manto o como casulla un ruedo de esparto, por delante y por detrás, un serón en la cabeza, toda la cara pintarrajeada y tiznada, y ¿quién puede decir con qué cosas y de qué modo y bárbara extravagancia se enmascaraba aquel zanguango?

—¡Corchi! ¡Qué sepan que está uno vivo, me caso con veinticinco! El carnaval es el carnaval y lo que yo me digo es que no va a estar uno siempre con la espalda doblá, y con humor de perro trabajando. Ahora me voy yo a pasear por donde se pasea to Madrid y la grandeza mesma, y a poner a todas las orejas muy azumbadas con el tolón, tolón de mis cencerros, y con la trompeta, y con las latas. ¡Hala a divertirse!

Díjose esto una mañana cuando ya estaba abrumado por su estrambótico disfraz. Lo primero que tenía que hacer era calentarse bien la sangre, y para ello salió de su cuartucho, cerró con llave, la cual entregó a una vecina, echose a la calle dirigiéndose primero a la taberna de Marcelino para darle un bromazo, y allí a fuerza de salvajadas y burradas ganarse el vino y el aplauso.

Iba provisto de grandes cencerros, arrastraba tras de sí una enorme lata de petróleo vacía, y de tiempo en tiempo hacía resonar de un modo estridente una corneta magullada y vieja.

¡Miray! ¡Miray! por donde viene el oso. Apuesto cualquier cosa a que ese es Guillermo el trapero. ¡Jo, jo, jo…! Se trae toda la chiquillería de Lavapiés detrás —exclamó Marcelino el tabernero al ver al mascarón.

Poco después en medio de un corrillo de gente brincaba y bailoteaba haciendo extravagantes contorsiones, voceando de un modo desaforado el zángano de Guillermo. De tiempo en tiempo apuraba un jarro de vino hasta que ya en principios de embriaguez creció su furia, y sintiéndose enardecido buscó más campo para su barbarie, y de calle en calle, haciendo algunas paradas en las tabernas, ya a la una de la tarde viose en la entrada del Prado, entre el bullicio de las gentes y de las máscaras, ronco de gritar, seca la garganta e irritada por el polvo y el vino, sudando a mares y gozoso, sin embargo, por aquella libertad, merced a la cual le era dado chillar, aullar, bramar, rebuznar, patalear y triscar como bestia destrabada y suelta.

¡Qué bárbaro, qué cernícalo, qué viva ofensa contra la humanidad, qué repugnante tipo de incultura, de estupidez y de brutalidad!, pensaban cuantos le veían, despreciándole unos, compadeciéndole otros y muchos por cruel malignidad azuzándole para que continuase realizando mayores sandeces y disparates.

Aunque muy cargado de vino no había perdido Guillermo el sentido, ni agotado su estúpida aunque inocente alegría, ni había satisfecho como deseara su vehemente deseo de bullanga y de estrepitoso aturdimiento.

Quiso verse libre del tropel de pilluelos que le seguían y entró en el paseo de coches, por donde solo a los máscaras les es permitido transitar.

¡Qué gustazo tan grande el de causar enojo y aversión a los ricos, a las damiselas delicadas y elegantes que iban en los carruajes! Seguramente no habría entre todas aquellas damas y caballeros persona alguna que no pensase que bajo aquel sucio, grosero y extravagante disfraz de Guillermo no se ocultara un hombre de instintos bajos y de ánimo envilecido.

Aún no había llegado a la mitad del paseo de Recoletos, cuando acercose a aquel mascarón un elegantísimo máscara.

Vestía un disfraz de capricho, hecho de riquísimo raso verde esmeralda adornado por escamillas de plata; llevaba bota de charol y guante blanco; en las manos un talismán de oro, una bolsita de dulces y un ramo de flores frescas: dos grandes alas de sutilísimo alambre y de finísimo nipis con franjas y discos de colores brillantes; cabellera rubia rizada; careta de tela metálica y una preciosa diadema.

Era el máscara esbelto, de porte y aire distinguido, caminaba y se movía con exquisita soltura y elegancia.

—Oye, mascarón —dijo parándose a respetuosa distancia del mamarracho de Guillermo.

—¿Qué me quieres tú ahora, mascarito o mascarita? —contestó con voz aguardentosa el espartojado y desgalichado trapero.

—Tienes razón, yo soy mascarita y tú mascarón —contestó el máscara—, tú habrás salido a la calle en esa facha para hacer muchas bribonadas y barbaridades.

—Bribonadas habrás tú salido a hacerlas, tío tísico. —Y diciendo esto se agitó haciendo sonar sus cencerros, y a fuerza de pujantes soplos su corneta, a la vez que acometía al mascarita, amenazando echarse encima de él.

—¡Eh, bárbaro, para, para! Vengo a proponerte que te ganes esta tarde algunas pesetas.

—¡Ju, juy, y uno a qué está! —replicó el mascarón, añadiendo que como no fuera broma de carnaval lo de las pesetas, dijéranle qué había que hacer para el caso, que él lo haría.

—Toma un duro, paga adelantada. Luego que hubieres hecho lo que te ordeno, te daré otro duro y paga cumplida. Se trata de que llenes la lata de barro cenagoso y de basura, la tapes y la coloques en el centro de aquella carretela en que van aquellas tres damas vestidas de blanco. Es una venganza, se trata de una broma muy chusca que yo no puedo dar. Acércate, arrojas tu lata, echas a correr, y te confundes con la gente metiéndote en medio de la muchedumbre.

Al principio Guillermo halló, en efecto, muy chusca y corriente aquella salvajada, pero después como él no era más que un niño ignorante y retozón, a quien nadie había educado, pero en cuyo pecho no había malignidad, ni mala entraña, entendió desde luego que aquello que se le proponía era una infamia y sintió repugnancia hacia aquel mascarita tan pulido y brillante a través de cuyas elegancias y bajo cuyos lujos veíase y se guarecía un corazón de cieno, un corazón odioso y vil.

Veinte minutos después ocurrían en el Prado dos hechos singularísimos. Guillermo, el mascarón de la sarta de cuernos y cencerros que había comprado por un duro tres magníficos ramos de flores, dirigíase a la carretela de la marquesa de Mirabel, que con sus dos hijas, todas vestidas con sendos trajes blancos y elegantísimos se hallaban en el paseo, y regaló un ramo a cada una de las señoras.

Luego llenando de agua cenagosa y de barro la lata de petróleo acercose a la mascarita mariposa y vertió sobre ella el contenido de la lata y dándole una puñada y arrojándole al suelo se dispuso a continuar maltratándole, y lo habría hecho si la policía no acude a contener al mascarón, el cual desprendiéndose de sus ruedos y cencerros, exclamó:

—Yo no soy más que un pobre bruto, que como bruto se divierte, y este es un finolis que ni pa divertirse tiene miaja de bondad en su atravesao corazón.