Los dos viejos

I

Muy encarnada, muy encarnada será la cinta que merque para las sayas.

—¡Alabado sea Dios!… Vamos, en esta casa no hay gente —dijo D. Celestino, y empujó el portillo del jardín y entró paso a paso y canturreando:

Ahora el nogal me sale dándome nueces. Ahora que yo he perdido todos mis dientes.

¡Qué hermoso está este rosal! No lo habrá más majo… ¡Cuántas rosas!… y ¡qué frescura y qué colores!… Pero allí está la mejor… ¿Qué haces ahí en el rincón metida, chiquita?

¡Pobrecita Ángeles, pobre muchacha! Don Celestino, entre amedrentado y triste, y un tantico burlón, acercose a la niña y la miró:

Quare tristis es, anima mea?

Tan jovial, tan amable, tan complaciente como ella era, tan dichosa como Dios la había hecho… ¡verla D. Celestino apenada, y bañados en lágrimas aquellos ojazos ingenuos y dulces, y ver que alentaba afanosamente aquel pecho virginal, y, por último, ver que ella por violentos esfuerzos de la voluntad estaba reprimiendo gemidos y sollozos con voz entrecortada y temblorosa… le llenaba de pena al viejo.

—¿Qué es ello? Vamos, Angelitos, Angelines… ¡niña!, contéstame, ¿qué te sucede?

Ángeles miró a través de las lágrimas al anciano, y sonriendo melancólicamente, dijo:

—¿Qué ha de ser…? El tío.

—¡Anda!, ¿y le haces caso? Ríete, muchacha… Alguna rabieta; ya se le pasará, y pasará él, como pasaré yo… Y como tú eres joven te quedarás aquí con tu Juanito, y os olvidaréis de lo que os hizo padecer el tío… pero no de lo que yo os quise, y rezaréis por él y por mí. ¡Ea, chiquilla…, echa penillas a un lado!

Y mi don Celestino volvió a mirar con sus ojillos grises encendidos de alegría, y a sonreír poniendo aquella cara plácida, alegre como la de un niño ante un juguete.

—Es que… es que… —replicó sollozante Ángeles—. Es que ya no quiere que Juan me hable…

—¡A buena hora! Bueno, pues que no te hable. ¿Cómo puedes tú impedirlo? Vaya, eso es una manía que le ha dado ahora al tío; ya se le irá. Y yo que venía… pero no, no quiero verle; no quiero encontrarme con él…

Y D. Celestino añadió con acento sigiloso y en voz muy baja:

—Súfrelo, es tu prueba… Pero no llores, alma de Dios…

—No; no lloro… ¿Se va usted? —replicó Ángeles mirando con cariñosa expresión a D. Celestino.

—Sí, sí; no quiero tropezar aquí con tu tío… yo le veré por la plaza… y le calentaré las orejas… ¿estás? ¿Piensas que le tengo miedo? No; ¡ca! Adiós. ¡Que no te vea yo cobarde!, ¿eh?, ánimo… ¡No te vayas a enredar los pies con la cola del diablo!…

Y D. Celestino volvió a su infantil risita, y salió apoyado en su bastón y apresurando el paso por estar pronto fuera del jardín, no fuese que el cancerbero aquel, que el feroz gruñón, que el cascarrabias de D. Baltasar apareciera a armar gresca.

—Sí; ya me hago cargo de todo. Baltasar no puede remediarlo… Sin duda hay mucho de cierto en lo que se dice del temperamento… Además, ¿dónde ha vivido él? En medio del mundo más estrepitoso y revuelto, donde se le hace a uno negra la sangre y se agrian los caracteres —pensaba don Celestino; y seguía diciéndose—: De todo ello salva al hombre la religión… Pues ahí tiene usted el clavo… precisamente de lo que no se ha ocupado jamás Baltasar es de esto. ¿Qué ha de suceder?

Vaya, todo lo arreglaría D. Celestino; confiaba en Dios, y por esta confianza fue poco a poco dejando la preocupación, y ya al entrar en su casa iba canturreando:

Los mosquitos de noche tocan la trompa, y yo amanezco luego lleno de ronchas. Tropa maldita, ella toca y yo danzo porque me pica.

—Hola, abuelito —díjole abrazándose a él apretadamente un joven que salía de la casa a su encuentro.

—Dios te guarde, Juan. Pero… ¿qué es eso de hola? ¿Es eso cristiano?

—¿A que no sabe usted lo que va a hacer ese alma negra de D. Baltasar?

—Tampoco eso es cristiano… ¡Qué palabra!, ¡alma negra! ¡Juan!

—Y tanto… ¿a que no sabe usted lo que va a hacer?

—Sí; ya lo sé y no debéis hacer caso… que si hoy no te deja hablar con la chica, mañana opinará de distinto modo.

—Si no es solo eso… es que va a embargar a usted.

Don Celestino miró con viva sorpresa a su nieto… y luego, echándose a reír, exclamó:

—Pues, mira, creo que tiene motivo… y la verdad es que por ahora, si es que ahora lo necesita… no puedo dar un cuarto.

—¿Pero usted le debe?

—Sí, sí… ya muy poco. Cuando tu padre, que esté en gloria, se vio en el apuro aquel de la compra de maderas… yo pedí a Baltasar dinero a réditos… Faltaba un piquillo… y falta… pero cuando tú te pusiste en amores con Ángeles… el mismo Baltasar, sin que yo se lo pidiese, me señaló un plazo que no ha cumplido.

—Bueno; pues ahora está de malas… es decir, de peores.

—¡Je, je! ¡Vaya un susto que has querido darme!

Se reía, se reía el abuelo como siempre… Él no daba grande importancia a las cosas de la vida; era superior a todas las cosazas de la tierra.

II

Baltasar tenía ya más de sesenta y tres años; y se conservaba fuerte en la apariencia. Era corpulento, moreno, con el cabello gris, más blanco que negro, y la mirada feroz, como huraño el gesto… y en todo marcando un genio sombrío y colérico.

Huía de las gentes; por eso salió de Madrid y se fue a vivir con su hermana y su sobrina a una casa de las afueras de Chamberí.

Era aquella barriadita de casas del nuevo barrio, en la que se hallaba la de Baltasar, un lugarejo; vivíase allí como en una aldea.

Conocíanse las familias de la vecindad, y se trataban algunas con la confianza y los recelos que ofrece el trato humano entre la gente labriega.

Con D. Baltasar no había trato. Se le temía, cuando no era objeto de punzantes burlas.

Era malo… Vamos, que lo era.

¿Qué sentía D. Baltasar contra Juan, al cual hacía ya más de seis meses que aquel, a ruegos de su hermana, había otorgado licencia para entrar en la casa y para mantener relaciones amorosas con Angelines?

Envidia… ¡Ved aquellas negras, espesazas cejas que se fruncen amenazadoras, y aquellos ojos que miran suspicaces, o hieren con fiera cólera… Ved el tinte de amarillez que a veces tiñe las mejillas… y la mueca de disgusto y acedía que hace la boca!… Pues nada es de horrenda la cara si se ve lo que dentro de aquel corazón enfermo y de aquella alma condenada existe…

Ya no puede —así lo piensa con rabia—, ya no puede recibir él caricias dulces, sentir en su cogotazo duro el suave contacto de unos brazos de cutis fino como la seda, ni aspirar el perfumado aliento de una boca sonrosada y fresca… Ya no le es dado hablar con calurosa inspiración… sintiendo en el cerebro hervir la sangre, recibiendo la vida de nuevas y brillantes ideas…, ni expresar con elocuencia por virtud de los poderosos sentimientos que refuerzan las energías del corazón.

Cuando le amargaba en la boca la bilis… y luego veía a Juan sonrosado, con la mirada relumbrando de vida y la boca llena de risa… le era odioso. Y para aquel no había ni torpezas en las articulaciones, ni digestión penosa, ni fríos bruscos, ni calor que sofocase asmáticamente el pecho…, sino vigor, resistencia, exuberancia de pensamiento y de pasión.

¡Y qué días tan hermosos le esperaban, y qué dichas al lado de la jovencilla que amaba!

¿Que no? Pues sí; esta, esta era la causa por la cual no quería muchas mañanas tomar el chocolate, pretextando… o aun creyéndolo él mismo, que estaba mal hecho; esta la causa por la cual reñía, sermoneaba, lanzaba con voz cascada, catarrosa, pero atronadora, sermoneos impertinentes, apóstrofes furiosos, palabrotas cuarteleras… y hacía temblar toda la casa, y acobardaba a su hermana, a su sobrina, a los criados, a todo bicho viviente de cuantos tenía en su casa, y alimentaba y vestía y calzaba.

Está bien… pues veremos a ver… si puede conmigo.

He aquí la resolución firme que había formado D. Celestino.

¿Baltasar había sido soldado?… Celestino médico de Marina; ¿aquel había estado en la guerra?, pues este había pasado —como navegante y no militar— terribles peligros. ¡Ea!, se acabó. Yo soy más viejo que él… tengo el cabello blanco, todo blanco, hace muchos años… pero puede que le aventaje en valor y, sobre todo, ¿no me sobra la razón? ¡Pues entonces…!

Dicho y hecho; se dirigió a casa de Baltasar. Nada de bromitas, se decía Celestino.

—¡Buenos días, mi señor D. Baltasar! —dijo sonriendo al acercarse el retirado, el cual no contestó sino mirando torvamente a su vecino—. Me alegro mucho de encontrarlo. Tengo necesidad de hablar con usted, amigo mío.

—¿Hablar conmigo? —preguntó con enojo don Baltasar.

—Sí, aunque en verdad… esto de hablar con usted es una cosa sorprendente y maravillosa —replicó D. Celestino; pero acudiendo con presteza a corregir el acento de ironía que casi involuntariamente iba dando a sus palabras, añadió—: Quiero decir que, como siempre, está usted en serias ocupaciones…

—Vamos al grano… ¿Quiere usted que siga estirando y estirando el tiempo para que jamás se cumpla el plazo del pago? Pues bien, ya no puedo esperar más.

—Lo apruebo —replicó blandamente D. Celestino paseando su mirada por todos los objetos que había encima de la mesa-escritorio de D. Baltasar, y cogiendo como por una inadvertida acción de hombre de ánimo distraído un perrito de bronce pisapapeles—. Lo apruebo… porque usted así me hace un favor, que yo le agradezco más que la misma prórroga por usted otorgada espontáneamente… esto es, sin que yo se lo pidiera… espontáneamente. ¿Lo recuerda usted?… ¿Eh? Pues bien, pago… y usted halla su dinero… porque es suyo… y yo me quedo en paz, que vale más que el dinero… Aquí se lo pongo a usted, frente al perrito.

¡Pues con esto se enojó también D. Baltasar!

—Pero, hombre de Dios… ¿no le pago a usted; no estaba usted enfadado conmigo porque, fiándome en que, según tiempo antes, no lo necesitaría usted hasta dentro de un año, aún no le había pagado? ¿Por qué se ha de enfadar?…

—Porque… porque con esa voz así melosa y esa risa se está usted burlando de mí…

—Pero, hombre de Dios, ¿a nuestros años vamos a reñir? —contestó dulce y cristianamente don Celestino.

¿Cómo años?… Puede que este se hiciera la ilusión de tener los de Baltasar, siendo así que tenía doce menos que D. Celestino…

—Sí, lo sé… ¡Si soy un Matusalén!… Vaya… vaya, no hablemos de esto… Gracias; el recibo, ¿eh?, pues ya está roto.

¡Qué limpio y aseado, qué pulcro, qué ademanes los suyos más precisos, y cuán clara y apropiadamente hablaba! Así su vestido sin mancha, ni raído, su frente casi sin arrugas…, su ánimo sereno, y en todo él un olor de santidad que producía gratísima impresión… Pero todo esto era realzado por aquella alegría tan pura…, aquel contento que le hacía simpático y famoso.

Como que era su alegría de niño…, la que no había perdido desde su infancia, pues había amado con castidad, había trabajado sin codicia, había vivido sin envidias ni ambiciones.

—Quédanos otro asunto… Y ya que no tuve nunca nada de Salomón…, por dos razones, porque aquel pienso que se llevó consigo lo suyo al otro mundo, y porque jamás tuve yo cosa ajena…, voy a meterme en el negocio de los chicos…

—Mejor hará en no mezclarse en ello.

—Bien, amigo Baltasar…; si voy a causar a usted disgusto, nada diré… pero si usted no se disgusta…, si usted no se disgusta, déjeme usted que no haga lo mejor…

—¡Hombre! Esto es no verse nunca libre de… (de impertinencias iba a decir, pero se contuvo; no llegó la ira a cegarle al punto de que dejase de ver que estaba en su propia casa y en ella D. Celestino).

—¡Qué caramba, hablemos!… Yo pienso que jamás hice con intención, o por mi indiferencia, daño a mis semejantes… Tal vez por eso estoy alegre…

—¿Viene a censurarme?

—Líbreme Dios —replicó D. Celestino— de semejante cosa… No, yo le ruego que no se enoje… Mi nieto y su sobrina…

—Iban a hacer, mi sobrina un disparate…, su nieto, hablemos claro, su nieto un negocio.

—¿Negocio? ¡Ah! ¡Pues qué!, ¿ignoraba usted, cuando se presentó a usted, que el pobre muchacho no contaba más que con su trabajo? ¡Vaya, vaya!, démonos a razones… Le piden a usted felicidad, felicidad, y hasta renunciarían a todo… a todo… ¡Qué edad más dichosa! ¡La fe alienta…, bástales la juventud y el trabajo!… ¡Cuántas veces daríamos usted y yo diez veces por perdido lo que usted posee, a cambio de la juventud!… Les basta, les basta…

Al oír esto redobló su enojo el atrabiliario don Baltasar. ¡Qué demudado se puso, qué fosco, cuánto refunfuñó! Y, luego, colérico desmedidamente, dio suelta a su ira.

El bueno de D. Celestino hizo por calmarlo… pero vano intento; la ira era descomunal. Cerraba D. Baltasar los puños, dejábalos caer en la tabla de la mesa; y tales palabras ásperas y tales juramentos y juramentos dijo, que D. Celestino, digna aunque sosegadamente, se puso en pie disponiéndose a marchar de allí; pero de pronto se detuvo, quedose mirando al irritado Baltasar, y le dijo con acento de extremada bondad:

—¿Por qué ese enfado? ¿Por qué hemos de tener ardiendo en ira nuestros pechos, que debieran solo sentir la pena íntima, oculta, de los remordimientos?… Créame usted, amigo; las tristezas y los tedios, los desabrimientos y furores que afean la vejez, solo están justificados por el recuerdo de culpas anteriores. ¿Ha dejado usted en su vida morir en el abandono algún hijo?… ¿Mató usted a tormento a alguna mujer?… ¿Arrebató la fortuna a algún desgraciado?… Entonces, si nada de esto hay por el pasado, viva en paz; y si no de la propia alegría, goce de la de los demás…

—¿Qué dice este hombre? —pensaba con espanto D. Baltasar.

Y procuró encubrir sus pensamientos reforzando con fingida cólera la que en realidad sentía. Mas cuando D. Celestino salía de la habitación, no fue sin antes decir:

—¿Usted piensa que soy un pobre? Pues yo he de dejar a mis herederos, tal vez pronto, una inmensa riqueza.

¿Qué había dicho?… ¿Conocía el pasado de Baltasar?

Ved lo que por mucho tiempo hubo de preocupar al viejo regañón, y así mil veces hubiera ido a interrogarlo, pero no se determinó hasta meses después, cuando supo que, enfermo del corazón, estaba ya D. Celestino al extremo de morir… Entonces, entonces, Baltasar no pudo resistir más, y fuese a ver a aquel…, a aquel que le había leído en lo hondo de la conciencia.

III

—Ahí está en el cenador… ¡Se ha empeñado en que le coloquemos dentro en su sillón!… —dijo Romana llorando a más llorar.

Baltasar estaba trémulo…; por la primera vez de su vida, el demonio que él tenía metido en su corazón se hallaba debilitado y abatido.

Ángeles, al ver entrar allí a su tío, lanzó un grito de miedo. ¿A qué iba allí?, ¿qué le diría a ella por encontrársela allí, en casa de Juan? Hallábase junto a una de las religiosas que asistían a D. Celestino en su enfermedad.

Llamábase sor Celestina, y esta coincidencia había impresionado vivamente al enfermo.

—Es un santo —decía sor Celestina—; él mismo ha dirigido esta mañana el adorno del altar. «Pongan ustedes flores… muchas rosas… ¿Dónde mejor podemos recibir al Señor que en el jardín?… ¿Dónde puedo yo estar con menos fatiga que aquí, al aire libre?… Que no encuentre tropiezo el alma cuando… suba a presentarse a Dios…». Vamos, que dice el pobrecito cosas de las que dicen los santos.

Juan, pegado al enrejadillo del cenador, lloraba con llanto sumamente abundoso y pena hondísima.

—No, no se presente usted, D. Baltasar —le decían al tío de Ángeles—. Va a impresionarse el enfermo al verle.

Pero Romana aseguró que su padre no perdía jamás la serenidad de su alma.

En efecto, cuando Baltasar entró en el cenador quedose espantado…, sí, porque la sorpresa le impresionó tanto, que le hizo efecto de medroso asombro. A pesar de que D. Celestino ya tenía el rostro lívido, y hundidos los ojos, y escuálido el rostro, y blanquecinos y tremulantes los labios, y resaltaba de un modo aterrador la caja ósea por el frontal…, la alegría brillaba en sus ojos… allá en lo hondo de los ojos, como lucecitas lejanas en lo profundo de dos galerías…, la sonrisa se presentaba en sus labios…

—¡Ah, D. Baltasar! —dijo D. Celestino—, ¡ya se acabó la cuerda de la peonza!… Ha tenido cuerda larga… Pero… en fin, se acaba… ¿Se casarán los chicos?

—Sí, sí; ¡perdón, amigo mío!… —replicó don Baltasar.

—¡Ah!, ¿sí? Que vengan, que vengan.

Hicieron señas a Juan y a Ángeles para que se acercasen al enfermo, y en medio del silencio y ante la respetuosa expectación de todos, pasaron los jóvenes, y acercáronse a poner sus ardorosas manos entre las frías del moribundo.

—Sois uno para otro… ¿ves qué alegría?… ¡Que no pudiera yo cantar en la boda! Pero cantaré desde el cielo.

Los chicos rompieron a llorar… y no pudiendo estar ya allí por más tiempo, salieron.

Hizo D. Celestino una señal a D. Baltasar, y le dijo a media voz:

—Cuando tenemos culpas atrás y nos hacemos viejos… esos furores, esas tristezas… ese tedio… esos insufribles pesares que nos acometen son efecto de las bocanadas caliginosas de humo denso del infierno entreabierto y cerca del que estamos ya… Acudiendo a Dios, Él perdona y renace la alegría.

¡Caramba!, que la frase le dio calofrío a D. Baltasar… Tuvo ánimo para tomar en sus manos la mano ya inerme de toda energía y estrecharla…, y luego salió.

—¡Lo sabía, lo sabía! —fue diciendo D. Baltasar profundamente alterado.

¿Qué fue a los pocos días el recuerdo de D. Celestino en D. Baltasar? Un recuerdo de fuerza poderosa… Allí estaba enterrado a no mucha distancia del barrio…, teníale cerca Baltasar…, pero no le inspiraba ni terror ni tristeza… No… era como un consuelo…

Ya miraba con alguna complacencia el azul del cielo…; ya reprimía a veces las fierezas de su bravío corazón; ya se había detenido con deleite a contemplar las flores del jardín…; ya a la hora del Ángelus… despidió los últimos fulgores del día con una oración y una paz dulcísima en el corazón…; ya, en fin, le vieron sonreír…, ya no envidiaba…, ya amaba.

Ángeles y Juan, apretándose las manos, se transmitieron el gozo que esta mudanza del tío les causaba, y allí, bajo las anchas movibles hojas del emparrado…, cerca de los lindos dondiegos de noche, aspirando la fragancia de las flores… fijaron precisamente la fecha de la boda.

Y allá en el cielo… reía el viejecito.