La inquisidora
I
No es caprichoso afirmar que así como cada hombre tiene su fisonomía, cada país su propio aspecto, singular y característico. ¡Miren que pretender que mi país, con sus enormes peñascales grises, sus cerros y montañas yermos, o cuando más cubierto de recio arbustaje, sus ríos tortuosos y estrechos, sus aldeas pobres, sus campos quebrados y por fin sus viejas iglesias, en las cuales se descubren algunos adornos románicos como huellas borrosas de una olvidada civilización, se asemeja a la alegre y lozana Andalucía, es aventurada pretensión!
Por allá, por Marti-Herreros, hállase Barquisancho —llamémosle así para medio encubrir su verdadero nombre—, lugarejo tristón, donde suena la campana diariamente a las mismas horas desde remotísimo tiempo, y persisten las mismas costumbres de otras edades, y se oye misa a la aurora y se reza el rosario al atardecer… y siguen en la devoción de las gentes las mismas historias y romances, fábulas, verdades consejeras, refranes sentenciosos, gozos y temores del bueno del Rey que rabió y de la venerable Maricastaña.
Vengamos a nuestro cuento. Vivía en Barquisancho Celedonia, viuda devota que tenía dos hijos, Frutos y Agustín. ¡Y con qué encanto se había mirado en ellos la madre!
—¡Madre! Me ponga usted las sopas y los torreznos trempano, que tengo dir con tío Cajales a Fuenterroble por la novilla.
El que esto decía hablaba con voz recia y acento de imperiosa exigencia; era Frutos, muchachote colorado, fortachón y cuyos alientos tenían tufo campestre y de montaña. Aquella boca olía a bellota, a romero y a cantueso.
—¡Ah, brutazo, brutazo!… ¿No vas a ir a Aldivieja a la escuela? —replicaba la madre con cierta expresión de pesar.
¿La escuela? ¡Cabales! Aquel lugar estrecho, obscuro, donde no se podía respirar por el olor que despedían los mostrencos pelones… ¡Campo libre, aire fresco, la nieve, el sol, la cata de colmena, la caza de los revoloteadores pajarillos y la de los rastreros lagartos!… El arado, el trillo, la hoz… ¡Esto sí que se avenía con el alma y los gustos de Frutos!… Tenía muy fuertes los brazos para manejar tan solo el puntero, muy caliente la sangre para aguantar palmetazos, muy llena de carne la cabezota para poder reducir la atención al garabateo de las letras y al sonsonete de las liciones.
—¿Pa qué de ir? ¿No dice el señor maestro que soy un topo? Pus pa los topos la tierra… y a la tierra voy —solía decir Frutos.
—Buenos días nos dé Dios, señora madre —decía Agustín casi todas las mañanas entrando en la cocina libro en mano, estudiando y sentándose en un banquejo de roble a esperar el desayuno.
Tenía Agustín dos años menos que Frutos, que contaba doce, y así como este era vigoroso, Agustín delicado, tanto como aquel franco, Agustín discreto, aplicado y amigo de apacible recogimiento.
Dulce, respetuoso, vivía impaciente por ir a la escuela y a la doctrina, y era su júbilo inmenso cuando de un libro pasaba por sus adelantos a estudiar en otro. Cartilla, Catón, Catecismo, Fleuri, Fábulas, Rueda… y más y más libros.
—¿Pero cuándo habrás acabado con los libros? —preguntaba la madre llena de asombro, no acertando a comprender que el número de libros no tuviera fin, ni el estudio límite.
Agustín pasaba por un portento.
Que era una planta delicada; que era un prodigio; que llegaría a muy alto; que se le cuidara; que se le dejase proseguir su labor… Todo esto decían de Agustín a su madre el señor cura, el boticario, el maestro y el médico. La misma Celedonia miraba con religioso respeto a su hijo; pero estaba tan pensativo, tan pálido… que a veces la pobre mujer sentía pena y temor inexplicables.
El montón de libros fue aumentando, la aplicación fue cada vez más vehemente… y claro que mayor el saber de Agustín. Modoso, dulce, ¡un ángel de Dios! Delicada su sensibilidad, todo lo sentía con fineza y por muy viva percepción.
Brusco era el contraste que ofrecían los muchachos. Agustín miraba con íntima compasión a su hermano, que a fuerza de tiempo y sudores había llegado a leer con tropiezos y a escribir con borrones, y Frutos no estimaba gran cosa los conocimientos literales fervorosamente adquiridos por Agustín.
—¿Sabes tú —decía Frutos cuando, enojándose por las sermoneras de la madre, deseaba acoquinar a Agustín—, sabes tú cómo se quita el gorgojo?… Pues con la cornicabra… ¿Sabes para qué días chitan los pinos? ¿Sabes adonde cae Arroyos Altos? ¿Sabes para qué remedios sirve la cebolla? Vamos, ya que tanto estudias, ¿a que no distingues el trigo candeal del trigo trigueño que por acá decimos?
—¡Calla, calla, brutazo!… Calla… y ve a destrabar la burra… que no puedes tú ni descalzar en listeza a tu hermano —decía la madre satisfecha, así de tener un hijo fuerte y lleno de vida, como de tener otro afinado y lleno de sabiduría.
¡Estaba pálido! Y por ello a veces se alarmaba la madre… Como otras se inquietaba por la tardanza de Frutos en volver del campo a casa. Las aventuras de aquel espíritu de Agustín por las sublimidades de los libros y las aventuras de Frutos por la tierra eran tal vez igualmente peligrosas. Agustín estaba cerca de ella y muy a su cuidado; esto era un consuelo, y el valor y la fuerza de Frutos daban alguna confianza a la madre.
¡Ah, pero aquellos venerables, aquellos misteriosos libros que ofrecían a Agustín tantos encantos, como furiosas rebeldías en Frutos!…
Uno era amante de la meditación, el otro de la aventura; Agustín perseguía la idea, Frutos la realidad; este los hechos, aquel los pensamientos; Agustín la ciencia, Frutos la vida.
Agustín enflaqueció, enfermó, y enfermó hasta el extremo de obligar a que el médico dijese un día gravemente:
—Nada de libros, quitadle los libros… que viva.
Tarde fue la advertencia; tardía la orden. Agustín murió.
II
Tres años después presenciamos una escena extraordinaria, singular, inexplicable.
El bueno del cura del pueblo, hombre celoso en cumplimiento de sus más graves deberes, supo que por el lugar circulaban algunos libros obscenos, noveluchas y cuentos peligrosos; pudo recogerlos y resolvió quemarlos en una cerca inmediata al pueblo. Un auto de fe, un verdadero auto de fe, aconsejado así por la moral como por el buen gusto.
Ya ardía la hoguera y en ella los despreciables libracos, cuando vimos descender apresuradamente por el camino de la aldea a la cerca una mujer desgreñada, lívida, con rostro en el cual se pintaba el furor. Traía el delantal cogido por las manos crispadas y lleno de libros, y gritaba:
—¡Aquí, aquí, aquí hay más; quemarlos todos!
Antes de que nadie pudiera impedirlo, aquella mujer arrojó a la hoguera un montón de libros…
—¡Qué haces! ¿Qué libros son esos? —exclamó el rector.
—¡Libros, libros —gritó la pobre madre loca—, los que mataron a mi hijo, los malditos, los malditos libros!
Nunca el fanatismo pudo ser como entonces conmovedor y respetable… Y a él debió la desdichada madre de Agustín el apodo que hoy tiene de «la Inquisidora».
Más tarde leímos en un célebre autor: «La instrucción adquirida únicamente por los libros es el más pernicioso de los venenos de la inteligencia. Consume la vida y enloquece el alma».