El muñeco
A Mariano Urrutia
I
—Descanse V.; aquí subimos pocas veces. Bajaré la luz del gas y podrá V. dormir, si gusta.
Mucho agradecía la invitación: ¡qué queréis!, esto de trabajar todo el día acaba con las fuerzas de un Hércules. Un dolor de cabeza me obligó a despachar rápidamente el negocio que me había llevado a la tienda de juguetes.
Uno de los dependientes de la tienda, persona muy amable, compadecido de mí, me proporcionó el medio de lograr un ligero reposo a la fatiga. No quedé mal del todo al cabo de algunos momentos, durante los cuales con la cabeza entre las manos, los codos en los brazos del sillón, los pies sobre un calentador y los ojos cerrados, olvidé mis preocupaciones y permanecí como al placer de un dulcísimo sueño, viendo a través de los cristales que daban a la calle pasar y repasar multitud de gentes.
El descanso es una medicina reparadora y eficaz.
Al cabo tuve un placer infantil: dejé de pensar en el tanto por ciento por comisión, en el debe y haber, en el recargo de Aduana… y fijé mis ojos en el escaparate; ¡qué abundancia abigarrada de lindas ficciones!, ¡qué mundo de juguetes! Allá un bebé, rechoncho y coloradote, permanecía apoyado en un rincón como esperando la papilla; acá un nigromántico parecía evocar los espíritus levantando a lo alto su varilla mágica como un director de orquesta la batuta; un ruso feroz aguardaba sentado a unos soldaditos austriacos para tragárselos con delicia brutal, y una preciosa pastora conducía, con solicitud cariñosa, su rebaño, y en medio de estos percibí un caballerito muy lindo que parecía un señorito elegante de esos que a su vez parecen un muñeco de feria. ¡Qué petulante era el tal monigote! Tenía el bastoncillo en una mano como haciendo con él molinetes y en la otra llevaba un bouquet, un ramo mejor dicho, porque dicho está en castellano; los quevedos montados en la nariz, la cabecita echada hacia atrás como hombre a quien los sesos pesan poco y a quien la vanidad zarandea a su capricho; por último, muy petimetre, muy pisaverde y muy pretencioso.
Al lado de una cocinerita que se hallaba ocupada en el arreglo de sus cacerolas y de un marinerito que remaba afanoso, me pareció aún menos simpático el diablo del muñeco.
—¿Para qué servirás tú, mequetrefe? —pensé—; sin duda para importunar menos que los de carne y hueso a tus semejantes; pero en fin, ¿puedes agradar tú con esa facha de bástate solo y ese aspecto de caballero del ocio?
Dicho y sabido es que tocar los objetos que se hallan en una exposición no es acto que revele gran discreción; pero tanto pudo en mí la curiosidad que tomando a mi hombrecillo por la cintura, como Gulliver cogía a los ciudadanos de Lilliput, le elevé a la altura de mis ojos para examinarle de cerca, y al descubrir en su peana de metal un letrero, leí:
«Apriétese el botón y el caballerito dirá su nombre». ¡Hombre, siquiera tienes una gracia inesperada y oculta! —exclamé.
—Vamos, sepamos cómo te llamas —dije apretando el botón indicado por el letrero.
Un sonido extraño se produjo a la opresión que mis dedos hacían, algo así como el que se oye en algunos relojes antes de sonar las campanadas que cuentan las horas, y luego en voz de trompetilla de polichinela la ingeniosa máquina soltó esta respuesta:
—¡Don Dieguín! —Y el muñeco volvió rápidamente la cabecita, dio un movimiento rotatorio a su bastón y quedó en otra postura no menos cómica y extraña.
Me hizo reír, me divirtió aquel frívolo juguete; miré su precio, dejé el muñeco en el sitio de donde lo había tomado y no volví a pensar en él.
II
Hacía un frío glacial; era uno de los días más terribles de un crudísimo invierno.
Las puertas y ventanas de las grandes casas de París se hallaban herméticamente cerradas; los ricos lo pasaban menos mal alrededor de las anchas y abrasadoras chimeneas; los pobres en sus tugurios miserables se arrebujarían, tiritando diente con diente, en sus andrajosos abrigos.
Apenas transitaba gente por las calles; no era muy avanzada la hora; pero era oscura y espantosa la noche.
En una buhardilla, elevada sobre una de las casas más viejas de los arrabales, se hallaban seis personas trabajando a la luz de una de esas grandes lámparas llamadas de familia, y a las que parece que se cobra amor porque ellas iluminan, durante las más gratas horas de la vida, lo más íntimo y querido del hogar.
La habitación no era a la verdad tan estrecha como suelen serlo todas las de las buhardas; en ella una anciana parecía muy preocupada en coser un objeto pequeño de trapo, y cerca de esta tres jóvenes ocupadas con igual atención en otras costuras.
No lejos de este grupo se veía un niño, como de unos catorce años, trabajando en una labor de tornero sobre un aparato de dicho arte; a la vez que un hombre de unos veinticinco a treinta años, mantenía fija su atención en un plano cubierto de rectas, curvas, puntos y dibujos.
Reinaba en aquel recinto un silencio solemne, cuando por acaso cesaba momentáneamente el rarreo del tornero moviendo su máquina, silencio en el que la costumbre de oírlo hacía pasar inadvertido el simétrico tictac de un viejo reloj, testigo antiguo de la vida laboriosa de aquella familia.
De vez en cuando alguna de las jóvenes alzaba su cabeza y extendía sus brazos para medir el hilo de un carrete, pasar la hebra por sus frescos labios de rosa, cortar la hebra con sus diminutos dientecillos, enhebrar la aguja y volver a su tarea.
El cuchicheo que se oye en todo corrillo de mujeres que trabajan reunidas, ese picoteo de pajarillos que ocupan el mismo árbol, esa charla confidencial, dulce, que solo interrumpe alguna que otra vez la canción que anima y alegra el taller, estaba allí reprimido.
Nadie quería interrumpir la grave preocupación del joven que examinaba los planos.
Era este de una fisonomía grave; tenía frente despejada y en ella el ceño que suele dibujarse en el rostro de los hombres que sacrifican su existencia a las grandes operaciones del cálculo.
Aquel hombre se hallaba, sin duda ninguna, a la vez que profundamente preocupado, a merced de una íntima tristeza, y no sé si atreverme a decir sin temor de equivocarme que superaba su melancolía a la importancia de la abstracción en que tenía laborioso el pensamiento.
Prodújose nuevamente el suspendido rarreo del torno, lo cual debió de mortificar al pensador, porque, alzando la cabeza y apartando de los planos la vista, dijo:
—Por Dios, niño, ese ruido me atruena los oídos y me distrae; si tuvieras la bondad de suspender tu juego.
—No juego, Luis —contestó el niño—, trabajo.
—¿Trabajas?, ¿eres tornero tú?
—No, pero trabajo.
—¿No has trabajado hoy bastante en tu imprenta?
—Sí, pero aquí también trabajo.
—Deja eso —dijo la anciana dirigiéndose al niño.
El niño obedeció.
Luis volvió a intentar entregarse de nuevo a su estudio, pero no le era posible sin duda hacerlo, y sentía cansancio y necesidad de dar momentáneamente un dulce reposo a su espíritu.
—A todos os veo muy ocupados —exclamó—, ¿qué hacéis?, trabajáis más que otras noches. ¿Qué hace V. también tan afanosa, querida mamá, fatigando sus débiles ojos? ¿Qué es eso?
Luis señalaba el objeto que la anciana tenía entre sus manos, esta parecía querer ocultar su obra: pero a una mirada de cariñosa e insistente súplica que Luis le dirigió mostró el objeto de su labor.
La admiración de Luis al verlo fue grande. El objeto era un sombrerito de copa casi tan pequeño como una de las caperuzas del sastre de las siete monteras juzgado por Sancho, gobernador de la ínsula Barataria.
—¡Bah!, me entretengo —exclamó afectando indiferencia la anciana, y dando un giro hábil a la conversación añadió—: Nada me has dicho de lo que te ha ocurrido hoy.
—¡Oh!, no van mal mis asuntos —contestó afectando una alegría que desmentía la expresión triste de su cara.
—¿Tienes algunas esperanzas?
—Sí, no hablemos de esto —replicó el joven, a quien sin duda le era doloroso seguir fingiendo.
—Antes bien —dijo gravemente la anciana—, antes bien debemos hablar, porque si estás desalentado te animaré y si confías sin gran causa sabrá tu madre prevenirte para el dolor de un desengaño.
Las niñas, sus hermanas, miraron a Luis.
—¡Ah, mamá querida!, nada puedo ocultar; hoy he sufrido como ningún otro día. Inútil ha sido la recomendación.
—¿Pues cómo?
—El Ministro ha desoído mi pretensión. ¡Pero en qué forma tan despreciativa y descortés! Cuando entré en el despacho estaban en él varios mequetrefes petulantes, los cuales, al verme, cuchichearon entre sí y debieron, al reírse, hacerlo de mi pobre traje y de mi aspecto triste; ¡no quisiera ser malicioso!, lo cierto es que apenas me puse a hablar a S. E. me cortó la palabra con una sequedad que me hirió en el alma y diciendo que no podía ocuparse en mi asunto se puso a charlar alegremente con los jovenzuelos y al salir me despidió con un imperceptible y desdeñoso saludo. Hubiera vengado el desprecio y la burla, si no fuese el sagrado deber de un empeño en el trabajo antes que la frívola vanidad… No me atienden, madre mía… Ni el gobierno me oye, ni hallo quien me preste capital, ni hay quien oiga la explicación acerca de la utilidad de mi invento y estudie este… Y sin embargo, es útil un aparato por el cual a largas, muy largas distancias puede hacerse oír la voz de «socorro» de los náufragos, que desfalleciendo, dudan hasta de que los oiga el cielo, al divisar el lejano buque, y cuando lanzan al espacio la palabra suplicante y salvadora. No hablo de otras y más importantes aplicaciones de mi invento.
Luis hundió su cabeza entre las manos; pero luego, pensando que apenaba a su madre, volviose a esta y le preguntó:
—Pero, en fin, madre mía, ¿qué hacéis todos desde hace algunos días que os veo trabajar con tal fervor?
—Hijo mío, no te ocultaremos la verdad; hacemos, después de nuestros trabajos caseros, casi por distraernos, juguetes para la fábrica que hay en el barrio.
—¡Oh, queridos de mi alma!, queréis ayudarme, queréis facilitarme el mayor reposo que posible sea para que me dedique al estudio…
Luis se arrojó en los brazos de su madre, rodeándola a su vez todos, y formaron uno de esos hermosos grupos de personas que se enlazan en un mutuo sentimiento de amor.
—Por eso te molestaba con el torno —dijo el niño—. Porque yo, como no infundo a lo inanimado la vida con un soplo como Dios, me cuesta un diminuto brazo de madera muchas horas de trabajo.
—¿Y vos, madre mía, hacéis los sombreros?
—Sí, y tus hermanas los vestidos; solo nos dan en la fábrica las cabecitas de porcelana. Ahora estamos haciendo un muñeco.
—Pobres, pobres y queridos obreros, ¡cuánto os debo! —añadió Luis sonriendo; pero pareció quedar como preocupado un momento, pasado el cual, dijo—: ¿Y no podría yo añadir algo a la obra?
—¿Quién lo duda?, pero esto es indigno de tu talento, que ha de emplearse en más importantes trabajos —dijo el niño.
—No hay trabajo despreciable —replicó Luis.
Habíase iluminado su rostro, sus ojos brillaban como estrellas, pues la inspiración, fuego del cielo, da a los ojos destellos de astro; y de pronto, sonriente y alegre, exclamó:
—¡Estamos salvados! Mi primer invento puede reducir en algo sus pretensiones; parte de él dará voz al muñeco; le haremos decir por de pronto «chacha, papa», cualquier cosa: hacer reír a los niños es una misión casi sagrada; basta para el negocio un humilde capital; haré un empréstito y haremos un muñeco singular, será la caricatura de esos petimetres, de esos seres inútiles; el secreto del aparato que había de hacer que se oyese la palabra de «socorro» cuando al desdichado le faltan fuerzas para lanzarla, el propio mecanismo resonará antes en el cuerpo de un muñeco.
»El dinero que esto nos produzca tal vez sirva para realizar el otro proyecto, y realizado este, quizá podamos redimir a millares de artistas que gimen en la esclavitud de que nosotros saldremos; devuelvo alegremente la burla.
Así fue, en efecto; y como Minerva salió armada de punta en blanco de la cabeza de Júpiter, don Dieguín nació de la inteligencia del mecánico parisiense.
¡Don Dieguín! ¡Quién había de decirlo!
Pues esto acontece con toda obra de arte: si la miráis con detenimiento, veréis tras ella un proceso de dolores y de trabajos… y os avergonzaréis de haberla despreciado.
Felizmente no cabe otra moraleja a la historia del muñeco, porque los seres humanos de la facha de don Dieguín, van ya desapareciendo en los pueblos activos, inteligentes y libres, y si los hay, ¡Dios los perdone!